El Modernismo surge en Hispanoamérica a finales del siglo XIX, fruto de un profundo desacuerdo con la civilización burguesa y un progreso que había supuesto la deshumanización de la sociedad. Se tenía la sensación de estar viviendo la degradación de una época y de una cultura (no sólo en Hispanoamérica, también en Europa, incluida España, donde esa sensación se vio reforzada tras 1898 y la pérdida de las últimas colonias, Cuba y Filipinas). Todo este malestar lo expresarán los modernistas de diversas formas: mediante la rebeldía política, el aislamiento aristocrático o el refinamiento estético. La temática modernista es amplia: el escapismo (espacialmente hacia Oriente, temporalmente hacia el siglo XVIII), el cosmopolitismo y la devoción por el París bohemio, el amor y el erotismo o lo hispánico (a la búsqueda de las raíces de una personalidad colectiva). Una temática que revela, por una parte, un anhelo de armonía y un ansia de plenitud y perfección que, en lo estético, influido por las corrientes poéticas francesas del Parnasianismo y del Simbolismo, pretendió revolucionar el lenguaje poético con un léxico renovado, ornamental1 y sonoro, sugerente e impresionista. Rubén Darío fue la figura más representativa del Modernismo con obras como Azul… (1888), Prosas profanas (1896) o Cantos de vida y esperanza (1905). Las dos primeras rechazan la vulgar realidad burguesa por otra, exuberante y rotunda, poblada de hadas, héroes, princesas, cisnes, centauros, palacios y jardines suntuosos. La tercera, aunque no renuncia a nada de lo anterior, se inclina hacia una expresión más sobria e intimista, guiada por la preocupación política y la defensa del mundo hispánico frente a la opresiva colonización anglosajona (especialmente norteamericana). Fue Rubén Darío quien llevó el Modernismo a España, que visitó en 1892 y 1899. El Modernismo español se volcó más hacia el intimismo y prefirió un menor preciosismo formal. Destacaron autores como Salvador Rueda, Manuel Machado, Villaespesa, Valle-Inclán y, sobre todo, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. La poesía de Antonio Machado tiene una doble raíz: el romanticismo tardío de Bécquer y el Simbolismo. Sus dos grandes obras son Soledades, galerías y otros poemas (publicado en 1907, con una primera edición de 1903, con el título de Soledades) y Campos de Castilla (1912). En Soledades… encontramos temas como el tiempo, la nostalgia de la infancia, la soledad… Campos de Castilla (1912) dirige su mirada hacia el exterior, hacia el paisaje castellano, sus gentes y su historia, ahondando en la crítica social con poemas añadidos en la 2ª edición del libro, en 1917. En cuanto a Juan Ramón Jiménez, por edad pertenece la Generación del 14, pero fue, en su primera etapa, modernista (con obras como Arias tristes, de 1903), abandonando después este movimiento para seguir otros derroteros, no sin antes sentenciar que el Modernismo, más que un movimiento literario, fue una actitud, en la que, añadimos, no caben dicotomías. Esto viene al caso porque Antonio Machado y ValleInclán son miembros de la Generación del 98, término que, desde que fue acuñado en 1913 por Azorín, generó una oposición entre éste y el de Modernismo, como si fueran dos movimientos distintos, el primero más interesado por el contenido y las ideas, el segundo por lo formal. Pero lo cierto es que todos, hispanoamericanos y españoles, son modernistas (el propio Rubén Darío estaba en la nómina de autores integrantes de la Generación del 98 propuesta por Azorín, junto a él mismo, Unamuno, Baroja, Maeztu o Valle-Inclán; no mencionó, curiosamente, a Machado): todos parten de la misma actitud disconforme, por más que luego tengan distintas formas de expresar esa disconformidad, como ya hemos dicho. Todos contribuyeron a la renovación de la palabra poética en español, sin olvidarnos del ensayo y la novela, donde destacaron especialmente los del 98: en el ensayo, Azorín con sus artículos de crítica literaria y Unamuno con obras como En torno al casticismo o Vida de don Quijote y Sancho. En la novela, los del 98 decidieron recrear una realidad que, lo decíamos al principio, había caído en descrédito: más que los hechos, importan los efectos, la impresión que dejan en el lector. Asimismo, al haber perdido el individuo la consistencia y la seguridad de las décadas anteriores, también lo harán los personajes, que se convertirán en peleles, muñecos sometidos a la voluntad del autor (piénsese en el Augusto Pérez de Niebla enfrentándose a Unamuno, que como autor había previsto la muerte de su personaje; en los personajes de Baroja, el indeciso Manuel de La lucha por la vida o el atormentado Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia; o en los esperpénticos personajes de Valle-Inclán, los de sus novelas (Tirano Banderas, el ciclo de El ruedo ibérico) y los de su teatro). La renovación del Modernismo y del 98 fue tal, que no en vano la crítica ha abierto con ellos la Edad de Plata de nuestra literatura. 1 Unicornio, dromedarios, propileo sacro, ebúrneo cisne, sensual hiperestesia, bosque hiperbóreo, alma óptera…