El día que compré mi libertad Durante dos años de mi adolescencia trabajé en la carpintería con mi padre. Cargué tablones, ayudé a fabricar muebles de estilo, aspiré aserrín en cantidad industrial y me rebané parte de dos dedos de la mano derecha con una moladora. Durante ese tiempo, le pregunté a mi padre si le gustaba su oficio. “¿Quién trabaja de lo que gusta?”, me dijo, y agregó: “mi sueño era ser el dueño de una ferretería, pero nunca se dio”. Fin del diálogo. El siempre fue un hombre de pocas palabras, trabajador, de esos que llegan a la fábrica media hora antes de las seis de la mañana y solo se detienen para tomar un café al mediodía. A la hora de mantener una familia, no hay había mucho tiempo para cuestionarse las profundidades de la vida. Al poco tiempo, empecé a enviar mis dibujos a algunas editoriales. Algunas muy amables me contestaban que por el momento era imposible, y otras, me ignoraban por completo. Finalmente, un flamante periódico que acaba de salir, me concedió una entrevista. Presenté mis bocetos y me contrataron por unos treinta dólares mensuales. Era el primer sueldo que ganaba como fruto de mi propio talento, por aquello que si me gustaba hacer y que estaba lejos del aserrín de la carpintería. Ese dinero tenía otro sabor, digo, me lo había ganado en buena ley, dibujando, creando sobre el papel blanco. Era el pago por una tira cómica titulada “El mosquito Mel”; hoy mis hijos se ríen de mi primer personaje de ficción. A partir de allí pasé por varias publicaciones más y de a poco fui aprendiendo el oficio del diseño gráfico y hasta hice mis primeros pasos con algunas notas periodísticas. Por aquel entonces tenía 16 años, y fue cuando por primera vez estuve consciente que quería comprar mi libertad. Cuando me dije que si lograba capitalizar mi talento, ya no tendría que trabajar para otros, o aceptar que alguien decidiera cuánto valía una hora de mi tiempo. -Algún día voy a comprar mi libertad –me repetía mi mismo subiendo al tren. Yo no quería enterrar mi sueño, como la ferretería de mi papá. Mi paranoia era trabajar por el resto de mi vida en algo que no me gustaba, con un sueldo escuálido, y soñando con lo que no pudo haber sido. Así que, seguí aprendiendo un poco de todo, en silencio. Redacté mis primeras notas, aprendí a hacer copetes, volantas, a titular, a colocar epígrafes. Diseñaba a la vieja usanza (con las galeras de texto que venían desde la imprenta) y me quedaba tiempo para dibujar, que era por lo único que en definitiva, me pagaban. Con el correr del tiempo, descubrí que si había logrado que me pagaran algo por lo que yo sabía hacer, algún día, quizá podía independizarme y tener más tiempo para servir a Dios, sin presiones económicas o de horarios. En pocos meses, diseñaba casi la mayoría de las publicaciones cristianas y escribía en casi todas, además de seguir dibujando. Paralelamente a eso, crecía nuestro ministerio con la juventud desde la radio y los primeros estadios, historia ya conocida. Me costó casi dos décadas comprar mi propia libertad. Tener el tiempo y los recursos para administrarlos en la forma que Dios me dijera. Y siempre le digo a los jóvenes que todos pueden hacerlo. Si no es ahora, dentro de un tiempo, pero todos tienen la misma posibilidad. “El don del hombre le abrirá caminos, y lo sentará delante de los grandes”, dice Proverbios. Se refiere a aquello en lo que tu crees que eres bueno. Aquello que sabes hacer, y puede hacerte comer del fruto de tus propias manos. “El que descubre su don, nunca más vuelve a trabajar” me dijo una vez un amigo de Los Ángeles. Es decir, lo que hagas para ganarte la vida, ya no lo tomas como un trabajo o una carga, sinó como un escalón más hacia tu visión, tu destino en la vida. Hoy soy un hombre libre, en el amplio sentido de la palabra. Vivo de lo que me gusta hacer, me pagan muy bien por ello, y dispongo de tiempo para invertirlo en el Reino. Disfruto llegar cansado a la cama, como producto de hacer lo que nací para hacer. Aquello para lo que fui creado. Pero hay veces, que el trajín de lo cotidiano me lo hace olvidar. Y es entonces cuando hago un ejercicio saludable: me detengo a mirar a toda esa gente que cada mañana sale a trabajar en lo que quizá no le gusta. Miro a aquellos que también aspiran el aserrín de una vida que no eligieron, esperando el día en que ganen la libertad. Hacen aquello que no los hace felices, mientras sueñan con ser otra cosa. Los veo colgarse de los trenes, apretujarse en el subterráneo o esperar bajo la llovizna helada el colectivo de las siete de la tarde que los dejará en casa dos horas mas tarde. Siempre me pregunto cuántos finalmente lo lograrán y siempre llego a la misma conclusión: los que tienen a Dios juegan con ventaja. Si se atreven, ellos pueden lograr que su propio don los lleve lejos, les abra caminos. El verdadero juego de la vida es lograr encontrar el propósito del porqué naciste. Luego, todo es más fácil, la cotidianeidad no se te hace cuesta arriba, porque ahora ya tienes un norte, un puerto a donde arribar. Durante muchos años, estuve bajo jefes, de los buenos, y de los otros. Hostiles, déspotas, condescendientes, afables, abusadores y gente que me subestimaba hasta el hartazgo, demostrándomelo cada semana. Pero como el célebre Tío Tom de Mark Twain, me mantenía el pensar: “Estoy caminando hacia mi libertad, tengo talento, se que puedo lograrlo, si me esfuerzo y agacho la cabeza por ahora, algún día me pagarán lo que yo quiera valer”. Un norte. Un sitio donde llegar. Una visión. Un sueño de libertad. Hace veintidós años atrás, mirando las vías del tren, decidí cambiar mi herencia y ganar la licencia de soñar sin presiones. Fue en ese preciso momento, cuando cambié el aserrín por la libertad.