A mi querido maestro Julián Marías. In memoriam MARÍA LOURDES DURÁN DÍAZ * D esde su fallecimiento, todos los testimonios que hemos leído y escuchado, además de haber sido conmovedores, han puesto de manifiesto que todas las personas que se han encontrado con él, aunque haya sido en una sola ocasión o con un trato más frecuente, han recibido el impacto de su persona. Este encuentro nos ha conducido de forma inmediata a la innegable evidencia de una filosofía auténtica, verdadera, sistemática, asentada en ese serio e inteligente fundamento de su Antropología Metafísica. Por ello ha producido en nosotros el entusiasmo de estar ante la filosofía más humanamente radicada de estos tiempos. Marías se prestó gustosamente a que pasáramos largas horas conversando y así hemos podido aprender y entender en qué consiste esa maravillosa experiencia del filosofar. Nos ha mostrado con verdadera claridad los fundamentos y estructuras de la Filosofía a través de sus escritos. Por tanto, no podemos más que sentirnos profundamente agradecidos. A partir del año 1993, comenzamos a formar en torno suyo un grupo de amigos y organizamos numerosos encuentros en los que él fue nuestro invitado de honor. No sólo nos ha llevado a descubrir la Filosofía como vocación sino también, y mejor aún que todo eso, nos ha ayudado a descubrir junto a él lo esencial de la experiencia filosófica: nuestra auténtica vocación, la personal, la de cada uno. Hemos podido disfrutar de él, de “su presencia y su figura”. Y eso es lo importante. Porque siempre se encontró dispuesto a recibirnos en su casa, acudir a una cita que le habíamos preparado para acercarnos a su filosofía y a su vida deseando impregnarnos de su sabiduría. Siempre estuvo dispuesto a * Profesora de Filosofía. conversar con nosotros horas y horas sin poner límites. La verdad es que perdíamos la conciencia del tiempo metidos en la profundidad de su discurso. Se interesaba sobre cuanto nos había ocurrido en el día o a lo largo de la semana, cuando tardábamos más en verle; también por nuestras familias. De los temas en que más nos entusiasmaba escucharle, dado que todos éramos jóvenes, fueron los relacionados con lo que era una verdadera amistad, la fecundidad del amor humano y el enamoramiento. Muchas de nuestras tertulias se centraron en esto. Estoy segura de que muchos de nosotros descubrimos nuestra verdadera vocación al matrimonio cristiano escuchándole a él. Se lo debemos, porque de estas tertulias salieron de hecho tres parejas. Ahora tenemos también a nuestros hijos y, además familia numerosa, con lo cual, las familias han crecido. Era feliz con todos los niños alrededor. Está claro que la filosofía de Marías no es pura especulación, ¿verdad? Que nos lo pregunten a nosotros que estamos para verificarlo. Pero, hay otra cosa más evidente aún: la propia vida del filósofo que da fe de que todo lo que escribió era filosofía vivida. Realmente nos convenció. No hemos perdido el tiempo junto a él, antes bien, contamos con los frutos ya. Poco tiempo después de conocer al que sería mi marido, salió en prensa un artículo suyo titulado “El azar”, me sorprendió y a la vez me emocionó porque hablaba de algo que me acababa de ocurrir a mí. Parecía que lo había escrito para mí. Sólo se podía desgranar eso que decía desde una filosofía tan profunda y pensada como la suya: “En la vida humana, esa pareja inseparable y enemiga, azar-necesidad, habita en la imaginación y es gobernada por la libertad. Eso que se llama destino no es objeto de elección, pero es elegido, hecho ‘mío’; entonces es destino personal, o con un nombre mejor, vocación. Nunca me siento más ‘yo mismo’ que cuando frente a una realidad azarosa reacciono a ella desde mi raíz, elijo ser yo ese azar inelegible, como cuando me enamoro de una mujer a quien he encontrado por una serie de azares”. No entendí el matrimonio como vocación cristiana o como algo que podía ser un camino para mí hasta que no le escuché a él hablar del suyo. Hablaba de Lolita tantas veces, de cómo se querían o del profundo respeto que se profesaban, y esto no podía más que conducirnos a entender que nosotros también podíamos hacer realidad un matrimonio parecido. Todos los detalles que nos contaba de su relación con ella nos revelaban cómo vivía la unión y, sobre todo, nos dejó clara constancia de que sólo en matrimonios donde existe un verdadero enamoramiento éste se hace perdurable más allá de la muerte. Nos llegaban al fondo del alma esas profundas y sinceras reflexiones, y se nos quedaban grabadas todas las palabras de reconocimiento que le dirigía a su mujer. “Tú haces personas”, le decía; y era como si nos las dijera a todas las mujeres y con ello nos lanzaba a la gran tarea. Nos convenció de tantas cosas porque las vivió. Cada vez que íbamos a visitarle podíamos tener la clara impresión de que estrenábamos la vida. Así nos siguió ocurriendo cuando llegaron sus últimos momentos y, al verlo sentado en su sillón, ya con su cuerpo agotado, pero con una impactante claridad de ideas, lo primero que se nos pasaba por la cabeza era su semblante de niño recién nacido. Así, con esta experiencia, lo que realmente nos apetecía era llevárnoslo con nosotros para siempre y que nos estuviera inspirando constantemente en esa gran tarea del vivir cotidiano. Le hemos visto dispuesto en la entrega, dócil a lo que Dios le pedía en cada momento. Habíamos aprendido la teoría y nos quedaba la práctica: esta sí que ha sido toda una lección sobre la muerte. No podemos cerrar los ojos a la realidad: hemos visto cómo se iba consumiendo su cuerpo llagado y el contraste con su serenidad y lucidez intelectual. Ha sido otra conversión más importante para todos. Le habíamos oído decir tantas veces esa frase, “¡Señor mío y Dios mío!”, que Santo Tomás Apóstol decía loco de amor al tener delante al mismo Cristo. Ahora era lo primero que se nos ocurría a nosotros al verle a él: ¡cómo te manifiestas en los que se entregan del todo a Ti! Porque ¡vaya lección de vida que nos ha dado! y ¡vaya lección que nos llevamos de cómo hay que ponerse en las manos de Dios para morir con Él! Nos ha quedado bien claro: hemos tenido delante al mismo Cristo crucificado con él y en él. Ha sido el mismo Jesucristo vivo quien ha sufrido con él y así nos ha mostrado con arrebatadora claridad su misma Resurrección. Aquí se encuentra el verdadero fundamento de la gran serenidad que encontrábamos en él: la de los grandes sabios que han pasado por este mundo. Ha poseído la auténtica sabiduría. Lo que primero se nos ha ocurrido al verle morir ha sido, además de rezar mucho, sobre todo ante ese majestuoso cuadro de la Anunciación que tenía en su casa, cantarle una nana y recitar unos cuantos poemas de esos que él tanto repetía y tanto le gustaban: “No gastemos tiempo ya en esta vida mezquina por tal modo, que mi voluntad está conforme con la divina para todo; y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura; que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura”.