El Museo Rodante de Cuba Por Yudith Díaz Gazán La Habana.‐ Detener el paso para observar la marcha majestuosa de un automóvil de la década de los 50 equivale a ser espectador excepcional de lo que muchos llaman el Museo Rodante de Cuba. Semejante colección, creada con total espontaneidad, es resultado de largos años de ingenio y capacidad creativa del cubano común. Autos de diferentes fábricas norteamericanas como la Ford, la General Motor y la Chrysler, principalmente de las décadas del 40 y el 50, pueden encontrarse doblando una esquina o detenidos ante un semáforo. Entre la gran variedad existente pueden encontrarse rodando en perfectas condiciones mecánicas Mercury, Edstel, Cadillac, Buick, Chevrolet, Pontiac, Dodge, Kaiser, Houdson, Odsmobile y Plimouth. Reconocidos fotógrafos vienen a la isla en busca de material insólito para la composición de sus imágenes, y prestigiosas cadenas de televisión han dedicado espacios para reportajes sobre la sorprendente conservación de dichos autos. Los propietarios de los vehículos han creado durante más de tres décadas una ingeniería mecánica para la adaptación de piezas rusas a los motores americanos. El Museo de Autos Antiguos, con un carácter más histórico y solemne, puede visitarse en la calle Oficios de La Habana Vieja. La historia de los primeros vehículos introducidos en la isla se remonta a 1898, cuando parecía que a ese año no le quedaban novedades para ofrecer a los cubanos. Cuenta la historia que un día de diciembre de ese año, los habaneros amanecieron sobresaltados por el andar ruidoso del primer automotor. Aquel carro con motor de bencina, capaz de recorrer unos 10 kilómetros por hora, llegó para hacerle la competencia al coche de caballos, pensar acerca de nuevas regulaciones del tránsito y forzar a las autoridades a mejorar los caminos aún polvorientos de la capital. Mucho se habló del automóvil desde que hizo su aparición en el Prado habanero, decenas de curiosos se agolparon a ambos lados de la avenida como si el acontecimiento semejara la súbita aparición del escurridizo cometa Halley. En los archivos del Museo de Autos Antiguos reza que el propietario del Parisienne ‐la marca de aquel primer automóvil‐ era José Muñoz, representante en Cuba de la agencia que en Francia los manufacturaba. La máquina de hierros, palancas y correas conmocionó a la clase pequeño burguesa de la época a tal punto que seis meses después llegó una segunda. Era un Rochet‐Schneider adquirido en Lyon; su dueño, el farmacéutico Ernesto Sarrá, pagó por él nada menos que cuatro mil pesos, y se preciaba de sus ventajas: ocho caballos de fuerza y una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora. A partir del 3 de septiembre de 1899 circuló el primer triciclo‐automóvil de bencina, importado desde0 Italia. Varios automóviles más se hicieron ver pronto en las calles de la ciudad. En orden siguieron dos traídos de Nueva York, los primeros de procedencia estadounidense. Con la introducción del automóvil en Cuba surgieron los servicentros, el pionero de ellos fue el de la calle Zulueta 28. Tampoco tardaron en irrumpir las carreras de autos, y en 1903 surgió el Automóvil Club de La Habana, que casi de inmediato organizó las primeras lides. Cinco pilotos de la aristocracia se situaron al volante, cada uno acompañado por una dama. Ganó Dámaso Laine, el único que iba solo. Dos años después se celebraron las segundas carreras, ya entonces con la participación de corredores extranjeros.