Bendición del bronce del Dulce Nombre de

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Bendición del bronce del Dulce Nombre de Jesús Nazareno
del Paso esculpido por D. Luis Álvarez Duarte.
Evocación histórica.
Aquí empezó todo.
No sabemos cuándo; pero sí sabemos que unos hermanos
de la Cofradía del Nombre de Jesús compraron una huerta
a los dominicos en 1567 para labrar a ley y poner en toda
perfección capilla propia, a fin de que los cofrades pudiesen
celebrar mejor el culto a su titular, y recibir cristiana
sepultura cuando sus días culminasen.
También está documentado, por un curioso pleito sobre
preeminencia procesional con otra cofradía que, a lo largo
de la segunda mitad del siglo XVI, el Dulce Nombre de
Jesús salía en procesión el Viernes Santo.
Asimismo, conocemos que el gremio de maestros del tonel
acudió, en 1603, al obispo don Juan Alonso y Moscoso, en
solicitud de que autorizara las constituciones de una
hermandad, para venerar a la imagen del Dulce Nombre de
Jesús, dentro del proceso de reorganización de las
cofradías malagueñas decretado por el citado obispo.
Hermandad que fue reconocida el 31 de octubre de 1606,
por Breve de SS Paulo V, en el que se concedía la
perpetuidad del Priorato al Vicario General de la Orden de
Predicadores.
Igualmente, cuentan las viejas crónicas que el Viernes
Santo de 1609, se encendieron de religioso entusiasmo los
buenos malagueños, con motivo de la primera salida en
procesión de Jesús de los Pasos, llamado así desde
entonces en virtud de la representación de los misterios de
la Pasión en la plaza de las Cuatro Calles. Auto que
concluía con la bendición del Señor.
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Hace, pues, exactamente, 400 años que, en esta misma
capilla y a estas mismas horas, se encontraba una efigie de
Jesús Nazareno de los Pasos –que andando el tiempo
sería popularmente conocido como el Moreno-, sobre unas
sencillas andas simplemente adornadas con flores,
flanqueadas por cuatro fanales marineros, dispuestos para
iluminar su camino en el plenilunio de Nisán, entre volutas
de humo sagrado y el musitar de las oraciones de los
percheleros. Esperaban el momento de ser llevadas en
procesión para que el Nazareno bendijese por vez primera
al pueblo de Málaga.
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Y ahora, os invito a que cerremos los ojos y nos dejemos
invadir por la historia sin tiempo, o el tiempo sin historia que
tanto vale, encerrados en esta centenaria iglesia
conventual.
Si prestamos oído al silencio, percibiremos que los muros
nos traen ecos de cánticos salmodiados, latines,
jaculatorias, predicaciones, solemnes gregorianos…; así
como del resbalar de muchas lágrimas, peticiones,
agradecimientos; y, sobre todo, del murmullo de múltiples
generaciones de hermanos y devotos rezando al Nazareno.
También resuena el bramar de las aguas desbocadas del
vecino río de la Ciudad que entraron bajo estas bóvedas,
echando abajo las puertas del templo, para remansarse a
los pies de la bendita imagen.
Si aguzamos nuestros sentidos escucharemos la vibrante
salve de aquellos 72 percheleros que fundaron la
hermandad de la Virgen de la Esperanza, entronizándola
en una sencilla hornacina donde acompaña a su Hijo desde
1641, compartiendo devociones con Él, dando consuelo,
aliviando pesares, confortando a los desesperanzados.
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Igualmente oiremos el paso marcial de los borceguíes
mercenarios que, bajo las órdenes del mariscal Horacio
Sebastiani, arramblaron con toda la plata que hallar
pudieron y todo lo que de valor encontraron en el templo.
Escucharemos los ahogados sollozos de los predicadores
de exclaustración forzada, obligados a abandonar la que
durante siglos había sido su casa, con la Desamortización
decretada por un estado en bancarrota, agotado en la
imposible defensa de un imperio irremisiblemente perdido.
Pero si ellos se marcharon, su regalo a Málaga –la
devoción al Dulce Nombre de Jesús- permaneció en esta
capilla, custodiada por sus cofrades. Y aquí los hemos
esperado durante más de cien años, hasta su retorno.
Si aguzamos todavía más nuestros oídos podremos
escuchar la algarabía de la sinrazón, de la incultura, del
odio de clases; y el crepitar de las llamas que, poco a poco,
iban devorando el Crucificado de Mena, la Virgen de Belén,
la imagen del Moreno, y todo lo bello que la veneración
había depositado a los pies del Nazareno y de su bendita
Madre. Porque, también, a través de la belleza se llega a
Dios.
Aún podemos sentir la fragancia de las flores que han
adornado esta capilla, así como el aroma del incienso y de
la cera siempre derretida, año tras año, década tras
década, siglo tras siglo; e incluso el olor a humedad, a
marisma, a madera embreada…; y el olor a quemado…
Demasiado tiempo oliendo a quemado.
Las paredes nos hablan de cómo se salvó la cabeza de la
imagen de la Virgen de la Esperanza, y de la decisión de
aquéllos que empezaron de nuevo a partir de las cenizas.
Y nos cuentan la alegría desbordante del romero y del
azahar en aquel Jueves Santo, después de casi una
década sin la bendición de su Hijo.
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Aunque todas estas sensaciones inunden nuestro espíritu,
no menos sentimos el peso de la historia; la mirada sobre
nosotros de tantos hermanos nuestros de ayer, de
anteayer, de siempre; de los que conocimos, de los que no
conocimos pero sabemos sus nombres, y de los
desconocidos, con quienes compartimos, por encima del
tiempo y en este mismo lugar, la devoción al Dulce Nombre
de Jesús Nazareno y a la Virgen de la Esperanza. Cofrades
que aguardan la resurrección, aquí, en la cripta de la
Basílica, o en cualquier cementerio, tras una vida en la fe,
llena de esperanza y comprometida en la caridad.
Así pues, con ser emotivos estos sentimientos que nos
embargan, no menos trascendentes son las razones que
nos convocan en este lugar. Razones del corazón que se
esconden por entre las entretelas del alma y que se
resumen en dos: Amar a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a uno mismo.
Si continuamos con los ojos cerrados, enmarcada en el
rumor de una sucesión de oraciones bisbiseadas, que
como un rosario de avemarías sin fin nunca deja de
rezarse, podremos ver la procesión de todos, y de cada
uno de nosotros.
La cruz que guía el peregrinar de nuestra vida desde que
recibimos el agua bautismal. Los estandartes que resaltan
sus grandes aconteceres. Las luces; las sombras. La llama
oscilante de cientos de cirios nazarenos que, como hitos
anuales, van marcando su discurrir, apagándose a veces
con el viento, pero volviendo a encenderse una y otra vez.
Al final del cortejo, veremos a los correonistas llevando las
andas del Nazareno al compás del recio golpear de las
horquillas en el suelo, -o los actuales hombres de trono al
ritmo de un tambor-, como si de los latidos unísonos del
corazón de todos los archicofrades se tratase.
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Latidos que nos traen resonancias de antiguos jabegotes
hundiendo, cadenciosamente, sus remos en el vecino mar
de los Percheles, desde la jábega varada en la orilla de la
historia.
Y oiremos el himno triunfal que anuncia la bendición que
nos alienta; el clarín que reclama el gesto de perdón que
nos conmueve.
Seguro estoy, que todos estamos viendo ese instante
sublime de las madrugadas de Viernes Santo, en que la
mano mil veces besada, la mano mil veces bendita, la
mano mil veces esperada, se separa del madero para
bendecir a su pueblo; para trazar el signo indeleble de su
alianza con el pueblo de Málaga.
Hace ya cuatro siglos.
Y mientras los latidos se extinguen poco a poco, se oye la
voz de un viejo nazareno que reza así:
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Aunque no tengas la frente ni el rostro malheridos
ni atraviesen tus sienes las púas de una corona,
no es menor el peso de las culpas que perdonas
ni el amor que tienes a los hombres redimidos.
Porque quiso el escultor centrar en tu mirada
la serena aceptación de todos los tormentos,
la certeza de tu amor llena mis momentos
transformando tu aflicción en dulzura sublimada.
Pues soy parte del madero que te aplasta
cargar con tu cruz –Señor- yo bien quisiera,
para aliviar el dolor de tu hombro sin tardanza.
Mas como estar cerca de ti ya no me basta,
déjame sentir tu tierno abrazo a la madera
y fúndeme en tu amor colmado de esperanza.
Ahora que pronto iré hacia tu Padre
para hacer balance de lo malo y de lo bueno,
bendíceme de nuevo, mi Jesús, mi Dulce
Nazareno.
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Pero este secretario no puede terminar este breve y
emocionado parlamento, sin cumplir con su misión de dar
fe del acto que celebramos en estos momentos.
Y es que, a las 12 horas del domingo 22 de marzo del Año
del Señor de dos mil y nueve, en la antigua capilla del
capitán Hernán Lorenzo de Zafra de la iglesia de Santo
Domingo, sede que fue de la Archicofradía, tiene lugar el
acto de presentación y bendición del bronce de Jesús
Nazareno del Paso, esculpido por el consejero de la
Hermandad, D. Luis Álvarez Duarte.
Bronce que será el motivo central del retablo callejero,
diseñado por el archicofrade D. Pablo Paniagua Utrera, que
se está instalando en la plaza de la Constitución –
antiguamente conocida como de las Cuatro Calles-, para
memoria ciudadana del cuatricentenario acto de la
Bendición del Dulce Nombre de Jesús Nazareno al pueblo
de Málaga, y que se inaugurará cuando nuestro Hermano
Mayor, D. Manuel Harras Polonio, llegue a pedir la venia a
la tribuna oficial en la procesión del próximo Jueves Santo.
De todo lo cual, como secretario de esta Pontificia y Real
Archicofradía, DOY FE.
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