Ricardo Jerez El Proyecto de Ley Orgánica del Derecho a la Educación Las perspectivas de cambio ofrecidas por el Partido Socialista en su campaña electoral tendrán pocas concreciones tan interesantes como la que constituye la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación, conocida por LODE. Sobre el citado proyecto han corrido ríos de tinta y muchos más irrumpirán como un fuerte caudal, tanto a favor como en contra de las radicales y llamativas mutaciones que su aplicación puede desencadenar en el mundo de la educación española. La LODE tiene una génesis histórica, que no es ni más ni menos que la correspondiente a la vida política de nuestro país durante el último siglo. Forzoso es admitir que durante muchos años la educación fue un beneficio prácticamente exclusivo de las clases dominantes y que la iniciativa privada ha tenido, durante largo tiempo, el monopolio casi exclusivo sobre el mundo de la educación, si bien es necesario introducir un matiz teniendo en cuenta el trabajo que al Estado le costó siempre en nuestro país incorporarse al proceso de la educación, debido ello en gran manera a su intrínseca debilidad. Las consecuencias más palpables de lo que afirmamos se plasmaron en tres hechos concretos: la falta de planificación educativa, la carencia de puestos escolares y la utilización de la educación como campo de confronCuenta y Razón, n.° 13 Septiembre-Octubre 1983 tación ideológica, debido precisamente a la dialéctica que imponía una gran facilidad de acceso para unos y una casi imposible para otros. Cierto es que durante la Segunda República hubo ya un intento de cambiar la faz educativa mediante un programa de construcción de escuelas, un esfuerzo para la dignificación de los docentes y la implantación de un sistema unitario. La llegada del régimen del general Franco, que en un principio propugnó más el adoctrinamiento de los escolares que la propia educación, acabó con el camino que la República había emprendido, dejando en manos de la iniciativa privada, y más exactamente de las órdenes religiosas, la tarea de la educación. Pero a partir de los años sesenta, con la aparición de una sociedad más urbana e industrializada, el panorama educativo tuvo obligatoriamente que cambiar. En primer lugar, el Estado tuvo que afrontar un gran déficit de puestos escolares, que se veía agravado por la demanda social cada vez más fuerte y más airada. Ello desembocó en el año 1970 en la «Ley General de Educación», que marcaba las pautas educativas en una nueva sociedad y que, lógicamente, al establecer una mayor intervención del Estado como patrono de la educación, reavivaba el fuego de la lucha ideológica y conceptual: enseñanza estatal ver sus enseñanza privada. Por cierto que nunca mejor llamada privada, puesto que por aquellos tiempos las órdenes religiosas se veían acompañadas de un gran número de empresarios seglares que habían acampado a la sombra del crecimiento de las grandes ciudades, cumpliendo, y el alegato era cierto, una función social de primera magnitud allí donde el Estado no había sido capaz de llegar. Esta enseñanza pavada pretendió alcanzar la misma consideración que la estatal en términos legales y financieros, cosa que consiguió en parte y que dio lugar a la aparición de una figura económica, en principio provisional, pero que acabó siendo definitiva: las subvenciones. Desde nuestra óptica, sería injusto negar que la enseñanza privada alcanzó un logro bastante privilegiado, pero también mentiríamos si no reconociéramos el regusto estatista que las autoridades de aquella época comenzaron a sentir, al experimentar el placer que conllevaba el poder en una nueva faceta, que se traducía en inversiones para nuevas construcciones y en el crecimiento casi exponencial de cuerpos nacionales por entonces de sencillo manejo. El advenimiento de la nueva democracia y la promulgación de la Constitución, no olvidemos que pactada y fuertemente pactada en el aspecto tocante a la educación, parecieron borrar los fantasmas de una nueva confrontación ideológica en tan difícil materia. Pero curiosamente, o mejor lógicamente, los partidos de izquierda vieron en la educación el campo más abonado para la protesta y el movimiento de masas. Según ellos, cada vez era más elevado el número de niños sin escuela y, por tanto, las reivindicaciones eran más fuertes y agresivas; por otro lado, se acusaba a los gobernantes de proteger a la enseñanza privada en detrimento de la estatal. La consecuencia fue la fiebre constructora en el sector estatal, que convirtió al Ministerio de Educación en la mayor empresa del país, y el miedo a concretar, en una ley de financiación, las ayudas a la privada, por otra parte aludidas en la Constitución. Ello trajo como consecuencia el aumento de un sector en perjuicio del otro, con el agravante de que en el ambiente flotaba la impresión de que lo que se hacía era justamente lo contrario. La Ley Orgánica del Estatuto de Centros pretendió establecer una mayor participación y, en cierto modo, la creación de una escuela nueva para una nueva sociedad y ser el eslabón que estableciera las bases estructurales de una futura ley de financiación. El intento fue en vano, pues, acusada de sectaria, no llegó en la práctica a verse plasmada en casi nada concreto y las contradicciones internas del entonces partido en el poder imposibilitaron la presentación de una ley de financiación. Con la llegada del Partido Socialista, las expectativas cambiaron, si no de una forma radical, sí de una manera paulatina. El Gobierno se encontró con que la obsesión constructora, que ellos de alguna manera habían fomentado, no les permitía su mayor anhelo: cambiar la educación a golpe de ladrillo. Se hacía necesario cambiar la educación asfixiando a la privada, pero ello era difícil en un Estado de Derecho que reconoce la libertad de enseñanza como uno de sus pilares fundamentales. Era, pues, evidente que había que cambiar el método y había que comenzar por la dialéctica; de esta manera se cambió la libertad de enseñanza por la enseñanza en libertad. El propio Ministerio de Educación, por medio de su órgano oficial1, afirma que «un sistema educactivo integrado, en el que todos los usuarios accedan en condiciones de igualdad, es el único que puede garan1 Comunidad Escolar, 12 julio 1983, pág. 3. tizar la existencia de una enseñanza en libertad». En este contexto es donde se convierte en necesario ubicar a la LODE. Ciertamente hay que ser clementes para llamarla sólo ley Reformista. Siendo (realistas, se hace necesario hablar de ella como una ley corrosiva, que pretende situar a la educación española en unos muy dudosos márgenes constitucionales. La LODE El proyecto de ley desarrolla el artículo 27 de la Constitución en sus puntos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 9. Clasifica los centros docentes en: 1. Públicos: aquellos cuyo titular es el poder público. 2. Privados: aquellos cuyo titular sea una persona física o jurídica de ca rácter privado. 3. Concertados: aquellos privados sostenidos con fondos públicos. Obviamente, y como era de esperar en lo que respecta a los centros de carácter público, la ley hace un canto a la neutralidad ideológica y el respeto a los principios constitucionales y a las opciones religiosas y morales (artículo 18.2), declaración altamente necesaria y loable si no fuera por los muy serios correctores que otros artículos le imponen. El propio título tercero, cuando regula la participación, nos da la clave. El artículo 42, cuando nos habla de la composición del Consejo Escolar de Centro, y el 43, cuando nos dicta las atribuciones del propio Consejo, nos acercan a la idea del alejamiento de los colegios estatales de una autoridad académica y, por ende, de su aproximación hacia modelos de gestión, quizá en los cuales no fuera exagerado anteponer la palabra «auto». Grande es el peso de los padres y de los propios alumnos dentro de tal órgano, pero aún más grave es que el propio direc- tor y los órganos de dirección del centro, también parte integrante, les deban sus puestos, pues sus votos son necesarios, de manera que los propios Consejos se constituyen con un vicio de origen por el peso absolutamente moral y mayoritario de parte de sus componentes. Nadie niega que la participación en la educación es un bien sin cuya consecución sería difícil conseguir una plena satisfacción, pero de ahí al imperio de una de las partes media un abismo. Es posible que en el futuro nos encontremos con centros estatales en los que la buena intención de neutralidad ideológica se vea truncada por el predominio de una forma de pensamiento en el grupo de padres dominante y donde el profesorado tenga que asistir mudo a que se le programen sus áreas, siempre con la espada de Damocles encima, de no recibir la venia docente de los padres. Por otra parte, la influencia de éstos sobre los alumnos, que, no olvidemos, son hijos suyos, les convierte en cauces bastante bien domados. Quien esto escribe tiene un profundo respeto por la enseñanza estatal y desearía que los centros en ella representados fueran en realidad templos donde se adorasen los preceptos constitucionales y donde la vieja lucha ideológica, que ha venido carcomiendo nuestra educación, estuviese desterrada, pero la realidad nos dicta una cosa muy contraria. De hecho, con este sistema el futuro de dichos centros aparece muy oscuro y habrá que plantearse que dentro de ellos se van a producir, a dentelladas, luchas políticas con unos vencedores y unos vencidos, que, en suma, desembocarán en un resultado caótico. Nada se puede oponer a lo que la ley dice acerca de los centros privados a secas, pues ciertamente se reconoce su derecho a elaborar su carácter propio o ideario dentro de los marcos que la propia Constitución impone. El problema, el más grave, aparece con el tratamiento que reciben los llamados centros concertados, perceptores de la antorcha dejada por las antiguas subvenciones. En primer lugar, ya el artículo 44 les introduce en el saco del «servicio público». No es éste el lugar para examinar a fondo este tema, pero no podemos por menos que exponer nuestra contraria opinión sobre ello, pues creemos firmemente en el principio de subsidiariedad. Dicho de otra manera, parece como si quienes imparten la enseñanza, sin recibir fondos públicos, no dieran un servicio (es evidente que lo dan, los unos y los otros), pero es éste un servicio educativo en ninguna manera comparable al que nos presta una carretera y el autobús que corre por ella. Los propios conciertos en sí (por cierto, figura que la Administración franquista utilizó con fines agropecuarios) entrañan peligros. El primero de ellos es el de la consideración de quién merece acogerse a ellos. El artículo 49.4 marca ya una pauta, pues concede prioridad a quienes satisfagan necesidades de escolarización, atiendan a poblaciones escolares de condiciones socioeconómicas desfavorables o que realicen experiencias de interés pedagógico. Ante tales razonamientos, es necesario preguntarse qué centros no satisfacen necesidades de escolarización, siendo como es ésta una de las razones fundamentales de su existencia, si el derecho a la gratuidad debe estar subordinado a la situación socioeconómica, teniendo en cuenta que la Constitución lo reconoce para todos, puesto que además el sujeto de la financiación es el niño, y qué se entiende por experiencias pedagógicas de valor y quién las va a valorar. Bien está que la ley reconozca el derecho a que tales centros elaboren, dentro de los principios constitucionales, su carácter propio o ideario, pero ello parece difícil y entra en colisión con el artículo 53.2, que habla del respeto a la libertad de conciencia. Parece que, una vez establecido el ideario del centro, y habiendo hecho los padres la opción educativa para sus hijos, la libertad de conciencia no deja de tener vigencia, pero sí, en cierto modo, debe convivir con el ideario. Este es un terreno de arenas movedizas, pues vale preguntarse qué pesará más, si el ideario, al que el profesor debe respetar, o la libertad de conciencia de éste, a quien esta ley manda respetar. En lo que al Consejo Escolar de estos centros concierne, no podemos por menos que quedar sorprendidos ante su composición. Según reza el artículo 57, su constitución es la siguiente: el director, tres representantes del titular del centro, cuatro representantes de los profesores, cuatro {representantes de los padres de alumnos, dos representantes de los alumnos y un representante del personal de administración y servicios. Como se puede fácilmente observar, la proporción de la titularidad dentro del total es ridicula, de tal manera que se puede dar el caso de que en decisiones fundamentales, incluyendo la de ser centro concertado o no, la titularidad tenga un peso mínimo. Pero ello se agrava si tenemos en cuenta que entre las prerrogativas de tales Consejos aparecen: nombrar al director, intervenir en la selección y despido del profesorado, garantizar las normas generales sobre admisión de alumnos, resolver los asuntos de disciplina, aprobar el presupuesto y la {rendición de cuentas, aprobar y evaluar la programación general y supervisar la marcha general del centro en los aspectos administrativos y docentes. En suma, que la titularidad, que, no olvidemos, pone el local, expone su dinero y ha optado por la educación en vez de por una tienda de ultramarinos, queda relegada y subordinada a la voluntad de la parte mayoritaria del Consejo. Particularmente curiosa resulta la formulación del artículo 63 cuando habla del régimen de sanciones contra el titular. La sanción máxima y única es la rescisión del convenio. En su mayor parte se sanciona al titular por cosas que son decisiones reglamentarias del Consejo de Centro: percibir cantidades no autorizadas, infringir reiteradamente las normas sobre admisión de alumnos, etc. Lo peor de todo es que los últimos sancionados son los alumnos, que son los financiados. Una valoración Por fuerza, y aparte de las observaciones que hemos ido haciendo sobre la marcha, es necesario aproximarnos a una valoración general de la ley. No obstante, hay que tener en cuenta que nos encontramos en los prolegómenos de la discusión. El proyecto de ley va a acarrear dos diferentes tipos de debate: el político, que tendrá lugar en el Parlamento, y el social, que va a tener lugar en la calle y en los medios de comunicación, ambos salpimentados por las actitudes más o menos defensivas, pero defensivas al fin y a la postre, de las organizaciones empresariales y de ciertas organizaciones de padres de alumnos. Pero, en fin, lo importante es que, como la aprobación de la ley resulta inevitable, ella salga con el mayor número de aciertos y el más pequeño de errores, de modo y manera que pueda resultar válido para el futuro de nuestra educación. Por fuerza tenemos la obligación de creer en la pureza de intención del PSOE al poner en marcha la ley; debemos creer que la desea justa, respetuosa con la Constitución y con los derechos de todos los ciudadanos. Pero ya, en este momento, las opiniones a favor y en contra son muy numerosas. A juicio de Juan Damián Traverso, uno de los mejores especialistas2, «el proyecto de ley vulnera gravemente el principio constitucional de libertad de enseñanza, en cuanto se extravasa el derecho de participación», aparte de que su opinión es altamente desfavorable porque «estructura una enseñanza pública absolutamente autogestiona-ria y una enseñanza privada semiauto-gestionaria». Por contra, la opinión de Victorino Mayoral, delegado federal de Educación del PSOE, se concreta en términos lógicamente elogiosos3: «El proyecto de LODE es un avance y un cambio importantísimo hacia la democratización de la enseñanza, ya entendamos tal democratización en el sentido de la participación y gestión democrática (para lo que se crean los Consejos Escolares a diferentes niveles), bien en su dimensión de igualdad de derechos y oportunidades de los ciudadanos ante la enseñanza, que se ins-trumentaliza a través de una programación general de la enseñanza o bien en el sentido del respeto a los derechos y libertades de todos los que de algún modo protagonizan la vida cotidiana de los centros de enseñanza.» Como se puede ver, son opiniones absolutamente encontradas. Quien esto escribe no se atreve en modo alguno a constituirse en juez constitucional y más bien prefiere seguir la doctrina de Miguel Roca 4, en su afirmación de que «el desarrollo del artículo 27 de nuestra Constitución exige la misma voluntad de diálogo, de consenso y de pacto que cuando se redactó el texto. El proyecto de LODE no ha sido concebido bajo esas premisas y puede, por tanto, generar fuertes controversias, que en nada van a beneficiar ni a quienes van a ser destinata2 3 4 Actualidad Docente, núm. 69, pág. 23. Actualidad Docente, núm. 69, pág. 25. Actualidad Docente, núm. 69, pág. 21. ríos últimos de la misma, es decir, los educandos, ni a la sociedad misma». Ni que decir tiene que somos muchos los que, sin identificarnos con una postura catastrofista, vemos el panorama educativo bastante negro en sus tiempos futuros. El proyecto de LODE minimiza la función de los titulares de centros no estatales, encoge sus atribuciones y merma sus derechos como educadores. Preocupa también la manera tan difusa de hablar de la financiación y sus condiciones y hace temer que ésta sea dirigida tan sólo a los centros que la Administración juzgue como buenos recipiendarios, sin que los demás y sus alumnos puedan recibir algo que es justo y constitucional. Nos hallamos, pues, ante una ley de buenas intenciones, pero de malos medios. Nadie puede en la actualidad poner en duda la participación, que es un valor social, pero sí se puede (y en este caso se debe) dudar sobre la validez del sistema organizativo mediante el cual la LODE pretende dirigir dicha participación. Pero es que la inadecuación, en este caso, entre medios y fines, puede desembocar en auténticos males de mayor envergadura. El futuro de una participación así regulada llevará —ojalá nos equivoquemos— a tensiones y enfrentamientos entre los integrantes de la comunidad escolar. Por otra parte, si el sistema organizativo del centro y la estructura de la financiación no se perfeccionan, la LODE puede constituir un peligro evidente para la supervivencia de los centros privados, por una doble vía: por la de hacer imposible la oferta de un proyecto educativo coherente y. el consenso generalizado de los miembros de la comunidad escolar sobre el funcionamiento práctico del centro y por la vía de las dificultades económicas de los titulares, sean personas físicas o jurídicas. Esto lo saben perfectamente los sectores afectados por la ley, de manera que nos preguntamos hasta dónde puede llevar el espíritu de resignación y diálogo que hasta ahora han manifestado. De hecho, hay una amenaza mayor, consecuencia de todo lo anterior: puede ser que las consecuencias de la LODE generen una situación educativa que no permita la libertad de opción de centro educativo y, por tanto, podamos decir algún día que la libertad de enseñanza es imposible en nuestro país. Siempre, y ello es cierto, quedarán residuos de enseñanza privada, pero no financiada, con lo cual quedará mermada la igualdad de todos los españoles ante la ley. Si el diálogo se pierde y la voluntad de reformar los principios apuntados no surgen pronto en el seno del Gobierno, lo que fue buena voluntad se convertirá automáticamente en una actitud de defensa para sobrevivir, y la guerra escolar será un hecho irreversible. Si es cierto lo que afirma José María Maravall, ministro de Educación 5 , «que la LODE trata de asegurar una programación de la enseñanza de forma tal que las necesidades educativas del país queden cubiertas y que los recursos públicos se asignen de manera adecuada», el PSOE y el Gobierno deberán demostrar con gestos, es decir, acogiendo en la ley el espíritu de pacto, su buena voluntad y su deseo de que la educación sea de todos y para todos; si, por el contrario, se empecinan en su postura y deciden «mantenella y no enmen-dalla», puede que entonces sí la escuela española acabe siendo única, pública y autogestionaria. R. J.* Comunidad Escolar, 12 julio 1983, pág. 7. * 1944. Archivero. Ex delegado provincial de Educación de Madrid.