“Hagan todo lo que Él les diga”

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“Feliz de ti por haber creído”
(Lc 1,45)
Homilía en la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes
Mar del Plata, Gruta de Lourdes, 11 de febrero de 2013
Queridos hermanos:
Convocados por la Virgen Inmaculada, bajo su advocación de Nuestra Señora de
Lourdes, estamos celebrando la Eucaristía en este lugar privilegiado para la fe de los
marplatenses. Son también muy numerosos los peregrinos que, venidos de muy diversas
partes, acuden hoy con devoción a esta gruta, donde anhelan renovar sus fuerzas
espirituales y llevarse un mensaje de esperanza cristiana. ¡Bienvenidos todos a esta
mesa eucarística donde ofrecemos a Dios la hostia divina y nos alimentamos con el
Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, que el Espíritu Santo formó en el seno de María!
Cuando el 11 de febrero de 1858 la Virgen se apareció a Bernardita, niña pobre y
analfabeta, ella ignoraba aún quién era esa joven mujer que le sonreía y la invitaba.
Bernardita sintió temor, y como por instinto, llevó su mano al bolsillo para extraer su
rosario, que era la única oración que ella conocía, aunque todavía de manera imperfecta,
pues no sabía nombrar los misterios. Al querer comenzar persignándose, trazando la
señal de la cruz sobre su cuerpo, sintió que su brazo se resistía y le era imposible
dominar su movimiento. Hasta que, de pronto, la joven mujer con un rosario blanco en
su mano hace el signo de la cruz, y entonces puede hacerlo también ella, lo cual le
disipó el temor y le dejó una gran alegría. Las avemarías del rosario transcurrieron sin
fatiga y con gozo, en un tiempo distinto al habitual.
Desde la primera de sus dieciocho apariciones, la Virgen orientó su mensaje hacia
Jesucristo. La señal de la Cruz, por donde todo comienza, es un resumen de la fe
cristiana, pues allí al mismo tiempo que evocamos el misterio pascual, proclamamos
también el misterio de la Trinidad. Sabemos, en efecto, que las tres divinas personas,
han actuado y se han revelado en la cruz redentora de Cristo y en su resurrección
gloriosa.
El rezo del rosario, que desde hace muchos siglos caracteriza a la piedad católica de
tradición latina, une indisolublemente la piedad mariana y la centralidad de Jesucristo.
Bajo la guía del ejemplo de María y con el amparo de su poderosa intercesión ante su
Hijo, los discípulos de Cristo orientamos nuestra mirada hacia los misterios de la vida
de nuestro Salvador, a la cual la Virgen está muy íntimamente vinculada.
El rosario fue la oración más querida para Bernardita. En esta oración, que nació
como maravillosa pedagogía para los pobres y humildes, ella alimentaba la sabiduría
que fue aprendiendo, más por el contacto de fe con las realidades que contemplaba, que
con el aprendizaje de las letras.
La especial predilección de Dios por los pobres, es un rasgo indiscutible en la
Sagrada Escritura en general, y en los Evangelios en especial. Jesús mismo prorrumpe
en un himno de júbilo al comprobar que Dios suele tener mayor cabida en el corazón de
estos: “Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: ‘Te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los
prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido’ ” (Lc
10,21).
En el rosario no nos cansamos de repetir con amor las avemarías. Lo hacemos con
afecto de hijos porque él nos la dejó como Madre, cuando al discípulo amado le dijo:
“Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27). Pero sabemos que esta madre nuestra, nos invita sin
cesar a llevar a la práctica sus enseñanzas: “Hagan todo lo que él les diga” (Jn 2,5).
En su sentido más pleno, la palabra “fe” implica no sólo la aceptación de verdades
reveladas por Dios, sino la entrega de la vida a Dios que nos manifiesta su designio
salvador. El que cree, hace la voluntad de Dios. El que cree, obedece y se pone en
camino.
La Virgen María es el ejemplar más luminoso para la fe de la Iglesia. “¡Feliz de ti
por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor!” (Lc 1,45).
Así exclama Isabel. Desde su consentimiento a la voluntad divina de convertirla en
madre del Hijo de Dios, ella se puso en camino y comenzó su peculiar peregrinación de
la fe, mostrándose como adelantada de la Iglesia. Creyó y obedeció. Creyó y se puso en
camino, con su tesoro a cuestas para visitar a su pariente antes estéril y ahora grávida de
seis meses. La fe se hace obediencia, nos mueve a dar a otros el tesoro que tenemos, y
nos impulsa al servicio de caridad.
Lo mismo que Dios se complace en elegir medios pobres y corazones sencillos,
también la Virgen, elegida entre ellos como su ejemplar acabado, quiso ir al encuentro
de Bernardita para que fuese portavoz de su mensaje de conversión hacia su Hijo. Una
niña pobre debía ser la encargada de recordar el Evangelio, pidiendo oración y
penitencia. Una niña de frágil salud.
En este santuario de la gruta de Lourdes, sentimos que la Virgen sale también a
nuestro encuentro, atenta y sensible ante nuestras necesidades, para darnos su riqueza y
llevarnos al encuentro con Jesús. En este lugar bendito, tomamos más viva conciencia
de nuestra vocación de ponernos en camino con ella y como ella, para llevar a otros el
tesoro de la Iglesia que es el mismo Cristo, fruto bendito de su vientre.
En este Año de la Fe hemos sido convocados para revitalizar nuestra fe en Cristo,
mediante una intensificación de nuestra adhesión a él y a través del deseo de conocer
mejor las verdades reveladas que sostienen nuestra vida moral. Pero nuestra fe se
fortalece dándola a otros. La misión de evangelizar es compromiso adquirido por los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Y en este año nos proponemos salir al
encuentro de quienes han dejado enfriar su fe, y más aún de quienes, por diversas
razones nunca han recibido de parte de la Iglesia la propuesta de ser instruidos y
bautizados como católicos.
En este día de la Virgen de Lourdes, ninguno de cuantos estamos aquí presentes,
puede disimular la honda conmoción producida en la Iglesia y en el mundo ante la
renuncia de nuestro amado Papa Benedicto a la sede de Pedro. Sus palabras nos
muestran un alma noble, dispuesta a seguir hasta el final de su vida, en condiciones
nuevas, su servicio a la Iglesia, en la oración y en el ofrecimiento de sus limitaciones
físicas.
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La palabra Lourdes en todo el mundo es sinónimo de la misericordia de Dios hacia
los enfermos, expresada en el rostro materno de la Virgen. El texto de su renuncia nos
emociona: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he
llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer
adecuadamente el ministerio petrino”.
¡Cómo no demostrar nuestra solidaridad y nuestro afecto hacia él que tanto nos ha
enriquecido con su luminoso magisterio y el ejemplo de su vida! Sea hoy nuestro
compromiso sostener su debilidad con nuestra oración y acompañarlo en su nueva
etapa.
Oremos también por toda la Iglesia que tiene en el rostro de la Virgen un signo de
esperanza. Que ella nos renueve en la auténtica alegría.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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