96. Domingo 12 del Tiempo Ordinario 21.VI.2009

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Domingo 12 del Tiempo Ordinario
21 de junio de 2009
Jb 38, 1.8-11. Hasta aquí llegarás y no pasarás. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas.
Sal 106. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.
2Co 5, 14-17. Nos apremia el amor de Cristo. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Mc 4, 35-40. ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?
Del miedo a la confianza
Dios nunca ha abandonado a su Iglesia. Se han vivido y superado tiempos
difíciles. Se han vencido tentaciones fuertes. Se ha peregrinado con la confianza puesta
en quien ha señalado la ruta. ¿De donde surgen los miedos? ¿Por qué tanta desconfianza
si el Señor está con nosotros? Ciertamente, es muy humano dudar. Pero no lo es tanto
permanecer en la duda, paralizando poco a poco el ardor de la misión que se nos ha sido
confiada. ¿Acaso no creemos en las palabras de Jesús cuando nos dice Yo estaré con
vosotros?
El ambiente generalizado de crisis económica, además del sufrimiento en
muchas personas y familias por la carencia de recursos materiales básicos, está
infundiendo igualmente una sensación generalizada de desconfianza. El paro, como
exponente notable de esta situación, está relegando a la impotencia a una buena parte de
la población que contempla con miedo su futuro. La crisis, de la que tanto hablan los
ricos, quienes la padecen realmente son los pobres. Son éstos, los que, sin hablar, están
cargando sobre sus débiles espaldas, los excesos, la sobreabundancia, el despilfarro, la
injusticia de quienes nunca están satisfechos y de forma escandalosa quieren más y más.
Hoy, la Iglesia nos invita a levantar nuestra mirada hacia Dios y confiar, al
mismo tiempo que escuchamos una llamada de atención que no podemos eludir: «Nos
apremia el amor de Cristo» (2ª lectura). La existencia cristiana da razón de algo
fundamental: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído
en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.
No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1Jn 4,16.18). El
amor, este Amor de Dios del que participa el nuestro, vence al miedo. Una vez más, el
Evangelio presenta a Jesús como Aquel que nos libera de nuestros miedos. De todos los
miedos. ¡Del miedo! ¿Por qué temer teniéndole a él? Sus palabras tocan también la raíz
de muchas de nuestras reacciones diarias: «¿Por qué sois tan cobardes? Aún no tenéis
fe?» (Evangelio).
La confianza en Cristo, la fe, no se comunica a golpe de argumentos que,
queriendo persuadir “cueste lo que cueste”, llegan incluso a suscitar inquietud y hasta
temor. Esta afirmación que propone una Iglesia más simple i más simplificadora hace
que nos demos cuenta de la necesidad de una buena preparación contra aquellos
miedos que, con frecuencia, paralizan decisiones tomadas con mucha generosidad
evangélica. Es urgente un retorno explícito al Evangelio. ¿Acaso nuestra indecisión en
el seguimiento de Jesús proviene de que se busca más el blindaje de las seguridades que
el riesgo de la confianza?
Escuchemos a San Pablo y hagamos nuestra la recomendación que hace a su
discípulo Timoteo: «Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de
amor y de ponderación» (2Tm 1,7). Con este «espíritu» podemos presentarnos con la
cara bien alta ante un mundo que parece no interesarle nada de la propuesta evangélica.
Quizá nos vemos muy lejos de un diálogo que aproxime posiciones, estamos perplejos
ante tanta disidencia y puede entrarnos el miedo de perder lo poco que tenemos. Sin
embargo, Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza y de amor. Es la
experiencia de los discípulos cuando en medio de las turbulencias de la tempestad saben
que con Jesús todo puede cambiar. También por ello damos gracias a Dios porque es
eterna su misericordia.
Lo que se nos pide es fe, una confianza plena. El timón de la historia no está
totalmente en nuestras manos, sino que Él se nos ofrece para dirigirla con las suyas. A
su lado todo cambia, con Él todo es posible. La invitación, por lo tanto, es recomenzar
desde la fe en Cristo. Así lo dice el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: «Se
debe evitar la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes
desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una
Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata pues de
inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el
Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que
conocer, amar e imitar, para vivir el él la vida trinitaria y transformar con él la historia
hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (CDSI, 577; cf. Juan Pablo II, carta apost.
NMI, 29).
La afirmación es contundente y la hemos leído en el libro de Job: «Aquí se
romperá la arrogancia de tus olas» (1ª lectura). Dios pone el mal a raya, le señala el
límite que señala el punto final a sus pretensiones, y se pone del lado del justo. Ahí nos
quiere a nosotros, pero contando con la confianza en su acción salvadora, rozando el
misterio de su presencia en el corazón de nuestra realidad tantas veces convulsionada.
La inseguridad que a menudo experimentamos procede con frecuencia de nuestra
arrogancia, de aquella soberbia que hace al hombre incapaz de reconocer la infinita
bondad de Dios, hasta llegar a dudar de él. La nueva actitud que Jesús pide a sus
discípulos y hoy a todos nosotros es la del reconocimiento creyente y de la admiración
constante.
A nosotros nos puede pasar lo mismo que a estos primeros discípulos de Jesús,
que ya han oído hablar de resurrección, incluso algunos muy de cerca, pero se
mantienen encerrados en su casa «por miedo». Y uno se pregunta ¿miedo de qué?
Podemos entenderlo cuando nos encerramos en nuestros esquemas inmutables o cuando
nos aislamos en nuestro individualismo sin contar para nada con una ayuda
imprescindible. Sin embargo, podemos quedar sobrecogidos ante la manifestación de lo
divino: «se quedaron espantados y se decían unos a otros: Pero, ¿quién es este? Hasta
el viento y las aguas le obedecen» (Evangelio). Aquí, el temor se convierte en respeto, en
reconocimiento. Lo que Jesús quiere es que lleguemos a una tal madurez ante él que,
además de reconocer la fuerza de su acción salvadora en unos momentos de
extraordinaria manifestación, sepamos también mantener la misma actitud creyente en
los aquellos otros momentos en los que no parece tan diáfana su presencia.
Desde su Resurrección, Jesús no nos abandona, está siempre con nosotros. Le
tenemos tan cerca que ahora se nos ofrece bajo las humildes especies de pan y vino en
un sublime y cercano misterio de amor. Tenemos una vez más la oportunidad de
reforzar nuestra adhesión a él y, venciendo todos los miedos, recuperar toda la
confianza. Es la buena noticia que podemos y hemos de comunicar.
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