Las cosas; Georges Perec

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Las Cosas−sinopsis
Jérôme y Sylvie vivían en Paris y soñaban dónde y de qué modo deberían hacerlo. En sueños, todo era claro.
Los muebles, los adornos, los cuadros, las moquetas, los objetos. Nada debía ser demasiado de exposición: un
cierto desorden elegante en los libros desparramados en varios ambientes darían una clara idea de que el buen
gusto no se lleva bien con el orden perfecto. Hasta sabían desde qué ventana y en qué ángulo se deberían ver
los árboles que decoraban un trozo de calle. Todos los días, durante medio día, contarían con una empleada
encargada del aseo y periódicamente les traerían las provisiones en forma regular como par ni tener que
pensar en las compras. Leerían mucho y escribirían mucho, saldrían a comer con frecuencia y se encontrarían
siempre con amigos. Pero no dejarían de lado lo imprevisto, la aventura. Sin la presión de las necesidades,
nada les resultaría imposible. Todo sería equilibrio, armonía, en esa vida común de Jérôme y Sylvie.
Pero eso era todo: sueños. Porque la realidad no era como la vida que les habría gustado vivir. Todo París los
tentaba con un nivel de vida que no podían alcanzar.
Tampoco nada era tan malo. Sólo tenían lo que podían tener, pero sus grandes sueños no eran posibles. Vivían
en un departamento pequeño, de treinta y cinco metros cuadrados. Pero cantaban los pájaros, y si bien la casa
era vieja no era una ruina y estaba en un lugar de París, donde desde jardincitos ralos y adoquines desparejos
subía un cierto olorcito a campo y aquí y allá habían algunas macetas y algunas estatuas, que parecían
abandonadas por gente que se había ido hacía mucho tiempo. Por lo menos aquí podían vivir y compartir y
disfrutar del extraño encanto que los rodeaba. Ellos habían conocido lugares aún más estrechos que sólo eran
para dormir, que los expulsaban el resto del tiempo a bares y jardines públicos y oscuros.
Aquí, el barrio era bueno, estaban cerca del Jardín de las Plantas y la luz del día se reflejaba en el verde.
Pero era cierto: en el interior del departamento, los 35 metros agobiaban de sólo pensar en ellos. Aprendieron
que por más que pensaran y fueran optimistas, los espacios no se amplían porque uno lo quiera y con
frecuencia algunos arreglos necesarios, como algún enchufe que funcionaba mal o cortinas que había que
cambiar, los había convencido que estaban condenados a esperar antes de meterse en cualquier gasto. Sus
deseos inmensos de soluciones mágicas los paralizaban.
Y entonces empezaron a darles importancia a las cosas en las charlas con los amigos, donde hablaban
demasiado de los detalles de lo que veían en las vidrieras de la zona. El placer se hizo cerebral y empezaron a
valorar más que las cosas por sí mismas, por el dinero que las cosas significaban.
Jérôme tenía 24 años y Sylvie 22, los dos eran psicosociólogos, lo que consistía en entrevistar gente utilizando
diferentes modos de preguntar, para conocer su opinión para las agencias de publicidad ocupadas en
desarrollar y vender productos. Era un trabajo libre y bien pago, que si bien no encerraba una vocación
profunda, los salvaba de unas licenciaturas que los hubiera llevado a trabajar por muchos menos, todo el
tiempo, en lugares alejados de los suburbios de París. Además, su trabajo era seguro, respetado y estaba en
crecimiento./
Poco a poco, su gusto fue afirmándose: dejaron de lado los platos de loza, los vidrios soplados, los
candelabros de cobre. Todo eso iba perdiendo importancia: quedaron atrás las piedritas de colores y los
paneles de yute decorados. Parecía que ahora sabían mejor lo que querían y sus ideas se aclaraban. Creían
estar conquistando la libertad al crecer su criterio.
Pero se equivocaban. Porque seguían metidos en la trampa de las cosas.
Por suerte, los trabajos seguían multiplicándose. La tarea de ir a los jardines públicos o a los bloques de
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departamentos de alquileres bajos y preguntar a amas de casa sobre publikcidades recientes, era llamada
sondeos expresos, encuestas o testings minuto y se pagaban a cien francos. No era mucho pero tampoco
estaba mal y lo nuevo de la actividad y el mercado prometía ascensos rápidos. Además, ambos aprendieron
técnicas que llegaban hasta el detalle, como manejar el "hummm", con el que marcaban el compás de la
entrevista, alentando, interrogando, coincidiendo, redondeando las palabras de las entrevistadas. Comenzaron
atener destreza en el arte de preguntar, llevando a la encuesta a un resultado cargado de opinión. Se hicieron
maestros en la investigación: ¿Por qué se venden mal las aspiradoras con rueditas?...¿Gusta el puré
preparado?...¿Están siempre dispuestos los padres a sacrificarse por los hijos?...¿Alquilaría usted su casa a una
persona de otra raza?... ¿Qué piensa de las bebidas alcohólicas?...
Tuvieron la sensación de convertirse en fuentes actualizadas de información. Empezaron a ganar mejor
dinero. Pensaron en vacaciones en Londres, aunque el dinero no se estiraba. En París descubrieron el Mercado
de las Pulgas. Eso fue muy importante: cada quince días iban allí a revolver allí las cajas, las pilas, los estantes
y a llevarse de todo barato y envuelto en papel de diarios.
Nueva trampa: la mayor holgura de plata aumentó el nivel y creó en ellos nuevas necesidades. Los sueños
seguían desvelándolos. Alquilaron un pisito de dos ambientes más cerca del Jardín de las Plantas, visitaron
con miedo todas las tiendas de anticuarios, dieron largos paseos maravillados por la tentación que les ofrecían
las cosas, de todo...Era como vivir el pasaje doloroso de la pequeña burguesía sin antecedentes (pasando por
una etapa de estudiantes comunes y corrientes) a ir entendiendo lo que quería decir ser gente bien. Y eso
completó su gran cambio.
El grupo, la pandilla con su vocabulario, sus gustos y sus recuerdos comunes, vivía haciendo intercambios en
las comidas rápidas y las cenas lentas de largas sobremesas, donde abundaban las confidencias. Tenían dinero,
pero no mucho. L´Express era el periódico que más leían porque correspondía a su modo de vivir y de ser. Era
su guía y el medio que se ocupaba de expresar su alegría, su juventud, su libertad y mostraba los signos del
confort que mejor los expresaba: las playas de moda, la cocina diferente, los platos congelados, los consejos
de último momento.
De sus temas preferidos había hablado, estaba hablando o iba a hablar L´Express.
Eran todos jóvenes, muy hombres nuevos, que mostraban en cada etapa que pertenecían a la pequeña
burguesía, que no alcanzaba de ningún modo a ser la gran burguesía. Sus recuerdos más lejanos se parecían.
Se reconocían dentro del grupo. Fuera de él no tenían cómo identificarse.
Les gustaba el cine. Eran cinéfilos. Seguían en las salas donde se proyectaran las producciones de los grandes
directores, aunque también les gustaban las películas de suspenso, las de cowboys, las comedias americanas.
Iban a ver películas clásicas a la Filmoteca y a los cines de barrio. Pero salían desencantados por los defectos
de las copias. Por las fallas, pensaban, no habían podido identificarse con los personajes de la pantalla.
Vivían así con sus amigos, en los pisitos llenos de cosas, con sus salidas, el cine, las comidas en las que se
contaban sus magníficos planes. Las trasnochadas parecían no importarles. Su juventud soportaba todo a
cambio de sentirse dueños del mundo, recorriendo barrios a la luz de la luna, oyendo el ruido de sus propios
pasos, tonteando juntos, jugando a la rayuela como niños, cantando juntos...
Eran fuertes y libres. Pero esa misma sensación, cuando se interrumpía un poco, les traía otra vez el miedo de
la inseguridad. Porque el defecto del mundo de las encuestas era que éstas se interrumpían y entonces tenían
que jugarse a estar subempleados o integrarse con dependencia total a una agencia. Jérôme y Sylvie sabían
que esa vida no podía durar: quien no trabaja no come, pero el que trabaja a hrario completo no tiene más
tiempo para vivir.
El mal humor perseguía a Sylvie y a Jérôme. Sólo los alentaba la perspectiva de los fines de semana, los días
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vacíos de trabajo, el levantarse tarde.
Se daban cuenta de que la inseguridad del dinero los perseguía.
Y la idea de que en un mundo donde cada vez más personas no eran ni ricas ni pobres, el sueño de la riqueza
es posible, y es en ese sueño donde se inician sus desgracias. Porque terminarían dándose cuenta de que
habrían ocupado mucho tiempo en la lucha del trabajo en la oficina, que les quitó horas de paseos en parques
bajo el cielo. Era demasiado tiempo arrancado a la vida sin vivirla.
Querían gozar de la vida, pero esto se le confundía siempre con la propiedad de las cosas.
El dinero se levantaba como una pared entre Sylvie y Jérôme. Les parecía que, cada vez más, sus temas de
conversación se referían a él, junto con el confort que el dinero debía traerles.
Los silencios entre los dos empezaron a ser cada vez más como reproches.
Y se sorprendían soñando con trabajos fijos de oficina, cuando odiaban las jerarquías.
Cuando Jérôme y Sylvie recordaban su vida juntos, debían reconocer que no tenían ideas claras.
Generaciones anteriores, en cambio, se habían conocido mejor a sí mismos y al mundo en que vivían: los
problemas habían sido más claros, aunque también más graves, como la Guerra Civil Española o la
Resistencia en la Segunda Gran Guerra Mundial.
Claro, admitían ambos que esa posición era algo mentirosa.
La Guerra de Francia con Argelia había empezado con ellos y lo proseguía con ellos, pero los había afectado
muy poco. Era cierto que al principio participaron con más entusiasmo en mitines y manifestaciones. Los
medios publicitarios, más bien izquierdistas, se volcaban más que nada por la técnica, la modernidad, la
afición a analizar para aplicar los resultados en el futuro práctico utilizando la sociología y la opinión de la
gente, aunque consideraran que gran parte de ésta era bastante tonta. Sonaba de gente inteligente despreciar la
política y no juzgar la Historia si no era por siglos.
Jérôme y un pequeño grupo de amigos se salvaron del servicio militar gracias a certificados de favor que los
declaraba inútiles para el servicio.
El ardor por la protesta nunca fue violento y creció perdiendo fuerza. Si bien se adhirieron al comité
antifacista y participaron luego en manifestaciones, cada vez salían con más miedo y sin ganas. Miraban a los
demás intercambiando tímidas sonrisitas tensas y observaban los movimientos de la policía anti− motines
desde lejos y atreviéndose apenas a gritar. A la primera señal se dispersaban corriendo. Hubieran querido
convencerse de que su protesta era importante, pero su verdadera vida pasaba por otro lado.
¿Dónde estaban los peligros y las amenazas de su lucha? En el pasado, mucha gente luchaba por pan. A ellos,
en cambio, les parecía imposible luchar por sillones Chesterfield.
El enemigo invisible estaba entre ellos, los había ablandado, destruído, convirtiéndolos en seres mansos, fieles
reflejos de un mundo que se burlaba de ellos.
Las amistades también se perdían. Habían ido sintiendo que se aburrían. Lenta pero firmemente, el grupo se
deshizo. Uno tras otro desaparecieron todos los amigos, a los que vieron instalarse con sumisión en jerarquías
rígidas de trabajos seguros, olvidando su vida más libre, más rebelde.
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¿Cómo hacer fortuna? fue repentinamente la definición de su problema. La habían conseguido otros, claro.
Soñaban con una aparición inesperada, repentina, violenta, un estallido...¡La Fortuna!... Era su obra aprobada,
el yacimiento descubierto, su talento reconocido, el billete premiado, tres cheques, llenos de cifras
impresionantes, de un pariente cercano que había fallecido sin hacer testamento. Eso era lo que soñaban como
unos pobres tontos. La fortuna fue su droga, su deseo loco, que nuevamente les abría puertas y les traía cosas.
Un día, hasta soñaron con robar. Mucho. Cosas definidas, valiosas, especiales, de ésas que ellos sabían soñar.
Por supuesto, no hicieron nada. Sólo alguna vez jugaron con ardor partidas de póquer, y eso fue todo.
Surgió por entonces un trabajo de encuesta agrícola que los hizo viajar por Francia. Entraron al mundo de los
caballeros rurales, dueños de interminables flotas de camiones que surcaban los caminos del país y que vivían
tras patios adoquinados por los que pasaba tractores y máquinas viales y agrícolas de todo tipo frente a sus
elegantes autos estacionados. En las casas señoriales se veían enormes gráficos desplegados, colgados como
mapas, planillas de pared que mostraban un progreso en permanente desarrollo, y donde, entre fotos de vacas,
toros y cerdos premiados figuraban las constancias de una contabilidad próspera. Allí Jérôme y Sylvie ponían
sus grabadores y se enteraban de la existencia exitosa en la economía moderna de un mundo que conocían
poco y nada.
Recorrieron, vieron.
En los sótanos enormes descubrían barriles y toneles de vino, jarras selladas de aceite y miel, lavaderos,
leñeras, carboneras, lecherías de olores agrios, mantequilla tierna, cántaros de leche, cuencos de nata y queso
blanco. Había establos, cuadras, herrerías, talleres, silos repletos de bolsas. Desde la altura de las torres de
agua, a cielo abierto, se extendía sobre lomas y planicies todo el mundo agrícola en victoriosa actividad, con
sus plantaciones ordenadas y su ganado.
En depósitos y almacenes se multiplicaban los productos como muestrario de un mercado de tamaño colosal
Había techos cargados de jamones, morcillas lustrosas, barriles de col agria, aceitunas violáceas, anchoas en
sal, pepinos dulces.
Enromes cocinas abrían los olores deliciosos de pasteles y tartas entre brillantes cacerolas y hornos de cobre,
Había patés, terrinas, salmones, piernas de cordero, quesos grandes como ruedas de molino, regimientos de
botellas alineadas. En sótanos inmensos trabajaban innumerables máquinas incansablemente.
Todos ese poder, que podían captar fácilmente y entender como un enorme productor de riqueza los dejaba
afuera.
Ellos eran sólo un islote pequeño de pobreza en un gran mar de abundancia.
Se sintieron hundidos.
Entonces pensaron en huir.
Creyeron comprender que su vida en París se estancaba. A veces se imaginaron, él como un pequeño burgués
cuarentón, manejando una red de ventas a domicilio y ella como una buena ama de casa de su pisito ordenado,
con su pequeño coche. Tendrían un televisor y habría una pensión para pasar allí todas sus vacaciones.
Otras veces pensaron lo opuesto: se convertirían en bohemios viejos, malviviendo con pocas posibilidades,
acostumbrándose a vivir mezquinamente.
Entonces, la opción amable era una vida en el campo...Una vida limpia y austera. Ropa de trabajo, una casa de
piedra blanca, bastones con regatón de bronce, paseos por los bosques, leños en la chimenea, té con tostadas y
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mermelada al estilo inglés, algunos buenos amigos, libros de lectura largamente postergada hasta entonces.
Pero esta posibilidad no era seria. A veces se preguntaban qué oficios podría ofrecerles el campo. Ninguno.
Hasta que un día, a mediados de septiembre de 1962, el diario Le Monde publicó un aviso ofreciendo plazas
de profesores en Túnez. La oferta no era muy tentadora, pero tenían unos amigos, viejos compañeros, que
vivían en Túnez y además los atrajo el calor, el azul del Mediterráneo, la promesa de una vida distinta.
Hicieron entonces todos los trámites a las corridas. De oficina en oficina, cumplieron con revisaciones
médicas, visados, pasaportes, boletos, equipajes.
Cuatro días antes de la partida supieron que a Sylvie le asignaban dos cursos en el instituto tecnológico de
Sfax, a doscientos setenta kilómetros de Túnez, y a Jérôme una plaza de maestro en Mahares, treinta
kilómetros más allá.
Fue todo un golpe. Los esperaban en Túnez, donde habían reservado alojamiento. Pero no tenían vuelta atrás.
Habían subalquilado el piso, sacado los pasajes, celebrado la despedida. Era demasiado tarde. Y Sfax estaba
sobre el desierto, lejos de todo. Jérôme renunció a su puesto para no separarse de Sylvie. Ya encontraría otro
trabajo en Sfax, una vez allá...
Los acompañaron a la estación y viajaron en tren hasta Marsella, donde se embarcaron con destino a Túnez,
luego de un viaje de siete horas. El calor era grande. Cuando el ten se detuvo, dominó el silencio. Frente a la
estación, una doble hilera de palmeras feas y polvorientas escoltaban una avenida interminable. Después de
comer en un restaurante deprimente, Sylvie fue al instituto y Jérôme las esperó sentado en un banco, afuera.
Mientras tanto, con la aparición de muchos niños y de mujeres con las caras tapadas, Sfax comenzó a
moverse. Después, los nuevos compañeros de Sylvie los ayudaron a buscar alojamiento. Lo encontraron: era
un largo pasillo que desembocaba en una pequeña estancia con cinco puertas que daban, una a la cocina, otra
al baño y las otras tres a habitaciones enormes y muy altas, sin nada. Dos balcones se abrían a un puerto que
tenía cierto encanto, y a una laguna de agua maloliente. En la ciudad árabe compraron algunos muebles.
Sylvie empezó con sus clases. Llegaron los baúles. Sacaron sus cosas, pusieron sus libros, pegaron sus fotos.
Pero la vivienda era triste y fría, de habitaciones desmesuradas de color ocre − amarillo, inarreglables. Se
sintieron solos, perdidos en una ciudad extranjera, donde nada era de ellos, donde no estaban a gusto. /2.822
Las treinta calles cruzadas en cuadrícula de la ciudad (salvo la antigua ciudad árabe fortificada, vieja y bella,
con detalles magníficos de la antigua arquitectura y artesanía), no tenían encanto y habían sufrido el abandono
que aparece tras la guerra. Sylvie y Jérôme no encontraban en sus tiendas nada que los atrajera, salvo algo en
la biblioteca municipal o en alguno de los siete cines o en las visitas a la ciudad árabe, de magníficas puertas.
A veces compraban maníes, piñones, almendras tostadas al vendedor ambulante y se sentían un poco en su
tierra. Jérôme había tratado de encontrar trabajo, pero fue inútil, no tenía título que sirviera. Pasaba su tiempo
vagando por las calles. Sylvie trataba desesperadamente trasmitir las bellezas de Molière y de Racine a unos
alumnos mayores que ella, que no sabían escribir. Los domingos llegaban los semanarios de París. Iban al
cine. Los horarios de Sylvie le dejaban horas libres. Las semanas se sucedían mecánicamente y los meses
fueron parecidos. Los días se hicieron cada vez más largos. El invierno era húmedo, casi frío. Su vida era
monótona. Se escurría. No los anclaba ni el contacto
con la gente. A veces se preguntaban si seguían viviendo. Hasta los franceses los ignoraban. Ya nada les
interesaba. Estaban viviendo entre los escombros de un sueño muy viejo. No quedaba nada y hubieran podido
seguir así. Pero echaban de menos París. No podían librarse de su historia. Extrañaban, sin duda.
¿Y si volviéramos?, dijo alguno de los dos. Y empezaron a prepararse para la vuelta. Y contaron los días, las
horas, los minutos.
Una mañana, a las seis estaban en el puerto. Y luego de un embarque enredado y fastidioso, la travesía será
fácil. Luego, Marsella. Un café con leche y el tren... Y los amigos esperándolos...
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Y volverán a ver París y será una fiesta. Eso hasta que intentaron vivir como antes.: la magia se había
esfumado. ¿Otra vez volver a los mismo de buscar salidas?...No aguantarían mucho tiempo.
Jérôme y Sylvie aceptaron un doble empleo responsable que les ofreció un magnate de la publicidad. Irán a
Burdeos a hacerse cargo de una agencia. No será realmente la fortuna, manejarán millones ajenos, pero
comerán bien, vestirán bien, no les faltará nada.
Saldrán de París a principios de septiembre.
El viaje será agradable, en un coche de primera, casi todo para ellos. En el coche restaurante, frente afrente, se
sonreirán con una sonrisa cómplice.
DESPUÉS DE LA FRASE DE KARL MARX, QUE AQUÍ NO ESTÁ TRANSCRIPTA, EMPIEZA EL
CAPÍTULO AÑADIDO.
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