J. M R. TILLARD, O.P. LA IGLESIA EN EL DESIGNIO DE DIOS L'Église dans le dessein de Dieu, Lava] Théologique et philosophique, 21 (1965) 244255. Se trata, de percibir el enraizamiento del misterio de la Iglesia en la totalidad del designio divino. Situar a grandes rasgos los puntos de inserción de la eclesiología actual, como es asumida por el Vaticano II, en la teología de los otros misterios de nuestra fe, mostrando sobre todo que la Iglesia debe definirse como el punto preciso en que se enlazan los diversos elementos del hecho cristiano. La Iglesia, plenitud de la obra divina Punto de partida importante, situado en el corazón de la teología conciliar, es la unidad profunda del designio divino. No hay dos designios, uno creador, echado a perder por el pecado del hombre, y luego un designio de salvación, cuasi- fracaso del primero. Sólo una visión humana de origen mítico puede proponer dos tiempos en la obra divina. Cierto que el drama del pecado está en el corazón del hombre y el misterio de Cristo está existencialmente condicio nado por este hecho. Es lo que percibió Santo Tomás, cuya cristología es esencialmente soteriología. Hoy continúa el misterio de iniquidad en un mundo salvado por la cruz. Sentimos con San Pablo un áspero combate, cuyo desenlace puede hacer fracasar el pla n benevolente de Dios: permanecemos libres bajo la gracia, y el pecado se sitúa en el punto de encuentro de esa gracia y esa libertad. Pero, a despecho del pecado, continúa sin cesar el misterio de la creación, asociada incluso desde dentro al misterio de Jesús, proclamado Señor sobre toda la obra del Padre. La creación entera, rescatada desde el primer momento de la Pascua, ha sido glorificada en la Resurrección. En el pensamiento del Padre creador estaba ya presente el drama de la falta y previsto un más allá de la caída del hombre. Un único acto de amor divino, que quiere a la vez colmar al hombre de su plenitud sin violentar su libertad, produce los dos efectos de creación y redención. Puede hablarse de un eterno desgarramiento del amor de Dios hacia el hombre, cuyo sacramento será la cruz del Hijo. La Iglesia parusíaca será la reducción de tal tensión, por la perfecta ósmosis entre la creación y la gloria pascual. Será la realización del plan eterno del Padre de proyectar fuera de Dios la experiencia de paz, gozo y mística contemplación que constituye la felicidad divina. La Iglesia asome y plenifica la creación La Iglesia, como Cristo, tiene un doble origen. Es don de Dios, descrito por el Apocalipsis como ciudad que baja del cielo para gozo de los hombres. Pero es también un alumbramiento que el mundo ofrece a Dios como respuesta a su generosidad primera, un poco como la humanidad de Cristo fue respuesta de alianza ofrecida por Israel a Yahvé, que no habla dejado de amarle. Hay que remontarse al hecho fundamental de que todo hombre ha sido creado para encontrar un día la comunión de vida con el Padre. Desde el primer momento, el hombre está destinado a entrar en la intimidad de Dios, cualquiera que haya sido la naturaleza de la gracia adámica. Eso es lo que da al pecado su gravedad de rechazo J. M R. TILLARD, O.P. consciente de la amistad del Padre. En su espontaneidad natural, el corazón y el espíritu del hombre están hechos para abrirse a la acogida de Dios. Hemos aprendido en Cristo hasta dónde puede llegar esta comunión. Puede ser que la intimidad después de la falta sea más profunda que la que hubiera reinado sin el pecado. Juan nos impulsa en este sentido con su teología del agápê, que él concibe como fuente de perdón e iniciativa de rescate, y como tal desbordamiento, que el pecado hace abundar el amor. Ahora bien, la Iglesia se define en su profundidad última por esta comunión de vida. No es sólo ni primordialmente pueblo congregado por la proclamación de la palabra de Dios y alimentado por la Eucaristía. Es esencialment e la realidad misteriosa resultante del hecho de que unos hombres llevan en si, de forma invisible y conocida sólo por Dios, una participación especial de la vida divina, de que otros están en marcha positivamente hacia ella, y, en fin, de que todo lo humano está trabajado desde dentro por una llamada de Dios inscrita en su realidad de hombre, que intenta conducirle más allá de la actual situación marcada por el pecado. Realidad invisible, pues muchos de sus beneficiarios ignoran no sólo su presencia en ellos, sino incluso su existencia, puesto que no conocen a Jesucristo, único revelador del Padre. La fidelidad consciente del hombre a las exigencias de su propia naturaleza dicen siempre apertura a la comunión de vida. Allí donde hay comunión, hay Iglesia-misterio. Ésta se extiende tanto como el designio de Dios sobre el hombre, al menos en estado de tensión o de empujes vitales que a menudo echa a perder el pecado antes de haber dado todo su fruto. En su estatuto plenario y definitivo, la Iglesia no coincidirá con toda la humanidad. Habrá un margen de fracaso, que desconocemos, una porción de hombres alejados para siempre de la comunión con Dios. Pero en la etapa peregrinante, la Iglesia se extiende por todas partes, al menos en el sentido de que ningún corazón de hombre está lo bastante endurecido y corrompido para no dejarse atravesar por un impulso de bien, por débil que sea. Éste, aun cuando no venga más que de la naturaleza, es ya un reflejo de la profundidad de la comunión, una llamada hacia una plenitud. Pero este hombre, en vocación de comunión o en acto de Iglesia, es el rey de la creación, creado a imagen y semejanza de Dios precisamente en cuanto portador de una vocación de señorío sobre el universo. Tal realeza responde a una función auténtica. El hombre ya no es simplemente para nosotros, como para los Padres y la Edad Media, el microcosmos situado en los confines de la materia y el espíritu, unificador de los diversos niveles naturales. Nos aparece más y más como el que tiene poder de dominar y utilizar en su provecho los elementos del universo. La relación del hombre con el universo, de estática ha pasado a dinámica. El hombre se siente dios de este mundo. Pero lo es en nombre de Dios. La realeza del hombre, imagen de Dios, es de humilde servicio, puesto que ha recibido la misión de llevar a término la evolución de la obra brotada del proyecto de amor del Padre. El hombre tiene por vocación transformar el mundo en el material a través del cual se construye poco a poco la plenitud de la caridad que debe abrirse a lo que llamamos Iglesia escatológica. Pues la evolución del universo no es sólo de orden ontológico o en la línea del progreso cultural y técnico, sino también del orden de la actualización y expansión universal del misterio de la caridad. El progreso humano, todos los descubrimientos de la ciencia, deben permitir normalmente a todo hombre percibir mejor ya en esta tierra el hecho fundamental resumido en la frase de San Juan: Dios es amor, y un amor que se da al hombre. Por ahí va la misión universal confiada por Cristo a sus discípulos. Tal es el sentido verdadero de la catolicidad cualitativa de la Iglesia. El hombre debe hacer germinar y luego desplegar la J. M R. TILLARD, O.P. carga de amor que Dios ha sembrado en la creación. No puede hacerlo solo, pero sí en la comunión con Dios, y, por tanto, en su pertenencia a la Iglesia- misterio. Por otra parte, el universo necesita redención, pues el hombre, su rey, introduce en él el desorden y lo utiliza como instrumento en favor de su egoísmo y odio hacia sus hermanos (cfr. Rom 8, 1922; Apoc 21, 1-0). Como una madre, la creación actual debe producir la creación de los tiempos escatológicos a través de un misterio de muerte. El hombre debe ser el principio activo de esta generación, en sus dos tiempos inseparables de muerte al pecado e inmersión en la gloria divina. Debe juntamente rescatar el dinamismo de la historia, que el pecado curva hacia el egoísmo y la cerrazón, y arrastrarlo hacia un misterioso más allá, cuyo secreto conoce el Padre. Es lo que consumó el hombre-Jesús en su cruz y resurrección. Porque la pascua tiene una dimensión cósmica y, llevando a cabo la salvación del hombre, rey de la creación, salva por el mismo hecho a ésta. Desde la mañana de pentecostés la Iglesia de Dios tiene la misión y gracia de proseguir la obra de la pascua, preparando la gloriosa y definitiva venida del Hijo del Hombre, el advenimiento de Dios todo en todos (1 Co 15, 28). Así pues, en su dinamismo la Iglesia se desposa con el dinamismo del designio divino. Esto da idea de su vocación de esposa de Dios. La antropología contemporánea nos llevaría a la misma conclusión. El hombre no se define exclusivamente por su cuerpo, su alma, su autor y su fin, según el esquema griego de las cuatro causas. Es existencialmente impensable sin el nudo de relaciones a las realidades que le rodean y condicionan. Cuando por el bautismo entra en la comunión divina, entra en ella existencialmente y no abstractamente, arrastrando con él todas esas relaciones que le enraizan en el universo. La iglesia asume esa relación del hombre con el universo. Su catolicidad no es sólo numérica, geográfica, histórica. Comprende globalmente a todo el hombre, también en las relaciones cósmicas que le determinan, Como la glorificación del alma requiere necesariamente la de la carne, en nombre de la totalidad del misterio humano, lo mismo ambas reclaman una glorificación misteriosa del medio que presta al hombre su concreto rostro real. Incluso ahí, creación y salvación nos aparecen unificadas desde dentro en el misterio de la Iglesia. No cabe, pues, dudar de que la Iglesia no sea tan amplia como todo el designio divino. La Iglesia lleva en si, como a su Cabeza, a Cristo, Hijo Unigénito del Padre. Esta es la explicación última de todo este misterio: por tener la Iglesia como Cabeza a Cristo, Hijo Unigénito del Padre, viene a confluir en ella la obra eterna de Dios con su obra temporal. Punto esencial, poco atendido por la eclesiología moderna. Va a mostrarnos que la Ecclesia tou Theou es la plenitud absoluta y radical de la acción divina, el punto preciso de todo el dinamismo del amor del Padre. La prioridad de Cristo en el orden de la vida nueva está inseparablemente unida a que Jesús, en la vida trinitaria, es el Hijo único y eterno del Padre. Hay correspondencia entre la vida ad intra de Dios y su acción ad extra. Queriendo hacernos hijos adoptivos, en comunión con su vida íntima, el Padre realiza ese designio en y por Aquel que es eternamente el Hijo unigénito. Nos hace, dicen los Padres, filii in Filio. Decir que el Hijo único es enviado por el Padre e instituido por Él cabeza de la iglesia, para el don de una vida filial animada por el Espíritu Santo, es afirmar que Dios no sólo J. M R. TILLARD, O.P. hace que su. propia vida eterna roce a la Iglesia, como la causa eficiente toca a su efecto, sino que la hace pasar a la Iglesia. En adelante, Dios vive en la Iglesia su misterio trinitario. El acto eterno de generación del Hijo se cumple en la Cabeza de la Iglesia, y la eterna espiración del Espíritu Santo pasa por esta Cabeza, para difundirse en lo s miembros animados por el Espíritu. El Hijo en quien el Padre se complace, reflejo de su gloria, efigie de su sustancia, pertenece a la Iglesia desde la pascua, como la cabeza pertenece al cuerpo. Aun trascendiendo su cuerpo eclesial, ha querido darse a los hombres. En el plano de la acción divina encontramos la misma unión. Todo ha sido creado por Cristo antes de ser rescatado por El, nos dicen Pablo, Juan, la carta a los Hebreos. En el mismo sentido se mueve la filosofía agustino-tomista: processio personarum, quae perfecta est, est ratio et causa processionis creaturarum (cfr. In I Sent., dist 10, q 1, a 1, c, ad 3 ; etc). Esto da idea del señorío de Jesús, punto de encuentro de Aquel por quien el mundo ha sido eternamente concebido y luego realizado, y de Aquel que debe conducirlo a su perfección. Mostrando el lugar del Espíritu en la vida trinitaria en relación con su papel en la animación interior de la Iglesia, llegaríamos a la misma evidencia. Pero aquí no podría iluminarnos la teología occidental y medieval del Espíritu-amor. Ahí reside una de las razones de la debilidad de la eclesiología latina respecto a la dimensión pneumatológica del pueblo de Dios. Baste decir que el Espíritu es en la Iglesia el soplo vital que Cristo no cesa de dar, don eterno que el Padre hace al Hijo y Éste le devuelve en retorno. La corriente de vida que atraviesa la Iglesia es el don místico del Padre y del Hijo. Conclusión: la " Ecclesia tou Theou", plenificación y plenitud del designio del Padre. No hay oposición entre la concepción jurídica de la Iglesia como organización social y la teológica, que la ve como realización plena del proyecto divino sobre el mundo. La Iglesia-misterio trasciende la institución. Pero precisamente porque la Iglesia debe abrazar cuantitativa y cualitativamente la obra de Dios, las estructuras calculadas por la pedagogía divina sobre las exigencias de la naturaleza humana pertenecen también a la totalidad de la Iglesia de Dios. La sociedad eclesial, jerarquizada y visible, centrada en torno a la Palabra y Eucaristía, tiene una función esencial de Sacramento, en el sentido patrístico del término. Anuncia y siembra por medio de sus actos jerárquicos y el compromiso apostólico de sus miembros la Iglesia- misterio. Recibe esta semilla de Cristo. El crecimiento lo da el poder de Dios. El brote lanza sus raíces hasta bien lejos de sus fronteras. El destino final depende de múltiples influencias, muchas de las cuales le son extrañas. En este tiempo de la Historia de Salvación, la Iglesia es compleción del designio divino hasta la aparición de la plenitud del Mysterion. Nada escapa en ella a este destino. Alianza de Dios y del hombre pecador para que se cumpla el "secreto eterno" del Padre, he ahí la Iglesia de Dios. Tradujo y extractó: JAVIER BASELGA