Dios vive, en su presencia estamos

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Dios vive, en su presencia estamos
Familia lanteriana 2012
Este tiempo que continuamos caminando juntos es, para la Iglesia y para la Familia lanteriana,
tiempo de celebraciones y memorias agradecidas. En este año concluimos los festejos de los cincuenta
años de nuestros Colegios, coincidente con los cincuenta también de la apertura del Concilio, allá por el
comienzo de la década del 60.
Por eso, elegimos para acompañar este camino, la lectura tan actual del documento conciliar
“Gaudium et Spes”, que es una mirada profunda de la Iglesia sobre el mundo. Nos interesa el contenido de
la mirada en sí, pero más el modo de mirar.
En este marco, y porque descubrimos y disfrutamos el paso del Señor por la Iglesia, queremos
volver a las intuiciones y modos que aquél acontecimiento significa en nuestro presente. Así es como surge
la palabra “profecía”, “profetas”.
En Israel no son profetas los que “adivinan” el futuro, sino quienes ayudan a interpretar los
acontecimientos de modo que el futuro sea más humano.
Y su “herramienta” es la palabra. A los
primeros profetas se los llamaba “videntes”, precisamente porque eran quienes “veían” lo que estaba
sucediendo y podían descubrir en el devenir histórico dónde estaba la verdad, dónde la trampa, dónde el
camino que conducía a la libertad y desde dónde el Señor estaba guiando a su pueblo.
Hoy deseamos que nuestra Iglesia sea profética.
Y que las comunidades cristianas sean comunidades de profetas.
En medio de la realidad, el profeta tiene preguntas liberadoras.
Está arraigado de tal modo en su pueblo que este arraigo lo capacita para ver y colocar las
palabras que facilitan el camino.
Su oración y su vida caminan de la mano. Se nutren mutuamente. Sin dualismos. Ora en
dificultades, en la probreza, en situaciones de muerte.
El profeta es una mujer o un hombre o una comunidad de gran coraje. Porque su experiencia de
Dios es cierta. Está cerca de todos: del pobre y, también, del cruel. Es madre/padre que consuela y grito
que denuncia la inhumanidad del poderoso.
En Israel, la experiencia del profeta Elías, (1 Rey 17s) fue tan significativa que trazó un antes y un
después. Fue llamado “el hombre de fuego”. Y nosotros, nuestras comunidades, ¿cómo deberían ser
llamadas?
A Elías, particularmente, ser de Dios, no le significaba alejarse del pueblo. Sin embargo habita el
desierto. ¿Cuál es la soledad del desierto? ¿Qué desierto vivimos hoy? ¿No es desierto el lugar donde hoy
vive el pueblo? ¿Qué sequías sufre nuestra gente?
¿Y quiénes son los profetas? El padre Lanteri, Angelelli, el padre Nicolás, Farrel... Néstor, que un
poco lúcido y otro poco ya no, solía preguntar en los últimos días “quién le va a dar de comer a los chicos”.
El profeta ve y se involucra. Se hace orante y amante en medio de su gente.
Hoy son muchos los que se preguntan qué sucede con el ministerio y con los presbíteros, con las
vocaciones y con la misión. Este tiempo es de desierto y -como suele suceder- da un poco de miedo
caminarlo.
Ser un hijo del Pueblo no le permite al profeta sentirse con el camino ya concluído. Es más, debe
convertirse y aceptar que el Señor lo seguirá sorprendiendo.
De hecho, Elías, animado por la paz que viene del Señor, rehace el andar de de su gente que, a la
vez, es el suyo propio: vuelve al desierto y abandona la huida y el desconcierto.
El Señor lo trata -nos trata- con suavidad, particularmente cuando él está -y cuando nosotros
estamos- en medio de la noche.
Como muchos hermanos, él hace lo mejor que puede pero no siempre toma conciencia que hay
otros también haciendo lo suyo, convocados por el mismo Señor en otros servicios. A veces con la
oscuridad de la noche puede venir esa “treta”: la mentira de creernos los únicos -los últimos- en la trinchera.
Es el primer paso que va a desembocar tarde o temprano en el encierro de una religión de élite, puritana y
soberbia.
La noche y el desierto nos confrontan con la libertad de Dios y la imposibilidad de encorsetarlo en
nuestros esquemas. Nos hace mucho daño exigirle a Dios que haga y satisfaga lo que queremos.
Dios nos habla como le habló a Elías en el desierto: suavemente, como una brisa.
En medio de esta peregrinación profética sólo se trata de cuidarnos de quienes nos prometen
futuros oscuros, abandonados del Señor que tanto nos ama y a quien tanto amamos.
Porque él vive y en su presencia estamos.
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