Domingo 12 del Tiempo Ordinario 21 de junio de 2009 Jb 38, 1.8-11. Hasta aquí llegarás y no pasarás. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas. Sal 106. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia. 2Co 5, 14-17. Nos apremia el amor de Cristo. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Mc 4, 35-40. ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Del miedo a la confianza Dios nunca ha abandonado a su Iglesia. Se han vivido y superado tiempos difíciles. Se han vencido tentaciones fuertes. Se ha peregrinado con la confianza puesta en quien ha señalado la ruta. ¿De donde surgen los miedos? ¿Por qué tanta desconfianza si el Señor está con nosotros? Ciertamente, es muy humano dudar. Pero no lo es tanto permanecer en la duda, paralizando poco a poco el ardor de la misión que se nos ha sido confiada. ¿Acaso no creemos en las palabras de Jesús cuando nos dice Yo estaré con vosotros? El ambiente generalizado de crisis económica, además del sufrimiento en muchas personas y familias por la carencia de recursos materiales básicos, está infundiendo igualmente una sensación generalizada de desconfianza. El paro, como exponente notable de esta situación, está relegando a la impotencia a una buena parte de la población que contempla con miedo su futuro. La crisis, de la que tanto hablan los ricos, quienes la padecen realmente son los pobres. Son éstos, los que, sin hablar, están cargando sobre sus débiles espaldas, los excesos, la sobreabundancia, el despilfarro, la injusticia de quienes nunca están satisfechos y de forma escandalosa quieren más y más. Hoy, la Iglesia nos invita a levantar nuestra mirada hacia Dios y confiar, al mismo tiempo que escuchamos una llamada de atención que no podemos eludir: «Nos apremia el amor de Cristo» (2ª lectura). La existencia cristiana da razón de algo fundamental: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1Jn 4,16.18). El amor, este Amor de Dios del que participa el nuestro, vence al miedo. Una vez más, el Evangelio presenta a Jesús como Aquel que nos libera de nuestros miedos. De todos los miedos. ¡Del miedo! ¿Por qué temer teniéndole a él? Sus palabras tocan también la raíz de muchas de nuestras reacciones diarias: «¿Por qué sois tan cobardes? Aún no tenéis fe?» (Evangelio). La confianza en Cristo, la fe, no se comunica a golpe de argumentos que, queriendo persuadir “cueste lo que cueste”, llegan incluso a suscitar inquietud y hasta temor. Esta afirmación que propone una Iglesia más simple i más simplificadora hace que nos demos cuenta de la necesidad de una buena preparación contra aquellos miedos que, con frecuencia, paralizan decisiones tomadas con mucha generosidad evangélica. Es urgente un retorno explícito al Evangelio. ¿Acaso nuestra indecisión en el seguimiento de Jesús proviene de que se busca más el blindaje de las seguridades que el riesgo de la confianza? Escuchemos a San Pablo y hagamos nuestra la recomendación que hace a su discípulo Timoteo: «Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación» (2Tm 1,7). Con este «espíritu» podemos presentarnos con la cara bien alta ante un mundo que parece no interesarle nada de la propuesta evangélica. Quizá nos vemos muy lejos de un diálogo que aproxime posiciones, estamos perplejos ante tanta disidencia y puede entrarnos el miedo de perder lo poco que tenemos. Sin embargo, Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza y de amor. Es la experiencia de los discípulos cuando en medio de las turbulencias de la tempestad saben que con Jesús todo puede cambiar. También por ello damos gracias a Dios porque es eterna su misericordia. Lo que se nos pide es fe, una confianza plena. El timón de la historia no está totalmente en nuestras manos, sino que Él se nos ofrece para dirigirla con las suyas. A su lado todo cambia, con Él todo es posible. La invitación, por lo tanto, es recomenzar desde la fe en Cristo. Así lo dice el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: «Se debe evitar la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata pues de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir el él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (CDSI, 577; cf. Juan Pablo II, carta apost. NMI, 29). La afirmación es contundente y la hemos leído en el libro de Job: «Aquí se romperá la arrogancia de tus olas» (1ª lectura). Dios pone el mal a raya, le señala el límite que señala el punto final a sus pretensiones, y se pone del lado del justo. Ahí nos quiere a nosotros, pero contando con la confianza en su acción salvadora, rozando el misterio de su presencia en el corazón de nuestra realidad tantas veces convulsionada. La inseguridad que a menudo experimentamos procede con frecuencia de nuestra arrogancia, de aquella soberbia que hace al hombre incapaz de reconocer la infinita bondad de Dios, hasta llegar a dudar de él. La nueva actitud que Jesús pide a sus discípulos y hoy a todos nosotros es la del reconocimiento creyente y de la admiración constante. A nosotros nos puede pasar lo mismo que a estos primeros discípulos de Jesús, que ya han oído hablar de resurrección, incluso algunos muy de cerca, pero se mantienen encerrados en su casa «por miedo». Y uno se pregunta ¿miedo de qué? Podemos entenderlo cuando nos encerramos en nuestros esquemas inmutables o cuando nos aislamos en nuestro individualismo sin contar para nada con una ayuda imprescindible. Sin embargo, podemos quedar sobrecogidos ante la manifestación de lo divino: «se quedaron espantados y se decían unos a otros: Pero, ¿quién es este? Hasta el viento y las aguas le obedecen» (Evangelio). Aquí, el temor se convierte en respeto, en reconocimiento. Lo que Jesús quiere es que lleguemos a una tal madurez ante él que, además de reconocer la fuerza de su acción salvadora en unos momentos de extraordinaria manifestación, sepamos también mantener la misma actitud creyente en los aquellos otros momentos en los que no parece tan diáfana su presencia. Desde su Resurrección, Jesús no nos abandona, está siempre con nosotros. Le tenemos tan cerca que ahora se nos ofrece bajo las humildes especies de pan y vino en un sublime y cercano misterio de amor. Tenemos una vez más la oportunidad de reforzar nuestra adhesión a él y, venciendo todos los miedos, recuperar toda la confianza. Es la buena noticia que podemos y hemos de comunicar.