Las grandes crisis de estos últimos años parecen controladas, salvo

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Las grandes crisis de estos últimos años parecen controladas, salvo la de
Rusia, cuya causa principal es las extrema desorganización del país al final
del reinado de Yeltsin. Corea ha vuelto a ponerse en marcha, Japón se
recupera, aunque muy lentamente, y Brasil parece haber salido de la crisis
muy rápidamente, pese a que aún no ha realizado las reformas profundas que
necesita. México, que no ha dudado en hacer pagar a los asalariados el
elevado coste de las reformas económicas, experimenta una verdadera
recuperación. Europa parece avanzar un poco más rápido, pues Alemania sale
de una fase muy difícil y los obstáculos a los que se enfrenta Italia son
limitados, mientras que Francia tiene mejor ánimo y España sigue corriendo
rápido.
¿Hay que deducir, como hizo Francis Fukuyama, cuyas previsiones optimistas
de hace 10 años se han visto confirmadas, que los poderes financieros, y en
especial el FMI, han demostrado su capacidad de enfrentarse a las mayores
amenazas y que el crecimiento que se reanuda va a irrigar toda la economía
mundial? Esa conclusión es tan superficial que es difícil que alguien la
exprese abiertamente. Por el contrario, se puede esperar que, tras años de
crisis internacional, se escuche con más atención al PNUD (Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo), ya que, mientras la atención mundial se
centraba en los incendios más graves y se preguntaba cómo lanzar suficientes
dólares sobre esos fuegos para apagarlos, la degradación de la situación
social del mundo no dejó de acelerarse. Ahora, cuando los riesgos
coyunturales son menos apremiantes, podemos volver a levantar la cabeza y
mirar el paisaje que se extiende ante nosotros. Nos muestra que, como las
sociedades nacionales, la sociedad mundial se ha dividido en cuatro partes:
una cima, representada sobre todo por EE UU, cuyo notable crecimiento desde
hace 10 años ha estado en gran parte alimentado por unas ganancias
bursátiles que han enriquecido a una amplia clase media; a continuación, una
serie de países o de categorías sociales que se esfuerzan con mayor o menor
éxito por entrar en la nueva economía y que pretenden lograrlo sumiendo en
la precariedad a una parte de la población, entre el 20% y el 60% según los
países. Por debajo queda la masa de los países pobres, cuya situación se
deteriora, en especial cuando el sida diezma a la población. Por último,
formando una categoría ella sola, la inmensa China, que sigue teniendo un
crecimiento muy fuerte a cambio de una tendencia hacia la dualidad que no
deja de profundizarse.
La distancia entre los diversos países, y en el seno de la mayoría de los
mismos, no deja de aumentar. Este hecho, de gran duración y amplitud, domina
el final de nuestro siglo. El mundo, los países y las ciudades se dividen
interiormente y con tanta rapidez que la comunicación entre ricos y pobres
se vuelve imposible, como ha demostrado Saskia Sassen, que ha encontrado en
todas las metrópolis del mundo unos elementos, por lo general muy
minoritarios, relacionados con las ciudades globales, que no son ni Nueva
York, ni Londres, ni Tokio, sino las redes de comunicación que se establecen
a nivel mundial entre grupos de ricos e informados y cuyos principales
lugares de interacción son las tres ciudades citadas.
Frente a esta situación, se proponen dos grandes tipos de medidas. Son muy
diferentes entre sí, pero más complementarias que contradictorias. En primer
lugar, hay que gravar los intercambios, sean de capitales o de información.
Algunos países, como Chile, lo han hecho, obligando a los inversores a
depositar parte de sus fondos en el Banco Central sin intereses y durante un
periodo bastante largo; pero el debate, aunque desalentador, acerca del
impuesto Tobin sobre los movimientos de capitales ha demostrado al menos que
la conciencia de un gravamen sobre dichos movimientos aumentaba, mientras el
mundo del trabajo sigue retrocediendo frente al mundo del capital.
El segundo orden de medidas tiene como objetivo no aplastar a los pobres, no
encerrarlos en la precariedad mediante la protección corporativista de las
categorías medias, en especial públicas. Brasil es el ejemplo extremo de
esta dualidad del mundo del trabajo en el interior mismo del sector privado,
ya que los técnicos y los ejecutivos tienen unos ingresos mucho más elevados
que en los países vecinos, mientras que a los obreros no cualificados se les
paga igual de mal.
Estos dos órdenes de problemas y de medidas a tomar tienen en común una idea
fundamental: hay que volver a dar prioridad a la integración de las
sociedades frente a la apertura de los mercados. Dar prioridad no quiere
decir oponer. La economía mundial condena a abrirse a los países más reacios
como Francia, India o Brasil, ya que todos los países deben aceptar la
globalización de los intercambios y mejorar su competitividad. Pero cada vez
es más insoportable subordinarlo todo a ese objetivo, por muy importante que
sea. Junto a la competitividad, buscamos la seguridad, es decir, la
protección frente a una flexibilidad extrema y también la seguridad física
en las ciudades donde se acumulan los peligros de la delincuencia, a menudo
incrementado por el comportamiento de la policía.
Pronto se verá que la tentativa, muy prudente y más retórica que real, de
restablecer en Europa cierto equilibrio entre cobertura económica y
protección social, bajo el nombre de tercera vía, resulta muy insuficiente.
Las recientes elecciones europeas supusieron un fracaso para Blair y
Schröder. El poder de las estrategias defensivas y corporativistas no debe
hacernos olvidar que la primera prioridad no es hoy la apertura y la
movilidad, dado que ya se han dado pasos importantes en esa dirección, sino
la integración social en un momento en que nuestras sociedades experimentan
una auténtica implosión cuyos efectos sociales sufrimos a diario, en
especial en las metrópolis urbanas.
Esta toma de conciencia es urgente en Europa, ahora que se constituyen una
nueva Comisión y un nuevo Parlamento. El Tratado de Maastricht se aplica,
pero las medidas sociales previstas por el Tratado de Amsterdam no, y en
Colonia, el G7 no adoptó los compromisos que debía haber adoptado. Esta
apatía no puede durar mucho más, pues cuanto más aumenta la desigualdad más
se reducen las bases de la democracia y de su legitimidad. Hemos abierto
nuestras economías; ahora hay que volver a abrir las puertas de la sociedad
a todos los que fueron excluidos y arrojados a espacios donde reinan la
desesperación y la violencia.
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