Fragmento de Blood Meridian, de Cormac McCarthy En una elevación en el borde occidental de la playa pasaron frente a una cruz de madera cruda donde los Maricopas habían crucificado a un Apache. El cadáver momificado colgaba del arbol en cruz con la boca hecha un agujero en carne viva, una cosa de cuero y hueso castigada por los vientos de piedra pómez provenientes del lago y el pálido costillar surgiendo a través de los retazos de pellejo que colgaban del pecho. Siguieron cabalgando. Los caballos marchaban ariscos por el terreno extranjero y la tierra redonda rodaba bajo suyo moliendo silenciosamente el vacío mayor en el que estaban contenidos. En la neutra austeridad de la región a todos los fenómenos les era otorgada una extraña igualdad y no había cosa ni araña ni piedra ni hoja de pasto que pudiese declarar precedencia. La mera claridad de estos artículos denunciaba su parentesco, ya que el ojo encuentra al absoluto en algún rasgo o parte y aquí nada era más luminoso que otra cosa y nada estaba más ensombrecido y en la democracia óptica de tales paisajes toda preferencia se revela caprichosa y un hombre y una roca son endosados con semejanzas impensadas. Se pusieron flacos y demacrados bajo los soles blancos de esos días y sus ojos huecos y quemados eran los de noctámbulos sorprendidos por el día. Encogidos bajo sus sombreros parecían fugitivos en alguna escala mayor, como seres por los que el sol estuviese hambriento. Hasta el juez se volvió silencioso y especulativo. Había hablado de purgarse de las que cosas que reclaman al hombre pero los que recibían sus sentencias se consideraban ya librados de cualquier reclamo en absoluto. Cabalgaron y el viento levantaba el polvo fino y gris delante de ellos y eran un ejército de barbas grises, hombres grises, caballos grises cabalgando. Las montañas al norte yacían al sol en dobleces corrugados y los días eran frescos y las noches eran frías y se sentaron alrededor del fuego cada uno en su ronda de oscuridad mientras el idiota miraba desde su jaula al borde de la luz. El juez rompió con el anverso de un hacha la tibia de un ciervo y la médula caliente cayó en un chorro humeante sobre las piedras. El resto lo miraban. El tema era la guerra. El buen libro dice que quien vive por la espada, muere por la espada, dijo el negro. El juez sonrió, su cara brillante de grasa. ¿Qué hombre derecho lo querría de otro modo?, dijo. El buen libro llama a la guerra un mal, dijo Irving. Y aún así está llena de historias sangrientas de guerra. Lo que los hombres piensen de la guerra no hace diferencia alguna, dijo el juez. La guerra perdura. Bien podrías preguntarle al hombre qué piensa de la piedra. La guerra siempre estuvo aquí. Antes de que el hombre fuese, la guerra lo estaba esperando. El más alto oficio esperando a su más alto practicante. De ese modo fue y será. De ese modo y de ningún otro. Se volvió hacia Brown, de quien había oído un susurro, o una queja. Ah, Davy, dijo. Es tu propio oficio el que aquí honramos. Por qué no le dedicas una pequeña reverencia. Que cada uno reconozca lo suyo. ¿Mi oficio? Ciertamente. ¿Cuál es mi oficio? La guerra. La guerra es tu oficio. ¿No lo es? ¿Y no es el tuyo? Mío también. Y mucho. ¿Y qué son todos tus cuadernos y los huesos y todo? Todos los demás oficios están contenidos en el de la guerra. ¿Es por eso que la guerra perdura? No. Perdura porque los hombres jóvenes la aman y los viejos la aman en aquellos. Los que pelearon y los que no. Esa es tu idea. El juez sonrió. Los hombres nacieron para el juego. Nada más. Todo niño sabe que el juego es más noble que el trabajo. Sabe también que el valor o el mérito de un juego no es inherente al juego en sí mismo sino al valor de aquello que se arriesga. Los juegos de azar requieren una apuesta para tener sentido. Los juegos deportivos involucran la habilidad y la fuerza de los oponentes y la humillación de la derrota y el orgullo de la victoria son suficientes en sí mismas porque constituyen el valor de los participantes y los definen. Pero prueba de azar o prueba de valor todos los juegos aspiran a la condición de la guerra porque aquí aquello se arriesga devora al juego, al jugador, todo.