Pedro de Vega García

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Indicaciones y materiales para la enseñanza de la Constitución
Departamento de Derecho Político. UNED
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes,
para su uso por parte de profesores y alumnos
en el ámbito de la enseñanza de la Constitución
Pedro de Vega García, “Constitución y democracia”,
en A. López Pina (ed.), La Constitución de la Monarquía parlamentaria,
México: Fondo de Cultura Económica, 1983, págs. 43-73.
Extracto.
1. Los principios inspiradores del constitucionalismo moderno
(...) Tres son, básicamente, los principios a los que, aunque de una manera escueta,
quisiera referirme por separado: al principio democrático, al principio liberal y al
principio de supremacía constitucional.
1.1. El principio democrático en el constitucionalismo
La Constitución es, ante todo, la forma a través de la cual se organizan los poderes del
Estado. Por eso se dice, y con razón, que todo Estado, en cuanto organización política
establecida, tiene su Constitución. Ahora bien, la organización política estatal puede
operarse de una manera democrática y de una manera no democrática. Pues bien, sólo
cabrá hablar de Constitución en sentido moderno cuando es el propio pueblo quien la
establece y sanciona.
Es claro que las ideas democráticas, en cuanto participación del pueblo en los
quehaceres del poder político, poseen un rico abolengo histórico. Sin embargo, una cosa
es que el pueblo participe democráticamente en el ejercicio del poder de una comunidad
política ya establecida, y otra, muy distinta, que sea el propio pueblo quien se crea con
derecho a establecer las formas y modos de organización del Estado. De esta suerte se
explica una primera diferencia y una importante limitación de la democracia, tal y como
se entendía en el mundo clásico y tal y como la entendemos nosotros (...). Sería
necesario un largo proceso histórico para que se produjera la total desacralización del
Estado y con ella apareciera la creencia de que, al ser el Estado una obra humana, es al
pueblo a quien corresponde el establecimiento de sus modos y formas de organización.
De hecho, es en el siglo XVII cuando, por primera vez, el pueblo fija las reglas por las
que ha de regirse la comunidad política. Me refiero a los convenants de las primitivas
colonias de Norteamérica (...). partiendo de la idea de los convenants, de que es el
pueblo quien estatuye y sanciona las normas por las que ha de regirse la comunidad
política, se llevaría a cabo la redacción de la Constitución americana y de las
constituciones revolucionarias francesas (...) con lo cual el principio de la soberanía
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popular y del poder constituyente del pueblo adquieren su consagración histórica
definitiva. Ocurre, sin embargo, que frente a la idea plena de soberanía popular, el siglo
XIX, que es el siglo del constitucionalismo, conoce la existencia de múltiples
constituciones otorgadas y pactadas, y que responden, bien a la graciosa concesión de
los monarcas (constituciones otorgadas), bien al acuerdo entre el rex y el regnum
(constituciones pactadas) (...). A diferencia de lo ocurrido en la pasada centuria, el
principio democrático forma parte de la realidad y de la vidas constitucional de nuestros
días (...).
Dos son los corolarios que, dentro de una lógica jurídica y política elemental, cabe
deducir del principio democrático de la soberanía popular, y que conviene tener
presentes.
En primer lugar, el reconocimiento de que es el pueblo quien estatuye y sanciona la
constitución significa, como es obvio, el reconocimiento del derecho del pueblo a poder
transformarla. Lo que teóricamente, desde el punto de vista jurídico, se traduce en esa
rica y compleja problemática, a la que luego aludiremos, de la reforma constitucional, y,
desde el punto de vista político, se expresa –y esto es lo más importante—en una
concepción dinámica de la democracia. Dicho más claramente: la Constitución, que
limita y controla el poder del gobernante, a quien no limita ni controla es a la voluntad
popular, que tendrá siempre la capacidad de reformarla, por ser el auténtico soberano
del Estado moderno a quien corresponden las decisiones políticas fundamentales. Con
lo cual la democracia deja de presentarse como la consagración estática de una
organización política, formulada de una vez y para siempre en un texto constitucional,
para adquirir un significado dinámico, que es el que corresponde y el que mejor se
aviene a la auténtica idea de democracia (...).
En segundo lugar, y en consonancia con esta concepción dinámica de la democracia, el
pueblo que estatuye y sanciona la Constitución, lo que no puede hacer, una vez
establecida la normativa fundamental, es quedar marginado del proceso político (...).
La asunción, sin embargo, del principio democrático en el constitucionalismo moderno
quedaría sin precisar debidamente en su auténtico significado, si no se la complementa
desde un sistema de referencias mínimo al principio liberal, que es desde el cual el
constitucionalismo se configura como un sistema de garantías.
1.2. El principio liberal en el constitucionalismo
(...) Si por democracia se puede entender la participación del pueblo en el poder
político, el liberalismo lo que pretende es que una vez constituido el poder, éste –
aunque sea democráticamente elegido—no pueda volverse contra el pueblo. No hay que
olvidar que cabe un poder elegido democráticamente y que luego actúe dictatorialmente,
del mismo modo que cabe pensar en la existencia de un poder que, sin ser elegido
democráticamente, se comporte en su acción de manera liberal (...). Si el punto de
partida es la democracia, la esencia, el sentido y la finalidad última de todo el
constitucionalismo responden a la idea liberal. No en vano los términos
constitucionalismo y liberalismo se han presentado muchas veces como términos
coincidentes.
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Como es sabido, los dos grandes supuestos de la concepción liberal del mundo –la
división de poderes y el reconocimiento de los derechos y libertades del individuo—
representan los dos principios inspiradores de toda la construcción constitucional. Con
toda nitidez afirma esta idea el artículo 16 de la Declaración Universal de los derechos
del hombre y del ciudadano de la revolución francesa al establecer que “toda sociedad
en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes
determinada, carece de Constitución”. De esta suerte, las Constituciones modernas
comienzan configurándose como el gran sistema de garantías del ciudadano frente al
poder (...). Es, por lo tanto, sobre el reconocimiento previo de unos derechos y
libertades del hombre que el Estado debe siempre respetar, sobre el que se monta el
edificio constitucional. Con lo cual, para poder hablar de Estado constitucional
democrático, no va a bastar ya con que el pueblo participe en la designación de los
gobernantes, sino que se requerirá, además, que exista un sistema de limitaciones y
controles del poder. De la concepción de la democracia como simple ejercicio del poder
por el pueblo se pasa al entendimiento, además, de la democracia como garantía de la
libertad (...).
1.3. El principio de supremacía constitucional
Afirmar que el constitucionalismo representa básicamente un sistema de garantías frente
a posibles arbitrariedades del poder político equivale a indicar que lo que con él se
pretende es el sometimiento del gobernante a la Ley (...). Ya desde la antigüedad clásica
se entendió que la diferencia entre el buen y el mal gobernante residía en que el primero
gobernaba conforme a la ley, mientras el segundo lo hacía según su capricho y voluntad
(...). Ahora bien, el dilema que ni en la Antigüedad clásica, ni en la Edad media se pudo
resolver fue el que se presenta en los siguientes términos: si los gobernantes hacen las
leyes y pueden modificarlas a su antojo, es claro que los gobernados estarán siempre
sometidos a la caprichosa coluntad de quienes gobiernan.
Para resolver este dilema se hacia necesario el establecimiento de una norma que
estuviera por encima y obligara por igual a gobernantes y gobernados, a monarcas y
súbditos (...). Sería con la redacción de las primeras constituciones modernas
(americana y francesa) cuando el concepto de una ley suprema que obliga por igual
gobernantes y gobernados comienza a adquirir vigencia y realidad histórica. Lo que
determina un fenómeno sin precedentes y cuyas consecuencias jurídicas y políticas
quisiera cuando menos reseñar.
a) En primer lugar, decir que la Constitución es ley suprema, obliga a reconocer
previamente que la Constitución es una ley y que, por lo tanto, sus preceptos tienen una
plena vigencia normativa (...) En el siglo XIX y en parte del XX (...) se admitía que la
Constitución era lex superior, norma suprema, pero, por otro lado, no se otorgaba a sus
preceptos el carácter de auténticas normas jurídicas. De este modo se pensaba que los
textos constitucionales contenía principios, normas programáticas orientadoras del
ordenamiento jurídico, que sólo adquirían la eficacia de auténticos preceptos jurídicos
cuando eran desarrolladas por la legislación ordinaria. Con lo cual, el
constitucionalismo se disolvía en la mayoría de los casos en la retórica de las buenas
intenciones. Frente a esa situación, las Constituciones de nuestros días operan un giro
copernicano, convirtiendo sus preceptos en normas de directa e inmediata aplicación
(...).
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b) En segundo lugar (...) resulta evidente que porque la Constitución es norma suprema
se encuentra por encima de las leyes ordinarias, que, en ningún caso, podrán ir en contra
de lo que en ella se establece. Una ley contraria a la Constitución es, en consecuencia,
una ley inválida.
c) En tercer lugar, y por último, (...) al afirmar que la Constitución es ley suprema, se
está sosteniendo que sus mandatos obligan tanto a los gobernantes como a los
gobernados. Lo que significa que al estar el gobernante obligado a respetar lo
establecido en la Constitución, la Constitución se convierte en el centro de referencia y
en la expresión simbólica de la máxima autoridad del Estado (...).
Ahora bien, (...) la constitución es (...)una realidad jurídica en cuanto representa un
conjunto de proposiciones normativas que en la práctica pueden cumplirse o no
cumplirse (...) Toda Constitución tiene evidentemente un riesgo: y es el de convertirse
en un conjunto de proposiciones teóricas que nada tengan que ver con la realidad (...).
Los más recientes textos constitucionales no se conforman con consagrar principios,
sino que básicamente lo que hacen es establecer mecanismos de defensa delos mismos.
El constitucionalismo se convierte, de este modo y ante todo, en una técnica jurídica
(...).
2. La defensa jurídica de los principios inspiradores del constitucionalismo
(...)
2.1. La reforma constitucional como presupuesto de los mecanismos de garantías
Ocioso es recordar que a través de la reforma constitucional se crea la rigidez
constitucional. Al establecerse un procedimiento más agravado y difícil para reformar la
Constitución que el que se sigue para modificar las leyes ordinarias, se opera
automáticamente, al menos a nivel formal, la separación entre ley constitucional y ley
ordinaria. Es pues a través del establecimiento del procedimiento de reforma, y de la
consiguiente creación de la rigidez constitucional, como la Constitución se transforma
en lex superior, en ley suprema.
Dos son las consecuencias que de un modo inmediato han de derivar de esta supremacía
constitucional. Una de carácter jurídico, otra de naturaleza política.
(...) En un sistema de constitución flexible, donde no se distingue entre norma
constitucional y norma ordinaria, los conflictos entre leyes serán siempre conflictos
normativos entre disposiciones de igual rango (...) Sólo en las Constituciones rígidas
tiene sentido hablar de inconstitucionalidad de las leyes.
Por otro lado, desde el punto de vista político, es patente que el establecimiento de un
procedimiento de reforma de la Constitución más agravado y complejo que el que se
sigue para modificar la legislación ordinaria supone, en principio, sustraer a las simples
mayorías parlamentarias la posibilidad de colocar la Constitución a su servicio. El
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procedimiento de reforma se presenta, ciando menos, como un sistema de protección de
las minorías (...).
Se comprende de este modo el por qué se ha repetido con frecuencia que la reforma
constitucional constituye el presupuesto y está en la base de todos los mecanismos de
garantía. Ya que si, jurídicamente, sólo tiene sentido hablar de constitucionalidad de las
leyes cuando existe rigidez constitucional, políticamente sólo a través del
establecimiento de un procedimiento de reforma es como se puede evitar la
falsificación, por parte del poder legislativo ordinario, del principio democrático de la
soberanía popular (...).
(...) Respecto al grado de agravación del procedimiento de reforma (...) existen
mecanismos simples que crean una rigidez constitucional mínima, Por el contrario,
existen también procedimientos muy complejos que determinan una rigidez
constitucional máxima. Y he aquí la cuestión: ¿qué es preferible, la mínima o la máxima
rigidez constitucional? (...) Si lo que se pretende con ella es proteger a las minorías y
salvaguardar la voluntad constituyente del pueblo, no admite dudas que el
procedimiento de reforma deberá tener siempre la rigidez suficiente (...) proceder de
otra manera equivaldría a colocar la Constitución al servicio de las mayorías
parlamentarias, en lugar de ser éstas las sometidas a lo establecido en la Constitución.
Ahora bien, (...) la rigidez no debe ser, en ningún caso, tan extrema que impida, por a
propia complejidad del procedimiento, que la reforma se efectúe cuando las necesidades
políticas así lo requieran. Lo contrario sería convertir a la Constitución en un sistema de
normas inmodificable, absolutamente incompatible con la idea de la democracia como
proceso a que tuvimos ocasión de referirnos (...) La propia dinámica de la Historia, y el
entendimiento de la democracia como proceso, exigen que las Constituciones se vayan
adaptando a las necesidades y requerimientos políticos que la sociedad impone. Las
Constituciones no pueden petrificar la Historia. No obstante, para que las
Constituciones no pierdan su carácter garantizador de libertad del individuo frente al
poder, lo que no pueden tampoco es convertirse en instrumentos sometidos a los
vaivenes electorales y a las transformaciones y cambios en las mayorías parlamentarias.
Si una ausencia total de reformas termina provocando el alejamiento entre realidad
constitucional y realidad política, convirtiendo a la normativa constitucional en letra
muerta sin significación operativa en la vida del Estado, un cambio permanente y
continuo de las normas constitucionales determina que, políticamente, pierdan su valor
simbólico de ley suprema (...).
Las Constituciones modernas, producto en su mayoría del consenso de fuerzas políticas
diversas que concurren a su elaboración, ofrecen en sus declaraciones programáticas la
suficiente amplitud ambigüedad para permitir realizar en su contexto políticas que
obedezcan a ideologías distintas y aún opuestas. Ello quiere decir que, aunque no todos,
una buena parte de los preceptos contenidos en los textos constitucionales ofrecen un
amplio margen a la interpretación. A través de la interpretación de la norma se puede,
por lo tanto, ir produciendo su adaptación a las necesidades y urgencias de la realidad y
de la historia sin necesidad de operar su reforma (...).
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2.2. El Tribunal Constitucional como guardián de la Constitución
El artículo 1 de la Ley Orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional, establece que éste
“es el supremo intérprete de la Constitución”. Esto significa, entre otras cosas, que al
Tribunal Constitucional corresponde la decisiva tarea de dilucidar las falsas o erróneas
interpretaciones que de la Constitución pudieran realizar otros órganos o poderes del
Estado. O lo que es lo mismo: porque el Tribunal Constitucional es el supremo
intérprete de la Constitución, el Tribunal Constitucional es, igualmente, el supremo
guardián de la misma (...).
Naturalmente, decir que el Tribunal Constitucional es el supremo guardián de la
Constitución equivale a indicar que es también el custodio máximo de los valores y
principios sobre los que se cimenta el ordenamiento constitucional. En este sentido, no
deja de ser sintomática, y al mismo tiempo esclarecedora, la estrecha relación existente
entre los principios que antes recordábamos como elementos caracterizadores del
constitucionalismo del presente y las competencias que, por lo común, se asignan a los
Tribunales Constitucionales. Tomando, por ejemplo, el ordenamiento español, nos
encontramos con que las competencias en él establecidas son básicamente las
siguientes: la del recurso de inconstitucionalidad, la del recursos de amparo por
violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53.2, y la de los conflictos
de competencia entre los órganos del Estado, entre los órganos del Estado y las
Comunidades Autónomas y los de éstas entre sí. Pues bien, no se necesita excesiva
perspicacia para vincular cada una de estas competencias a la de defensa de un principio
o de sus supuestos fundamentadores. De este modo, el principio liberal, basado, como
señalábamos en su momento, en la división de poderes y en el reconocimiento de los
derechos y libertades, se traduce a nivel jurisdiccional en la asignación al Tribunal de la
facultad para resolver los conflictos entre órganos y para entender del recurso de
amparo (...). de igual manera, el principio de supremacía constitucional tiene su
traducción más patente en el sistema (...) de los recursos de inconstitucionalidad. Otro
tanto cabría indicar con relación al principio democrático, que (...) encuentra su mejor
garantía en la propia competencia del Tribunal Constitucional para declarar la
inconstitucionalidad de las leyes. La razón es evidente: una ley en contra de la
Constitución, si tuviera validez, equivaldría a una reforma de la Constitución. El poder
legislativo constituido devendría, pues, en poder constituyente. La declaración de
inconstitucionalidad evita, en consecuencia, que el poder legislativo asuma las
funciones que en virtud del principio democrático corresponden al pueblo como titular
del poder constituyente.
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