Num133 012

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Invitación a la curiosidad
FRANCESCO DE NIGRIS *
uando me disponía a empezar este
artículo me di cuenta de que cualquier
cosa que me propusiera escribir no
podía escribirla “solo”. No quiero
decir con esto que en aquel momento necesitara
tener alrededor alguna persona en particular, ya
que para escribir —como a muchos les habrá
pasado—
más
bien
se
busca
el
ensimismamiento, el entrar en uno mismo para
buscar lo que verdaderamente se quiere decir; y
en esta tarea, en la medida en que cada uno es el
autor último e inexcusable de sus actos, nadie
puede sustituirlo. Me refiero a que cuando nos
disponemos a hacer algo, cuando pretendemos
ser alguien que hace algo, en mi caso quien
escribe un artículo, lo que hacemos y quiénes
somos cobra sentido en vista de para quiénes lo
hacemos. Cada uno puede hacer la prueba
ejemplificando en su vida lo que estoy diciendo
y tener esta evidencia. No es lo mismo, por
ejemplo, decirle algo a nuestro padre o a nuestra
madre, a un amigo o a un desconocido, a
C
* Doctorado. Becado de Investigación, U.C.M.
nuestro hermano o a nuestro profesor, a nuestro
confesor o al taxista. Incluso en el caso de que
lo que pretendemos decir sea lo mismo, para
que se nos comprenda tendremos forzosamente
que ajustar nuestro decir en vista de a quién se
lo vamos a decir. Esto hace patente que en
presencia de personas distintas somos también
nosotros “distintos”; y no, naturalmente, en el
sentido de ser distintas o múltiples “personas”,
sino distintos en cuanto a las posibilidades de
ser nosotros mismos frente a cada una de ellas.
Estoy seguro que habrá algún lector que sentirá
también suya esta idea y estará exclamando
íntimamente “pero esto yo también lo había
pensado alguna vez”. En efecto, al tener
forzosamente esta vivencia, puede que todos en
un cierto momento hayamos notado que cada
persona con la que nos encontramos ilumina un
escorzo distinto de nuestra personalidad.
Para que mi proyecto de escribir este artículo
fuese auténtico, tenía que enfrentarme con las
dificultades que acabo de mencionar. Mi
pretensión era la de decir ciertas cosas, pero al
sentarme y escribirlas empezaban a parecerme
extrañas, a perder su sentido. Con esto no
quiero decir que ya no me parecían verdaderas:
seguían pareciéndomelo, pero al no tener claro a
quien tenía que decírselas no sabía cómo
hacerlo, no sabía en vista de quién tenía que
argumentarlas y por esto, frente a la inseguridad
de no ser comprendido, empecé a perder la
ilusión en mi proyecto de escribirlas. ¿No os ha
ocurrido en alguna ocasión que, al pretender
hacer algo, es decir, al pretender ser alguien que
hace algo, el hecho de que los demás no
comprendieran quién pretendíais ser ha
disminuido la ilusión de vuestro proyecto? Pues
a mí me ocurrió lo mismo: frente a la
posibilidad de no ser comprendido en mi
proyecto, éste vaciló y sentí la extrañeza de algo
que ya no era tan seguro, tan mío, por lo que mi
ilusión disminuyó. A esto se añadía otra
vivencia que también puede resultarle familiar
al lector: vi que, al percatarme del problema,
éste iba complicándose, haciendo cada vez más
inseguro mi proyecto; una vivencia que
podríamos resumir diciendo que “cuantas más
cosas pretende uno saber, más cuenta se da de
las pocas que sabe”. En efecto, esto pasa a
menudo; no sólo cuando nos paramos
específicamente a mirar algo para saber a qué
atenernos, sino también cuando lo que hemos
mirado cientos de veces y sabíamos lo que
era, de repente, al mirarlo un cierto día, nos
empieza a parecer extraño, o empieza a
parecernos “otra cosa”.
Pues bien, eso fue lo que ocurrió: yo tenía un
proyecto que me hacía mucha ilusión, el de
escribir ciertas cosas, pero cuando me puse a
ello tropecé con un fallo en este proyecto,
con algo extraño que de repente lo hacía
inseguro. En aquel momento, viendo la
dificultad que se me presentaba, hubiera
podido “taparme los ojos” y decir las cosas,
por ejemplo, tal como me las digo a mí
mismo, o incluso falsificando su sentido en
vista de las expectativas del lector, sin hacer
aquel esfuerzo hermenéutico o interpretativo
que implica comprender los supuestos de
quien las leerá para que a uno se le
comprenda. Y en la medida en que me ponía
a mirar aquello que me extrañaba, la realidad
se complicaba aun más, y me daba cuenta de
que hacía falta mucho pensar para llegar a
una nueva certidumbre que reafirmase mi
proyecto. Sin embargo, entendía que este era
el proyecto que para mí tenía sentido, el que
tenía que hacer y, en la medida en que era
irrenunciable, vi en su dificultad la
posibilidad de hacerlo todavía más verdadero,
de reafirmarme en él con mayor autenticidad.
Esto aumentó mi ilusión e hizo que no
pudiera “taparme los ojos”: me sentí forzado
a mirar, a ocuparme de la cuestión; es decir,
la curiosidad se apoderó de mí y ya no podía
dejar de mirar a pesar de la complicación e
inseguridad que esto me acarreaba.
Ahora bien, ¿por qué he contado esta vivencia
en sus máximos detalles? ¿Qué es lo que nos
indica? Si he intentado que el lector la reviviese
conmigo es porque considero que desvela
aquellas premisas que hacen que uno se sienta
forzado a mirar las cosas, a saber: una cierta
aceptación de la inseguridad, pasión por la
verdad y creencia en ella. En efecto, para que
una persona sea curiosa, para que se interese por
las cosas, tienen que darse con suficiente
intensidad estas vivencias; y cada una de ellas,
como veremos, autentifica e intensifica las
otras, les da ilusión, pues ésta es —como de
hecho la tomaremos a lo largo de todo este
escrito— la vivencia que mide la autenticidad y
la intensidad de mis proyectos. La curiosidad,
por ello, para ser intensa y auténtica tendrá que
estar acompañada por la ilusión: nuestro forzoso
mirar las cosas, nuestro preguntarnos por ellas,
tendrá que ser un mirar ilusionado.
Hemos dicho que a veces las cosas, de repente,
nos pueden fallar, pueden extrañarnos en la
medida en que “sorprenden” la idea que
teníamos acerca de ellas; y esto pasa sobre todo
cuando se pretenden mirar, es decir, cuando
pretendemos que nos descubran sus fallos, que
es precisamente el quehacer en que consiste la
actitud cognoscitiva. Julián Marías, en su
Introducción a la Filosofía(1), observa
agudamente que la vivencia de la extrañeza es
fundamental para comprender el origen del
conocimiento, en el sentido de preguntarnos qué
son las cosas, su ser. “En el fallo de las cosas —
dice Marías— empiezo por tenerlas y luego me
quedo sin ellas, o bien sigo teniéndolas, pero de
un modo deficiente, que altera la situación”.
Cuando las cosas me fallan, cuando sorprenden
mi saber acerca de ellas, no puedo seguir
haciendo con ellas todo lo que hacía antes,
entonces, como decía Aristóteles, “no hago
nada”. Pero como justamente observa Marías,
este hacer nada del que nos habla Aristóteles es
lo decisivo: el hombre no puede continuar lo
que estaba haciendo antes con las cosas, tiene
que suspender la acción, pues ya no las tiene
presentes, se le han alejado y tendrá que
acostumbrarse a la nueva situación. Marías
recuerda que “Platón, al narrar el mito de la
caverna, señalaba el doloroso deslumbramiento
que experimenta el hombre que ha salido de
ella, y que le impide hacer nada en el mundo
real hasta que, tras un penoso esfuerzo y una
espera, se ha habituado a la nueva
circunstancia”. También Marías en su Biografía
de la Filosofía(2) nos recuerda que Platón
menciona en más de una ocasión la sensación
de vértigo que sentía frente al estado de
disociación en que estaba sumida la sociedad
griega, y el fallo de su forma suprema de
organización: la polis. También ahí era
menester llegar a una nueva certidumbre, a una
nueva idea de sociedad que comprendiera sus
fallos, y que era, según Platón, La República.
En la medida en que el hombre pretende
reencontrarse
con
las
cosas,
cuyo
comportamiento le había extrañado y sacado de
la certidumbre en la que estaba, tiene que llegar
a un saber más comprensivo acerca de ellas, a
un saber que justifique su fallo y la insuficiencia
de la certidumbre anterior. Pero para hacer esto
el hombre tendrá, por lo pronto, que pararse a
mirarlas, contemplarlas, hacer teoría —que en
griego significa contemplación— y descubrir lo
que ocultan, y, finalmente, llegar a decir lo que
son, se entiende, lo que son de verdad, en su
mismidad, por debajo de toda apariencia (lo
cual quiere decir, dicho sea de paso, que ya
antes, preteóricamente, los griegos vivían en el
ser, no en el de la naturaleza, de la Physis, sino
en el que le daba el oráculo frente a su destino
inescrutable o Moira). Pues bien, cuando se
miran las cosas, cuando uno se percata de ellas
porque le dan “curiosidad”, puede que con más
facilidad nos fallen, nos descubran algo de ellas
con lo que no contábamos, algo que nos hace
perder la certidumbre que nos aseguraba un
trato espontáneo y seguro con ellas.
Llegados a este punto hay que hacer
forzosamente una pregunta que el lector,
probablemente, ya se ha ido haciendo, incluso
desde el mismo momento en que ha escuchado
la palabra “curiosidad”. Me refiero al
significado vigente de esta palabra, que apunta a
una vivencia muchas veces distinta de la que
justifica su etimología. El curioso debería ser,
por la acepción del término, el que “se cura” o
cuida de las cosas por su inevitable importancia.
Sin embargo, este vocablo se utiliza muchas
veces para designar a personas que se interesan
por cosas no importantes, o que siéndolo, a uno
no le corresponde ocuparse de ellas. En
definitiva, el término “curioso” apunta a
menudo a tipos de personas que podríamos más
bien llamar “cotillas” o “fisgonas” que a
aquellas que verdaderamente se interesan por
las cosas, que pretenden descubrirlas, y que por
eso no las perjudican sino que cuidan de ellas.
¿Por qué ocurre esto y desde cuándo ocurre? La
verdad es que no sabría indicar cómo y por qué
hemos llegado a este uso, pero el hecho de que
hoy en día sea vigente significa que hay una
vivencia del hombre contemporáneo que lo
justifica plenamente. Y creo que, por lo que se
refiere al hombre actual, la razón que sustenta
dicho uso —que es la misma razón que me ha
impulsado a escribir este artículo— es
justamente la falta de una vivencia de auténtica
e intensa curiosidad. Sin llegar al caso del
individuo, en distintas épocas y sociedades, y
hasta en distintas generaciones, el hombre ha
tenido curiosidad por distintas cosas, ha cuidado
distintas zonas de su vida, de suerte que incluso
se podría llegar a hacer un mapa antropológico
de la curiosidad. Pero como hemos estado
viendo hasta ahora, uno de los elementos
necesario para poder mirar las cosas, o, mejor
dicho, para no dejar de mirarlas, es la
aceptación de un cierto grado de inseguridad,
aquella que surge cuando, al mirarlas, se nos
complican y nos fallan. Anticipándonos un
poco, ya se entiende que cuanto más amplia sea
la zona o área de la vida de la que pretendemos
ocuparnos, hasta un grado máximo en el que
pretendemos llegar a una certidumbre acerca de
nuestra vida toda, más intensa y auténtica tendrá
que ser la contemplación o teoría, y por tanto la
aceptación de la inseguridad. Pero antes de
seguir, si no queremos engañarnos, tendremos
que reconocer algo muy grave: que nuestra
época no tolera la inseguridad. El hombre del
siglo XX ha sido, ante todo, un hombre que
pide derechos, derechos de todo tipo; y esto, en
principio, no sería lo malo. En el siglo XX se
han conseguido derechos, sobre todo en el
campo del trabajo, de la sanidad, de la
participación en la vida pública, que han hecho
sin duda más segura la vida de los ciudadanos.
El problema está en que cuando se consigue la
seguridad con respecto a algo, esto se hace,
normalmente, para dedicarse luego a otras
cosas, pues aquellas de las que nos hemos
asegurado ya no deberían ser problema. Pero
esto en nuestra época no ha ocurrido y, sobre
todo, ocurre cada vez menos. Las personas
siguen pidiendo más derechos, los primeros que
se le antojan. Y con esto no me refiero sólo al
gravísimo problema de la visión clasista de
nuestra época, que ha desgarrado la sociedad en
la medida en que ha intentado separar cada
mundo social —el mundo del trabajo, de la
política, de la mujer...— del mundo personal,
sino al ciego afán de seguridad, al prestigio tan
enorme que ésta tiene: sea quien sea el que pide
derechos y sea cual sea el derecho que se pide,
uno siente automáticamente el derecho de
manifestarlo vehementemente hasta su
consecución. Nuestra época ha vivido y está
viviendo un deplorable abuso de la idea del
“derecho”, y sobre todo del derecho a
manifestarse por los derechos; nuestra época es
—y esto creo que no se ha dicho con suficiente
fuerza— la época de las manifestaciones de
masa. Ello ocurre precisamente porque las
personas, debido a su afán de seguridad, no se
paran a mirar las cosas, por si acaso se le
complicaran, y no van “derecho” al grano de
ellas, sino a la manifestación, donde se sienten
más seguros, arropados por la multitud, que por
ser tan numerosa y por gritar tan bravamente
tendrá seguramente sus “razones democráticas”.
Razones que no son las mías, sino aquellas a las
que “se tiene derecho”, por su vigencia y
aceptación social; aquellas que nadie ha puesto
a prueba minuciosamente y que nadie, en
definitiva, comprende hasta sus últimas
consecuencias. El hombre contemporáneo no
quiere pensar, no quiere pararse a mirar las
cosas, no quiere sentirse inseguro frente a ellas,
quiere tener el derecho inalienable a no pensar,
porque “para eso están los políticos y la gente a
la que pagamos”. Lo que se olvida
completamente, lo que nadie dice, es que lo que
se manifiesta con increíble vehemencia y no sé
hasta qué punto convencida desesperación, casi
como si fuera el último resorte frente a la
esclavitud y la barbarie —pues al hombre
contemporáneo, dicho sea de paso, le encanta
exagerar, según un papel típico del manifestante
del siglo XX—, normalmente se consigue muy
fácilmente. Y esto es así porque, en primer
lugar, en las grandes manifestaciones se grita
con vehemencia algo “fácil”, abstracto, que es
expresado con términos de lógica indudable,
pero cuya absoluta e imprescindible verdad se
desplomaría en el momento en que uno tuviera
que comprometer coherentemente su vida por
esta, hasta sus últimas consecuencias. En
segundo lugar, porque el codiciado derecho
normalmente no mejora la vida concreta de
nadie en particular, sino las cuentas —de
votos— de algunos políticos —sólo de
algunos—, que son precisamente quienes
tácitamente han organizado y fomentado dichas
manifestaciones, ocultando tras la bandera de la
participación una inversión del sentido de la
representación, haciendo que los ciudadanos
representen eslóganes simples para los políticos
que se los mandan. Eslóganes que éstos, una vez
que
consiguen
gobernar,
tienen
inexorablemente que reinterpretar para
ajustarlos a la realidad. Ortega, al hablar del
hombre masa, nos ha dibujado un tipo de
hombre que todavía, con no demasiados
cambios, sigue existiendo. El hombre masa grita
e invita irresponsablemente a gritar, y aquellos
que desde lo alto dicen que le escuchan, son al
mismo tiempo quienes le han puesto en la boca
las palabras que tiene que gritar, y quienes le
hacen creer que gritando está recuperando
“democráticamente” su libertad, aquella libertad
que, en realidad, ha perdido en el mismo
momento en que ha dejado de pensar de manera
rigurosa. También el hombre masa de hoy es,
como decía Ortega en su famoso libro La
Rebelión de las masas, un “niño mimado, un
señorito insatisfecho”. Se enfada, rabia y grita y
cree que manifiesta la injusticia, aquella que si
fuera cuestión de vida o de muerte no
defendería ni medio segundo, aquella que no es
realmente suya, sino de algunos políticos —no
de todos— que le han indicado cuál es, y que
generosamente le dicen que tiene toda la razón.
Lo que confirma todo esto es la
despersonalización de la política y la
instauración del partidismo, algo que tiene muy
poco que ver con la introducción del sufragio
universal y de los partidos de masas, como a
veces se quiere hacer entender. Lo que ocurre es
que el hombre contemporáneo no piensa ni
demasiado ni responsablemente, y trata a un
partido político como si fuese un equipo de
fútbol, y a su líder como al jugador al que se le
presta apoyo incondicional. Pero lo increíble es
que, por otro lado, precisamente como en el
fútbol, cuando cada uno llega a hacer balance de
su situación cotidiana, se siente insatisfecho,
sabe que ninguna “victoria” ha dado más
sentido a su vida, y que en realidad no se fía de
ningún político, y que incluso, en el fondo, los
odia a todos sin hacer distinción alguna, pues
todos tienen más seguridad que él mismo.
El pretender no tener inseguridades, el prestigio
del derecho a cualquier cosa y, en definitiva, a
la seguridad hace que el hombre no se ocupe de
las cosas, no se pare a mirarlas bien, ya que esto
produce inseguridad, le hace entender que las
cosas son complicadas y que las soluciones son
difíciles y no coinciden probablemente con
aquellas de la vociferante mayoría. Pero si el
hombre se diera cuenta de ello, se encontraría
solo, estaría obligado al ensimismamiento, a
manifestar calladamente las cosas en su
intimidad para llegar a una certidumbre que
fuera verdaderamente suya, auténtica, una
certidumbre que no haría falta gritar con
vehemencia para manifestar sus razones de
verdad, porque como éstas se poseerían,
como éstas las comprenderíamos nosotros
mismos en primer término, no nos haría falta
asegurarlas gritando para acabar de
autoconvencernos; las podríamos explicar, en
definitiva, con moderación, con la seguridad
que tiene uno mismo cuando las cosas brotan de
su honesta intimidad.
Al llegar a este punto se puede comprender que
si la curiosidad depende de una cierta
aceptación de la inseguridad consecuente al
mirar las cosas, habrá —considerando esta idea
del “mapa antropológico de la curiosidad” que
antes propuse— zonas o áreas de la vida que si
nos paramos a mirarlas, por el valor inexorable
que tienen, pueden hacer sumamente insegura la
vida misma. Se trata de áreas o zonas de la vida
que con más fuerza que otras nos invitan a
preguntarnos por la vida toda, por aquel sentido
radical que pueda darle un valor a toda ella, a
todas sus zonas o áreas, y por esto también a la
curiosidad, a todo proyecto que pretende
ocuparse de ellas. Pero hoy en día ocurre que, y
esto es lo más grave, las zonas de la vida a las
que se le pretende muchas veces dar valor y por
esto que creemos que merecen curiosidad, en
realidad no son zonas que la tienen, y que, por
esto, cuando nos aclaramos con respecto a ellas,
toda certidumbre alcanzada no nos proporciona
un sentido para la vida toda. Esto, que yo creo
que muchos lectores podrán comprobar en su
vida, es lo que a veces nos hace exclamar: “¿y
ahora qué?”; es decir, se produce una falta de
sentido, un fallo entre la expectativa social
recibida y la expectativa personal. Ello
demuestra, una vez más, la intolerancia del
hombre contemporáneo hacia la inseguridad. Lo
que hoy en día se tiende a hacer es aceptar
pasivamente que unas zonas de nuestra vida
tengan más valor del que en realidad tienen.
Pero esto no es lo más grave: lo más grave es
que —siempre por la misma razón— aquellas
zonas que sí merecen un cuidado especial
normalmente no lo reciben o, aun peor —y esto
es lo que pasa con más frecuencia—, se le niega
el valor que tienen, y por ello el presupuesto
mismo que nos fuerza a mirarlas. Lo más fácil,
lo que se ha ido haciendo con estas cuestiones a
partir sobre todo de la segunda mitad del siglo
XX, es olvidar su cuestionabilidad, y por eso el
mismo supuesto de toda posible curiosidad
acerca de ellas. La persona que pretende, por
ejemplo, contemplar el sentido último de su
vida, pone automáticamente en duda el sentido
de todos sus actos cotidianos, incluso de
aquellos que cumple más mecánicamente sin
cuestionarlos y que, si quiere encontrarles un
sentido verdadero, un porqué y un para qué
llevarlos a cabo, tiene que hacerlos descansar en
un sentido último que les confiera, en distintos
grados, valor.
Hay ciertas zonas de la vida, pues, que si uno se
para a mirarlas, nos arrojan, por su vocación de
complicación absoluta, a la soledad, a la
inseguridad, al sentirse uno perdido en la
infinita complicación de la vida, algo de lo que
se puede salir sólo con un esfuerzo titánico de
rigor y veracidad cotidianas. Resulta ahora
mucho más patente que: por no aceptar la
inseguridad, la que sufre la persona cuando se
queda sola al contemplar las cosas y
ensimismada para reencontrarlas, por no tener el
valor de mirarlas pase lo que pase cuando es
irrenunciable mirarlas, por aceptar plácidamente
el prestigio de quien dice que “nada vale del
todo la pena” —pues justamente al no mirar no
han encontrado nada que valga—, por todo esto
queda patente por qué las personas prefieren no
preocuparse por las cosas, no ser
auténticamente e intensamente curiosos, sino
más bien de lo que es frívolo, de lo que si falla
no complica “nada”, es decir, no complica la
vida, que así se queda en nada.
Llegados a este punto es preciso introducir,
para que se comprenda el porqué de la poca
autenticidad e intensidad de la vivencia de la
curiosidad, el segundo elemento que hemos
señalado: la pasión por la verdad, y a
continuación introducir también el último, la
creencia en la verdad, dejando así ya bastante
acabado un cuadro en el que cada uno de
estos elementos aporta el color y la luz
necesaria para comprender los otros dentro
de la composición de esta vivencia que nos
fuerza a mirar y que se llama “curiosidad”.
Resulta ahora bastante claro, sobre todo si se
vuelve a tomar como ejemplo la vivencia que
tuve al comenzar este artículo, a la que el lector
fue invitado a revivir conmigo, que para mirar
las cosas hay que, en cierto sentido, padecerlas,
pues mirarlas implica complicarlas, alejarnos de
ellas, quedarse solo y ensimismado en su
contemplación, ya que la verdad implica una
pasión, un padecer los esfuerzos y obstáculos
que nos separan de ella. Pero estos esfuerzos y
obstáculos son padecimientos inevitables para
quien padece algo más importante, una pasión
por la verdad, aquello que sufre quien no puede
“taparse los ojos” y que lo fuerza a mirar, a no
encontrar excusas y aceptar los obstáculos, y
por tanto la inseguridad. Quien tiene pasión por
la verdad padece su ausencia, y pretende
“curarse”, cuidarse de ella descubriéndola. Sin
embargo, tampoco aquí podemos engañarnos: el
hombre contemporáneo tiene poca confianza en
la verdad, sobre todo en la que debería dar un
sentido radical a su vida y a todos los actos que
en la cotidianidad pueden perderlo. El hombre
de hoy no tiene confianza en aquella verdad que
debería dar valor a todos sus actos, en aquel
porqué y para qué llevarlos a cabo con íntima
ilusión. Como vemos, el hablar de la pasión por
la verdad nos lleva inevitablemente a hablar de
la creencia en la verdad, es decir, de la idea que
tenemos de ella y de la posibilidad que tenemos
de encontrarla. Vamos a verlo.
El hombre, cuando se ocupa de las cosas, tiene
un camino —digamos— “normal” o cotidiano
en el que las encuentra. Cuando este camino
falla necesita encontrar otro que le permita
reencontrarse con ellas, tener una nueva
certidumbre. Este camino es precisamente la
verdad, aquel saber que uno busca para
reencontrarse en el mundo con argumentos
auténticos, suyos, que le permiten ser él mismo
con los demás y no, como hemos visto, una voz
más de un coro rumboso en el que nadie sabe el
sentido último de lo que se canta. Pero el
hombre, para pararse a mirar las cosas, para
poder padecerlas en su complicación y quedarse
solo, perdido sin saber qué hacer, tendrá que
creer que hay un camino que puede orientarle
entre la complicación de los muchos que se le
presentan. Al no ser así —salvo en casos muy
interesantes de profundas vocaciones por la
verdad—, lo más probable es que no acepte el
riesgo que implica la curiosidad; un riesgo que,
además, será mayor conforme lo que miramos
más fácilmente nos lleva a plantearnos el
sentido de la vida en su totalidad. Pues bien, el
hombre —a partir sobre todo de la segunda
mitad del siglo XX— ha ido perdiendo la
confianza en una verdad que pueda dar un
sentido radical a su vida entera, hasta llegar a
tener una especie de apatía para buscar esta
verdad, llegando incluso a olvidarse de ella, a
negarle su valor o a buscarlo en áreas o zonas de
la vida que en realidad no pueden dársela. El
hombre contemporáneo, para tener ilusión de
emprender este camino que supone mirar las
cosas, tendrá que creer que este camino no es
una ilusión; es decir, tendrá que creer que lo que
mira se puede descubrir, de lo contrario no
tendrá ilusión en mirar. Esto significa que hoy
en día el hombre no encuentra en su
circunstancia una verdad en la que creer, una
verdad que encienda su pasión y su firme
resolución de padecer la inseguridad que
implica buscarla; no tiene, en definitiva, ilusión
por la verdad y, por tanto, curiosidad. ¿Por qué
ocurre esto? ¿Cómo puede curarse el hombre
contemporáneo de esta tremenda desconfianza
hacia una verdad que ordene su vida, que dé
sentido a todas sus zonas o áreas y que le
permita tener curiosidad incluso hacia las
cuestiones radicales?
Llegados a este punto, nos damos cuenta de que
hemos desembocado en un tremendo
contrasentido, en una de estas situaciones en las
que “el perro se muerde la cola”: si el hombre
contemporáneo no cree en una cierta idea de
verdad no tendrá curiosidad en buscarla, pero si
no tiene curiosidad, si no tiene ilusión en mirar,
no encontrará nunca la verdad. Pues bien, si
comprendemos
esto,
comprenderemos
finalmente con toda claridad la situación íntima
del hombre contemporáneo, aquella que lo ha
sumido en su tremenda a-patía o falta de pasión
rigurosamente intelectual. En efecto, esta
situación es la que domina hoy en día en la
sociedad y también en los ambientes
intelectuales, e incluso —y esto es lo más
sorprendente— en los filosóficos. Y es lo más
sorprendente porque se supone que la filosofía
ha sido tradicionalmente aquel quehacer
humano que ha pretendido ocuparse del sentido
radical de la vida, buscar una verdad radical que
dé sentido a la vida toda y por ello a todos sus
quehaceres particulares. Pero desde hace algún
tiempo, la mayoría de los que se llaman
filósofos no son muy amigos de la sabiduría y
mucho menos de la verdad, pues declaran
gozosamente que todos los esfuerzos realizados
en la primera mitad del siglo veinte no han
llegado a nada, que todas las ideas metafísicas
de los grandes pensadores implican un
contrasentido. Si esto fuera verdad resultaría
preocupante, sobre todo para aquellos que,
siendo fieles a lo que pretenden que se les
llame, deberían tener vocación hacia la verdad
y, por tanto, buscarla. Sin embargo, esto no
ocurre así; estos “filósofos” declaran que
estamos en lo que se llama “postmodernismo”,
y con ello pretenden hacer un gran
descubrimiento. Abogan por una persona
“débil”, que no tiene que pretender buscar el
camino de la verdad, que tiene que renunciar a
ello. Naturalmente, la desconfianza en la verdad
a veces ha sido una actitud necesaria, e incluso
fértil en la medida en que, después del momento
de crítica, se llega a proponer por lo menos otra
verdad, puesto que mirar las cosas implica
buscar sus fallos y llegar, en la medida de lo
posible, a una nueva certidumbre más
comprensiva de lo que se miraba. En cambio,
hoy en día estas personas, por razones
principalmente ideológicas, pretenden otorgar al
hombre el derecho intelectual de renunciar a la
verdad, de no mirar la realidad, de sentirse
seguros por encima de todo, seguros incluso con
la certidumbre de no tener una verdad. Esas
personas anteponen las razones ideológicas a las
razones rigurosas que exige la verdad,
convirtiéndose en enemigos de la filosofía en
sentido estricto o metafísica y de la religión.
Además, pretenden contagiar esta actitud —
porque lejos de ser pensamiento riguroso se
trata solamente de una actitud— con
argumentos poco filosóficos, en general con
supuestos naturalistas desde los cuales se
pretende que el hombre, en su condición de
organismo natural, encuentre un sentido radical
para su vida; razón por la que —no obstante el
auge que puedan tener en cierto momento—
están destinados a fracasar. El último intento ha
sido el de la ciencia, en la medida en que ésta
parecía, en un cierto momento, poder sustituir a
la filosofía e incluso la religión. No obstante el
interés por que esto ocurriera ha sido imperioso
y, en ciertos ámbitos, sigue siendo, tiene cada
vez menor presencia en la sociedad occidental,
pues hay claras razones que apuntan a que
nunca podrá realizarse. Las ciencias estudian la
naturaleza de la realidad, es decir, lo que
podemos hacer con aquella física, psicológica,
genética o matemáticamente, y también con
nosotros mismos en la medida en que somos
naturaleza; no les interesa la realidad misma, lo
que es la realidad toda, el porqué y para qué hay
algo que “es real”, sino sólo sus aspectos
naturales. Por ello, toda respuesta de la ciencia
que recibimos socialmente como orientadora
respecto a esta cuestión finalmente choca con
nuestra concreta y personal necesidad de dar un
sentido a nuestra vida, empezando por aquellos
más nimios quehaceres cotidianos, que son los
que más fácilmente lo pierden, y contra los que
a veces nos rebelamos diciendo precisamente
“¿por qué y para qué tengo yo que hacer esto?”.
Ahora bien, si queremos verdaderamente invitar
el lector a la curiosidad y ser fieles a lo que
prometía el título, debemos intentar liberar al
hombre contemporáneo de este contrasentido y
buscar una idea de verdad que lo ilusione y que
le impulse a buscarla. Antes de entrar de lleno
en ello quisiera recapitular ciertas cosas y
aclarar otras. En primer lugar, que la filosofía y
la religión, aunque desde distintos supuestos,
buscan el sentido radical de la vida y por lo
tanto ambas requieren vivencias de tremenda
soledad, de ensimismamiento e inseguridad. De
hecho, si lo pensamos bien, tanto la filosofía
como la religión implican una vivencia de
“perdición”, un sentirse perdido, así como una
vivencia de salvación, una cura de nuestra
pasión de verdad. Ahora bien, me limitaré a
hablar principalmente de la filosofía, pues
muchas cosas que diré sobre ésta valen
analógicamente para la religión, pues el salto
argumental que implica la vivencia religiosa
hace imposible exponerla aquí de forma
adecuada. En segundo lugar, deseo dejar claro
que, lejos de pensar que la filosofía no ha
dejado ninguna verdad y que lo mejor es
renunciar a una certidumbre radical, creo que la
filosofía nos deja un patrimonio de rara claridad
y de maravillosa riqueza. Y con esto no me
refiero sólo a la fenomenología, sino y sobre
todo a la filosofía de Ortega y Gasset, y más aún
a la de mi maestro Julián Marías. Las
conclusiones que aquí siguen, como en general
la articulación de todo lo que acabo de escribir,
proceden de un repensar constante esta filosofía
que, con sorprendente originalidad y rara
claridad nos permiten comprender esa realidad
que es la persona y el sentido radical de su vida.
Para todo ello es menester volver a la vivencia
con la que hemos empezado este artículo.
Vimos entonces que empezar a escribir
dependía de mí, de una elección personal de la
que era irrenunciable autor, pero que lo que
escribía tenía sentido sólo en vista de quién lo
escribía. Por tanto, si por una parte el hombre es
en última instancia quien decide sus proyectos
desde un fondo de ineludible soledad,
fundamento de su forzosa libertad pero también
de la moralidad de su elección y por esto de su
responsabilidad, por otra sus proyectos son
constitutivamente circunstanciales, y dentro de
ello primariamente convivenciales, pues en mi
circunstancia tengo sentido como persona sólo
en vista de las otras personas, cuya presencia
irreductible y única, la de cada una, ilumina
inevitablemente un escorzo de mi personalidad,
actualiza automáticamente un repertorio de
posibilidades, de proyectos, de quien yo puedo
ser con cada una de ellas. Ahora bien, llegados
a este punto es necesario hacernos la pregunta
decisiva: ¿qué es lo que merece el título de
verdad en aquella vivencia? Probablemente el
lector —no sin razón— apuntaría al contenido
de lo que yo pretendía decir, a aquella cosa que
es verdad y que, por serlo, me hacía ilusión
decirla. Ninguna otra respuesta estaría más
justificada. De hecho, durante más de dos
milenios de historia de la filosofía, se ha
pensado que la verdad eran las cosas,
normalmente en su versión de sustancia, y se
han buscado métodos o caminos para llegar a
ellas. Incluso cuando el hombre ha visto que las
cosas dependen de sus proyectos, de lo que se
pretende hacer con ellas, se ha interpretado esta
evidencia desde el supuesto realista de las
cosas, afirmando con la corriente idealista que
empieza con Descartes que la verdad soy yo en
cuanto sustancia pensante. La consistencia o
entidad de las cosas depende del yo que las
piensa y del camino mismo para encontrarlas:
las ideas. La verdad, desde este esquema teórico
que sigue firmemente vigente en el patrimonio
de las creencias sociales contemporáneas,
siempre ha sido la coincidencia del pensamiento
con las cosas, en sus dos variantes: la realista,
que supone una verdad de las cosas en sí, cuya
consistencia inmutable, permanente y separada
permite al hombre descubrirlas, y la idealista,
que descubre la consistencia primaria del yo que
busca en su conciencia las ideas claras y
distintas para llegar a la consistencia de las
cosas. Si, en efecto, tuviéramos que aplicar estas
ideas, resultaría que la verdad de mi proyecto de
escribir sería, por un lado, aquello que iba a
escribir, su contenido en sí, posiblemente
irrefutable según ciertas leyes lógicas
fundamentales; por otro, la idea en sí de un
sujeto que la piensa según ciertas leyes del
pensamiento. Pero, ¿puede esta idea de verdad
ilusionar al hombre? ¿Puede el hombre tener
ilusión de descubrir cosas, sean ellas en sí o
dependientes en algún grado de mis ideas? Pues
evidentemente sí, se dirá, porque si en esto ha
consistido el conocimiento al que el hombre se
ha dedicado desde hace más de dos mil años,
significa que habrá tenido ilusión en descubrir
las cosas. Esto es verdad sin duda, pero será
tanto más verdad cuanto más se tome en serio
esta afirmación. En efecto, es evidente que si el
hombre ha tenido la ilusión de descubrir las
cosas en su verdad, lo es también que hubiera
podido no tener esa ilusión y que, de hecho,
antes no la tenía. En otras palabras, no podemos
reducir el quehacer al que se ha dedicado el
hombre desde el siglo VI a.C. a un conjunto de
meros descubrimientos, porque lo que ha hecho
el hombre es “pretender descubrir las cosas en
su verdad”, lo cual significa que desde aquel
momento ha ido proyectando una figura o
esquema de sí mismo como quien podía y tenía
que descubrir las cosas en su verdad. El
hombre, en definitiva, ha ido pretendiendo ser
un tipo de hombre radicalmente nuevo, que
antes no existía y que desde entonces se llamó
filósofo. Lo que le hacía ilusión al hombre no
eran las cosas en sí ni sus ideas, sino ser quien
pensaba éstas o descubría aquellas en su verdad,
es decir, un proyecto circunstancial, una
persona concreta que cada uno de aquellos
hombres a su manera elegía ser, pues era la que
tenía razón de ser. El tener que elegir en todo
momento la persona que vamos a ser no es una
tarea eludible o contingente de la vida humana,
pues vivir significa, por lo pronto, seguir
viviendo, es decir, seguir justificando o dando
razón anticipadamente, a través de cada uno de
nuestros proyectos, de la persona que vamos a
ser en el instante siguiente. Y de la razón de
nuestra elección, de la verdad de nuestra
justificación, depende la autenticidad de nuestra
persona. En esta interpretación intrínseca de
nosotros mismos —que Julián Marías llama
admirablemente “teoría intrínseca de la vida
humana”— el hombre griego se ha descubierto
en un cierto momento como “quien tenía que
descubrir la verdad de las cosas”. Si se entiende
esto se entenderá que, volviendo a la vivencia
con la que he empezado este artículo, lo que me
hacía ilusión no era la cosa en sí, aquello que
quería decir, sino ser quien iba a decir aquello,
subrayando la indisolubilidad del quién y del
qué, del proyecto y de la circunstancia. Por eso,
para que “yo diciendo aquellas cosas” fuera
comprendido, tenía que ajustarlas en vista de mi
circunstancia, en vista de quién las iba a decir,
pues en la medida en que este era mi proyecto
auténtico, aquel en el que yo irrenunciablemente
tenía que consistir, toda posible aceptación de
otro hubiera hecho disminuir mi ilusión. A esta
altura podemos afirmar que la verdad no es ni
cosas ni ideas, sino el quién que soy
irrenunciablemente llamado a ser en mi
circunstancia, el proyecto circunstancial o
persona que da más sentido a mi vida entera,
pues en ella encuentra su razón irrenunciable de
ser, el porqué y para qué que da plenitud de
sentido a mi realidad toda. La vida se hace de
elecciones circunstanciales, ya que cada uno
proyecta imaginativamente una figura o
esquema de la persona que va a ser en el
instante siguiente, y vivir filosóficamente,
instalarse en este quehacer en que consiste
buscar el sentido último de nuestra vida,
significará buscar ser aquella persona en vista
de la cual, proyectándonos, nuestra vida
adquiere un sentido radical. Por eso la filosofía,
como la vida misma, no busca cosas, sino una
persona, puesto que la filosofía es un quehacer
de la vida misma, un quehacer particular que se
hace cargo precisamente de su pretensión de
tener un sentido último. Esta perspectiva ofrece
una nueva interpretación o hermenéutica para
comprender la historia de la filosofía —y de la
historia en general—, y hasta que los filósofos
no se den cuenta de esto, no serán plenamente
en esta altura histórica.
En efecto, lo que acabamos de decir, si se
entiende hasta sus últimas consecuencias, es el
verdadero giro copernicano de la filosofía, y no
sólo de la filosofía contemporánea, sino, como
se puede intuir incluso de lo poco que he dicho
respecto a la tradición realista e idealista, de
toda su historia. Sin embargo, lo que no deja de
sorprender es que en el mejor de los casos la
abrumadora mayoría de quien estudia filosofía
no ha tenido noticia de este pensamiento, y en el
peor —que es la mayoría— no se ha querido
entender o dar noticia de ello. Pero aquí esta el
círculo vicioso del que antes hemos hablado: si
la filosofía no se da cuenta de que la verdad no
es ni cosas ni ideas, sino una persona, aquella
que cada uno de nosotros pretende ser en la
circunstancia concreta en la que se encuentra, y
que, en la medida en que es la auténtica da
sentido a nuestra vida toda, es difícil que el
hombre contemporáneo reencuentre en estos
momentos la ilusión de mirar las cosas, sobre
todo la ilusión de mirarlas filosóficamente en su
sentido último. Por razones de saturación y de
evidencia histórica, hoy en día la verdad que
ofrece la filosofía tradicional realista e idealista
no puede imponerse como evidente en todas las
zonas o áreas de la vida; su “tipo” de verdad ya
no hace ilusión si no se reinterpreta desde una
verdad superior que explique sus fallos, sus
verdades insuficientes y que renueve la ilusión
en este mirar radicalmente las cosas más allá de
toda inseguridad y asombro que se llama
filosofía.
Hemos visto, pues, que la verdad no es una
evidencia que nos lleva a descubrir las cosas en
sí o las ideas acerca de estas, a través de un
método que demuestre la posibilidad de la
coincidencia entre ambas, sino que es la persona
que aquí y ahora nuestra vida nos propone como
la más autentica en nuestra circunstancia,
aquella que somos llamados a ser para que
nuestra vida toda tenga un sentido, y para que,
en definitiva, cada uno de sus proyectos tenga
valor. Y hemos visto también que, si por un
lado es verdad que hay áreas o zonas de nuestra
vida de las que, en principio, nos ocupamos sin
tener que plantearnos el sentido de nuestra vida
toda, por otro lado hay otras que nos obligan —
si las tomamos en serio— a buscar la verdad, a
“no taparnos los ojos”, a buscarnos como quien
auténticamente tenemos que ser. Y, finalmente,
que la filosofía nace en el momento en que el
hombre no puede por menos que hacerse cargo
él directamente de esta intrínseca pretensión de
autenticidad personal, y de cuidar de todas las
áreas de su vida en lugar de delegar el sentido
de aquellas que más lo necesitan en otras
instancias —dioses, sacrificios, magias... —.
Sin embargo, hemos visto también que hoy en
día el hombre que pretende estudiar filosofía, o
incluso el que tiene otro proyecto pero reclama
íntimamente una verdad radical que lo organice
en vista de un sentido último que le dé valor, no
encuentra una idea de verdad que le haga
ilusión, y por eso al final se queda sin proyecto,
con una vida que en todo momento puede
denunciar su falta de sentido último. Esto que
acabo de decir podrá ser ejemplificado
vitalmente una vez más por el lector, incluso y
más fácilmente mediante aquellas vivencias
cotidianas y “mecánicas” que menos necesitan
de un sentido y que, por eso, a falta de uno en
que se apoyen radicalmente, pueden
subidamente parecernos absurdas. A todos, por
ejemplo, nos habrá pasado tener ilusión por
conseguir algo, pero al conseguirlo la ilusión
como por magia desaparece. Esto nos habrá
ocurrido muy fácilmente con un objeto, con una
cosa, por ejemplo con el último modelo de un
coche o de una televisión que nos hace
muchísima ilusión tener, pero que cuando
finalmente lo conseguimos la ilusión desaparece
y necesitamos conseguir otra cosa para seguir
teniendo ilusión. Esto ocurre porque, en
realidad, lo que nos hacía ilusión no era la cosa
en sí, sino el proyecto de conseguirla, porque —
como nos enseña J. Marías en su Breve tratado
de la ilusión— la ilusión se tiene sólo en vista
de las personas y no de las cosas, y por ello, por
lo pronto, en vista de quien pretendíamos ser
consiguiéndolas. Esto mismo lo hemos visto
también con respecto a la filosofía, la cual no se
entiende si se estudia y en general se vive como
un mero descubrir cosas. Los filósofos se
descubrieron como quienes podían y tenían que
descubrir las cosas en su verdad, y sus
descubrimientos no tienen sentido si no se
interpretan dentro de esa vocación, que es la que
hacía verdadera cada teoría, cada sistema
filosófico.
Debemos darnos cuenta de que el hombre
contemporáneo tiene una visión no
vocacional sino lejana y abstracta de la
filosofía. La filosofía es pensar cosas que
concretamente no sirven, que son abstractas,
“que están en las nubes”, pero que al mismo
tiempo, no se sabe bien por qué, se suponen
“profundas”. Incluso en los ambientes donde
se debería estudiar filosofía, ésta se tiende a
estudiar como un mero repertorio de cosas,
acabando por desconfiar de ella y alejar de su
sentido auténtico a aquellos pocos que con
cierta ilusión pretendían acercársele y vivir
de ella. Sin embargo, después de todo lo
dicho estamos teniendo una imagen de la
filosofía muy distinta a la visión social y
académica que hoy en día se tiene de ella,
una imagen que pone de manifiesto lo que
antes estaba implícito en quien tenía una
vivencia auténticamente filosófica: que ésta
consiste en un tomar posesión o hacerse
cargo con responsabilidad plena de un
proyecto intrínseco de la vida humana, el de
tener
forzosamente
que
proyectar
imaginativamente aquella persona que da
razón o sentido a nuestra vida en la
circunstancia en la que en cada momento nos
encontramos. Por eso, al lector no deberá
parecerle extraño si afirmamos que todos,
aun sin darnos cuenta o sin quererlo, somos
en cierta medida “filósofos”, porque —repito
una vez más— si ser persona es por lo pronto
encontrar un sentido en todo momento para
seguir siéndolo, el filósofo es quien se hace
cargo de esta ineludible tarea vital y pretende
encontrar aquella persona en vista de la cual
todos nuestro proyectos, nuestra vida entera,
adquiere un sentido pleno, un porqué y un
para qué radical.
Todo esto nos lleva a un último aspecto
fundamental, a un planteamiento que podría
sin duda devolver la curiosidad al hombre
contemporáneo por esta vivencia tan decisiva
que es la religiosa. Para ello vamos a retomar
algo que se hizo evidente en la vivencia con
la que empezamos el artículo: la persona se
encuentra como persona únicamente tratando
con otras personas, es decir —como señala
inmejorablemente J. Marías en su libro
Persona(3)—, que “cada uno se descubre a sí
mismo como término de un trato personal”.
Yo frente a una piedra puedo ser quien la
arroja, quien juega con ella, quien intenta
comérsela y se rompe los dientes, y cada uno
de estos proyectos o “personas” que puedo
ser con ella deja de ilusionarme en el mismo
momento en que el objeto los agota; pero esto
no ocurre cuando tratamos con otras personas
—siempre que no se traten como cosas—.
Frente a ellas, por lo pronto, me encuentro
como un sujeto biográfico irreductible: mis
proyectos, mi personalidad se matiza de
manera distinta frente a cada una de las
personas que me rodean. En la medida en que
un escorzo de mi personalidad es
comprendido o amado por otra persona y
llega a formar parte de ella, y en la medida en
que también ella se encuentra como alguien
irreductible frente a mí, entonces la ilusión
no se agota, pues nuestros proyectos son en
principio inagotables en la vida de otras
personas. Frente a las cosas, las personas se
distinguen sólo por meras razones espaciotemporales, pero frente a las otras personas
cada uno de nosotros se distingue por razones
biográficas. Y el amor, como nos enseña J.
Marías(4), “sería la medida de cómo vivimos
personalmente a las personas, de cómo
percibimos y comprendemos lo que tienen de
personal, sin los ocultamientos que
habitualmente se interponen entre ellas y
nosotros”.
Sin embargo, hay que advertir que todo esto es
insuficiente, porque este edificio de evidencias
filosóficas puede derrumbarse en el mismo
momento en que el filósofo, fiel a su vocación,
pretende encontrar un sentido radical a su vida
incluso frente a la posibilidad más radical de su
sin sentido: la nada o muerte. Pero la nada ha
sido generalmente interpretada desde el punto
de vista de las cosas como un mero vacío
abstracto, un mero no haber cosas. Esto,
aplicado a la persona, ofrece sólo una idea
artificial de aniquilación que hoy se identifica
con la muerte psíquica y que oculta el verdadero
sentido personal y dramático de este concepto.
Hay que personalizar la nada, personificarla en
vista de nuestros proyectos para poderla
comprender, para comprenderla “en persona”.
En otras palabras, la nada que verdaderamente
nos afecta es aquella que quita sentido a
nuestros proyectos, y esencialmente al que los
informa a todos: la intrínseca pretensión de
amor que fuerza a cada uno a buscar aquella
persona que podemos ser para amar y ser
amados. La nada, pues, será una inversión
radical de este sentido intrínseco de la vida
humana: será aquella persona concreta en vista
de la cual nos encontramos perdidos, faltos de
amor, sin razón para ser persona. Ahora bien, en
este preciso momento es cuando queremos que
el lector se plantee el problema de la religión, y
que, con razones puramente filosóficas, nos
acompañe a mirar con profunda curiosidad
intelectual la religión cristiana, porque esta es la
única que demuestra poder dar un sentido
radical a la vida humana.
En efecto, hemos comprobado que la verdad no
es ni una cosa ni una idea sino una persona:
aquella que pretendemos ser en nuestra
circunstancia concreta y que, en la medida en
que es auténtica, da sentido a nuestra vida.
Hemos visto que la persona es un proyecto de
amor circunstancial: comprendemos o damos
razón de la persona que vamos a ser en nuestros
proyectos en vista del amor o comprensión de
las demás personas. Amar significa en el
hombre comprendernos comprendiendo a otras
personas, entendiendo el término comprender
en su doble semántica de abrazar, contener o
ceñir y a la vez captar, aprender, entender; la
razón en el hombre es radicalmente “razón de
amor”. Esto explica con suma claridad las
distintas relaciones en las que nos
personalizamos, desde el enamoramiento, en el
que nos encontramos auténticamente con la
persona amada —tanto que sin ella nuestros
proyectos pierden sentido—, hasta la mera
relación social, en la que actuamos como
“hombres sociales” con un mínimo de
personalización. Sin embargo, tiene que quedar
claro que el hombre social está presente en
todos nuestros proyectos, siempre modificado o
personalizado según la peculiaridad del trato
que tenemos con cada una de las personas con
las que nos encontramos. En otras palabras,
nuestros proyectos, al ser circunstanciales,
envuelven ya la idea vigente de hombre que
encontramos en nuestra circunstancia históricosocial y que recibimos automáticamente como
el repertorio de posibilidades que tenemos en
cuanto hombres de nuestro tiempo. Desde este
ineludible patrimonio damos razón de nuestros
proyectos individuales, pues vivir consiste
precisamente en transcenderlo en vista de cada
una de las demás personas que, a su vez, desde
el mismo patrimonio nos comprenden y se
comprenden. Ahora bien, si intentamos desde
estas evidencias estrictamente filosóficas
entender la religión cristiana, nada más empezar
se nos descubre un mensaje de asombrosa
autenticidad. Ante todo, el Dios cristiano es una
Persona, una persona que dice de sí misma que
es Amor y que nos invita a amar para ser
personas. Cristo, que es Dios hecho hombre,
para enseñarnos el camino, nos dice: “Amaos el
uno al otro así como yo os he amado”(5); y en
los dos mandamientos fundamentales(6) nos
manda que amemos a Dios por encima de todo
y al prójimo como a nosotros mismos. La
religión cristiana ingresa en la historia con
caracteres de profunda originalidad: Cristo es
quien da razón del Amor de Dios hacia el
hombre, pues participa de su Espíritu, de su
Razón o Amor, para que el hombre pueda
encontrar el camino para dar razón de sí mismo,
para amarse. En un momento histórico en el que
el hombre pretende a través de la filosofía
descubrir él mismo el camino o método para
llegar a la verdad —que es, yo creo, una de las
condiciones de la plenitud de los tiempos—,
Dios se nos revela en Cristo con estas
asombrosas palabras: “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida”. Desde la idea de verdad que
hemos encontrado esto resulta estremecedor: si
la verdad es una persona concreta, aquella que
estamos llamados a ser con cada una de las
demás personas de nuestra circunstancia, Cristo
se nos revela como la Persona en vista de la cual
los hombres pueden amarse, ser hermanos e
hijos del mismo Padre. Dios es uno y a la vez
Logos, Amor o proyecto del hombre, el que da
razón de todos sus hijos, y finalmente se hace Él
mismo Hijo, encarnación de ese mismo
proyecto. Por esto Cristo es el camino hacia la
vida verdadera, y por esto es Hijo del Hombre,
encarnación del proyecto con el que el Padre
ama o da razón de todos sus hijos. No es aquí el
lugar para abordar este tema en detalle, pero
sólo con esto podemos comprender la
inagotable autenticidad del mensaje de Cristo.
Cada vez que con nuevos instrumentos
intelectuales la filosofía ha vuelto a pensar en el
Dios cristiano, Éste se nos revela como la
realidad que más nos pertenece y que
pacientemente nos espera, esperando nuestra
comprensión o amor. El hombre ha tenido
muchas ideas de Dios, lo ha identificado con
muchas áreas o zonas de su vida que en las
distintas circunstancias históricas parecían las
más importantes: ha sido el sol, la tierra, el
agua, la muerte y la vida, e incluso se ha
multiplicado en estas y en muchas más cosas o
acciones humanas, teniendo poderes o
capacidades para orientarnos sobre ellas. Pero el
Dios cristiano se nos revela como una Persona:
aquella que es una y trina, pues es el Padre que
comprende o ama el verdadero proyecto del
hombre, que es el Espíritu o Amor al que cada
uno de nosotros es llamado para comprenderse
o amarse irreductiblemente en sus proyectos; es
aquel proyecto en el que Dios se encarna para
enseñarnos a amar y ser amados, para ser hijos
que participan del Amor y Espíritu de nuestro
verdadero Padre. El sentido y la ilusión la
encontramos en el hombre que en todo
momento estamos llamados a ser, pero esta
razón humana, la de la persona que pretende dar
razón de sí misma, se comprende sólo en vista
de la Razón o Logos divino: nuestro proyecto
de amar tiene sentido pleno sólo en vista del
Amor, del Espíritu o Logos que nos ama y
comprende radicalmente en todos nuestros
proyectos, dándoles sentido y dándonos ilusión.
El camino recorrido a lo largo de estas páginas
—si bien dentro del límite en que nos lo hemos
propuesto— nos da una visión muy nueva de la
verdad, que es, en definitiva, lo que el auténtico
curioso siempre espera encontrar cuando se
ocupa de las cosas. No significa, naturalmente,
que las muchas verdades que diariamente
encontramos al tratar en distintas zonas de
nuestra vida no sean verdades, pero éstas en un
cierto momento, para seguir justificándose
como verdad, necesitan una verdad radical que
las informe y las organice dándoles un sentido
coherente y sistemático de verdad. Lo cual
tampoco significa que cada persona tiene que
hacer esto filosóficamente: al ser la verdad —
por lo pronto— la persona concreta que estamos
llamados a ser en nuestra circunstancia, cada
uno descubrirá el camino en su vocación, en la
que se encontrará auténtico con los demás y, si
quiere, con la Persona que da razón, que ama o
comprende todos nuestros proyectos, a la que
estamos llamados o “vocados” para tener
sentido. El ser filósofo, por ello, será una
vocación más entre las muchas posibles que
pretenden dar razón a una vida auténtica, y su
peculiaridad consistirá en hacerse cargo de la
vida misma en la medida en que ésta busca
sentido en una verdad radical y, por ello, en
Dios. Y aquí es donde la curiosidad falla en el
hombre contemporáneo, debido —como hemos
visto— a una pérdida de ilusión por la verdad, a
una idea parcial e insuficiente de ella, que no le
permite tener auténtica curiosidad por su
realidad toda, sino sólo por aquellos aspectos
que en principio no la complican. Se puede
reencontrar la ilusión entendiendo que la verdad
está en nuestros proyectos, en su autenticidad, y
que la ilusión ante todo hay que recuperarla en
nosotros mismos en cuanto personas, para que
podamos cuidar de quien auténticamente
podemos ser en nuestra circunstancia.
Notas
(1) Introducción a la Filosofía, Obras, Tomo
I, p. 218-219.
(2) Biografía de la Filosofía, Obras, Tomo II,
p. 468-469.
(3) Persona p. 40.
(4) Ibíd. p.176.
(5) Jn, 15,12.
(6) Mt, 22, 37-40.
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