Homilía en la Misa de admisión de candidatos al Orden Sagrado

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“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos”
(Lc 10,2)
Homilía en la Misa de admisión de candidatos al Orden Sagrado
Catedral de Mar del Plata, 6 de febrero de 2012
Iniciativa divina
“Antes de formarte en el vientre materno, Yo te conocía; antes de que salieras del
vientre, Yo te había consagrado, te había constituido profeta de las naciones” (Jer 1,5).
Estas palabras tomadas del libro de Jeremías que hemos escuchado en la primera
lectura, nos instruyen acerca de la primacía absoluta de la iniciativa divina en la
vocación del profeta. No es la inclinación natural de Jeremías el origen de su ministerio
profético. Si de esto se tratara, no podríamos entender la excusa que éste pone ante la
manifestación de la llamada de Dios: “¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy
demasiado joven” (Jer 1,6).
Muchos otros relatos de vocación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, nos
llevan a la misma conclusión. Para determinadas misiones dentro del plan salvador de
Dios, la iniciativa no debemos buscarla en la naturaleza del hombre sino en la libertad
de Dios. Antes de convertirse en sucesor del profeta Elías, “Eliseo (…) estaba arando”,
y entonces “Elías pasó cerca de él y le echó encima su manto” (1Re 19,19). Todo un
símbolo. Un manto que le echan encima y lo cubre.
El elenco de vocaciones o llamadas de Dios en la Biblia es extenso. Ahora nos baste
un ejemplo insigne. San Pablo, el apóstol de los gentiles, transformado en el camino de
Damasco de perseguidor acérrimo de los cristianos en el más esforzado pregonero del
Evangelio, dirá años más tarde en la Carta a los Gálatas: “… Dios, que me eligió desde
el seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su
Hijo, para que yo lo anunciara a los paganos…” (Gal 1,15-16).
Comprobamos así que, aunque la vocación se revela y se cumple en el tiempo, ella
es manifestación de una elección previa, que debemos considerar anterior no sólo a
nuestro nacimiento, sino que se remonta a la eternidad. En la Carta a los Efesios, San
Pablo dirá: “Dios (…) nos ha elegido en él (Cristo), antes de la creación del mundo,
para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Así
considerada, la vocación es tan eterna como el plan divino de salvación; tan eterna
como es la elección de todos los elegidos en todos los tiempos.
Respuesta del hombre
Cuando Dios llama, el hombre puede corresponder con la docilidad habitual de los
profetas. El adolescente Samuel, instruido por el anciano sacerdote Elí, aprendió a decir:
“Habla, Señor, porque tu servidor escucha” (1Sam 3,9). Así los profetas aceptaban con
temor y temblor la gloria y el riesgo de la vocación.
El Dios que llama es también el que da la fuerza y sostiene al profeta para que no
tiemble ante su misión. También a Jeremías lo llama en su juventud. Él es un hombre de
corazón sensible y sentimientos delicados, convocado para una dura misión. Y entonces
el Señor lo reviste de fortaleza: “No digas: ‘Soy demasiado joven’, porque tú irás donde
yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy
contigo para librarte” (Jer 1,7-8). También lo exhorta: “En cuanto a ti, cíñete la cintura,
levántate y diles todo lo que yo te ordene. No te dejes intimidar por ellos (…). Mira que
hoy hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce frente a
todo el país (…). Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque yo estoy
contigo para librarte” (Jer 1,17-19).
Pero la palabra de Dios nos presenta también el drama del profeta que huye ante su
misión por falta de confianza. Tal fue el caso de Jonás, llamado por Dios para denunciar
por su maldad a los habitantes de Nínive, y prefirió “huir a Tarsis, lejos de la presencia
del Señor” (Jon 1,3). O la decepción del joven rico, a quien “Jesús miró con amor” (Mc
10,21), y lo invitó a seguirlo, a vender todo lo que tenía para darlo a los pobres.
Sabemos que “al oír estas palabras, se entristeció y quedó apenado, porque poseía
muchos bienes” (cf. Mc 10,17-22). En lugar de poseer sus bienes, éstos lo poseían a él.
“Llamó a los que quiso” (Mc 3,13)
En el Evangelio de San Marcos, encontramos un pasaje de hondo significado en la
vida de Jesús: “Después subió a la montaña y llamó a su lado a los que quiso. Ellos
fueron hacia él, y Jesús instituyó a Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a
predicar con el poder de expulsar a los demonios. Así instituyó a los Doce …”. Sigue a
continuación la enumeración exacta de cada uno de los miembros de este grupo íntimo
(Mc 3,13-19).
Para ciertas misiones, Jesús no llama en muchedumbre, sino con nombre propio. En
realidad, Dios no considera nunca a nadie como un número. Dios nos llama por nuestro
nombre. Más aún, nuestro nombre verdadero, entendido como nuestra identidad
profunda, debemos buscarla en él. El “nombre nuevo” escrito sobre una piedra blanca,
“que nadie conoce fuera de aquel que lo recibe” (Apoc 2,17), que Jesús promete dar al
vencedor en el combate, consiste en nuestra estrecha relación personal con Cristo, única
e irrepetible. Por eso mismo, inefable e inédita.
“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos” (Lc 10,2)
Queridos Gastón, Gonzalo, Juan Cruz, reconocidos hoy como candidatos aptos para
recibir sucesivamente las Órdenes del Diaconado y del Presbiterado. Y queridos
Norberto, Antonio, Miguel y Marcelo, reconocidos oficialmente por mí como
candidatos a recibir el Orden del Diaconado como estado permanente dentro de la
Iglesia de Mar del Plata: hoy la Iglesia, representada por mí, pronuncia sus nombres.
Momento importante en sus vidas. Aún no ha llegado lo definitivo, pero hoy, en
conformidad con el juicio de quienes los conocen y han sido delegados para discernir la
autenticidad de su vocación, y en conformidad con mi propio conocimiento de ustedes,
yo reconozco y confirmo los signos de la llamada divina.
Toda la Iglesia marplatense debe sentirse llamada a comprometer su oración
pidiendo por la perseverancia de ustedes. Y todos debemos reavivar la conciencia de ser
un pueblo llamado y enviado a anunciar explícitamente a Cristo en la sociedad.
2
Queridos hermanos: en una diócesis, cuya población se acerca al millón de
habitantes, debemos tomar conciencia de la responsabilidad que nos cabe a todos ante la
apremiante advertencia del Señor: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son
pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lc
10,2).
Como les he escrito a todos en el mensaje vocacional: “la ausencia o escasez de
vocaciones causa tristeza a la Iglesia. El único remedio es el indicado por el Señor: orar
y actuar.
Todos debemos sentirnos implicados en la inquietud vocacional. El Obispo, en
primer lugar, quien mira, con cierta angustia y con esperanza a la vez, las necesidades
pastorales y los vacíos de presencia de operarios apostólicos en el vasto territorio de la
diócesis. Los sacerdotes y consagrados, que deben prestar atención a los jóvenes para
saber orientarlos por los variados caminos del Señor e irradiar entusiasmo y alegría. Las
familias que deben educar a sus hijos en el respeto y aprecio por las vocaciones de
especial consagración a Dios. Los catequistas y agentes pastorales que deben transmitir
conocimiento sobre las diversas vocaciones en la viña del Señor. Las parroquias,
movimientos e instituciones. Los mismos jóvenes, que deben tomar conciencia de su
responsabilidad intransferible.
Que a todos nos alcance la abundancia de la bendición divina, que de corazón les
imparto invocando el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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