El esperanzado propósito que me mueve al escribir esta obra no es sino el de reconciliarme con la historia de mi país. Hubo un tiempo en el que sólo mencionar la terrible lista de los Reyes Godos provocaba el pánico de los enflaquecidos alumnos de la posguerra española. La aridez y la supuesta inutilidad de ese episodio creaban enormes cefaleas entre los niños de los años cuarenta y cincuenta. Poco a poco, el dichoso enunciado monárquico fue quedando relegado al olvido; hoy en día, me atrevería a defender que son muy escasos los que conocen o dominan los avatares de aquellos brumosos siglos. Los godos son algo más que una pesada lista de reyes; fueron testigos de un período asombroso de la crónica histórica mundial, vieron caer imperios como el romano, levantarse otros como el musulmán y, mientras tanto, edificaban un Estado en el solar hispano. En sus tres siglos de hegemonía se movieron al compás dictado por el destino, fueron nómadas bárbaros, saquearon campos y ciudades, buscaron desesperadamente un territorio al que llamar patria, y cuando lo encontraron se aferraron a él como un niño a su madre. Lucharon ferozmente por la supervivencia; durante trescientos años ni una sola generación de godos escapó al hambre o a las guerras. Amigos y enemigos de todos los pueblos que los rodeaban escribieron su particular historia en el contexto de eso que los investigadores llaman la Era Oscura europea; escasos documentos de la época nos han dado una imagen, más o menos cercana, de un pueblo al que le tocó diseñar el prólogo de la Edad Media española. Dejaron atrás el ancestral paganismo para enarbolar la bandera cristiana, ora arrianos, ora católicos. En sus monarcas —cuyas vidas estamos a punto de descubrir— encontramos los diferentes perfiles de la condición humana: el carisma de Alarico, fundador de la saga y dominador de Roma; el apasionamiento de Ataúlfo, rondando el amor de Gala Placidia; el odio de Sigerico, capaz de asesinar por venganza; el empuje de Walia, luchando contra sus hermanos germánicos para crear un reino. La prudencia de Teodorico, en busca de la estabilidad de su pueblo; el ímpetu de Turismundo, intentando aniquilar al mismísimo Atila; la diplomacia de Teodorico II y sus pactos con Roma; la mesura de Eurico, con su legislación para los pueblos bajo su mando; el abatimiento de Alarico II, viendo cómo se perdía el reino tolosano; la ilusión de Gesaleico mientras conducía a los godos hacia la definitiva Hispania; la impaciencia de Amalarico por gobernar en lugar de su abuelo; el equilibrio mostrado por los ostrogodos Teudis y Teudiselo; la intolerancia de Agila; la imprudencia de Atanagildo; la certeza de Liuva; las dudas de Leovigildo, combatiendo a su propio hijo Hermenegildo; la convicción de Recaredo, convertido al catolicismo; la candidez de Liuva II; la determinación de Witerico por volver al arrianismo; el sentido de Gundemaro; la cultura de Sisebuto; la brevedad de Recaredo II; la energía de Suintila expulsando a los bizantinos; el «conspiranoico» Sisenando; la increíble longevidad de Chintila, que reina hasta los noventa años; la incapacidad de Tulga; la visión de Estado de Chindasvinto; el orden y esplendor de Recesvinto; la fuerza de Wamba; la debilidad de Ervigio; la decadencia de Egica; la reacción de Witiza y, por último, la desolación de Rodrigo; todo ello nos acerca, aunque parezca mentira, a nosotros mismos. En efecto, los españoles de hoy en día somos una consecuencia de las actuaciones y mestizajes de aquellas gentes que, con tanto afán, buscaban un lugar bajo el sol. Ojalá que tras la lectura de este libro sean muchas las personas que rehabiliten el sitio que los godos nunca debieron perder dentro de la Historia española. Esta obra no ha sido pensada para deleitar a mentes eruditas —para eso hay otros libros—; lo único que pretende es divulgar, de la forma y manera más asequibles, un momento crucial de la Historia de España. Las frases que encabezan cada reinado han sido idealizadas pensando en la vida y personalidad de los reyes. Los invito a adentrarse en la aventura vital de los godos, seguro que no salen decepcionados. Espero que lo disfruten tanto como yo.