La política exterior rusa ¿La sombra del sóviet?

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La política exterior rusa ¿La sombra del sóviet?
Higinio Polo :: 21/06/2013
Critican las vacilaciones en torno al programa nuclear iraní, el desenlace de la intervención
occidental en Libia, y la tibia postura rusa en la crisis siria
A finales de 2012, la anterior secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, lanzaba un
alarmante mensaje para Occidente: denunciaba los procesos de restauración de la Unión Soviética
que, en su opinión, se estaban dando en el espacio postsoviético. ¿Era ese el rasgo más destacado
del segundo período de Putin en la presidencia rusa? ¿Estaba Moscú trabajando para reconstruir la
Unión Soviética? Cuando Clinton pronunció esas palabras todavía no había transcurrido un año
desde la victoria de Putin en las elecciones presidenciales rusas, pero los términos principales de su
política, esbozados cuando aún era candidato, están muy lejos de lo que afirmaba la ministra
norteamericana. En la década final del siglo pasado, Yeltsin, con el apoyo de Occidente, basó su
poder en el desmantelamiento de las estructuras soviéticas (incluso, recurriendo a la fuerza militar y
al golpe de Estado), en el robo y privatización de las propiedades públicas, y en la sistemática
difamación de cualquier aspecto relacionado con la URSS. Su política exterior reflejó la profunda
crisis en que sumió al país, y, así, Moscú dejó de ser una de las principales voces en el mundo para
convertirse en una capital que aceptaba los dictados de Washington, pese a algunos gestos airados
del grotesco Yeltsin en la antigua Yugoslavia. Esa política exterior comenzó a cambiar con la llegada
de Putin a la presidencia, y, aunque nunca dio satisfacción a las demandas de la izquierda rusa
representada por el Partido Comunista, si empezó a construir un discurso autónomo orientado a
recuperar una parte de la influencia que tuvo la Unión Soviética. Es evidente que Serguéi Lavrov no
tiene nada que ver con el complaciente Andréi Kozirev, ministro de Exteriores con Yeltsin. Los
primeros años de Putin en la presidencia, entre 2000 y 2008, transcurrieron bajo el peso de las
hipotecas yeltsinianas, pero ya en 2007, en la Conferencia de Múnich, el presidente ruso hizo un
crudo análisis de la acción imperial de Washington y de las consecuencias de su política belicista,
denunciando que el gobierno norteamericano había incumplido sus compromisos con Moscú,
ampliado la OTAN y construido un agresivo cerco de instalaciones militares cerca de las fronteras
rusas. Sin embargo, Putin no renunciaba a los compromisos, y su intervención perseguía que
Estados Unidos empezase a respetar los intereses rusos, al igual que Rusia aceptaba explícitamente
los intereses globales norteamericanos. Tras el paréntesis de la presidencia de Medvéded, a finales
de febrero de 2012 y poco antes de las elecciones presidenciales, Vladimir Putin publicó un largo
artículo en el periódico Moskovskie Novosti donde explicaba el papel que debe desempeñar Rusia en
un mundo en rápida transformación, con el fondo de la crisis económica norteamericana y europea.
Estaba a punto de convertirse, de nuevo, en el presidente del país. Ese relevante artículo recogía, en
lo esencial, la doctrina elaborada por la cancillería y por los centros de pensamiento estratégico ruso
para la definición de su política exterior, y que, en el año transcurrido desde su retorno a la
presidencia, su gobierno ha empezado a aplicar, no sin contratiempos. Toda su argumentación
estaba centrada en la reivindicación de los intereses rusos para que sean aceptados por Washington,
y en la reciprocidad y el respeto a los intereses norteamericanos y de otras potencias, con un
objetivo: el desarrollo del país y la recuperación de su perdida influencia en muchas áreas, aunque
sin la pretensión del retorno a un mundo bipolar. El desarrollo ruso, que Putin vincula a los recursos
energéticos de su país (petróleo y gas), pero también a las enormes extensiones disponibles de
tierras cultivables, bosques y reservas de agua potable, tiene también un objetivo en política
exterior: la integración del espacio postsoviético, definida como una prioridad absoluta por Putin,
por el ministerio de Asuntos Exteriores y por los centros del pensamiento estratégico ruso. Tanto la
CEI, como la Comunidad Económica Euroasiática, pasando por la Unión Aduanera y la Organización
del Tratado de Seguridad Colectiva, están en el centro de las preocupaciones y del esfuerzo de
Moscú, dejando en un plano secundario las relaciones con China, la Unión Europea, Estados Unidos
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y la India, por no hablar de África y América Latina, donde la influencia es mucho menor, aunque
Moscú no renuncie por ello a recuperar autoridad en el futuro. Esa concepción no implica un
abandono de los escenarios internacionales, ni mucho menos; ni desinterés hacia las relaciones con
las otras grandes potencias, con quienes aspira a cerrar acuerdos que contribuyan al desarrollo de
Rusia, sino la voluntad de poner el énfasis en la reconstrucción del espacio postsoviético, asumiendo
un papel relevante, como Putin cree que corresponde a su país. Por eso, el presidente ruso incluso
estaría abierto a estudiar algunas ayudas financieras a países de la Unión Europea prisioneros de la
crisis. En su artículo, Putin insistía en la importancia de una seguridad planetaria, en la estabilidad
de las fronteras, en la adopción de medidas para impedir la proliferación nuclear, en la prevención
del terrorismo y del tráfico de estupefacientes, y llamaba la atención sobre el peligro de marginar a
la ONU en los escenarios internacionales, como, de hecho, ha ocurrido en numerosas ocasiones en
los últimos años. Al mismo tiempo, cree que la inestabilidad internacional es consecuencia de la
intervención norteamericana en muchas áreas, y, aunque no citaba ejemplos, el contexto de los
disturbios, guerras civiles y enfrentamientos en toda la gran región que va desde Argelia hasta la
India, era elocuente: la mano de Washington es patente en la crisis libia, en la transición de Egipto,
en el nuevo Yemen, en la guerra civil siria, en el caótico Pakistán, por no hablar de su intervención
militar directa en Iraq o Afganistán; pero no siempre consigue controlar los cambios, que, en
ocasiones, acaban desembocando en situaciones de caos y enfrentamientos como en Egipto o Túnez.
La política norteamericana de desplegar nuevas fuerzas, desarrollar un escudo antimisiles, y la
voluntad de incluir nuevos países en la OTAN, afecta de lleno a las fronteras y la seguridad de Rusia,
y el supuesto compromiso de Obama para hacer pública una declaración política de su gobierno
(adelantándose, así, a hipotéticos problemas en el Senado) con la que Washington daría seguridades
a Moscú de que el escudo antimisiles no iba destinado contra las fuerzas nucleares rusas, no ha visto
la luz, pese a los rumores en las cancillerías, que aseguraban (antes de la primera reunión del
responsable de Asuntos Exteriores ruso, Serguei Lavrov, y el nuevo secretario de Estado
norteamericano, John Kerry) que su publicación era inminente y que sólo restaba el encuentro
formal de ambos ministros para hacerla pública. De manera que Moscú exige garantías de que el
“escudo” no está dirigido contra Rusia, pero Estados Unidos se niega a ofrecerlas. Al mismo tiempo,
Putin adelantaba que las intervenciones militares amparadas por Washington (justificadas con la
supuesta defensa de la libertad y la democracia) están rompiendo las convenciones internacionales
en que se basa la soberanía de los Estados, y, mientras en Occidente se enarbola frente a la opinión
pública la “defensa de los derechos humanos”, se violan los derechos más elementales de las
poblaciones afectadas. Esa política unilateral destruye la capacidad de la ONU, y el presidente ruso
mantenía que ningún país debe recurrir a la fuerza ignorando las decisiones de los organismos
internacionales, puesto que la seguridad de un país no puede ir en detrimento de la seguridad de
otros. El presidente ruso criticaba también con dureza la intervención militar norteamericana, y de
sus aliados de la OTAN, en Libia, y anunciaba que Rusia no permitiría que un plan semejante se
aplicase en Siria: explícitamente, Putin reconocía que su gobierno había escarmentado y no pensaba
facilitar la aprobación de resoluciones del Consejo de Seguridad que pudiesen ser utilizadas después
para realizar intervenciones militares. La posición de China es semejante, y, frente al
intervencionismo, Putin defendía la negociación entre las partes y el cese de los enfrentamientos
para evitar la guerra civil, y advertía contra la repetición del esquema que llevó a la guerra contra
Iraq: preparar la intervención, con resolución de la ONU, o si no es posible, iniciar igualmente la
guerra a través de una coalición internacional que cree el espejismo de que es una decisión de la
“comunidad internacional”. En Siria, la intervención extranjera se ha hecho reclutando militantes
del fanatismo religioso musulmán, y financiando sus operaciones. Sin embargo, un año después, la
situación ha empeorado y la guerra está ensangrentando y desgarrando el país, haciendo más feroz
la guerra civil, lo que, unido a la llegada de mercenarios de muchos países, en una operación donde
los servicios secretos norteamericanos, sauditas y turcos han tenido un protagonismo no por oculto
menos evidente, aleja la posibilidad de una salida negociada. El feroz atentado, en febrero de 2013,
contra la sede del partido Baas (situada muy cerca de la embajada rusa) en Damasco, donde más de
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ochenta personas murieron y otras doscientas fueron heridas, fue motivo de un nuevo desencuentro
entre Moscú y Washington, al vetar el gobierno de Obama la condena de la matanza en el Consejo de
Seguridad de la ONU. La principal oposición en Rusia, el Partido Comunista, ha exigido a Putin que
asegure “apoyo político y material” al gobierno sirio, considerando que las fuerzas rebeldes son un
conglomerado de mercenarios de todo Oriente Medio, financiados y armados por los servicios
secretos occidentales y las monarquías petroleras del golfo Pérsico. Moscú pretende seguir
conservando su influencia en Oriente Medio, pero, para el gobierno ruso, las ansias por ocupar
nuevas zonas de influencia están detrás de la política norteamericana: primero, en Iraq; después, en
Libia, las empresas rusas retroceden para dejar paso a compañías de los países que han apoyado las
intervenciones militares. Una de las quejas frecuentes de Moscú es que la democracia defendida por
Occidente deja paso a regímenes donde el laicismo retrocede y donde avanza el fanatismo religioso,
y que la intromisión de muchas ONGs falsarias, financiadas por el gobierno norteamericano, revela
que son instrumentos de intervención exterior, y que con frecuencia han colaborado en la
desestabilización de países y regiones. La actuación de los lobbys, de los grupos de presión, de las
grandes empresas, la creación o financiación de grupos armados y partidos políticos, los nuevos
recursos informativos y de manipulación de la opinión pública, contribuyen al estallido de crisis y
desestabilizan territorios. Putin afirmaba que mientras Estados Unidos utiliza esas ONGs como
instrumentos de intervención, países como Rusia, China, India o Brasil no lo hacen. Además, Estados
Unidos ha establecido una red de bases militares en Afganistán y en los países limítrofes, y a Moscú
le preocupa que los territorios donde más activo se muestra el terrorismo se encuentren en países
cercanos a sus fronteras, sin olvidar que Estados Unidos sigue utilizando grupos terroristas para
favorecer cambios políticos y para intervenir secretamente en otros países. La situación en Iraq ha
empeorado tras una década de guerra y ocupación, y Afganistán es un ejemplo del radical fracaso de
la intervención norteamericana: ni las actividades terroristas, ni la acción de los “señores de la
guerra”, ni el activo tráfico de drogas han desaparecido, pese a los miles de muertos y la destrucción
del país. No es casual que Putin se preocupase por estas cuestiones. De hecho, la criminalidad ligada
a los contrabandistas y a la venta de estupefacientes, y las muertes causadas por las drogas, son uno
de los principales problemas rusos, hasta el punto de que Moscú ha propuesto una actuación
internacional conjunta para destruir los centros de producción de droga en Afganistán y para
romper las complicidades financieras del narcotráfico, junto al impulso de la negociación (incluso
con los talibán), para estabilizar el país e iniciar una nueva etapa pacífica. Moscú, consciente de las
pretensiones norteamericanas para configurar un Estado cliente tras la retirada de sus tropas en
2014, opta por defender la neutralidad del nuevo Afganistán. Mientras, el presidente Karzai, que
vela por su propio futuro, ha adquirido una creciente autonomía de Washington, criticando los
bombardeos norteamericanos contra la población civil, hasta el punto de que, a finales de febrero de
2013, llegó a exigir la retirada de las fuerzas especiales estadounidenses de la provincia de Wardak,
acusándolas de “torturar y asesinar” a civiles, y de crear “grupos armados ilegales”. Karzai llegó a
afirmar que los soldados estadounidenses creaban “inseguridad en la región”. Sin embargo, las
previsiones a corto plazo no son precisamente optimistas. Pese a todo, Moscú examina el escenario
que puede suceder al gobierno de Hamid Karzai, y la posibilidad de que los pastunes, o los talibán
moderados, se incorporen a un gobierno de reconciliación que pacifique el país, hipótesis que cuenta
con el visto bueno de Islam Karímov, el presidente uzbeko, que tiene influencia en algunos grupos
afganos. Junto a las fronteras afganas, el futuro de Irán se revela decisivo. Moscú nunca ha visto con
buenos ojos la posibilidad de una intervención contra Irán, y acepta que Teherán desarrolle su
programa nuclear, siempre con fines civiles, a cambio de la anulación de las sanciones y de la
fiscalización de sus instalaciones por parte del Organismo Internacional de la Energía, OIE. Moscú
es consciente de que las amenazas norteamericanas a diferentes países, y las agresiones militares a
Afganistán e Iraq, pueden llevar a algunos países, como Irán, a intentar dotarse de armamento
atómico: disponer de una bomba nuclear puede ser una suerte de seguro contra agresiones
exteriores. En Oriente, anclado el Japón a la alianza militar con Estados Unidos, Rusia diseña una
cuidadosa política exterior hacia los otros gigantes asiáticos, China e India, sin olvidar los países
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agrupados en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC). Con respecto a Corea, Rusia
no ve con buenos ojos que Pyongyang haya roto el Tratado de No Proliferación, y cree que el país no
debe convertirse en un nuevo socio del club nuclear; de manera que continúa defendiendo la
desnuclearización de toda la península, el norte y el sur, postura que coincide con los deseos de
Pekín. Con la India, las relaciones son excelentes desde los tiempos soviéticos, aunque el gobierno
ruso no deja de ver con inquietud el trabajoso esfuerzo de Washington para atraerse a Delhi a su
esfera de influencia agitando el espantajo de una China agresiva y de un Pakistán nuclear e
inestable. Moscú apenas tiene diferencias con Pekín, al margen de cuestiones menores sobre el
volumen de los intercambios comerciales y los acuerdos para el desarrollo, sobre todo de Siberia.
Incluso la vieja cuestión de los límites fronterizos (que llevó a un enfrentamiento armado en la isla
de Zhenbao, en 1969) está resuelta, y el conjunto de acuerdos entre los dos países (desde la OCS
hasta los convenios bilaterales) ha reforzado su condición de socios y aliados. A diferencia de
Washington, Moscú no cree que Pekín persiga sustituir a Estados Unidos como potencia mundial
hegemónica, puesto que comparte la visión rusa de un mundo multilateral con diferentes potencias.
Rusia es consciente de que el fortalecimiento chino no va a detenerse, y que superará a Estados
Unidos, pero no lo percibe como una amenaza, sino como una oportunidad para el desarrollo ruso,
sobre todo en Siberia y en el lejano oriente. Al mismo tiempo, Moscú quiere seguir impulsando el
llamado BRICS, un bloque que agrupa ya a la cuarta parte de la producción del mundo, y que, en la
visión de Putin, juega un papel cada vez más relevante, aunque no sea sencillo llegar a puntos de
vista comunes en situaciones de crisis, como reveló el examen de la guerra civil en Siria, donde no
fue posible acordar una postura común entre los cinco países. La vieja idea gorbachoviana de una
Europa que abarcase “desde Lisboa a Vladivostok”, sigue atrayendo al imaginario ruso: Putin cree
que debería crearse una zona económica común, en cuyo seno Rusia sería la potencia de enlace con
la nueva Asia que se está configurando, aunque la grave crisis europea está dificultando esa
evolución, y la reticencia de Bruselas a la mutua supresión de visados (pese a admitir, oficialmente,
su conveniencia) entre la Unión Europea y Rusia retrasa una mayor integración. La venta de gas y
petróleo desempeña un papel central en la relación entre la Unión Europea y Rusia: la culminación
del gasoducto del Mar Báltico, Nord Stream, y el del Mar Negro, South Stream, supondrá para
Europa contar con la seguridad en el suministro de gas ruso. Pero siguen existiendo importantes
problemas en la relación bilateral: Moscú criticó la aprobación por parte de la Unión Europea, en
2009, del llamado Tercer Paquete energético sobre el mercado interior de electricidad y gas natural
y sobre las redes de electricidad y gas, que, de forma clara, pretende limitar el papel de las
empresas rusas de la energía. No es la única cuestión que dificulta las relaciones. La situación de los
rusos en las repúblicas bálticas es una de las preocupaciones de Moscú, sobre todo a la vista de la
preocupación con que los ciudadanos rusos reciben las noticias de Estonia y Letonia, países que
mantienen a centenares de miles de personas, de origen ruso, con el estatus de “no ciudadanos”, en
clara vulneración de los derechos humanos y de las convenciones que rigen la Unión Europea. Esa
condición les priva de derechos políticos, de tal forma que ni siquiera pueden participar en las
elecciones. Sin embargo, pese al manifiesto escándalo, que desenmascara por completo la supuesta
preocupación de Bruselas y Washington por los derechos humanos, tanto Estados Unidos como la
Unión Europea rechazan aprobar medidas orientadas a poner fin a esa marginación de los
ciudadanos rusos en las repúblicas bálticas. Las relaciones de Rusia con Estados Unidos no son
buenas: la cuestión del escudo antimisiles en Europa, DAM, diseñado para bloquear el potencial
nuclear estratégico ruso, que puede incluso poner en peligro el Tratado START firmado en 2010; los
intentos de ampliación de la OTAN a Ucrania y Georgia, y la presencia de instalaciones militares
norteamericanas juntos a las fronteras rusas, junto a la injerencia en los procesos electorales en
Rusia y en las antiguas repúblicas soviéticas, además de la reciente aprobación en Washington de la
ley Magnitski, y de la habitual y enojosa actitud de la diplomacia norteamericana de reprender a
Moscú públicamente, dificultan la mejoría en las relaciones mutuas. Además, la seguridad de las
fronteras, y el control del espacio aéreo, son asuntos clave para Moscú. Por eso, cuestiones como la
salida de Uzbekistán de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, OTSC, (cuyos
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miembros, Rusia, Armenia, Bielorrusia, Kazajastán, Kirguizistán y Tayikistán, ante la petición uzbeka
de “suspender temporalmente la pertenencia al Tratado”, decidieron excluir al país debido a la
actitud de Tashkent, que interfería y paralizaba muchas decisiones), y la suspensión del radar de
Gabala, en Azerbeiján (instalación que controlaba el espacio aéreo del sur de Rusia), no son ajenas a
la actuación norteamericana en la zona. Pese a todo, Uzbekistán se ha preocupado de informar a
Moscú que no aceptará bases militares norteamericanas en su territorio, ni de ningún otro país
occidental. La nueva presidencia de Putin coincidió con el ingreso de Rusia en la Organización
Mundial de Comercio, OMC, en 2012, una cuestión que abre nuevas perspectivas, aunque durante
las largas negociaciones Moscú no consiguió el ingreso simultáneo de Bielorrusia y Kazajastán. De
hecho, el Espacio Económico Único, compuesto por Rusia, Bielorrusia y Kazajastán es una de las
apuestas estratégicas rusas, por lo que el gobierno ruso pretende conseguir la integración de sus
socios en la OMC. Moscú pretende que tanto Washington como Bruselas respeten su esfera de
influencia, intereses económicos y espacio estratégico, ofreciendo a cambio reciprocidad en su
política exterior, pero su propuesta no ha encontrado eco en el gobierno norteamericano. De hecho,
pese a que, con frecuencia, Putin es presentado como un presidente inclinado al enfrentamiento con
Washington, celoso del estatus de gran potencia de su país, lo cierto es que su oferta de
colaboración con Occidente ha sido constante a lo largo de su trayectoria, y de nuevo la expresaba
en su artículo del Moskovskie Novosti. Obama ha seguido la inercia de la política exterior
intervencionista de Bush, aunque sin la arrogancia y la agresividad de su antecesor (sin renunciar,
por ello, a utilizar “brigadas de la muerte”, a ordenar asesinatos extrajudiciales y a bombardear
poblaciones civiles con drones), formulando un programa de retirada parcial de sus tropas en
Oriente Medio, reorientando su política hacia Asia y hacia la contención de China, dejando a Rusia
en un segundo plano, pese a su importancia como socio, e hipotético rival, en los acuerdos sobre
arsenales atómicos. Pero, pese al “reinicio” de las relaciones ofrecido por Hillary Clinton a Moscú en
2009, Washington no ha cambiado en lo sustancial su política hacia Rusia, que puede resumirse en
el afán por limitar el poder de Moscú y en torpedear su fortalecimiento, y en impedir la
reconstrucción política y económica del antiguo espacio soviético. Los proyectos estratégicos del
gobierno Putin no son bien vistos en Washington: tanto la Unión aduanera (que agrupa a Rusia,
Bielorrusia y Kazajastán, mientras que Ucrania estudia su incorporación o, al menos, la adaptación
de sus leyes, y países como Vietnam examinan la posibilidad de integrarse) como la Comunidad
Económica Euroasiática (que Hillary Clinton llamó “Unión Euroasiática”, y que está integrada por
Rusia, Bielorrusia, Kazajstán y Kirguizistán, mientras que Armenia, Moldavia y Ucrania, tienen
estatuto de observadores) son las apuestas estratégicas más relevantes de Moscú para reconstruir el
espacio postsoviético, objetivo visto con sumo recelo por Washington. Así, no resulta extraño que la
anterior secretaria de Estado norteamericana, Clinton, declarase en diciembre de 2012 que Estados
Unidos “impediría los procesos de integración del espacio postsoviético”, en una alarmante
declaración que era toda una intromisión en la soberanía rusa. Por si la grosera injerencia no fuera
suficiente, Clinton advirtió que consideraba ese objetivo “un intento de restauración de la Unión
Soviética”, y, además, que su gobierno había detectado “una creciente resovietización” en la zona.
Unas semanas después, el propio presidente ruso fue el encargado de responder a Clinton. Putin
reafirmó que su gobierno impulsaría la reintegración del espacio postsoviético, y que las
reprimendas exteriores (en clara alusión al gobierno norteamericano) estaban fuera de lugar. Rusia
está preocupada por las consecuencias del sistema de escudos antimisiles norteamericano, por la
ampliación de la OTAN (que no ha renunciado a incorporar a Ucrania y Georgia), y por las amenazas
que una hipotética militarización del océano Glacial Ártico comportarían para su defensa, y, por eso,
centra sus esfuerzos en la reintegración de la mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas, pero no
pretende la reconstrucción de la URSS. La crítica de su política exterior, hecha por la principal
organización de la oposición rusa, el Partido Comunista, es reveladora: critica la propuesta informal
de Obama de abrir negociaciones para reducir las armas nucleares en poder de cada país a unas
1.550 (sin contabilizar las francesas y británicas), que limitaría el poder de Moscú; juzga inadecuada
la concesión de una ruta de tránsito a la OTAN en la base aérea de Uliánovsk, utilizada por Estados
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Unidos en sus operaciones en Afganistán, y deplora las vacilaciones en torno al programa nuclear
iraní, el desenlace de la intervención occidental en Libia, y la tibia postura rusa en la crisis siria,
además de resaltar la evidencia de que, en los veinte años transcurridos desde la desaparición de la
URSS, Washington ha hecho todo lo posible para hacer más hondo el foso de la división entre las
antiguas repúblicas unidas. El Viejo Topo
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