Num013 012

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Ricardo Jerez
El Proyecto de Ley Orgánica
del Derecho a la Educación
Las perspectivas de cambio ofrecidas
por el Partido Socialista en su campaña
electoral tendrán pocas concreciones tan
interesantes como la que constituye la
Ley Orgánica Reguladora del Derecho a
la Educación, conocida por LODE.
Sobre el citado proyecto han corrido ríos
de tinta y muchos más irrumpirán como
un fuerte caudal, tanto a favor como en
contra de las radicales y llamativas
mutaciones que su aplicación puede
desencadenar en el mundo de la
educación española.
La LODE tiene una génesis histórica,
que no es ni más ni menos que la
correspondiente a la vida política de
nuestro país durante el último siglo.
Forzoso es admitir que durante muchos años la educación fue un beneficio prácticamente exclusivo de las
clases dominantes y que la iniciativa
privada ha tenido, durante largo tiempo,
el monopolio casi exclusivo sobre el
mundo de la educación, si bien es
necesario introducir un matiz teniendo
en cuenta el trabajo que al Estado le
costó siempre en nuestro país incorporarse al proceso de la educación, debido
ello en gran manera a su intrínseca
debilidad. Las consecuencias más palpables de lo que afirmamos se plasmaron
en tres hechos concretos: la falta de
planificación educativa, la carencia de
puestos escolares y la utilización de la
educación como campo de confronCuenta y Razón, n.° 13
Septiembre-Octubre 1983
tación ideológica, debido precisamente a
la dialéctica que imponía una gran
facilidad de acceso para unos y una
casi imposible para otros. Cierto es
que durante la Segunda República hubo
ya un intento de cambiar la faz educativa
mediante un programa de construcción
de escuelas, un esfuerzo para la
dignificación de los docentes y la
implantación de un sistema unitario.
La llegada del régimen del general
Franco, que en un principio propugnó
más el adoctrinamiento de los escolares
que la propia educación, acabó con el
camino que la República había emprendido, dejando en manos de la iniciativa privada, y más exactamente de
las órdenes religiosas, la tarea de la
educación. Pero a partir de los años
sesenta, con la aparición de una sociedad
más urbana e industrializada, el
panorama educativo tuvo obligatoriamente que cambiar. En primer lugar, el
Estado tuvo que afrontar un gran
déficit de puestos escolares, que se
veía agravado por la demanda social
cada vez más fuerte y más airada. Ello
desembocó en el año 1970 en la «Ley
General de Educación», que marcaba
las pautas educativas en una nueva sociedad y que, lógicamente, al establecer
una mayor intervención del Estado como
patrono de la educación, reavivaba el
fuego de la lucha ideológica y
conceptual: enseñanza estatal ver sus
enseñanza privada. Por cierto que nunca
mejor llamada privada, puesto que por
aquellos tiempos las órdenes religiosas
se veían acompañadas de un gran
número de empresarios seglares que
habían acampado a la sombra del
crecimiento de las grandes ciudades,
cumpliendo, y el alegato era cierto,
una función social de primera magnitud
allí donde el Estado no había sido capaz
de llegar. Esta enseñanza pavada
pretendió alcanzar la misma consideración que la estatal en términos legales y
financieros, cosa que consiguió en
parte y que dio lugar a la aparición de
una figura económica, en principio provisional, pero que acabó siendo definitiva: las subvenciones. Desde nuestra
óptica, sería injusto negar que la enseñanza privada alcanzó un logro bastante
privilegiado, pero también mentiríamos
si no reconociéramos el regusto estatista
que las autoridades de aquella época
comenzaron a sentir, al experimentar el
placer que conllevaba el poder en una
nueva faceta, que se traducía en
inversiones para nuevas construcciones y
en el crecimiento casi exponencial de
cuerpos nacionales por entonces de
sencillo manejo.
El advenimiento de la nueva democracia y la promulgación de la Constitución, no olvidemos que pactada y
fuertemente pactada en el aspecto tocante a la educación, parecieron borrar
los fantasmas de una nueva confrontación ideológica en tan difícil materia.
Pero curiosamente, o mejor lógicamente, los partidos de izquierda vieron
en la educación el campo más abonado
para la protesta y el movimiento de
masas. Según ellos, cada vez era más
elevado el número de niños sin escuela y,
por tanto, las reivindicaciones eran más
fuertes y agresivas; por otro lado, se
acusaba a los gobernantes de proteger a
la enseñanza privada en detrimento de la
estatal. La consecuencia fue la fiebre
constructora en el sector
estatal, que convirtió al Ministerio de
Educación en la mayor empresa del
país, y el miedo a concretar, en una ley
de financiación, las ayudas a la privada,
por otra parte aludidas en la
Constitución. Ello trajo como consecuencia el aumento de un sector en
perjuicio del otro, con el agravante de
que en el ambiente flotaba la impresión
de que lo que se hacía era justamente lo
contrario. La Ley Orgánica del Estatuto
de Centros pretendió establecer una
mayor participación y, en cierto modo,
la creación de una escuela nueva para una
nueva sociedad y ser el eslabón que
estableciera las bases estructurales de
una futura ley de financiación. El intento
fue en vano, pues, acusada de sectaria,
no llegó en la práctica a verse plasmada
en casi nada concreto y las
contradicciones internas del entonces
partido en el poder imposibilitaron la
presentación de una ley de financiación.
Con la llegada del Partido Socialista, las
expectativas cambiaron, si no de una
forma radical, sí de una manera
paulatina. El Gobierno se encontró con
que la obsesión constructora, que ellos
de alguna manera habían fomentado,
no les permitía su mayor anhelo: cambiar
la educación a golpe de ladrillo. Se
hacía necesario cambiar la educación
asfixiando a la privada, pero ello era
difícil en un Estado de Derecho que
reconoce la libertad de enseñanza como
uno de sus pilares fundamentales. Era,
pues, evidente que había que cambiar
el método y había que comenzar por la
dialéctica; de esta manera se cambió la
libertad de enseñanza por la enseñanza
en libertad. El propio Ministerio de
Educación, por medio de su órgano
oficial1, afirma que «un sistema
educactivo integrado, en el que todos
los usuarios accedan en condiciones de
igualdad, es el único que puede garan1
Comunidad Escolar, 12 julio 1983, pág. 3.
tizar la existencia de una enseñanza en
libertad».
En este contexto es donde se convierte en necesario ubicar a la LODE.
Ciertamente hay que ser clementes
para llamarla sólo ley Reformista. Siendo (realistas, se hace necesario hablar
de ella como una ley corrosiva, que
pretende situar a la educación española
en unos muy dudosos márgenes constitucionales.
La LODE
El proyecto de ley desarrolla el artículo 27 de la Constitución en sus
puntos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 9. Clasifica
los centros docentes en:
1. Públicos: aquellos cuyo titular
es el poder público.
2. Privados: aquellos cuyo titular
sea una persona física o jurídica de ca
rácter privado.
3. Concertados: aquellos privados
sostenidos con fondos públicos.
Obviamente, y como era de esperar
en lo que respecta a los centros de
carácter público, la ley hace un canto a
la neutralidad ideológica y el respeto a
los principios constitucionales y a las
opciones religiosas y morales (artículo
18.2), declaración altamente necesaria y
loable si no fuera por los muy serios
correctores que otros artículos le
imponen. El propio título tercero, cuando regula la participación, nos da la
clave. El artículo 42, cuando nos habla
de la composición del Consejo Escolar
de Centro, y el 43, cuando nos dicta
las atribuciones del propio Consejo,
nos acercan a la idea del alejamiento
de los colegios estatales de una autoridad
académica y, por ende, de su aproximación hacia modelos de gestión,
quizá en los cuales no fuera exagerado
anteponer la palabra «auto». Grande
es el peso de los padres y de los propios
alumnos dentro de tal órgano, pero aún
más grave es que el propio direc-
tor y los órganos de dirección del centro,
también parte integrante, les deban sus
puestos, pues sus votos son necesarios,
de manera que los propios Consejos se
constituyen con un vicio de origen por
el peso absolutamente moral y
mayoritario de parte de sus componentes. Nadie niega que la participación en la educación es un bien sin
cuya consecución sería difícil conseguir
una plena satisfacción, pero de ahí al
imperio de una de las partes media
un abismo. Es posible que en el futuro
nos encontremos con centros estatales
en los que la buena intención de
neutralidad ideológica se vea truncada
por el predominio de una forma de
pensamiento en el grupo de padres dominante y donde el profesorado tenga
que asistir mudo a que se le programen
sus áreas, siempre con la espada de
Damocles encima, de no recibir la venia
docente de los padres. Por otra parte, la
influencia de éstos sobre los alumnos,
que, no olvidemos, son hijos suyos, les
convierte en cauces bastante bien
domados.
Quien esto escribe tiene un profundo
respeto por la enseñanza estatal y
desearía que los centros en ella representados fueran en realidad templos
donde se adorasen los preceptos constitucionales y donde la vieja lucha ideológica, que ha venido carcomiendo
nuestra educación, estuviese desterrada,
pero la realidad nos dicta una cosa muy
contraria. De hecho, con este sistema
el futuro de dichos centros aparece
muy oscuro y habrá que plantearse que
dentro de ellos se van a producir, a
dentelladas, luchas políticas con unos
vencedores y unos vencidos, que, en
suma, desembocarán en un resultado
caótico.
Nada se puede oponer a lo que la
ley dice acerca de los centros privados
a secas, pues ciertamente se reconoce
su derecho a elaborar su carácter propio
o ideario dentro de los marcos que
la propia Constitución impone. El problema, el más grave, aparece con el
tratamiento que reciben los llamados
centros concertados, perceptores de la
antorcha dejada por las antiguas subvenciones. En primer lugar, ya el artículo 44 les introduce en el saco del
«servicio público». No es éste el lugar
para examinar a fondo este tema, pero
no podemos por menos que exponer
nuestra contraria opinión sobre ello,
pues creemos firmemente en el principio de subsidiariedad. Dicho de otra
manera, parece como si quienes imparten la enseñanza, sin recibir fondos
públicos, no dieran un servicio (es evidente que lo dan, los unos y los otros),
pero es éste un servicio educativo en
ninguna manera comparable al que nos
presta una carretera y el autobús que
corre por ella. Los propios conciertos
en sí (por cierto, figura que la Administración franquista utilizó con fines
agropecuarios) entrañan peligros. El
primero de ellos es el de la consideración de quién merece acogerse a ellos.
El artículo 49.4 marca ya una pauta,
pues concede prioridad a quienes satisfagan necesidades de escolarización,
atiendan a poblaciones escolares de
condiciones socioeconómicas desfavorables o que realicen experiencias de interés pedagógico. Ante tales razonamientos, es necesario preguntarse qué
centros no satisfacen necesidades de escolarización, siendo como es ésta una
de las razones fundamentales de su
existencia, si el derecho a la gratuidad
debe estar subordinado a la situación
socioeconómica, teniendo en cuenta que
la Constitución lo reconoce para todos,
puesto que además el sujeto de la financiación es el niño, y qué se entiende
por experiencias pedagógicas de valor y
quién las va a valorar.
Bien está que la ley reconozca el derecho a que tales centros elaboren,
dentro de los principios constitucionales, su carácter propio o ideario, pero
ello parece difícil y entra en colisión
con el artículo 53.2, que habla del respeto a la libertad de conciencia. Parece
que, una vez establecido el ideario del
centro, y habiendo hecho los padres la
opción educativa para sus hijos, la libertad de conciencia no deja de tener
vigencia, pero sí, en cierto modo, debe
convivir con el ideario. Este es un
terreno de arenas movedizas, pues vale
preguntarse qué pesará más, si el ideario, al que el profesor debe respetar, o
la libertad de conciencia de éste, a
quien esta ley manda respetar.
En lo que al Consejo Escolar de estos
centros concierne, no podemos por
menos que quedar sorprendidos ante
su composición. Según reza el artículo
57, su constitución es la siguiente: el
director, tres representantes del titular
del centro, cuatro representantes de los
profesores, cuatro {representantes de los
padres de alumnos, dos representantes
de los alumnos y un representante del
personal de administración y servicios.
Como se puede fácilmente observar,
la proporción de la titularidad dentro
del total es ridicula, de tal manera que
se puede dar el caso de que en decisiones fundamentales, incluyendo la de
ser centro concertado o no, la titularidad tenga un peso mínimo. Pero ello
se agrava si tenemos en cuenta que
entre las prerrogativas de tales Consejos
aparecen: nombrar al director, intervenir
en la selección y despido del
profesorado, garantizar las normas generales sobre admisión de alumnos, resolver los asuntos de disciplina, aprobar
el presupuesto y la {rendición de cuentas,
aprobar y evaluar la programación
general y supervisar la marcha general
del centro en los aspectos administrativos y docentes.
En suma, que la titularidad, que, no
olvidemos, pone el local, expone su dinero y ha optado por la educación en
vez de por una tienda de ultramarinos,
queda relegada y subordinada a la voluntad de la parte mayoritaria del
Consejo.
Particularmente curiosa resulta la
formulación del artículo 63 cuando
habla del régimen de sanciones contra
el titular. La sanción máxima y única
es la rescisión del convenio. En su mayor parte se sanciona al titular por cosas
que son decisiones reglamentarias del
Consejo de Centro: percibir cantidades
no autorizadas, infringir reiteradamente
las normas sobre admisión de alumnos,
etc. Lo peor de todo es que los últimos
sancionados son los alumnos, que son
los financiados.
Una valoración
Por fuerza, y aparte de las observaciones que hemos ido haciendo sobre
la marcha, es necesario aproximarnos a
una valoración general de la ley. No
obstante, hay que tener en cuenta que
nos encontramos en los prolegómenos
de la discusión. El proyecto de ley va a
acarrear dos diferentes tipos de debate:
el político, que tendrá lugar en el
Parlamento, y el social, que va a tener
lugar en la calle y en los medios de
comunicación, ambos salpimentados por
las actitudes más o menos defensivas,
pero defensivas al fin y a la postre, de
las organizaciones empresariales y de
ciertas organizaciones de padres de
alumnos. Pero, en fin, lo importante
es que, como la aprobación de la ley
resulta inevitable, ella salga con el mayor número de aciertos y el más pequeño de errores, de modo y manera
que pueda resultar válido para el futuro
de nuestra educación.
Por fuerza tenemos la obligación de
creer en la pureza de intención del
PSOE al poner en marcha la ley; debemos creer que la desea justa, respetuosa con la Constitución y con los
derechos de todos los ciudadanos. Pero
ya, en este momento, las opiniones a
favor y en contra son muy numerosas. A
juicio de Juan Damián Traverso, uno
de los mejores especialistas2, «el
proyecto de ley vulnera gravemente el
principio constitucional de libertad de
enseñanza, en cuanto se extravasa el
derecho de participación», aparte de
que su opinión es altamente desfavorable porque «estructura una enseñanza
pública absolutamente autogestiona-ria y
una
enseñanza
privada
semiauto-gestionaria». Por contra, la
opinión de Victorino Mayoral, delegado
federal de Educación del PSOE, se
concreta en términos lógicamente
elogiosos3: «El proyecto de LODE es un
avance y un cambio importantísimo
hacia la democratización de la
enseñanza,
ya
entendamos
tal
democratización en el sentido de la
participación y gestión democrática
(para lo que se crean los Consejos
Escolares a diferentes niveles), bien en
su dimensión de igualdad de derechos y
oportunidades de los ciudadanos ante la
enseñanza, que se ins-trumentaliza a
través de una programación general de la
enseñanza o bien en el sentido del
respeto a los derechos y libertades de
todos los que de algún modo
protagonizan la vida cotidiana de los
centros de enseñanza.» Como se puede
ver, son opiniones absolutamente
encontradas.
Quien esto escribe no se atreve en
modo alguno a constituirse en juez
constitucional y más bien prefiere seguir la doctrina de Miguel Roca 4, en
su afirmación de que «el desarrollo del
artículo 27 de nuestra Constitución
exige la misma voluntad de diálogo,
de consenso y de pacto que cuando se
redactó el texto. El proyecto de LODE
no ha sido concebido bajo esas premisas y puede, por tanto, generar fuertes
controversias, que en nada van a beneficiar ni a quienes van a ser destinata2
3
4
Actualidad Docente, núm. 69, pág. 23.
Actualidad Docente, núm. 69, pág. 25.
Actualidad Docente, núm. 69, pág. 21.
ríos últimos de la misma, es decir, los
educandos, ni a la sociedad misma».
Ni que decir tiene que somos muchos
los que, sin identificarnos con una postura catastrofista, vemos el panorama
educativo bastante negro en sus tiempos futuros.
El proyecto de LODE minimiza la
función de los titulares de centros no
estatales, encoge sus atribuciones y
merma sus derechos como educadores.
Preocupa también la manera tan difusa
de hablar de la financiación y sus condiciones y hace temer que ésta sea
dirigida tan sólo a los centros que la
Administración juzgue como buenos
recipiendarios, sin que los demás y sus
alumnos puedan recibir algo que es
justo y constitucional. Nos hallamos,
pues, ante una ley de buenas intenciones, pero de malos medios. Nadie puede
en la actualidad poner en duda la
participación, que es un valor social,
pero sí se puede (y en este caso se
debe) dudar sobre la validez del sistema organizativo mediante el cual la
LODE pretende dirigir dicha participación. Pero es que la inadecuación, en
este caso, entre medios y fines, puede
desembocar en auténticos males de
mayor envergadura. El futuro de una
participación así regulada llevará —ojalá
nos equivoquemos— a tensiones y
enfrentamientos entre los integrantes
de la comunidad escolar.
Por otra parte, si el sistema organizativo del centro y la estructura de la
financiación no se perfeccionan, la
LODE puede constituir un peligro evidente para la supervivencia de los
centros privados, por una doble vía:
por la de hacer imposible la oferta de
un proyecto educativo coherente y. el
consenso generalizado de los miembros
de la comunidad escolar sobre el funcionamiento práctico del centro y por
la vía de las dificultades económicas de
los titulares, sean personas físicas o
jurídicas.
Esto lo saben perfectamente los sectores afectados por la ley, de manera
que nos preguntamos hasta dónde puede
llevar el espíritu de resignación y
diálogo que hasta ahora han manifestado. De hecho, hay una amenaza mayor, consecuencia de todo lo anterior:
puede ser que las consecuencias de la
LODE generen una situación educativa
que no permita la libertad de opción
de centro educativo y, por tanto, podamos decir algún día que la libertad
de enseñanza es imposible en nuestro
país. Siempre, y ello es cierto, quedarán
residuos de enseñanza privada, pero
no financiada, con lo cual quedará
mermada la igualdad de todos los
españoles ante la ley. Si el diálogo se
pierde y la voluntad de reformar los
principios apuntados no surgen pronto
en el seno del Gobierno, lo que fue
buena voluntad se convertirá automáticamente en una actitud de defensa
para sobrevivir, y la guerra escolar será
un hecho irreversible. Si es cierto lo
que afirma José María Maravall, ministro de Educación 5 , «que la LODE
trata de asegurar una programación de
la enseñanza de forma tal que las necesidades educativas del país queden
cubiertas y que los recursos públicos
se asignen de manera adecuada», el
PSOE y el Gobierno deberán demostrar
con gestos, es decir, acogiendo en la ley
el espíritu de pacto, su buena voluntad y
su deseo de que la educación sea de
todos y para todos; si, por el contrario,
se empecinan en su postura y deciden
«mantenella y no enmen-dalla», puede
que entonces sí la escuela española acabe
siendo única, pública y autogestionaria.
R. J.*
Comunidad Escolar, 12 julio 1983, pág. 7.
* 1944. Archivero. Ex delegado provincial de Educación de Madrid.
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