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Antonio Padrón y su fascinación por el paisaje agrario y por sus gentes Ramón Díaz Hernández Josefina Domínguez Mujica El paisaje es una construcción social, un producto de la civilización, una manifestación del espacio geográfico que tiene forma, rostro, símbolo e imagen. El paisaje es también un elemento cultural surgido del poder, del conocimiento, de la necesidad, de la utilidad y del arte. Para nosotros, el paisaje es la expresión visible de un orden geográfico en el que puede rastrearse la historia y que revela y simboliza la identidad colectiva derivada de dicha historia. Son pocos los artistas isleños de la primera mitad del siglo XX cuya obra no guarde una íntima relación con el paisaje y con los seres humanos que en él se desenvuelven. En una época de grandes cambios, en el que un intenso proceso de urbanización amenaza con trastocar el sistema de valores que hasta entonces había caracterizado el espacio de vida insular, muchos de los artistas se ven obligados a escoger entre tradición y desarrollo. Los que optan por la tradición siguen evocando una mítica naturaleza canaria que, como “afortunada”, había suscitado un respeto reverencial. Los segundos empiezan a dirigir miradas inamistosas al paisaje, e interpretan la tradición como un lastre al progreso del que había que deshacerse, en sintonía con el primer desarrollismo. La sociedad insular, una vez superada la primera mitad del siglo XX, se cuestiona el papel del medio agrario como un espacio de sacrificio, supervivencia y reproducción y procede, tan pronto como puede, a su profanación en aras de la sacrosanta eficiencia económica del territorio. Por ello, la vida campesina, que se había visto hasta ese momento como algo inmutable, como un remanso de paz a través del cual el ser humano participaba plenamente de la naturaleza, en su sentido más profundo, pierde por primera vez esa venerable consideración, y ese fenómeno de cambio lo apreciaron con mayor intensidad aquellos intelectuales canarios que, como Antonio Padrón, tuvieron que pasar largas temporadas fuera de su Isla. En ese contexto, la obra del artista se ha de interpretar como un revulsivo, como un exponente del respeto al pasado y a la defensa de la tradición. Gracias a las pinturas de Antonio Padrón el paisaje isleño y las ancestrales costumbres de sus gentes no han enmudecido del todo. Su obra está empapada de la tierra y de su fuerte influencia en la vida cotidiana de sus gentes. Consciente de que ese universo rural se desplomaría más tarde o más temprano, quiso prolongar esa vida en el arte, pues sabía que se desvanecería inexorablemente. Por ello, los trabajadores agrícolas y el paisaje que los rodea son los temas preferidos de sus cuadros, la razón de ser de su pictórica y del mundo al que el artista estaba vinculado existencialmente. La forma de expresarlo es material, concreta, como todo espacio nacido de las fuerzas constructivas del volcán. Por ello, en sus creaciones, prima la dimensión geométrica y esencial de las cosas, así como una gran riqueza cromática y una poética sencilla, nada proclive a mimetismos efímeros. Por otra parte, el apego a la tierra por parte de los antiguos campesinos trascendía la mera patrimonialidad. En el cercado se encarnan y reencarnan los sucesivos ancestros, constituyendo un todo orgánico, y de ahí el que en sus rostros domine una suerte de ensimismamiento y resignación ante el determinismo que imponen el territorio y el orden social. Antonio Padrón supo sublimar como nadie el espíritu del hombre de estos campos que siente su trozo de tierra en el fondo de sí mismo y, para eludir las dudas, reforzó ese atavismo reproduciendo representaciones del arte aborigen. Dentro de la corriente indigenista propia de la época, Padrón practica una suerte de expresionismo, en el que subyace una serena melancolía, un bucolismo rural y una imagen de trabajo no necesariamente autocomplaciente. En sus cuadros, a diferencia del medio urbano en donde ya se atisbaban las tensiones de las luchas sociales y los cambios inherentes a la vida moderna, se reivindica la grandeza de la quietud y la armonía del medio agrario no exenta de cierta nostalgia y de esfuerzo y sacrificio. Padrón se sintió siempre felizmente integrado en el ambiente campesino de su Gáldar natal, pues era agricultor a tiempo parcial (“dos o tres días los tengo que dedicar a la agricultura porque no me queda otro remedio”). Es en ese ambiente en donde se siente dichosamente compenetrado, lo que le permite crear unas pinturas que desprenden, entre otras muchas sensaciones, armonía y sosiego. La obra de Antonio Padrón, con ser un exponente atípico de la generación de los cincuenta, presenta tal fuerza expresiva que aún hoy nos sigue resultando fresca, testimonial y, desde una perspectiva geográfica, expiatoria. Desde que la descubrimos, alborozados, a finales de los sesenta, nos resulta una obra viva, porque es la crónica anunciada de la sociedad preturística de Gran Canaria, una poética pictórica que ha sido capaz de resistir el paso del tiempo, y que refleja lo esencial de un momento de cambios sociales, que modificaron para siempre el paisaje insular. Adquiere, por tanto, una resonancia pública y un impacto emocional en cada uno de sus expectadores, recordándonos las edades sucesivas de un pasado que ha forjado nuestra historia. 
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