Yo, tú, él y vos De Benidorm a Las Vegas Mar Cantero Sánchez

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Índice
Portada
Nota preliminar
Yo, tú, él y vos...
Unos cuantos años antes...
De vuelta a la actualidad...
Se busca el calzado perfecto
Agradecimientos
Biografía
Créditos
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Un escritor tiene una ventaja sobre los demás seres humanos. Aunque su
vida haya sido una
mierda, siempre puede convertirla en una historia maravillosa, novelando
las partes en las que más
haya disfrutado e inventándose el resto. Lo mismo ocurre con sus
personajes, puede crearlos con
retazos de individuos reales o imaginar cómo le gustaría que fueran
algunas de las personas que
conoce. Para empezar una novela, un escritor debe desechar el pensamiento
de que hay ideas que no
merecen la pena. Lo importante de una historia no es lo que cuenta, sino la
gracia con que se cuenta.
Por eso, la autora no se hace responsable de las opiniones vertidas en esta
historia, pues no le
pertenecen; provienen sólo de los personajes, que son completamente
ficticios. Está inspirada en la
vida real, pero es fruto de su imaginación; por lo tanto, cualquier parecido
con la realidad es pura mala
suerte.
Yo, tú, él y vos…
Algunas personas abandonan este mundo sin haber soñado nunca. Otras,
por el contrario, vivimos
para intentar cumplir nuestros sueños. Yo era una soñadora empedernida,
me alimentaba de ilusiones
y las devoraba con fruición y alevosía. Sin embargo, lo malo de los sueños
es que, si no los cumples,
te engordan: cada nuevo fracaso te hace ganar un kilo más de grasa y
celulitis. Por lo general, esto era
lo que me ocurría a mí, hasta que un día tuve una gran revelación. En una
película hubiera sonado una
música de fondo que transmitiera asombro, un «tatachán», seguido de
campanillas y cuencos
tibetanos, mezcla de sonidos celestiales. Pero ésta no fue una revelación
divina, sino más bien
humana, terrenal y corpórea, que se dio al pasar por delante del escaparate
de una tienda de
Ponche&Bananna, en una calle del casco antiguo de Benidorm. Sé que no
debería decir marcas, pero si
la menciono es para que puedas visualizar la situación con lujo de detalles.
Imagina unas sandalias
con un tacón de más de quince centímetros, terminado en punta fina, de
color fucsia plata (sé que
parece difícil visualizar este tono, pero a veces hay que dar rienda suelta a
la imaginación. Total, lo
que no mata, engorda) y con las suelas azul Lewinsky (como el vestido de
la becaria de Clinton, el de
la famosa mancha); una tirita de piedras adiamantadas nace en el comienzo
de los dedos, gira
alrededor del tobillo y se cierra con un broche. «¿Pueden existir unos
zapatos así?», pensé al verlos,
pero en seguida rehíce la pregunta: «¿Pueden existir más allá de un
escaparate de Ponche&Bananna?».
Y fui más allá: «¿Están hechos de materia? ¿Se pueden tocar y oler?
¿Podría escupir sobre ellos para
sacarles brillo o han sido creados sólo para vivir en un mundo paralelo?».
Quizá que centre mi
atención en un par de zapatos os parezca un tanto superficial, pero los
humanos somos así; a la
mayoría nos gustaría comprar cosas caras e inútiles que jamás usaríamos
para salir a la calle.
En el preciso instante en que mi mirada se topó con aquel par de
misteriosos zapatos-joya, que
desprendían brillos tan fulgurantes como una sonrisa tras una limpieza
dental, descubrí mi verdadero
yo. Para mi propia sorpresa, había estado escondido en mi interior durante
mucho tiempo, oculto bajo
cientos palabras, letras y folios blancos con negras frases, que formaban
parte de un sueño que, cada
día, parecía más imposible.
Desde mi más tierna infancia, cuando escribí mi primer cuento, se me
había metido en la cabeza la
absurda idea de ser escritora. ¡Qué estupidez! Aún me avergonzaba de mi
primer título El golfillo de
París, en el que el protagonista (obviamente, un golfillo que vivía en París)
se arrojaba desde un
séptimo piso y no le pasaba nada. ¡Qué obsesión tenía yo entonces con el
suicidio! Y, además, se me
había clavado entre ceja y ceja la idiota y absolutamente paranoica idea de
¡pasarme la vida
escribiendo! ¡Como si fuera tan divertido! Los escritores y las escritoras
saben lo que eso significa:
vivir tecleando frente a un ordenador, siempre a punto de romperte una
uña. ¡Por Dios! ¡Qué mal
rollo! ¡Sobre todo si acabas de pintártela, con lo que cuesta que queden
bien!
De niña, solía ser muy hilarante. Se me ocurrían historias generosas y
entretenidas que alegraban
un poco mi vida solitaria, siempre metida en mi habitación. Ahora, gracias
a Dios, he cambiado
mucho. También los sueños cambian, sin embargo, al convertirme en
mujer, yo continué con el
mismo. Quería ser escritora y, para conseguirlo, había redactado ya un
montón de textos ajenos a mi
vida: un sinfín de poemas y haikus; cinco novelas; siete ensayos cortos y
uno largo; cuentos para
niños, para adultos y para la tercera edad; cuentos eróticos, de terror, de
agobio... aunque, en realidad,
la agobiada era yo. Vivir de la escritura era mi objetivo y estaba empeñada
en alcanzarlo, como un
burro en pos de una zanahoria, sin saber que ésta avanza sólo cuando él
camina. Y no es que me
considerase una burra, pero un poco mula sí que he sido siempre. ¿Pero
cuál era mi papel en aquel
momento, el de la burra o el de la zanahoria? Esa filosófica pregunta había
empezado a arañar mi
mente desde dentro, desde hacía algún tiempo.
Y, a pesar de mis dudas, allí estaba, en una hermosa tarde de primavera,
con los ojos engurruñidos
por la luz del sol, que entraba por el escaparate y me volvía ciega por
momentos. Había descubierto el
par de zapatos al pasar y estaba segura de que seguían allí, aunque dudaba
de haberlos visto realmente.
No podía creer que existiera algo tan sublime pero como siempre había
sido una gran soñadora, hice
uso de mi práctica en soñar despierta y volví a mirar. Coloqué el canto de
mi mano sobre los ojos,
como quien busca un barco en el horizonte marino, y volví a ver un
destello fucsia plata que llenó para
siempre el vacío de mi corazón. Me pregunté cómo se habrían sentido
Einstein, Darwin o Bill Gates al
descubrir, cada uno en su estilo, el sentido de la vida. Yo acababa de
descubrir el mío que, aunque no
tan noble, era mío y eso me parecía lo más importante.
Me di cuenta de que hasta entonces, había vivido como una zombi, siempre
oculta del mundo,
indiferente a la vida real, imaginando, imaginando e imaginando…
viviendo las historias que
poblaban mi cabeza y el espacio exterior. No negaré que había vivido
también historias propias, pero
estaba dispuesta a dar mi vida y mis experiencias a cambio de ver una de
mis novelas en el escaparate
de una librería. Daba igual que fuera La Mansión del Libro, Fracfrac o las
Librerías de El Porte
Irlandés, con tal de que mis palabras fueran leídas por los demás y mis
libros tuvieran la misma
oportunidad de ser escogidos por manos sabias y tiernos ojos que los
adquirirían a un módico precio
para que yo pudiera recibir el dinero correspondiente, a cambio de mi muy
merecido trabajo. Aquella
era la razón de mi existencia, mi misión en el mundo, mi propósito en la
vida. Era el motivo por el que
había nacido y nada me obsesionaba más que lograrlo. No obstante,
increíblemente, aquella fugaz
pérdida de visión, provocada por el sol y el brillo de un cristal, dislocó a
mi niña interior y cambió mi
vida para siempre. En un instante, comprendí que ya nada me importaba
más que aquel par de zapatosjoya de Ponche&Bananna. El sueño de publicar mis textos en una gran
editorial, ver mis libros en una
librería y vivir de lo que tanto amaba dejó de tener sentido. A partir de
entonces, fui más humana y,
sobre todo, mucho más divina…
A riesgo de que esto se parezca al Diario de Bridget Jones, debo reconocer
que estaba llegando a
una de esas fases inevitables en la vida de una mujer en las que parece que
el cuerpo se ha ensanchado,
aunque, en realidad, se ha encogido. Esa etapa en la que la carne pareciera
volverse flácida y la piel
estirarse más de la cuenta para acoger el exceso de grasa. Quizá,
sencillamente, había engordado un
poco. Y eso se notaba en mis pies, que hacía mucho tiempo no eran
capaces de sostenerme de forma
grácil; de hecho, hacía siglos que no me ponía tacones. Y ahí estaba, con
las rodillas temblorosas,
mordiéndome el moflete por dentro mientras intentaba aparentar seguridad
en mí misma, y
muriéndome de ganas de rodear con mis pies aquellas dos maravillas
hechas casi de ilusión, porque
mucha materia no tenían. De repente, la campanilla de la puerta me indicó
que ya habíamos entrado y
que no había marcha atrás. El ridículo estaba garantizado. Por suerte, iba
con mi amigo Ariel,
compañero de situaciones estrafalarias y obtusas. Sola, me hubiera muerto
de vergüenza.
Lo de vestirme bien para entrar en una tienda de ropa, me pareció lo más
fuerte que había hecho en
mucho tiempo. Como todos, yo también he visto Pretty woman al menos
cincuenta veces, de las cien
que la han puesto en televisión, y no quería que me echasen de la tienda
como a Julia Roberts. Por eso
fui antes a comprarme un modelito a Papaya, con un dinero que no tenía.
Difícil de entender, lo sé,
pero Ariel me había leído varios párrafos de un libro que se titulaba Vacía
tu mente para llenar tu
bolsillo y que afirmaba, de manera contundente: «Tienes que fingir que
eres rica y poderosa, si quieres
serlo». Yo había empezado al revés: había vaciado mi monedero, pero mi
mente seguía repleta de
miedos, dudas y frustraciones. Sin embargo, entré en la tienda lo más
dignamente posible, intentando
lograr una actitud de VISA Oro y más de doscientos euros sueltos en la
cartera.
—¡Qué bueno está el jodío! —masculló Ariel, mientras estudiaba de reojo
a uno de los
dependientes.
—¿Cuál de los dos? —pregunté en voz baja, mientras disfrutaba del tacto
entre mis dedos de la
fresca tela de un vestido minifaldero de primavera.
—¡Los dos! —exclamó él, que siempre quería abarcarlo todo— ¡Pa›mí!
Me los llevaría a casa
envueltos en una caja y ataditos con un lazo —soltó entre risitas. Los
jóvenes lucían sus cuerpos
musculados dentro de unos trajes con sendas camisas medio abiertas, que
mostraban sus bien
marcados pectorales. Los imaginé sudorosos y con la piel brillante por el
aceite con el que debían de
untarse cada noche mutuamente, tras la ducha.
—¿Son novios? —se me ocurrió preguntarle.
—¡No me digas eso, que estoy intentando ligarme al del traje blanco!
—Pues hazlo con más ganas, porque me parece que ahí hay tomate —le
advertí, dándome cuenta
de las miraditas que se cruzaban, de la caja al escaparate y del escaparate a
la caja.
—¿Puedo ayudaros? —oí detrás de mi oreja y me asusté. Siempre he sido
muy sensible a la actitud
de los dependientes. Si me atienden demasiado rápido, me agobian, pero si
no me hacen caso, me
molestan porque siento que me ningunean. Lo mejor, como afirmaba Buda,
es el término medio. ¿Por
qué los dependientes nunca lo encuentran?
—¿Cómo no? —exclamó Ariel, que ya se le había acercado lo suficiente
como para imitar el gesto
de magrearle el culo, sin que nadie se diera cuenta, salvo yo. Creo que lo
hacía para ponerme aún más
nerviosa—. ¿Sabes? Mi amiga es una reconocida y reputada escritora —le
dijo.
Me puse roja y pensé: «¡Moqueta, trágame!». Que Ariel soltase siempre
por ahí que era escritora,
me parecía algo fuera de lugar, además de inútil; aunque lo peor era lo de
«reputada», que no acababa
de gustarme, porque me sonaba a todo menos a lo que en realidad
significaba.
Siempre le he dado mucha importancia al sonido que tienen las palabras y
al efecto que ejercen en
mí y en los demás. Por ejemplo, odio algunas como: flato, vómito,
mismamente, locuela (¡qué cursi!),
viril (suena a la España profunda, en la que los hombres tenían pelo en el
pecho), calostro (ésta es
horrible, parece un insulto y nadie diría que tiene que ver con la
maternidad), potorro, (esta no estoy
segura de que exista, pero se la escuché una vez a Belén Esteban.
Literalmente dijo: ¡Estoy hasta el
potorro!) etc. Tengo una larga lista. Y, a veces, durante un tiempo, me
enamoro de otras. Ariel
continuó…
—... y necesita un vestido para la presentación de su nuevo libro.
—¿Cómo se llama? — preguntó el dependiente del traje blanco.
—Sibila — respondió Ariel.
Le miré con asombro.
—Me refiero al libro —aclaró el joven.
—¡Ah! —le miró mi amigo con descaro—, se titula: Di «sí» a la
infidelidad.
—Un tema interesante —comentó él. Ariel me guiñó el ojo en señal de
triunfo. Le encantaba
utilizar mi pseudónimo literario para presentarme, porque decía que mi
nombre era demasiado normal
y que yo debía aparentar que era más chic. A mí no me molestaba porque,
al fin y al cabo, aquel
nombre lo había escogido yo, no como el de mi bautizo, y sólo lo utilizaba
cuando me presentaba a
algún concurso de cuentos en el que no me permitían usar el verdadero.
Pero otra cosa era que Ariel se
inventara los títulos de mis futuros libros, en función de su propio interés.
El chico regresó con un par
de vestidos de mi talla y me acompañó hasta el probador. Ariel pensaba
quedarse a su lado, pero lo
cogí por el cuello de la chaqueta y le obligué a que entrara conmigo.
—¿Qué quieres? ¿Fastidiarme el plan? —susurró corriendo la cortinilla
que nos separaba del resto
de la tienda—. ¡Venga, empieza a desnudarte!
—¡Cuando te enfadas así no pareces gay!
—¿Y te pone cachonda, no?
—¡Bah! Ni se me ocurriría pensarlo. ¡Eres mi amigo guay!
—Sí, eso suena mejor que «gay» —refunfuñó mientras me ayudaba a
quitarme la ropa— y mejor
que «homosexual», que suena a caracol o a bicho raro.
—Tú eres homosensual. ¿Verdad que así suena mejor?
—Sí, y tú estereosensual. Desde luego, así suena mucho más musical. ¡Ja,
ja, ja! ¿Has visto cómo
están esos dos? Nunca he hecho un trío, pero…
—¿Me queda bien? —pregunté mirándome al espejo.
—Imagino que sí. Lo siento pero yo ya no puedo ver más que los brazos de
ese tío rodeando mi
cintura —me confesó.
—Ni en tus mejores sueños —le dije—, aunque, pensándolo bien, todo es
posible.
—¿Y tú eres mi mejor amiga?
—Intento ser realista.
—Pues no lo seas tanto. Según el libro que estoy leyendo, sólo tengo que
adoptar la actitud de un
rompecorazones —exclamó, estirándose como si pudiera crecer de repente.
—Estás guapo en esa postura —lo piropeé, apretándome de espaldas contra
él, para alejarme de mi
imagen— ¿Por qué hacen los probadores tan estrechos?
—Los hacen para una persona y nosotros somos dos. ¡No te aprietes contra
mí!
—¿Por qué?
—Porque me voy a chocar con tu mariposa. Lo miré con una media
sonrisa.
—¿Por qué lo llamas mariposa? —me reí.
—Porque se abre cuando quiere y se posa.
—¡Es malísimo!
—Lo sé. No te queda bien, pruébate el otro.
—¿Pero no habíamos quedado en que eras guay?
—Sí, pero, como tú misma has dicho, todo es posible. Y no sería la
primera vez. Me volví con el
vestido sobre la cabeza y el resto de mi cuerpo en ropa interior.
—¡Has estado con una mujer! —exclamé asombrada—, aunque no sé por
qué me extraña tanto. En
realidad, creo que ningún hombre es gay del todo.
—¿Ah, no? ¿Y yo que soy, un gay de tres al cuarto?
—No, pero a los hombres les gusta tanto el sexo que algunos, más listos
que otros, deciden
abarcarlo todo.
—¿Es ésa tu explicación de la homosexualidad?
—Podría ser.
—Pues ni se te ocurra darla a conocer al mundo —me pidió.
—¿Por qué?
—Porque hay cosas que es mejor mantener en secreto. ¿Creías que era
virgen,
estereosensualmente hablando?
—Pues sí —le contesté mientras me esforzaba en bajarme el vestido
tirando de él—. Pensaba que
los guais, eran guais y punto.
—¡Sorpresa! —exclamó—. La mayoría hemos sido estéreos antes de saber
lo guais que éramos.
Tuve una historia con una tía cuando era muy joven.
—¿Y qué pasó?
—Que se aburrió de esperar a que me decidiera entre caracolas y caracoles.
—¡Vaya! ¿Entonces no lo tenías claro?
—No, ¿tú siempre lo has sabido?
—¿El qué? ¿Qué era caracola? —pregunté. Empezaba a liarme con tanto
molusco.
—No, eso se ve. ¡Menudas tetas tienes! Me refiero a si siempre supiste que
te gustaban los
caracoles.
—Siempre lo supe, a pesar de sus babas —respondí con rotundidad.
—¡Para babas, las mías! ¡Ese tío de ahí tiene una caída de ojos
arrebatadora!
—¿Y has vuelto a saber algo de aquella chica?
—Sí, se casó con un tío que siempre había sido su amor platónico y que, al
final, resultó funcionar
mejor que yo.
—Lo siento —le dije—. Pero no te preocupes, porque seguro que ahora
tiene tripa.
—¡Qué va! Tiene una tableta de chocolate que está para comérsela y unos
ojos azules… —Se
asomó por la cortinilla.—A ti sólo te falta la tableta —le aseguré—. Tus
ojos son de quita y pon, ¿no?
Esas lentillas que te has comprado te quedan muy bien.
—¡Ya me gustaría que mi lengua también lo fuera! Siempre quise tener
una lengua larguísima de
lagartija, partida en dos al final, como la de Ally McBeal. La lanzaría
contra el dependiente del traje
blanco y lo lamería por detrás…
—¿Y qué tal éste? —lo corté y Ariel salió del probador para mirarme con
un poco de distancia.
—¿No habíamos entrado para que te probases unos zapatos? —preguntó
haciendo un mohín.
—Sí, unas sandalias. Las del escaparate. ¿Las has visto?
—No.
—Yo creo que no existen. Seguramente son una ilusión de mi mente, igual
que el hombre perfecto.
—El de negro tampoco está nada mal. —Concluyó él y se marchó
dispuesto a pedirle las sandalias
al dependiente.
—¡Espera! —le grité, pero ya se había ido.
Cuando salí, el chico de blanco me esperaba con las sandalias en el suelo.
Sólo tenía que meter los
pies dentro y echarme a andar, si es que lo lograba. Mi amigo me lo estaba
poniendo fácil. Me
pregunté si alguna vez la vida me ofrecería la posibilidad de encontrar un
amor verdadero, alguien con
quien compartir el resto de mis días, con la misma simplicidad. El amor es
una constante en la vida de
cualquier mujer, una razón para levantarse cada mañana, un motivo por el
que respirar y comer. En
realidad, el deseo de enamorarme era la verdadera razón por la que unos
mis pequeños y femeninos
pies eran capaces de resistir el dolor de los callos y mantenerse arqueados
sobre aquellos tacones que
desafiaban a las leyes de la física e, incluso, de la química. Eso o el deseo
de ser la más alta. También
era posible que en mi cerebro todavía quedara alguna neurona que pensara
con sencillez de vez en
cuando y, quizá, era la única.
Las sandalias existían. Yo las veía. Ariel y los dos dependientes también.
Me acerqué para darles
los vestidos que no iba a comprar y me senté frente al escaparate. Vi pasar
a un par de personas
corriendo con calzado cómodo. Cogí una y metí mi pie derecho bajo la
tirita adiamantada, que rodeó
el inicio de mis dedos con delicadeza.
—Son cristales de Pifiowsky —aclaró uno de los chicos poniéndome aún
más nerviosa. Era un
momento delicado, en el que me enfrentaba a la más dura de las realidades:
descubrir que unos
zapatos bonitos dan sentido a una vida femenina.
Abroché la tirita que rodeaba el tobillo. Hice lo mismo con la izquierda.
Puse ambos pies en el
suelo, me levanté decidida, sentí el poderío, caminé unos pasos hasta llegar
al espejo y me miré. Eran
absolutamente ideales. «Así debe de ser encontrar al hombre perfecto»,
pensé. Ariel gritó
salvajemente y me pareció oír que el chico de blanco exhalaba un suspiro
mientras clavaba sus ojos en
mis pies. El otro dependiente se acercó para verlas mejor.
—¡No me imaginaba que fueran a quedarte tan bien! —dijo Ariel, cuyos
pies eran como los de un
gorila blanco. Sonreí orgullosa mirándome en el espejo.
—¡Es la primera vez que alguien se las prueba! —chilló el joven.
Me sentí poderosa, poderosísima, y descubrí una nueva razón por la que
una mujer podía desear
hacer suyos unos tacones altos: la sensación de superioridad es
tremendamente agradable. Oí una
música celestial, la puerta se abrió y el móvil que colgaba del techo se
agitó haciendo sonar sus
campanillas. Giré la cabeza para ver al recién llegado. Era alto y fuerte, y
se paró en seco frente a mí.
Miró hacia abajo y, después, disimuló saludando al otro dependiente. Éste,
muy solícito, lo acompañó
hasta la sección de ropa masculina. Durante unos minutos interminables,
me pareció que el Universo
por fin conspiraba a mi favor, como decían los libros de autoayuda. Me
centré de nuevo en el espejo,
pero no para contemplar mis pies, sino para ver su cuerpo por atrás. Ariel y
el chico de blanco hicieron
lo mismo. Parecíamos tres idiotas disimulando, con las sandalias como
excusa. Acababan de perder
todo el protagonismo para cedérselo a él por completo, al hombre perfecto,
Mr. Right. ¿De dónde
había salido?, se preguntaron todas mis neuronas al mismo tiempo, en una
improvisada fiesta con
champán incluido. Pantalones ibicencos color azul mediterráneo; una
camisa blanca que cubría una
imponente espalda; chanclas de piel marrón oscuro; la altura adecuada —
yo aún me mantenía erguida
dentro de las sandalias hechas de ilusión—; el pelo castaño claro y un
rostro que admiré durante un
instante y que nunca más podría olvidar. Los tres mantuvimos un discreto
silencio para escuchar su
voz, acercando la cara al espejo como si así fuéramos a oírle mejor, o quizá
con la pretensión de
atravesarlo, cual Alicia en el país de los hombres maravillosos.
—¿Te dejo mi tarjeta y vos me das un toque cuando esté? —preguntó con
una voz melosa y
sensual.
—¡Yo sí que te daría un toque! —susurró Ariel.
—¡Shhhh! —chistó el dependiente de blanco, que ya había perdido toda la
gracia para mi amigo
guay.
—¡Claro! —exclamó su compañero sin mirar la tarjeta siquiera. Él era el
único que lo miraba de
frente y se sabía privilegiado.
—Muy bien, te lo agradezco —respondió él como si fuera un actor de
culebrón. Caminó hacia la
puerta, se volvió, nos miró apenas un segundo y regresó junto al
dependiente. Se le acercó y le habló
en voz baja para que no le oyéramos. Por mi cabeza pasó la terrible idea de
que era gay. Por la cabeza
de Ariel y por la del chico de blanco, también. Pude ver sus sonrisas y el
movimiento de sus labios,
húmedos de puro entusiasmo. Mr. Right se giró de nuevo, caminó como
sólo el hombre ideal podría
hacerlo y se marchó. Las campanillas seguramente volvieron a sonar, pero
yo no las oí.
Ariel y el dependiente corrieron hacia el otro chico.
—¿Quién es ese tío bueno? —le interrogó Ariel mientras se acercaba.
«¿Pero no le gustaba el dependiente?», me preguntaba yo, mientras corría
torpemente tras ellos
con las sandalias todavía puestas.
—Aquí está su tarjeta. —Nos la dio.
La cogí. Además de un teléfono y un correo electrónico, sólo pude ver el
logotipo de una empresa
con nombre francés. Me pareció raro; ¡todo el mundo pone su nombre en
su tarjeta! Nos cabreamos,
porque seguíamos sin saber quién era. Se sucedieron las preguntas.
Parecíamos todos amigos. Ariel se
había olvidado de mantener su actitud de ligue, y yo de la mía de pija
ricachona.
—¡Estaba buenísimo! —gritó el dependiente quitándome la tarjeta de la
mano.
—¡Sí! —suscribió Ariel—, ¡de «toma pan y moja»!
Los dejé solos, porque me sentía como una extraterrestre en una fiesta de
pijamas masculinos. Me
quité las sandalias, las metí en la caja y se las devolví al que había hablado
con el hombre perfecto.
—¡Y qué voz tenía! —continuaban ellos.
—¡Parecía argentino!
—No lo tengo muy claro, el nombre de la empresa es raro.
—¡Son tuyas, nena! —exclamó el chico entregándome las sandalias otra
vez.
—¿Qué? —pregunté atónita.
—¿Estás de broma? —insistió Ariel.
—No —contestó él levantando la barbilla y, después, se acercó para
susurrarnos lo ocurrido en
actitud cómplice. Aunque no había nadie más en la tienda, los tres nos
pegamos a él para mantener la
discreción.
—Ese tío bueno me ha pedido un pantalón, pero no teníamos su talla y me
ha dado la tarjeta para
que le avisase cuando la traigamos, pero, antes de irse, se ha girado y me
ha pedido que le mande la
factura de tus sandalias. Después, con una sonrisa que me ha hecho derretir
como si fuera mermelada,
me ha dicho: «Son un regalo para ella». ¡Y se ha ido! —Un gritito salió de
la garganta del
dependiente, que tenía una nuez bien marcada y un cuello trabajado con
esfuerzo en el gimnasio.
La que se había convertido en mermelada ahora era yo. ¡El hombre de mis
sueños me había
comprado las sandalias de mis sueños! No podía ser. ¿Estaría muerta? ¡No!
Estaba viva y me iba a
llevar a casa unas sandalias de Ponche&Bananna, ¡regaladas! El
dependiente metió la caja en una
bolsa. Yo me había quedado sin palabras. Acto seguido, me la dio y anotó
los datos del tío bueno en
una tarjeta de la tienda, la deslizó en la bolsa y me guiñó un ojo:
—Por si quieres darle las gracias.
Al salir, regresamos a la realidad. Ariel no había ligado con nadie aquella
tarde y yo, nada menos
que con el hombre perfecto que me había regalado unas sandalias
perfectas. Minutos más tarde, me
estaba haciendo la gran e inevitable pregunta: ¿volvería a verle algún día?
Unos cuantos años antes…
La copa de vino temblaba en mi mano y en mi boca se dibujaba una
sonrisa, fingida, de aparente
tranquilidad; algo imposible debido al barullo que armaban los flashes de
las cámaras. No me
fotografiaban a mí, eso ocurriría veinticuatro horas después, si tenía suerte.
Aquella mañana, yo me
había hecho pasar por una periodista más, con tal de ver de cerca lo que
deseaba vivir en primera
línea. ¡Cómo no iba a estar nerviosa, si estaba a punto de ganar mis
primeros doce mil euros, sin haber
cumplido aún los treinta! Quizá no os parezca mucho dinero, pero me los
había ganado a cambio de un
libro. Ésa era la meta: el premio ganador de un concurso literario del que
había resultado finalista días
antes. Compartía la oportunidad de ganar con otra autora, que había escrito
una novela que llevaba
como título el muy poco original nombre de una ranchera. El nombre de la
mía era mucho más
atrevido y jovial, y, por tanto, más adecuado, ya que el premio era para
jóvenes.
Mi tío, que trabajaba en una emisora de radio nacional, me había llevado
para que participáramos
juntos de un momento tan señalado en mi vida. Sin embargo, ese primer
día no había sido invitada, un
pequeño detalle que no había querido tener en cuenta, y debía hacerme
pasar por periodista. Era
imperativo ocultar mi nombre, pues la organización no hubiera aprobado
que una de las finalistas se
paseara por allí, antes del fallo del jurado, que iba a pronunciarse la noche
siguiente. Nunca me ha
asustado el riesgo, así que le hice prometer a mi tío que no revelaría mi
identidad y me mimeticé entre
los fotógrafos y periodistas que escribían en sus libretas. Yo saqué la mía,
pero no tomé ni una nota.
Me había quedado sin palabras. Cuando la explosión de flashes acabó, pude
escuchar cómo uno de los
editores mencionaba el título de mi novela y mi nombre completo. Se me
erizó el vello del cuerpo y
me quedé de piedra cuando oí que, detrás de mí, uno de los periodistas
murmuraba:
—Ésa es la que va a ganar, seguro. Él debía de saberlo. Era muy posible
que hubiera acudido a
cientos de presentaciones de fallos de concursos literarios. ¿Por qué dudar
de su palabra? Mi tío, que
también lo había oído y que tenía una cara aún más dura que la mía, se
volvió y le preguntó
directamente:
—¿Cuál crees que es la ganadora?
—¡Ésta, sin duda! —exclamó el periodista, señalando el título de mi
novela en el dosier que nos
habían repartido a la entrada.
—¿Por qué lo crees? —insistió mi tío para rizar el rizo.
—Trata sobre un tema actual, está escrita en clave de humor, es para
jóvenes, tiene un título
divertido y, además, se le nota. Reconozco una novela ganadora en cuanto
leo el título. ¡Son muchos
años ya!«¡Dios te oiga!», me dije a mí misma. Mi tío me miró complacido
y sonriente. Le devolví el
gesto con ilusión y le recordé al oído que nadie debía enterarse de quién
era, pues las bases del
concurso eran muy estrictas. Ningún concursante podía tener relación con
los miembros del jurado
antes de pronunciarse el fallo. Era un momento clave en mi vida y, como
siempre, me estaba saltando
las reglas, así que, al menos, tenía que hacerlo con moderación y pasar lo
más desapercibida posible.
Mi tío me lo prometió de nuevo y continuamos escuchando al editor que se
disponía a hablar de las
novelas presentadas.
—Este año se han presentado más de trescientas obras a concurso, pues
nuestro premio juvenil ha
conseguido una gran aceptación entre el público y se ha dado a conocer
universalmente. Las obras
provienen de diferentes países de Sudamérica y de España y, en ellas, se
tratan diversos temas que
preocupan a los jóvenes. Cabe destacar, por ejemplo, una novela centrada
en el paro, cuya autora
consigue acercarse a tan controvertido y escabroso tema con gracia y
elegancia. De nuevo hablaban de
mí. Tragué saliva, se me había acabado la copa de vino. La dejé en el suelo
e hice algunas fotos con mi
minicámara, a pesar de la vergüenza que me daba sacarla entre las
máquinas gigantes de los
fotógrafos que me rodeaban. Era la primera vez que, debido a mi trabajo,
me veía metida en algo tan
serio, y era maravilloso.
Cuando el jurado acabó de presentar a los finalistas y, tras haber sido
testigo de que mi nombre se
repetía unas cuantas veces más, me sentía completamente esperanzada. Mi
tío daba por hecho que
sería la ganadora y decidió que lo celebráramos con otra copa. Hasta aquel
momento, yo me había
tomado dos, pero él, que bebía mucho más deprisa, ya había doblado el
número. Nos trasladamos a la
sala donde los periodistas preparaban su trabajo. Mi tío y yo, a la espera de
que pasaran los camareros
con las bandejas de canapés, nos encerramos en un locutorio para trasmitir
la presentación en directo.
Me excitaba mucho la posibilidad de participar de un trabajo como el suyo,
aunque sólo fuese por una
vez en la vida. Él vivía en Sevilla y yo en Madrid, por lo que apenas nos
conocíamos, pero me
permitió que leyera lo que iba a decir y que le hiciera algún comentario.
Pensé que lo que había escrito
estaba bien, pero le pedí que no incluyera con tanta certeza el título de mi
novela como la favorita. No
me hizo caso y su retransmisión fue más o menos así: «Tras la
presentación de las novelas finalistas,
podemos dar como ganadora del premio Artemisa de Novela Juvenil a la
favorita, la obra titulada Los
domingos duermo a pierna suelta, de la joven escritora y nueva
revelación…».
Cuando pronunció mi nombre, casi me meé del gusto. Poco le faltó para
decir que yo era de su
sangre. La conexión duró cinco minutos y después regresamos raudos y
veloces para llegar a los
canapés. Mi tío acompañó el refrigerio con una nueva copa de vino y
departió alegremente con sus
compañeros, presentándome como su sobrina, la que trabajaba en la radio.
Mentíamos descaradamente
y todo hubiera salido bien si él hubiese sido capaz de mantener la farsa
delante de los editores que
organizaban y otorgaban el premio, además de publicar la novela ganadora.
Pero las copas habían
empezado a hacerle efecto y el tono rojizo de su rostro se intensificaba por
momentos, al tiempo que
la nariz parecía crecerle con cada mentira. No sé si fue porque pensó que
tener enchufe era lo más útil
en estos casos, pero tras haberme presentado a uno de los editores como su
sobrina la periodista
radiofónica, añadió:
—Mi sobrina, que, como puedes ver, es una preciosidad —me halagó con
su acento sevillano y
cadencioso, y su ilusión cargada de bondad— ha venido, además de para
retransmitir la presentación,
porque…
—¡Un canapé, tito! —le interrumpí llamando ansiosa al camarero—. ¡Por
favor, traiga un canapé
para mi tío! ¡Rápido! El editor me miró de soslayo y supongo que pensó
que estaba loca. Y es que sí,
lo estaba. Loca por haber dejado mi futuro en manos de otra persona. Mi
tío volvió a la carga y,
aunque su voz sonaba entrecortada y gangosa por el alcohol, el editor, que
estaba más tieso que un
palo, parecía querer prestarle toda su atención.
—Pues, como le decía, mi sobrina ha venido porque…
Cogí un canapé de ensaladilla y lo aplasté contra su boca, obligándole a
comer y a callar. El editor
me miró y dio mi locura por sentado puesto que un comportamiento como
ése, en un sitio y en un
momento tan serios, era imperdonable. El hombre hizo un amago de
marcharse, lo cual me alivió,
pero mi tío, con la boca y la mano llena de ensaladilla, le agarró por el
brazo, pringando su traje bien
planchado y farfullando de nuevo:
—¡No se vaya, hombre! Le estaba contando que mi sobrina, esta
preciosidad, ha venido también
porque…Me lancé sobre una de las mesas en busca de una servilleta y me
arrojé literalmente sobre la
mancha en la chaqueta del editor.
—¡Uy, qué torpeza! Perdónele, ha bebido un poquitín. ¿Tío, nos vamos? —
le aparté de él tan
rápido como pude, dirigiéndome hacia la salida.
Casi había conseguido que nos marcháramos, cuando se empeñó en
hacerme una foto delante de la
mesa del jurado y del cartel que anunciaba el premio. No logré
escabullirme y me vi obligada a posar
delante de todos.
—¡Por si no ganas! —me gritó—. ¡Al menos así tendrás un recuerdo!
Recé para que nadie le hubiese oído, mientras esperaba, comiéndome las
uñas, que acabara de
sacarme la foto, algo que, por su estado de ebriedad, tardó largos minutos
en conseguir. Cuando
conseguí cogerle la mano de nuevo y ya estábamos a punto de alcanzar la
salida, escuché a un grupo
de periodistas que aseguraban de nuevo que mi novela iba a ser la
ganadora.
—¿Y tú qué crees? —le preguntó uno de ellos a mi tío, al pasar por su
lado.
—¡Yo creo que va a ganar ella, claro que sí! —balbuceó señalándome—.
¡Vamos a celebrarlo!
¡Niña, llama al camarero para que traiga otra copa! ¡Es ella! —les confesó
sin que tuviera tiempo de
evitarlo—. ¡Ella es la autora de Los domingos duermo la siesta a pierna
suelta, glub, porque estoy
parada, glub, y no gano un duro, glub!
—¿En serio? —quiso corroborar uno de ellos—. ¿Me dejas que te haga una
entrevista? Así cuando
ganes, ya tendré el trabajo hecho.
No sé cómo, pero, de repente, me vi rodeada por dos o tres periodistas que
me hacían preguntas
muy agradables.
—¿Cómo se te ocurrió la historia?
—¿Es real o imaginaria?
—¿El personaje principal existe?
Lo cierto es que ninguno de ellos la habían leído. Era imposible, porque
aún no se había publicado,
aunque sabían qué tipo de preguntas hacer; servían igual para una novela
juvenil que para una historia
de terror. Mientras contestaba, me di cuenta de que mi tío ya no estaba
junto a mí. Miré hacia atrás y
lo descubrí hablando con el editor. Por el rostro serio de aquel hombre,
supe que la habíamos cagado.
Nunca me habían dirigido una mirada que mostrase tanta decepción. Era
posible que se hubiera hecho
ilusiones con mi novela y, ahora, la autora estaba allí, incumpliendo las
reglas. Lamenté haber ido. Me
maldije por haber hecho caso a mi tío cuando me aseguró que podía ser
divertido. Era cierto, lo había
sido, pero si una se salta las reglas se expone a las consecuencias. Y acudir
a aquella fiesta las había
tenido. El hombre dejó solo a mi tío, se acercó a otro editor, comentaron
algo rápido y se volvieron
para mirarme. Pude leer los labios de uno de ellos:
—Las bases están bien claras. No podemos saltarnos las reglas del
concurso —aseguraba.
Sentí que el techo se me caía encima. Mi tío se acercó y exclamó
sonriente…
—¡Dalo por hecho! ¡Eres la ganadora, glub! No sé cómo será en Madrid,
pero en provincias lo más
importante en estos casos es tener un buen enchufe.
Aunque no le culpé de lo que había pasado, nunca más volví a ver a mi tío.
Él lo había hecho con
la mejor intención y, al fin y al cabo, había sido yo la que se había
arriesgado a ir, con tal de vivir
aquella experiencia. Regresé a Madrid para pasar la noche del fallo en mi
casa, lo más lejos posible de
volver a infringir las normas. Mi tío iba a ir a la cena en la que se
proclamaría el fallo y habíamos
quedado en que me llamaría sobre la una y media de la mañana, para
darme la buena noticia. Aquella
madrugada, mi teléfono no sonó y mi corazón se partió en dos. Todos mis
sueños estaban
desparramados por el suelo, todo mi trabajo hecho trizas. Todo por unas
cuantas copas de vino que no
habían salvaguardado el silencio y el engaño. Concluí que era cierto que
los borrachos siempre dicen
la verdad.
Al día siguiente, mi tío me llamó y me explicó lo que había pasado, según
sus elucubraciones,
porque en realidad nunca quiso afrontar la verdad. Le habían explicado que
había perdido por un voto.
La ganadora era Alicia Porras de la Taza y su obra con nombre de ranchera,
trillada y sonora.
Durante los meses siguientes, luché por recomponer los pedacitos de mi
vida, que se iban
fragmentando despacio, cuando caminaba o me movía un poco siquiera.
Tuve que aguantar que la
televisión anunciara a los dos ganadores del premio, el adulto y el juvenil,
cuando ningún año anterior
habían sido anunciados así. Y, como siempre he sido muy valiente, me
compré el libro vencedor y lo
leí, rogándole al cielo que fuera la mejor novela que hubiera tenido nunca
entre mis manos. No fue así,
pero tampoco fue la peor. Era del montón, lo cual fue mucho más terrible
para mí. Había perdido
contra una historia que no iba a entretener a nadie. Sin duda, se vendería —
la fama del premio lo
garantizaba—, pero no arrancaría lágrimas ni risas de los lectores.
Fue entonces, por aquellos días, cuando empecé a sentir que no pertenecía
al mundo que me
rodeaba. Hasta que llegó un momento en que me faltó el aire.
***
Descubrí una pequeña papelería, semiescondida en la plaza, como si
hubiera surgido de repente.
Iba cargada con las tres copias de mi última novela que tenía un título
larguísimo y hablaba sobre
mujeres. Me había quedado muy satisfecha tras escribirla y estaba
orgullosa de mi trabajo, aunque al
cargar con ella por la ciudad, empecé a sentirme culpable, tanto por el
gasto de papel, como de tiempo
e ilusiones. No obstante, ¿acaso no eran míos, tanto el tiempo como las
ilusiones? ¡Podía hacer con
ellos lo que me diera la gana! Caminé hasta la tienda y entré, su diminuto
tamaño me atrapó de
inmediato. El ambiente era un tanto claustrofóbico porque el lugar estaba
repleto de cosas: libros a la
derecha y al fondo, papelería a la izquierda y algún que otro juguete
pequeño, salpicándolo todo.
Sonaba música clásica a todo volumen. Tosí, para llamar la atención, y una
melena gris vaporosa se
asomó sonriente por detrás de la estantería. Él también tosió y se acercó al
pequeño mostrador.
—¡Hola! —me saludó con simpatía. Su melena plateada me trajo a la
mente al león de la Metro,
pero con ochenta años. Sin embargo, aquel hombre era joven. Su pelo y su
cara no tenían la misma
edad. No debía de pasar de los cuarenta.
—¡Hola! —contesté, dejando caer sobre el mostrador las pesadas carpetas
—. Quiero encuadernar
esto, con gusanillo.
Quiso abrir los carpesanos, pero no le dejé. «¿Pero qué se ha creído?»,
pensé ofendida. En ninguna
papelería me abrían las carpetas cuando yo estaba delante, siempre lo
hacían después de que me
hubiera ido. Las sujeté con fuerza hasta que el hombre retiró sus grandes y
blancas manos, de pianista.
Quizá por eso la música clásica. En mi cabeza de novelista descontrolada,
todo empezaba a cuadrar.
—¿Con gusanillo? —repitió, tosiendo de nuevo.
—Sí, gusanillo —repetí mirándole con extrañeza. ¿Es que nunca había
oído hablar del gusanillo?
«¡Vaya un papelero!», exclamé para mis adentros.
—¿Con cartulina detrás y transparencia adelante?
—Claro —corroboré. «¿Pero qué te pasa, tío, es que nunca has
encuadernado nada?», pensé y se
me disparó una ceja incrédula.
—Lo siento —se excusó—, es que sólo hace una semana que he abierto…
¡Ja, ja, ja!
Empezó a reírse con carcajadas muy masculinas, tapándose la boca con la
mano. Pero como mi
idea no era pasármelo bien, sino dejarle muy claro lo que tenía que hacer
con las copias, me armé de
valor y le mostré el original.
—¿Es una novela? —me preguntó girando la cabeza para intentar leer el
título.
—Sí —respondí cortante, dándole la vuelta para que no pudiera leerlo—,
aquí la cartulina y
delante, una hoja transparente, con el gusanillo a la izquierda.
—Lo intentaré, si no se me escapa el gusanillo… ¡Ja, ja, ja! —volvió a
soltar una risotada.
No aguanté más y comencé a reírme yo también.
—¿Para cuándo estará? —le pregunté sin abandonar la sonrisa.
—Para mañana. Pásate a la hora que quieras.
—¿A qué hora cierras?
—Depende. A veces estoy aquí hasta las diez y otras, me aburro y me voy a
casa a las seis… ¡Ja,
ja, ja!
—¡Vale! Entonces, me acercaré mañana por la mañana, para que no haya
peligro de que te hayas
ido antes de tiempo… ¡Ja, ja, ja!
—¡Bien pensado! ¡Ja, ja, ja!
—¡Hasta mañana, entonces! ¡Ja, ja, ja!
—¡Adiós! ¡Ja, ja, ja!
Cuando regresaba a casa en coche me sentía obtusa y me preguntaba por
qué seguía riéndome.
Quizá fuera mi propia necesidad de estar contenta, ya que siempre había
sido una persona muy alegre.
O quizá aquella papelería era, en realidad, una tienda mágica, donde un
brujo de pelo blanco realizaba
conjuros varios. Imaginé que me había hechizado para que no pudiese
parar de reírme nunca más. ¡Ja,
ja, ja! Sería terrible, pero muy gracioso… ¡Ja, ja, ja! A la mañana
siguiente, fui hasta allí de nuevo
para recoger las copias. Esta vez no había música clásica, sino sólo música.
Meses después, cuando el
papelero loco y yo ya nos habíamos hecho suficientemente amigos como
para intercambiar
confidencias, y recordando nuestro primer encuentro, me confesó que
había puesto aquella emisora sin
querer, porque él solía escuchar M80 Radio. Pero aquella mañana, aún
seguía pareciéndome un
director de orquesta, de esos que mueven batuta y melena al mismo
tiempo.
—La he leído —me soltó al verme.
—¿En serio? —Me temía lo peor.
—Me gusta como escribes —me elogió y sonreí aliviada—. Así que… eres
escritora. Yo no lo
tenía tan claro, pero debía de ser algo así, porque había escrito una novela.
No me dio tiempo a
responder y contraatacó:
—Yo también. Soy poeta.
—¿No eres músico?
—Pues no. —Me miró con cara de embobamiento.
—Perdona, creía que… ¿Escribes poesía?
Me arrepentí de la pregunta. ¿Qué otra cosa hace un poeta, sino poesía?
—Ahora estoy escribiendo una. ¿Quieres leerla? —preguntó y me ofreció
un trozo de papel
higiénico.
No lo cogí. Me dio miedo. Y asco.
—Es que no encontraba otra cosa… ¡Ja, ja, ja!
¿En una papelería? Imaginé lo que habría estado haciendo antes de coger
ese trozo de papel. Me lo
ofreció de nuevo y esta vez me arriesgué. Parecía limpio y estaba escrito a
mano. ¡Sólo faltaba que lo
hubiera metido en la impresora! Comencé a leer y me quedé impresionada.
Las palabras se
desparramaban por la densidad rugosa del papel, con una facilidad y
habilidad increíbles. Eran casi
mágicas, perfectas, concretas. La rima adecuada, la palabra justa, la
expresión sincera. Había
plasmado su alma en un trozo de papel higiénico, limpio, ¡menos mal!
Hablaba sobre el amor desde
un punto de vista muy especial, como si amar fuera rendirse ante el mundo
entero y actuar según los
deseos ajenos. Como si amar significara la capitulación absurda y absoluta
de uno mismo ante el otro,
en una guerra sin tregua y sin final. El poema era breve y conciso, pero
totalmente completo. No había
dejado escapar ni un solo sentimiento o emoción. Todas las palabras que
debían estar, estaban escritas.
Nunca había leído nada parecido. Se acercaba a la perfección de los
clásicos, pero con una maestría
actual y espontánea que no dejaba lugar a dudas: aquel hombre era un gran
poeta. Y aquel texto era
más que un poema. Era una respuesta a todas las preguntas que un escritor
o cualquier otro artista
pueda hacerse sobre el amor y la intensidad de vivirlo. Lo había
clasificado, embotellado y etiquetado,
para liberarlo después, con la gracia que tiene una botella de Moët &
Chandon al abrirse. Las burbujas
atenazaron mi garganta y me devolvieron el amor por la poesía. Había
olvidado lo mucho que me
gustaba y aquel gato risueño, me lo había recordado con un solo poema.
Empecé a sentirme poetisa
otra vez. ¡Sus palabras me habían inspirado tanto! Eran tan reales y
surrealistas, al mismo tiempo, que
aquellos versos traspasarían todas las fronteras y permanecerían para la
posteridad en los corazones de
todos los que los leyeran. Me sentí inundada de admiración por aquel
hombre canoso y gracioso que
había escrito tanta belleza en un pedazo de papel higiénico.
—¡Es precioso! —exclamé. No se me ocurrió otro adjetivo. Quizá la
palabra más simple era la
mejor para describir su maravillosa sencillez. Debió de ver mi rostro
embelesado, porque el suyo
también se iluminó.
—Pero, no tiene título —le rebatí.
—Sí lo tiene, pero lo estoy perfilando.
—¿Y cuál es? —pregunté, esperando escuchar el verso más sublime, el
más elevado, el que daría
nombre a la octava maravilla.
—«Yo querría ser pocero» —dijo con solemnidad.
—¿Eh? —Tragué saliva.
—«Yo querría ser pocero»… y ahí seguiría —aclaró mientras señalaba el
papel que yo sostenía
aún entre mis dedos—: «Yo querría ser pocero para adentrarme en tu…».
¿En tu mierda? No se me ocurrió otra palabra que pudiera continuarlo.
¡Increíble! ¿Se podía ser
más sublime aún? Un título de lo más vulgar, incluso tonto o estúpido,
diría yo, y, sobre todo, cutre,
lleno de porquería. ¡Puaj! Recordé cuál era la función de un pocero y me
imaginé a un tío musculoso y
moreno, con un mono hasta la cintura, el torso desnudo, la tableta de
chocolate al aire, el pelo largo,
negro y suelto, el sudor cayendo por su frente, sus labios mojados, metido
hasta las rodillas en un pozo
de mierda maloliente, caliente y caldosa. ¡Pocero! ¿Es que no había otro
oficio? Como si adivinara
mis pensamientos, el papelero intentó explicarse.
—Mi intención era transmitir lo peor de estar enamorado. ¿Y qué puede
ser más duro que trabajar
de pocero? ¿Qué puede hacer sentirse peor a un hombre, que estar siempre
lleno de mierda hasta
arriba? ¿Puedes imaginártelo?
—¡Y de mierda ajena además! —añadí, con absoluta comprensión.
—¡Eso! —afirmó con la cabeza—. Veo que me comprendes. Así me siento
yo ahora, como un
pocero, lleno de mierda… ¡Ja, ja, ja!
Me reí yo también.
—¡Pero es fantástico! Me ha puesto el vello de punta. —Me acaricié el
brazo.
—¿A ver? —se interesó él, alargando la mano y rozando mi piel con sus
dedos.
«¡Uy! —pensé—. ¡Ya empezamos!» Le devolví su trozo de papel higiénico
sublime y le pagué las
encuadernaciones.
—Me han ofrecido dar un curso de escritura en un centro social —me
explicó—. Les he dicho que
lo pensaría. Pero me da un poco de vergüenza hacerlo solo; quizá te
gustaría impartir las clases
conmigo.
—Sí, creo que... creo que... creo que… (¡Vamos, arranca!) … me
encantaría. ¡Sí, claro que sí!
¡Mucho, mucho, sí! —Sentí que me convertía en piedra.
—Pues, si quieres pasarte por aquí una tarde, a la hora de cerrar, podemos
hablarlo un rato
mientras nos tomamos un café.
—Estupendo. Aunque no tienes una hora fija para cerrar, ¿recuerdas?
—¡Ja, ja, ja! Mañana cerraré a la ocho y media, si te parece bien.
—Me parece perfecto. —Cogí las copias y me las coloqué sobre el pecho.
Tuve la impresión de
que me miraba las tetas durante un segundo, pero esperaba sinceramente
que no hubiera sido así—.
Entonces, hasta mañana.
—¡Adiós! ¡Ja, ja, ja!¿De qué se reía tanto? ¿Y por qué yo salía de allí
riéndome también? El tipo
era bastante feo, no cabía duda. No me había parecido nada atractivo el día
en que le conocí, pero su
poema me había enamorado absolutamente.
—¡Espera! —gritó desde la puerta. Regresé.
—Publiqué este libro hace veinte años, cuando era joven. —Y me alargó
un ejemplar—. ¿Te
gustaría leerlo?
—¡Claro! —Sonreí mientras lo cogía. Estoy segura de que se quedó
mirándome el culo mientras
yo caminaba hacia el coche. Cuando di la vuelta para tomar la otra calle,
todavía estaba en la puerta de
la tienda. Empecé a pensar que la poesía era para mí. Él quería ser mi
pocero y yo debía
transformarme en… su mierda.
***
Leer poesía era un riesgo, porque podía hacerme creer que los hombres
saben amar, a pesar de que
me demostraban siempre lo contrario. Eché mano del diccionario.
POETIZAR: 1.º: Hacer o componer
versos u obras poéticas. 2.º: Embellecer o dar carácter ideal a alguna cosa,
con el encanto de la poesía.
Sinónimos: Embellecer, hermosear,
versificar, engrandecer, ensalzar,
idealizar,
adornar,
componer,
inspirar… y, casi siempre, ponerse cursi sin miramientos. En escritura, la
poesía es «el arte sublime».
Tanto que una cosa es ser escritor y otra, poeta. No todos los poetas
escriben prosa, pero hay algunos
escritores que se atreven a escribir poesía con bellos resultados. Sin
embargo, todos los creadores
saben que una vez se internan en el arte de versificar el mundo, su mirada
observadora cambia de
manera irremediable y empieza a ensalzar la realidad cotidiana. Por
ejemplo: El amor en verso, no es
amor, sino un desesperante dolor de tripas eterno; la amistad rimada, no es
amistad, sino sangres
mezcladas en pactos eternos con cortes a navaja sobre la palma de la mano;
las flores, los árboles y los
pajarillos del bosque, en poesía, no son tales, sino seres etéreos y
celestiales que perfuman, armonizan
y susurran tu nombre… el del poeta que escribe y que está harto de que no
le cojan el teléfono, tras
una noche de pasión desenfrenada con el que considera fue el mejor polvo
de su vida. Sé que todo
depende del color del cristal con que se mire, pero todos sabemos que la
poesía es fruto de la
necesidad, fisiológica e imperiosa, de tener buen sexo por una vez en la
vida. Y yo, deseaba tanto
encontrar el amor verdadero que sólo me topaba con pseudoamores
malintencionados y realmente
patéticos.
Su libro era magnífico; su poesía, nada artificial, con un sentimiento
cercano al del corazón
femenino, pero con la fuerza y el afán de dominio masculinos; sus versos
eran muy viriles y tiernos a
la vez, como si él mismo se hubiera derramado sobre el papel. Imaginé a
Aurelio Villalba (ése era el
nombre que aparecía en la portada) como un hombre cuyo cuerpo se diluía
hasta convertirse en la tinta
con la que
estaban escritas sus odas. Reconozco que, después de leerlo, ya no podía
pensar en prosa. Cada
idea, cada frase de mi mente o de mi boca intentaba acercarse a aquella
poesía tan sublime. ¿He dicho
ya esta palabra? Creo que sí; buscaré un sinónimo. A ver… «excelso,
elevado, sobrehumano». Me
enamoré de su libro y de su mente de poeta, pero él me seguía pareciendo
un hombrecillo curioso y
nada normal. Aquella noche fui a buscarle a la papelería y sus ojos se
encendieron como si fuera un
lobo a punto de saltar sobre un conejo. Me sentí un poco aconejada, que no
acojonada. Son
sensaciones distintas, no confundamos.
En el bar hablamos mucho sobre su vida: una esposa, dos hijas y varias
amantes. Era un pocero al
que le gustaba contar con un harén propio. Yo le escuchaba y, sobre todo,
le miraba. Su aspecto era el
de un hombre desgarbado: chaqueta con hombreras, un tatuaje excesivo en
el pecho, su cabello…
Intentaba averiguar, tras esa apariencia un tanto desconcertante, dónde se
escondía el verdadero poeta.
Me contó que la tienda había cambiado su vida. Según dijo, había pasado
de ser un esposo callado y
harto del silencio a tener a unas cuantas señoras y señoritas del barrio
encandiladas con su actitud de
vividor y de conocedor del mundo entero.
—Con la poesía, se liga mucho. ¡Ja, ja, ja!
No lo dudaba, pero esperaba que no pretendiera ligar conmigo.
—Volviendo al asunto de las clases… —le interrumpí.
—¡Sí! —gritó él y yo me asusté—. He pensado en un ejercicio que
podríamos hacer el primer día.
Te lo cuento a ver qué te parece. Le damos un folio a cada alumno... menos
mal que me salen gratis.
¡Ja, ja, ja! Les decimos que escriban una historia breve, con un número de
palabras determinado, para
que no haya alguno que se pase de listo escribiendo, y cuando hayan
acabado les recogeremos sus
textos. Y entonces…
—¿Entonces? —repetí interesada en escuchar el final.
—Entonces gritaremos: «¡Esto no es escribir!». Y romperemos los folios
en pedazos delante de
sus narices. —Hizo ademán con su mano para que me acercara, como si me
fuese a contar un secreto
—. Y, después, les diremos: «¡Esto, es escribir!». —Bebió un sorbito de
café—. ¿Qué te parece?
¿Sublime, verdad?
Pensé que ya había oído demasiadas veces aquella palabra y dije para mis
adentros: «¡Tiene
narices la cosa!», pero en voz alta.
—Bueno, creo que puede resultar un poco arriesgado para el primer día —
añadí.
—Tienes razón, quizá si hacemos eso no vuelvan más. Está bien, piensa tú
algo y lo que quieras
hacer me parecerá perfecto.
Entonces supe que tenía vía libre para preparar los ejercicios, las
propuestas, la teoría y la práctica,
en fin, para organizar la clase entera y, sobre todo, me di cuenta de que él
no haría nada, salvo tocarse
las narices y aparentar que era un poeta torturado, para ver si alguna
alumna de buen ir y mejor venir
picaba el anzuelo. Pero no me importó, ¡estaba tan ilusionada! Por primera
vez, iba a dedicarme a algo
que tenía que ver con la escritura y lo mejor era que iba a cobrar por ello.
Poco, poquísimo, pero lo
suficiente como para considerarlo importante. Además, valoraba el poder
compartir el amor por la
escritura con más personas con las mismas inquietudes e intereses. Sería
maravilloso. Estaba segura.
Y lo haría junto a un poeta increíble que, aunque totalmente desconocido,
había escrito un libro
absolutamente excelso, elevado y sobrehumano, es decir, sublime.
Me sugirió que diéramos un paseo. Recuerdo que pensé: «Paseando bajo la
luna, las estrellas
fulgurantes iluminan tus cabellos plateados al mirarme…». ¡Porquerías! Es
increíble lo que las
palabras son capaces de provocar en una mente sensible o, al menos, en la
de una mujer. El recuerdo
de sus versos, la brisa nocturna, el cielo estrellado, el aroma del parque, el
rumor de la fuente me
recordaban que era maravilloso estar enamorada. «Pero no de un hombre
casado que no te atrae en
absoluto», reflexioné. «No de un hombre casado que te parece de lo más
feo», medité. Era cierto, me
parecía muy poco agraciado, aunque seguramente no lo era tanto. Quizá
sólo me lo parecía cuando
establecía esa absurda comparación entre palabra e imagen. ¿Cómo es esa
estúpida frase que aparecía
en una foto que me hice de pequeña en Mijas, a lomos de un burro-taxi?
¡Ah, sí! «Una imagen vale
más que mil palabras.» Sin duda, al fotógrafo le había salido muy rentable,
pero ese lema es una
absoluta tontería. ¿Cuántas palabras hacen falta para evocar la más bella de
las imágenes? Una, sólo
una. Había que verbalizarla y la mente sería capaz de imaginar cientos de
mundos… Gracias a la
poesía, aprendí que no hay que malgastarlas, porque un poema se escribe
con las adecuadas y las que
sobran se guardan en un cajón para otros versos. Poetizar no es escribir y
escribir no es utilizar las
palabras con torpeza, abatirlas de puro desgaste, repetirlas o aprovechar las
que no encajan. Poetizar
es decir mucho con muy poco; es hablar provocando imágenes. Y ya
sabemos que, para eso, con una
palabra basta. Cambié entonces la frase del burro-taxi: «Una palabra vale
más que mil imágenes», o
mejor: «Una palabra evoca mil imágenes que provocan sensaciones y
sentimientos maravillosos…» y,
para practicar lo aprendido, la reduje aún más: «Una palabra, evoca».
Mientras intentaba recuperar el
aire, me di cuenta de que me había enamorado de una palabra:
«inmarcesible». Se refiere a algo que
no se marchita, aunque más que su significado era su sonido lo que me
había vuelto loca. Contundente
y a la vez suave, contenía la palabra mar en ella. ¿Qué más podía pedirle a
una palabra? En aquellos
días, también odiaba algunas que había redescubierto leyendo un libro:
bobalicón, baba y galápago me
provocaban olores variados, blandura en los dientes y una exagerada
salivación, aunque no entendía
por qué.
Acabadas las reflexiones en el silencio del paseo, regresamos hasta mi
coche atravesando el
parque. La noche estaba fresca, pero qué importaba. Yo aún me movía
entre versos y la ilusión de mis
futuras clases de escritura. El rumor de la fuente me pareció ideal. Nos
sentamos en un banco. Empezó
a contarme su último romance.
—Pero no soy feliz con ella —confesó.
Yo me limité a mirarle, a ser consciente de su rostro de niño empollón, de
su pelo blanco y
alterado alrededor de la cabeza, tipo Beethoven.
—¿Puedo cogerte la mano? —me preguntó.
—Sí —respondí dándosela por adelantado, sin darme cuenta de que, según
su mentalidad
masculina, me estaba apoyando en el quicio de la puerta y diciéndole:
«¡Adelante! Está abierta».
Sentí la piel de sus manos, áspera como la lija. Me sorprendió, porque
esperaba que un poeta
tuviera un tacto suave, de tanto manosear palabras entre sus dedos. Se
notaba que él había manoseado
otras cosas. Vi cómo acercaba su rostro al mío. Su pelo me rozó la mejilla.
Sentí frío, un frío intenso e
inmenso. Sus labios tocaron los míos. Más frío todavía. Abrí la boca. Era
lo esperado. Yo también
quería probar. «Un beso no es nada», me dije. Sentí que su lengua llegaba a
la mía. ¡Ahhh! Parecía la
de una serpiente. Fría como el hielo. Dura, como debería de estar también
otra cosa.
Demasiado pronto para sentir algo dentro de mí. Me eché hacia atrás. Él se
echó hacia delante,
intentando mantener su lengua pegada a la mía y sus labios sobre los míos.
¡Ahhh!, de nuevo. Sentí
asco y me despegué. No estoy segura de si escupí en el suelo. Deseé de
corazón no haberlo hecho. Me
jugaba una incipiente amistad con alguien que tenía en la cabeza algunas
ideas similares a las mías y,
además, unas clases de escritura.
—Lo siento —balbuceé, imitando una escena cualquiera de película de
amor, de las miles que
había visto—, aún no estoy preparada. Acabo de romper una relación y no
quiero meterme en otra sin
estar segura.
—No importa —se conformó él—, mientras sea eso y no mi beso. ¡Ja, ja,
ja!
—¡Ja, ja, ja! —me reí yo también.
Tenía mucha intuición. Había sido su beso, sin duda. Fue el peor de mi
vida. Nunca me habían
dado uno igual, tan absolutamente frío e insípido, tan rígido y tenaz, tan
aburrido y soso. Y supe que
jamás me darían otro igual, porque era poco probable que topara con beso
peor que ése en el futuro.
Me pregunté cómo podía tener tantas amantes aquel hombre. ¿Había tantas
mujeres en el mundo que
se conformaran con besos como aquél? Sentí compasión por ellas. Quizá
nunca sabrían lo que era un
buen beso. ¡Con lo importante que es que te besen bien varias veces en la
vida! Reparé, entonces, en
que había una palabra con la cual Aurelio Villalba nunca sería capaz de
escribir un buen poema. La
palabra era beso. Era algo que estaba por encima de sus posibilidades.
Regresé al coche y le acerqué hasta su casa. Intentó besarme de nuevo para
despedirse, pero retiré
la cara antes de que lo consiguiera. Temí que fuera uno de esos tíos
pesados que no se daban nunca por
vencidos, pero me equivocaba. Él no era así. Aurelio Villalba era un poeta
de sentimientos exagerados
y pasiones sin límite, que respetó el hecho de no tener nunca un romance
conmigo. Eso sí, su lengua
rígida aún está en mi memoria, como testigo del peor beso que me han
dado nunca bajo el cielo
estrellado y la luna llena. A veces, el ambiente poético no lo es todo,
también es necesario que haya
buen material para escribir una buena historia de amor.
—¿Te gustaría ir esta tarde al mercadillo de Bello Porvenir? —me
preguntó al día siguiente, en
cuanto descolgué el móvil para atender su llamada—. ¡Podrás llevar tu
libro para venderlo allí! —
añadió sabiendo que, con esa frase, aceptaría su invitación sin pensármelo.
Durante el trayecto hasta la Casa de Campo, me explicó que había sido
invitado por una de las
pijas que montaba una parada en el mercadillo y que había conocido en la
librería. Me pregunté si
también se la habría tirado. Yo llevaba algunos ejemplares de mi libro
sobre las rodillas, dispuesta a
que me dejaran venderlos en el stand, junto a su libro de poesía. Ser la
enchufada del enchufado
resultaría un poco humillante, pero admití que, en esa parte de la ciudad,
las cosas eran así.
—Está enamorada de mí —alegó para explicarme el favor que le hacía, que
nos hacía a ambos.
«¿Cómo no? —pensé—. ¿Qué mujer, según tú, no está enamorada de ti?
¿Quién podría osar no
enamorarse de ti, según tu mente prepotente de miembro del sexo fuerte,
acomplejado y con
sentimiento de inferioridad?» Esta última pregunta era casi una
descripción.
—Me alegra que, esta vez, tu indudable atractivo sirva para algo útil.
—¡Ja, ja, ja! —dejó escapar otra de sus carcajadas—. Eres la única mujer
que se atreve a hablarme
así.
—«Así», ¿cómo?
—Así, con naturalidad. Ni mi madre lo haría, aunque, de todas formas, ya
no podría hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque está muerta. ¡Ja, ja, ja!
Dejé entrever una media sonrisa. A veces, su continuo sentido del humor
dejaba de resultarme
divertido, pero él —o el personaje que se había inventado y tras el cual se
parapetaba, el de poeta
rebelde, de humor negro y sarcástico— era capaz de reírse hasta de la
muerte. Intuía que, en la
realidad de su corazón, no debía de resultarle tan fácil reírse de sí mismo
como parecía en la
superficie.
Su coche daba miedo. No me di cuenta realmente de cuánto hasta que me
bajé de él. Era pequeño,
descolorido, sucio y todo lo que tenía, por dentro y también por fuera,
hacía ruidos estrafalarios. Las
puertas hicieron «crac» al abrirse y cerrarse, lo que provocó la mirada de
unos millonarios que se
tomaban una cervecita en una terraza frente al aparcamiento. Me sentí
pequeña. Lo dejamos
estacionado junto a otros coches de las más altas gamas. También de alta
gama, eran las
mujeres del interior del mercadillo. ¡Qué pijerío! Me atusé el pelo cuando
recordé que había hecho
todo el viaje con la ventanilla abierta, porque el coche de Aurelio no tenía
aire acondicionado. Ellas
lucían sus cabezas enlacadas y teñidas de ese color tan típicamente pijo, el
rubio agrisado, que ni es
rubio ni es nada. Se habían vestido con trajes de corte Chanel y adornado
con collares de perlas,
cadenas de oro y algún que otro brillante alrededor de las muñecas. Sara
Montiel cruzó el pasillo
acompañada de un par de señoras agarradas de sus brazos, arrastrando pies
y túnica, caminando
despacito, con el pelo estirado como una segunda piel sobre su cabeza. Le
vi el rostro de perfil. Era tan
guapa como en televisión.
—¡Ésa me suena de algo! —exclamó Aurelio al descubrirla.
El stand de su amiga estaba al principio del recorrido, así que no pudimos
adentrarnos mucho en
ese mundo al que me hubiese gustado echar una ojeada. Nos dejaron un
hueco en la mesa de los libros
antiguos y de ocasión, que vendían para ayudar a los niños desamparados.
La idea me parecía
inmejorable. Vender cosas viejas, pero valiosas, que ya no sirven a sus
dueños, pero que otros pueden
colocar en algún rincón de su casa, para recordar que gracias a aquella
cómoda, tan cómoda, del siglo
XIX, unos huerfanitos tendrían la posibilidad de estudiar en un buen
colegio. Me parecía estupendo,
sobre todo porque, al fin y al cabo, sólo se trataba de cambiar las cosas de
sitio. De casa de la señora
de Fulano a casa de la señora de Mengano. Imaginé que reconocerían sus
cómodas y candelabros en
las mansiones de sus amigas, en sus tardes invernales de té. Y si, además,
servía para renovar el
mobiliario, no podía haber una ocurrencia mejor. También los libros que
allí se vendían podían
cambiar de hueco en la estantería, y pasar de estar entre Baudelaire y
Rosalía de Castro, a compartir
anaquel con Platón y Jung. De poetas a filósofos y viceversa. Mi libro
podría haberse colocado entre
cualquiera de ellos, sin destacar en absoluto.
Al sentarnos, la pija se nos acercó y saludándonos con gran amabilidad, le
dio instrucciones a
Aurelio sobre cómo debía colocar su libro, pero del mío no dijo ni una sola
palabra. Me senté junto a
él y vi pasar los minutos a su lado, mientras la gente recorría el pasillo, de
un lado a otro, sin mirarnos
siquiera. Yo ya había estado en la feria del libro, por lo que sentirme como
un mono de zoo, no era una
sensación desconocida para mí. El problema era que nadie reparaba en los
primates recién llegados.
No obstante, nosotros tuvimos la oportunidad de disfrutar de un largo
desfile de personalidades de la
más alta alcurnia madrileña; engalanadas todas, y todos, hasta la médula,
con los bolsillos vacíos y las
cuentas bancarias llenas, cosa que se expresaba en sus amplias sonrisas.
Seguramente, valoraban la
gran labor que estaban haciendo y no era para menos, pues habían
conseguido llenar el recinto a las
tres de la tarde, a pesar de que, con el calor que hacía, no era una hora muy
saludable para salir de
casa. Aurelio miraba, como en un partido de tenis, el ir y el venir de cada
una de ellas, lamentando no
poder cazar entre aquella ganadería a alguna presa que, además de
sexualmente, le satisficiera el
bolsillo de vez en cuando. Pero estábamos allí para algo más que observar
el mundo de alto nivel. No
perdí más tiempo y me levanté para charlar animadamente con aquella
señora conocida suya. Le
pregunté, de la forma más sutil que encontré, si podía yo también vender
mi libro junto al de Aurelio.
Éste me miraba desde su silla, adivinando mis palabras que, según mi
opinión, debía haber dicho él.
Ya que me había llevado de acompañante, era lo mínimo que podía hacer
por mí. Empezaba a darme
cuenta del egoísmo de mi amigo, pero como también me resultaba útil,
preferí callármelo por el
momento. Regresé a mi asiento y desplegué mis ejemplares sobre la mesa.
Había traído más que él,
pero como no quería abusar dejé unos cuantos dentro de la bolsa.
—Sabía que conseguirías poner el tuyo también —me aseguró.
«No ha sido gracias a tu ayuda», pensé. Por primera vez, me miró con el
rostro serio y exclamó
con sinceridad absoluta:
—Creo que eres de esas personas capaces de conseguir todo lo que se
proponen.
Reconozco que aún me sorprende aquel elogio, sobre todo viniendo de un
hombre que solía
piropear mi físico, pero casi nunca mi inteligencia. En ese momento, era
difícil que yo pudiese tener
esa imagen de mí misma, pero por un instante y gracias a la franqueza de
sus ojos, comprendí que
todo era posible para mí. Sin embargo, esa sensación no duró demasiado,
sobre todo porque un
hombrecillo anciano y bien educado se acercó para hablarle de su libro de
poesía y comprarle un
ejemplar, pero ningún alma confundida hizo lo mismo con el mío. No
obstante, debo reconocer que la
espera, viendo pasar dinero y éxito personificados en mujeres de alta cuna,
fue muy satisfactoria. El
veterano se marchó y dejó el rostro de Aurelio invadido por la satisfacción.
—¿Sabes cómo me siento ahora mismo? —me preguntó.
—¿Feliz? —respondí con otra pregunta.
—No. Siento que quisiera morirme en este mismo instante.
—¿Por qué? —pregunté confundida.
—Porque no necesito nada más en la vida, ni un minuto más, sólo este
momento. Estar aquí,
hablando con ese hombre de mi poesía, contigo a mi lado, este lugar…
Quiero morirme ahora
mismo… ¡Ja, ja, ja!
Aurelio tenía una forma muy particular de expresar felicidad, en las
poquísimas ocasiones en que
era feliz, en aquella vida de constante y revelador sufrimiento poético, de
una cotidianeidad que él
aborrecía con toda su alma. Podía hablar de amor con él como sólo podía
hacerlo con las mujeres, y no
con todas, sólo con aquellas capaces de sentirlo como algo que sobrepasaba
las emociones de este
mundo. Para Aurelio, su única misión en la vida era amar y, para eso,
necesitaba practicar mucho, con
distintas mujeres y tener diferentes historias con cada una de ellas. No
importaba si estaba casado y
tenía dos hijas que le odiaban tanto como su esposa, una amante que aún no
había cumplido los veinte
años, además de un desfile de candidatas y una amiga, a la que deseaba
sexualmente y a la que le
hubiera gustado saber amar. Esa amiga era yo, porque él nunca fue otra
cosa para mí que mi amigo
poeta. El primero que conocí y sigo pensando que el mejor. Después, tuve
la oportunidad de conocer a
otros poetas y poetisas que siempre le escribían al desamor, pero ninguno
rimaba sobre el amor como
Aurelio. Y, aunque a veces se confundan en nuestro corazón, el amor y el
desamor no son la misma
cosa.
—¿Sabes lo que creo? —me dijo—. Que estas pijas se corren cuando
piensan en la labor altruista
que están haciendo.
No pude evitar una gran carcajada. Aquel hombre era capaz de destrozar
con una simple
vulgaridad, cualquier momento de felicidad que alcanzara en su vida, a
pesar de que eran muy escasos.
Supongo que envidiaba el dinero que le hubiera dado la posibilidad de
divorciarse, seguir alimentando
a sus hijas, mantener a su amante y a su ex esposa, y huir hacia la libertad.
Incluso un poeta tiene claro
que hay que comer y vestirse cada día. Nunca he estado de acuerdo con los
que piensan que los
escritores vivimos en un globo, con un cordel que nos mantiene atados al
mundo, aunque ajenos a él.
¿Quién podía, además, sentirse lo suficientemente importante como para
tirar del cordel de vez en
cuando y hacernos regresar a la tierra? Me había encontrado a más de uno,
y de una, así. La ignorancia
es muy atrevida. Los escritores tenemos los pies en la tierra como
cualquiera, sencillamente nos
diferencia la peculiaridad de que, cuando escribimos, somos capaces de
volar hasta el cielo y regresar
en cuanto dejamos de teclear o soltamos el bolígrafo. Un escritor no es un
loco que vive creyendo en
sueños irrealizables, sino alguien que escribe, ni más ni menos. Y allí
estábamos los dos, con nuestro
cielo sobre la mesa en forma de libros, de los que yo no vendí ni uno y que,
por supuesto, doné para
aportar mi granito de arena a una gran labor social.
Durante el regreso a casa en coche, Aurelio me confesó que se sentía
intimidado por mi escritura.
Yo admiraba cada uno de sus versos de una manera casi infantil y me
fascinaban su forma de reírse de
la vida y sus sueños de poeta de juventud. Me parecía impensable que
alguien como él pudiera
admirarme. Pero él lo hacía. Quizá no de la mejor manera. Aurelio no
hacía bien casi nada, así que era
normal que no supiera ni siquiera halagarme, aunque tenía el valor de
sincerarse y decírmelo. Eso era
más de lo que yo podía esperar de ningún hombre y de muchas mujeres
también. Nos cubrió un mutuo
halo de admiración, que nos provocó una sonrisa de absoluta felicidad que
duró todo el camino.
***
—¡Vaya unos alumnos que tenemos! —me dijo un día con aire de escritor
malogrado, frustrado y
torturado, que necesita dárselas de talentoso. Para mí lo tenía y mucho,
pero él quizá hubiese
necesitado a unos cuantos lectores pidiéndole que les firmara sus libros y
revoloteando a su alrededor,
para demostrarle lo bueno que era.
—¡Ja, ja, ja! —se rió—. ¡Un niñato poeta!, ¡una gurú de pueblo!, ¡la
suegra!, ¡la nuera! —los
describió a su manera.
—¿La suegra?, ¿la nuera? —repetí.
—¡Sí, esas mujeres que escriben siempre sobre su suegra y su nuera! ¿No
se dan cuenta de que su
vida privada no entretiene a nadie? ¡Podrían inspirarse en otra cosa!
—Bueno, es lo que tienen —contesté.
—Entremos. —Se me adelantó.
Antes no sabía algo que ahora sé y mantengo en mi interior como una
revelación que me hubiese
venido directamente de los archivos celestiales, donde se guardan los
secretos más importantes del
mundo. Ahí, con toda seguridad, es donde se guardan los diez
mandamientos de Moisés; las leyes del
sabio Salomón y, sin ánimo de ofender a nadie, también esta pauta que
indica que si siento una
pequeña punzadita en mi interior, bien sea en el corazón o en el estómago,
debo hacerle caso porque es
un llamamiento de mi sabiduría interior o mi intuición. Si, además, viene
acompañada por la visión de
algún gesto, palabra o actitud, que claramente me está diciendo que algo ha
cambiado, debo hacerle
caso, casi por ley. Pero, por regla general, no suelo reparar en ella nunca. Y
aquella ocasión no iba a
ser menos. Pasé por alto las palabras de mi compañero y entré en clase,
dispuesta a entregar lo que
sabía sobre escritura con el mismo animoso espíritu de siempre.
Estaba planteando un nuevo ejercicio a mis alumnos, haciendo uso de mi
tiempo para hablar. Me
había dado cuenta de que Aurelio no estaba dispuesto a despegar sus labios
aquel día ni para besar a su
amante, la postadolescente que le acompañaba todas las tardes, intentando
hacerse pasar por alumna y
sentándose siempre a su lado, para dejar claro que él era de su propiedad. A
mí no sólo no me
molestaba su presencia, sino que incluso me caía bien. A los otros
alumnos, no lo sé, porque nadie
preguntó nunca nada. Sin embargo, yo intuía que ellos sospechaban lo que
era y por eso la aceptaban
en la clase, aunque estaba claro que no tenía ningún interés en escribir.
Continué explicando el ejercicio y, como siempre, la respuesta de mis
alumnos se traducía en
poner una gran atención a mis palabras e indicaciones. Llegábamos
siempre a un punto en el que, entre
preguntas y respuestas, Aurelio terminaba por eclipsarse a sí mismo con su
silencio e incluso parecía
desaparecer, aunque su cuerpo continuaba presente. Y es que él nunca
había tenido mucha intención de
transmitir su saber literario. Por eso siempre supe por qué me había pedido
que fuera su compañera,
porque necesitaba a alguien que supiese hablar y trasladar lo que él era
incapaz de expresar, a no ser
que fuera con un poema.
—Y yo te haré también una pregunta —me dijo con rapidez, metiéndose al
fin en la conversación
literaria.
—¿Cuál? —le pregunté feliz por su regreso a clase.
—¿De qué mierda sirve todo esto? —exclamó alzando la voz, mientras
sacudía mis ejercicios con
su mano derecha, como si quisiera lanzarlos por la ventana.
Durante unos interminables segundos, nadie dijo nada. Su amante
adolescente le echó una mirada
de sorpresa, tras levantar por fin sus ojos del móvil, al que se aferraba
cuando parecía aburrirse. Al ver
que no recibía réplica por parte de nadie, Aurelio volvió a la carga.
—¿De qué mierda sirven estos ejercicios? ¡Quien tiene talento, lo tiene y
ya está! ¡No se puede
enseñar a escribir a nadie!
En parte, estábamos de acuerdo. Siempre he dicho que a escribir no se
enseña, sino que se aprende,
pero no compartía su idea de que los ejercicios no servían para nada y eran
una práctica de mierda.
Los había elaborado yo, con mi mente y mis manos, con mi gran ilusión y
la idea que me ha
acompañado siempre de que cualquiera que lo desee puede escribir si se lo
propone. ¿Por qué mi
compañero saboteaba así mi esfuerzo, mi trabajo, mi tiempo gastado en
aquellas clases por amor al
arte? Se suponía que debía colaborar conmigo, codo con codo, pero ahora
me daba cuenta de que eso
nunca había ocurrido. Desde el primer día, yo había hecho todas las
propuestas; yo impartía las clases
y él tan sólo rompía su silencio de vez en cuando, para soltar una
estruendosa carcajada tras la lectura
de algún texto. Y, encima, tanto los alumnos como yo le soportábamos con
estoicismo. «¿Por qué?»,
me pregunté con la sorpresa aún en mis ojos. En ese momento, no pude
retenerlo más dentro de mí.
Llevaba demasiado tiempo callada, aceptando su desgana, su desidia,
incluso su desdén. Respiré y abrí
la boca.
—¡Son ejercicios! Al menos, uno de los profesores se esfuerza por
transmitir algo sobre escritura.
A la amante adolescente se le subieron los colores, se le cruzaron los ojos y
los cables también,
arqueó las cejas, movió las orejas, se tocó el pelo al estilo pija venida a
menos, abrió la boca y profirió
una lindeza en su defensa.
—¡Eh, que tú estás aquí gracias a él!
Pude ver la satisfacción en la mirada de Aurelio y una gran sonrisa en su
rostro. La contempló,
amantísimo. Aquella noche habría sexo, fijo. A él le ponía que ella le
defendiera y le permitió que
siguiera haciéndolo. La niña, mientras tanto, no cerraba la boca y repetía lo
mismo constantemente,
hasta que le dije:
—Ése no es un tema de escritura y, si quieres, lo hablamos fuera. Ahora,
sigamos con la clase.
Me sorprendí de mi profesionalidad. Fui capaz de continuar con las
explicaciones y los ejercicios,
como si nada hubiese pasado, mientras los alumnos se reponían del asunto,
y Aurelio y su amante
adolescente, continuaban allí, haciendo acto de presencia, en silencio,
ambos con el rabo (de él) entre
las piernas. Continué hablando y dando indicaciones, corrigiendo textos y
aportando ideas hasta el
final de la sesión. Ellos salieron antes que yo. Los alumnos, en señal de
apoyo, me abrazaron al
despedirse. En la puerta, alguien me esperaba, pero no era Aurelio, sino su
joven amante. Ni siquiera
recuerdo lo que me dijo. Sólo soy capaz de recrear en mi memoria la
escena de una niñata que agitaba
su pelo de un lado a otro, mientras me chillaba estupideces y me contaba lo
afectado que se había
quedado su amante por lo que yo había dicho. ¡Yo! Hubiera jurado que
había sido él quien había hecho
un feo comentario sobre unos «ejercicios de mierda», según sus propias
palabras, con lo que no sólo
me había herido a mí, a mi ilusión y esfuerzo, sino también a los alumnos.
Había acabado con su
entusiasmo y con la esperanza de aprender algo de nosotros. ¿Habríamos
vivido escenas distintas?
Mientras la niñata continuaba gritándome, busqué a mi amigo tras ella. Yo
quería hablar con él y
no con una asistente de polvos robados por las esquinas. Por mí, podía
tirárselo las veces que quisiera.
No era su físico lo que más admiraba de él precisamente, pero aquella
tarde toda la fascinación se me
escapó entre los dedos. La voz de la chica era estridente y cuanto más
hablaba, más insoportablemente
pija me resultaba. Empezó a escupir mientras gritaba defendiendo a su
amante, pobrecito, que no era
capaz de justificarse por sí mismo ni de hablar conmigo. «¡Poeta cagón! Se
acabó», me dije. Levanté
la mano derecha como si fuera un guardia en un cruce y exclamé:
—¡Me voy! —Y me alejé de ella, corriendo hasta el coche.
Fue la última vez que los vi. Una semana después, el día que correspondía
a la siguiente clase,
recibí un mensaje en mi móvil. Era de Aurelio y decía: «Puedes dar la
clase tú un día a la semana, y
yo, otro. A pesar de que la clase es mía, podemos organizarnos así».
«No, gracias», pensé. Me parecía una solución muy estúpida. ¿Es que no
pensaba hablar conmigo?
¿Por qué se comportaba de esa forma tan incoherente? Entonces lo entendí.
Las sensaciones internas, a
las que no había querido hacer caso, se mostraron ante mí como resortes
que saltaban en mi memoria
y empezaron a sucederse sin parar: mi libro expuesto en el mercadillo del
Bello Porvenir; la
presentación en la feria del libro de Madrid, a la que él y su amante
adolescente asistieron con briznas
de hierba en el pelo, tras haber estado retozando en el parque; los alumnos
comprando mi libro en
clase y pidiéndome que se lo dedicara; mis ejercicios y los textos
maravillosos que surgían gracias a
ellos y a mi entusiasmo; etcétera. Los celos lo habían consumido como lo
que era: un poeta anónimo
con la autoestima más anónima todavía. Se sentía una mierda y por eso
había actuado así. Lo malo es
que lo había hecho contra mí y ni siquiera había tenido el valor de
disculparse. Hubiera bastado un
breve mensaje, con un «lo siento». Sin embargo, ahora Aurelio volvía a la
carga para recordarme que
la clase era suya. Estaba de acuerdo. Además, siempre he pensado que
cuanto antes se acabe lo que ya
no tiene que estar en mi vida, mucho mejor; así el dolor y el tiempo
perdido son menores. Un torrente
de lágrimas resbalaba por mis mejillas mientras reflexionaba acerca de
todo esto. Realmente, Aurelio
me había caído bien y echaría de menos nuestras conversaciones sobre la
vida, el amor y la literatura.
Y, sobre todo, echaría de menos su jocosa y carcajeante forma de ver sus
propias desgracias. Era
curioso que incluso la queja adictiva pudiera resultar tan divertida en un
poeta olvidado de sí mismo.
—La clase es tuya. ¡Quédatela! —le contesté y añadí—: ¡Cuánto me alegro
de no haberme
acostado contigo!
Había leído en el libro Dios vuelve en una Harley, de Joan Brady, que las
personas son como las
plantas: a veces crecen demasiado y hay que trasplantarlas. No decía nada,
sin embargo, sobre los
pulgones que intentan comerse las hojas. Una semana después, estaba
haciendo las maletas, porque mi
maceta se me había quedado pequeña.
***
Un escritor sabe lo importante que es crear una atmósfera o ambiente en el
que sus personajes
resulten verosímiles. Si le apetece, puede escribir sobre un lugar
imaginario fuera de nuestra galaxia,
en el año 4010, pero si describe con exactitud a un grupo de personas
comiéndose una paella de
salpicaduras de meteorito, sobre la luna de la nave, el lector saboreará el
regustillo a quemado de la
piedra junto con el arroz bien socarrat, como dicen los valencianos.
Yo también necesitaba crearme una atmósfera y sentir que encajaba en
algún sitio, así que me
trasladé cerca del Mediterráneo, a Benidorm. En Madrid, hay algunas
poblaciones que dan miedo y
sus habitantes generan angustia. Por eso, encontrar un lugar con gente de
horizontes abiertos, que me
daba la bienvenida y nunca me hacía sentir extraña, fue para mí como si
me acunaran en una hamaca
en el Caribe.
El cambio había sido más que considerable, aunque desde el primer día
intuí que me acoplaría
bastante bien al entorno. Y así fue. Allí encontré valientes que querían
escuchar mis locuras y, de
paso, transmitirme las suyas como justo intercambio. Me sentía muy
agradecida, porque el lugar era
muy artístico y cultural; cerca, había un Palacio de la Música y una
facultad de Bellas Artes. Aspiraba
a convertirse en ciudad, sin embargo, había rasgos de su carácter que no le
permitían dejar de ser un
pueblo mediterráneo, y eso era lo que más me atraía: las fiestas nocturnas
en la playa; la calma chicha
en las calles; los turistas invadiendo las tiendas; el mercadillo; los
universitarios vestidos de
rastafaris; los gatos playeros; las procesiones con penitentes de traje de
chaqueta y peinetas; los moros
y cristianos contemporáneos, todos juntos en armonía, salvo en la
representación histórica de las
fiestas patronales; noches de San Juan con quema de deseos y hogueras que
saltar; paellas; sardinas a
la plancha; y ese mar maravilloso que aparecía y desaparecía al fondo de
las calles.
Mi llegada había sido aparatosa, pues aterricé con todos mis muebles.
Tenía entonces la creencia
de que si me trasladaba, debía cargar con los restos de mi pasado, que,
dicho sea de paso, no recordaba
con demasiado cariño. Mi idea de lo que tenía que ser una vida entretenida
distaba mucho de la
realidad. Aún así, me acompañaba mi cama y, si hubiese contado con
cuatro porteadores nubios de
brillante musculatura, me habría paseado tumbada en ella por las calles del
pueblo, como ocurría en
un culebrón colombiano de cuyo nombre no quiero acordarme, con una
famosa banda sonora que
después interpretó Julio Iglesias.
Allí estaba yo, con mi lecho de dos plazas; mi enorme sofá con dos sillones
a juego; una mecedora
que había pasado de tía a sobrina y después de hermana a hermana, hasta
llegar a mí; una cómoda
mexicana que pesaba casi tanto vacía como llena; una silla de camello (que
nadie me pregunte la
razón, pero tenía una silla de camello); cajas con platos, cacerolas y
cubiertos; un viejísimo ordenador
con una cabeza gigante que me regañaba cuando lo encendía, y una mesa
de despacho rústica, parecida
a la de un notario de pueblo toledano, con profundos cajones donde meter
cuentos, poemas y novelas,
que probablemente nunca verían la luz ni serían leídos por nadie.
Los musculosos del camión metieron todos los muebles a presión en el
apartamento que había
alquilado. No era mi primera vivienda allí, pues antes había pasado algunas
semanas entre muebles
ajenos, en otros apartamentos también alquilados. Sólo pagué la mudanza
mis bártulos y enseres,
cuando estuve decidida a quedarme, un mes después de haber llegado.
Quizá me precipité un poco,
pero soy una mujer arriesgada por naturaleza.
Me acomodé en los bajos de un edificio que habían convertido en casa y
que tenía un gran local
vacío delante, con las paredes estucadas en un horrible color naranja,
donde empecé impartiendo mis
clases de escritura. Por la noche, debía bajar la persiana como si mi casa
fuera una frutería y me daba
claustrofobia. Además, cientos de cucarachas de un tamaño considerable
habían decidido invadirme y,
para aumentar mi desesperación, mi habitación daba, pared con pared, a un
bar. Tenía que dormir con
tapones en los oídos por el ruido, las voces y el zumbido de las moscas.
Aún se me eriza el vello cuando recuerdo la tarde en que entré a pedirle a
la dueña, La Rosa, que
tuviera un poco más de cuidado al abrir y cerrar la puerta de la cocina y al
lanzar las botellas de vidrio
al cubo de reciclado. El bar, como tantos otros en el Estado español, estaba
lleno de hombres que me
miraron con recelo e ideas más que sospechosas, al ver mi melena rubia;
parecía una escena de cantina
en el salvaje Oeste. Si hubiera tenido un caballo que dejar atado en la reja
de la ventana, habría
acercado mis manos a los bolsillos de mi pantalón ibicenco, con rostro
amenazante, dando a entender
que en cualquier momento podía desenfundar y disparar más rápido que
ninguno de ellos. Pero no
había caballo pastando afuera y yo había llegado caminando con mis
chanclas, con unos pantalones
blancos vaporosos y una camisetita de tirantes, que dejaba al descubierto
mis hombros y mis brazos
morenos, el pelo al viento y un cartel en la frente que decía «semiturista»,
porque ya no era una turista
en el sentido estricto de la palabra.
—Buenas tardes, ¿Rosa? —pregunté con educación y con la mejor de mis
sonrisas al acercarme a
la barra.
Un caballero, amorrado a un tinto y con un palillo entre los dientes, me
miró de arriba abajo y con
una amable indicación con su barbilla me señaló a la mujer. La Rosa, que
era el humano de mayor
tamaño en el bar y que sobresalía de la barra mostrando su suculenta
delantera, ni se molestó en
contestarme. Me miró de soslayo —esta expresión tiene algo de antiguo y
ancestral, y ridículo al
mismo tiempo, que me encanta— y continuó abriendo botellas de cerveza
con los dientes. Me acerqué
un poco más, sorteando a los hombretones de la barra, hasta que no tuvo
más remedio que abandonar
su actitud de mesonera medieval y prestarme atención.
—Hola, Rosa, encantada de conocerla —dije con mi vocecita de recién
llegada—. Mire, acabo de
mudarme al piso que da pared con pared con su bar…
—Ahí no hay ningún piso —gruñó.
—Antes no era un piso, pero le aseguro que ahora sí lo es —insistí sin
cejar en mi empeño de
sonreírle.
—Eso es un local —volvió a refunfuñar.
—Verá, Rosa, deje que le explique. Eso antes era un local, pero ahora lo
han convertido en una
vivienda y yo vivo en ella.
—¡Pero si todavía tiene la persiana de hierro!
—Ya, Rosa, pero, aún así, es un piso y yo vivo ahí, y mi dormitorio está
justo pegado a esa pared.
—Alcé el dedo para señalarla—. Y le aseguro que el ruido es insoportable
durante todo el día, pero
por la noche es mucho peor. ¿A qué hora cierra usted el bar?
—Cuando se van —mugió.
—Ya, pues querría pedirle si puede exigir a sus clientes que hagan un poco
de menos ruido a partir
de las doce de la noche. Se lo agradecería.
Me sonrió con desdén.
—Vale —respondió.
—Mil gracias, Rosa, se lo agradezco mucho. Es que, verá, llevo días
durmiendo con tapones y…
—¡Marchando dos botellines y una de bacalao al pilpil! —ladró
amenazadora.
Rosa había dado por terminada la conversación. Me di la vuelta y salí de
allí con varios ojos
masculinos pegados a mi trasero. Por supuesto, La Rosa y sus clientes
siguieron siendo igual de
ruidosos y yo, en lugar de usar un tapón en cada oreja, comencé a usar dos
y a aprovechar el insomnio
para filosofar sobre las cosas importantes de la vida, como, por ejemplo:
¿Por qué cuando lo aprietas
poco a poco, el oído se expande tanto como para que quepan dos o más
tapones en cada agujero?
Tras acoplarme a mi nueva situación nocturna, compré un tablón enorme
de madera, que cargué yo
misma con toda la ilusión del mundo y pinté de un azul intenso, porque
alguien me había dicho que el
azul era el color de la expresión. Después, abrí el local a los que quisieran
apuntarse a mi primer taller
literario mediterráneo. Empapelé el pueblo con anuncios y, al poco tiempo,
empecé a recibir llamadas
de los que serían mis primeros alumnos.
El primer día, estaba expectante. No nerviosa, porque ya había dado
muchas clases antes, pero sí
esperaba con emoción conocer a mis nuevos acompañantes en este viaje
que era escribir. La mayoría
eran principiantes, algunos habían redactado algún cuento o poema, poca
cosa; el taller no iba a ser
demasiado complicado. Uno a uno, fueron llegando y ocupando sus
asientos alrededor de la mesa azul.
Me hubiera gustado escribir frases en ella, pero siempre he tenido una
caligrafía horrorosa y no habría
quedado bien. Eso es por culpa de que yo aprendí a escribir cuando era
demasiado pequeña, apenas dos
años y medio, según mi madre que fue quien me enseñó. Recuerdo que en
las cartillas de entonces,
había dos dibujos atrás, que señalaban cuál era la postura correcta de la
mano y cuál era la incorrecta.
Yo aprendí la que no debía y desde entonces, el boli me baila entre los
dedos con alegría y jolgorio.
Quizá por eso, aunque mi caligrafía resulte muy poco firme, mi escritura
es tan auténtica y arriesgada.
¿Quién sabe?
Lo que más me entusiasmó fue que cada alumno procedía de un sitio
diferente: había una
uruguaya, uno de la zona, una madrileña, una valenciana y un chico del que
nunca supe descifrar su
origen porque hablaba en un idioma extraño, medio castellano, medio
extraterrestre, es decir,
castellarrestre. Tenía un problema de tartamudez o de todo lo contrario,
porque a veces hablaba
despacito, como un cura en un púlpito, y otras, se aceleraba tanto que las
palabras se le acumulaban en
la boca, en una maratón de términos y significados, en que ninguna
conseguía llegar a la meta. En fin,
no se le entendía un carajo. Aquel primer día supe que mi taller no sería
tan fácil como había creído en
un primer momento, ni tan cómodo, porque tampoco los otros alumnos le
entendían. Se llamaba
Julián, algo que dedujimos gracias a que su nombre estaba escrito en su
carpeta.
Después de explicarles la teoría sobre la descripción, los diferentes tipos y
algunos trucos, el
primer ejercicio que les pedí fue que describieran la habitación. Todos lo
hicieron a su manera y todas
las redacciones eran válidas, sobre todo para ser aquélla la primera clase.
Como si hubiésemos hecho
un pacto inconsciente, leyeron sus textos y dejaron a Julián para el final.
Cuando él terminó, mis ojos
estaban abiertos como platos con una estúpida expresión que decía: «¡Por
favor, repítemelo porque no
me he enterado de nada!». La crítica literaria se me daba muy bien. Solía
apuntar en un trocito de
papel lo que creía que tenían que mejorar, lo que no debían tocar porque
les había quedado
maravilloso y alguna que otra pregunta. Me considero, además, muy buena,
porque critico sin criticar,
es decir, opino, aporto y ayudo sin joder a nadie, que es lo que debería
pedírsele siempre a un
profesional. Pero ya sabemos que una crítica es siempre el reflejo de quien
la hace. (Esta frase me ha
quedado estupenda; me la robaré a mí misma para un futuro texto.) Pero,
en aquel momento, mis
labios estaban sellados por completo. «¿Qué mierda le digo yo ahora a
éste? —pensé—. ¡Si no he
pillado ni una palabra de lo que ha dicho! —me aterroricé—. Tengo que
evitar que se me note»,
reflexioné.
—¡Bueno! —dije en voz alta—. La verdad, Julián, es que ha sido muy
interesante y, sobre todo,
sorprendente. Quizá no sea la forma más habitual de describir una
habitación, pero lo más importante
para escribir, es ser original y tú, sin duda, lo has sido —me arriesgué; los
halagos nunca fallan—. ¿Y
qué pensáis vosotros? —pregunté lanzando la pelota fuera de mi campo.
Todos me miraron asustados, como si les hubiera pedido que se
desnudaran.
—Es importante que aprendamos a hacer críticas constructivas desde el
primer día —insistí.
—La escena del bisho me resultó muy grasiosa —exclamó por fin la
uruguaya.
«¿Qué bicho?», pensé. ¡Vaya, al menos ella había entendido algo! Los
tapones dobles nocturnos
me estaban afectando negativamente.
—Sí, sí, totalmente, lo del bicho ha sido lo mejor —repitieron los demás
casi al unísono.
No quise insistir más. Julián hizo algún que otro comentario pero nadie le
entendió, así que no
puedo contarlo. Sin embargo, se quedó muy satisfecho con nuestras críticas
porque él era de ese tipo
de escritores, a los que sólo les importa que los demás les consideren
escritores.
***
Tipos de escritores con los que me he encontrado a lo largo de mi vida de
escritora, a saber:
1. Los que están trabajando en un libro, eterno e interminable, que nunca
acaban. En algunos
casos, ni siquiera existe tal libro. Estos autores son los que más salen en las
películas, de ahí
que hayan proliferado tanto en estos últimos años y estén tan de moda. Son
los que tienen
miedo al folio en blanco. Éste nunca fue mi caso, porque siempre tuve
tantas ideas en mi
cabeza que los folios blancos me temían a mí.
2. Los que repiten, hasta la saciedad, que no han escrito nunca y que
quieren aprender, y por eso
argumentan que aún no están preparados para escribir y, por lo tanto, no lo
hacen. Éstos suelen
tener varias novelas y libros de cuentos escondidos, en olvidados rincones
de su casa, pero
jamás los sacan, por miedo a que alguien los lea y descubra que no son
demasiado buenos.
3. Los que critican continuamente los textos ajenos e ignoran que ésa es
una buena manera de
aprender a escribir.
4. Los que nunca dicen nada sobre los textos ajenos, no vaya a ser que
alguien se cabree. Éstos
continuamente se comparan con los demás y, por eso, son incapaces de
tomar distancia para
efectuar una crítica amable y que aporte algo nuevo.
5. Los que quieren escribir poesía, es decir, los poetas en ciernes. A estos
les suele doler tanto el
corazón que garabatean entre las hojas marchitas de una agenda de oficina
o en los restos del
papel higiénico del baño; por eso nunca llegan a terminar sus poemas.
6. Y luego están los que escriben, los auténticos escritores, desde mi punto
de vista. No importa
lo que redacten: poemas, cuentos, novelas, ensayos o manuales sobre cómo
comerse un
plátano. Lo que realmente los convierte en escritores es que escriben, y ya
está. Aún no estaba
segura de qué tipo eran mis nuevos alumnos, pero me sentía contenta de
tenerlos, aunque sería
duro escuchar cada jueves a Julián leyendo su texto con voz afónica y sus
palabras
indescifrables. Sabía que tendría que inventarme algo para no volver a
dejarle leer y lo hice: a
partir del jueves siguiente, leería yo.
Cuando conocí a Ariel, supe en seguida que era gay. No sé si fue por la
rebeca de cuadros rojos y
blancos que traía; por los zapatos de «chúpame la punta», imitación piel de
cocodrilo; por su fular,
que era del mismo color que sus calcetines o por el temblor en sus manos
mientras leía apasionado
una de sus poesías románticas. Cuando acabó, todos los alumnos se
quedaron maravillados. Aquellos
juegos de palabras insinuantes y sonoras, las metáforas envolventes, la
musicalidad de sus versos…
—¡Precioso! —dijeron.
—¡Brrrgruuuursssstttaaaadddd! —exclamó Julián.
Por su emoción, supuse que le había gustado.
—¡Tiene razón Julián! —asentí—. Es un poema precioso, Ariel, de verdad.
Es visual, sonoro y de
gran belleza. Me gusta el juego de palabras, la habilidad que tienes para
manejarlas a tu antojo. Es
realmente bueno.
Pude ver en su cara una expresión de felicidad, entremezclada con
asombro. Sin duda, nunca le
habían dicho nada agradable sobre su poesía o quizá nunca se había
atrevido a enseñarle a nadie sus
versos, lo cual era una pena, porque realmente tenía talento para poetizar la
vida, para cantar al
desamor y al dolor que éste le provocaba. Cuando acabó la clase, se quedó
unos minutos a solas
conmigo para entregarme lo que, hasta ese momento, había sido su secreto
más valioso.
—¿Tienes tiempo para echarle un vistazo a esto? —me preguntó, sin exigir
pero con un dejo de
súplica en la voz.
—¡Claro! —respondí con la absoluta necesidad de ser útil a alguien que
pudiese volver a
emocionarme con sus palabras.
Ariel depositó en mis manos una agenda de pastas rojas.
—Está todo un poco liado porque escribo según me sale, sin ningún orden.
—Su voz volvió a
temblar—. No sé si podrás entender mi letra, porque, a veces, incluso lo
hago en el coche.
—Espero que sólo en los semáforos —bromeé.
—Bueno, ya me explicarás si has podido entender algo.
—Ya te lo diré —contesté con serenidad para transmitirle algo de paz; se
había convertido en un
manojo de nervios.
Ariel aparentaba tanta vulnerabilidad como todos cuando mostramos lo
que tenemos bajo la piel,
cuando enseñamos a los demás las heridas sin cicatrizar que nos recuerdan
el pasado, cuando nos
pillan meando en el baño. Se marchó en la oscuridad de la fresca noche y
me dejó a solas con su
manuscrito entre las manos.
Después de cenar, decidí lanzar el mando a distancia de la tele lo más lejos
posible, al otro
extremo del sillón, me puse el pijama, hice pis, bebí agua y me metí en la
cama con la agenda roja de
Ariel. La abrí al azar, sin elegir página, permitiendo que sus palabras me
sorprendieran. Me alegré de
entender su letra. Leí algunos retazos de inspiración que habrían surgido,
seguramente, en el más
incómodo de los momentos, pues aparecían escritos en una esquina de la
página, orientados hacia
abajo, cayéndose por el peso de sus emociones desgarradas. Disfruté, me
emocioné, cogí el móvil y
me atreví a mandarle un mensaje. Eran las doce y media de la noche: «Tus
poemas me han
emocionado, sorprendido, aliviado, porque ahora sé que merecerá la pena
intentar guiarte en el viaje
de la escritura. Eres un gran poeta». Le imaginé sorprendido, mirándose en
el espejo para encontrarse
en la imagen que tenía enfrente, sin poder creerse que le estuviera
hablando así. Minutos después me
respondía con un mensaje vacío. Podían existir dos razones para ello. La
primera, que sus manos
nerviosas lo hubieran enviado sin pretenderlo. Me quedé con la segunda:
que anhelaba responderme
pero no sabía qué decir.
***
Cuando el taller literario empezó a marchar bien, decidí cambiarme de
casa. Echar la persiana de
hierro cada noche empezaba a deprimirme, era como vivir en una cueva. Si
no me convertía en un
vampiro, pronto acabaría por suicidarme por falta de vitamina D. Además,
llevaba casi dos semanas
sin luz eléctrica, es decir, sin poder ducharme porque no tenía agua
caliente, sin poder cocinar porque
tenía vitro cerámica y con una vela en el suelo del salón como único
acompañante. Estaba muerta de
frío y todo porque el dueño no tenía la cédula de habitabilidad. Tras mucho
llamarle sin que cogiera el
teléfono, decidí ir a pedir cuentas a la inmobiliaria que me lo había
alquilado y ellos lo arreglaron
todo, pero nadie me quitará el recuerdo de los días que pasé en el siglo
XIX. Como pequeña venganza,
le dejé restos de cera por todo el suelo. Y, cuando me fui, me llamó. ¡Vaya!
¿Así que existía y tenía el
mismo número de móvil al que yo había llamado días antes hasta la
saciedad? Me preguntó por qué
me iba y me descargué.
—No entiendo este país —me contestó—. En Bélgica, una persona puede
vivir donde quiera y no
tiene que pedir nada al ayuntamiento. España es increíble y los españoles,
siempre con problemas,
siempre con papeles para todo. ¿Por qué?
—¿Por qué estás viviendo aquí, entonces, si tan desastrosas te parecen las
leyes españolas? — le
respondí y colgué.
Me mudé a un piso cercano en el que, al menos, había unas ventanas que
daban a un patio
horroroso, descuidado y maloliente, pero patio al fin. Además, tenía un
balcón a la calle más ruidosa
del pueblo, pero como, por aquel entonces, necesitaba estar con gente, me
pareció perfecto. Tras
pasarme varias semanas matando trillones de cucarachas con todo el dolor
de mi corazón —y después
de haber descartado cualquier otra posibilidad, como adoptarlas de
mascotas o presentarme como
domadora de insectos en un circo—, estaba totalmente instalada. Pronto
descubrí que compartía
edificio con unos vecinos muy ruidosos y me cagué en la alumna que me lo
había recomendado.
—¡Es estupendo para ti! Vive gente de todo el mundo —me había dicho
risueña.
Empezaba a plantearme si se habría llevado comisión por la
recomendación, aunque lo que me
había contado era cierto. En aquel bloque de pisos vivía gente de todo el
mundo. En la planta de abajo,
había un matrimonio de Toledo. Albañil y borracho, él; ama de casa
consternada y con muy mala
leche, ella. Por el patio de luces, podía escuchar sus trifulcas diarias, que
acaban siempre en insultos y
tortazos.
—¡Puta! —gritaba él— ¿Dónde has estado hoy mientras yo estaba
trabajando? ¡Zas!
—¡Qué hombre más gilipollas! —respondía ella—. ¿Dónde voy a estar?
¡Aquí, haciendo la
comida! ¡Zasca!
Y así todo el día, todos los días de la semana. Al principio, me resultaba
terriblemente triste,
incluso lloré más de una vez de puro agobio, pues sus broncas dañaban
brutalmente mi sensibilidad.
Tenían una hija adolescente a la que estaban destrozando la vida, el cuerpo
y la existencia. Estaba tan
delgada que asustaba y su novio era un macarra, que se paseaba en uno de
esos coches que iluminan el
suelo por debajo. La pobre niña no soportaba a su padre y siempre defendía
a su madre en las trifulcas,
sin comprender, ni mucho menos aceptar, que aquella mujer participaba en
eso porque quería y
porque, quizá (y, aunque pueda parecer muy duro, me atreveré a decirlo),
los celos de su marido,
mojados en vino agrio, le hacían sentirse un poco importante. Aunque era
posible que la madre
estuviera tan loca como su padre. Y si él tenía la excusa del alcohol, ella
tenía la excusa de haberse
casado con un despojo humano. Pronto empecé a acostumbrarme a sus
gritos, a cerrar la puerta del
lavadero para no escucharles, a cruzarme con ellos en el portal, él
tambaleándose por las escaleras y a
ella a su lado, después de recogerle en el bar de enfrente. Que fuese a
buscarlo cada tarde me parecía
lo más incoherente del mundo y me costó mucho comprender que ambos
estaban acostumbrados a esa
vida y no la habrían cambiado por ninguna otra, ni aunque la Virgen de
Lourdes les hubiese dado una
nueva oportunidad. Me parece terrible decir esto pero, a veces, la realidad
no es como la imaginamos.
Lo que para algunos significaría una amargura y tortura diarias, para otros
es, simple y llanamente, su
día a día. Lamentablemente, el conformismo es un mal que ataca a todas
las edades y a todas las
personas por igual.
En el piso de arriba vivía la extensa familia de «los insoportables».
Empecé a llamarlos así, tras
varias noches en vela, escuchando sus broncas nocturnas por temas
variados. Ella chateaba durante el
día con un tío de Albacete, mientras él trabajaba en un bar. Al parecer, eso
le cabreaba muchísimo.
Ella se parecía a Belén Esteban, hablaba con el mismo tono de agresividad
despectiva y llevaba el pelo
de idéntico color rubio platino, aunque tenía veinte kilos más que la
original. Y él, para no oírla, se
ponía la canción del «Torito Bravo» del Fary, a quien también se parecía
físicamente muchísimo,
aunque en la forma de hablar, me recordaba a Torrente. Ambos eran
madrileños. El hermano de ella
—un yonqui que hablaba solo y regresaba siempre de madrugada— venía
de vez en cuando a
visitarlos y se quedaba unos días. Solía confundir mi piso con el suyo y
llamaba al timbre de mi puerta
a las cuatro o las cinco de la mañana. Debía de tener una plantación de
marihuana en el balcón, pues
cuando hacía viento, solían caer unas cuantas hojas en el mío, que daban un
toque muy jamaicano a
mis tardes primaverales. Además, el aroma que venía de arriba cuando se
encendía uno de sus
petardos y se lo fumaba con calma, invadía mi pituitaria, mientras mis
oídos le escuchaban farfullar
en voz alta y en solitario, sobre las ventajas que tenía vivir en Alcorcón.
—¡Con lo bien que se vive allí, que tengo el metro en la puerta!
No creo que pueda compararse el metro con el mar. Definitivamente, yo
prefería tener el
Mediterráneo a dos calles de mi casa que cualquier medio de transporte
urbano. A veces, el yonqui
fumaba por la ventana del patio y oía al matrimonio del primero pegándose
e insultándose
mutuamente con fruición.
—¡Bueno, bueno, mantengamos la compostura! —exclamaba muy
dicharachero.
Era una lástima que nadie se lo dijera a él, cuando regresaba de una de sus
juergas nocturnas. El
matrimonio Fary-Esteban tenía un hijo que aspiraba a ser DJ en una
discoteca y aprovechaba las horas
de la siesta para subir a tope el volumen de la música electrónica que tanto
le gustaba…
«¡Bienvenidos a Pacapayá, la discoteca número uno del mundo en
Benidorm! ¿Estáis preparados para
mover el esqueleto hasta que os quedéis sin masa ósea?», se escuchaba. Era
bakalaero hasta la médula
y tenía una hermana pequeña, a la que había enseñado a gritar palabrotas, y
un hermano aún más
pequeño, con una risa tan espantosa que me hacía olvidar que era un niño,
pues se parecía más a la de
un duende. Cuando vi su cuerpecito enano y su carita de muñeco diabólico
por primera vez, me dio
grima. Siempre perseguía a su hermana para hacerla rabiar —como mi
primo conmigo, cuando
éramos pequeños— y era envidioso y pesado. No la dejaba en paz y la
opresión que ella sentía,
sabiéndose perseguida por aquel diminuto ser maligno, se traducía en
muchas más palabrotas de las
que hubiera dicho normalmente. La niña se pasaba el día gritando las
peores indecencias y el pequeño
duende se reía a pulmón abierto, como un chantajista emocional
cualquiera. Empecé a llamarle
Rumpelstiltskin, porque era como el protagonista de aquel cuento, en que
un enano acosaba a la
princesa para que convirtiera la paja en oro.
Convertir a mis vecinos en personajes de ficción, me ayudaba a
soportarlos. En los otros pisos
vivían: un viejo que siempre caminaba con un garrote y despotricaba de
todo el mundo a su paso; una
extraña mujer con cinco gatos, cuya puerta olía a pis humano, que no
gatuno, lo cual decía bastante de
lo que, sin duda, se cocía en el interior; una ancianita que tenía un loro y un
perro salchicha que
estaban peleándose todo el día... «¡Chucho maloliente! ¡Perrito caliente!»,
chillaba el loro. «¡Guau!»,
respondía ya se sabe quién; una familia rumana que amenizaba las tardes
con sus músicas y bailes
ancestrales, además de con sus conversaciones que, hasta en la costa
mediterránea resultaban
ensordecedoras; un grupo de albaneses que lucían joyas de oro luminosas y
agitanadas; y yo.
Llegué a odiar todo de mis vecinos, incluso los pedos que se tiraban por el
patio y el mal olor que
desprendían todos sus baños y que llegaba hasta mi cocina. Pronto me di
cuenta que, a pesar de lo
céntrico del edificio, me había ido a vivir al gueto del pueblo. En una
ciudad cualquiera, seguramente
no lo habría soportado, pero mis largos paseos por la playa, me hacían la
vida bastante más agradable.
Siempre regresaba a casa muy tarde e intentaba pasar en ella el menor
tiempo posible. Seguí
utilizando tapones para dormir y me atrincheré, cerrando puertas y
ventanas, para comprobar que mis
vecinos eran como las partículas subatómicas: si no las miras, no existen.
Decidí no prestar atención
al ambiente que me rodeaba, porque, de otro modo, me habría muerto o
envejecido de un ataque de
insoportable levedad del ser, como el libro de Kundera, o de inaguantable
asquerosidad del ser vecina
de aquella gente.
Si para cualquiera la atmósfera cotidiana es importante, para la
hipersensibilidad de una escritora
(que tiene el defecto de observar y fijarse en todo lo que le rodea, y encima
tiene un oído tan fino
como el de un pastor alemán), el ambiente es primordial, esencial y
fundamental para vivir serena,
tranquila y con seguridad. No era aquello, precisamente, lo que había
conseguido con el traslado.
Aprendí a sobrellevarlo escuchando jazz y bossa nova, leyendo muchos
libros de autoayuda y
física cuántica, e imaginando cómo sería mi vida cuando encontrara a mi
hombre ideal. Y, sobre todo,
aprendí a creer que, realmente, mi mundo era el que yo era capaz de crear
con mi imaginación. De
nuevo la escritura me salvaba la vida.
La imagen del novelista muerto de hambre, alcohólico, que trabaja con una
silla, una mesa y una
máquina de escribir, siempre me ha parecido muy manida. Es cierto que
los escritores somos seres
torturados, pero no siempre es nuestro interior lo que nos tortura, a veces
es el exterior. En las
películas, los creadores siempre se marchan a una casita alejada en la playa
o en un bosque, para
escribir su novela. Nunca consiguen hacerlo y acaban protagonizando una
historia de terror. O, lo que
es peor, descubren que uno de sus personajes existe y terminan siendo
perseguidos por él. Luego, están
los escritores reales, como Hemingway, que en lugar de alejarse del
mundo, se adentran en él para
escribir. Así era yo, una escritora de guerra.
***
De vez en cuando, una puede creer que es tonta, pero cuando lo piensan
otros es cuando te das
cuenta de que tienes un problema. Houston, help me! En mi empeño de
convertirme en una escritora
reconocida, he recorrido un tortuoso camino y me he topado con personajes
que no creía capaces de
existir. Y, sin embargo, ahí estaban, pegados a mí como moscas cojoneras
alrededor de una sandía,
que decidían, después, que la sandía estaba verde. En ocasiones, su actitud
hizo que me sintiera muy
pocha. Pero supongo que forma parte del camino que algunas personas te
hagan reír y otras llorar.
¡Qué le vamos a hacer! A todos nos pasa.
No hay duda de que Internet ha logrado que sea más fácil hablar con quien
sea, en cualquier parte
del mundo, aunque esto implique soportar también algunas cosas. Por lo
general, los correos
electrónicos que recibo de mis lectores son muy agradables y los de mis
alumnos, mucho más, porque
casi siempre, tanto unos como otros, suelen ser individuos maravillosos a
los que agradezco tantas
cosas que no sabría ni por dónde empezar. Pero, a veces (y, gracias a Dios,
es sólo a veces), he dado
con alguno que ha contribuido a la inevitable invención de mi querido
asistente personal, Ano. Así es
como yo le llamo, aunque en la parte más seria de mi imaginación se llama
Anastasio López. Suena
vulgar, ya lo sé, pero también muy real; y eso es justamente lo que
necesitaba.
Inventé su existencia tras recibir varios mensajes de hombres que se
interesaban por mí de una
forma no muy profesional, a no ser que mencionemos oficios más
antiguos. Muchos se fijan sólo en la
foto que aparece junto a mi nombre en mis artículos y el hecho de no estar
del todo mal, es decir, de
ser una mujer atractiva, a veces resulta inconveniente. Hubo un tipo muy
gracioso que me dijo que
tenía una mirada desafiante y me preguntaba a quién retaba. Otro me
aseguró que era la mujer más
bonita que había visto en su vida; y otro hasta me pidió el teléfono.
Supongo que, si eres guapa, es
inevitable que provoques atracción en los hombres, pero puedo asegurar
que si, además, eres rubia,
pensarán en ti en un solo sentido y se olvidarán por completo de que tienes
cerebro.
También he provocado extrañas sensaciones en algunas mujeres. Una vez,
tuve una alumna que se
volvió tarumba y me llegó a enviar casi diez correos en la misma tarde,
para criticar mi labor como
profesora de escritura, diciéndome lo que tenía que hacer y cómo realizar
la crítica de su texto.
Además, me exigía una disculpa por comentar sus errores y por alabar
«demasiado poco» (palabras
textuales) sus virtudes como escritora. Tuve que soportar sus malos modos,
sus feas palabras, su rabia
y su envidia hacia mi trabajo, que poco antes había calificado de
maravilloso; todo por corregirle un
ejercicio, algo que forma parte de mi trabajo. En la escritura, como en la
vida, los errores forman parte
del aprendizaje, pero hay gente que no acepta las críticas, aunque éstas
sean dichas con dulzura. El
mundo está lleno de histéricos. Lo malo es que, por aquel entonces, yo
todavía no sabía cómo
reconocerlos. Poco a poco, he ido aprendiendo y, ahora, los calo al primer
correo y me ahorro muchos
disgustos.
Mis alumnos suelen decir que soy una profesora comprensiva y abierta a lo
que ellos aportan; que
les doy libertad para escribir y que les he entregado claves para hacer
trabajar su imaginación,
mostrándoles una nueva perspectiva de la escritura y enseñándoles técnicas
que les permiten redactar
lo que quieren y como quieren. Es una buenísima crítica de mi labor,
aunque sé que no todo el mundo
tiene que estar de acuerdo.
Tras recibir un nuevo correo electrónico de la ex alumna en cuestión, en el
que me pedía que le
devolviese el dinero y me informaba de que, si no lo hacía en veinticuatro
horas, estaba dispuesta a
denunciarme, decidí crear a Anastasio. Y utilicé el nombre de un novio que
había tenido en mi
infancia, para inventar a este hombre amable pero firme, que siempre sabe
cómo responder un e-mail.
Es inteligente, maduro y seguro de sí mismo, eficiente como el mejor de
los asistentes, pues trabaja
para mí, día y noche, y está dispuesto siempre que le necesito. Empecé a
llamarle Ano, pero resultaba
un diminutivo tan comprometido que le restituí el nombre. Anastasio es un
personaje principal en mi
vida, alrededor del cual revolotean ciertos personajes secundarios que a él
no parecen afectarle en
absoluto. Siempre está atento, feliz y contento, adora colaborar conmigo y,
además, no cobra. ¿Qué
más podría pedir? Sí, ya sé, que me diera un masaje de vez en cuando, pero
algún defecto tenía que
tener.
Eso sí, aunque el pobre no tenga manos para masajear mi cuerpo, trabaja
con eficacia para
quitarme de encima a los pesados que llaman sólo para charlar conmigo
sobre escritura, porque se
sienten escritores y necesitan compartir experiencias; a los preguntones
sobre cualquier cosa
relacionada con el taller, que no dejan de enviarme textos para que corrija,
pero que nunca se apuntan
ni pagan por ello; y a los bordes que se creen con derecho a decirme cómo
tengo que hacer mi labor o,
incluso, cosas peores. Sí, Internet es una herramienta maravillosa para
acercarte al mundo, pero como,
por desgracia, no es muy selectiva, yo utilizo a mi asistente personal para
que seleccione y elija por
mí. Es maravilloso confiar en su intuición y dejar en sus manos el trabajo
sucio. Aunque no tenga
rostro ni voz, su alma vaga por mi estudio y me aporta una paz que no tenía
cuando todavía no le había
contratado. Es un ayudante ejemplar: sólo habla cuando le pregunto, me da
ideas sólo cuando se lo
pido y, encima, nunca se queja. Como tampoco come, le invitaré a mi
próxima fiesta de Navidad, así
no gastaré mucho. ¡Ojalá Anastasio López existiera de verdad!
Debo reconocer que, después de unos meses, cuando me di cuenta de que
mis clientes, alumnos y
lectores le tomaban mucho más en serio que a mí, empecé a sentir celos. A
partir de su aparición en
mi estudio, la gente empezó a confiar más en mí y a respetar mi trabajo.
Llegué a tenerle envidia,
porque es mejor profesional que yo y un asistente absolutamente perfecto.
En ocasiones, he tenido
ganas de despedirle, aunque no encuentro una buena razón para hacerlo.
Bien, siempre puedo recurrir
al acoso sexual…
Siguiendo con los «locos» que me llaman, aún no entiendo muy bien por
qué. Mi teléfono está en
los anuncios de mis cursos, lo sé, pero no para que se haga uso de él a
diestro y siniestro. ¡Que yo vivo
de esto o al menos lo pretendo! Quizá piensan que un escritor necesita de
la charla de otro, para no
sentirse extraño en este mundo de «no escritores» que no le comprenden en
absoluto. Yo ya he
superado esa fase en que la gente, cuando explicas que eres escritora, te
sueltan: «¿Y qué escribes?».
Es una pregunta tonta que sólo merece una respuesta en sintonía;
últimamente contesto: «Escribo
palabras, una detrás de otra…», y así, al menos, consigo arrancar alguna
sonrisita sarcástica.
Éste es un oficio raro al que nos dedicamos un montón de personas en el
mundo, un buen número
de ellas en España, y, sin embargo, no dejamos de ser extraterrestres. En
ese sentido, yo ya he asumido
que escribir es la más notable de mis rarezas, una que no puedo ni quiero
reprimir y por la que no
siento ninguna vergüenza desde que dejé de ser adolescente. Pero algo
excéntrica sí que debo de
parecer porque en una ocasión me llamó un hombre para invitarme a ir a
un programa de televisión a
hablar sobre la llegada de los extraterrestres. Por supuesto, decliné la
oferta, pero él insistió mucho.
Le repetí que no sabía nada del tema y que no pensaba ir con él a ningún
sitio. Al principio, pareció
molestarse, pero después lo fue aceptando poco a poco. Días más tarde, me
llegó un texto suyo, escrito
con una máquina de escribir antigua, en el que aseguraba ser un habitante
de otro planeta, del que no
recordaba nada, recién aterrizado de una nave. Guardé el relato durante
unos días en el cajón de mi
escritorio, para que la policía supiera quién me había asesinado, en el caso
de que eso ocurriera. Meses
después, al ver que no pasaba nada, lo tiré al contenedor de papel. Si mi
asistente tuviera voz propia
para atender al teléfono, yo no habría tenido que soportar a aquel tío, pero
no puedo pedirle a
Anastasio nada más, ¡sólo le falta hablar, al pobre!
Mi carrera de escritora había comenzado con la publicación de dos libros
el mismo año, tras
muchos fracasos. La coincidencia se dio de una forma tan divina y
mundana, al mismo tiempo, que ni
yo misma fui capaz de alegrarme de esa extraña suerte. Me había
presentado a un premio de novela
lésbica y, aunque no había ganado, la editorial contactó conmigo porque
habían decidido publicar mi
novela. Yo no soy lesbiana y mis personajes tampoco, pero, al final, ellas
acababan en la cama,
descubriendo un nuevo mundo a través del cual expresarse. Eran dos seres
alegres, maravillosos y con
mucho sentido del humor, de los que me siento muy orgullosa. Dos bellas
y auténticas mujeres, que
decidieron un día decir «adiós» a los hombres y a sus desprecios, para
adentrarse en el mágico mundo
de la homosexualidad, del que jamás se regresa, según aseguran algunos y
algunas.
Al mismo tiempo que publicaba en la editorial de literatura lésbica, sin ser
lesbiana, terminé de
escribir mi primer libro sobre el taller de escritura para una editorial
católica, sin ser religiosa, salvo
por nacimiento. Sé que es un poco incongruente. Yo pensaba lo mismo
mientras hablaba con mi editor
que, además, era fraile. No se le notaba en el atuendo, pero sí en la forma
de mirar y hablar, con esa
distancia que parece decir: «Yo no pertenezco a tu mundo»… Era y es un
buen hombre, que me dio la
mejor oportunidad editorial que había tenido hasta entonces —volví a
repetir con un segundo libro—,
algo que siempre le agradeceré de todo corazón.
No puedo decir lo mismo de la editorial lésbica, aunque su orientación
sexual no es en absoluto
relevante. Al año de publicar mi novela, la directora descubrió que era
bipolar —¡qué raro en estos
tiempos que corren!— y cerró la editorial, no sin antes mentir a todas las
autoras, asegurándonos, en
primer lugar, que padecía un cáncer y, en segundo, que no nos devolvería
los libros. Gracias a que el
lésbico es un mundo muy unido, en el que las mujeres, por raro que pueda
parecer, se ayudan las unas
a las otras, tras varios correos y conversaciones telefónicas, conseguimos
que nos pagara lo que
habíamos ganado con las ventas y nos devolviera los ejemplares que no
habían sido distribuidos, que
resultaron ser la mayoría. A pesar de todo, guardo un buen recuerdo de la
que fue mi editora. Fue la
primera persona que me dijo que yo era una escritora «todoterreno»,
porque era capaz de redactar una
novela, relatos, poesía, cuentos para niños y artículos de prensa. De
adolescente, también había
compuesto alguna que otra canción, pero eso queda ya muy lejos.
Ella y yo nos encontramos por primera vez en un café de Barcelona.
—Me gusta tu reloj —me dijo, agarrándome tímidamente la mano.
Cierto es que era un reloj enorme, casi como los de hombre, pero, para mí,
una pieza grande
rodeando una muñeca minúscula resulta un complemento muy sexy y
femenino, y su apreciación me
lo corroboró.
—¿No eres lesbiana, verdad? —me preguntó a bocajarro, como segunda
frase de nuestra breve
pero intensa charla.
—No, no lo soy.
Pareció sorprenderse.
—Entonces, ¿la historia de la novela no es real?
—No, no lo es.
—¿Y no te importa que te clasifiquen, si publicas en una editorial lésbica?
—No, no me importa.
Mis respuestas parecían sacadas de una clase de inglés: «Yes, I do / No, I
don’t», pero es que eran
cosas que nunca me había planteado antes. Había escrito una historia sobre
dos mujeres que, al
principio, pensaban que eran heterosexuales y que, al final, acababan
enamorándose. Recordé el
momento en que se me ocurrió, a raíz del comentario de una antigua amiga
que se sentía atraída por
una compañera de oficina. En aquel momento, me limité a apuntar la idea
en mi libreta de notas, como
hago siempre que algo de la vida me llama la atención. Ahora me pregunto
si aquella amiga mía
quería, quizá, salir del armario. Pero no podía hacerle mucho caso, la
verdad, pues era la misma que
iba a ver las películas de Almodóvar por los muebles. Con ese criterio, no
podía tomarla muy en serio.
Al final, convertí aquella fantasía suya en una bella y divertida historia,
que salió publicada en esa
pequeña editorial, que recién empezaba su andadura. Me arriesgué
demasiado, ahora lo sé, pero el
riesgo es, para mí, como la creatividad: o te atreves o no. Yo acepté su
propuesta y la lección que
aprendí fue que no existe comunión posible entre las lesbianas y la Iglesia.
Ni cócteles, aunque sólo
sean mezclados, no agitados.
Poco después, empecé a trabajar para la revista de autoayuda Cerebro
saludable , que dirigía un
psiquiatra sudamericano muy famoso en el mundo del bienestar, José
Mojama. En la publicación,
también escribía su hijo, cuyas ideas tenían mucho que ver con las mías,
aunque entonces no le presté
demasiada atención. Yo había devorado todos los libros de su padre,
recomendados por mi amigo
Ariel, que me los prestaba y regalaba para que yo los leyera y le
transmitiera todo lo aprendido,
porque a él le daba pereza la lectura.
Tras redactar un artículo semanal durante varios meses, y gracias a un
contacto de mi editora
lesbiana, que se sentía un poco culpable tras el inminente cierre y
desaparición de su empresa, envié
mi nuevo libro a la editorial con la que el afamado psiquiatra chileno
publicaba sus libros y la revista.
Ése fue mi momento más feliz en lo que se refiere a la escritura. Me llamó
por teléfono una editora y
tuvimos una charla muy agradable, en la que me dijo que le había
encantado mi libro y que,
personalmente, consideraba que lo mejor era publicarlo, porque no había
ningún otro sobre el tema.
Por último, se comprometió a enviarme una oferta con un contrato, lo más
pronto posible.
A partir de aquel momento, no fui la misma. Su respuesta había significado
un gran logro para mí.
Los años de lucha constante, de intentos y fracasos sin rendición, las
ilusiones puestas en cada nuevo
pasito, el trabajo, el tiempo, el dinero gastado en los envíos y en los
concursos, la energía derramada
en cada palabra escrita, las risas y las lágrimas, los malos ratos, etc. todo
iba a dar, al fin, sus frutos.
Nunca más pensaría en mí como en una soñadora, cuyo esfuerzo era en
vano. Sí, porque a pesar de mi
perseverancia, esta frase aparecía en mi mente muchas veces, como una
tentación diabólica que quería
conseguir que me rindiera. Menos mal que a mí el diablo me la repanpinfla
y me da igual si tiene
cuernos o rabo. Aquí en la Tierra, hay muchos diablos con los mismos
atributos y no por eso he dejado
nunca de hacer lo que he querido.
Mientras esas alegrías se concretaban, la directora de la revista de
autoayuda me invitó a una
conferencia en Barcelona del gran José Mojama, a la que acudí con gran
interés. Iba a tener la suerte
de conocerle. Fui presentada como una colaboradora más, pero me di
cuenta de que a los otros
colaboradores les daba grima mi presencia. Uno de ellos, incluso, extendió
la mano frente a mi cara,
como si fuera un obispo. ¿Quería que le besara el anillo? Por supuesto, no
lo hice. Cogí su mano y la
bajé a la altura de la mía que era donde debía estar. Yo era nueva y ellos
llevaban escribiendo mucho
más tiempo en la revista, pero no era motivo como para que me trataran
como a un ser inferior.
Ninguno esperó a que el gran Mojama acabase de firmar libros para
conocerle personalmente, salvo
yo. Mientras aguardaba, se me acercó una señora muy simpática, agitando
una revista en sus manos.
—¿Trabaja usted en la revista? —me preguntó.
—¡Sí! —le respondí con la misma alegría, sintiéndome reconocida, al fin,
por alguien. La señora
ni siquiera sabía quién era yo, pero la situación era de lo más positiva.
—¿Y cómo se llama? —me preguntó.
«Vamos mejorando», pensé.
—¡Ah, pues ahora no caigo! —exclamó al escuchar mi nombre—, pero leo
la revista cada mes.
¡Mire, siempre la llevo encima!
«¡Vaya! —me sorprendí—, ¡pues tendría usted que caer, señora, al menos
para no hacerme sentir
tan mal!»
—¿Me la puede firmar? —volvió a la carga, acercándome el ejemplar a la
cara.
—¡Señora! —exclamé cada vez más cabreada tras leer el nombre Cuerpo
Sano—. ¡Esta revista es
de la competencia!
—¡Uy, qué lapsus! —se rió ella—. ¿Pero podría firmármela de todos
modos? Es que tengo que
irme a hacer la cena, y si no vuelvo a casa con un autógrafo de alguien, sea
quien sea, mañana quedaré
mal con mis amigas, que vienen a tomar el café, ¿sabe usted?, en una
cafetería que hay cerca de mi
casa, ahí abajo, al ladito, sólo tengo que bajar las escaleras y ahí está la
cafetería, con su terracita y
todo…
—¡Firmada! —le chillé, tras hacer mi rúbrica lo más rápidamente posible
para que no siguiera
hablando.
¡Qué barbaridad! ¡Cuántas palabras era capaz de proferir esa señora en el
tiempo en que hacía una
firma tan pequeña como la mía! ¡Qué rapidez de lengua, por Dios! ¡Qué
decepción con mi primer fan!
—Gracias —me dijo satisfecha antes de marcharse—. ¿Y cómo decía usted
que se llamaba?
Le repetí mi nombre con desdén, aunque con una sonrisa. Era mi primer
autógrafo…
—Sí, es verdad —añadió—. Leo siempre sus artículos, fíjese que llevo la
revista siempre
encima… —repitió mostrándome de nuevo la de la competencia.
La señora no se enteraba de nada, pero se marchó más alegre aún de lo que
había venido. A mí, sin
embargo, me invadía una extraña sensación de incoherencia. No sabía si
alegrarme por haber firmado
mi primer autógrafo o si debía echarme a llorar, por haberlo hecho sobre
una revista en la que no
escribía y que, además, era nuestra competencia más directa. «Llorar o no
llorar, that’s the
question... »
Al fin, llegó el momento de saludar al gran José Mojama. Cuando me
acerqué a él y la directora
me presentó, no se me ocurría nada mínimamente coherente que decirle.
Además, me sorprendió
comprobar que era, como mínimo, diez años mayor de lo que parecía en la
foto de la revista. A
algunos famosos les gusta quitarse años, aunque luego la gente vea que
tienen la piel a punto de
perderla por la calle. ¡Ay, que me piso el pellejo del cuello con el tacón! Él
tampoco parecía tener
nada que explicarme, la verdad, pues esperó muy cómodo a que fuese yo
quien hablara. Y lo hice:
—He leído todos tus libros y me encantan. Felicidades por la conferencia,
me ha gustado mucho
también. He leído a otros autores uruguayos y la literatura de tu país me
parece muy buena.
Esa larga frase me salió en el corto tiempo en que él apretaba mi mano, me
decía «hola» y se daba
la vuelta para largarse. La directora se quedó tiesa, a mi lado, intentando
sonreírme como premio de
consolación, después de que hubiera esperado casi una hora para conocerle.
—Creo que no ha oído lo que le has dicho —me dijo—. Lo siento, es que
ha hecho un viaje muy
largo —se disculpó por él.
Me pareció la actitud más desagradable que había visto en mi vida. Más
incluso que la del escritor
que me firmó su libro en la feria de Madrid y me dijo literalmente: «No me
cuentes tu vida, nena, que
llevo tres horas aquí y necesito ir a mear. Dime cómo te llamas, te lo firmo
y te vas, ¿de acuerdo?». En
aquella ocasión, también había un librero junto a él que me explicó que
estaba cansado del viaje.
Mojama siempre me había caído bien, incluso simpático, cuando leía sus
libros y lo veía en la tele.
Ahora sé que todo era un disfraz, que jugaba a hacerse el gracioso, y lo
conseguía, aunque tuviera la
mala leche de un perro gorilero —algo que me llamaba siempre mi padre
cuando le llevaba la
contraria, casi a diario, y que vendría a ser un engendro, mitad bulldog,
mitad gorila.
Cuando regresé a casa y se lo conté a Ariel, me aclaró que el tal Mojama
no era uruguayo sino
chileno. ¡Glups, un lapsus de europea despistada! Sin embargo, estoy
segura de que no fue eso lo que
provocó su falta de amabilidad conmigo. ¡Si ni siquiera tuvo tiempo de oír
lo que le decía! Unos días
más tarde, la editora que había estado tan dispuesta a publicar mi libro, me
envió un correo en el que
me explicaba lo siguiente: «Aunque esta decisión es ajena a mi voluntad,
lamentablemente el consejo
editorial ha desestimado la publicación de tu libro, porque no se ajusta a
los criterios de nuestra
editorial».
Se me cayó el mundo encima, ¡qué digo el mundo!, ¡se me cayó encima el
Sistema Solar
completo, incluidas las lunas de Júpiter, los anillos de Saturno, las
nebulosas, las enanas blancas y
todas las maravillas del Universo que recuerdo de las clases de Ciencia en
el colegio. Sé que habría
bastado con decir: «Se me cayó el alma a los pies», pero para algo soy
escritora, digo yo.
Esa misma semana, mi antigua editora lesbiana, que había sido mi
contacto, me comentó de forma
sutil que el hijo de Mojama escribía sobre temas parecidos a los de mi
libro y que iba a publicar uno
en la misma editorial. Nunca supe si fue aquélla la verdadera razón, pero el
correo que me envió la
editora me había destrozado de un manotazo con una sola frase. Aunque
nunca podré experimentar lo
que sentiría una mosca aplastada contra una mesa, así me sentí yo. Gracias
a Dios, no soy mosca, ¡sólo
me hubiera faltado eso! La consideré la más cruel de las cartas de mi
colección de rechazos. Le
respondí —todavía no había inventado a mi asistente Anastasio López,
para servirle a Dios y a usted
— que hubiese preferido que mantuviera silencio, y no darme esperanzas,
hasta estar segura de que la
editorial quería publicarlo. No volvió a escribirme (la verdad duele), sólo
obtuve silencio de su parte.
Pero ésta es una más de las tantas historias que he sufrido gracias a mi
empeño de vivir bien de la
escritura, porque mal, ya vivo. Imagino que hay gente que pensará que esto
es imposible, pero yo no
puedo permitirme dejar de escribir. Las frases y las ideas me persiguen y
entran en mí, haciéndome
sentir como un embudo, hasta que empiezo a escupirlas sobre el teclado.
Cuando alguno de mis
alumnos empieza a desesperarse y preguntarme si debe seguir intentando
ser escritor, cosa que me
ocurre bastante a menudo, siempre me acuerdo de lo que dijo Rainer Maria
Rilke en Cartas a un joven
poeta:
Pregúntese en la hora más callada de su noche: «¿ Debo yo escribir?». Y
vaya cavando y
ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y, si es afirmativa, si
usted puede ir al encuentro de
tan seria pregunta con un «Sí, debo» firme y sencillo, entonces, conforme a
esta necesidad, erija el
edificio de su vida. La verdad es que, aunque la respuesta que siempre doy
a mis alumnos es un tanto
distinta, les lleva a la misma conclusión: « ¿ Seguirías escribiendo si te
tocara el cuponazo?».
La mayoría responden que sí, aunque por su expresión de cejas levantadas
y el gesto de tragar
saliva, creo que no lo tienen demasiado claro. ¿Seguirían escribiendo
aunque fuesen millonarios, pues
aman la escritura hasta ser capaces de enloquecer por ella? Ana María
Matute decía: «Escribir, pese a
la desesperación». Ésa es la respuesta, supongo. Y si no lo es, que cada
cual decida sobre su propia
vida. Yo tengo bastante con lo mío. ¡Vaya una escritora de autoayuda estoy
hecha! No me extraña que
Ariel me diga que no me creo ni lo que escribo. A veces pienso que tiene
razón, ¡pero he llorado y
sufrido tanto por este trabajo, a pesar de amarlo hasta la saciedad! Ha sido
como un amante cruel, que
te quiere y te desprecia a su antojo, que te toma cuando lo desea y te echa a
patadas de su cama cuando
le da la gana. Pero no puedo dejarlo, es un vicio, una adicción. Me gusta
tanto escribir que el sencillo
acto de ir por la calle se ha convertido para mí en una observación del
mundo para después poder
contarlo. Mi propia vida carecería de sentido si no pudiera contarla. En
ocasiones, incluso me olvido
de vivirla y sólo deseo describirla, narrar cada momento como si fuera una
novela. ¡Amo tanto la
escritura que incluso paso a limpio la lista de la compra!
En mi vida, hubo un momento en el que habría estado dispuesta a pagar
para que me leyeran, pero
aquel tiempo pasado nunca fue mejor y, entonces, hice todo lo que me
pareció necesario para
conseguir que mis libros se publicaran y se vendieran. Recuerdo haber
encargado tarjetas con la
portada de mi primer y único libro publicado hasta aquel momento (ya que
el otro se había esfumado
con la editorial) y meterlas por debajo de las puertas de las librerías, en
cada ciudad a la que iba,
generalmente al anochecer, cuando ya habían cerrado, para que nadie me
viera. ¡Menudo corte!
También eché una Novena a San Judas Tadeo: durante nueve viernes, fui a
verle y le recé nueve
Padrenuestros, nueve Avemarías y nueve Glorias. Subí a pie nueve veces a
la iglesia de Altea, porque
tenía una imagen de San Judas, por una cuesta que se llama «De las
narices», y no es broma. Creo que,
en el fondo, hubieran querido ponerle «De los cojones», pero les debió de
parecer sacrílego, porque
lleva directamente a la cima del pueblo donde está la iglesia.
En una de las subidas, cargué con dos copias de mi última novela, que tenía
casi quinientas
páginas encuadernadas con gusanillo, metidas en una caja de cartón. Como
quien va de rodillas a
Lourdes, acarreé mi obra maestra por las escalinatas empedradas de las
calles del casco antiguo del
pueblo mediterráneo al que me había ido a vivir. La gente me miraba,
mientras yo jadeaba, sudorosa,
y me detenía de vez en cuando para apoyarme en las paredes porque me
faltaba el aire, pero yo me
sentía cómoda porque ponía cara de ir a entregar un paquete. En el fondo,
era cierto. Pensaba darle la
caja en mano a San Judas Tadeo, Patrón de los Imposibles, porque había
empezado a considerar que
mi sueño lo era. Llegué a mi meta, a pesar del calor sofocante, del sol en
los ojos y de lo duro del
desnivel. Estuve a punto de rendirme un par de veces, igual que también he
estado a punto de
abandonar la escritura dos veces en mi vida. Me preguntaba: «¿Para qué
tanto sufrimiento? ¿Esto es
un sueño o una pesadilla?». Mi determinación de ser escritora había
empezado a convertirse en un mal
sueño, hasta el punto de hacerme perder la ilusión y la alegría iniciales.
Pero yo me repetía, a modo de
mantra, la frase de John Nash, el premio Nobel de Matemáticas —sobre
quien se hizo la película Una
mente maravillosa—: «Con cada nuevo intento, me acerco más al éxito», y
me tranquilizaba. Y es que,
cuando se me mete algo en la cabeza, no paro hasta conseguirlo, pero este
camino se me estaba
haciendo demasiado largo. Una vez leí que si uno puede convertir cada
cosa que hace en un éxito,
tendrá una vida exitosa. Confiaba en ello, así que me limpié el sudor de la
nuca con un pañuelo
imaginario y continué ascendiendo. Al llegar a la plaza de la iglesia, me
estaba esperando una
sorpresa: un entierro, con su ataúd y todo, bajando de su coche funerario,
con sus flores, sus invitados
vestidos de negro, sus parientes, su cura echando incienso sobre el muerto
y todo lo necesario para la
misa de antes del entierro. Decidí esperar fuera. No había llegado hasta
allí, tras haberme convencido
de la buena energía que eso me iba a traer, para acabar deprimida en un
velatorio. Fui hasta el
mirador, un sitio que me atrapó de una forma alucinante desde la primera
vez que lo visité. Fue en una
noche de San Juan (seguimos con los santos), en que había una hermosa
luna llena sobre el mar, con el
reflejo más grande que nunca había visto. A mi espalda, se alzaba una
hoguera a cuyo alrededor
bailaban los festeros con sus camisetas mojadas por la manguera de los
bomberos, que cuidaban de
que el fuego no creciera demasiado. Una orquesta tocaba Paquito el
Chocolatero y la gente gritaba
«¡Eh!», al ritmo de la música. En España, todo el mundo sabe de lo que
estoy hablando. Muchas veces
me he preguntado cómo se le ocurrió al compositor ponerle semejante
nombre a ese pasodoble. Un
amigo me contó que el tal Paquito era el cuñado del artista y supongo que
debía de hacer el mejor
chocolate del mundo, para inspirar una canción. Y es que nunca se sabe lo
que va a darte un éxito en la
vida.
Aquella noche de luna llena era mi primera allí; acababa de llegar de
Madrid, como quien
desembarca en Ibiza, con la ilusión de vivir de forma mucho más relajada,
de dar un cambio total a mi
vida, de convertirme en una hippie en lugar de en una hippilollas. Y, sin
embargo, ahí estaba de nuevo
hipilolleando, mirando el marrravilloso mar, a las cinco de la tarde de un
caluroso día de junio, con la
ilusión de mi vida en los brazos, respirando aire puro e inspirando traumas,
malentendidos y
decepciones literarias. Me renovaba, como si volviese a nacer de nuevo.
Pensé que la vida era
demasiado bella para gastarla en tantos intentos fallidos, pero, a pesar de
mis penas, una certeza vivía
en mi cabeza: seguiría escribiendo, porque ya no concebía la vida sin
hacerlo. Mientras el muerto
entraba en la iglesia, yo esperaba en el mirador a que saliera, para entrar
yo. ¿No era aquélla la esencia
de la vida? Lamenté no haber traído la libreta para apuntar la idea.
Me quedé casi dormida, sentada al solecito en un banco, frente a las
maravillosas vistas. Oí voces
lejanas y el motor del coche funerario que se marchaba. Saludé al cortejo
fúnebre y entré en la iglesia.
Hacía fresco y lo agradecí. No había nadie, salvo dos señoras que barrían el
suelo y recogían las flores
que habían caído, preparándolo todo para la misa siguiente. Me senté en un
banco delantero, debajo de
la amigable imagen de San Judas Tadeo. Me sorprendió ver que él también
llevaba un libro en sus
manos, aunque no era tan gordo como el mío. ¿Sería una señal? Así me lo
tomé y una amplia sonrisa
se dibujó en mi boca. Dejé mi novela a un lado. Las señoras me echaron un
vistazo rápido y
continuaron con lo suyo. Comencé a rezar mi Novena, contando con los
dedos para no perderme y no
tener que empezar de nuevo… «Padre Nuestro que estás en los cielos…»
—¡Madre del amor hermoso! —exclamó una de las señoras que limpiaban.
Miró hacia arriba, después hacia abajo y de nuevo hacia arriba,
preguntándose de dónde habrían
caído todas las pelusas que había bajo los asientos. Yo también me lo
pregunté. ¡Tan trajeados que
iban todos con pelusas en los pies! «Padre Nuestro que estás en los
cielos…»
—¡Cómo han dejao tó esto, fíjate tú! —volvió a lamentarse la señora
mirando de nuevo hacia
arriba.
Quizá esperaba descubrir a un ángel volando sobre ella. Si yo hubiera sido
ángel, hubiera dejado
caer plumitas blancas sobre su cabeza, para fastidiarla y que tuviera que
volver a limpiar. ¿Por qué no
se calla? ¿No ve que esto es una iglesia? La miré con mala cara. Me miró
de mala gana. Continué con
lo mío… «Padre Nuestro que estás en los cielos… y ya van tres», me dije.
—¡Madre del amor hermoso! —protestó de nuevo.
«¡Sí, eso digo yo, señora! ¡Madre del amor hermoso! ¿Es que no ve que
estoy intentando echarle
una Novena a San Judas Tadeo? ¿No puede usted respetar los rezos ajenos,
aunque no sea hora de
misa? La iglesia está abierta, ¿no? ¿Es que no puedo venir sola a rezar
tranquilamente?», pensé,
aunque no dije nada. Sin embargo, mi mirada la atravesó con desdén y
ganas de machacarle la cabeza
con mi pesado paquete literario.
—¡Perdón si la he molestao! —gritó.
Sonreí forzadamente.
—¡Es que han dejao tó esto tan sucio que no sé yo de dónde sale tanta
mierda! —me explicó.
«¡Muy apropiado, señora, diga usted que sí!», volví a decir para mis
adentros. Mierda era la
palabra que más me apetecía oír en aquellos momentos, en la quietud y la
calma de una iglesia al
atardecer… «Padre Nuestro que estás en los cielos… ¿Qué estoy diciendo?
¡Ya me he confundido otra
vez!… Madre del amor hermoso que estás en los cielos, de dónde sale
tanta mierda, santificado sea tu
nombre…»
***
Lo que siempre había sido para mí un motivo de disfrute, un glorioso gozo,
una diversión que me
satisfacía enormemente, se había convertido, desde hacía un tiempo, en
una tortura que me obligaba a
experimentar, como forma de autocastigo. Me pregunté una vez más por
qué, pero ya era tarde, estaba
dentro y no había vuelta atrás. Me rodeaban miles de libros, su aroma seco,
como a nuevo, llegaba
hasta mi nariz y me inundaba de vagos recuerdos; pensé en aquel tiempo
en el que me hacía feliz
meterme en una librería. Cuanto más grande y con más libros, mayor
satisfacción. Ahora era al revés.
Cuantas más publicaciones, más frustrada y pequeña me sentía. Los libros
eran como una droga para
mí. Dependía de ellos, como una yonqui de las letras. Necesitaba tener uno
de vez en cuando,
acariciarlo, olerlo, apretarlo contra mi pecho y desear comprarlo; si,
además, en ese momento tenía
dinero en el bolsillo y lograba llevármelo a casa, se convertía en un día
feliz porque una nueva historia
iba a entrar en mi vida. Como compradora compulsiva de libros, estaba
muy orgullosa de mí misma.
Había conseguido reducir mi gasto y ahorrar un poco, que falta me hacía.
Sí, ya sé que una escritora
debería dar ejemplo y adquirir un buen número de ejemplares al año, pero
qué se le va a hacer, de
donde no hay... ¡Son tan caros! Y no tenía dinero en mi bolsillo. «Bolsillo»
es una buena palabra, que
me solucionó muchos días de ansiedad librera. Los libros de bolsillo tienen
un precio asequible y son
ideales para llevarlos a la playa, de paseo o en el bolso, aunque sepas que
no vas a tener tiempo para
leerlos. ¡Los libros de bolsillo me han salvado la vida tantas veces!
Como decía, había avanzado mucho en esto del ahorro. Me había
acostumbrado a conformarme
con visitar la biblioteca. Una experiencia única, en realidad, porque el
silencio histórico de estos
espacios había sido sustituido por las risitas absurdas de grupitos de
adolescentes. Allí estaban,
obligados por un profesor de literatura cualquiera, que en aquella
evaluación se había sentido un héroe
y les había mandado leer, y hacer un posterior comentario de texto sobre
Rinconete y Cortadillo, El
cantar del Mío Cid, o el consabido Lazarillo de Tormes . Por cierto, en
aquellos días, descubrirían que
no era anónimo, sino que su autor tenía nombre y apellidos, aunque
continuaba siendo tan desconocido
como antes. Así me sentía yo, anónima. Ése era mi verdadero nombre:
Anónima Desconocida Ignota.
¡Menudos apellidos ilustres! Había escrito dos libros y nunca los había
visto expuestos en una librería,
una incógnita digna del mayor best seller de misterio. ¿Cuántas personas
me habían dicho que los
habían buscado y no los habían encontrado? ¿O que en la librería les
habían dicho que no se los podían
traer? ¿O, incluso, que no aparecían en el catálogo? Por eso la biblioteca
era un espacio menos dañino
para mí, allí no estaban colocados en las estanterías los libros más
vendidos, ni las novedades, ni las
reediciones. No, allí los libros coexistían por temas: historia, literatura,
ficción, terror, poesía, etc., y
esa forma de clasificarlos era un bálsamo para mí. En cualquier librería,
todo era muy distinto, porque
los ejemplares se clasificaban por tamaño, dureza, por el brillo de sus
tapas, su desorbitado precio, el
tamaño de las letras del título, la fama del autor, etc.
La razón de existir de los libros de bolsillo es que su precio es lo
suficientemente razonable como
para no vaciarte la cartera de un plumazo, como ocurre con los de tapa
dura, cuya rigidez te arruina
durante todo un mes. Te sitúas, entonces, frente a la elección más difícil de
tu vida: ¿éste o éste? A
cual más vistoso, más grande, más bonito y más caro. Pero como yo sólo
tenía dinero para uno, tenía
que elegir bien. Si después no me gustaba, no sólo habría malgastado mi
dinero, sino también un buen
rato de mi vida leyendo una patata. Y el tiempo es oro. Para los que han
leído poco, diré que leer un
libro no es como ver una película, son necesarias algo más de dos horas y,
en casos muy tristes, hasta
dos meses. Y si el lector no lo es verdaderamente y no consigue llegar al
final ni a tiros, la lectura
puede durar hasta dos años. ¡Casi lo mismo que le costó al autor escribirlo!
Si lo miras desde ese
punto de vista, ya no parecen tan caros. Sin embargo, ningún libro duraba
tanto tiempo entre mis
manos. Yo no leía, yo me bebía las letras en un batido, cóctel o cubata,
según el horario.
Empecé a notar que respiraba con dificultad. Las letras de las
contraportadas se revolvían en un
exótico baile, que me recordaba lo felices que eran al formar parte de las
alegres pastas que
encerraban una historia. Un libro no existe porque se escribe, sino porque
se lee. Yo era la lectora y
estaba allí para cumplir con mi parte del ciclo. ¿Y los míos? Aún
publicados, seguían sin existir. Si no
estaban allí, entre todos los demás, no existían. Como si nunca hubiesen
nacido, a pesar de que yo
recordaba muy bien los dolores del parto; los esfuerzos que hice; las
noches sin dormir; el terrible
sueño por las mañanas; las agujetas en los dedos de tanto teclear; el dolor
de cabeza de tanto pensar,
de desmadejar el lío de notas de mi libreta. Fueron varios partos largos y
complicados, ¿pero dónde
estaban mis hijos? ¿Es que no tenían derecho a ir a la misma guardería que
todos los demás?
Sin duda, los libros de la biblioteca no me miraban con tanta prepotencia y
desprecio. Lo hacían
con sus risitas a escondidas, sus medias sonrisas y sus comentarios
quisquillosos sobre mi reputación
como escritora. Les miré con furia, no sólo a los libros, sino también a los
muchos lectores que
pululaban por las mesas, eligiendo cuál de ellos se llevarían a casa, sin
saber que, en realidad,
escogían a cuál de los autores harían felices aquel día. Porque una venta
más, significa un aumento de
la popularidad, del dinero, de la fama y de la autoestima del escritor. Yo
estaba deseosa de gritarles a
todos que yo también escribía, que mis libros les habrían gustado mucho si
hubieran tenido la
oportunidad de leerlos. ¡Ahhh!
Necesitaba sentarme, ¿pero dónde? ¿A nadie se le había ocurrido que una
librería era un buen sitio
para colocar un par de sillones? No, claro que no. Hubiera sido tan acertado
como colocar un baño
portátil en un autobús de largo recorrido. ¡Qué estupidez! Nadie necesitaba
mear durante un viaje de
seis horas y tampoco a los que estábamos allí nos urgía un asiento para
dejar descansar nuestro culo y
nuestra espalda, tras dos horas de mirar y remirar contraportadas y de
sostener cuatro o cinco libros en
los brazos. Me hubiera faltado hacer pesas con ellos con un montón en
cada mano. ¡Arriba, abajo! Los
diseñadores de la librería habían pensado, sin ningún acierto, que era
mucho más natural leer de pie,
pero yo necesitaba sentarme. El suelo no me parecía muy acogedor y,
además, hubiera llamado la
atención y no habría sido capaz de explicar lo que sentía. ¿Quién podía
comprenderme? ¿Acaso alguno
de los cientos de lectores que me acompañaban esa tarde eran escritor
como yo? No muchas personas
tenían la desfachatez de dedicar sus vidas a esta locura. Había que estar
muy mal de la cabeza para
creer que se podía vivir del cuento. Ya me lo decía mi madre: «Niña, tienes
la cabeza dentro de un
cajón». O mi hermana: «Te das cabezazos contra un muro y sigues y
sigues…». Pero las palabras de
mi padre, cuando era muy pequeña, habían calado más hondo: «Eres una
cuentista». Claro que él me
lo decía con su acostumbrada mala leche, cuando me ponía a llorar por
algo, no porque creyera que yo
era capaz de inventar historias que pudieran interesarle a alguien. Eso
hubiera sido creer demasiado
por su parte. Mi padre, mi familia en su totalidad, no opinaban que escribir
fuese un trabajo, sino más
bien una locura. Una de las muchas en que yo había incurrido a lo largo de
mi vida. Quizá la peor de
todas, la que me provocaba ahora aquel ataque de ansiedad, al estar
rodeada de tantos libros, de tantos
autores conocidos y desconocidos por mí y por el gran público lector, pero
que tenían el privilegio y la
suerte de estar expuestos sobre las mesas, con las mismas oportunidades de
ser escogidos por manos
ajenas, ojos ávidos de letras y corazones ansiosos de vivir emociones. De
nuevo, me hice la gran
pregunta: «¿Por qué mis libros no tenían esas mismas oportunidades? ¿Por
qué era tan difícil
encontrarlos aunque estaban publicados?». Tenía lectores, no puedo
negarlo. La mayoría de mis
conocidos tenían un ejemplar, porque yo se lo había regalado o habían
tenido la amabilidad de
comprarlo. Como casi siempre, sin embargo, las personas que más me
hubiese gustado que me
leyeran, no lo habían hecho. ¿Qué tipo de individuo es aquel que acepta
que le ofrezcas algo para leer
y no lo lee o, lo que es peor, lo lee y no te dice nada? ¡Era tan triste esperar
ilusionada la opinión de la
gente en la que confías!
De nuevo me asaltaron las incógnitas. «¿Por qué mis hijos eran como los
libros prohibidos, que
debían ser leídos en secreto y en la penumbra?» No tengo todas las
respuestas a las preguntas del
Universo. No sé por qué la tierra gira, ni por qué no nos caemos al vacío y
tampoco supe contestarme
aquella tarde. Sé que existe la fuerza de la gravedad, ¿pero de dónde
diablos sale? A pesar de la
ansiedad, el dolor, la frustración y la rabia, yo sentía una fuerza similar,
que me impulsó a sacar la
libreta del bolso y ponerme a garabatear notas sobre una pila de libros
nuevos y pulcros, puros y
vírgenes aún, que aguantaron con estoicismo el impulso de mi mano.
Gracias a Dios, aquella tarde
llevaba un bolígrafo. Eso de que un escritor siempre tiene un boli a mano,
es un mito. Aunque es
cierto que siempre carga con una libreta, no siempre recuerda coger el
instrumento que la completa.
Lo cierto es que hay muchas leyendas acerca de los escritores. Como que
todos somos alcohólicos,
pobres y escribimos por amor al arte. Yo no sabía bien por qué escribía.
Seguramente, también era por
culpa de la fuerza de la gravedad, que me obligaba a vivir siempre pegada
a mi libreta como si
fuésemos siamesas. ¡Cuánto me habría gustado lanzarla a ese vacío
universal y huir por un agujero
negro, antes de chocar contra una cadena de asteroides! Pero algo me lo
impedía y me impulsaba a
seguir escribiendo, a pesar de la falta de dinero, de reconocimiento y de
lectores. Incluso hubiese
pagado para que me leyeran. «¡Qué bajo he llegado!», me recriminé
mientras intentaba respirar con
normalidad.
Tras unos interminables minutos de descarga inspirativa, las musas me
dejaron en paz y pude
cerrarla. La guardé de nuevo en mi bolso ante la mirada de un dependiente
que no sabía muy bien qué
hacer, si echarme por ser demasiado creativa o regalarme un libro para que
dejara de escribir. «¡Esto
no es una biblioteca, señora!», estaría pensando. «Lo sé», contesté yo para
mis adentros. Me marché
sin comprar ninguno. Proyecté en mi mente mi propia imagen de escritora,
sobre una mesa de madera,
redactando sobre un pergamino con una pluma y tinta china, a la luz de una
vela, con más hambre que
el perro de un ciego. ¿Qué expresión más terrible, verdad? Da qué pensar.
Quizá el ciego no atina a
darle de comer al perro o, como no lo ve, el can tampoco existe para él. De
nuevo, la inexistencia.
¿Era yo también como una partícula subatómica? Me inventé un nuevo
pseudónimo, «la inexistente».
Mientras intentaba recuperarme de la mirada asesina del dependiente
uniformado como en una
hamburguesería —¡qué poca clase!, ¡que no venden aros de cebolla,
hombre, sino libros!—, me apoyé
en una de las mesas y dejé mi bolso en ella, porque me estaba destrozando
el hombro. Me lo masajeé
con la otra mano para descargar un poco la tensión y, al cogerlo de nuevo,
pude ver el nombre de la
autora del libro que había debajo: Alicia Porras de la Taza atacaba otra vez.
Mi estómago se
estremeció y sentí que todo me daba vueltas. «¿Por qué?», grité sin darme
cuenta de que estaba
rodeada de gente. Miré a los lados. Todo el mundo parecía haberme oído.
El dependiente se me
acercó.
—¿Le ocurre algo, señora? —me preguntó.
¡Sólo me faltaba eso! Encima, el tipo me llamaba «señora». Desde sus
escasos veinte años,
viéndome con el rostro empapado en sudor, el cuerpo encorvado sobre el
montón de libros, el pelo
alborotado alrededor de mi cabeza y las lágrimas a punto de provocarme
un tsunami ocular, debía de
parecer muy mayor.
Negué con la cabeza. Me volví a colgar el bolso en el hombro y salí de allí
deprisa, como si
hubiera robado algo, mientras soportaba las miradas de todos a mi paso.
Corrí hasta ver la luz de la
calle y sentir el calor del sol en mi rostro. Miré al cielo y respiré. Empezó
a llover. ¡Qué lluvia más
oportuna! No tenía paraguas, así que corrí sorteando charcos y decepciones
bajo los balcones de los
fracasos, pero regresé sana y salva a casa. Allí me esperaban unas velas
aromáticas, una música suave,
un cómodo sillón y, cómo no, un buen libro. Recordé las palabras que
Wilde escribió en su
maravillosa obra De Profundis…:
Sé que mi destino no me hará ser pordiosero y que si alguna vez descanso
sobre la hierba, será
para hacerle sonetos a la luna. Y si no escribo libros hermosos, me hallaré
al menos en condiciones de
leerlos. ¿Hay acaso dicha mayor?
La mayoría de la gente no comprende que ser escritor es un acto
involuntario, una misión
descabellada que nos ha tocado a algunos, cuando repartieron cartas ahí
arriba, y que quizá somos
todos unos valientes, porque debían de ser las cartas que, probablemente,
nadie quiso. Pero, como la
ignorancia es muy atrevida, algunas personas se atreven a juzgarnos. Para
éstos, tengo una respuesta
muy apropiada: «Cuando me juzgas, no estás hablando de mí, sino de ti
mismo». Siempre me repito lo
mismo, cuando siento las puñaladas traperas de alguien en mi corazón. No
obstante, ya no me
pregunto por qué me apuñalan; antes lo hacía, terminaba agotada y,
encima, nunca encontraba la
respuesta. Cuando era pequeña y alguna amiga se portaba mal conmigo, mi
madre siempre
argumentaba: «La gente te envidia». «¡Qué va a decir una madre!»,
pensaba yo. Las madres deberían
de estar exentas de observaciones, porque nunca pueden ser objetivas.
Entonces, yo le respondía con
otra pregunta: «¿Pero qué tengo yo para que me envidien?». Y ella
contestaba que me envidiaban por
mí misma, algo que nunca entendí.
Pues bien, siglos después, tras leer aquel correo, empecé a creer que mamá
tenía parte de razón. La
cosa había ido más o menos así. En invierno había recibido una carta de
Julián, aquel ex alumno que
hablaba en un idioma tan propio que nadie le entendía. Agradecí que me
hubiese escrito en lugar de
llamarme por teléfono. La carta estaba escrita a máquina, en un único
folio, y en ella me contaba que
estaba pasando unos días en un pueblo de montaña, donde había ido para
inspirarse en la novela que
estaba preparando. Me hablaba sobre lo que llevaba escrito y me
comentaba sus dudas. Todo
aparentemente normal, si no fuera porque había escrito en todo el folio, sin
dejar un espacio en blanco
siquiera para hacer una exhalación. Había rellenado incluso los márgenes y
no se salió del folio de
puro milagro, porque intuí que algunas palabras habían quedado colgadas
de las esquinas. ¿Tan grave
era su desesperación, o su situación económica, que no le había permitido
comprar folios? Quizá en
ese pueblo aún no sabían que estábamos en el siglo XXI.
Su carta debería haberme bastado para darme cuenta de que Julián estaba
cocinando algo raro en
su interior, pero como siempre llevo en mi bolso, junto a la libreta, una
nueva oportunidad para quien
quiera aprovecharla, continué dándole coba. Inmerecida, por cierto, ya que
hacía tiempo que había
empezado a comportarse de una forma muy altanera. Apenas venía a clase
y, cuando aparecía, no me
pagaba. Además, nunca hacía los ejercicios que yo proponía y que todos
los demás sí hacían. Mostraba
cierta superioridad con los otros alumnos, e incluso conmigo, hasta el
punto de que, a veces, pretendía
ser el profesor. Claro que, como nadie entendía bien lo que decía, no le
servía de mucho. Los demás
asistentes le respetaban, al menos, cuando estaban frente a él, aunque en
más de una ocasión escuché
risitas por detrás. Aun así, también le di una nueva oportunidad —a veces,
me paso regalando
oportunidades—. Por eso, cuando recibí su correo, pensé que lo tenía
merecido por dejar entrar en mi
vida a
alguien que era realmente muy envidioso. Estaba claro, sus palabras lo
decían todo. Me comentaba
que había leído mi último artículo en la revista de autoayuda y me acusaba
de haberme pasado al
camino «fácil» —lo llamó así, literalmente— para alcanzar el éxito con
más rapidez. «¡Si tú
supieras…!», pensé. Ningún camino es fácil en la escritura, pero eso sólo
lo sabemos los que
intentamos algo en estos senderos que pueden transitarse con teclas. Los
que se pasan la vida diciendo
que son escritores porque queda muy bien y se liga mucho, pero después no
redactan ni una sola frase,
no pueden conocer las dificultades de este camino en cuestión.
Después de esta primera acusación, venían otras que demostraban que no
se alegraba precisamente
de mi pequeño gran éxito. Para él, yo era una traidora, pues había
abandonado a los «escritores
auténticos», los que realmente eran artistas, para convertirme en una
redactora mediocre de artículos
de autoayuda. Entiendo que existen diferencias, como entre novelista y
poetisa. Sé que una cosa es
crear una novela o un cuento y otra, muy distinta, redactar artículos o
libros para intentar que la gente
sea un poco más feliz. Pero no por ello, esto último carece de valor
literario. No todo el mundo puede
o sabe hacerlo. Quien escribe autoayuda, es capaz de mirar de forma
diferente el mundo que le rodea y
su mundo interno, al mismo tiempo. Y por mucho que los demás le jodan,
se mantiene erguido y
continúa en pie. De eso se trata la autoayuda, de saber cómo seguir
adelante a pesar de lo que opinen
los otros.
Así lo hice con Julián, aunque cometí el error de contestar a sus
acusaciones. Con mucha más
elegancia que él, por supuesto, me defendí de sus opiniones despectivas y
dejé clara mi versatilidad
como escritora. Si soy capaz de escribir cosas distintas, ¿por qué he de
limitarme a una en particular?
Por último, le hablé de la maravillosa herramienta que es la escritura, pues
con ella no sólo es posible
hacer arte, sino también comunicarse; y, quizá, sea el medio más eficaz,
pues lo que está escrito, no
puede cambiarse.
Pero hay mucha gente que lee lo que quiere y no lo que realmente está
escrito. Julián se tomó mi
respuesta de manera personal, porque quizá se sentía ofendido o agredido
por las elecciones que yo
hacía como escritora. Es terrible, pero la envidia provoca un egocentrismo
sin parangón. En fin, él
volvió a escribirme otro correo, esta vez con más agresividad, si cabe, e
insultos, frases irónicas
salidas de tono y gritos —palabras escritas con mayúsculas—. Me lamenté
de que no tartamudeara
escribiendo, así no le habría entendido. Lamentablemente, su extraño
lenguaje sólo salía de su boca,
no de su pensamiento. Con un bolígrafo en la mano, era capaz de explicar
con mucha claridad lo que
pensaba y sus palabras eran como dardos lanzados contra mí.
No era la primera vez que me ocurría algo similar. Cuando empecé a
publicar mis primeros libros,
algunos individuos me dieron la espalda. Su comportamiento era triste,
pero yo continuaba riéndome,
a pesar del dolor que me causaban. Mi actitud, entonces, parecía enervarles
aún más y me atacaban
nuevamente. Es decir, dos críticas, dos juicios o dos insultos, por el precio
de uno. ¿Quién da más?
En una de esas ocasiones, me encaré a alguien que no paraba de juzgar todo
lo que yo hacía. Se
había comportado así durante toda la vida y llegó un momento en que mi
curiosidad pasó de querer
saber por qué me juzgaba, a necesitar averiguar si ella tenía idea de por qué
me juzgaba —escribir
autoayuda enseña mucho—. Y se lo pregunté, ¿por qué no? Aún utilizo su
respuesta cuando necesito
explicar o poner un ejemplo sobre cómo es el lado absurdo de la gente, ése
que todos tenemos pero
que algunos intentamos ocultar porque no nos gusta y queremos cambiarlo,
y otros se cuelgan en el
pecho como si fuera un broche de bisutería barata y lo muestran por ahí
con orgullo y satisfacción.
Esta persona me contestó: «Yo no te juzgo, simplemente te digo lo que
creo que haces mal». Sin
comentarios.
La gente es capaz de juzgar a los demás por las cosas más inverosímiles,
desde la ropa hasta la
forma de hablar. ¡Una vez me criticaron por caminar demasiado recta!
Pero si aún recuerdo a mi
madre diciéndome: «¡Niña, ponte derecha!». Además, me dijeron que
caminaba así porque era
pretenciosa y creía que podía comerme el mundo. ¡Dios mío, si ni siquiera
sé si podría masticarlo!
¡Mucho menos tragarlo y digerirlo después! Con suerte, lo cagaría, y eso
ya sería un indicio de haber
hecho un buen juicio de él.
Si uno lo piensa con detenimiento, hay innumerables razones por las que
juzgar al prójimo: el pelo
cardado, los zapatos de punta redonda, llevar sandalias con calcetines —
sólo está permitido si eres un
turista inglés—, cenar en Noche Vieja en el «Rey de las Costillas», comer
pan con la paella, echarle
ketchup al jamón serrano, etc. ¿Pero de qué sirve juzgar a los demás?
Hacerlo implica que después
utilizarás el mismo rasero para juzgarte a ti mismo y eso es un suicidio en
toda regla.
Lo cierto es que estaba harta de las críticas y, sobre todo, de los ataques
que parecían provenir
exclusivamente de la envidia, porque yo también envidiaba a los demás,
pero no lo demostraba con
tan mala idea. Encima, yo no consideraba que tuviera ninguna cualidad
envidiable. Al contrario, mi
vida carecía de un montón de cosas que deseaba, como un piso con una
terraza frente al mar, un buen
coche, el amor verdadero o un libro en el escaparate de una librería. No
poseía nada de eso y, sin
embargo, sufría lo peor de la envidia ajena. ¡Cuánto me hubiera gustado
darles un motivo verdadero!
No era justo que sólo me comiera la peor parte y no pudiera disfrutar de lo
mejor.
Al final, como siempre me suele ocurrir, quedé como la mala, pues eludí el
silencio y respondí a
las acusaciones de aquel absurdo correo de Julián, lleno de juicios y, sobre
todo, de prejuicios. Y, a
pesar de que pienso que el silencio puede resultar un arma muy nociva para
quien se siente una eterna
víctima, estoy convencida de que en esta vida hay que actuar, hacer cosas,
aportar algo de nosotros
mismos, sin pensar en cómo lo recibirán los otros. Siempre me he tenido
por una persona espontánea,
que a veces se sorprende incluso de sí misma, que hace bromas que
algunos no comprenden y que
piensa que hay que reírse mucho antes de morir. No siempre es posible,
claro, pero reírse es algo que
hace mucho tiempo que me propuse hacer. Y si estoy sola, siempre puedo
hacerlo de mí misma. Total,
no conozco a nadie que se haya muerto de risa.
***
Llegaba tarde a la fiesta de diplomas. Había decidido hacerla en la playa,
por eso de aumentar mi
hippismo un poco más, desde que había llegado a la costa. Habíamos
elegido una playa apartada del
pueblo. Después de estar veinte minutos buscando aparcamiento, encontré
un hueco pequeño, difícil,
pero en el que decidí meter mi coche como fuese. Nunca tuve problemas
para aparcar. Conmigo, se
rompe la regla de que las mujeres aparcan mal; soy la excepción. Y, como
dice el chiste, si ellas no
saben aparcar, es porque les han explicado mal lo que son veinte
centímetros. Yo ansiaba creer que
también existían excepciones entre los hombres, sin embargo, cuando se
trata de coches,
aparcamientos, conducción y carreteras, es casi imposible descubrir un
espécimen que se diferencie de
los demás animales salvajes de esta jungla. Di marcha atrás para meter mi
coche de culo, cuando vi
por el retrovisor una furgoneta que esperaba a unos doscientos metros.
«¿Pero qué le ocurre? ¡Tiene
sitio para pasar!», exclamé. La expresión de satisfacción del conductor,
agrandada por el espejo
retrovisor, hizo que me diera cuenta de lo que anhelaba. Hubiera podido
buscarse otro sitio, pero su
cara lo delataba: «¡Aquí me tienes, monada! Estoy esperando a que te des
cuenta de que no eres capaz
de meterlo, para aparcar yo!». No era la primera vez que un conductor
masculino me creía incapaz de
aparcar en un hueco pequeño, así que me lo tomé con calma. «¡Aunque
tenga que estar tres horas
haciendo maniobras, lo voy a meter y te vas a quedar a dos velas,
machito!», pensé. Al contrario de lo
que pueda parecer por mi aspecto, dulce y tranquilo, en las situaciones
complicadas, me crezco. Hice
acopio de toda mi experiencia en aparcamientos peliagudos y metí el coche
a la primera con dos
maniobras. Me sentí tan satisfecha que miré por el retrovisor para ver
cómo el gallito del corral se
lamentaba, dando un golpe en el volante y poniendo cara de «¡Vaya, me
tiene que tocar justo hoy, la
única mujer del mundo que sabe aparcar!». «¡Je, je! —me regocijé—.
¡Aquí me tienes, macho ibérico,
con el coche estacionado y sin haber sudado ni una gota! ¡Para que
aprendas a no dar nada por
supuesto cuando veas una mujer al volante!» Pocas veces me he sentido tan
satisfecha de haber
ganado. ¡Y es que estoy harta de encontrar tanto machista por las esquinas!
Se creen con derecho a
lanzarte miradas lascivas o a gritarte: «¡Rubia, te voy a hacer...!», desde un
camión. Y, aunque me
hubiera gustado usar tapones para no escuchar sandeces por la calle, en
este caso, no hubiera podido
taparme los oídos para hacer caso omiso a los pensamientos de aquel tío.
Había pasado mucho tiempo viviendo entre personas que sólo se
escuchaban a sí mismas y me
sentía como una gran desconocida. El mundo no sabía nada acerca de mi
interior, pues casi siempre se
fijaban en el exterior y eso, por lo general, me torturaba. Desde que había
llegado a la costa, la cosa
había cambiado un poco. Nada más bajarme del autobús, recibí el que iba a
ser mi primer piropo
playero. Pasé entre un grupo de lugareños, tirando de mi maleta hasta la
parada de taxis. Me dejaron
cruzar y cuando estaba a una distancia prudencial, la suficiente para que no
tuviera ganas de girarme
para contestarles, uno de ellos me gritó: «¡Brillas más que las lacas de mi
tractor!». Dudé de si lo que
acababa de escuchar era producto de mi imaginación o, realmente, me
habían dicho eso y frené en
seco. No podía seguir avanzando como si tal cosa, después de oír el halago
más poético de toda mi
vida de mujer piropeada hasta la saciedad por el sexo masculino. Me di la
vuelta y los encaré. No
sabía qué decir, así que me callé, pero empecé a reírme a carcajadas porque
no podía creer que me
hubiesen dicho algo tan inocente, tan gracioso y tan lindo. ¡Ja, ja, ja! Me
miraron como si estuviera
loca y se dieron la vuelta. Sin duda, ellos tampoco habían visto nunca a una
tipa reaccionar así, ante un
piropo que seguramente habrían gritado muchas veces. Pero, para mí, era
completamente nuevo. ¡Yo
estaba acostumbrada a las bestialidades más feroces, vulgares y soeces del
mundo! Tenía unos pechos
generosos y siempre me pregunté si sería por eso que los hombres se
fijaban en mí. Yo los
contemplaba con lástima, como si fueran mendigos de alma, ya que sólo
reparaban en mi cuerpo. Pero
brillar como las lacas de un tractor —no sabía ni lo que eran— me dio
tanta risa y me hizo sentir tan
bien que supe que había llegado al sitio adecuado.
Mis alumnos decían que lo mejor de mis clases era mi entusiasmo. Al
parecer, yo no sólo les hacía
creer que podían escribir, sino que, además, les convencía de que
cualquiera de ellos podía acabar
dedicándose profesionalmente. Lo cierto es que, como profesora, nunca he
destruido la ilusión de
nadie. No puedo decir lo mismo de lo que otros hicieron conmigo —el
primer calificativo que soltó
alguien tras leer mi primera novela fue «mazacote»—. Pero yo no me
considero mejor ni más
importante que nadie para hacer tal cosa y, además, sinceramente, estoy
convencida de que cualquiera
que ame la escritura, que aprenda, que practique, que se equivoque y, sobre
todo, que escriba puede ser
un buen escritor. Que consiga el éxito o no ya no depende siempre del
talento, pero, en cualquier caso,
nunca he sido una creadora competitiva, sino todo lo contrario. He
conocido, sin embargo, a muchos
aspirantes a escritores que no se hubieran bajado de su pedestal, ni aunque
se lo hubiese pedido el
mismo Cervantes.
Y allí estaba yo, en la playa, dándolo todo por última vez aquel año, y
entregando los diplomas de
mi taller de escritura a los primeros alumnos de mi nueva vida. Me sentía
feliz por haber inculcado el
amor por las letras a unas cuantas personas amables, con ganas de
experimentar el viaje, anhelantes de
dar rienda suelta a su imaginación, inagotables e incansables. Había
conseguido, tras casi nueve
meses, convertirlos en seres libres para escribir lo que quisieran y como
quisieran. Siempre he sabido
que se consigue más de una persona siendo positiva, creyendo en sus
posibilidades y ayudándola a
valorarse a sí misma, que destrozando sus expectativas. Nunca me ha
gustado la sensación de estar en
una bolera, esperando para lanzar la bola sobre unos cuantos escritores, que
esperan en grupo una
palabra de aliento y «¡Pleno!», el aspirante termina hundido y no vuelve a
intentarlo nunca más. Es
por eso que también aconsejo siempre a mis alumnos que tengan cuidado
cuando dan a leer su trabajo
a alguien. No siempre la persona que creemos más sincera, lo es. A veces,
es su ego el que responde:
«¿Pero éste se cree que puede llegar a ser escritor? ¡Qué estupidez! ¿Y yo,
entonces? ¿Qué podría ser
si me lo propusiera?». Pero la diferencia es que tú no te estás proponiendo
nada, monada, así que ¿por
qué no dejas tu egocéntrica envidia a un lado y permites que tu amigo siga
escribiendo, si le hace
feliz?
Aquella tarde, no hubo envidias, ni juicios. En lugar de eso, hubo «coca»
—una especie de pizza,
medio empanada, típica de esta zona—, ensalada de pasta, tortilla de
patata, empanadillas de boniato,
vino, risas y, sobre todo, mucho té. Con el mar de fondo, nos hicimos fotos
para recordar el momento.
Cenamos en un ambiente de lo más agradable y acogedor, alrededor de una
tabla que hacía las veces
de mesa para nuestros manjares y sentados sobre esterillas para no
dejarnos el culo en los cantos
rodados. También nos bañamos a la luz de la luna, cantamos, hicimos
bromas, nos reímos, charlamos,
leímos en voz alta (aunque a Julián era imposible entenderle, todos
pusimos cara de que sí lo
hacíamos) y, sobre todo, experimentamos lo que se siente cuando un grupo
de personas se une por
amor a la escritura. Me aparté un poco del grupo y, mientras me secaba con
la toalla y me cambiaba el
biquini por ropa interior seca, escuchando sus voces y sus risas, oyendo
como me llamaban para que
no me retrasara y no me perdiera nada, sentí que por fin pertenecía a algo.
Quizá era sólo a un grupo
d e hippies locos que, como yo, amaban la literatura o quizá a un
maravilloso mar, que lo limpiaba
todo durante la noche y permitía que la vida se renovara durante el día.
Fuera lo que fuese, me sentí
realmente libre por primera vez en mi vida. Claro que también pudo ser el
vino o el té...
De vuelta a la actualidad...
Intentaba relajarme y superar el mal trago frente a mi armario, pero no
podía. Estaba teniendo un
nuevo ataque de histeria existencial, sin embargo esta vez era por culpa de
mi ropa. No se parecía en
nada a los otros brotes que suelen tener algunas féminas cuando no saben
qué ponerse. Éste era
distinto, fantasmagórico y agobiante. Una de esas raras experiencias que
sólo sufrimos las personas
extrañas, porque yo sí sabía qué ponerme. Había empezado a adelgazar y
volvía a estar contenta con
mi cuerpo y, para colmo, con cualquier cosita que me comprara, incluso en
el mercadillo, era capaz de
conseguir un look de lo más cool. Amontoné un montón de blusas, túnicas,
cinturones y faldas sobre la
cama. Me probé todo varias veces, intercambiando las prendas hasta dar
con el mejor resultado y
¡Eureka! —¡qué expresión más antigua, por Dios!—. Cada nuevo conjunto
era mejor; me veía tan
guapa que la sensación empezaba a superarme. ¡Y lo había conseguido con
ropa de diez euros!
¡Increíble! ¿Qué podía hacer? ¡No podía asistir a una reunión de mi grupo
literario actual vestida
como para una fiesta! Pensé en la impresión que causaría, en lo mal que se
sentirían los demás al
compararse conmigo, en todo lo que me criticarían después y, lo que era
peor, en la importancia que le
darían a mi aspecto y no a mi talento literario. ¡No podía presentarme allí
hecha un pincel! Pero
cuantas más cosas me probaba, mejor me veía. Estuve a punto de ponerme
a gritar, al comprobar
cómo me sentaba la única prenda que podía contrarrestar tanta elegancia,
mis nuevos vaqueros de
pitillo. ¡Uf, qué alivio! La túnica azul que me había comprado el jueves
anterior hacía juego con ellos;
volvía a parecer una hippilollas talentosa y pobre, que intentaba salir
adelante gracias a sus confusos
sueños de convertirse en una escritora de éxito, feliz y mal vestida.
Siempre he intentado aprender algo de los famosos, especialmente de los
escritores, y tras años de
durísima observación permanente, he llegado a la conclusión de que los
educaron para creer en sí
mismos y para que lograran lo que quisieran. Echando la vista atrás, veo
con claridad que a mi
educación le faltó ese ingrediente. Es más, me enseñaron para todo lo
contrario, para aguantar lo que
me echasen; para esperar a que escampara; para ser siempre una soñadora
incrédula; y, sobre todo,
para estar convencida de que los demás podían, pero yo no.
Sé que no estoy sola en esto. Me pregunto a cuántos de nosotros nos
educaron así. Creo que somos
muchos y en todas las profesiones. Sin embargo, la escritura parece estar
más fuera de este mundo que
ningún otro oficio, como si todos los escritores, los desconocidos
incluidos, pensáramos que escribir
es una carrera imposible y que vivir de ella es una meta inalcanzable.
Como si Dios nos hubiera
sentenciado: «¡Te lo voy a poner chungo para ver hasta cuándo puedes
continuar dando la vara con lo
mismo!».
Volviendo a mi histeria existencial frente al armario, comprendí que mi
ropa, aunque barata,
superaba mi aburrida existencia. Tenía vestidos para ir de fiesta, de cena,
para pasear a la luz de la
luna, pero no para asistir a un encuentro literario en una solitaria tetería.
No encontré un disfraz de
extraterrestre, que era lo que correspondía. Al día siguiente, decidí poner
un anuncio, y pegarlo en la
avenida principal del pueblo, que dijera: «Busco gente con la que pasar un
buen rato y poder utilizar
mi ropa, para salir de vez en cuando». Puede parecer una tontería, pero,
detrás de ese brote de
existencialismo, se escondía un sentimiento muy importante de soledad.
Anhelaba encontrar a
personas con las que pudiera aprender, crecer, evolucionar y reírme mucho,
algo que, hasta ese
momento, no me había ocurrido.
Estaba cansada de los encuentros «guiri-cósmicos» en el restaurante de mi
amigo nórdico, cuyas
cenas se habían convertido en una cata de vinos valencianos, en maridaje
con los asombrosos
currículos e historiales de los comensales: un risoterapeuta alemán que
siempre adornaba su cabeza
con ridículos sombreros para intentar hacer reír a la gente; una bailarina
austríaca y profesora de
danza mística que aliviaba cuerpo y mente; un profesor de biología
irlandés reconvertido a curandero;
un interiorista sueco, que se había desarrollado como profesional y persona
gracias a la económica
decoración zen; y ésos eran sólo algunos ejemplos. También estaba yo, la
escritora metida a coach que
publicaba en revistas de autoayuda. Sé que para los guiris que viven en
nuestras costas, la New Age es
tan común como un pincho de tortilla, pero yo, al final de aquellos
encuentros, siempre acababa
sintiéndome como si flotara de pura liviandad y misticismo, sobre todo
tras haberme bebido una
botella del vino valenciano que tocara promocionar esa noche. En ese
punto, ya no sabía distinguir si
yo quería pertenecer a ese mundo o al de los sumilleres, que ganaban casi
tanto dinero como un
controlador aéreo, pero sin su responsabilidad.
También había frecuentado unas reuniones que solía llamar «mujeriles»,
en las que varias amas de
casa nos juntábamos, aunque algunas trabajásemos también fuera. Había
algunas madres, otras hijas,
pero todas teníamos un tema en común: los hombres y su visiblemente
corta inteligencia. Ese tema me
aburría más que el del dolor de cervicales, del cual también habíamos
hablado y con el que yo me
sentía muy identificada, pues pasaba horas, sentada en la misma postura,
frente al ordenador. Si bien
era cierto que yo también había padecido al género masculino y su
estupidez, no tenía la necesidad de
estar hablando siempre de ellos. Prefería hacer como si no existieran. De
hecho, me bastaba con mi
madre que me recordaba, semana sí, semana no, en sus llamadas
telefónicas, que todos eran iguales y
que si ya había salido en busca y captura de alguno del que enamorarme de
nuevo. Tendría que haber
puesto otro anuncio que dijera «Se busca hombre casadero». Dar con el
hombre ideal me parecía tan
complicado como convertirme en una escritora de éxito; y, sin embargo, lo
soñaba continuamente, sin
parar y sin descanso. A mi madre, siempre le contestaba lo mismo: «El
amor no se busca, se
encuentra; y puedo dar con él en un supermercado o en una discoteca». Lo
tenía muy claro, aunque mi
madre no se lo creía. En definitiva, las reuniones «mujeriles» tampoco eran
lo mío. Al final, me
hacían sentir como si fuera una periodista en un programa del corazón,
criticando al sexo opuesto y
feliz de ser mujer, pero harta de mí misma por tenerlo tan presente. Hasta
la femineidad puede ser
muy aburrida si se convierte en la base de tu vida. Por muy femenina que
me sintiera en aquellas
charlas, no conseguía tapar el agujero de necesidad cultural que tenía,
desde hacía ya mucho tiempo.
Lo de los grupos literarios no me fue mucho mejor. Siempre que asistía a
un nuevo encuentro, con
un té de frutas entre mis manos, pensaba en si aquella sería la gente que
realmente estaba buscando;
si, por fin, daría con las personas con las que crecer intelectualmente. Ese
pensamiento era absurdo,
sin duda, pues ninguno de los que asistían allí eran escritores, sino
aspirantes. Sólo eso tendría que
haberme servido para darme cuenta de que tampoco era el grupo de mis
sueños.
Mientras escuchaba a una mujer leer nerviosa su texto recién escrito, que
parecía quemarle las
manos como si acabara de sacarlo del horno —casi podía oler el aroma de
las palabras quemadas—,
recordaba que, en todos mis talleres de escritura, mis alumnos me habían
propuesto formar un grupo,
en cuyas reuniones afloraban las mismas ideas que en los grupos
anteriores: crear una revista literaria;
publicitar las reuniones para que asistiera más gente; hacer una
inauguración oficial del grupo y de la
revista; etc. Yo, que siempre he sido la más humilde de las escritoras, me
animaba a participar en todo
con la mejor de mis intenciones sin revelar nunca que ya había pasado por
ahí. Al final, la revista
acababa consumiéndose a sí misma por dejadez y aburrimiento y la
reunión de inauguración nunca
llegaba a realizarse, pues durante la preparación previa afloraba un
nerviosismo tal que siempre se
acababa fastidiando la cosa. Además, el envidioso o la envidiosa de turno
arremetía contra mí, que
había sido su profesora y amiga hasta hacía apenas unos minutos, y
comenzaba a criticarme o a
juzgarme de tal manera que me hacía insoportable continuar asistiendo a
las reuniones. Cuando me
preguntaba por qué siempre ocurría lo mismo, me daba cuenta de que había
sido demasiado humilde.
Me empujaba a esta actitud, quizá, mi deseo voraz de estar entre personas
que amaran las letras como
yo. O puede ser, simplemente, había desistido ya de la idea de encontrar a
gente que me enseñara algo
nuevo.
Con aquel último grupo, lo supe con certeza. La tetería había cerrado
porque éramos las únicas
personas que acudíamos los jueves por la tarde a tomarnos un té que
duraba casi cuatro horas.
Además, nosotros no consumíamos mucho, porque nos alimentaban las
letras. Decidimos cambiarlo
por el cómodo saloncito de nuestras casas, que se alternaban
semanalmente. Pude comprobar que, en
la mayoría de ellos, había estanterías llenas de libros, colocados en todas
las posiciones posibles.
Había un atisbo de cultura o aspiración a ella en esos espacios, pero,
cuando entraba en la casa de
algún inculto, en seguida me daba cuenta de que, por muchos libros que
leyera, nunca dejaría de serlo.
Podía poseer una biblioteca más grande que la de Alejandría en sus
tiempos mozos, pero si sólo
hablaba de sí mismo y de su vida solía ser porque tenía la cultura de una
mosca. Si, además, empezaba
a explicar que había empezado a comprar la nueva colección de silbidos
para pájaros de la editorial
Sistema Solar, ya no cabía ninguna duda. Y es que la cultura es como la
pornografía, sólo la dan en
televisión de madrugada. ¿Tan difícil era encontrar a alguien con quien
pasar un rato agradable,
aprendiendo mutuamente? ¿Tan complicado era que aquellas personas
pudieran enseñarme algo,
aunque no fuera sobre literatura? Estaba dispuesta a aprender sobre
cualquier cosa. Por aquel
entonces, empezaba a aceptar que no pertenecía al mundo de los escritores
con éxito, pero tampoco
estaba entre el de los escritores noveles. Entonces, ¿dónde mierda estaba?
Me sentía sin hogar, perdida
entre el cielo y la tierra, en el purgatorio de los escritores que no acababan
de empezar, pero tampoco
conseguían dar el salto.
Lo más curioso fue que alguien contestó a mi anuncio. Una chica, más o
menos de mi edad, me
llamó para que quedáramos y tomáramos un café en un hotel. Acepté en
seguida y me alegré de poder
vestirme con un poco más de elegancia, para variar, aunque fuera con
prendas de diez euros. Y, sobre
todo, me alegré de ir a tomar un café y abandonar el té para siempre en
aquel mismo instante. El té es
a los escritores noveles, como el alcohol a los consagrados. Y, como yo no
pertenecía a ninguno de los
dos, saboreé mi capuchino con complacencia.
Mi nueva amiga tenía un nombre larguísimo e impronunciable para mis
labios españoles. Sonaba
como grhtbligidtfra, por lo que decidí cristianizarla y llamarla «Gigi»,
algo a lo que ella accedió
gustosa. Era mitad española, mitad sueca, y en ella convivían a la par el
rollo «guiri-cósmico» y el
cruento realismo mediterráneo. Había sido una viajera empedernida, de
ésas que elegían su siguiente
destino poniendo un dedo sobre el globo terráqueo, mientras lo hacían girar
con la otra mano. Me
asombraba. Había visitado y vivido en ciudades de lo más insólitos, desde
Togo a Abu Dabi, pero en la
cara no se le notaba la cultura que, sin duda, habría adquirido viajando.
Tampoco se dejaba entrever
demasiado cuando hablaba, quizá porque, como yo, se creía menos
brillante de lo que era. En su
oficio, consultora de feng shui, era igual de difícil salir adelante que en el
mío. Por ejemplo, yo ni
siquiera sabía lo que hacía, pero como me lo explicó y se prestó para hacer
una visita a mi casa, le dije
que sí. ¿Por qué no iba a funcionar? ¡Cosas más raras se han visto!
Gigi tenía un lenguaje muy particular, fruto de su imaginación y de su falta
de vocabulario en
español. Cuando me habló de su segundo empleo, me contó que era
«estilista de plantas», lo cual me
hizo mucha gracia porque me imaginé mis macetas haciendo cola para que
ella les atusara el peinado.
Sin embargo, entendí su función el día en que me atreví a seguir sus
consejos y, con los ojos medio
cerrados por el susto, rapé por completo mi helecho porque se le habían
secado las hojas, tomando un
color marrón muy desagradable que hacía que pareciese que alguien se le
había cagado encima. Cogí
unas tijeras y empecé a cortar las hojas, con los ojos medio cerrados por el
susto. No quería dejarle
calvo, pero eso fue lo que hice. Gigi me aseguró que no me preocupara por
su aspecto, porque pronto
echaría hojas nuevas. Y eso fue lo que ocurrió; a los pocos días, mi helecho
tenía un maravilloso
aspecto verde, sano y con largas rastas cayéndole a los lados. Estaba claro
que el corte le había
sentado bien, salvo por un pequeño detalle, las hojas no le crecieron por el
centro, sino que dejaron
una coronilla muy simbólica. Gigi aseguró no haber visto nunca antes eso
en una planta. Desde
entonces, lo bauticé como «helecho fraile». Quizá se había convertido al
catolicismo. En cualquier
caso, su pinta era medio jamaicana, medio eremita. Cualquier día saldría a
la terraza y me lo
encontraría vestido con una túnica marrón, fumándose un porro.
Cuando la parte guiri de Gigi afloraba, mis energías se reequilibraban y
cuando vencía su parte
más valenciana, me invitaba a tomar un vino blanco y unos mejillones al
vapor, o una ración de
sepionet a la plancha. «¿Es que todos los que abandonamos nuestro lugar
de origen, para venir a vivir
a la costa mediterránea, somos raros?», empecé a preguntarme cuando la
conocí. Yo había dado con
mucha gente extraña en aquel pueblecito de la Costa Blanca, pero no me
rendía en mi empeño de
hallar a alguien normal. Como escribía en una revista de bienestar —como
me gustaba llamarla para
que su nombre no impresionara tanto—, se acercaban a mí muchas
personas extravagantes, pero yo no
me sentía como una escritora de autoayuda, sino como una artista de las
letras. Y ya estaba un poco
cansada y decepcionada de todo lo relacionado con el bienestar. Me había
topado con unos cuantos
que se las daban de vivir a un cierto nivel espiritual y, después, me
demostraban que eran tan humanos
como yo, con las mismas torpezas o quizá mucho peores. Darme cuenta de
ello, había sido como
recibir una patada en el estómago tras comerte un plato de fabada
asturiana.
Aún recordaba el último patadón. Había hecho yoga durante casi dos años
con una profesora que,
aunque española, se rodeaba del mismo rollo «guiri-cósmico» que la
mayoría de los que llegábamos a
estas luminosas costas. Si se hubiera limitado a su disciplina, todo hubiera
ido bien, supongo, pero
quiso aventurarse a ofrecernos unas charlas al finalizar cada sesión, en las
que empecé a percibir, no
sólo su falta de cultura, sino también de ética, moral y lógica. Comenzó
demostrando su carencia de
vocabulario; nos repartió unos trípticos sobre unos cursos que iba a dar en
verano y, mientras nos los
entregaba, los llamó «triptongos», porque no le salió otra cosa. Otro día,
cuando nos explicaba las
virtudes del yoga, con una taza de té en una mano y una galleta de soja en
la otra, le vino un bostezo
que no consiguió evitar; acto seguido, alegó que, después de relajarse, le
daba mucha «morriña». Yo
sabía que se decía «modorra», y, además, aquella mujer nada tenía que ver
con el espíritu gallego,
porque era madrileña, como yo, y de Carabanchel. Lo peor ocurrió cuando
intentó hablarnos de la
confusión mental que podíamos experimentar cuando atendíamos sólo a
nuestra respiración.
«No os preocupéis, dejad ir vuestros pensamientos —nos dijo—. No
intentéis controlarlos porque
será mucho peor. Hasta los más grandes han experimentado esa confusión.
Hasta el gran sabio
Confusio cayó en la confusión, por eso fundó el Confusionismo.»
No volví a las clases de yoga. La tinta que corre por mis venas me impidió
seguir exponiéndome a
más burradas. Y, aunque no todos los que nos dedicábamos al bienestar
éramos personas carentes de
estudios, había casos y casos; y yo parecía tener un imán para los seres
extraterrestres. Y ya me sentía
bastante confundida, como para introducirme en el Confusionismo de
Confusio y confundirme del
todo para siempre jamás...
La intención de Gigi también era crecer intelectualmente y por eso había
respondido a mi anuncio,
pero cuando reparó en mi elegante atuendo, cambió de tema y me pidió un
favor:
—¡Me encanta cómo vistes! Me gustaría saber combinar las prendas como
tú. ¿Te apetecería que
un día fuéramos juntas de compras?
Se me cayó el alma a los pies. No era precisamente un día de centro
comercial lo que más
anhelaban mis entretelas, nunca mejor dicho.
—Bueno —respondí, asumiendo que, tras un día de compras, vendría quizá
otro de narraciones de
aventuras o algo así. Pero me equivocaba. Gigi llevaba el pelo cortado al
estilo «Yoyes» —aquella
etarra convertida— y vestía de forma muy masculina. Llevaba la cara
lavada, iba siempre muy tapada
y sus pies caminaban enfundados en unos zapatones planos y negros, como
los mocasines de las
monjas. Su imagen necesitaba una ayudita urgente, pues parecía haberse
olvidado de que era mujer.
Decidí llevarla a mi peluquería, una que había encontrado después de
recorrerme todas las del pueblo,
diecisiete en total. En la última, me habían dejado seca; me habían cobrado
más de cien euros por
lavarme la cabeza y peinármela después. Ni siquiera habían tenido que
utilizar la plancha, porque mi
pelo venía planchado de fábrica y ni la humedad del mar podía hacer que
se rebelara. El peluquero,
además, había intentado hacerse el listo contándole cosas sobre mi pelo a
su aprendiz:
—Éste es un cabello con una mecha rubia acaramelada…
«¡Sí! ¡Con sabor afrutado y de la cosecha del 2001!», pensé. ¿Pero qué se
creía? Hablaba de mi
pelo como si fuera vino y, encima, no acertó, porque yo no llevaba mechas.
Fue difícil encontrar a alguien que supiera cortarme como a mí me
gustaba, natural, informal,
espontáneo, como si mi cabeza dijera: «Yo no necesito ir a la peluquería».
No quise poner al corriente
a Gigi de cómo era mi recién estrenado peluquero, Jony. No debía de llegar
a los treinta años; era alto,
delgado, bien formado, con ojos claros y una amplia sonrisa que nunca
desaparecía. Vestía con
camiseta informal, vaqueros caídos y calzoncillos asomando por debajo,
como muchos jóvenes, y le
encantaba la música heavy. De hecho, no me atreví a entrar en la
peluquería hasta después de muchos
intentos, ya que el volumen de la música echaba para atrás a cualquiera.
Ir a cortarme el pelo se había convertido en algo que me relajaba
enormemente. Como si estuviese
en un spa, dejaba mi cabeza en sus sabias manos que me masajeaban las
ideas bajo el chorro de agua
caliente. Cuando yo llegaba, Jony, que casi siempre estaba solo, cambiaba
la música heavy por
canciones lentas de esos mismos grupos, lo cual era de agradecer. Tras ese
tranquilizante masaje, me
invitaba a pasar a una silla frente al espejo y me colocaba un poncho negro,
con el que mi cara parecía
gorda como un garbanzo. Pero no me importaba porque yo me sometía a
sus tijeretazos con cara de
haber alcanzado el Nirvana. En una ocasión, se clavó la tijera en el dedo y
fue corriendo a ponerse una
tirita. Supongo que le dolía, aunque quizá también corrió porque vio cómo
se me caía la baba y se me
alargaban los colmillos. Me había convertido en una auténtica vampira y
deseaba chupar su sangre.
Jony me provocaba transformaciones, mutaciones y alguna que otra cosa
más. Su sencillez,
amabilidad y juventud exultantes eran capaces de convertir la tortura de
cortarse el pelo en un placer
que hubiera deseado terminar con dos copas de champán y dos cuerpos
desnudos en un jacuzzi. Yo
intentaba disimular todas esas sensaciones con una sonrisita perdida y una
afirmación de barbilla
como respuesta a casi todo lo que me decía, que no era mucho, porque Jony
no era el típico peluquero
parlanchín, sino uno bastante silencioso. Él, más bien, se expresaba con su
cuerpo: se acercaba y se
alejaba tijeras en mano, haciendo un sonido que generaba burbujitas en mis
oídos… clic, clic, clic…
Se ponía detrás para pulverizarme con un spray multifunción; extendía las
palmas de sus manos
abiertas sobre mi nuca y sobre mi cráneo y me acariciaba mientras me
ponía queratina; me cogía la
cabeza y me la echaba hacia atrás para ver la longitud de mis puntas; me la
tiraba hacia delante para
igualármelas; me introducía los dedos entre las raíces para ahuecármelas y
demás movimientos que
estimulaban en mí un deseo carnal, de lo más vulgar e instintivo, por mi
joven peluquero. Y, si no me
hubiera dado vergüenza, me habría permitido a mí misma llegar hasta el
orgasmo.
Lo peor y más irresistible —aunque era lo único que me hacía reaccionar y
darme cuenta de dónde
estaba— era que Jony se me acercaba tanto que su paquete rozaba mi
mano, apoyada en el
reposabrazos, y yo tenía que retirarla con rapidez para no caer en la
tentación. Después me miraba en
el espejo y mi cara estaba colorada como un tomate. Menos mal que él no
se daba cuenta. De hecho,
parecía no enterarse de nada. Era como una quinceañera virginal, tetona e
inocente, con una camiseta
apretada, contoneándose entre un grupo de albañiles que se comen un
bocata de chorizo. Era un
«lolito», sin pretenderlo. Luego dicen que los hombres no son
provocativos. ¡Vaya si lo son! ¡Y no
hace falta que sean un George Clooney porque las mujeres no somos tan
exigentes hoy en día! Nos
basta con una atracción inocente, como la que Jony me hacía sentir, cuando
se daba la vuelta y me
enseñaba el borde de sus calzoncillos de marca… ¡Mmm! No sabría
discernir si lo que me ponía más
era su lencería o su trasero redondo y abultado, pero él era, para mí, uno de
esos hombres-objeto —
aunque no me gusta el término, porque mi peluquero no se quedaba quieto
como un adorno; al
contrario, parecía moverse con la traviesa intención de provocarme—. En
el fondo, este pensamiento
me molestaba porque me recordaba a la forma de pensar que tienen
algunos hombres: «Fue ella quien
me provocó», habrían dicho algunos. Yo no quería ser así. De todas
formas, a veces me preguntaba si
él hubiera pensado lo mismo de mí, si yo me hubiera insinuado, pero era
una situación del todo
imposible bajo el poncho negro que me colocaba. En realidad, le llamaba
«hombre-objeto», porque lo
único que me atraía de Jony era su aspecto exterior; el interior parecía
tenerlo un tanto abandonado, en
cuanto a cultura se refiere. Y yo siempre he preferido a los hombres cultos.
Supongo que por eso me
avergonzaba un poco la atracción que sentía por él. Y es que no era un
chico muy intelectual. Lo supe
una mañana en que vino a visitarle un amigo de su misma tribu, la de los
pantalones caídos —muy
pocos adolescentes saben que esa moda nació como protesta contra la pena
capital y para recordar a
los presos que están en el corredor de la muerte, a quienes se les requisan
los cinturones para evitar
que se suiciden mientras esperan—. Mientras Jony hacía de Eduardo
Manostijeras en mi cabeza —
clic, clic, clic— y yo me adormecía, dejando mi futuro aspecto en sus
sabias manos, su amigo
navegaba en Internet para cambiar la música y … «Las mujeres han sido
hechas para ser amadas, no
para ser comprendidas», leyó el amigo de Jony en alguna página de
curiosidades. Mi peluquero se rió
con timidez y me miró como si quisiera saber lo que yo opinaba.
Sinceramente, no estaba muy de
acuerdo. Prefería pensar que, en algún lugar del planeta, existía un hombre
que haría el esfuerzo de
comprenderme. Sin embargo, que ellos me amasen sin preguntarse nada
sobre mi forma de ser me
parecía una actitud la mar de elegante. Sólo acerté a devolverle la sonrisa,
nada más. No me apetecía
salir de mi ensimismamiento. Estaba en mi momento spa y ninguna frase
me iba a importunar.
—¡Eso supongo que lo habrá dicho un hombre! —exclamó Jony, riéndose.
—Un tal… Oscar Wilde, pone aquí —respondió su amigo.
—¿Y ése quién es? —preguntó Jony, sacándome del éxtasis de un golpe
seco.
Su amigo sacudió los hombros y dijo con displicencia:
—Ni idea.
¡Ahhh! Los cielos se abrieron y la Luna y el Sol chocaron varias veces
entre sí, dándose golpes el
uno al otro para sacar al mundo de su órbita. La Vía Láctea hirvió y se
convirtió en queso Brie. El
mundo apestaba. Existía un chico de veintitantos que no conocía a aquel
escritor ni de oídas. ¿Cómo
podía ser que Jony no supiera quién había sido el gran e inigualable Oscar
Wilde? Sentí que debía
acudir en su ayuda, en la de Oscar, por supuesto. Mi misión en la Tierra, en
aquel instante, era mostrar
a los de la tribu de Jony quién era el magnífico escritor que ocupaba mi
corazón desde que había leído
sus cuentos en mi niñez, su Retrato de Dorian Gray, en mi adolescencia, y
su De Profundis, en mi
presente. ¡Por Dios! Sentí que me estaban insultando. Hubiese sido mejor
que me hubiese cortado el
pelo al cero. Total, no habría sido la primera vez. A los quince años me lo
había rapado al dos, en un
acto de rebeldía adolescente contra el mundo, el mío en particular.
—Un escritor irlandés —acerté a decir para contestar a su pregunta.
Me erguí sobre mi asiento, con un temblor en la barbilla y los labios
ansiosos por descubrirle a mi
peluquero el secreto que había permanecido oculto a sus oídos durante toda
su vida. Estaba a punto de
darle la llave de la cultura y me sentía inmensa, como portadora de tanta
maravilla. Cómo hubiera
deseado recitarle la lista completa de sus obras de teatro, muchas de ellas
llevadas al cine y que, sin
duda alguna, debían de sonarle. Lo habría hecho con rapidez y alegría,
como un camarero que recita la
carta de tapas de su bar: «calamares, mejillones, almejas, fabada en lata,
fabada de la otra…», pero
enmudecí ante su tajante y trepidante inesperada respuesta. Jony dijo:
—Ah…
¿Cómo que «ah»? ¿Es que no merecía el gran Oscar Wilde un «lo siento,
no lo conozco», al
menos? No me santigüé delante de él de puro milagro, pero sentí una gran
necesidad de hacerlo, como
mi madre cuando se santigua tres veces antes de tirarse al agua, para que
no esté tan fría. Me habría
sentado mejor descubrir que yo no era la clienta favorita de mi peluquero
buenorro. Saber que él
prefería peinar a cualquier señora valenciana, de cabello altamente
cardado, me hubiera hecho sentir
menos frustración. Jony me hirió. Me traicionó porque no conocía, ni por
asomo, a uno de mis ídolos
literarios. A pesar de todo, decidí poner a Gigi en sus manos. ¿Qué otra
opción me quedaba? No había
mejor peluquero en todo el pueblo.
Tras algunas semanas de encuentros, mi nueva amistad estaba
entusiasmada con su nueva imagen.
Había conseguido mejorar mucho su aspecto y su forma de vestir. La había
acompañado a visitar
tiendas nuevas y pasamos algunas tardes entrando en boutiques en las que
ni se había fijado, porque
creía que eran demasiado caras. La llevé en época de rebajas y eso ayudó
bastante. Pero, además, me
dediqué a ella, al noble arte de mejorar su estilismo, en exclusiva, sin
probarme ropa para mí. Incluso
llegué a perseguir, en una tienda de tres pisos, a una mujer que había
elegido una chaqueta que yo
consideraba apropiada para Gigi, muy de entretiempo, que le habría
solucionado muchos días de
incertidumbre ante las inclemencias del tiempo. Lástima que la mujer se
dio cuenta de que la seguía y
no soltó la prenda ni para probarse otra ropa. En época de rebajas, las
mujeres nos convertimos en
seres despreciables, capaces de poner la zancadilla a otra congénere, con
tal de que suelte la prenda
que ha elegido. No llegué a tanto, pero lo pensé; si no, no lo estaría
escribiendo ahora…
Además de llevarla a mi peluquero, también la llevé a un curso gratis de
maquillaje que
organizaban en un centro social. Aprendimos muchas cosas, entre otras,
que su cara era redonda y que
la mía tenía forma de diamante. Me sentí brillante cuando me lo dijeron.
Aluciné viendo trabajar a las
maquilladoras que desplegaban su instrumental sobre la mesa como si
fueran médicos antiguos. Nos
regalaron un montón de cosas inútiles que nunca volvimos a utilizar, sin
embargo, en aquel momento,
nos pareció muy necesario tener un pincel para limpiar las pestañas
después de usar la máscara y un
triángulo para retirar los restos de maquillaje de la superficie de la cara.
Gigi era una mujer especial. A pesar de ser tan europea, de vez en cuando
soltaba unas expresiones
en valenciano que le quedaban realmente exóticas y me recordaba mucho a
mi amigo Ariel, que no era
capaz de cabrearse en otro idioma que no fuera el suyo. « Per la Mare de
Déu! », exclamaban los dos.
Ella también era muy creativa. Le encantaban los colores y las cosas que
pudiera coser sobre su ropa,
como lentejuelas o piedrecitas. También era una «chinópata», es decir, que
se pasaba muchos y largos
ratos en las tiendas de chinos, buscando esos abalorios para ponerlos tanto
en la ropa interior como en
la exterior, lo cual mancillaba bastante el estilismo que tanto me había
costado inculcarle. Además,
como experta en el arte del feng shui, siempre que entraba en mi casa, me
cambiaba los adornos de
sitio; me traía alguna bola nueva para colgar en un nuevo centro
energético, descubierto en alguna
esquina; y me hacía prometer que reciclaría las cosas que ya no me
gustaban. Según argumentaba,
conservar lo que uno ya no quería era muy nocivo, porque, si no me
desprendía de mis cachivaches, la
vida me seguiría trayendo experiencias de las que había salido escaldada
anteriormente. Yo pensaba
que nada de eso me iba a servir de mucho. Quizá si hubiese colgado a mi
vecino borracho del techo y
le hubiese dado vueltas, para ver como sus ojos nublados emitían lucecitas
sobre la pared al contacto
con el sol, me hubiera sentido mejor. O si hubiera convertido al DJ
bakalaero en un gato chino, quizá
habría funcionado. Aunque, para dragones, en mi edificio ya estaban el
padre de los insoportables y el
loro de la anciana del primero, que no eran dorados, pero escupían fuego
por la boca igualmente.
—Si quieres cosas nuevas, haz cosas nuevas —solía aconsejarme Gigi,
recordándome mucho a mí
misma y a mis artículos.
Gracias a ella, empecé a darme cuenta de que aún tenía una oportunidad
para recuperar la alegría
en mi vida, después de haberla perdido tras mis últimos fracasos literarios.
Mientras nos comíamos un
menú tortillero —con varios tipos de tortilla—, regado con vino blanco en
una terracita, bajo el sol
primaveral, me dio un paquete cuyo envoltorio era casi más bonito que lo
que guardaba en su interior.
—Quiero hacerte un regalo —dijo mientras yo lo cogía agradecida.
—No tenías por qué…
—Lo sé, pero me apetecía.
Lo abrí. Eran unas bragas en un tono azul eléctrico, en las que había escrito
un gran «¡HOLA!» con
purpurina plateada, justo sobre la parte que ocultaba el pubis.
—¡Vaya! —exclamé. No me salió decirle otra cosa.
—¿Te gustan? Las he hecho yo.
—¿Tú has hecho las bragas?
—¡No! —se rió—. Compré las bragas en un chino, pero le puse ese «hola»
yo. ¡Mira detrás!
Les di la vuelta, temerosa de encontrar algo peor.
—¡ADIÓS! —se carcajeó con ganas.
Había un gran «adiós» plateado sobre el culo. ¡Dios mío! Estaba segura de
que nunca encontraría
la ocasión de lucirlas delante de nadie, a no ser que fuese un ciego. Eran
horribles, pero estaban hechas
con tanto cariño que se lo agradecí de verdad y me las llevé a casa con la
ilusión de envolverlas de
nuevo en su precioso paquete y no volver a mirarlas de cerca jamás. Casi
me emocioné y mis ojos se
humedecieron un poco, o quizá fuera el sol que apretaba demasiado.
Recordé que había olvidado mis
gafas en casa.
—¿Por qué me has hecho un regalo? —le pregunté.
—Porque tú me has ayudado tanto…
¡Sólo habíamos ido de compras! Pero ella continuó mostrándose realmente
agradecida.
—Eres una gran escritora. Me encanta lo que escribes, ya lo sabes. No hay
un mes que no compre
la revista para leer tu artículo y aprender de ti. Creo que eres la persona
más profunda y más libre que
he conocido en mi vida. Pero, en estos días, me has enseñado algo que
nunca hubiera creído que podría
aprender.
«¿Cómo evitar que el desmaquillador de ojos te pique?», me interrogué en
mi silencio interior.
Reconozco que todo lo que había hecho con Gigi desde que la había
conocido me parecían cosas
superficiales y casi sin sentido. Divertidas, sí, pero nada más. Nada que
mereciera ningún regalo,
mucho menos, hecho con sus propias manos.
—Me has ayudado a ver este mundo de la moda y de la estética de una
manera diferente —se
sinceró—. Yo siempre lo había clasificado como algo inútil, que no iba
conmigo, porque soy una
persona muy espiritual, que cree tanto en la magia de la vida como en las
señales del Universo. Pero tú
me has enseñado el lado más humano de la moda.
Me quedé estupefacta. Levanté mi copa de vino y bebí un buen trago.
¿Había oído bien? «El lado
más humano de la moda.» ¿Es que acaso ese mundillo tenía un lado
humano? ¿Se refería a «humano»
de Humanidad? Me pregunté cuántos locos más me quedarían por conocer
aún en la vida.
—Has sido mi personal shopper y sin cobrar nada. Bueno, mejor dicho, has
sido mi « coach
estilista», si es que eso existe —se rió.
Seguramente no existía tal expresión, pero yo, una escritora capacitada, por
encima de todo, para
inventar palabras y definiciones, ideé un nombre mejor:
—¡ Shopper coaching! —exclamé divertida.
—¡Eso! —gritó ella—. ¿Sabes? Creo sinceramente que, si quisieras,
podrías dedicarte a esto. Sé
que amas la escritura por encima de todo, pero podrías hacerlo y ¡ganarías
mucho dinero!
—¡Ja, ja, ja! Ni siquiera sabría por dónde empezar.
—Si quieres —insistió ella—, puedo decírselo a unas cuantas amigas, a ver
qué pasa.
—Bueno —respondí, sorprendiéndome de mi propia respuesta.
—¡Genial! —asintió Gigi y levantó su copa para brindar conmigo.
«Acabo de meterme en un buen lío», pensé, pero después me dije que no
pasaba nada por ir de
compras otra vez. Me tranquilicé y continué disfrutando de nuestro
aperitivo tortillero.
***
Salvo en las películas porno, supongo, las escenas de cama en el cine
suelen seguir un guión casi
imperceptible pero existente, que provoca en el espectador una sensación
agradable sin llegar a
excitarle. Es difícil darse cuenta, pero la mecánica es siempre la misma.
Una vez que se han medio
desnudado el uno al otro… Yo te desabrocho la camisa, tú me rompes los
botones del escote —deben
de dar por hecho que la ropa de mujer es más barata—, tú me quitas el
cinturón del pantalón y lo sacas
como si fuera un látigo, yo te subo la falda —en ese momento, siempre me
pregunto por qué no llevan
ropa interior; ¿él tampoco?—; el chico se pone encima de la chica en la
cama o en el sofá —una mesa
también puede servir, en algunas películas más subiditas de tono—; la
chica le acaricia la espalda
mientras pone cara de querer comérselo despacio, masticando cada
pedacito de sus carnes prietas; el
chico reacciona ante su caricia con una expresión compungida; juegan con
sus pies, entrelazándolos y
acariciándose las pantorrillas; y, cuando reaccionas, la cámara te muestra
la parte del cuerpo con la
que se camina, en vez de aquélla con la que se hace el amor. En fin, que la
cámara acaba por decirte:
«¡Oye! ¡Pon los pies en el suelo! ¡Esto es una película y nunca vas a lograr
tirarte a Jude Law!».
Entonces fue cuando se me cayeron los ganchitos de queso sobre el sofá,
pringándolo de un tono
naranja muy desconcertante y cuando decidí tirar encima la Coca-Cola,
porque había escuchado decir
que se lo come todo y nunca deja mancha. Después de ponerme una toalla
bajo el culo, para seguir
disfrutando de mi domingo frente a la tele, descubrí el mando a distancia
escondido entre los cojines.
Lo apreté con ganas unas cuantas veces, adivinando todo lo que estaría
haciendo el mundo y que yo no
veía, mientras otros retozaban en la pantalla. Cambié de canal unas cuantas
veces, pero hay que
reconocer que, en nuestro pequeño gran país, la oferta no es muy amplia.
Eso de haber decidido no
prestar atención a los libros empezaba a no ser una buena idea. Las cadenas
privadas se peleaban entre
ellas para ver cuál conseguía mayor audiencia. Los programas se parecían
a una reunión de cualquier
edificio, de ésas en las que se critica a los vecinos de enfrente. No quiero
llamarles “porteras” porque
me parece un poco retrógrada la expresión, pues ya no existen las porteras
de edificio, y los porteros,
hace tiempo que son automáticos, o domóticos que suena mucho más
pijo…“Mi portero es domótico
¿y el tuyo? El mío es de Palencia y me trae un salchichón buenísimo por
Navidad”…
Nunca me han gustado esos debates. Eso no quiere decir que no los vea,
porque sí lo hago. De
hecho, no me queda más remedio, porque están ahí y te distraen, no son
malas noticias, te ríes y pasas
el rato, regodeándote en los problemas ajenos mientras te olvidas de los
tuyos. Tienen su qué, sobre
todo uno de ellos: el que presenta Jimmy Cantimpalo, ése que está tan
bueno. Los primeros cinco
minutos del programa son los mejores. Cuando aún está de pie, con sus
pitillos bien apretaditos,
marcando paquete, y la camisa a punto de estallar, como Mr. Increíble en
sus buenos tiempos, y esa
sonrisa con labios pintados de rosa, la carita maquillada y el pelo a lo Bart
Simpson. ¡Además, el de la
otra cadena lo presenta un gay, con aire a Alfredo Landa en Manolo, la
nuit! No tengo nada en contra
de los gais —mi mejor amigo lo es—, pero a mí también me gustan los
tíos. Y cuando digo «tíos», me
refiero a que tengan aspecto de tíos. Masculinos, vaya. El presentador que
está de toma pan y moja se
depila, porque no se le ve ni un pelo al final del cuello. ¡Pero el
presentador gay tiene más pelo que un
oso! ¿Qué es esto? ¿El mundo al revés? Ariel, presente en mi móvil en
forma de mensajes, opinaba
como yo: que el mundo gay estaba decayendo y que el mundo hetero estaba
más etéreo que nunca.
Lo peor de estos programas, sobre todo para una escritora, es soportar las
preguntas, de lo más
intensas, que hacen los periodistas y colaboradores. Cuando las escucho,
me gusta jugar a que soy yo
quien las contesta:
Pregunta: ¿Qué queréis, un niño o una niña?
Respuesta: Queremos un gato, perro o koala, pero ya veremos, con tal de
que venga sano…
Pregunta: ¿Te casarás vestida de blanco?
Respuesta: No, iré vestida de lagarterana, que es más elegante.
Pregunta: ¿Dónde vas de vacaciones?
Respuesta: ¡A ti te lo voy a decir! ¡So iluso!
Además, cuando a los colaboradores les da por repetir una palabra o
expresión, la ponen de moda y
corre por los programas y las cadenas, en boca de todos, hasta que llega al
mundo, donde también se
empieza a utilizar y es entonces cuando quiero pegarme un tiro. Por
ejemplo, hace tiempo que se
acuñó en el mundo televisivo el término «ponible», para cuando hablaban
de ropa. ¿Se pararon a
buscarlo en el diccionario los periodistas? «Ese diseñador tiene ropa muy
ponible para el verano»,
escuchaba con ganas de gritar, desde mi lado de la pantalla: «¡Burra, que
eso no existe!». También
puede ocurrir que se ponga de moda una palabra por el camino inverso, es
decir, de la calle a la
pantalla. La expresión que ahora está de moda es la memorable frase que
comparten todos los que
salen en dichos programas, sean periodistas o no, y que dice así: «A día de
hoy». ¡Chúpate esa! Y se
quedan tan panchos: «¡A día de hoy, María Jesús Calendario, no ha
presentado todavía ninguna
demanda!».
¡Mírala! Ya está hablando la Pañillos sin parar, esa periodista a la que se le
hincha la vena del
cuello de impotencia frente a un invitado que sabe todas las respuestas. ¡Se
ha quedado más ancha que
larga, tras soltar esa frasecita! Y se repiten y se pasan la pelota unos a
otros. Acto seguido, José
Canillas responde con voz aguda y moviendo su bigote a lo Village People:
«¡A día de hoy, Pañillos!
—le grita—. ¡Pero ya la presentará, que lo sé yo!».
Si es que este Canillas es un sabio del mundo del corazón. Le adoro. ¡Brrr!,
mejor cambio de
programa. A ver, qué cuenta Manolo, la nuit: «Me consta que… —¡Mira!,
éste parece más culto— a
día de hoy, la monísima no ha vuelto con su marido a Santander». ¡Uy, casi
te salvas, Tonele! Has
empezado bien con lo de «me consta», pero, al final, ¡tú también has caído!
¡Si es que, con ese tocado
que llevas, el aire no te puede sentar bien, ni a día de hoy, ni nunca!
Entonces, Alfredo Landa responde: «¡Pues no sé qué decirte, Tonele! —La
pantalla recoge el
bostezo de la copresentadora, con esa caída de ojos que tiene tan
arrebatadora—. ¡Yo, si fuera ella, no
volvería jamás, porque si cada vez que le perdona vuelve a ponerle los
cuernos...! ¡Yo por un par de
cuernos, mato!»
¡Por Dios! Se dice: «A fecha de hoy». ¡Narices! O bien: «Hoy día». Pero no
todo junto. Lo busqué
en Internet, porque allí se encuentra de todo y descubrí que esa expresión
viene del francés Au jour
d’hui, aunque en castellano deben utilizarse expresiones como: En el día
de hoy, hoy en día, ahora,
hoy por hoy, hasta hoy, hasta ahora o hasta este momento. «A día de hoy,
no me siento capaz de
seguir escuchando esto», pensé. ¿Qué pasa con el lenguaje? ¿Por qué no se
respetan las palabras en
televisión? Pero, como yo soy una defensora de la invención de
expresiones, tampoco puedo juzgar
mucho a nadie.
Cambié de canal. ¡Ahhh! Un comentarista de fútbol tenía un orgasmo
microfónico. ¡Qué repelús!
Volví a cambiar. En otro programa, la presentadora acosaba a preguntas, de
lo más absurdas, a una
concursante anónima, sentada en una silla, que se enfrentaba a la verdad
sobre su vida privada, a la
vista de su familia y amigos: «¿Es cierto que detestas que tu abuela se
lleve la comida en una
fiambrera, cuando vais a cenar a un restaurante?». Don dinero es muy
poderoso. Si una persona es
capaz de desmenuzar hasta el más recóndito de sus secretos frente a todo el
mundo, sin importarle que
a su abuela le dé un síncope, me pregunto adónde vamos a ir a parar. ¿Es
que a nadie le importa ya el
dolor ajeno?
Decidí apagar el televisor y soltar el mando a distancia. Mejor comerme
mis ganchitos en silencio.
Pero entonces sonó el móvil y los ganchitos se me cayeron del salto que
pegué.
—¿Estás sentada? —preguntó Gigi.
—Lo estaba. Dime.
—Pues vuelve al sofá porque, con lo que voy a decirte, te vas a caer de
culo.
—A ver…
—Mañana tienes una entrevista en televisión.
—¿Qué?
—Sí, en la televisión de Benidorm. Después te mando la dirección, en un
mensaje. Vas a ir a un
programa que se llama «Agenda» o algo así y te van a hacer una entrevista.
¡Voy a tener una amiga
famosa!
—¡Espera! ¿Y cómo lo has conseguido?
—Tengo mis contactos… —se rió.
—Está bien. ¿Y qué me pongo? ¿Tengo que llevar algún libro mío? Estaría
bien, ¿verdad?
—Sí, pero, lo siento, no me he dado cuenta de explicártelo antes, claro. No
te van a entrevistar
como escritora, sino como shopper coach.
—¿Qué?
—Es increíble, ¿verdad? —me di cuenta de que sonreía—, pero parece que
les interesa más ese
tema. Yo les dije que hacías ambas cosas, ¿pero qué se le va a hacer? Esto
último les encantó y hay
que aprovechar las oportunidades, ¿no crees? Quizá la próxima vez te
llamen por los libros.
—Quizá… —repetí decepcionada.
—Al menos será una experiencia… —me intentó animar ella.
—Lo sé y te lo agradezco de verdad. ¿A qué hora tengo que ir?
—A las siete.
—¿Tan tarde?
—A las siete de la mañana. La televisión es así.
—Brrrrrrrrrr. —Ya no me sentía tan agradecida—. ¿Puedo decir que no?
—Te dejo, ya me lo contarás todo después. —Hizo como si no me hubiera
oído—. ¡Y mucha
mierda! —añadió para despedirse.
No insistí en mi negativa. Quizá le había costado mucho conseguir que me
entrevistaran en
televisión, pero podría habérmelo preguntado antes. Lo que no me gustaba
de Gigi era que, a veces, se
creía la jefa. Pensaba que podía arreglar y desarreglar el mundo a su
antojo, sin tener ni idea de si los
demás estábamos o no de acuerdo con los medios que utilizaba.
Colgué el teléfono sin demasiado entusiasmo. ¿A las siete de la mañana?
Nunca hubiera pensado
que en televisión pudieran ser tan madrugadores. Estaba claro que no sería
un programa en directo. Y
encima para hablar ¿de qué? ¡Yo no era shopper coach! Me había
inventado ese término sobre la
marcha. Sólo entendía un poco sobre cómo ir a la moda, pero mis
conocimientos eran muy
elementales. Nunca había estudiado estilismo, ni había hecho ningún curso
de belleza, salvo ese
gratuito de maquillaje al que había asistido con Gigi. ¿Y si me veía alguien
conocido, mis alumnos o
alguno de mis lectores? ¿Qué tenía que ver escribir artículos de autoayuda
con ir de compras? ¿En qué
se parecían mis novelas a lo que podría escribir una especialista en
vestimenta? Empecé a cavilar
sobre el tema. Estaba claro que tendría que hacer un gran uso de mi
imaginación para aquella
entrevista. Era muy probable que me preguntaran cosas del tipo: ¿Qué hace
exactamente una shopper
coach? ¿Cómo te hiciste shopper coach? ¿Qué es el shopper coaching?
Cuanto más repetía ese
término en mi mente, más ridículo me parecía. Al mundo le había costado
mucho aceptar el término
personal shopper y yo acababa de inventarme otro nuevo. Eso, claro, si
alguien osaba mirar ese
programa, porque a las siete de la mañana y en una tele local no creía que
fuera a tener mucha
audiencia. Me imaginé sentada al lado del presentador buenorro, en uno de
esos programas del
corazón, con España entera por espectadora, y la cosa empezó a gustarme.
Corrí a mi armario y
empecé a sacar ropa. Tenía que encontrar el atuendo adecuado. ¿Qué
llevaría una shopper coach a la
televisión? Hasta hacía unos días me preguntaba cómo se suponía que
debía vestirse una escritora: con
una camisa de cuello soso en tono marrón o rojo oscuro, pantalones de
pinzas beis, botines negros y un
pañuelo en la garganta para emular a Antonio Gala y dar un toque de color.
Entonces, me di cuenta de
que por fin había encontrado un lugar donde necesitaría vestirme bien, con
mis baratas pero bien
escogidas prendas. Saqué varios zapatos de tacón alto y me los probé hasta
encontrar el adecuado.
Opté por el último vestido de cóctel que me había comprado en el
mercadillo; era monísimo y, con
esos zapatos, me sentaba de maravilla. Haría calor, pero a esas horas
seguro que corría un poco el aire,
así que cogí un pañuelo de gasa en color plata. Después, me coloqué una
chaqueta tipo militar para
romper la extrema elegancia de las demás prendas y… voilà! Había nacido
Sibila, mi más reciente
personaje.
«Sibila», repetí mentalmente, dándole un uso a mi pseudónimo literario.
Aquella iba a ser la
primera vez que uno de mis personajes iba a existir más allá de mi
ordenador. Escribiría su realidad,
su vida, en el vacío de las calles y de las miradas de la gente. Me senté
frente al espejo. Estaba tan
nerviosa que creí que iba a marearme. Empecé a entusiasmarme con la
idea.
***
¿Había algo que Gigi no pudiera hacer, con tal de conseguir tener una
amiga famosa? Mientras le
rezaba a San Antonio para que me encontrara un buen aparcamiento cerca
del edificio de la televisión,
con los ojos pegados de sueño y un bostezo constante en la boca, me
preguntaba cuán importante era,
todavía, luchar con uñas y dientes por intentar vivir bien de mi escritura.
¿Valía la pena aunque para
ello tuviera que hacerme heridas constantes y esperar a que cicatrizasen,
para después volver a
abrirlas, como si me arrancaran la costra de cuajo a cada nuevo rechazo?
Me sentía más blanda que
nunca, más débil y hundida cada día. Y rozaba el instante en que tendría
que tomar la decisión de
continuar o dejarlo para siempre. Ambas cosas me aterraban tanto que no
era capaz de elegir.
San Antonio me echó una mano y encontré un hueco dos calles más abajo.
Recordé a aquel
conductor que, en Marbella, le preguntó a mi acompañante dónde podía
aparcar, pues llevaba tiempo
dando vueltas intentando encontrar un lugar en los días de feria. La
elegancia de mi compañero, debió
hacerle creer que era alguien que pertenecía a la organización de las
fiestas, si no, no entiendo por qué
se dirigió precisamente a él. No creo que le confundiera con un guardia
civil precisamente. Aún me
reía, mientras entraba en el edificio, al recordar la pregunta del gracioso
malagueño.
__¡Escussssshe! ¿Dónde puedo plantar el cossssshe? –no sabía que los
coches también se
plantaban, como las palmeras.
Salí del coche y corrí, saltando sobre mis tacones, hasta la puerta. El
estudio estaba en unos bajos.
Llamé, pero nadie contestó. Volví a intentarlo, mientras respiraba agitada y
me atusaba la falda.
Seguían sin responder. Dentro se oían ruidos. Al acercarme a poner el oído
en la puerta, me di cuenta
de que estaba abierta. Entré. Un grupo de personas corría, sin dar muestras
de haberme visto.
—Perdone… —Intenté parar a uno de ellos, pero se escapó delante de mis
narices sin decirme
nada. Había varias habitaciones. La primera era una oficina llena de gente.
Saludé en la puerta, pero
nadie me contestó. Insistí y alcé la voz para que me oyeran.
—¡Perdonen! Vengo por la entrevista.
—¿Qué entrevista? —me preguntó una mujer, la única que estaba
arreglada. Los demás vestían
vaqueros y camiseta.
—Me avisaron para hacerme una entrevista esta mañana. —Se me escapó
un bostezo.
La mujer revisó los folios que tenía en la mano, levantó la cara y me
preguntó:
—¿Es usted la personal shopper?
— Shopper coach —corregí—. Sí, soy yo.
—¡Ah, perdóneme! No la esperábamos hasta las nueve. ¿Por qué ha venido
tan temprano? —Me
cagué en Gigi y en el lío que solía hacerse con las horas en español—.
Siéntese aquí y tómese un café
hasta que empecemos. Faltan dos horas todavía. Si prefiere dar un paseo
mientras tanto… Me senté.
Ahora que había conseguido aparcar, no iba a volver a mover el coche.
—O quédese para ver cómo hacemos el programa —me sugirió la mujer—.
Esto de la tele es muy
entretenido.
—Está bien. ¿No tienen que maquillarme? —pregunté como una tonta.
—¿Maquillarla? No, lo siento. Es una televisión local y no tenemos mucho
presupuesto.
Suponíamos que ya vendría usted maquillada. —Me observó con
detenimiento—. Pero ya veo que no.
—Me alcanzó un neceser—. Tenga, aquí llevo de todo. Puede pintarse en el
baño.
—Gracias —le dije avergonzada.
«¡Una shopper coach sin maquillar!», me dije lamentándome mientras me
pintaba la raya negra de
los ojos. Eran las siete de la mañana, nadie tenía por qué sorprenderse, pero
debía darle más
credibilidad a mi personaje. A partir de aquel momento, tendría que salir
de casa con la cara pintada,
siempre. Me iba a costar, lo sabía. Yo era muy natural y, además, el
maquillaje me daba claustrofobia.
«¡Pues te aguantas!», me reprendí. Estaba decidida a seguir adelante. Ya no
era la misma. Era Sibila,
la shopper coach más famosa de Benidorm y alrededores.
Estaba preocupada por las preguntas, esperaba que me dejaran leerlas
antes, como habían hecho en
la primera y única entrevista que me habían hecho en la radio, como
escritora. Entonces era muy
joven. Acababa de publicar mi primer libro y la editorial preparó el
encuentro en una universidad de
pijos. Todo había ido muy rápido, gracias a Dios, porque estaba bastante
nerviosa. Ahora, que estaba
en la televisión, empezaba a ver las diferencias entre un medio y otro. La
locutora de radio, que era
una estudiante, me recibió con gran amabilidad, unos minutos antes de que
diese comienzo el
programa. Me pasó una hoja con las preguntas y me dejó un momento a
solas para que las leyera y
pensara en las respuestas. Yo me concentré en mis respuestas y, cuando
acabé, ella vino a buscarme y
entramos en una habitación cerrada, con una pared de cristal por la que
veíamos a los realizadores, o
como quiera que se llamen los que hacen posible la magia de la radio. Tras
una breve musiquita de
cabecera, empezó el programa. En escasos segundos, la chica me dio varias
indicaciones.
—Habla sólo cuando yo te pregunte. No hagas ruidos ni te muevas y ten
cuidado con esa pulsera,
puede sonar muy fuerte por el micro.
¡Ahhh! Me quedé paralizada. Yo no podía estar quieta ni cinco minutos.
Comenzó a picarme todo
el cuerpo. Necesitaba que mis nervios salieran por algún sitio. Como en
todas las ocasiones en que mi
estabilidad se ha puesto a prueba, deseé tener un rabo para poder agitarlo y
expulsar a mis nervios por
ahí. Como la cola de los gatos, que se mueve con gracia cuando ellos se
ponen juguetones, para
demostrar que están alerta con sus cinco sentidos. Larga, fina y suave, a ser
posible en color negro,
porque pega con todo.
Cuando era pequeña, mi gato parecía uno más de la familia. Los gatos de
mayor pureza de esa
extraña raza, llamada «de la isla de Man», nacen con la cola cortada y
acabada en una especie de
muñón, aunque cubierta de pelo. El mío resultaba muy gracioso cuando
agitaba la cola divertido,
porque cada golpe que daba con su muñón, sonaba sobre la mesa como si
diera bastonazos. Yo no
quería una cola así, prefería la de un gato callejero común. Pero no tenía,
así que intenté dejar
completamente quieta la parte superior de mi cuerpo, incluido el brazo
derecho, y empecé a balancear
la parte de abajo, sentada en la silla giratoria. En determinado momento,
descubrí las sonrisitas y los
dedos acusatorios de los chicos que estaban al otro lado del cristal. ¡Qué
graciosos! Al acabar, la
locutora me felicitó enérgicamente:
—¡Enhorabuena! Lo has hecho muy bien, como si siempre hubieses
hablado en la radio.
—Pues no lo he hecho nunca —aclaré.
—¿En serio? Pues has estado genial. Me gusta tu voz, podrías servir para
esto.
Al recordar sus palabras, confié en que mi voz tampoco me fallaría esta
vez. Odiaba darme cuenta
de que alguien acudía a un plató de televisión nervioso. No hay nada que
quede peor que una voz
temblorosa.
Los asientos eran muy incómodos. Quien se había dedicado a decorar el
plató y había elegido los
muebles, no se había sentado en ellos. El respaldo de madera se me clavaba
en la espalda e impedía
que pudiese ponerme recta, además eran tan altos que me colgaban las
piernas como si estuviera en un
columpio. (¡Qué palabra! Siempre me ha parecido que “columpio”
pertenece a un idioma de otro
mundo. ¿Verdad que suena como si la dijera un hombrecillo verde con
antenas? ¡Mi nombre es
Columpio y soy tu nuevo amigo, terrícola!)
A la izquierda, había una pared de cristal muy parecida a la de la radio, a
diferencia de que el
cristal llegaba hasta el suelo. Dentro, había muchas personas, moviéndose
y hablando, aunque desde
donde yo estaba no podía oír lo que decían. Frente a mí, cuatro cámaras tan
altas como jugadores de
baloncesto, quietas y solas. Me pareció raro, porque en televisión, siempre
que sale una cámara, hay
alguien detrás con cascos en las orejas y el pulgar levantado. A mi lado
estaba sentado un hombre,
colaborador habitual del programa, que hablaba muy bajito. Junto a la
presentadora, había otra mujer
tan gorda que casi no cabía en el sillón. Me pregunté cómo haríamos al
acabar para sacarla de allí y
recordé uno de mis cuentos titulado «El mundo según la gorda». Estaba tan
ensimismada mirando a
mi alrededor que me asusté al ver a un hombrecillo agachado junto a mí,
sosteniendo un pequeño
micro en la mano.
—Por debajo —me indicó, acercándome el micrófono con cable.
Me levanté del asiento y casi puse el culo en pompa. Pero fue al ver sus
cejas levantadas y su
expresión de asombro total, cuando caí en la cuenta. ¿En qué estaría
pensando yo en ese momento?
¿Por dónde creía que iba a meterme el micro?
—Je… —sonreí estúpidamente—. Lo siento, nunca he estado en televisión.
—¡Ya lo veo! —se rió—. Me refería a que lo metiera por debajo de su
ropa.
—Claro… —sonreí de nuevo, mientras notaba mi cara encendida por los
colores—. Démelo, yo
me lo colocaré. Gracias.
Cogí el micro y pasé el cable por debajo del vestido hasta el cuello.
—Hable, por favor, necesitamos saber si se escucha.
«¡Dios mío! ¿Y ahora qué mierda digo?» Mis contertulios debieron ver que
mi cara pasaba del
rojo tomate al blanco plátano, porque en seguida empezaron a hacerme
preguntas sobre mi trabajo
para obligarme a hablar. «¡Qué buena es la voz de la experiencia!», pensé
agradecida.
Para mi sorpresa, me volví a sentir como si estuviera en mi medio. Mi voz
sonaba tranquila y
serena y yo me expresaba como si supiera de lo que estaba hablando
cuando la presentadora me
preguntaba acerca de cómo sacar partido a unos sencillos trapitos. Empecé
a darle un toque humano al
tema. Sabía que debía de haber más personas con la misma necesidad que
ella, buscando a alguien que
les guiara en esto de la imagen, pero de una forma cercana y sencilla. Y ahí
estaba yo.
—¿Tu imagen siempre habla de ti? —fue la primera pregunta.
Al principio pensé que era una pregunta personal, pero pronto me di cuenta
de que estaba
generalizando.
—Yo haría una puntualización al respecto —contesté—. Tu imagen habla
de ti en el momento en
que te vistes. ¿O cuando te vistes para ir al supermercado le estás diciendo
al mundo: «¡Miradme, yo
soy la de la camiseta de tirantes y los pantalones pirata, con chanclas a lo
Belén Esteban en
Benidorm?». Si vas por la calle, verás que hay mujeres que parecen de la
asociación pro bata de
boatiné y zapatillas de felpa. —Fui consciente de que me estaba pasando
de la raya. Tragué saliva y
continué—: ¿Quién puede asegurar que siempre lleva el aspecto que quiere
mostrar a los demás? ¿No
es cierto que a veces nos ponemos, lo más cutre que encontramos en el
armario? —Los ojos de la
presentadora parecían querer salirse de sus órbitas. Incluso me pareció que
me hacía una mueca con la
boca, indicándome que cambiara mi forma de responder, pero yo seguí
intentando ser yo misma y
añadí—: ¡Algunos armarios son auténticos asesinos en serie de la moda!
¡No me extraña que haya
personas que quieran salirse del suyo!
«Tierra trágame», pensé. Me había pasado. Tras el primer susto, la
presentadora continuó
preguntándome:
—Entonces, ¿qué podemos hacer para salir atractivas de casa, sin tener que
pasarnos una hora
eligiendo modelitos frente al armario?
Supe que si respondía como ella esperaba que lo hiciese, toda la entrevista
seguiría por ahí y Sibila
no dejaría de ser una estilista más. Ya que estaba allí, tenía que lograr que
mi personaje fuese
diferente a todos los estilistas del mundo y su hecho diferencial era,
precisamente, la humanidad que
practicaba con sus clientes. Era mi momento. Debía responder sin
responder y llevar la respuesta a
una nueva pregunta sobre el shopper coaching, desde el lado más humano
del aspecto exterior.
—Eso no es lo importante, ¿sabes? —concluí. La presentadora puso
expresión de desconcierto—.
Ya que me das esta maravillosa oportunidad en tu programa, quiero decirle
a la gente que no se trata
de salir atractivas de casa, sino de estarlo también dentro de casa. ¡Se trata
de estar y de ser siempre
atractivos! —Cambié el género del adjetivo para extender mis alas
profesionales también a la parte
masculina de este mundo—. ¡Porque lo somos! ¡Es por eso que tenemos
que sentirnos cautivadores en
todos los momentos de nuestra vida! ¿Por qué tenemos que vestirnos en
casa como si fuésemos la
criada venida del pueblo? ¿Por qué tenemos que dejar lo peor de nuestra
ropa para vestirnos cuando
estamos más cómodos? —Me callé porque mi respuesta empezaba a
parecer un discurso.
Sentí que lo había conseguido. Sin duda, había logrado su interés y,
seguramente, también el de los
telespectadores.
—Entonces… —siguió la presentadora inventando una nueva pregunta y
abandonando la lista
anterior sobre la mesa—, ¿dices que en casa no debemos elegir ropa
cómoda?
—¡No estoy diciendo eso! —sonreí—. Sino que la ropa cómoda debe ser la
que nos haga sentirnos
atractivos. ¡Debemos ser tan seductores en casa como fuera de casa!
—Interesante… —esgrimió mi interlocutora—. ¿Y cómo podemos
conseguirlo?
—Encontrando una ropa cómoda con la que podamos estar en el hogar sin
tener que correr a
cambiarnos, si viene visita. —Oí las risas de todos los presentes—. ¡Fuera
las batas de boatiné! —
exclamé con entusiasmo—. ¡Fuera los chándales! ¡Fuera las zapatillas de
felpa! ¡Somos atractivos!
¡Demostrémoslo en cada momento! ¡No sólo cuando nos ven los demás,
sino también cuando estamos
solos! Mucha gente me pregunta qué puede hacer para elevar su autoestima
y yo siempre les contesto:
«¿Cómo te vistes para estar en casa?». Dependiendo de su respuesta, puedo
sugerir lo que le conviene
para sentirse mejor consigo misma.
—Bien… es muy interesante —continuó la presentadora, mientras mi
sonrisa aumentaba por
momentos—. ¿Puedes sugerirnos algo más a la hora de comprarnos ropa?
¿O eso depende de cada
cliente?
—Depende de cada persona. Algunas necesitan sentir que son importantes
para el mundo y, sin
embargo, su atuendo indica que no le prestan atención a su imagen. Hay
otras que desean encontrar el
amor, la felicidad y el éxito en su vida, pero se visten como perdedoras.
Las hay que quieren
tranquilidad y paz en sus vidas, pero se visten de verde flúor. En fin, he
tenido tantos clientes y cada
uno de ellos ha sido tan revelador para mí… —Me hice la experimentada.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando como shopper coach? —preguntó ella
mirando sus notas para
decir bien la expresión en inglés.
—Va a hacer diez años ya —mentí vilmente, pero agrandando mi sonrisa.
—¿Y con qué expresión podríamos traducir este término al castellano? Es
para que nuestros
espectadores puedan entender bien de qué se trata.
—Bueno, yo diría que soy como una «consejera estilista». No se me ocurre
otra manera de
definirlo. Lo que yo hago, básicamente, es conseguir que la persona vista
bien y se sienta cómoda
consigo misma. Y eso no se logra con una ropa cualquiera, ni aunque sea
de diseño. Eso se consigue
utilizando las prendas adecuadas para cada persona en cada ocasión,
dependiendo de cuáles sean sus
necesidades, sus vivencias pasadas o su estado de ánimo.
Siempre he pensado que no importa la cantidad de palabras que digas sino
la calidad. Sin embargo,
aquella mañana yo hablaba sin parar intentando que alguna de mis frases
tuviera sentido. No acababa
de creerme mi propio personaje, pero había puesto toda mi intención en
conseguir que los demás sí lo
hicieran y, a juzgar por sus caras, lo estaba logrando. Cuando acabé, salí de
allí con cuatro tarjetas de
posibles clientes. Como yo no tenía, no pude darles la mía, pero prometí
llamarles para concertar la
primera de mis entrevistas como shopper coach o consejera estilista. No
me gustaba mucho como
sonaba la traducción, pero pensé que iría perfeccionando el nombre, a
medida que fuera trabajando.
Regresar a casa y llamar por teléfono a Gigi para contarle mi éxito fue
maravilloso. La entrevista
había durado casi media hora y, según iba respondiendo a las preguntas,
iba entendiendo de lo que
tenía que hablar. Fue difícil, pero muy gratificante.
Durante esa semana, me sentí feliz por mi actuación en la tele y estaba
ansiosa. Quería que
emitieran el programa, pero cuando llegó el día en que me vi por primera
vez en la pantalla, creí que
me iba a morir del horror. Como había intuido, mi voz sonaba maravillosa,
susurrante y sensual, ¡pero
mi cara parecía un garbanzo! Mi cuerpo estaba enfundado en la ropa, que
marcaba todas mis curvas de
una forma insultante. Era gorda, ya no cabía ninguna duda. El pelo se me
pegaba a la cara, sin gracia
ni movimiento, y las orejas sobresalían a través de su finura. Mis ojos se
movían a izquierda o
derecha, siguiendo a la cámara que filmaba en cada momento. Tanto
movimiento me infundía una
expresión de terror muy macabra y muy fuera de lugar. ¡Además, estaba
tan tiesa en aquel sillón tan
incómodo con los pies colgando! A pesar de haber cruzado las piernas,
tenía que sujetármelas con la
mano, porque tendían a separarse. Pero lo peor era mi cara: sacaba la
lengua, me chupaba los labios,
engurruñía la nariz, parpadeaba, cerraba los ojos —cuando la cámara
agresiva se me acercaba con
malas intenciones—, jugaba con la lengua por entre los dientes, ponía
morritos de pato, etc. Mi rostro
era un jardín de expresiones sin fundamento, a cada frase que había dicho,
a cada palabra y a cada idea
nueva que había salido de mi mente. Nada de eso habría importado si se
hubiese tratado de una simple
conversación, pero el maligno cuello de aquella camarojirafa había
grabado para la posteridad cada
uno de mis movimientos, muecas y expresiones. Fue terrible. Todo el
mundo pudo ver a Sibila, la
shopper coach que pretendía ayudar a sus clientes a sentirse bien consigo
mismos, mejorando su
aspecto exterior, con una cara que se deshacía y descomponía, porque no
paraba de moverse.
Ni siquiera cambiar las bolas de cristal que Gigi me había colgado del
techo sirvió para que me
sintiera mejor después de aquella entrevista. Tampoco mejorar mi
vestuario me fue de ninguna
utilidad. Tenía cierto resquemor en mi interior, que me anunciaba un
sentimiento de culpa del que
sería difícil librarse. Sabía que después de esa entrevista en televisión,
había tomado la decisión más
trascendental de toda mi vida. Había decidido pasarme al lado oscuro, al de
la imagen. Eso significaba
que, a partir de aquel momento, abandonaría mi personalidad profunda,
frágil, sensible, espontánea,
desequilibrada y excéntrica, para convertirme en un ser superficial, con
cierta lógica, que razonaría
sólo de vez en cuando, pero que dejaría de actuar con el corazón. ¡Dios
mío! ¡Iba a convertirme en un
ser sencillo! ¿Qué había hecho? ¿Iba a hacer el papel de una mujer que
aconsejara a los demás sobre
cómo debían vestirse para mejorar sus vidas? Eso no podía ser bueno.
¡Hubiera sido mejor
convertirme en hombre!
***
Nunca había tenido tarjetas de visita propias en las que dijera «escritora a
domicilio». La idea de
imprimirme unas me parecía una experiencia tan creativa que gasté parte
de mi tiempo en diseñarlas.
Al fin y al cabo, iban a ser una presentación de mí misma y de mi nuevo
oficio. Utilizaría mi
pseudónimo, al cual tuve que añadir un apellido. Cuando le di el diseño al
maestro tarjetero, me miró
como si yo pretendiera que se bajara los pantalones.
—¡No! —dijo con mucha seriedad.
—¿Qué? —pregunté con poca seriedad.
—¡Que una tarjeta no se hace así, hombre! —exclamó un tanto alterado.
—¿Cómo dice? —volví a insistir con otras palabras.
Entonces, él se levantó, apartándose de la pantalla del ordenador en la que
aparecía el modelo que
yo le había llevado en un «chismito» —nombre con el que suelo llamar a
esas minúsculas cositas en
las que acarreamos información de un ordenador a otro, es decir, en inglés,
pendrive.
—¡No puede ser así, señora! —repitió.
Odio que me llamen «señora», sobre todo si quien lo dice es más joven que
yo. Pero éste no era el
caso. El hombrecillo tiró de sus pantalones hacia arriba, como si quisiese
subírselos hasta el cuello, a
pesar de que el cinturón apretaba vilmente su tripa de cerveza y patatas
alioli, y se revolvió dentro de
ellos. Estaba claro que mi idea era demasiado innovadora para su
mentalidad de copistero tradicional
o no sabía cómo hacer lo que le estaba proponiendo. Opté por lo segundo y
acerté; el tipo no tenía ni
idea.
—¿Y cómo debe hacerse, según usted? —pregunté con cierta malicia.
—Pues usted pone su nombre: «Fulana de Tal» —me insultó— y, debajo,
su oficio, «fontanero».
Es un ejemplo —explicó.
—¿No me diga? —exclamé con sorna—. Está bien, deje que me lo piense y
le traeré un diseño
nuevo, hecho como usted dice. —Saqué el chismito del ordenador y me fui
de allí echando leches.
«Sibila, de profesión fontanero —pensé— y encima en masculino.» ¡Olé!
Decidí regresar a casa y
hacerlas yo misma en Internet.
Seré sincera. Que nunca hubiese usado tarjetas de visita, no significa que
nunca me hubiese hecho
ninguna. Hacía tiempo que utilizaba unas, que también había diseñado yo,
pero que no eran una
presentación de mi profesión. Las había hecho por pura necesidad y las
llamaba «bañotarjetas»,
porque eran para dejar en los sitios que tenían un baño lo suficientemente
detestable para que yo
sintiese la necesidad de llamarle la atención a alguien. Siempre he sido
muy escrupulosa con los
retretes. Odio mear donde se nota que lo ha hecho alguien antes. Me
horripilan el mal olor, la
suciedad, la falta de complementos necesarios, como un miserable cerrojo,
y, sobre todo, me repugna
la visión y la presencia de fluidos corporales, en el interior o alrededor del
inodoro. A veces, he
vulnerado el servicio de los chicos, anhelando encontrar una brizna de
limpieza que me permitiera
hacer mis necesidades, sólo en los que hay cuartitos, claro. Pues sólo me
faltaba eso, mear en un
mingitorio… si es que eso es posible para una chica. Yo no he estado
nunca dispuesta a abrirme de
piernas y mear de pie. No he llegado a esa desesperación, todavía. ¡Dios
me libre!
Si he de decir algo acerca de los aseos, servicios, toilettes o restrooms que
he visitado en el mundo
es que España se lleva la palma en cuanto a suciedad, descuido, estado
lamentable, variedad de aromas
y vergüenza ajena, en lo que a baños se refiere. Sólo en Francia, he
encontrado cosas parecidas pero ni
por asomo tan exageradas. Claro que no he visitado Afganistán, ni falta que
me hace. Lo digo sólo por
poner un ejemplo de lo que imagino que puede ser un país lo
suficientemente ocupado como para
descuidar la higiene del espacio reservado para descargar las más íntimas
esencias humanas. Y,
seguramente, los afganos son más limpios que nosotros.
En España me he topado con todo tipo de experiencias, pero no creo que
sea adecuado entrar en
demasiados detalles. Además, aún no tengo respuestas para algunas de las
interesantes preguntas,
misterios de la humanidad, relacionadas con el aseo en los lugares
públicos.
Primera pregunta: ¿Cómo es posible que haya mujeres que vayan de dos
en dos al baño a charlar,
a pesar del estado lamentable en el que se encuentran algunas
instalaciones? No es la primera vez que
me encuentro a dos de cháchara, dentro del mismo cuartito. Una de pie,
pegada a la pared, mirando
hacia la puerta mientras la otra mea, y viceversa; ambas encerradas en un
espacio que a veces no llega
ni a medio metro cuadrado. ¿Es que algunas mujeres no desarrollan
completamente el sentido del
olfato? ¿O es que les da lo mismo oler a mierda?
Segunda pregunta: ¿Qué hacen los demás cuando no hay un lugar privado
donde aliviarse? He ido
a muchos espacios públicos en los que el baño no es que estuviera mal,
sino que era inexistente.
Siempre me he preguntado cómo hace la gente para aguantar tantas horas
sin mear, mientras charlan
tranquilamente, sin demostrar ninguna mueca de dolor o molestia en su
bajo vientre. ¿Acaso llevan
una especie de recipiente portátil, tipo sonda invisible, que yo aún no tengo
y que me encantaría
comprar, si alguien me explica dónde?
Tercera pregunta: ¿Por qué algunas mujeres se limpian sus partes íntimas
con el mismo trozo de
papel higiénico, con el que después alfombran el suelo del cuarto de baño
de cualquier local,
mojándolo todo y provocando que la próxima que entre reboce sus zapatos
en el largo rollo que sale
del colgador, pasa por atrás del inodoro y después serpentea por el suelo,
absorbiendo mugre, caca, pis
y pisadas anteriores? Es una pregunta demasiado larga, lo sé. Pero si la
respuesta es igual, ya sé por
qué nunca he sido capaz de contestarla.
He meado en baños sin cerrojo; sin picaporte; con un agujero en la
cerradura; con una persiana en
lugar de puerta; con una ventana transparente detrás del inodoro tapada
sólo con una maceta a la altura
de la cabeza; y en otros lugares indescriptibles que podrían herir la
sensibilidad de cualquiera. Incluso
he optado por no mear, porque no había donde y me he muerto mientras me
aguantaba el dolor de
tripa, el mareo y las horribles ganas de matar a alguien que me entran,
cuando no aguanto más. He
meado en el suelo de la calle, como todo el mundo cuando no hay otra
opción. He meado oculta entre
unos matojos; detrás de un árbol; en una pared oscura y hasta en el mar,
también como todo el mundo.
A los que se sientan escandalizados por mi sinceridad, les diré que, muchas
veces, si quieres descargar
tu vejiga, no hay otro remedio que regresar a los orígenes prehistóricos,.
Ésa es una de las razones por
las que amo esta zona costera, porque está llena de hoteles en los que
puedo colarme y mear a gusto. Y
los hoteles, en general, están limpios, aunque unos más que otros. Claro
que, últimamente, algunos
han puesto tarjeta de cliente para entrar al baño, cosa que me parece de
muy mal gusto. ¡Será que sus
dueños nunca van a llegar a ser mujeres embarazadas con absoluta
urgencia; ni ancianitas a las que se
les olvidó ponerse lo necesario para las pérdidas leves; ni almas
desesperadas por encontrar un baño y
punto! ¡Qué simpáticos! ¡Si no eres cliente, no meas! ¡Qué bien! Se habrán
quedado a gusto. Espero
que les remuerda la conciencia en las noches frías de invierno, cuando
intenten dormir en su cama
solitaria, sin otros pies que calienten los suyos.
Cuando viajo, me gusta visitar los monumentos que, a mi parecer, son más
importantes, pues dicen
mucho de la cultura y tradición de un país o un pueblo. Me refiero a los
baños. En una plaza de
Bruselas por la que paseaba en una tarde de verano, vi a un señor que se
sujetaba sus partes, delante de
todo el mundo, y las sacudía con un gesto de lo más provocativo, con el
rostro pegado a una especie de
contenedor de plástico que tenía tres agujeros en tres paredes distintas, en
las que las caras de otros
hombres se unían a la suya. Siento que la descripción sea tan gráfica, pero
es la viva imagen que
guardo de Bruselas, a las cinco de la tarde, en un caluroso mes de julio y a
plena luz del día. El
hombre había metido su pene en el interior de uno de esos agujeros y había
meado frente a otros dos
hombres, tranquilamente, mientras un millón de personas paseaban a su
alrededor haciendo turismo.
Aquel día me pregunté qué le había ocurrido al mundo. Sin embargo, a mi
regreso a España, deseé que
existiera un baño público como aquél, para mujeres. Mientras me meaba, a
más no poder y buscaba
donde descargar con desesperación, imaginé que existía. Me imaginé
bajándome los pantalones y
colocando el culo en un agujero especialmente diseñado para féminas
hispanas. En Alemania, por
ejemplo, los baños están diseñados a la altura de los alemanes, tanto los
masculinos como los
femeninos, y mientras yo tenía que subirme al inodoro como si fuese el
taburete de un bar, mi
compañero de viaje buscaba algo en lo que subirse para alcanzar el
mingitorio. «Mingitorio», ¡qué
palabra tan fea! Suena a enfermedad infantil. La pondré en mi lista de
palabras detestables. Reconozco
que no hubiera sido muy agradable para los transeúntes ver tres culos
confrontados, meando en mitad
de la calle. Y creo que, de la emoción, tampoco me hubiera salido el
chorrito.
Volviendo a las «bañotarjetas», las confeccioné para dejarlas en algunos
bares, restaurantes y
demás sitios públicos, como queja de sus servicios o, mejor dicho, de sus
toilettes. Eran blancas por
un lado, sin nombre ni dato alguno, y, por el otro, decían: «Señor/a
propietario/a: Cuide la calidad y la
higiene de sus aseos. Al cliente le importa, aunque no se lo diga. Firmado:
Un culo cualquiera» .
Estaban de oferta en Internet y sólo tuve que pagar los gastos de envío. Las
usaba siempre que
tenía ocasión. Al dejar la propina en la bandejita de la cuenta o pegada en
el espejo del baño. Incluso,
a veces, regresaba por la noche y la pasaba por debajo de la puerta cuando
sabía que nadie me veía. No
pretendía provocar al personal, sino dar un toque de atención para que
contemplaran sus baños desde
otro punto de vista y se dignaran a cuidar de ellos. Entiendo que la comida
es importante, el servicio
—esta vez me refiero a los camareros—, la decoración y la comodidad del
local, también. Por eso, no
comprendo cómo existen lugares realmente acogedores donde se come de
maravilla y recibes un trato
agradable, con baños que parecen un vertedero de despojos humanos. Ésta
es para mí la pregunta más
misteriosa de todas las preguntas misteriosas que he podido hacerme a lo
largo de mi vida. ¿A quién le
interesa si existen los ovnis? Lo que realmente me interesa saber es por
qué son tan guarros y tan
cutres algunos baños.
En más de una ocasión, he recibido una miradita de odio de algún
camarero, tras leer la tarjeta,
pero me da igual. El tema me tiene harta y creo que hay que hacer algo. Ya
sé que los españoles no nos
quejamos por nada, cosa que, por cierto, nos diferencia mucho de los
demás europeos, que protestan
hasta por el clima, ¡pero alguien en este gran país tiene que estar de
acuerdo conmigo! Imagino que
hay más individuos que, como yo, sufren los baños en silencio y, a veces,
he tenido la tentación de
montar una asociación para reunirnos y proponer ideas que acaben con esta
situación definitivamente.
Incluso le he inventado un nombre: «Asociación para usadores de baños a
favor de la higiene». Y, por
si el primero no termina de funcionar, he ideado otro: «Asociación de
meones desesperados en busca
de un inodoro limpio y seco», aunque creo que éste resulta un poco largo.
Sería mejor utilizar alguna
abreviatura, por ejemplo: «AMABA: Asociación de meones amigos de los
baños amables». Da igual,
de todos modos no voy a reunirme jamás con otros meones desesperados.
Hay cosas que es mejor
mantenerlas en privado.
El baño es un lugar muy inspirador, al menos yo he tenido allí mis mejores
ideas, sentada en el
inodoro, cualquier madrugada de ésas en las que tengo que levantarme
porque las musas me llaman
con insistencia. Las mías, seguramente, viven en el baño. Sé que esto me
viene de familia. Mi madre
—que escribía por hobby— también utilizaba el trono para plasmar sus
historias en un cuaderno,
cuando todos nos habíamos ido a dormir y, por fin, tenía un rato para sí
misma. Son lugares donde la
inspiración mana a raudales. ¿Será por el agua corriente? Estoy segura de
que Harry Potter no se creó
en una cafetería, como dicen. No puedo asegurar que J. K. Rowling cagase
a Harry, pero quizá estaba
sentada en el trono cuando tuvo esa gran idea que cambiaría para siempre
su vida.
Diseñé mis nuevas tarjetas en el ordenador. No quería que fuesen como las
de todo el mundo, con
el nombre y debajo el oficio, o al revés, como había sugerido el maestro
tarjetero. Decidí que tenían
que ser muy especiales. Quería que la gente se fijara en ellas, entre las
muchas que se amontonaban en
las mesas de las tiendas, donde pretendía dejarlas. Elegí un fondo con unos
churritos muy monos en
verde esmeralda sobre un fondo azul eléctrico. Coloqué las letras de color
fucsia apagado, que le
daban un toque muy chic, y escribí mi correo electrónico y mi teléfono en
primer lugar y en un cuerpo
de letra grande. Puse mi nombre abajo, a la izquierda, y, debajo, por fin,
shopper coach. Tenía miedo
de que nadie entendiese lo que significaba —es bien sabido lo mal que les
entra el inglés a los
españoles—, o sea que decidí traducirlo a mi manera y añadir también la
traducción: «Asesora de
moda».
Quería que se entendiese desde un principio el lado humano del asunto,
como tan sabiamente me
había sugerido Gigi, y por ello escribí una frase que lo especificara y que,
al mismo tiempo, llamase la
atención. Di vueltas y vueltas a aquella idea. Escribí algunas máximas
sintiendo que no hallaba la
forma adecuada de captar la atención de ningún ojo. Mis tarjetas tenían que
ser las de una asesora que
pretendía hacer el papel de cooperante en una ONG de la moda, ayudando a
los demás a vestirse con
cierto buen gusto, lo cual les haría ganar en autoestima y dignidad. Así
empezaba a verlo yo, pero
sabía que sería difícil que los demás lo vieran por sí solos, por eso mi frase
debía ayudarles. Pero era
incapaz de escribir nada que sonase un poco serio: «Vestir bien, te hará
sentir mejor»; «Vístete bien y
sé tú misma»; «¿Te has dado cuenta de que vas hecha un adefesio?»;
«Vístete bien, por favor,
llámame y te ayudaré a lograrlo». Cada frase que se me ocurría sonaba
como un insulto a mis futuros
clientes o, lo que es peor, como un timo en toda regla. Recurrí a los sabios,
pero ni mi amigo
Aristóteles fue capaz de echarme una mano. Oscar Wilde se mostraba
reticente y eso que él siempre se
había preocupado mucho por su imagen personal. Pensé que quizá las
chicas fuesen más abiertas, pero
Rosalía de Castro me resultaba demasiado poética, y recurrir a Santa
Teresa me pareció un sacrilegio.
Volví a ser yo misma y decidí salir a dar un paseo. Quizá encontrase la
inspiración en la calle.
Llegué hasta la plaza triangular de Beniyork —había rebautizado la ciudad,
por sus altísimos
edificios—. Aunque, en realidad, era más como Las Vegas europea, sobre
todo en la nocturnidad de la
zona guiri. Esa calle llena de rótulos de neón antiguos me recordaba a las
fotos, también antiguas, de
la calle Fremont, antes de que la taparan y montasen espectáculos de luces
y música proyectados bajo
el techo.
Si hay una ciudad en el mundo que pueda inspirar algo en lo que a moda se
refiere, ésa es
Benidorm. Salvo por un pequeño detalle sin importancia; esta ciudad te da
ideas para vestirte como
una mezcla de pelícano borracho y tucán deprimido con subidón mañanero.
No obstante, la adoro.
Creo que es la población más alegre del mundo; el único lugar donde la
gente mayor se mezcla con la
gente joven con tanta facilidad que los de mediana edad ya no sabemos
dónde ubicarnos. Un ejemplo
de esta confusión es que siempre había un gogó pueril que me daba una
tarjetita para invitarme a un
chupito, al pasar por la puerta de cualquiera de las discotecas para
adolescentes del paseo marítimo.
Ese gesto, que agradecía, me alegraba el día, pero cuando miraba alrededor
y me veía rodeada de un
grupo del Imserso, mis ilusiones se desplomaban, como un segundo antes
le había ocurrido a mis
bragas, al ver la sonrisa del gogó acercándose a mí. «¡Estúpida! ¿No ves
que es su trabajo? —me
recriminaba—. ¡Le han contratado para invitar al único ser humano capaz
de tomarse una copa sin
hablar de la posguerra!» Entonces reparaba en el grupo de la tercera edad,
que continuaba mirando la
minifalda dorada de la chica que bailaba en la puerta, para captar la
atención de los futuros clientes.
Lo más curioso es que eran sólo las dos de la tarde y acababa de comer.
Ésta es una de las cosas que
me hacen amar esta ciudad: en Benidorm, el tiempo no existe. Siempre es
un buen momento para
comerte una porción de pizza, un kebab, un pollo al estilo Kentucky o un
chocolate con churros,
depende sólo de tus gustos. Lo mismo ocurre con la música. Puedes tomar
como entrante Los
Pajaritos de María Jesús; como primero, un bakalao duro o al pilpil, en
cualquier discoteca de playa;
seguido de un pasodoble de fiestas veraniegas de pueblo; y, quizá, de
postre, te apetezca probar un
movimiento salsero latino, cantado por un blanco con la cara pintada de
negro y una peluca fucsia de
rizos en la cabeza. Me gusta Benidorm porque la gente come churros en
verano y helados en invierno.
Y porque parece que todo el mundo estuviese de vacaciones, cuando no es
así. Como en cualquier otra
ciudad turística, hay siempre muchas personas trabajando, pero cuando
paseo por sus calles, siento
que yo también estoy de vacaciones y eso me hace feliz.
Cuando estuve aquí por primera vez, tenía catorce años y no guardaba
muchos recuerdos de ese
viaje, salvo lo buena que estaba la tarta de fresas del bar que había frente al
apartamento, que mis
padres habían alquilado para pasar quince días en agosto. También tenía en
mi mente las enormes
paellas y mariscadas, tras pasar la mañana jugando y saltando entre las
olas, metida en una barca de
goma con mi hermana. A veces, había bandera roja, cosa que ahora no
ocurre casi nunca. El
Mediterráneo es bastante tranquilo, pero aquellos quince días, el mar
estuvo de lo más juguetón.
Corría la década de los años setenta y nada estaba prohibido, así que mi
hermana y yo nos bañábamos
haciendo estragos entre los bañistas, con la barca naranja y negra que nos
había comprado mi padre.
En uno de sus ataques de padre cascarrabias y aguafiestas, nos la quitó
alegando que el mar estaba
peligroso. Yo siempre supe que lo había hecho por envidia, al darse cuenta
de lo bien que nos lo
pasábamos. Por una vez en su vida, se permitió ser niño y se metió en ella,
con las piernas estiradas,
intentando disimular y fingiendo que quería relajarse, cuando en realidad
estaba como loco, a la
espera de que llegaran las olas gigantes de la mañana. Y no tuvo que
aguardar mucho. Una ola enorme
se acercó por detrás y lo levantó, arrastrando la barca hasta la toalla de una
pareja de alemanes que
tendrían más o menos su edad y que se quedaron atónitos al ver a un señor
tan serio, metido en una
barca, amerizar sobre las toallas que acababan de colocar. Mi padre ni
siquiera se disculpó. ¿Cómo iba
a hacerlo? Se notaba a la legua que no entendían el idioma. Puso cara de
sorpresa, aguantándose la
risa, mientras sus dos hijas se retorcían sobre la arena, mirando la escena
desde lejos. Con el rostro
circunspecto, intentaba levantarse, pero su tripa recién adquirida por las
cervecitas de media mañana
se lo impedía. Una y otra vez, probó a ponerse de pie sobre la goma
mojada, pero no hubo forma. Su
rostro se iba enrojeciendo, mientras alrededor había empezado a formarse
un corrillo de guiris
anonadados que discutían entre ellos, sobre cómo había aparecido aquel
hombre sobre sus toallas.
Algunos se reían con nosotras, tan abiertamente, pero, como éramos niñas,
nadie nos prestaba
demasiada atención en realidad, así que seguimos a las carcajadas,
sabiendo que él estaba sumido en
ese momento tan vergonzoso, incapaz de darse cuenta de que estábamos
cerca. Al fin, la señora del
alemán instó a su marido a que le ayudara a levantarse y el hombre lo hizo.
Entre él y otro, cogieron a
mi padre de las axilas y lo alzaron hasta que pudo salir de la barca y
alejarse de allí. Al principio, se
mostró un poco despistado, pues no sabía dónde estábamos. Creyó que la
ola lo había alejado bastante
y, mientras nos buscaba, le vimos reírse entre dientes. Mi hermana y yo
aún nos partimos de risa
recordando aquella historia.
También a nosotras nos levantó una ola gigante y nos lanzó lentamente,
pero con gran potencia,
hacia una calva que nadaba en la superficie. Quisimos avisarle y, con
mucha educación, gritamos
mientras agitábamos los brazos para advertir de nuestra inminente llegada
al caballero: «¡Señor,
cuidado, señor! ¡Quítese, señor!». Chillamos con fuerza, pero el hombre no
parecía escucharnos.
Seguimos intentándolo hasta que la ola tomó velocidad y lanzó la barca
directamente contra su nuca.
Pensé que le habíamos matado. Salimos de la goma de un salto y caímos al
agua. A pesar de creer que
acabábamos de cometer un asesinato, no podíamos parar de reírnos y
tragamos litros de agua salada.
El hombre comenzó a gritarnos cosas feas en un idioma desconocido que
sonaba muy mal, más aún
cuando vio que nos reíamos de su mala suerte. Pero yo estaba feliz de que
estuviese vivo y no podía
parar de carcajearme al ver su cara de cabreo monumental.
El Benidorm del siglo XXI es bastante diferente, aunque aún conserva la
gracia vacacional de los
setenta y el glamour de los ochenta. No hay más que ver a los transeúntes.
Son tantos los estilos que,
al principio, cuando venía a recorrer sus calles, no paraba de hacer fotos,
aunque a veces fuera un tanto
peligroso. No a todos los moteros del Heartbreak o del Daytona les gusta
posar. Tampoco las
estrafalarias «guirisaurias» de edad madura están siempre dispuestas a
sonreír a la cámara, con su pelo
de colores, cardado hacia arriba, con la autoestima bien alta, su vestido de
leopardo ceñido, marcando
«pechonalidad», mientras pasean con un perrito liliputiense blanco teñido
de rosa, al estilo Paris
Hilton venida a menos. Pronto publicaré un libro titulado Imágenes de
Beniyork: Identidad de una
sociedad variopinta, o algo parecido.
No puedes visitar San Francisco sin ir al barrio chino, ¿verdad? Pues si vas
a Benidorm, no puedes
olvidarte de visitar Guiri Town. A pesar de los trillones de tiendas chinas o
indias que hay en cada
calle, sólo los ingleses han conseguido hacer la transformación de algunas
de las calles paralelas a la
Avenida del Mediterráneo. En las tiendas, los restaurantes, los salones de
tatuaje y piercing, todos
hablan inglés. A los bares, si eres español, mejor ni entrar, porque te
obligarán a cantar en un karaoke
junto a un grupito de niñas minifalderas y un tanto rollizas, con antenas de
peluche rosa chicle y
luminosos pechos que se encienden y se apagan; están celebrando, a todo
gas y a viva voz, la
despedida de soltera de la que lleva un velito blanco en el pelo. O, lo que es
todavía peor, tendrás que
soportar al grupito de machos adolescentes que comen fish and chips y
salchichas gigantes,
bebiéndose la Pinta, la Niña y la Santa María, mientras gritan como
bestias, frente a una enorme
pantalla donde pasan un partido de fútbol.
No me gusta el fútbol. He salido con suficientes hombres futboleros como
para odiarlo a muerte.
De hecho, una de las pocas cosas que tenía claras a la hora de pensar en el
amor verdadero era que no
debía gustarle el fútbol bajo ningún concepto. Aún así, quise disfrutar de
los partidos del último
Mundial en el que ganó España. Tuve que aguantar que la gente me mirara
cuando metían un gol,
porque todos gritaban mientras yo aplaudía con elegancia, como si
estuviera en la ópera; era lo único
que me salía. Fue divertido ver cómo se disfrutaba de los partidos en todos
los bares, con algarabía;
mientras en uno holandés, los clientes se habían encerrado corriendo las
lonas en la terraza, a pesar de
que aquella noche de la final había unos cuarenta grados de temperatura.
¿Pensarían los holandeses
que los españoles les iban a pegar, tanto si ganaban como si perdían? Es
posible. Y es que las minorías
siempre son las más débiles. Al final, antes de que el suelo se encharcase
con un líquido viscoso de
holandés derretido, tuvieron que descorrer las lonas; parecían un helado de
naranja con nata que se te
acaba de caer al suelo y, además, lo has pisado. Como perdieron, no hubo
oportunidad de saber si todo
el pueblo habría ido a lincharlos si hubieran ganado. Me pareció un poco
exagerado, pero los guiris a
veces son como andaluces hablando de comida: tomates como
ventiladores; zanahorias como
mangueras de gasolina; y unos espetos que parecían una ristra de tiburones.
Sí, todas esas expresiones
las he oído de labios andaluces, pero los holandeses pueden ser aún más
exagerados en esto del fútbol,
tanto que pretendían freírse a sí mismos en la terraza cerrada de aquel
garito, como calamares a la
romana pero sin romana.
Volviendo a la Gran Bretaña de Benidorm, me alegré de saber inglés
cuando vi el cartel que
anunciaba que uno de mis cantantes favoritos, Poppy Wills, daría un
concierto en la Plaza de Toros.
Compré dos entradas, sin haber decidido aún a quién invitaría para que me
acompañara. Eran un poco
caras, pero Poppy se lo merecía. No sólo era una de las mejores voces del
momento, sino que además
era un tipo de lo más atractivo y especial, tenía un swing incomparable y
era capaz de cantar cualquier
cosa, desde la música más pop, aunque con aires rockeros y fuertes que
emulaban a Freddie Mercury,
hasta melodías de jazz y de los años cuarenta americanas, al estilo Michael
Bublé. Su escandalosa
sonrisa despertaba mis instintos sexuales más libres. Su voz y su forma de
moverse en el escenario —
aunque yo sólo le había visto en televisión— te invitaban a desear tirártelo
en un «aquí te pillo, aquí te
mato». Con un hombre tan irresistible, lo de los preliminares se esfumaba
como por arte de magia. Lo
que en realidad anhelabas era pasar a la acción pura y dura. No muchos
tipos son capaces de despertar
eso en una persona tan romántica como yo, por lo que Poppy Wills era la
mejor propuesta para una
tarde veraniega de sofocón, en la que mi mejor plan sería dar un paseíto
por la «calle del Coño», como
llaman a una de las vías principales del casco antiguo.
Una vez en casa, llamé a Ariel para darle la buena noticia.
—¡Ahhh! —escuché exclamar a mi amigo, tras recibir mi invitación.
—¿Te has muerto? —le pregunté.
—¡Sí! ¡Estoy completamente muerta! —me respondió—. ¡Poppy Wills en
Benidorm! ¡Me encanta
esa cara de salido que tiene!
—¿Entonces te apuntas?
—¿Que si me apunto? ¿Estás de coña? ¡Ya me estoy poniendo los pañales!
Sacudí la cabeza para borrar esa imagen de mi mente.
—No sabía que te gustara. Siempre escuchas lounge —le dije, recordando
que las veladas en su
casa eran para mí como un balneario, con millones de velas encendidas y
aroma de incienso en el
ambiente.
—Bueno, la música me da igual, la verdad. Quizá es demasiado fuerte para
mi gusto. ¡A mí lo que
me gusta es él! ¡Esos tatuajes! ¡Ese cuerpo! ¡Está de muerte! ¿Quieres que
te cuente lo que le haría?
—¡No, por favor! —supliqué.
—¿Por qué? —insistió, aunque no supe distinguir si estaba de broma.
—Porque te recuerdo que soy heterosexual y, seguramente, yo le haría
otras cosas muy distintas a
las tuyas.
—¡Vamos, nena, que no somos tan diferentes! El sexo es sexo, de
cualquier forma.
—Cierto —respondí tragando saliva y rezando para que no me explicara
los detalles.
—Me has hecho feliz hoy, amiga. —Me pareció oírle lagrimear y sorberse
el moco—. He tenido
un día horrible, pero Poppy Wills me va a dar un chute de adrenalina que
es justamente lo que
necesito.
Lo cierto era que Ariel esta vez tenía toda la razón. Poppy Wills era un
hombre muy deseable,
aunque su cara era más bien fea, el conjunto era tremendamente atractivo y
su imagen recordaba a la
de cualquier inglés de la zona guiri. Me pregunté por qué nos gustaba
tanto, entonces, a mí, a la
mayoría de la población femenina, a Ariel y a todos los guais. ¡Si era
incluso vulgar! Quizá su perfil
proyectaba sobre el mundo la idea de que todos tenemos, en el fondo —
algunos más en el fondo, y
otros, más al fondo a la derecha—, un instinto animal de libertad que es
más sano que cualquiera de
nuestras estúpidas normas para las artes amatorias. Poppy Wills era inglés
y su imagen podría haber
sido el logotipo de Benidorm, en lugar del toro —de hecho, yo habría
votado por el cambio—, pero,
sobre todo, era la idea de libertad sexual. Al imaginarte con él, podías verte
haciendo cualquiera de las
cosas que, en circunstancias normales, nunca te hubieras atrevido a hacer.
Y no era cosa mía
solamente. A Gigi también le parecía un hombre de lo más sensual.
—Aunque me da un poco de grima —añadió cortésmente ella, declinando
la posible invitación que
yo ya había rehusado hacerle, cuando le pregunté si le gustaba— y su
música me resulta un poco
fuerte y un tanto pesada.
Me alegré de haber invitado a Ariel, aunque la auténtica razón había sido el
recuerdo del único
concierto —uno de cantos armónicos en el teatro del Centro Social— al
que había asistido con mi
nueva amiga. La excusa: que el dinero recaudado iría a parar a una
asociación benéfica. Menos mal,
porque, de no haber servido para algo tan noble, el trauma hubiera sido
mucho mayor. Dos hippies se
colocaron sobre el escenario y empezaron a hablar. Él en inglés, ella en
español, pero con acento, por
lo menos, sueco. Rubios como el oro, parecían querubines con sus túnicas
blancas y sus pies
descalzos, pero sin alas. Delante de ellos y formando un círculo, había toda
clase de instrumentos
raros, de los que sólo recuerdo el nombre de uno de ellos porque ya lo
conocía: el Didgeridoo. Había
tenido un alumno que nos equilibraba las vibraciones del cuerpo, en el
taller de escritura, poniéndose
detrás mientras hacía sonar el artilugio. El concierto fue todo de ese estilo:
¡venga a tocar
instrumentos que parecían sartenes quemadas! ¡Venga a tocar unos bongos
que tenían pinta de cubos
viejos! ¡Venga a cantar como serafines en el cielo, haciendo ondas con la
voz hasta llegar a notas que
ni siquiera sabía que existían! Tenían unas voces maravillosas, pero no
tenían melodía. Ya sé que en el
jazz, a veces tampoco las hay, pero esto era distinto, parecía que no
cantaran, sino que permitían que
la voz, aguda en la mujer y grave en el hombre, penetrase en nuestro pecho
provocando vibraciones y
sensaciones de lo más extrañas e, incluso, desagradables. A ratos, sentí que
iba a marearme. Ésa es mi
explicación, aunque Gigi después me lo contó a su manera.
—El canto armónico consiste en vocalizar alargando las vocales, igual que
cuando recitas un
mantra, pero con ciertas técnicas de emisión del sonido, que permiten
producir dos o más sonidos de
manera simultánea.
Parecía que lo había sacado de un libro y debía de haber sido, pero se le
iluminaba el rostro al
hablar de ello. Gigi era completamente visceral cuando se trataba de las
energías, y no solamente de
las renovables.
—¿Verdad que parecía que las voces te traspasaban el alma? —afirmó,
más que preguntarme.
Era otra forma de decir que iba a vomitar vocales a mis pies, con tal de
sacar esas ondas de mi
estómago. Aunque al menos hubo algo divertido, que fue lo que me hizo
soportar la hora y media
completa. Según dijo la mujer «guirisauria», no debíamos interrumpir el
concierto con ningún otro
sonido. Eso significó que tuviera continuamente ganas de toser, como en
misa cuando éramos
pequeños; bastaba que no puedas ni respirar, para que te entrase la risa.
Nos pidió que no
aplaudiéramos pero que, si necesitábamos expresar nuestro agradecimiento
o nuestra admiración,
podíamos hacerlo levantando las palmas de las manos y moviendo los
dedos en señal de bienestar
conjunto. Y allí estaba el teatro entero, con las manos en alto como si nos
apuntaran con una pistola,
moviendo los deditos al estilo del saludo extraterrestre y dejando escapar
unas débiles risitas con cada
uno de esos aplausos marcianos.
—¡No me lo puedo creer! ¡Hacía tanto que no iba a un concierto! —gritó
Ariel entusiasmado,
pegando su boca a mi oído—. Llevo una hora delante del espejo. ¡No sabía
qué ponerme!
—¿Y para qué querías vestirte bien? ¿Para sentarte aquí arriba conmigo?
—ironicé mirando hacia
abajo.
Odiaba los conciertos en las plazas de toros. Además las entradas eran de
las peores. Estábamos
frente al escenario, pero tan arriba que mirarlo daba vértigo. Gracias a
Dios, yo no me había pasado
una hora frente al espejo y llevaba mis vaqueros cómodos, para poder
sentarme en cualquier sitio y
montar una vaca si hacía falta, con unas chanclas y una camiseta azul de
tirantes. Fui previsora y me
llevé una gorra para mí y otra para Ariel, dentro de mi bolso en bandolera,
pues ya sabía que él no se
acordaría de que estábamos en julio y eran las siete de la tarde. El
concierto empezaba a las nueve y a
esa hora, ya me había bebido la botella de agua y comido la bolsa de
patatas que había comprado al
entrar. Poco a poco, el sofisticado atuendo de Ariel, compuesto por unos
pantalones blancos y
sandalias de cuero marrón; camisa de seda en luminosos dibujos estilo
pop; y, como dijo él, «una
chaquetita por si refresca» en azul marino; se había convertido en unos
pantalones grisáceos y
sandalias de cuero a juego, por el polvo del suelo y las gradas; una camisa
con dos manchas de sudor
en las axilas, eso sí, muy estilo pop; una chaqueta azul marino que hizo de
cojín bajo su culo; y una
gorra con la visera hacia atrás. Y es que el calor acaba con el glamour de
cualquiera.
Empezó a ponerse en el plan de siempre: que si me molesta el de al lado
con sus gritos, que por
qué no se estará quieta esta petarda, que si el de más allá acaba de eructar,
que si huele a pedo, que si
huele a tortilla, etc. Ariel era así. Cuando íbamos al cine siempre me lo
hacía pasar fatal, aunque solía
tener razón, pero no había noche que fuese a ver una peli con él, en la que
no tuviésemos algún
altercado. El más sonado fue con un hombre paralítico que estaba sentado
tras las butacas, en una silla
de ruedas. La película era cómica y, entre las risas, el tío no paraba de
hablar con sus acompañantes,
un hombre y una mujer. Mi amigo y yo estábamos cerca, demasiado, y nos
molestaba bastante su
cháchara. Por eso, comprendí cuando Ariel le gritó primero en valenciano
y luego en castellano, para
no dejar lugar a dudas.
—¡Oiga! ¿Quiere callarse, hombre? ¡Déjenos oír la película! Cojons!
Lo que nunca imaginé es que el tipo le contestaría:
—¡Pero déjeme que comente la película un poquito, hombre! ¡Usted se
está riendo y yo le dejo!
¡Pues permítame a mí que hable!
Encima parecía querer dar pena, pero Ariel no se dejó amedrentar…
—¡Pero bueno! ¡Me río porque es una comedia, oiga! ¡A ver si ahora se va
a meter con mi risa!
¡Pero es que usted no para! ¡Cállese hombre, cállese de una vez!
Tanto le gritó, que todo el cine se volvió para chistar y llamar la atención a
Ariel, como si fuese él
quien estuviera molestando. Temí que se pusiese igual en las casi dos horas
de espera del concierto,
pero tuve suerte y el público a nuestro alrededor no volvió a molestarnos,
al contrario, fue de lo más
agradable sentirse acompañado por grupos de gente alegre que habían ido a
pasarlo bien y nada más.
A pesar de las incomodidades, el concierto resultó de lo más emocionante.
Al oscurecer, la música
y un juego de luces maravilloso en el escenario dieron comienzo al
espectáculo. Una pantalla gigante
nos ayudaba a enterarnos de lo que ocurría allí abajo. Me lamenté de no
haber comprado unos
prismáticos para la ocasión. Cuando era adolescente y durante los años de
mi juventud, no había
concierto que se organizara en Madrid al que no asistiera: Michael
Jackson, Prince, Madonna, Alaska
y Dinarama, U2, The Corrs, Ricky Martin, Luis Miguel, Spandau Ballet,
Culture Club, Duran Duran,
etc., incluso había visto a Frank Sinatra en el Bernabéu, unos años antes de
morir. Cuando se dieron
cuenta de que no venderían las entradas a un precio tan desorbitado y lo
bajaron, mi padre compró
para toda la familia. Fue la primera y única vez que he pisado aquel
estadio.
Casi todos los conciertos en Madrid se hacían en el Calderón o en el
Palacio de los Deportes. En
este último, vi con mi hermana, mi prima y una amiga a Duran Duran, en
los tiempos en los que no
había nadie más sexy que Simon Le Bon. Aunque por aquel entonces yo
prefería la sofisticación del
que tocaba el órgano. Estaba claro que mis gustos habían cambiado. En
aquel momento, no me
importaba sufrir, con tal de ver a mi grupo favorito lo más cerca posible;
por eso mi hermana y yo
decidimos abandonar nuestros asientos en las gradas para correr a
mimetizarnos con el grupo de locas
que luchaban, unas contra otras, por ocupar el mejor hueco frente al
escenario. Nos adentrarnos en el
escabroso paisaje femenino que se extendía desde las gradas hasta las
vallas protectoras, donde unos
gorilas impresionantes se ocupaban de quitarnos las cámaras de fotos si
veían que las sacábamos y de
contener nuestro ímpetu, antes de que nos lanzáramos hacia el cantante y
los músicos. Sufrimos
magulladuras, golpes, tirones de pelo, arañazos, gritos, escupitajos y todo
lo que se puede esperar
cuando has decidido internarte entre cientos de chicas que tienen una única
idea en la cabeza: avanzar,
avanzar, avanzar, hasta alcanzar el aire que respiraban aquellos jóvenes
ingleses, cuyas fotos
adornaban todas las habitaciones de las adolescentes de entonces.
Nos arriesgamos —sobre todo yo, que era, y sigo siendo, la más bajita— a
no ver nada durante un
rato, pero poco a poco conseguimos colarnos hasta encontrar un hueco y
agarrarnos a la valla. Era más
de lo que podríamos haber imaginado nunca. ¡Era lo más de lo más! Eso
significaba verles de cerca.
¡Lo más cerca posible! Nos sentíamos orgullosas de haberlo conseguido,
aunque aún nos faltaba un
último paso. Yo había logrado cogerme a la valla con la mano, pero mi
cuerpo no estaba colocado de
frente completamente. Mi hermana, que era más alta, estaba detrás de mí y
pretendía situarse a mi
lado, pero vimos con horror que su espacio soñado era controlado por un
chaval que se asía
brutalmente a la valla con las dos manos, con los pómulos rígidos de tanto
apretar los dientes. Cada
vez que una chica le golpeaba o le zarandeaba, se balanceaba de un lado a
otro, imperturbable. Ni un
huracán podría haberlo movido de allí. «¡Qué poco caballero!», pensaba
yo. Pero aquel joven era un
Ariel en potencia, más femenino que mi hermana y yo juntas, que se
pirraba por los huesitos de Simon
Le Bon. Debía de haber llegado cuatro horas antes, o quizá había acampado
durante la noche en la
cola, y allí estábamos nosotras, pretendiendo echarle por nuestra cara
bonita. Tras unas cuantas
miradas asesinas, nos dejó claro que nada ni nadie lo moverían de allí.
Lo bueno de estar tantas personas, pegadas unas a otras, esperando durante
tanto tiempo, es que
siempre se entabla conversación. Recuerdo que lo pasamos muy bien
comentando con aquellas otras
chicas el grado de pasión que sentíamos por Duran Duran. Llevábamos el
pelo cardado al estilo años
ochenta, laqueado como un pato en un restaurante chino, con la raya al
lado, enseñando bien el rostro,
por si teníamos la suerte de ser miradas por alguno del grupo y, al final del
concierto, nos pedía el
teléfono. Una hora después de estar metidas en aquel agujero atestado de
feromonas, mi cabello estaba
a dos aguas como el tejado de una casa y el flequillo de mi hermana
parecía una jaula, con Piolín
incluido. Para cuando los teloneros —ni siquiera recuerdo quiénes eran—
hubieron terminado su
actuación, mi hermana y el chico —cuyas manos se habían quedado
pegadas a la valla como las patas
de un guacamayo en su pedestal— se volvieron a cruzar las últimas
miradas de odio y rencor.
Instantes después, mi hermana le decía unas palabritas con la voz más
masculina que fue capaz de
sacar, con la intención de asustarle:
—¡Pero, tío! ¿Tú qué haces aquí, si eres un hombre?
El chico la miró como si ella le acabase de descubrir su sexo masculino.
Puso cara de culo y no
contestó; se limitó a agarrarse más fuerte aún, pero, para entonces, mi
hermana ya había debilitado su
autoestima y había metido un hombro entre él y yo, acercándose cada vez
más a la valla.
—¡Eso digo yo! —gritó una chica que había detrás y, acto seguido, se
escucharon los alaridos de
algunas féminas más, que hacían piña contra el intruso.
—¡Vete, tío, vete! —le decía mi hermana con toda tranquilidad—. ¡Pero si
eres un tío! ¿Qué haces
aquí?
El joven la miraba con frustración, pero no soltó prenda hasta que, tras
muchos abucheos, exclamó
redicho:
—¡Llevo aquí desde las cuatro y no me voy a ir porque tú lo digas! —y
añadió con sorna—:
¡Guapa! ¡Vosotras os estáis intentando colar!
Pusimos cara de inocentes y dignas. Entonces se me ocurrió lo que ya
llevaba tiempo planeando
bajo mi cardado derruido. Le lancé una mirada furtiva y exclamé, en voz
bien alta, para que todas lo
oyeran:
—¡Sé elegante, por lo menos!
—¡Eso! —chillaron las demás—. ¡Qué poco caballero es el tío! —
coreaban al unísono.
El cuerpo del chico se dobló, o al menos a mí me pareció verlo. Su
autoestima caminaba sola hacia
la salida del recinto. Se sintió herido, quizá ni siquiera había podido salir
aún del armario. Se vio a sí
mismo a través de nuestros ojos y, en un instante, soltó una de sus manos
de la valla. Le di un
caderazo a mi hermana para indicárselo y se coló, colocando la suya en el
hueco. Ya estaba dentro. En
el siguiente empujón, los diez centímetros de valla serían nuestros. «La
familia es lo que importa», me
dije.
Para cuando Simon Le Bon estaba en pleno juego sexual, tumbado encima
del micrófono en mitad
del escenario, mi hermana y yo habíamos quedado frente al gorila e
intentábamos ver algo por encima
de su cabeza. El chico que carecía de caballerosidad había sido asaltado
por un tumulto que se movió
hacia delante, como un único elemento vivo, en cuanto sonaron los
primeros acordes de una de las
canciones más famosas del grupo y aquello se descolocó por completo.
Tuvimos suerte de no perder
nuestro puesto en cabeza. A nuestro lado, unas desconsideradas
adolescentes —las mismas que antes
habíamos creído aliadas, en contra del único hombre del recinto— saltaban
de puro nervio y emoción.
Mi hermana, sin cortarse un pelo, tiró de las trenzas de una de ellas varias
veces para que se quedaran
quietas. Cuando la chica se volvió para ver quién había sido, ésta miraba
hacia el escenario con cara
de póker. Hizo lo mismo unas cuantas veces, hasta conseguir que dejaran
de saltar. Así eran los
conciertos entonces, una lucha por la supervivencia.
A la salida, parecíamos heridas de guerra. Había sido duro, pero nos quedó
la satisfacción de salir
al día siguiente en el único programa de música de la televisión. No se nos
vio demasiado en pantalla,
aunque pudimos reconocer las largas manos de mi hermana entre las
cabezas ajenas, estirando los
dedos hacia el horizonte, con sus uñas de pico pintadas de negro, para
intentar alcanzar el faldón de
Simon Le Bon cuando se acercaba. ¡Ilusa! Había casi dos metros de
separación entre la valla y el
escenario, pero los sueños son así, ¿no?
En esta ocasión, también pude observar cómo la marea humana de abajo se
movía, en cuestión de
segundos, hacia el escenario, para acercarse lo más posible a Poppy, al
sonar las notas de la primera
canción. Ariel y yo nos levantamos emocionados y él se puso a saltar,
recordándome a la niña de las
trenzas. Lástima que yo no tenía de dónde tirar, porque apenas le quedaba
pelo en la cabeza. Nos
emocionamos tanto que nos abrazamos y juraría que noté algo un poco
tirante en su entrepierna. No
me di por aludida, era Poppy quien se lo provocaba y no yo. A mí me
estaba pasando exactamente lo
mismo. Un concierto de rock o de pop, con un tío bueno como cantante, es
una mezcla explosiva entre
emociones musicales y vibraciones corporales, excitadas por una
imaginación calenturienta.
Probablemente, si Poppy se hubiese dejado caer por el Guiri Town de
Benidorm, y se hubiese cruzado
conmigo, ni le habría mirado. Podría haber pasado completamente
desapercibido, como un inglés más,
lleno de tatuajes, de cara simpática y cierta gracia al expresarse con ese
humor británico tan
característico. Pero, como le esperábamos rodeados de miles de personas y
la música sonaba tan fuerte
que la sentía golpear dentro de mi pecho, Poppy Wills nos parecía el
hombre más excitante del
mundo.
Cuando empezó a cantar se oyó un griterío general. Hombres y mujeres se
movían y coreaban al
ritmo de la música. Todos nos preguntábamos dónde estaba, pues sólo
escuchábamos su voz. De
repente, un enorme foco iluminó el cielo y vimos un alto puente que se
extendía sobre el escenario
como un arco iris, pero de color blanco. Arriba estaba él. En la pantalla
gigante, pudimos ver su
expresión de asombro mientras cantaba y miraba hacia abajo.
Probablemente, todavía alucinaba al
descubrir la cantidad de fans que lograba reunir. Durante unos minutos, las
luces volvieron a apagarse
y Poppy apareció colgado boca abajo, de una especie de polea que sujetaba
sus pies, sobrevolando las
cabezas del público más cercano al escenario.
—¡Eso es un tío! —gritaba mi amigo, como si alguna vez le hubiese dado
importancia a la
masculinidad—. ¡Pero qué bueno estás!
Yo alucinaba un poco porque, desde donde estábamos, sólo veíamos al
cantante del tamaño de una
hormiga, moviéndose sin parar en un escenario gigante pero muy lejano.
No obstante, pronto me sumé
a la actitud de Ariel y comencé a mirar directamente a la pantalla, para
olvidarme de aquel punto en el
horizonte. A pesar de ver a un artista tan grande, en un tamaño tan
pequeño, el concierto fue
insuperable. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Disfrutamos de
cada canción, de su voz
maravillosa y penetrante, de los múltiples looks con los que salió al
escenario. Aunque lo mejor fue el
final, cuando se escondió por última vez y volvió a salir vestido con unos
vaqueros, unas zapatillas y
una camiseta blanca de manga corta, que dejaba ver los músculos de sus
brazos, con dibujos
impresionantes que pudimos contemplar en la pantalla gigante. En varias
ocasiones, arrastró la
camiseta hacia arriba dejándonos ver su pecho tatuado como el de un
marinero.
—¡Si es que donde hay clase, hay clase! —chillaba Ariel.
Yo no dejaba de sorprenderme, porque Ariel se preocupaba tanto por la
moda que era imposible
que ahora le gustara un tío con vaqueros y camiseta. Pero la música en
directo es capaz de
transportarte a lugares donde nunca habías soñado estar.
—¡Eso es! ¡Quítatela del todo que hace mucho calor, que estás en España!
¡Quítatela! —Me
descubrí gritando junto a Ariel y deseando que Poppy se arrancara la ropa
de cuajo. Me hubiera
encantado ir yo a ayudarle, pero aquél sí que era un sueño imposible.
Durante un momento dejó de cantar, se colocó el micrófono entre las
piernas y levantó los brazos,
para deshacerse de la camiseta por la cabeza. Hubo una ovación. La gente
se volvió loca. Poppy se
secó el sudor de la cara con ella y la lanzó con fuerza hacia el público. Las
cámaras enfocaron hacia el
rincón en el que había caído. ¡Pobres! Les iban a matar para quitársela de
las manos. La romperían en
mil pedazos antes de permitir que una sola persona se la llevara.
A la salida, Ariel se secaba el sudor del cuello y la cara con un pañuelo de
papel, mientras se hacía
el entendido conmigo:
—¡Qué voz tiene! ¡Cómo canta este chico, es increíble! ¡Como Freddie
Mercury o George Michael
en sus mejores tiempos!
—¡Déjalo Ariel! —le dije riéndome—. A ti lo que más te ha gustado no ha
sido precisamente la
música.
—¡Bueno! —se carcajeó—. ¡Tú tampoco eres una santa! ¡Creo que se ha
quitado la camiseta
porque ha conseguido oírte desde allí abajo! ¡En fin, nena, esta noche me
va a costar dormirme, no te
digo que no!
—Pues yo no pienso acompañarte —le contesté siguiendo con la broma.
—¡Comprenderás que no quiera a una dulce damisela como tú a mi lado,
después de haber visto a
un buenorro como ése!
—¿Pero qué tiene de especial? —exclamé con una sonrisa. A mí me
gustaba tanto como a él, pero
me divertía llevarle la contraria—. ¡Si es como cualquier british de
Benidorm!
—¡Igualito! ¡Hija, qué cosas tienes! ¡Se parece tanto a un british de
Benidorm como yo a Colin
Farrell! ¡Ya quisiera yo encontrármelo comiendo en el Chicken Friken! —
siguió riéndose, tras hacer
buen uso de su inglés chapurreado—. ¡No, querida! ¡Este tío tiene clase y,
además, sabe vestirse!
¡Elige la ropa de una forma que le devuelve la vida a la más muerta!
—Y eso lo dice alguien que sólo se preocupa por su interior.
—Tú tienes la culpa de que me esté volviendo tan espiritual. Me ocurre
desde que leo tus artículos.
—¡Encima, soy yo la culpable!
—No me negarás que ese hombre está de muerte. ¡Si a ti te encanta! —Me
descubrió riéndome.
—¡Está bien, lo reconozco, está como un queso! —admití.
—¿Ves? Aunque creo que te gusta más el argentino. ¿Le has llamado ya?
—No.
—¿Y a qué estás esperando? —me gritó antes de que entráramos en el
coche.
—No lo sé.
—Pues yo sí. A que te llame él. ¿Pero cómo te va a llamar si no tiene tu
teléfono?
—Pues no sé, ¡que lo averigüe!
—¿Cómo?
—Pues… puede ir a la tienda y preguntar, por ejemplo.
—¡Claro! —exclamó moviendo la cabeza—. Y el dependiente guapísimo
le va a dar tu teléfono
porque lo tiene y porque es de lo más normal que proporcione esa
información sobre sus clientes,
¿verdad? Además, tú ni siquiera eres cliente porque, que yo recuerde, no
compraste nada ese día…
—¡Está bien, tienes razón! Pero es que pienso que, si es el hombre de mi
vida, la vida me lo traerá.
—¡Ja! ¡Qué gracia tienes! Yo pienso que Poppy Wills es el hombre de mi
vida y la vida no me lo
está trayendo, precisamente.
Continuó mirándome mientras yo movía los ojos de un lado a otro, para
evitar los suyos. No metía
la llave en el contacto, así que le dije:
—¿Conduzco yo?
—¡No! —me gritó de nuevo—. Lo que te pasa es que estás cagada —dijo
arrancando el motor con
fuerza, demostrando toda su rabia y su frustración, porque tenía una amiga
cobarde que no se atrevía a
atrapar una oportunidad cuando ésta le salía al paso—. Tienes miedo.
—Sí, lo tengo. Pero no me preguntes de qué, porque no lo sé.
—Sí lo sabes —corrigió él—. Tienes miedo de lo que yo tendría miedo. De
que no sea él, de que
esté casado, de que sólo quiera sexo, aunque eso no tendría por qué ser una
desgracia… Quizá es que,
en realidad, no quieres encontrar al hombre de tu vida.
—Sí, quiero.
—Pues no lo parece. ¿Cuántas ocasiones te ha dado últimamente la vida de
encontrar el amor
verdadero? ¡Si ni siquiera te pones los zapatos!
—Déjame ver —exclamé poniendo cara pensativa—: cero oportunidades.
—¿Entonces, por qué no lo intentas?
—¿Y qué le digo? «¡Hola, soy la de los zapatos-joya! ¿Quieres cenar
conmigo esta noche? Quizá
pueda acostarme contigo para agradecerte el detalle…»
—Seguro que se te ocurre algo mejor. Escúchame —me pidió con seriedad
cuando paró el coche
en la puerta de casa—, llámale mañana mismo. No dejes pasar esta
oportunidad. Quizá no sea tu
hombre, pero, si lo es, saldrás ganando algo más que esos zapatos. Además,
¿crees que le ocurren
cosas así a todo el mundo? ¡No! ¡A mí nunca me ha pasado nada tan
bonito! —Ariel empezaba a
lagrimear de nuevo, así que cogí el bolso y le di un beso de despedida en la
mejilla.
— Bona nit.
—Bona nit, nena. Mañana me cuentas cómo te ha ido.
Asentí y entré en el portal. Una vez en casa, sólo podía pensar en el pecho
tatuado de Poppy. Ni
siquiera los zapatos, que continuaban sobre la cómoda, junto al joyero y
una foto de Elvis Presley
dándole un beso a una de sus coristas, me hicieron borrar esa imagen. Ellos
seguían allí, brillantes
como el primer día, fuera de su caja. Dentro de uno de ellos, había metido
la dichosa tarjeta. Miré el
reloj. La una y media de la mañana no era un buen momento para llamar.
Quizá, al día siguiente, me
atreviese. Sonó mi móvil y lo cogí. Era un mensaje de Ariel que decía: «Y
recuerda que la auténtica
belleza está en el interior… pero, como no se ve, me pone más la otra». Me
reí durante un rato y,
entonces, la frase que estaba esperando para mis tarjetas se me apareció de
golpe con toda su
magnificencia: «Asesoría de coaching e imagen personal: Porque la
belleza está en el interior, pero no
se ve a simple vista».
***
Para alejarme de la profundidad de mi condición de escritora, decidí hacer
cosas que me
divirtieran y me apartaran del ordenador, que ya se estaba convirtiendo
más un vicio que en un trabajo
o un sueño por cumplir. Nadie sabe de la soledad que embarga a un escritor
cuando vive entre las
demás personas. Cuando estaba frente a la pantalla, en la que todas las
fantasías son posibles, en la
que podía disfrutar de cientos de mundos diferentes al mío y crear nuevos
seres vivos como si fuera
Dios, me sentía realmente acompañada. Por ello, para regresar al mundo
real necesitaba hacer algo
que me despertara a cada minuto, que me devolviera la impresión de que
tenía un cuerpo capaz de
mover sus miembros más allá del dedo índice sobre el ratón. Tanto me
identificaba con mis
personajes creados que, cuando salía a dar un paseo, después de haber
escrito alguna escena, la gente
me miraba como si me conociera. Algunos, incluso, se atrevían a
saludarme. Otros me decían: «Te
conozco, pero no sé de qué». Cuando te lo suelta un hombre en la puerta de
un supermercado, como
me ocurrió una vez, puedes pensar que es un truco para ligar. Pero cuando,
quien te lo dice es una
señora que te llega por la cintura, que apenas puede caminar si no es con la
ayuda de su bastón y que
está comprando un cupón de la ONCE, entonces la cosa cambia.
Por eso, a veces pienso que, mientras escribo, consigo traspasar la barrera
que limita la realidad de
la ficción y a mi mente llegan historias de personas que existen en
realidad. Y, quizá, mi cara se
confunde con la de ellas hasta convertirse en un «rostro válido» (que no
pálido), es decir, que sirve
para cualquiera. Yo podría ser la amiga de la nieta de la señora que compra
el cupón; o la novia del
amigo del hombre del supermercado; o la hija de la vecina del señor que
pasea a su perro y no recoge
sus mierdas; o, incluso, podría ser el perro que se caga por todas partes sin
complejo alguno. Cuando
me ocurre esto, instalo una gran sonrisa en mi cara, porque nunca sé qué
desconocido va a saludarme y
prefiero ofrecer una expresión positiva para todo el mundo. Entonces,
siento que de verdad he
conectado con los demás a través de la escritura y que he traspasado la
pantalla del ordenador o las
olorosas páginas de mis libros, para adentrarme en el mundo real de mis
personajes. Y es que siempre
he sido una escritora que se inspira en la propia vida, tanto en la mía como
en la ajena. ¡Hay tantas
cosas que contar! Pero, en aquel momento, decidí apartar de mi lado, para
siempre, la libreta y el
bolígrafo que solía llevar en el bolso. Quería tanto a ese bolígrafo que el
día que me dejé el bolso en
una cafetería, colgado de una silla, sólo pensaba en él. Al llegar a casa y
darme cuenta de que me lo
había dejado olvidado, no me preocupé de las tarjetas de crédito, del carné
de identidad ni del de
conducir, del dinero suelto o del bolso en sí. Mientras corría de vuelta a la
cafetería, con la esperanza
de encontrarlo, sólo era capaz de repetir mentalmente: «¡Mi boli, mi
boli!». Cuando entré y pregunté
al camarero si lo había visto, él me respondió con otra pregunta, para
averiguar si realmente era mío:
«¿Cómo es?». Tuve que poner en marcha mi memoria, porque apenas
recordaba qué bolso había
llevado aquella tarde. Y es que un bolso no es lo mismo que un bolígrafo.
Este último es un objeto
íntimo que sabe todo acerca de mí, pues no sólo está siempre en mi mano
sino que, además, es la
herramienta gracias a la cual me desdoblo y entrego partes de mí al mundo.
Mi boli era precioso, con
piedritas de colores enganchadas. Lo había comprado al llegar a la costa,
en una de las tiendas hippies
y un poco cósmicas del casco antiguo de Altea. Era especial. Era mi tercer
brazo, como la batidora.
Por todo eso, y por la intensidad con que me entregaba a la profunda y
oscura vida de escritora,
ausente del mundo terrenal y humano, decidí tomar cartas en el asunto y
apartar de mí cualquier
tentación. Saqué mi boli y mi libreta del bolso y los guardé al fondo del
armario, en la parte de arriba,
donde sabía que me costaría un gran esfuerzo encontrarlos. Los archivos de
notas y de retazos de
novelas, cuentos, poemas, y toda clase de historias a medio escribir, los
archivé en una carpeta en el
ordenador, con una contraseña que sería una palabra secreta, difícil de
recordar cuando hubiesen
pasado unos meses. Después, me hice a mí misma una promesa: usar la
computadora sólo para
googlear y navegar hacia mares desconocidos y horizontes nuevos, en los
que sin duda me esperaban
sensaciones que hasta entonces no había vivido.
Me puse a dieta. Abandoné el té, por ser demasiado literario, y regresé al
café, que me esperaba
con los brazos abiertos. Además, debía hacer algo de ejercicio. Como
durante mis paseos diarios
estaba demasiado sensible y proclive a la creación literaria, cambié mis
caminatas en solitario por
algo más alegre. Siempre había deseado bailar, pues si algo tenía en mi
cuerpo, era sentido del ritmo.
1º día de clase: Lo malo de las clases de baile, en general, es que siempre
y, como en el resto del
mundo, hay más mujeres que hombres. En mi primer día, ya fui consciente
de que las mujeres no eran
novatas como yo y se pegaban entre ellas por bailar con el profesor. Sólo
había dos alumnos machos,
un español que olía a huevos fritos y un inglés más gay que una farola en
sus ratos libres. Ésa podía
ser la primera razón por la que las mujeres perseguían al maestro. La otra,
es que era un sueco alto,
rubio y con el pelo largo, que se llamaba Olaf, parecía un vikingo y,
encima, sabía bailar tango. ¿Qué
más se le puede pedir a un profesor de bailes de salón? Además de que sea
latino, claro.
Pude ver los celos en los ojos de las demás alumnas, cuando el sueco estiró
el brazo para alcanzar
el mío e invitarme a abrir el baile en mi primera clase. Yo no había bailado
un tango en mi vida. Mis
pies pequeños y rápidos se chocaban y tropezaban contra los suyos grandes
y lentos, mientras
intentaba seguir sus movimientos sobre el suelo de madera. El ritmo que
he tenido siempre en el
cuerpo debía de haberse ido a tomar un café, porque no lo encontraba por
ningún sitio. El profesor
vikingo intuyó que, de un momento a otro, acabaría de bruces contra la
brillante madera del suelo, si
él no hacía algo para remediarlo. Me enseñó unos pasos básicos… un, dos,
tres… mientras las demás
mujeres bailaban con los otros dos hombres, o entre ellas, girando la
cabeza para observarnos, no
fuera a ser que la nueva se ligara al profesor delante de sus narices. ¡Pero
qué les pasa a las mujeres
hoy día! ¿Es que sólo pueden pensar en el sexo?
Mientras
sonaba Libertango de Piazzola, escuchaba sus palabras
susurradas junto a mi oído, pero
nada, como si me hablaran en sueco. Mis pies seguían tropezando con los
suyos. Me tenía totalmente
acorralada con su mirada. Sus ojos no dejaban de penetrar los míos. Su
frente estaba pegada a mi
frente, como si quisiera impulsarme hacia abajo con la cabeza. Hay que
recordar que, por lo menos,
me sacaba dos metros.
—¡Un, dos… darrrecha! —exclamó—. ¡Uno, dos… darrrecha!
A pesar de que sus palabras sonaban con dureza, mi cuerpo se había
empezado a ablandar por
fuera, y también por dentro. La música empezaba a hacer mella en mi
sensibilidad, o quizá era su
mirada incesante la que no me permitía respirar. Durante un instante, se
me pasó por la cabeza la idea
de ser penetrada por él, musicalmente hablando, por supuesto.
—¡ Con pasió! —me susurró, mientras manejaba mi cintura con sus
enormes manos, haciendo que
mi cuerpo girase en la dirección que él quería.
Tiempo después, aprendí que el tango es un baile en el que manda el
hombre y, ¡claro!, dejarnos
llevar, aunque sea un ratito, es algo que nos cuesta mucho a las mujeres de
ahora. ¡Uf, qué pereza!
Sería como volver a un tiempo pasado. Después de tanto esfuerzo para
olvidarlo... Pero no tenía ganas
de abandonar un presente tan prometedor ni tan erótico como se
presentaba.
—De acuerdo, ¡cierra los ojos! —exigió mi profesor vikingo.
Los cerré, aunque mis párpados se movían brutalmente sin atreverse a
relajarse. Sentí que su
cuerpo se apretaba contra el mío. Casi grito del susto, pero me contuve. Su
mano agarró la mía con
fuerza, obligándome a levantar y estirar el brazo derecho. Con su otra
mano, apretó mi espalda tras
darme unos pequeños golpecitos para indicarme que debía estar más recta.
—¿Recuerdas los pasos? —me preguntó, siempre susurrante—. ¡Un, dos…
darrrecha! —repitió
mientras comenzábamos de nuevo el baile.
Fue como si mi mente hubiera aprendido al fin aquellos primeros pasos.
Mis pies menudos se
deslizaron sobre el suelo con actitud de grandeza. Mis zapatillas de deporte
no ayudaban demasiado
pero, aun así, me deslicé siguiendo sus pies, sintiendo mis puntas contra
las suyas y mi piel contra su
piel. Su brazo se alzó tirando del mío y mi cuerpo giró rápidamente hasta
dar una vuelta. Un olorcillo
desagradable se desprendió de su axila. Seguramente, llevaba horas
bailando, pensé e hice como si no
hubiese olido nada. Al menos no despedía aroma a huevos fritos. Piazzola
continuaba sonando,
empeñado en rasgar las heridas antiguas de mi corazón, repletas de amores
pasados, recuerdos
imborrables,
llantos
confundidos,
pseudoamores, noches locas…
emociones
descontroladas,
— ¡Pasió! —susurró de nuevo—. ¡El tango es pasió!
La música cesó y mi cuerpo se paró en seco. Abrí los ojos. Él me miraba
con una amplia sonrisa.
Sentí que yo era suya y él, mío. Era la odalisca favorita del harén.
—El próximo día, tú pones tacones —exclamó como despedida.
¿Ya eran las doce? Me sentí Cenicienta. Se dio la vuelta y corrió a bailar
con otra de las alumnas,
con cualquiera, porque, al parecer, le daba igual. Él estaba enamorado del
baile. Me quedé sola, en
mitad del suelo, de madera, mientras el inglés me miraba, esperando que
quisiera bailar con él. Mis
otras opciones eran una señora de falda recta y blusón guayabero o una
alemana, tiesa como un palo,
que me sobrepasaba dos cuerpos. Sonreí al inglés y le acogí entre mis
brazos.
2º día de clase:
Seguía creyendo en el amor, a pesar de no haberlo encontrado todavía. Sin
embargo, también
estaba la atracción, que era fácilmente confundible.
—¡Olé! —exclamó mi profesor, zapateando sobre la madera e intentando
infundirme esa pasión
que tanto le gustaba nombrar.
Es cierto que no todos los españoles bailamos flamenco, aunque algunos
extranjeros dan por hecho
que, por el hecho de serlo, llevamos el duende en los genes y el quejío en la
garganta. Conocí una vez
a una argentina que, al enterarse de que mis padres habían nacido en
Andalucía, me preguntó: «¿Y vos
tocás las castañuelas?». Creo que hay cosas que uno lleva dentro desde que
nace y por culpa del lugar
en el que nace. Sin embargo, los españoles no albergamos en nuestro
interior la capacidad de bailar
flamenco, sino la de apreciarlo. No sé por qué, pero la mayoría sabemos
distinguir a un bailaor o
bailaora, de un bailarín o bailarina; cualquier español que se precie sabe de
lo que estoy hablando. Mi
profesor vikingo era un gran bailarín pero, como bailaor, era como ver a
un lama a lomos de una vaca
en un rodeo tejano. Aguanté la risa que me estaba provocando la visión de
su cuerpo, más largo que un
día sin pan, y su cabello lacio y rubio, sujeto en una coleta, mientras movía
los brazos y las manos
como si quisiera cazar mariposas. Cuando acabó, aplaudí como todos los
alumnos, echando y
devolviendo miraditas a los españoles. Entre nosotros nos entendíamos.
Sólo una mirada bastó para
decir: «¡Pero si parece un pelícano sobre una mesa de billar llena de bolas!
¡Cuidado, a ver si va a
colar la negra!».
¡Qué puristas somos cuando nos tocan el flamenco! Aunque le ponía tanto
entusiasmo, el pobre,
que yo habría dado por válido al duendecillo que llevaba en su interior y
que aspiraba a alcanzar el
embrujo de un buen zapateado. Después de los aplausos, volvió a elegirme
como pareja de baile. Esta
vez, supuse que su gesto no tenía nada de especial. Le había traído un disco
de Marc Anthony y lo
puso para enseñarme salsa, que se le daba bastante mejor. Al menos, no
había ningún cubano cerca
para decirnos lo contrario.
—¡Hoy estás muy guapa! —me dijo mirando mi atuendo.
—¡Gracias! —respondí moviéndome con soltura.
A las cuatro o cinco vueltas, estaba mareada por completo y con ganas de
seguir bailando, pero el
profesor decidió que ya me había utilizado bastante y me dejó sola de
nuevo. Me tuve que acoplar al
español aromatizado y, entonces, el vikingo decidió que era hora de volver
al tango. Mi compañero me
agarró con fuerza por la cintura y pegó mi cuerpo al suyo. Casi me muero
al oler su boca y bajé la cara
intentando protegerme, pero su pecho velludo expelía un aroma mucho
peor. Nadie me había
advertido de los peligros de una clase de baile. Soy demasiado escrupulosa
y la idea de rebozarme
contra un cuerpo sudoroso con olor a perro mojado, me parecía de lo más
grotesca. Aguanté un
segundo y decidí que tenía que practicar los pasos del tango por mí misma.
—Lo siento, pero creo que tengo que aprender mucho todavía.
Me miró con asombro y sin soltarme.
—¿Por qué no bailas con alguna de ellas? —Le señalé al grupo de mujeres
que practicaban solas.
Corrí a cogerme de la barra frente al espejo. Era el único compañero de
baile cuyo aroma era capaz
de soportar y me dispuse a repetir los pasos. Y empezó a gustarme la
imagen de verme danzar con un
compañero invisible. ¡Era capaz de bailar tango y lo que me echasen!
Tantos años escondida tras las
palabras no me habían hecho perder ni un ápice de mi sentido del ritmo.
«Después de esto, me
apuntaré a danza del vientre», pensé. Estaba totalmente suelta y sonriente,
asida a la barra,
moviéndome con gracilidad, después de haber perdido dos kilos, con una
falda de vuelo recuperada de
una caja y que ahora me sentaba como un guante, y unas sandalias negras
que me había comprado
especialmente para las clases. Había estado tentada de estrenar mis
maravillosos zapatos-joya pero
descarté la idea, pensando que debía guardarlos para una ocasión mucho
más especial. Empezaba a
sentirme ligera, alegre y tremendamente sexy…
—¿No vas demasiado deprisa? —me preguntó una de las mujeres, la más
joven, vestida con un
traje negro brillante pegado al cuerpo y un pañuelo rojo en el cuello.
Parecía sacada de un cartel de
tango arrabalero, con farola incluida.
—¿Por qué? —respondí con una nueva pregunta.
—Porque los pasos no se dan tan rápido. Tienen que ser más lentos —
intentó enseñarme.
—¿Por qué? —volví a insistir.
—Porque sí —afirmó.
«Buena razón», pensé. Me sentía muy yo misma y necesitaba mejores
argumentos para frenar el
ritmo.
—No lo haces bien… —añadió.
En realidad, quería decir que ella llevaba mucho más tiempo allí y sabía
bailar mejor que yo. La
ignoré y continué con mi cadencia, dando pasos y vueltas rápidamente, con
femineidad y elegancia.
Incluso me permití algunas variaciones de mi cosecha y algún que otro
gesto sexy que no venía a
cuento, pero que me hizo sentir maravillosa y divina. La mujer me
contemplaba, mientras agitaba la
cabeza negando mi baile con su mirada. Volví a ignorarla y seguí mi danza
frente al espejo,
completamente absorta y ausente de la clase de baile. Hacía mucho que no
disfrutaba así de la música,
salvo cuando me ponía mis discos preferidos en casa y danzaba en
solitario, tras haber cerrado las
ventanas para que nadie pudiera ver mi enajenación absoluta, cercana al
frenesí, a ritmo de Michael
Bublé o Poppy Wills. Continué moviéndome, con la certeza de estar sola
en la estancia y olvidándome
de los demás alumnos, hasta que…
— ¡Pasió! —escuché junto a mi oreja—. ¡Así, m u bien, con pasió! —Sus
manos cogieron mi
cintura por atrás—. Lo haces mu bien… —Sentí que su cuerpo se pegaba a
mi espalda—. ¡Darrrecha!
¡Izquierrrrda! ¡Un, dos, tgggesssss!
Me cogió la mano que yo tenía agarrada a la barra y me dio la vuelta. Nos
quedamos uno frente al
otro, con los rostros pegados y nuestro aliento mezclándose.
— Sssierra tus ojos —me pidió, y comenzamos a bailar.
Fue suerte, seguramente, pero recordé perfectamente los pasos que había
aprendido el día anterior
y sólo tuve que dejarme llevar. Nos deslizamos por el suelo, arrastrando
los pies, cual tangueros en un
escenario. Como si siempre hubiese bailado el tango, hice mío al vikingo y
me permití ser suya, hasta
que terminó la canción y volvimos a convertirnos en profesor y alumna.
Cuando acabamos, escuché
unos tímidos aplausos. El sueco me miraba desde arriba con cierto aire
erótico. Su pecho subía y
bajaba agitado, igual que el mío. Y no podía decir que el baile hubiese sido
demasiado agitado, por lo
que intuí que la falta de aire se debía a otra cosa. ¿Era mucho suponer,
quizá? En aquel momento, todo
era posible. La música es capaz de remover, incluso, los gélidos corazones
nórdicos. Además, yo tenía
calor español en el mío para prestarle, si hacía falta. Estaba hirviendo por
los dos.
—Lo hace demasiado deprisa, ¿a que sí? —insistió aquella odiosa mujer.
—Está bien como lo hace. ¡Pegggfeccccto! —corrigió el profesor,
alejándose de mí y lanzándome
una miradita sonriente—. Eres tú demasiada lento —le dijo en su torpe,
pero extenso vocabulario.
Me reí por dentro y le devolví la sonrisa. El resto de la clase se sucedió con
normalidad hasta que
finalizó y se acercó a mí de nuevo.
—Me gustaría dagggte una clase a ti sola, si quieres…
¡Claro que quería! Lo anhelaba.
—¡Encantada! —exclamé.
—¿Puedes venir mañana, una hora antes de la clase, y practicar conmigo?
—¡Claro! ¡Haremos lo que haga falta!
—¡Muy bien! ¡Hasta mañano entonssses!
No respondí. Sobraban las palabras…
***
3º día de clase: La noche anterior, había buscado en Internet los orígenes
de tan erótico baile.
Había surgido en el puerto de Buenos Aires, para extenderse después hacia
otros barrios. Al principio,
se danzaba entre hombres, seguramente italianos, pero pronto se mezcló
con músicas y bailes que
traían otros inmigrantes europeos, negros, indios y mulatos. Estuvo
prohibido por incitar al escándalo,
y se asociaba a la lujuria y a la diversión sin límites. Su prohibición obligó
a practicarlo en sitios
ocultos hasta el siglo XIX, de ahí le venía su nostálgica pasión. Hombres y
mujeres arrabaleros se
reunían para bailarlo a escondidas en burdeles y callejuelas de mala
muerte, hasta que empezó a
danzarse en París, donde adquirió su glamour y terminó por conquistar a la
alta sociedad. Aprender a
bailar tango era rememorar las esquinas de lo proscrito, para después
cruzar al lado más dulce de la
high society. Era olvidar mi infortunado origen y abrazar mi futuro
esperanzador.
Había imaginado aquella clase y pensé que me sentiría como Baby en Dirty
Dancing, pero la cosa
se presentaba menos romántica y más, ¿cómo lo diría?, echá p’alante. No
hubo canciones alegres de
Juan Luis Guerra para abrir boca, ni tampoco Chayanne aplacó la calentura
del encuentro. Nada de
pasitos salseros para calentar, aún más, lo que ya ardía por sí mismo. El
vikingo fue implacable con su
alumna más novata. Me trató como a una veterana y se decidió por el
tango.
Al verme, me echó una mirada de ojos engurruñidos y amenazantes para
comprobar que llevaba
vestido y tacones, y puso a Gotan Project. Llevaba mis sandalias negras de
charol y un vestido negro
de tirantes, pegado al cuerpo como una lapa a una piedra, que marcaba
cada curva, cada línea y cada
respiración. Había ido preparada, pero no iba a ser fácil, entendí a juzgar
por su mirada de macho
vehemente. Él iba vestido de blanco: camisa vaporosa de estilo hippieguiri chic y pantalones anchos
y cómodos de lino, arrugados como una pasa. Y, por supuesto, zapatos
blancos de «chúpame la punta»,
evocadores del mismísimo Fred Astaire. Lamenté que no se hubiera puesto
un sombrero; era lo único
que le faltaba para estar perfecto. Y es que todo lo argentino me resultaba
tan sugerente…
Se acercó a mí con pasos agigantados, moviendo sus caderas al compás,
con la frente inclinada
hacia la mía, los brazos pegados al cuerpo, las rodillas un poco dobladas y
empezó a bailar a mi
alrededor. Al principio, me quedé quieta y le dejé hacer. Después, me quité
el bolso del hombro y lo
dejé caer al suelo en señal de aviso. «¡Prepárate, que voy!», pensé.
— Are you ready? —me preguntó al oído.
… «Sí, estoy ready», respondí mentalmente, «readylista» para ti, cuando
quieras vikingo…
Comencé a moverme en círculos, con la frente en alto para alcanzar su
mirada, doblando un poco
las rodillas, dando pasos exagerados como un cormorán, estirando la punta
de mis pies para alcanzar
su danza. Frente a frente, hasta conseguir llevar el mismo ritmo,
continuamos bailando con los brazos
pegados a nuestros propios cuerpos, sin tocarnos, abarcándonos con…
pasió. Él susurró:
«¡Darrrecha!», y yo me moví hacia la derecha. Después dijo:
«¡Izquierda!», y yo me fui a la
izquierda. Entonces ordenó: «¡ Sssierra los ojos!», y yo no le hice caso. Lo
reté, rebelándome a sus
deseos y mantuve mi mirada sedienta sobre la suya, insistente, anhelante,
cual paloma inocente que
vuela bajo un halcón. Él pareció querer atraparme con unos movimientos
de cadera insinuantes, que
yo le devolvía aún más voluptuosos y con mucho más movimiento.
Empecé a agitar mis brazos
dejándome llevar por la música, pretendiendo volar entre las notas que,
como heridas, rasgaban el
bandoneón, hasta que se fue agitando, animando y entrando en una especie
de trance y locura, que nos
hacía bailar más y más rápido y pegados el uno al otro, aunque sin usar
brazos ni manos, agarrándonos
sólo con el ansia de nuestras miradas. Y, de repente, cesó. La música
pareció calmarse e indicó un
renacimiento que nos indicaba un cambio. Olaf estiró su brazo y me cogió
por la cintura, atrayéndome
hasta acoplarme a su cuerpo. Con la otra mano, cogió la mía y me colocó
en la posición correcta para
bailar. Un tufillo volvió a desprenderse de nuevo de su axila; olía a sudor y
a excitación. Y yo,
propietaria de un sentido del olfato de lo más sagaz, me sentí estimulada
por la fragancia de su cuerpo
sudoroso y caliente. Lo había desafiado y ya no había lugar para la paz. La
guerra estaba a punto de
comenzar. Bailamos, giramos, nos separamos para volvernos a juntar en un
golpe estudiado y certero,
estiramos los brazos, arqueamos la espalda, su pierna derecha se estiró
sobre el suelo hasta que cayó
ante mí, para recogerse de nuevo, haciéndole más grande a mis ojos. Mi
pierna derecha jugueteó entre
las suyas como si fuera una bailarina experta, dejándome llevar por la
imaginación. Él me lo había
dicho el primer día: «El tango es imaginación». «Y locura», añadí yo. Soltó
mis manos y me las
colocó alrededor de su cuello, mientras me las sujetaba para que no las
dejara caer. Entonces me
susurró las palabras mágicas: «¡Déjate llevar!». Y yo, ¡cómo no!, me dejé
llevar. Supe que podría
haber tenido un orgasmo en aquel mismo instante, pero no era cuestión de
ponerse a gemir mientras
bailábamos, porque yo no soy de esas mujeres que llegan al clímax en
silencio. A mí me gusta
expresarlo todo, hasta lo inconfesable.
Sentí que me olvidaba de mi búsqueda del amor verdadero. Podría incluso
haber olvidado que, en
la clase anterior, Olaf había denigrado el flamenco, dando zancadas en
falso sobre la madera como un
albatros en la cubierta de un barco. Podría haberme olvidado de que los
guiris como él suelen cortar
los espaguetis cuando van a comérselos, porque no saben girar el tenedor
hasta enredarlos. Podría
haber olvidado todo, mientras me dejaba llevar por su cuerpo, muchos
centímetros más alto que el
mío y que, sin embargo, se mostraba tan pequeño y vulnerable ante mí. Su
naturaleza nórdica ardía.
Me arrancó los brazos de su cuello y me hizo girar a la derecha para
después recoger mi cuerpo, que se
sostenía sobre una sola pierna y dejarlo caer de lado sobre su cadera.
¿Cuándo había aprendido yo a
bailar así? La música paró, pero nosotros continuamos bailando en
silencio, escuchando nuestros
pasos deslizantes, haciendo el amor mientras danzábamos. Y, cuando todo
parecía que iba a mejorar,
aunque era algo casi imposible, el vikingo quiso expresar su hombría
conmigo y gritó:
—¡Gitana, soy tu torrrero!
«La cagaste», pensé. Me vi recogiendo simbólicamente la ropa interior que
había perdido durante
el baile y marchándome a casa. Un hombre no podía decir eso en mi
presencia y quedarse tan ancho.
«¿Es que no sabes que soy antitaurina, so tonto?», le espeté en silencio. Si
creía que eso le iba a hacer
más hombre o más español a mis ojos, lo llevaba claro. Hubiera preferido
que se comiera una fabada
asturiana o un cocido madrileño para cenar a las siete de la tarde. ¿Es que
no sabía que el tango era
argentino? A los guiris les gusta mezclarlo todo. ¡Qué empanada gallega
mental tienen!
Creo que vio la decepción en mi cara, porque intentó disimular su
frustración cuando entraron el
hombre que olía a huevos fritos y el resto de alumnas. Se había acabado la
clase personalizada y
también la ilusión personalizada.
—¡Adiós, torrrero! —le grité desde la puerta.
Me miró con ojos de salmón ahumado, tras haber intentado inútilmente
remontar el río. Y se dio
cuenta de que yo no volvería más.
SE BUSCA EL CALZADO PERFECTO
Ensayo comparativo entre el hombre y el zapato: Búsqueda, prueba y
resultado. Pautas para
encontrarlo sin perder la razón o caer en el error de confundir un zapato
bueno con uno más barato y
asequible, pero de peor calidad. Pautas para encontrar la medida adecuada
en un zapato que se ajuste
exactamente al pie, aunque todavía no se haya inventado una horma de esa
talla. Pautas para saber
caminar con el zapato puesto, sin caerse, y conseguir que dure toda la vida.
Cuando decidí escribir sobre el calzado femenino, me di cuenta de la gran
similitud que, para una
mujer, tienen un par de zapatos con algo que adora de igual forma, a pesar
del daño que le produce: los
hombres. «Para nosotras, es importante saber mantenernos erguidas sobre
unos tacones firmes que nos
proporcionen la seguridad que necesitamos para caminar solas por el
mundo. Los hombres, sin
embargo, son aquellos seres junto a los que nos gustaría aprender a
caminar, de una vez por todas.»
Esto lo escribí para una revista de moda, en mi propia sección de shopper
coaching, en la que
pretendía demostrar que, a través de la ropa, en este caso de los
complementos, se podía evolucionar
como ser humano.
Los pies son muy sensibles, por lo que un buen zapato es necesario siempre
y en todo momento.
¡Pero qué pocas veces usamos las mujeres un buen calzado! Para caminar
por la vida, no es necesario
sufrir; esa es una idea ha quedado anclada en el pasado. Lo que queremos
las féminas de un zapato es
que sea flexible. Y, con los hombres, nos ocurre exactamente lo mismo.
¿Pero se sabe de algún
hombre flexible, que sea capaz de cambiar si es necesario o, dicho de otra
forma, que se apee del burro
de vez en cuando? Conocí a uno que tenía esta frase en la boca
continuamente y, en una ocasión,
incluso le oí rebuznar. Fue muy interesante, pues ese día comprendí que si
un tipo quiere ser burro,
simplemente, lo es.
No soy de las que tratan a los hombres como objetos, pero qué bueno sería
hacerlo alguna vez,
¿no? Seré sincera. Pienso que el comportamiento masculino es el causante
de la mayoría de nuestros
males. El hombre es un animal muy curioso. Por ejemplo, tenga la edad
que tenga, es capaz de hacer
cualquier cosa para ligarse a una mujer. Para que ella caiga en su trampa,
utiliza palabras, gestos,
miradas, actitudes y comportamientos diversos. Supongamos que cae. Tras
haber conseguido lo que
quería, y haberse acostumbrado a la presencia de su hembra, él empieza a
comportarse como es en
realidad. Adiós a los detalles bellos y lujuriosos. Donde antes hubo
romanticismo, ahora hay
sonambulismo, pues ella no puede dormir porque le da vueltas a una única
y amenazadora pregunta en
su mente. «¿Me seguirá queriendo este tío?», pensarán las más
afortunadas. Las que lo son menos, no
pueden conciliar el sueño por los insoportables ronquidos, que no existían
antes de la fatídica noche.
«¡No! —se desespera esa mujer desde el sillón, mientras devora con
fruición una tableta de chocolate
—. ¡Él no roncaba!» Y se pregunta, ingenua, por qué lo hace ahora. La
respuesta es sencilla. Antes
estaba ligando. Y cuando un hombre liga, pierde la facultad de roncar, que
recupera de manera
inmediata cuando sus antenas para el ligue dejan de estar sintonizadas. A
esta metamorfosis se le
llama «ser él mismo».
Volviendo a los zapatos, una mujer aspira a estar a una altura razonable,
desde la que pueda mirar
a los hombres a la cara. Ya sé que el trasero masculino está muy de moda,
pero nosotras aspiramos al
equilibrio. Cuando me compro calzado nuevo, suelo pensar en el zapatero
que lo ha hecho con sus
manos. Perdón, ya sé que hablar de ese oficio es políticamente incorrecto,
¡pero es tan mágico que un
hombre sea capaz de moldear, manosear y sobar la piel de una vaca, hasta
convertirla en el pilar sobre
el que va a sostenerse una desconocida! A veces, olvido que ellos también
son capaces de crear cosas
maravillosas, cuando quieren.
Unos zapatos nuevos, por muy bonitos que sean, nunca tendrán la
comodidad de unos usados. No
tener que usar el calzador es una sensación maravillosa, aunque a veces tus
pies se vuelvan tan
rutinarios que no te preocupe ni vestirte a juego. Esto es un descanso, pero
también es aburrido. Claro
que, como todo lo usado, es fácil que se rompan y, entonces, es cuando hay
que salir en busca de unos
nuevos, y vuelta a empezar. Por cierto, ¿se acuerdan del zapatito de cristal
de Cenicienta? Pues no
existe ni ha existido nunca, y no existirá jamás. ¡Es absurdo y ridículo
creer que un zapato hecho de
cristal pueda sentarle bien al pie de nadie! Creo recordar que esa historia la
inventó un hombre. No
necesito decir nada más al respecto. Pero, por favor, mujeres que vais a
leer esto, mandad lejos al que
os venga con ese cuento. Los elementos rígidos provocan ampollas. Dadle
a la dulzura y el respeto la
importancia que se merecen.
Hablemos ahora de algunos de los muchos tipos de zapatos que existen.
Está el calzado bajo, y
cómodo, para todos los días, con el que sales cuando quieres estar segura
de no caerte de bruces y que
amas porque sabes que nunca te fallará, aunque sea feo de narices.
También existe un zapato maravilloso, por lo veraniego y por la libertad
que ofrece al pie: la
chancla. Es ideal para mujeres liberadas, que no dudan en usarlas con unos
vaqueros muy largos, que
se pisan mientras caminan, pero que quedan muy auténticos. O con una
minifalda, como diciendo:
«¡Bah, yo paso de todo, soy la mejor y más libre del mundo!». Las
chanclas son mis favoritas porque,
cuando las llevo, sé que soy como quiero ser: sin ataduras o cordones, sin
apariencias ni tacones, ni
nada que esté por encima de mi empeine, es decir, los hombres. Soy yo
misma, con los pies y el alma
al descubierto, libre como una mariposa. Y no me preocupa si alguien me
pisa, porque no puede
dejarme una mancha.
Luego están las sandalias. Tuve unas negras brillantes, con dos o tres tiritas
que apenas rodeaban
el pie para sujetarlo, con un tacón de «no te menees». No había quien
caminara con ellas, pero yo las
había comprado para bailar en una discoteca donde encontré a mi hombresandalia. Alto, vestido de
negro brillante y con un temperamento pasional, que me sujetaba el
empeine del alma. Bailamos al
son de la música, hasta que, en un descuido, se atrevió a pisarme el dedo
meñique. ¿Han sentido
alguna vez ese dolor? Pues bien, tras salir con el hombre-sandalia durante
un par de meses, la herida
se convirtió en una ampolla dolorosa y sin explotar, que me rozaba
continuamente. Hasta que, un día,
la reventé. ¡Ah, cómo picaba el líquido que expulsó de su boca! Yo no
sabía las cosas que la vida me
tenía guardadas. Hay hombres con memoria de elefante que, sin un buen
adorno y una buena música
de fondo, no son nada. Mucho brillo y pocas nueces.
Las botas, por otro lado, son geniales. Te calientan los pies cuando hace
frío, son impermeables y
también divertidas, porque puedes jugar a saltar los charcos, algo que una
mujer casi nunca se puede
permitir cuando sale con un hombre. Pero no todo son salpicones y jolgorio
de barro desmedido con el
hombre-bota. Este tipo de sujeto está preparado para los terrenos más
embarazosos y las situaciones
más resbaladizas, aunque suela ser él mismo quien las busque. ¡Cuidado,
está embotado en sí mismo
y, con su instinto protector, te asfixiará hasta morir!
¿Qué tal unos deportivos? Tranquilos, sin muchas pretensiones, igual
puedes sacarlos a pasear en
un día lluvioso que en uno soleado. Es un amor, el hombre-deportivo, pero
tiene un problema: siempre
está dispuesto a salir corriendo.
¿Y qué opinan de los zapatos para viajar, siempre preparados para lo
inesperado? El hombre
viajero suele describir los lejanos lugares en los que ya ha estado y los
mágicos parajes a los que te
llevará «algún día». Detesto esa expresión. ¿Qué significa en boca de un
hombre? «Ahora no, porque
no estoy preparado», «Cuando mi situación se estabilice» o «Cuando deje a
mi mujer». ¿Cuál de ellas
es la verdadera traducción? Los zapatos muy «viajados» no son para una
mujer que busque el amor
verdadero. No dan la posibilidad de descubrir el mundo juntos y, aunque la
experiencia está muy
revalorizada en nuestros días, un calzado muy viajero tiende siempre hacia
el monte.
Por otro lado, está su contrario: el zapato nuevo. Una fémina siempre se
pone contenta la primera
vez que utiliza calzado recién comprado, pero no siempre la experiencia es
como imaginó cuando lo
vio en el escaparate. A veces, son dolorosos e incómodos y puede que se dé
cuenta de que no valía el
dinero que ha pagado por él.
Para acabar, hablaré del más espectacular de todos los tipos de zapato del
mundo: los Bartolos.
Imagino que no puedo nombrar marcas, pero pásenlo por alto esta vez y
háganse a la idea de que les
hablo de una persona o, en concreto, de un hombre. Bartolo es especial,
como una ensalada del menú
cuyos ingredientes desconoces, aunque la pides, te la comes y quedas
satisfecha. Además, decides que,
en el próximo restaurante, volverás a probar otra ensalada especial. Del
mismo modo, a veces, una
mujer se empecina en la aventura de ponerse unos Bartolos y salir a la
calle con ellos. ¡Le hacen sentir
tan bella! Son los zapatos más bellos que hayan visto sus ojos,
extremadamente originales. Las demás
admiran con envidia sus Bartolos, mientras ella sonríe orgullosa y altiva.
La elevación es perfecta. La
firmeza, continua e interminable. Los Bartolos brillan y ella los utiliza
aunque duelan, aunque esté
cansada, aunque subirse a ellos resulte un esfuerzo insuperable. Sabe que
sólo sirven para ir de fiesta,
¿pero cómo sino salir con un par de zapatos tan caros y geniales? Ni en sus
mejores fantasías se siente
tan especial. Entonces, esa noche, comete el error de preguntarse si no era
ya especial antes de usar los
Bartolos. Al final de la velada, la mujer se descalza y se quita los zapatos
con toda confianza. Se baja
de ellos con la intención de seguir caminando con los pies desnudos. Siente
un gran dolor, un dolor
que le hace ser consciente de sí misma. Ha sido tanto el sufrimiento, en su
búsqueda por encontrar la
horma perfecta, que ahora sólo quiere unas zapatillas de estar por casa.
Regresa a su hogar, en la
solitaria noche, tras reconocer que los Bartolos son sólo un sueño y,
descalza, cruza la calle pisando
los charcos, notando el agua fría en sus plantas, sintiéndose revivir. ¡Basta
de rozaduras! Se acabó el
caminar insólito que algunas piernas adoptan, subidas en enormes tacones.
¡Se acabó el sufrimiento!
Abre la puerta y allí están, esperándola fielmente, sus adorables zapatillas
de andar por casa. Mete sus
pies en ellas y la felpa la recibe con el mayor de los amores. Al fin, es ella
misma. Sabe que no hace
falta ir descalza por el mundo, no es amiga de exageraciones, ni le gusta
extralimitarse inútilmente,
pero ha caído en la cuenta de que algunos zapatos no son adecuados para
ella. Se ríe. En definitiva,
acepta que los zapatos siempre la volverán loca, pero que lo mejor son sus
zapatillas, que un zapatero
hizo pensando en su comodidad. ¡Qué insensatez la suya, abandonarlas!
Sólo ellas se ajustan
realmente a sus pies hinchados y doloridos. Se promete no olvidarlas jamás
y cuidarlas con mimo,
lavarlas más a menudo y cepillarles las pelotillas, si hace falta, porque ha
descubierto que cuidar de
ellas es cuidar de sí misma. Y eso es lo mejor que puede hacer una mujer
para que sus pies sigan
caminando por el mundo, firmes, seguros y sin dolor. Ahora sí está segura
de haber encontrado el
calzado perfecto.
***
—¡Socorro! —le grité por teléfono, y sin mucho ánimo, a Gigi—. Necesito
tu ayuda.
—¿Qué ocurre? ¿Has vuelto a ligar con un espécimen del espacio exterior?
—preguntó ella.
—No, pero la clienta que me recomendaste me ha hecho un regalo muy
extraño. Está en una caja
de color rojo sangre y, encima, hay una cosa escrita con letras en color oro.
Lo he dejado sobre la
mesa del salón cuando me lo han traído esta mañana y ahí sigue. No me
atrevo a abrirlo.
—¿Y qué dice la «cosa» escrita?
—«Cápsula de onanismo» —respondí.
—¡Déjalo donde está y no lo muevas! Estoy ahí en cinco minutos.
Gigi no me fallaría. En cierto modo, se sentía responsable, pues ella me
había presentado a mi
primera clienta.
—¿Qué necesita usted, exactamente? —le pregunté, sentada frente a ella
en la terracita, al sol, con
un vino blanco en la mano y un tigre calentito esperándome en un plato.
—No me hables de usted, por favor. ¡Si debo tener más o menos tu edad!
—exageró la mujer
quitándose las gafas de sol.
—Creo que usted es un poco mayor —dije en voz baja, un poco asustada
porque esa primera
impresión, según decía un anuncio de colonia, es la que cuenta.
—Está bien, te llevaré un par de años —insistió—, pero parezco mayor
porque estoy muy
trabajada. Soy propietaria de uno de los mejores hoteles de Benidorm.
—¿Cuál? —pregunté, dejando a un lado el tema de la edad. No quería
cargarme mi primer trabajo.
—¡Éste! —exclamó y miró a su alrededor.
—¿Éste? —repetí como una tonta para acallar mis pensamientos.
El hotel era horrible, quizá el más hortera de toda la ciudad. No podía ser
el mejor, aunque sí uno
de los más grandes. Estaba frente a la playa y era viejo, muy viejo. Su
aspecto exterior era de los años
setenta y se veía a la legua que no había sido reformado desde entonces. La
parte interior de la
cafetería tenía una capa de grasa sobre los muebles, imposible de quitar a
esas alturas, por mucho que
se limpiara. Es lo que le ocurre a los lugares por los que han pasado
millones de personas durante
décadas distintas. El suelo, de una cerámica marrón a juego con el color de
las paredes, tenía ese brillo
exagerado de haber sido pisado por trillones de chanclas arenosas y zapatos
de plataforma. Las sillas y
las mesas eran de bambú con cojines floreados, al más arcaico estilo
hawaiano de la década de los
setenta. Estábamos sentadas en el comedor donde se servía un desayuno
bufé. Ahora entendía por qué
habíamos entrado con tanta facilidad y un camarero se nos había acercado
en seguida. Mi presunta
cliente le pidió un aperitivo y nos sirvieron al vuelo. Codearse con la jet set
de Benidorm tenía sus
ventajas.
El salón era bastante bullicioso. Un montón de personas se agolpaban y se
tropezaban unas con
otras, mientras intentaban servirse unos enormes platos que, seguramente,
no podrían acabarse. Es lo
que ocurre cuando nos ofrecen mucho de todo: no sabemos elegir. Por eso
no me gustan los desayunos
bufé. Miento, me encantan, pero ése es el problema. Un poco de esto, un
poco de lo otro y, cuando te
quieres dar cuenta, te has comido hasta lo que jamás tomarías si estuvieras
en tu casa.
Fue imposible no fijarme en una pareja de maduritos muy arreglados,
demasiado como para salir a
pasear por la playa. La mujer llevaba un traje de chaqueta naranja e iba
enjoyada como si fuese a las
fiestas de su pueblo. También lucía un bolso colgado de su brazo izquierdo,
que no soltó ni para
servirse la comida. El hombre usaba bermudas blancas y un polo amarillo,
comprado en algún chino el
día anterior, pues aún tenía marcados los dobleces. De su cuello, colgaba
una cadena de oro de la que
pendía algo parecido al diente de animal salvaje. No pude evitar
imaginármelo en un safari, con un
sombrero al estilo Cocodrilo Dundee. Hacía tiempo que no veía nada tan
terriblemente vulgar. Se
sirvió tanta comida que me hizo pensar en los emparedados que se comía
Pilón, el amigo de Popeye.
No entiendo por qué no usaba más platos, quizá pensaba que solamente le
correspondía uno a cada
huésped. No debían de haber viajado mucho en su vida. Quizá sus hijos les
habían regalado el viaje
para celebrar su segunda luna de miel. Como siempre, mi mente voló
inventando una nueva historia.
Pero debía concentrarme en mi cliente, que también estaba distraída
supervisando cómo los camareros
colocaban la decoración de las mesas. Parecía una de esas personas con
dificultades para delegar,
porque no confían en nadie más que en sí mismas. Para mí, era importante
analizar a mis clientes
potenciales, antes de saber qué tipo de ropa recomendarles y a qué tiendas
llevarles.
Se disculpó y se levantó para dar alguna que otra orden a los camareros.
Mientras tanto, la señora
pueblerina ya se había sentado en una mesa cercana a la nuestra. Instantes
después, llegó su marido,
colocó su plato rebosante sobre la mesa y se sentó. Uno de sus pechos
estaba abultado. Llevaba algo
en el bolsillo de su polo color limón, pero parecía haberlo olvidado.
Mi cliente regresó y se colocó de nuevo frente a mí, con su amplia sonrisa.
—Míralo si quieres —me dijo dándome un folleto que había cogido en
recepción—. Si alguna vez
viene alguien a visitarte, puedes instalarle aquí. Te haremos un precio
especial.
—Muchas gracias —respondí, haciendo uso de la mejor de mis sonrisas
mientras pensaba: «¡Ni
loca traigo yo aquí a alguien! Claro que, si me lo pone barato, entonces,
quizá…».
Las habitaciones estaban decoradas exactamente igual que la cafetería. Los
mismos muebles, los
mismos cojines, las mismas telas para las cortinas, idéntico suelo y color
en las paredes. ¿Lo habrían
comprado todo en la liquidación de algún almacén?
—Como te decía, estoy muy trabajada. Y mi matrimonio también. Tu
amiga, perdona pero no
recuerdo su nombre... —Nadie podía recordar el nombre de Gigi—. Es una
persona con una gran
intuición y ha sabido, en seguida, lo que necesitaba. Me dio tu tarjeta y por
eso te he llamado. ¿Podrás
ayudarme?
—Seguro —respondí sin tenerlas todas conmigo—, pero si puedes
especificarme algo más, te lo
agradecería.
—¿Has visto al hombre al que he saludado en recepción?
Asentí. Recordaba a un señor mayor, calvo, bajito y con una tripa
inolvidable.
—Es mi marido. ¿Qué puedo hacer?
«¡Divórciese! —me hubiera gustado decirle—. ¡Cámbielo por otro más
joven!» Pero no era el
momento de decir verdades. Insistí en que me dijera algo más.
—Es su ánimo. ¡Hace años que no se le levanta! —gritó de repente—.
¿Crees que puedo
explicártelo más claro?
—¡No, no! ¡Está bien! —aclaré mirando a nuestro alrededor, para ver si
alguien la había
escuchado—. La entiendo perfectamente, pero no sé cómo espera que yo
arregle eso…
No pude evitar echar una miradita al hombre del polo amarillo. Hurgaba
dentro de un panecillo,
con su moreno y gordezuelo dedo índice, hasta que le sacó la miga.
Después, cogió una loncha de
jamón cocido y lo introdujo en el pan, empujándolo con el mismo dedo,
como hacen los magos con un
pañuelo dentro de su puño. Cuando lo consiguió, volvió a meter la miga
que había sacado e hizo con
ella un tapón. Acto seguido, empezó a comérselo. Tuve que beber un buen
trago de vino para evitar
soltar una carcajada.
—Mírame. ¿Soy o no soy una mujer atractiva? —me preguntó mi cliente
con absoluta seriedad.
—Lo eres, sí, muy atractiva. —Intenté ponerme seria y ver más allá de su
cuerpo regordete,
embutido en un vestido de estampado de leopardo y con un broche de araña
gigante, repleto de
brillantitos rojos, colgado junto a su generoso y abultado escote.
—Pues eso opino yo, y también muchos otros hombres. Lo sé porque soy
muy ligona. Claro que,
también, tengo un gran don de gentes y mucha labia…
«¡Y unos labios!», pensé mirando su boca de colágeno apretarse al estilo
pez.
—Me he gastado dinero en estética —prosiguió—. No con bisturí, pero sí
con todo lo demás. Me
compro ropa cada semana. —La envidié—. Y me cuido todo lo que puedo.
Soy una mujer seductora,
pero… el ánimo de mi marido se ha muerto. Siento que lo único que me
queda por hacer es dedicarme
a cuidar mi interior. ¡Vaya, de nuevo alguien recurría a mí con la esperanza
de reinventarse
interiormente! Gigi había querido mostrarme otra posibilidad en mi
carrera, pero estaba claro que la
vida seguía solicitando mi presencia para mejorar el alma de las personas.
Cuando estaba a punto de
sugerirle que leyera la revista para la que escribía y algunos títulos de
autoayuda, me sorprendió con
una nueva pregunta:
—¿Puedes llevarme a un sex shop para personas elegantes como yo?
—¿Qué? —le pedí que me lo repitiera. No podía creer lo que había oído.
No sé qué me sorprendió
más, si lo del sex shop o que se autodefiniera como una persona elegante.
Pareció sentirse incómoda
con mi sorpresa. Contrajo su cuerpo y acercó su silla hacia mí.
—Hay muchos en Benidorm, pero me parecen un poco chabacanos y no
son de mi estilo —me dijo
bajando el volumen de su voz—. Yo busco algo con clase, ¿me entiendes?
El dinero no es problema.
Me gustaría comprarme algo bonito para ponerme y, quizá, alguna sorpresa
para compartir. —Me
guiñó el ojo mientras decía esto último—. A ver si entre las dos
conseguimos que mi marido vuelva a
ser el mismo hombre animoso con el que me casé. Y, si no logro mi
propósito, siempre puedo
comprarme algún juguetito que me consuele —se rió apasionada.
«¡Gigi, te voy a matar!», pensé mientras me comía el tigre con ansia. Para
cuando pude tragarme
la bechamel recalentada, Sofía —que era como se llamaba aquel leopardo
disfrazado de señora de
mediana edad, aspirante a joven eterna— estaba preguntándome por mis
honorarios.
—Voy al baño —dije levantándome. Necesitaba unos minutos a solas para
hacer cuentas. En el
cuartito había un olor a pedo que no se podía aguantar. Saqué mi móvil del
bolso y me tapé la nariz
con la otra mano. Mientras intentaba que saliera el chorrito, calculé cuánto
le cobraría por hora, para
darle una respuesta rápida, aunque después ya vería si tenía que aumentar
un poco la tarifa.
Dependería de lo traumático que me resultara acompañarla a semejante
sitio para lograr semejante
cosa. No quería ni pensarlo. Rectifiqué. «Dinero, dinero, dinero.» Ésa era
la única palabra que había
decidido que iba a importarme a partir de ahora; la única de la que, a partir
de aquel momento, me
enamoraría. Regresé. Me estaba esperando con un nuevo plato de tigres
sobre la mesa. No sabía qué
sería peor para mi vida futura, si aceptar su oferta o volver a comer aquella
bechamel de microondas.
Bebí un buen trago de vino y le informé de lo que le cobraría por hora. La
mujer aceptó.
—¡Qué barata eres! —exclamó haciéndome sentir que estaba en un
polígono. Me arrepentí. Aún
no tenía cogido el punto a los honorarios, pero intuía que, tras aquel primer
trabajo, aprendería por
fuerza.
—Entonces, me voy. Te llamaré para quedar en los próximos días. Tengo
una agenda muy
apretada, ¿sabes? —«¿Más apretada que ese vestido?», pensé—. Hazme
caso, tienes que subir un
poquito el precio, te lo digo de corazón. ¡Pero a mí ya no, por supuesto!
¡Ja, ja, ja! ¡Que soy yo la que
te ha dado la idea!
Me reí por no llorar. Miré de nuevo al matrimonio hortera que ya se había
terminado el desayuno.
Los dos se levantaron y dejaron la mesa limpia. Se habían comido
absolutamente todo. Me despedí de
mi cliente en recepción. Le dejé unas cuantas tarjetas con la esperanza de
que me recomendara a sus
amigas y anhelando que no fuesen como ella. Cuando salí, me crucé con el
matrimonio que iba a dar
un paseíllo por la playa. El hombre metió la mano en el bolsillo de su polo,
sacó la manzana que se
había guardado y empezó a comérsela.
Sofía se volvió loca probándose los modelitos descarados que encontramos
en la tienda. Se
llamaba «Alas concupiscentes» y estaba decorada como si fuese un burdel
del Oeste, con cortinillas de
bolitas rojas en puertas y ventanas, tras los escaparates en los que se
mostraban los modelitos y
juguetes, de forma que nadie pudiera entender su uso real, por muy
calenturienta que fuese su
imaginación. No estaba en Benidorm, así que Sofía se sintió totalmente
libre de mirar y remirar,
meterse en el probador y salir, para que yo la contemplase con atuendos
cada vez más atrevidos y
horrorosos, que dañaban la sensibilidad de la piel más dura: rockera,
enfermera, colegiala, punk,
cabaretera, corista del Moulin Rouge... Hasta se probó dos tiritas que
cubrían sus pezones y
finalizaban en un triangulito abajo, casi inexistente. Con cada nueva visión
de sus mollejas
sobresaliendo entre los breves retales, mi estómago se iba poniendo de mal
en peor y, en el último
pase, estuve a punto de vomitar sobre un pene gigante de color naranja
butano que había a mi lado,
apuntando directamente a mi cabeza, en actitud amenazante.
—¡Éste es! —exclamó enseñándome un culotte dorado y un sujetador con
dos círculos de flecos en
los pezones, también en color oro, al estilo Madonna—. ¿Qué te parece?
En la tienda sonaba una música de jazz, muy apropiada con su estilo. Pero
al verla meneando los
pezones para hacer círculos con los flecos, sólo pude acordarme de La
Ramona Pechugona.
—Creo que éste sería capaz de levantarle el ánimo hasta a John Lennon —
le dije.
—¡Pero si está muerto! —exclamó riéndose.
—¡Por eso! —contesté.
Menos mal. Al fin, nos íbamos. Ya había aprendido la lección: no volver a
ser tan humana en esto
del shopper coaching. Siempre me pasaba con lo de la humanidad, porque
no era capaz de distinguir
dónde empezaba y dónde debía acabar mi trabajo. Tampoco era cuestión de
meterme en el baño de su
dormitorio conyugal para ayudarla a vestirse para una noche de
concupiscencia, ¿no? Sin embargo,
Sofía no estaba dispuesta a marcharse con sólo un modelito. Se movió
entre las mesas toqueteándolo
todo, abriendo cajas, acariciando reproducciones de cualquier parte noble
del cuerpo humano
masculino y femenino. Que si ésta es dura, que si ésta es blanda, que si ésta
es larga, que si ésta es de
juguete, etc. No sé qué pensaba que podía darle la tendera, ¿una de carne y
hueso en un bote con
formol? Mi estómago seguía demasiado sensible. Aquella mañana, Sofía
no me había invitado a
ningún tigre y tenía hambre, aunque me daba asco verla rodeada de tantos
objetos sexuales
inanimados, que se ponían en marcha apretando un botón o cambiándoles
las pilas.
—Creo que tengo lo que está buscando —sentenció, al fin, la dependienta.
Entró en un cuarto
interior y salió con una caja aterciopelada y negra entre sus manos, como
el estuche de un collar de
esmeraldas. Lo abrió.
—¿Qué le parece? Está bañado en oro de dieciocho quilates. ¿Le gusta?
Sofía lo cogió y lo acarició. El aparatito tenía forma de manivela o de
picaporte, pero mi clienta
parecía haber visto, en él, la solución a todos sus problemas. Como había
afirmado en nuestra primera
cita, siempre podría comprarse algún juguete como consuelo. Aquél
parecía más bien un premio de
consolación. Me pidió que lo cogiera. Lo hice por no desairarla. Era duro,
durísimo, una piedra bañada
en oro. No podía imaginar qué podía hacer una mujer con algo tan
exageradamente duro. Por muchos
quilates que tuviera, debía de resultar de lo más incómodo.
—¿Qué precio tiene esta preciosidad? —preguntó Sofía.
—Éste sale por ciento cincuenta y dos euros. Tenemos otro con cristales de
Pifiowsky, pero es un
poco más caro.
—Éste me gusta. Es sencillo y elegante —respondió mi clienta—, además
los cristalitos pueden
resultar un poco molestos. ¡Ja, ja, ja!
No quise mirarla. ¿Para qué? Ya se estaba ridiculizando ella solita, aunque
la dependienta parecía
entenderla muy bien. Le sonrió y le envolvió la caja con papel oscuro para
que no se viera.
—Somos muy discretos, tanto en los envíos como en los paquetes para
regalo.
—¡Me lo voy a regalar a mí misma! —se carcajeó Sofía.
—Es un buen regalo —asintió la dependienta con cara de felicidad. Sofía
iba a dejarse nada más y
nada menos que quinientos euros en la tienda, entre el traje y la manivela
de oro fino. Además, tenía
que pagarme a mí. El gasto no bajaría de unos mil euros en un único día.
Eso era algo que yo jamás
había hecho. Aún tenía mucho que aprender.
Gigi llegó con la boca seca y la respiración agitada. Cuando le abrí la
puerta, me pidió un vaso de
agua y corrió hacia el salón, donde estaba la caja sin abrir. Se deshizo de la
chaqueta y del bolso, y se
sentó hasta lograr cierta normalidad en su respiración. Por su expresión,
pensé que iba a morirse, pero
decidió dejarlo para otro momento.
—¡Una cápsula de onanismo! ¡Te han regalado una cápsula de onanismo!
—repitió con saña—. Y
es tu primera clienta. ¡No me lo puedo creer! No hay duda de tu éxito,
amiga.
Me senté a su lado. Mi rostro aún no había cambiado la expresión de
desconcierto que había
puesto al recibir la caja y leer el nombre. Me sentía como si unos
extraterrrestres me hubiesen dejado
en un planeta extraño. No entendía nada de lo que Gigi quería decir. Me
miró intuyendo lo peor.
—¿No me dirás, ahora, que no sabes lo que es?
No contesté, pero mi expresión de cejas en alerta y párpados en huelga de
parpadeos, le hicieron
saber la triste respuesta a su pregunta.
—¡Eres increíble! —Me miró y levantó el dedo a modo de advertencia—:
¡Si quieres entrar en
este mundo, más vale que te pongas las pilas!
Asentí varias veces con la barbilla. Quería entrar en aquel mundo, pero me
sentía ajena a él por
múltiples razones. No sólo no había sido capaz aún de abandonar las
palabras, sino que todavía me
encontraba como un bicho raro frente a los nuevos términos, algo que no
me había pasado nunca. Lo
del «onanismo» empezaba a sospecharlo, pero lo de la «cápsula» todavía
tenía a mi masa encefálica
en ascuas. Me sonaba a astronautas, transbordadores espaciales, al Apolo
11 y a «alucinajes»… «Aquí,
Houston, conectando cápsula de onanismo en tres, dos, uno. Cápsula de
onanismo conectada…»
—¡Es lo más in en juguetes sexuales hoy día! —me aclaró Gigi, mientras
abría la caja. Se había
dado cuenta de que yo no iba a hacerlo.
—¡Un huevo! —grité al ver lo que había en su interior—. ¿Un huevo? —
repetí en forma de
pregunta—. ¡Y de color rosa! —añadí.
Gigi me miró con la misma sorpresa que yo sentía en mi interior.
Entonces, soltó una de sus
larguísimas carcajadas tirándose hacia atrás en el sofá.
—¡Se ha equivocado!
—¿Qué?
—¡Que te ha regalado una cápsula para hombre! ¡Ja, ja, ja!
Me tiré en el sofá yo también y comencé a reírme como hacía mucho
tiempo que no lo hacía.
Estaba claro que Sofía tampoco tenía ni idea de para qué servían aquellos
juguetes sexuales.
—¡No te servirá ni para hacer una tortilla! ¡Ja, ja, ja! —Gigi seguía
desternillándose.
—¡Se lo puedo regalar a Ariel, le encantará porque es rosa! —exclamé—.
¡Le diré que lo he
puesto esta misma mañana!
Sólo esperaba que no le hubiese costado tanto como la manivela de oro de
dieciocho quilates. Me
sentía muy aliviada por el error de Sofía, porque había llegado a
imaginarme con mi mejor lencería y
mis zapatos-joya sobre la cama, dispuesta a hacer no sé qué con aquel
huevo, que no me ponía en
absoluto y que ni siquiera era de oro. ¿Acaso tenía que ponerlo como una
gallina? ¿Y cómo podía
hacer eso, si ya estaba fuera? «Conectando cápsula de onanismo en tres,
dos, uno…¡Ignición!»
***
Siempre he sentido una envidia colosal de las personas que pueden comer
lo que les plazca, sin
engordar ni un gramo. Es un privilegio que poseen solamente unos pocos,
equiparable a tener dinero,
vivir en un país civilizado o dormir en una habitación silenciosa. No sé por
qué la medicina no avanza
más deprisa en este aspecto. ¡Tanta Viagra, tanto Prozac! ¿Y qué pasa con
los michelines? ¿Es que a
nadie le importan? Si el mundo nos bombardea cada día con la
amenazadora conclusión de que todos
tenemos que estar delgados, ¿por qué no inventan algo que acabe con la
grasa innecesaria, en lugar de
hacer que nos sintamos cada año más frustrados con nuestros propios
cuerpos y con el deseo
insaciable de comer, cuando no deberíamos hacerlo? Es como si te hicieran
un precioso regalo, la
comida, y te dijeran que no puedes abrirlo ni usarlo. Hay que tener mala
idea, ¿verdad? Aunque era
consciente de todo esto, decidí ponerme a dieta. Cada día tenía más
clientes y, a medida que mi cuerpo
adelgazaba, mi bolsillo iba engordando, por lo que empecé a comprarme
más ropa para tener una
mejor imagen. Me pusiera lo que me pusiera, tenía que quedarme bien.
Había decidido, además, que la
vida es muy corta y que me iba a vestir con casi cualquier cosa, siempre
que me gustara. Al principio,
tenía en cuenta a mi personaje. Quiero decir que fingía, aunque poco a
poco fui dándome cuenta de
que, en el fondo —muy en el fondo, lo reconozco—, yo siempre había
tenido pasión por la moda. Me
gustaban las cosas bonitas, aunque no era de esas mujeres que se pirran por
ir de compras. Pero,
curiosamente, la vida me había llevado a convertirlo en mi profesión. A
veces, me sentía tan
confundida que necesitaba volver a escribir. Por eso decidí crear un blog,
al que llamé «La mirada
sibilina», en el que escribía sobre cualquier cosa que me ocurriera o me
importase en ese momento. La
intención era mantener vivo mi espíritu literario. No lo actualizaba
demasiado a menudo, porque cada
vez tenía menos tiempo —yendo de aquí para allá con mis clientes—, pero
cuando lo hacía, me
ayudaba a mantener viva mi pasión por las letras y volvía a ser yo, aunque
fuese a ratos. Escribía
párrafos cortos, porque sabía que a la gente no le gusta leer textos largos en
Internet —quizá porque,
cuando navegamos por la Red, es como si entrásemos en otra frecuencia de
tiempo en la que todo va
mucho más rápido—. El blog no se convirtió en una necesidad, como me
había ocurrido cuando
escribía una novela, y eso era algo completamente nuevo para mí. Siempre
había pensado que quería
ser escritora y no estaba segura de que fuese a tener más vida que ésta, por
ello lo había intentado con
todas mis fuerzas; pero, ahora, todo había cambiado. Empezaba, incluso, a
comparar la moda con la
escritura. Yo nunca había sido de esas creadoras que empiezan a redactar
una novela por el principio y
la acaban por el final. Escribía mis libros como se hacen los patrones de un
traje: piezas de tela sueltas
que después se cosen unas a otras hasta completar el vestido. Así escribía
yo, a retales. En ocasiones,
también sentía que me traicionaba a mí misma o a esa parte de mí que
quería ser escritora, pero
empezaba a creer que podía hacer ambas cosas; al fin y al cabo, era una
mujer. No digo esto porque sí,
ni por dejar mal a los hombres gratuitamente, sino porque realmente no he
conocido nunca a ninguno
que pudiese hacer dos cosas de forma simultánea, a excepción de Fernando
Sánchez Dragó, que es
capaz de hablar, de leer y de sujetar sus gafas al mismo tiempo. Aquella
semana, había visto un
reportaje sobre Annie Leibovitz —la famosa fotógrafa de la revista Rolling
Stone y, después, de
Vanity Fair —, en el que hablaba sobre sí misma. Decía que su vida era
hacer fotos, que no tenía dos
vidas, sino una sola tras la cámara. La entendí perfectamente y me
identifiqué mucho con ella. A mí
me costó mucho tiempo permitir que las palabras me abandonaran.
Siempre había sido escritora hasta
la médula. Cualquier cosa que viera, escuchara o experimentara era
susceptible de ser escrita y podía
convertirse en un personaje de novela; y me lo creía tanto que incluso
soñaba con esos personajes
durante la noche, si lograba dormir, porque habitualmente me costaba
conciliar el sueño. Solía
levantarme varias veces a escribir ideas que me asaltaban en cuanto me
metía entre las sábanas. Lo
que la fotógrafa había explicado tenía un sentido real, porque su trabajo era
reconocido y valorado,
pero, en mi caso, mi labor apenas había sido reconocida y valorada en el
mundo. A pesar de todo, tuve
que esforzarme en dejarme deslumbrar por los brillos de las cosas bellas y
evitar el pensamiento
inconsciente que me asaltaba de forma reiterada —que eran sólo cosas—,
hasta conseguir no sentirme
culpable por mi nuevo oficio, que aún me resultaba vano y superficial,
comparado con el anterior. No
obstante, la prueba de que siempre se me había dado bien vestirme
aparecía en mi memoria con
numerosos recuerdos. Cuando estuve de vacaciones en Malta, años atrás,
una mujer inglesa me había
asaltado en el comedor del hotel, para decirme que le encantaba mi
vestido:
— It’s lovely! —gritó emocionada, mientras yo me servía un plato de
espaguetis con tomate.
Charlamos unos instantes en inglés. Yo respondía a sus preguntas, mientras
ella miraba y
acariciaba la tela. Estaba entusiasmada con su blancura y con la doble capa
de la falda, fresca y
cómoda, muy apropiada para cualquier día del agobiante mes de julio
maltés. Me preguntó dónde lo
había comprado. Seguramente pensaba que era de mercadillo y no se
equivocaba.
— It’s from Ibiza! —le expliqué para su sorpresa.
Pareció lamentarse de que Ibiza no estuviese en Malta. Creo que estaba
dispuesta a comprarse uno
igual y, en su rostro, intuí una repentina desilusión. Me senté a comer mi
plato de pasta y a charlar con
mi acompañante, aunque, durante la cena, la mujer no dejó de mirar hacia
mi mesa, ni yo dejé de
pensar en lo triste que se había puesto su cara. Cuando acabamos, me
acerqué y le hice una propuesta:
—¿Quiere venir a mi habitación a ver la ropa que tengo de Ibiza? —le dije
en su idioma.
La señora se levantó con rapidez y me siguió hasta el ascensor, con una
nueva ilusión en su rostro.
Yo tenía un montón de faldas, camisas, pantalones y vestidos ibicencos,
que había comprado por muy
poco dinero en el mercadillo de Las Dalias, y también poseía otras prendas
de ropa blanca, compradas
en cualquier tienda de algún centro comercial o en cualquier otro
mercadillo, que podrían pasar
fácilmente por ibicencas para una inglesa. Saqué todo lo blanco que
encontré, recordando el proverbio
que me dijo una vez un chino, cuando le pregunté qué ponía en uno de esos
cuadros que tenía colgado
en el restaurante. Me dijo: «Lo blanco es blanco». A mi juicio, uno de los
mejores proverbios chinos,
por su sencillez y porque, en realidad, no dice nada. Yo creo que el chino
no tenía ni idea de traducir
aquellas letras tan exóticas, pero le quedó tan bien la frase y me reí tanto
que se me quedó grabada.
Siempre tuve la intuición de que, algún día, comprendería su significado. Y
ahí estaba. «Lo blanco es
blanco», me dije y fui colocando sobre la cama todas las prendas blancas
que tenía en el armario. Unas
más que otras, algunas ya un poco amarillentas por el uso, «pero todas
ibicencas», le expliqué a la
inglesa.
La mujer no dejaba de tocar las telas, acariciando su tacto fresco y
veraniego, cogiendo cada una
de ellas y colocándosela por encima para mirarse en el espejo. La animé a
que se probara lo que le
gustara en el baño, asegurándole que la ropa era casi nueva. No era cierto
en absoluto, pero, por alguna
razón que desconozco, ella me creyó. Entré yo primero para quitarme el
vestido que le había gustado y
vestirme con otra cosa. Se lo llevó, y también una falda larga, unos
pantalones y una camisa, todos
ellos muy vaporosos. Cada vez que se probaba uno, salía del baño para que
yo se lo viera. La ropa le
quedaba un poco más holgada que a mí, era una mujer delgada, pero eso
tenía fácil arreglo. Cogió más
cosas: un top de tirantes y una falda corta, y volvió a meterse en el baño,
dejando las prendas
anteriores apartadas sobre una silla. Imaginé que me las iba a comprar,
pero no se me había ocurrido
ningún precio, así que comencé a hacer cuentas mentales, intentando
recordar lo que me habían
costado y aumentando un poco para ganar algo. Al fin y al cabo, le iba a
vender mi propia ropa, la que
yo había elegido para mí, la que había llevado y a la que había tomado
cariño. Encontré una bolsa de
plástico en el armario y metí dentro las prendas que la mujer había elegido.
Salió de nuevo para
mostrarme su último modelito. Le quedaba muy bien y tenía un aspecto
muy juvenil, sobre todo
comparado con el horrible vestido de flores verdes y rojas que ella llevaba.
Y es que los ingleses
tienen dificultades para vestirse de forma elegante. ¿Será el mal ejemplo
que tienen en su reina?, creo
yo. Me dijo que se lo llevaba puesto y metió su vestido de flores en la
bolsa con la otra ropa. Llegó el
momento crucial. Me preguntó cuánto costaba todo. Yo había calculado
que la suma eran trescientos
euros. Cuando se lo dije, buscó el móvil en su bolso y llamó a su marido, le
dio el número de
habitación y, minutos después, el hombre me estaba dando trescientos
euros en la mano. Antes de que
se marcharan, les pedí que esperaran un momento. Regresé al armario y
saqué un pareo naranja que
me habían regalado y que detestaba, pero que me venía muy bien para
cubrir la almohada cuando la
tela de las sábanas de algunos hoteles era tan insoportable que mis mejillas
se enrojecían con su
contacto. Se lo regalé y la mujer me abrazó agradecida. Se marchó feliz y
yo me quedé más feliz aún.
Había vendido mi ropa blanca, pero para mí era fácil volver a conseguir
ropa como aquélla e incluso
más bonita. Para ella, seguramente, no lo era tanto. Aquel recuerdo volvió
a mi mente, como muestra
de que ya había recibido señales anteriores sobre el tema de la moda.
Muchas personas me habían
asegurado que les gustaba mi forma de vestir. De pequeña, nunca me
apetecía ir de tiendas, aunque,
cuando me daba cuenta de que lo necesitaba, le decía a mi madre, de forma
bastante adulta para mi
edad:
—¡Mamá, necesito ir de compras!
Y mi madre me llevaba. Creo que siempre fui bastante práctica en esto del
vestir. Creo que
siempre lo entendí, más que como un disfrute, como una necesidad. Las
dependientas, por lo general,
solían adular a mi madre por la elección.
—¡Pero si lo ha escogido todo ella! —les decía mi madre, para su sorpresa.
—Pues tiene muy buen gusto para ser tan pequeña. Cuando sea mayor,
seguramente se dedicará a
la moda —le respondían.
Se equivocaron. O no. Ya no estaba segura. Sólo sabía que era una escritora
desertora, pero
prefería no pensar demasiado en ello. Cuando decidí vestirme de color
morado, nadie se atrevía a usar
ese color. Supongo que lo consideraban de Semana Santa. Ariel me regaló
una vez un bolso de ese
tono por mi cumpleaños.
—¡Como sé que te gusta el morado, lo he comprado así! Pero me ha
costado mucho encontrarlo,
no te creas.
Me quedé estupefacta. ¿No me conocía a mí misma o es que esto de la
moda era para mí un hábito
inconsciente? Cuando se marchó, me puse a revisar mi armario. Había
muchas prendas de ese color,
en varias tonalidades, y yo no me había ni dado cuenta. Meses después, el
morado se impuso. Supe,
entonces, que existían los cazadores de tendencias. Esas personas que
callejean fijándose en cómo
vamos vestidos los demás, para después lanzar una tendencia y decir que la
han ideado ellos. En el
mundo de la moda, en realidad, nadie inventa nada. Y creo que yo estoy tan
acostumbrada a imaginar,
y soy tan creativa, que lo hago sin darme cuenta. Para mí, es sencillo
dejarme llevar por mis
preferencias. Recuerdo algunas prendas del pasado que me encantaban.
Ésas de las que sabes que
nunca volverás a tener otra igual y que no recuerdas cómo desaparecieron
de tu armario. Seguramente
fue tu madre, harta de ver que te las seguías poniendo, a pesar de que ya
estaban descoloridas y ajadas.
¡Cuánto amor puede proyectar un ser humano sobre algunas prendas!
Aquella cazadora azul eléctrico
con las mangas naranjas, estilo años ochenta… Ya sé que suena un poco
extravagante, pero era
maravillosa. ¡Y yo era puro glamour adolescente en aquella década! Mis
zapatos de tacón de
«chúpame la punta», mitad azul, mitad amarillos… Irrepetibles. Esa cestita
de rafia rosa fucsia para el
verano, tan pequeña y cuadrada, en la que, no sé bien cómo, lograba meter
todo. Incomparable.
También recuerdo algunas prendas de otras personas que me causaron
sensación, en algún momento
de mi vida. No sé si era por la ropa o por el ambiente en sí. Los vestidos
largos de Nochevieja de mi
hermana mayor. Yo nunca necesité tener ropa así, porque nunca fui a esas
fiestas. El sombrero de
fieltro negro de mi hermana mediana y la pamela que se compró para hacer
de madrina en la boda de
la mayor. Más que una pamela, parecía que había aterrizado un ovni en su
cabeza, pero le quedaba
preciosa con aquel vestido floreado blanco y negro. Nunca he vuelto a ver
un atuendo de madrina más
bonito que ése. El traje con pantalón de campana y el top verde de mi
madre, que se compró el verano
que pasamos en Torremolinos. Si pienso en él, incluso puedo oler a
coquinas con ajo frito. Estaba tan
morena, tan rubia y tan guapa, que hace tiempo que decidí que siempre
mantendría ese recuerdo de
ella en mi cabeza, por encima de cualquier otro posterior. Y aquel abrigo
de ante azul con botas altas a
juego, que se probó en una boutique, y que no se compró, a pesar de la
insistencia de mi padre y de lo
bien que le sentaba.
—Me lo llevaría si estuviera en color marrón o tabaco. ¡En un tono tostao,
que fuera más ponible!
—Mi madre se expresaba así. Es de La Alpujarra y no lo puede evitar.
Mi progenitora cosía muy bien, tanto que se hizo su propio vestido de
novia, aunque el diseño no
era propio. Acompañó a su hermana, que se casaba meses antes que ella, a
ver un vestido maravilloso
en un escaparate. Llevaba falda de vuelo por debajo de la rodilla, al estilo
de los años cincuenta, con
varias capas dando volumen. Mi madre sacó una libreta y lo dibujó.
Después, compraron la tela y se
puso a coser. Mi tía estrenó el vestido y, meses después, lo llevó mi madre
el día de su boda. Aunque,
cuando acabó el convite, se lo devolvió a su hermana. Por eso, de niña, yo
nunca pude jugar a ponerme
el vestido de novia de mi madre. Quizá sea por eso que no creo en el
matrimonio. Otro de mis
recuerdos sobre moda es verme abriendo el joyero de mi madre y el de mi
hermana mayor, para
curiosear entre sus joyas. Jugaba con ellas una y otra vez, porque me
encantaban. Especialmente un
anillo con una aguamarina que mi padre le había regalado para su
aniversario y que era tan grande, y
de un azul tan claro, que parecía contener el Mediterráneo en su interior. A
veces, cuando el mar está
en su máximo esplendor, durante los días de verano, me acuerdo de ese
anillo que siempre quise tener
de mayor. El joyero de mi madre era una caja marrón con doble fondo y
apartaditos para los anillos,
los pendientes y los collares. Estaba todo muy ordenadito, porque ella era
una mujer muy ordenada.
Además, apenas usó nunca las joyas que mi padre le regalaba. Madrid, por
aquel entonces, empezaba a
ser famoso por los tirones de orejas o de cuello de algunos ladrones y
ponerse una buena sortija era
arriesgarse a que te dejaran sin dedo. Un año, mientras pasábamos las
vacaciones fuera, unos hombres
entraron a robar en nuestro piso. Se llevaron las alhajas de mis hermanas,
pero no las de mi madre,
pues había guardado el joyero metido en una bolsa debajo de la cama.
Seguramente, creyeron que era
una caja de zapatos. No obstante, lo que más presente tengo del armario de
mi madre era un
encantador bolso de fiesta negro, que se cerraba con un precioso broche de
brillantes de bisutería.
Puedo rememorarla con él en mano, vacío, como todos los bolsos de mi
madre, pues nunca llevaba
nada en ellos, salvo el DNI, un pintalabios rosa claro y unas bolas de papel
que ella metía para hacer
bulto. Al contrario de mi hermana mayor, cuyos bolsos parecían un
botiquín, llenos de «por si
acasos». Como mi madre siempre salía con mi progenitor, nunca
necesitaba llevar nada. Con él, lo
tenía todo. Él también era muy cuidadoso con esto de la moda. Le
encantaba que le bordasen sus
iniciales en las camisas que compraba en unos grandes almacenes. Tenía la
piel muy sensible y, por
eso, siempre tenía que usar ropa buena, para que no se le enrojeciera y le
picara. A mí me ocurría lo
mismo, pero llevaba años apañándome con ropa de tela de camiseta que,
además de bonita y barata, no
necesita planchado. Cuando pensaba en el hombre de mi vida, siempre
pedía al cielo que se planchara
solo sus camisas —estoy convencida de que es un punto a favor de
cualquier pretendiente—, además
de que me parecía muy erótica la imagen de un tipo desnudo planchándose
sus calzoncillos, envuelto
en vapor caliente y con un sonido susurrante de fondo: «Puf, puf, puf». No
sé por qué, pero siempre
recreaba esta fantasía cuando veía a algún hombre que me gustara. ¿Sería
que le tenía manía a la
plancha o sería sólo un sueño erótico, de esos que sabes que nunca vas a
realizar?
Dos o tres hombres formaban parte ya de mi cartera de clientes. Sus
esposas, hijas o madres me
los habían enviado. Ir de tiendas con ellos e intentar vestirlos como a Jimy
Cantimpalo o George
Clooney no me había resultado tan difícil como creía. Empezaba a pensar
que tenía talento. Lo demás
era cuestión de dinero, y ellos lo tenían. Y ellas. Y, en consecuencia, yo
empezaba a tenerlo también.
Mi clientela crecía de boca en boca y gracias a las tarjetas que había dejado
en todas las boutiques de
moda y en todos los sitios en los que me parecía posible que alguien
necesitara una manita con sus
atuendos. Casi sin darme cuenta, me había hecho conocida como «Sibila, la
shopper coach de la
zona». Los que antes me habían conocido como escritora y coach literaria,
o escritora de autoayuda, se
fueron olvidando de mí poco a poco, a medida que yo me iba alejando de
ese mundo y, aunque al
principio seguía escribiendo para la revista, pronto lo dejé por falta de
tiempo. Nunca lo hubiera
creído. Si años antes alguien me hubiera dicho que iba a acabar siendo una
guía para la gente que no
sabía cómo sacarse partido, me hubiera reído a gusto en su cara. Aún
recordaba la compañera que
había tenido de joven, cuando trabajé una semana en una boutique en un
centro comercial. Las piernas
de aquella chica estaban llenas de varices porque se pasaba horas de pie,
pegada a un neceser. Lo traía
y lo llevaba cada día, con el hombro inclinado hacia abajo por su peso. Yo
la veía y no le decía nada,
hasta que un día me atreví a preguntar. Lo sacó delante de mí y lo abrió
con cara de satisfacción
mientras me explicaba:
—¡Sin mi neceser, no voy a ningún sitio!
Estaba lleno de maquillaje, pintalabios, máscaras de pestañas, pintauñas,
peines y todo lo
necesario para arreglarse, durante los breves descansos en que iba al baño.
Yo no podía creer que
aquello fuera necesario para vivir y me asustó pensar en que, alguna vez,
pudiese convertirme en
alguien parecido a aquella joven de piernas varicosas y cara pegajosamente
maquillada.
—¿Y tú, dónde llevas las pinturas? —me preguntó, dando por hecho que el
mundo que le rodeaba
era como ella.
Miré mi bolso. Ella siguió con sus ojos mi mirada. Era pequeño, apenas
cabía nada en él y la única
pintura que llevaba era un bolígrafo.
—La verdad es que no sé por qué trabajas aquí —me expresó con
sinceridad—, pero, en fin, tiene
que haber de todo, ¿no?
Asentí. Desde su punto de vista radical sobre cómo debía ser y comportarse
alguien interesado en
la moda, yo estaba de más. Ahora lo entiendo de otra manera, pues he
comprendido que una mujer
puede ser inteligente, culta y creativa, mientras se ocupa de estar guapa y
al día en belleza y moda.
Pero, en aquel entonces, me sentí tan fuera de lugar que dejé el trabajo y
continué mi camino hacia las
letras, por lugares que fueran más acordes con mi bolso medio vacío.
***
El hábito no hace al monje. Nunca había pensado en lo verdadero que es
este refrán hasta que fui
con Ariel a Roma. Todo el mundo había decidido acudir a la Plaza de San
Pedro aquella mañana, con
casi cuarenta grados de calor sofocante y húmedo. La culpa era del Tíber,
que cargaba con demasiada
historia como para que sus turbias aguas corrieran libremente. Cientos de
personas hacían cola desde
la puerta de la Catedral hasta la plaza. Me acerqué a una gran fuente de
piedra para refrescarme un
poco. Ariel había aceptado la invitación de una pareja de amigos suyos y
no había querido ir solo.
—¡No pienso presentarme allí «de solipandis»! —exclamó mientras tiraba
de mí hasta la agencia,
a comprar los billetes—. Nos va a salir muy barato. Era un perfeccionista
que nunca llegaba a
perfeccionarse, pero se creía con la suficiente superioridad moral como
para juzgarlo y criticarlo todo.
Por eso prefirió ocupar el último lugar en la cola, despotricando de mí y de
sí mismo, por no haber
sido capaces de levantarnos más temprano. Yo nunca he llevado bien los
madrugones, es verdad, y es
que me da angustia no dormir todo lo que necesito, ya que mi sueño es tan
ligero que suelo pasarme la
noche en danza, del baño a la cama y de la cama al baño. La habitación del
piso de sus amigos era tan
pequeña que mi paseo nocturno se reducía sustancialmente. Madrugar en
vacaciones me parecía casi
un sacrilegio y no era cuestión de serlo precisamente la mañana en que
habíamos decidido visitar el
Vaticano.
—¡Menos mal que no se nos ha ocurrido dejarlo para el domingo! —le oí
decir mientras me
alejaba.
Nunca me han gustado las multitudes; mucho menos, si tengo que
soportarlas para escuchar una
misa cantada desde un balcón, en todos los idiomas. Me pregunté si el Papa
pasaría calor en sus
habitaciones, bajo tantos faldones blancos. Me respondí que sus aposentos
ya se habrían modernizado
y seguro que tenían aire acondicionado. «¡Vaya si se han modernizado!»,
repetí al ver pasar, junto a
mí, a dos bollitos vestidos de negro. Era la primera vez que veía a un tío
bueno desde que habíamos
llegado a la ciudad eterna. ¡Y eso que Gigi me había asegurado que estaba
llena!
—¡Hay un tío bueno en cada esquina! —gritó entusiasmada en cuanto supo
que iríamos al
Vaticano—. Lástima que no pueda acompañaros —se lamentó tras declinar
nuestra invitación.
Me alegré. Ariel y Gigi eran dos seres a los que, cada día, quería más, pero
los aguantaba mejor
por separado. Juntos, estaban siempre discutiendo y criticándolo todo,
pugnando por ser el centro de
mi atención.
—¿Por qué no hay ni un tío bueno en la calle? —pregunté al aire, mientras
callejeábamos al
anochecer con Ariel y sus amigos—. Siempre he oído hablar de los guapos
y masculinos romanos.
¿Dónde están?
—¡Este fin de semana es la fiesta del orgullo gay! —me explicó el colega
de Ariel.
Miré a mi amigo frunciendo el ceño y pidiéndole explicaciones. Me había
ocultado aquel pequeño
detalle. No sabía que iba a estar rodeada de gais durante todas las
vacaciones. Ahora ya entendía por
qué no había ni un tío bueno heterosexual por la calle. Debían de estar
todos escondidos en sus casas,
comiendo pizza congelada, tras el toque de queda. De nuevo me sentí
sacrílega al mirarles. En un
primer momento no había visto el alzacuellos, sino sólo los pantalones
negros, bien ajustaditos a la
cintura, marcando paquete por delante y culito por detrás. Les sentaba muy
bien aquella camisa negra,
con el pelo cortito y sus caras de top models. Había visto algunas fotos del
calendario que habían
hecho los curas del Vaticano, pero nunca creí que fueran así en realidad.
Pensaba que se trataba de un
invento de marketing religioso. También había oído que algún diseñador
italiano famoso
confeccionaba la ropa de la guardia suiza e, incluso, los hábitos de los
curas, obispos y cardenales. Era
consciente de que la ropa del Papa se hacía en un pueblo de Valencia,
donde, al parecer, tenían las
manos más angelicales e inocentes del mundo. Me pregunté si los dedos
del diseñador que había
creado aquellos pantaloncitos serían igual de inocentes. Lo que no lo era en
absoluto, era mi mirada.
¡Pero qué se le va a hacer! Una es divina pero también humana y, en esos
momentos, ardía por fuera y
por dentro. Me había pasado la noche bailando en las calles, rodeadas de
tíos buenos medio desnudos,
que mostraban sus tabletas de chocolate. Y yo adoro el chocolate. Para
compensarme, Ariel había
tenido que acceder a mi petición de culturizarnos un poco.
—¡Vamos! —me respondió con el rostro iluminado—. ¡Me vendrá bien
acercarme a Dios después
de mezclarme anoche con tanto demonio!
Tras recordar la agitada velada anterior, decidí acercarme a la fuente y
dejar de contemplar el
contoneo de los dos curas jóvenes. ¡Qué desperdiciados estaban para la
mitad del mundo femenina!
Porque estaba segura de que eran gais... o, quizá, para el mundo entero, si
cumplían sus votos. Aquella
mañana no estaba yo demasiado católica. Me refresqué la cara, el cuello y
el escote. Después continué
con los brazos y las piernas, pues no había nadie alrededor y la fuente era
toda para mí. Un gato
remolón y acalorado retozaba sobre el mármol fresco, con su cola dentro
del agua. Una paloma se
acercó a beber. Pude pensar que era una señal divina, pues no se me cagó
encima, como solían hacer el
resto de las palomas del planeta. El gato ni se inmutó, siguió ronroneando
con pereza mientras jugaba
a alcanzarla con una pata. No lo consiguió y la paloma echó a volar, pero a
él le dio igual, porque
había encontrado un lugar fresco donde echarse una siesta. Recordé lo que
años atrás había escuchado
sobre los gatos del Vaticano. Me contaron que se habían reproducido tanto
que los divinos habitantes
del lugar habían decidido echarlos de allí. La historia siempre me
sorprendió, porque me costaba creer
que unos señores tan bien vestidos, y con tanto dinero, no fueran capaces
de alimentar a un grupo de
gatitos abandonados a la buena de Dios, nunca mejor dicho.
Acaricié la cabeza del felino y regresé a la cola. Me costó encontrar a
Ariel, porque hacía unas
cuantas cabezas que ya no era el último y, como era bajito y estaba un poco
calvo, era difícil
reconocerle. Me puse de puntillas y un reflejo destacó entre la multitud;
eran sus pensamientos que
brillaban. Cuando llegué, se me ocurrió contarle lo que había visto. Sonrió
con lo del gato y la paloma,
pero puso mala cara con lo de los dos bollitos con alzacuellos.
—¡Aquí son todos maricas! —exclamó, pero yo sabía que, en el fondo,
envidiaba su ropa de
marca.
—Y, precisamente, tú me dices eso… —repliqué.
—¡Pues sí! Porque ser cura no implica que tengas que ser marica; ser
célibe no significa ser gay.
¡Si te has metido a cura, te jodes y a dos velas! ¿Me entiendes?
—Sí —asentí divertida por sus comentarios. No había sido una buena idea.
Solo a mí se me podía
ocurrir contarle a mi compañero de viaje y cama —aunque sólo por
cuestiones de espacio— que me
había quedado prendada de unos pantalones pitillo en la Plaza de San
Pedro. Me santigüé al ver su
cara y se rió de sí mismo.
—A ti tampoco te sienta bien madrugar —le dije—. Creo que estás
cabreado porque tú no los has
visto. —Nos carcajeamos de nuevo; era complicado soportar el ardiente sol
que caía sobre la plaza
con tanta mala leche. Es cierto que Jesús dio a los apóstoles el don de
lenguas. Allí había gente de
todos los países, incluso de algunos que no sabía siquiera que existieran.
Negros, blancos, indios y
mujeres nos extendíamos como una gran serpiente diabólica que
amenazaba la Basílica. Me alegré de
que, al menos, tras dos horas y media de espera, estuviéramos ya junto a
aquellas colosales columnas,
que daban vértigo con sólo mirarlas. Hice algunas fotos desde distintos
ángulos, hasta encontrar una
imagen que pareciese la misma puerta del cielo. San Pedro, gigantesco, me
miraba desde la derecha,
con una enorme llave en su mano. Me pregunté por qué la iglesia llevaba
su nombre. ¿El importante
no era Jesús? Quizá me había perdido algo, ¿pero el Nuevo Testamento no
iba sobre él? A veces, los
segundos de a bordo eclipsan a los primeros, precisamente porque las
personas somos más capaces de
identificarnos con ellos. Recordé cuando mi padre me decía, siendo yo niña
y muy buena estudiante,
que no tenía que ser la primera de la clase, que era mejor ser la segunda,
porque así no me envidiaría
nadie. Con San Pedro, debía de ocurrir algo parecido. Tuve tiempo de ir
varias veces al baño que había
bajo la escalinata. Fui a comprar agua, unos panini de prosciutto y unas
coca-colas. Aguanté las quejas
de Ariel por el calor, por su espalda, que empezaba a resentirse, y por sus
angustias mañaneras de
embarazado mental, hasta que no pude más y me fui a dar una vuelta por
todos los puestos de rosarios
bendecidos por el Papa y de santos pintados en estampitas. Descubrí
algunos con nombres
impronunciables y sonoramente ridículos e, incluso, tuve tiempo de leer la
vida de algunos de ellos.
Rebusqué en los muchos libros sobre el arte en el Vaticano: Miguel Ángel,
Rafael o Bernini y caí en la
tentación de comprar un rosario para mi madre. «¡Qué se le va a hacer!
Madre no hay más que una»,
me dije, apaciguando así a mi yo más racional y sensato, que me decía que
estaba gastando mi dinero
en una baratija carísima y de mala calidad. Ariel tuvo tiempo de hacer lo
mismo, pero en distinto
momento. Las horas fueron haciéndose cada vez más largas. Ya casi hacía
cuatro que estábamos allí,
cuando alcanzamos el final de la escalinata y pudimos ver la plaza desde la
cima. Con tanto
carabinieri mirándonos por encima del hombro; tanto abrir y cerrar las
vallas, una y otra vez; tanto
impedimento para seguir adelante por parte de todos los que se encargaban
de permitirnos o no el
paso; hacía tiempo que mi autoestima estaba por el suelo, junto a la de
todos los que nos
encontrábamos en la misma situación. Ahogados por el calor, sudorosos y
malolientes, vestidos de
turistas sin marca ni diseño alguno, con la ropa pegada y las cámaras y las
mochilas al hombro. Sin
embargo, parecí recuperarme al mirar la plaza desde arriba. Las escaleras
no eran tan altas, aunque
estaban hechas para dar la impresión de lejanía. Sin duda nos acercábamos,
al fin, a la casa de San
Pedro y yo ya empezaba a vislumbrar su espectacularidad con la boca
abierta, por la sed y el
cansancio, más que por la magnitud del edificio. Al llegar a la puerta, pude
atisbar una imagen de la
iglesia que se extendía frente a mí absolutamente majestuosa. Recuperadas
ya las ganas, y con los
nervios en el estómago, tuvimos que esperar otros veinte minutos más. Sin
embargo, ya casi era
nuestro momento o, al menos, eso creíamos hasta que un carabinieri
impidió el paso a Ariel delante
de mí, diciéndole algo en un italiano que mi mente ya no era capaz de
entender. Mi amigo se molestó
e hizo ademán de enfrentarse al guardia que le retuvo, señalándole las
bermudas que llevaba puestas.
— Per la Mare de Déu! —exclamó irritado. Pensé que iba a liarse una
buena. Conocía su mala
leche y se sentía herido en su orgullo, después de que el guardia le hubiera
hecho notar que su atuendo
no era adecuado para la ocasión. La cara del carabinieri indicaba que él
también tenía muy malas
pulgas. Quizá hubiera sido mejor echar a correr, pero yo no estaba
dispuesta a irme de allí sin entrar
en la iglesia, después de cuatro horas de cola. Un grupo de españoles con
vestimentas similares se
acercaron a hablarnos:
—Somos de las juventudes parroquianas católicas de España —nos
dijeron.
Ariel puso cara de tener reflujo al escuchar aquel nombre tan largo y
puritano. Sin embargo, era
normal que hubiese chicos y chicas españoles preparados para indicar a los
turistas, también hispanos,
que sus ropas no eran las más oportunas para entrar en la iglesia. Tras una
breve discusión,
completamente inútil, nos indicaron una calle en la que había una tienda
donde podríamos comprar el
atuendo indicado. Mi mente se resistía a ir de compras de nuevo, pero
como no había forma de
convencerles, dejé a Ariel, que estaba a punto de vomitar, al cuidado del
sitio y me fui en busca de las
prendas que me habían dicho. No había una tienda, sino miles. Toda una
calle vaticana se extendía
llena de establecimientos de recuerdos inútiles para las casas de los
visitantes, tanto católicos como
ateos, daba igual, porque había para todos los gustos, religiones, creencias
y falta de ellas. Entré en la
primera y vi unas camisetas con imágenes del Vaticano impresas y unos
ridículos pantalones de papel,
con cinturilla y tobilleras elásticas. Cogí unos en azul marino, talla única, y
revisé un poco entre las
camisetas intentando encontrar algo que no fuera demasiado ridículo. Hallé
una con el hombre de
Leonardo y se la di al dependiente, la pagué y salí de allí como alma que
lleva el diablo, dispuesta a
entrar en el cielo. Irónico, ¿verdad? Cuando llegué, Ariel había tenido que
dejar pasar a algunas
personas, pues hacía rato que había pasado nuestro turno.
—¡Aquí está la ropa! —le exclamé enseñándosela.
Me miró con mala cara.
—¿No había más tallas? Reconozco que cogí la camiseta un poco pequeña,
pensando en que me
quedara bien a mí.
—¿Y qué más da? —repliqué—. No hace falta que te quede bien, es sólo
para poder entrar.
—Bueno —aceptó un poco cohibido—, pasa tú primero, yo te espero aquí.
Me escondí tras una
columna para vestirme y lo peor fue el momento de salir; todos los de la
cola parecían estar esperando
a que caminara, como en una pasarela, y alguno se rió en mi cara, de cómo
me quedaban los
pantalones de papel. Ariel, al verme tan ridícula, se animó y me hizo una
foto, mientras se reía
alegremente y comentaba mi aspecto con los de atrás.
—¡Verás cuando te toque a ti! —le dije con maldad. Me acerqué de nuevo
y tuve que esperar diez
minutos más para poder entrar. Delante de mí, un par de señoras se
ayudaban la una a la otra a
colocarse unos mapas, desplegándolos sobre el escote y los hombros. Me
pareció de lo más absurdo,
aunque era inteligente por su parte hacer cualquier cosa para no tener que
ir a comprar a las tiendas de
regalos, después de llevar tantas horas en la cola. Me pareció
absolutamente grotesco que aquellos
curas, obispos y demás religiosos, a los que no les parecía bien que un
hombre o una mujer entrasen en
bermudas, permitieran que unas señoras entrasen en la casa de Dios con
sus escotes ocultos bajo
folletos turísticos. ¿Acaso no era eso mucho más impúdico? Sinceramente,
no creía que Dios fuese a
mirarme las piernas y, mucho menos, las de mi compañero. «Claro que
quizá los curas sí», pensé cada
vez más cabreada. ¿No se daban cuenta de que estábamos a casi cuarenta
grados a la sombra? Los
pantalones de papel y las camisetas sin forma debían de ser una buena
manera de ganarse la vida en el
Vaticano, igual que los rosarios benditos. Mi boca estaba empezando a
escupir fuego, como la
serpiente del Apocalipsis. Al fin, la valla se abrió y las dos señoras
corrieron delante de mí,
provocando que el aire levantara los mapas que llevaban sobre los
hombros, como dos alitas.
Seguramente, era la situación más ridícula que había vivido pero, al mismo
tiempo, admiré la
capacidad que tienen algunos seres humanos para confeccionarse un
atuendo con cualquier cosa. Entré
con la autoestima bajo mínimos, sintiéndome ridícula ante las miradas de
otros que vestían
exactamente igual que yo, y que también expresaban en sus rostros la
misma mueca de indignación,
que indicaba que ellos también se sentían timados. En fin, me mezclé con
la multitud, intentando
aprovechar al máximo los diez minutos que se nos permitía estar allí.
Como mi altura estaba por
debajo de la media, me contenté con mirar hacia arriba y contemplar la
enorme y colosal Basílica que
me hizo sentir realmente diminuta. Como una hormiga, entre hormigas
mucho más grandes, corrí
paseándome sobre el suelo de mármol, vestida de aquella guisa, pero
tranquila, al fin, porque pude
descubrir modelitos mucho peores que el mío. En primer lugar, vi La
Piedad. Pasé de largo, porque no
iba a hacer cola para sacarle una foto. Ya la miraría después en algún
folleto. «¡Qué decepción, creí
que era más grande!» A lo lejos, se alzaba el baldaquino de Bernini y,
frente a él, las escaleras que
llevaban a la cripta donde descansaban los huesos de San Pedro. Bajé
trotando y me encontré ante una
gran galería con multitud de pasadizos. Seguí las flechas que indicaban el
camino, pero San Pedro no
aparecía por ningún sitio. Y, de repente, me dije: «¿Y qué?». Mientras
buscaba la suya, ya había visto
cientos de tumbas. «En las siguientes escaleras, me bajo», prometí para
mis adentros. Lo hice y subí
de nuevo a la iglesia. Eché una última mirada hacia arriba y salí para que
Ariel pudiera entrar, pues un
carabinieri indicaba a gritos que la hora de cierre se acercaba. ¡Encima,
debíamos dar gracias a Dios
por haber sido privilegiados y haber podido entrar aquel día! La gente que
esperaba detrás de nosotros
tendría que regresar a sus casas, aunque ya se hubieran comprado los
espantosos pantalones de papel.
—¡Yo no entro! ¡Estoy harto de que me traten así! No se merecen mi visita
—protestó Ariel,
mostrándose muy digno. Pero, en realidad, no era ésa la razón por la que no
se atrevía a entrar.
—Te aseguro que a ellos les va a dar igual. ¡Anda, entra! —le insistí—. Ya
que has llegado hasta
aquí, merece la pena que eches un vistazo. Además, tienes que hacer unas
cuantas fotos, ¿no?
—No quiero.
Me di cuenta, en seguida, de que la verdadera razón era la ropa que estaba
obligado a ponerse. Me
quité la camiseta y empecé a metérsela por la cabeza.
—¡No seas coqueto! Nadie te va a mirar, porque todos van vestidos igual
que tú. ¡Sé un poco
menos presumido por un día y culturízate! No puedes venir al Vaticano y
soportar cuatro horas de cola
para después no entrar, porque no quieres ponerte una camiseta de
Leonardo da Vinci.
—¡No es por la camiseta! —lloriqueó.
—¿Entonces?
—¡Son los pantalones! ¡No quiero ponérmelos, me dan miedo!
—¡Y tú también! —exclamé. Lo senté, le quité las chanclas y empecé a
meter una de sus piernas
en la pernera del pantalón como si fuera un niño. La camiseta le quedaba
como si llevara morcillas
alrededor de la cadera y la cintura. Esta vez fui yo la que descargó el flash
sobre su persona y disfruté
al ver la foto que había captado perfectamente sus lorzas. Le vi entrar y
abandoné la cola para siempre
con gran alivio. Me senté a esperar en la escalinata. Estaba satisfecha,
había cumplido mi propósito, a
pesar de las pruebas, los obstáculos y el desfallecimiento. Nunca una
turista se sintió tan poderosa.
Escuché un llanto tras de mí. Un hombre del tamaño de un gigante, vestido
con bermudas,
camiseta de tirantes, zapatillas, diferentes cámaras, mochilas varias y un
sombrero a lo Cocodrilo
Dundee, lloraba desconsolado sentado en los escalones. Me acerqué y me
senté a su lado. En un inglés
tímido, le pregunté qué le ocurría. Él también me respondió en inglés, pero
lo traduciré;
—Vengo desde Australia.
—¡Qué lejos! —me asombré.
—Estoy viajando por toda Europa y el Vaticano es mi destino final. Llevo
viniendo tres días y no
he podido entrar por el horario, por culpa de la cola, hasta que hoy, al fin,
he llegado a tiempo. Y,
cuando estoy a punto de entrar, me dicen que no puedo pasar vestido así.
La verdad es que yo tampoco le hubiese dejado entrar con esa pinta…
—Y ahora tendré que volver a Australia sin haber podido entrar en la
Basílica de San Pedro —
continuó.
«¿Y por qué es tan importante? —me dieron ganas de decirle—. ¡Pasa de
ellos!», pero supongo
que no es lo mismo ir hasta allí desde España que desde Australia,
sabiendo que seguramente nunca
vas a regresar a Roma, por muchas monedas que lances a la Fontana di
Trevi. Como siempre he sido
muy empática, me metí en su piel y le comprendí. Y sólo se me ocurrió
hacer una cosa para enjugar
las lágrimas de un tío tan grande y tan desvalido. Le acaricié el hombro.
Pronto vinieron sus amigos
con ropas de repuesto para prestarle, se alegró mucho y corrió hacia la
entrada. Quizá aún tendría
tiempo de asomarse… Ariel salió como si le hubiesen mancillado en lo
más hondo de su persona y, al
fin, pudimos irnos de allí. A la salida, le compré un calendario de curas
posando como modelos y su
ánimo se recompuso para el resto del viaje. Mientras me alejaba,
despidiéndome de las colosales
columnas que rodeaban la plaza, me quedé un tanto ensimismada. Nunca
hubiera creído que la ropa
podía llegar a ser algo tan importante. La guardia suiza fue la última
imagen que vieron mis ojos,
antes de marcharme. ¡Qué trajes más ridículos! «¡Parecen papagayos!»,
pensé. Para mi sorpresa, aquel
día descubrí que, para los acólitos de la religión católica, no ir bien vestido
es un pecado capital que
puede tener, como consecuencia, un castigo divino, si no humano.
***
Ya sé lo que quiero ser de mayor: quiero ser guiri. Cuando me jubile,
prefiero ser guiri a ser una
ancianita que baila pasodobles en Benidorm. No tengo nada en contra de
los pasodobles, pero no soy
fan de Paquito el Chocolatero. Prefiero el rock de los setenta que escuchan
los guiris que ya rozan esa
edad. Tampoco es mi época, pero, puestos a elegir, mi cuerpo agradece
más el ritmo de la música
anglosajona que Los Pajaritos de María Jesús o las tradicionales y
patrióticas sensaciones que me
produce escuchar España Cañí.
Desde que llegué a la Costa Blanca, me parece encantador ver a los guiris
sentados en las mesas de
las terrazas, absorbiendo sus dosis de vitamina D, de cara al sol con la piel
enrojecida. Son una fauna,
cuya visión me resulta muy placentera. Sobre todo si me imagino que,
cuando sea mayor, me dedicaré
a tomar el sol y el brunch, con la misma tranquilidad que ellos. Con sus
sueldos de jubilados europeos,
viven aquí como ricos. Una se pregunta si no sería mejor vivir ahora fuera
de España y regresar
después, cuando ya no tuviese más ganas de seguir pasando frío. Me quité
la idea de la cabeza con
rapidez, porque ya había pasado demasiado frío en mi vida, viviendo en
Madrid. Aún recordaba, como
un trauma, tener que llenar la bolsa de agua para calentarme los pies en la
cama y cómo odio los
pijamas, me encanta dormir como Dios me trajo al mundo y con unas
gotitas de Chanel número cinco,
como Marilyn. Bueno, puede que no sea Chanel precisamente lo que
utilice, pero huele igual de bien.
Soy de esas personas que adoran el verano por encima de todo. Y no es que
me encante sudar, como se
suda aquí en julio; de hecho, preferiría el clima californiano, sin duda, pero
si tengo que elegir entre
sudar la gota gorda o congelarme en la cama mientras caen chuzos de
punta, prefiero lo primero.
Volviendo al asunto de hacerme guiri, me encantaría, aunque eso
significara usar un bronceador de
nivel cincuenta, cenar paella a las siete de la tarde, desayunar una tostada
de alubias negras o vestir el
traje regional de «guirilandia», es decir, calcetines con chanclas de goma,
bermudas, camiseta de
tirantes y visera a juego. No me importa, quiero pertenecer al club de los
«guirisaurios» en cuanto otee
los sesenta en mi horizonte. Gracias a Dios, tomar el sol siempre ha sido
gratis. Lo de la paella es lo
que menos me asusta del cambio de nacionalidad. Nunca la he elegido para
cenar —como le ocurre a
la mayoría de los españoles—, pero comerla para merendar debe de ser
toda una experiencia. Porque
aquí, a las siete de la tarde, se merienda. ¡Y más en verano, en que se cena
a las once! Cuanto más
viaja una, más se da cuenta de que en la variedad está el gusto. Una de mis
alumnas, que trabaja de
camarera en un chiringuito, me contó que una vez una guiri se llevó una
paella a las seis y media. Ella
contaba aquella historia, herida, no por el horario, porque no era ése el
problema —los del chiringuito
ya están acostumbrados—; lo realmente pernicioso, para su alma
valenciana, fue que la mujer abrió
una bolsa delante de ella y comenzó a tirar la paella adentro destrozándola.
No le importó la
colocación de los mejillones, las gambas y las cigalitas, que formaban una
estrella, como las
nadadoras de las películas de Esther Williams. Tampoco le importaron un
pimiento los pimientos
rojos medio duritos, ni las mitades de los limones cortaditos en forma de
flor. Mi alumna relató que
nunca había visto a nadie hacer mayor crueldad con la comida. ¡Y eso que
ella había visto de todo!
Desde comerse las sardinas a la plancha con cuchillo y tenedor, hasta
echarle ketchup al bocata de
jamón serrano, aunque nunca, en su larga vida de camarera de chiringuito
playero, había presenciado
semejante salvajada culinaria. ¡Echar una paella recién hecha, en una bolsa
de plástico!
—¡Al menos, podía haber traído un «guater peiker»! —exclamó con
lágrimas en los ojos y la
barbilla temblorosa, pronunciando el anglicismo tupperware a su manera.
Eché de menos que utilizara
la palabra «tartera», pero no la saqué de su error, porque no era el
momento. Imaginé lo que sería
haber visto el arroz, caliente, oloroso y aún humeante, cayendo dentro de
una bolsa de plástico
cualquiera y todo por no llevarse la paellera a casa que, seguramente, era
más incómodo. Pero a veces,
es necesaria la incomodidad, para no perder los modos ni rasgar las
vestiduras de las tradiciones. Eso
en España, se ve muchas veces. En cualquier fiesta regional, puedes darte
cuenta que no importa si se
ha de sufrir vistiéndose de lagarterana o colocarse unos zancos y lanzarse
escaleras abajo, con tal de
mantener la tradición a punto, al dente, que dirían los italianos… ¡Qué mal
llevamos los españoles la
comida take away! Si fuéramos belgas, podríamos comer paella royal,
como llaman ellos a unos
platos de arroz con colorante, o mejillones jumbo, a una olla de mejillones
en miniatura que cuestan
tan caros como si fuesen bombones. Si fuésemos alemanes, podríamos
desayunar patatas aliñadas, con
una tarta gigante de postre. Si hubiéramos nacido en Francia, comeríamos
merluza frita con
mantequilla y nos quedaríamos tan panchos. Y si viniéramos de Inglaterra,
sencillamente, no
comeríamos y en paz. Pero no, hemos nacido españoles y eso implica
tomarse muy en serio lo del
buen comer. Y hay ciertas reglas que un español debe y sabe respetar desde
que nace. No podría
recitarlas todas de memoria, porque van surgiendo mientras se come, pero
admirar la paella, tal cual
viene, es una de las principales. La de aplaudir a la paellera, o hacerle una
foto, está repartida entre
guiris respetuosos y españoles de vacaciones, que aspiran a pasar por
japoneses o que acaban de
comprarse una cámara nueva.
***
Como no había forma de escribir en mi piso, gracias al ruido que hacía la
familia de los
insoportables, y no lo conseguí ni con ayuda de los contoneos de la chica
de Ipanema, decidí instalar
mi estudio en la playa. Cogí mi miniordenador portátil y decidí disfrutar
del solecito, mientras
redactaba mi primer texto del blog «La mirada sibilina». No pude
concentrarme, así que acabé
escribiéndole una carta a Carlos Arguiñano con una receta de regalo, para
que me enviase una olla.
Creo que la cocina también es algo inherente a la literatura, no sé muy bien
por qué, pero son dos artes
que suelen coincidir siempre en la misma persona. Cocinar y, por supuesto,
comer; y eso no es bueno
porque los escritores pasamos muchas horas sentados y solemos engordar
más rápido que los demás.
¿Será la sopa de letras?
— ¡Biaylemo, biaylemo! —gritaba el gitano acercándose y caminando
torpemente por la playa.
Siempre se pasea vestido de negro, con una nevera de plástico, en la que
vende cerveza ( bia) y limón
( lemo). Los vendedores de playa tienen un inglés muy personal.
Y es que la playa en verano es una cosa. En primavera, otra. En esta época,
no hay casi nadie, el
silencio es total y sólo escuchas el rumor de las olas que vienen y van
como las ideas sobre el teclado.
Es una sensación de soledad maravillosa, porque es una soledad buscada.
Además, pertenecer a la
naturaleza genera una gran emoción. A veces, me pasa que me encuentro
desconectada del planeta. No
sé si esto le ocurre a todo el mundo, pero es una sensación de carencia de
algo, como si te hubieran
sacado un diente y notaras el agujero con la lengua. Entonces, voy a la
playa y me reconecto. Me suele
ocurrir en invierno. Repito que el frío no me gusta nada, hace que me
contraiga y no quiera
enfrentarme al mundo. Sin embargo, cuando noto el calorcito del sol en mi
cara, el viento en mi pelo,
la espuma, que me salpica para recordarme que está ahí, vuelvo a notar ese
vínculo y una maravillosa
exaltación, al saber que el planeta Tierra y yo formamos parte de lo mismo
y, seguramente, tenemos el
mismo origen. Esta emoción sólo me la producen tres cosas: estar en
contacto con la naturaleza; ver la
alegría de un perro sonriente, y esos momentos maravillosos en los que no
puedo dejar de escribir,
porque la inspiración me embarga.
Me encanta la playa en cualquier época del año; su olor, su aspecto y la
alegría de estar vivo que
siempre transmite el mar. Sus aromas son algo que aprecio mucho. La
sequedad de la arena, donde la
hay. En esta zona, hay playas son de piedras y es divertido ver a los recién
llegados —a los que nadie
ha prevenido sobre los cantos rodados— hacer muecas de dolor cuando
intentan darse un chapuzón.
También están los que caminan sobre ellas como si lo hubieran hecho
siempre. Esos son los nativos de
la zona, a los que, sin duda, se les ha debido de endurecer el cuero en la
planta de los pies. Estas
piedras duelen y mucho. Los que vivimos aquí, aunque hemos venido de
otros lugares, hemos optado
por comprarnos zapatillas de goma en el chino, con las que es posible
meterse en el agua y pasear,
incluso, sin sentir ese dolor punzante en los pies. Es como un pediluvio
gratuito —aunque esa palabra
siempre me ha parecido otra cosa que un camino de piedras para mejorar la
circulación sanguínea;
pediluvio: dícese de una lluvia de pedos.
El aroma de la sal, mezclado con el olor a coco de los bronceadores,
despierta mis sentidos. Sé que
no le ocurre a nadie más, porque lo he preguntado y todos me han
contestado negativamente, pero a
mí, a veces, me huele a sandía. Como no sé qué puede ser ese olor, pero
existe y lo distingo del resto
de aromas conocidos de la playa, me imagino que, en alguna otra costa
lejana, una señora, madre de
familia, está abriendo una sandía. La parte sobre la mesa que ha preparado
para que la familia entera
se siente a comer bajo una sombrilla. A veces, es una señora griega muy
mediterránea y con bigote. En
otras ocasiones, una chica que lleva un biquini reluciente, en una playa de
Palm Springs, que bebe
alcohol de la sandía con una pajita y se ríe junto a tres amigas más. Sueño
que el aroma de las cosas es
capaz de volar sobre los océanos hasta compartirse con desconocidos de
playas lejanas. Quizá, a la
chica de Palm Springs le llegó el olor a langostinos acalorados, que salió
de la tartera que colocó la
mujer sobre la mesa, frente a mí, a las dos de la tarde de un domingo del
mes de agosto. Pero no fue
esa la única tartera que abrió, después de que su marido desplegara la mesa
de camping, de ésas que
tienen asientos incorporados, y colocase la sombrilla con marca de cerveza
sobre sus cabezas. Tenían
aspecto de no haber ido a la playa en cien años, pero su apartamento debía
de estar cerca, porque no
podían haber sacado semejante cargamento de viandas del comedor del
hotel. Quizá vivían en un
pueblo de la montaña y, para ellos, bajar a la playa a pasar el día
significaba prepararse como si fuesen
de acampada, pero sin tienda.
Su forma de comportarse en aquel medio natural era de lo más
sorprendente. Sobre la mesa,
habían colocado los langostinos sudorosos, espencat, filetes rusos y pollo
frito fríos, patatas fritas de
bolsa, aceitunas negras y berenjenas en vinagre. Todo regado con un tinto
de verano de bote, con hielo,
para ella, y unas cuantas cervezas, para él. Y, de postre, ¡cómo no!, sandía.
Reconocí los manjares
porque soy una experta en aromas, especialmente culinarios, y porque no
había quien se resistiera a
mirar a aquella pareja. Eran ruidosos, feos y de unos ciento treinta y cinco
años, repartidos en setenta
y cinco, para él, y sesenta, para ella, más o menos. Él era calvo, gordo,
bajito y estaba embarazado de
botellines. Su voz estruendosa mostraba su eterno cabreo por la
incomodidad del lugar, a pesar de
estar tumbado sobre la mejor tumbona, con la boca abierta y roncando,
mientras sostenía su última
cerveza en la mano entre su panza y su pecho, como si fuese el osito de
peluche de su niñez. Los
ronquidos provocaron algunas risitas entre los que intentábamos relajarnos,
pero nadie se atrevió a
despertar al oso. Lástima que Ariel no estaba conmigo en aquel momento.
Habría hecho como cuando
se levantó en mitad del cine, para despertar a uno que se había puesto
delante y estaba en plena
aventura soporífera.
— Per la Mare de Déu! ¡Vaya a dormir a su casa, cojons! —tradujo para
que yo también fuera
partícipe de la bronca.
Lo del cine es muy parecido a la playa; cuando no es alguien con el móvil,
es uno que ronca o una
que raspa el fondo del cucurucho de palomitas con las uñas. Está también
el grupito de adolescentes
machos que se ríen en cualquier escena en la que el chico roce la piel de la
chica, aunque sea para
ayudarle a ponerse el abrigo. O el grupito de adolescentes hembras que se
envían mensajes de móvil,
unas a otras, dentro de la sala. O el grupo de jubiladas que comentan entre
sí todas las escenas, desde
la salida de la chica del taxi hasta el final con beso. Los guiris de mi
derecha estuvieron a punto de
decirle algo a la mujer del experto roncador, pero se conformaron con
mover las tumbonas unos
metros más allá. Yo permanecí en mi silla, porque la situación me parecía
de lo más entretenida. La
mujer se puso a guardar todas las tarteras en la bolsa, cuando el ogro
despertó.
—¡Deja ya de hacer ruido que no puedo dormir! —le gritó sin miedo a que
todo el mundo le oyera.
—¡Qué asco de hombre! —replicó ella en voz muy baja y siguió como si
tal cosa, colocando las
viandas que habían sobrado. No pude evitar soltar una carcajada.
Curiosamente, la señora continuó
guardando las tarteras y sus tapaderas en la bolsa. Bajó con sus chanclas
hasta el borde de la playa y se
puso a lavar los cubiertos en el agua. Creí morir. Me parece que nadie más
volvió a bañarse aquella
tarde, a excepción del mofletudo de su marido. Subió de nuevo y siguió
colocando sus enseres,
mientras el roncador, roncaba a su lado, «zzz…». Después, se sentó en una
sillita pequeña y tiesa, muy
incómoda comparada con la tumbona de su marido. El machismo puede
verse en cualquier sitio,
incluso bajo una sombrilla playera. A los pocos minutos, el hombre
embarazado decidió que ya era
hora de darse un chapuzón. Pero, claro, darse el primer baño del año
requiere su preparación. Buscó
entre las bolsas, sacó toallas, bañadores de repuesto, gorras, gafas,
flotadores de espuma y hasta una
colchoneta. Cada vez me sorprendía más lo que podía llegar a caber en
aquellas bolsas; eran como la
de Mary Poppins. ¿Qué iba a sacar ahora, la televisión?
—¡Alcánzame el transistor! —le pidió ella.
Ahora sí que me empecé a desternillar de risa. Él se lo dio y continuó
buscando hasta que encontró
unas zapatillas. Eran de deporte, de ésas que uno se pondría para correr ¡y
él las traía a la playa!
Estaban completamente nuevas y eran aparentemente muy rígidas. Pensé
que se las pondría y
empezaría a correr sobre las piedras, pero no era eso lo que estaba a punto
de ocurrir. El hombre
siguió hurgando en una de las bolsas hasta que encontró un destornillador.
Regresó con la herramienta
y las zapatillas a la hamaca, se tumbó y comenzó su faena. Pretendía
agujerear un lado de su calzado.
Le daba medias vueltas, para penetrar el plástico duro de la zapatilla. Dale
que te dale, con la punta
del destornillador. Al ver que no lo conseguía, se levantó y le pidió un
cuchillo a su esposa. ¡Creí que
iba a matarla! Pero no. Volvió a la tumbona y empezó a meter la punta del
cuchillo en el lado derecho
hasta conseguir hacer un agujero en la zapatilla. Se bebió otra cerveza para
celebrarlo, mientras se
abrochaba los cordones, bien apretaditos, no se le fueran a escapar
mientras nadaba. Le lanzó el
botellín vacío a su mujer. Ésta lo recogió del suelo. Y él se dispuso a
meterse en el agua con sus
bermudas y sus zapatillas nuevas. Imaginé cómo pesarían, una vez
mojadas, pero a él le dio igual. Se
bañó, chapoteó unas cuantas brazadas para un lado y para otro, dio unos
cuantos saltos, sin ahogarse a
pesar del alcohol, y salió del agua tan ricamente, sin notar las piedras bajo
sus pies. Cuando alcanzó de
nuevo la hamaca, se las quitó con gran esfuerzo, pues parecían habérsele
pegado a la piel, lanzó al aire
unas cuantas algas enredadas en los cordones y se tumbó satisfecho. En la
playa he visto muchas
cosas, desde que estoy aquí, pues he tenido más tiempo para disfrutarla que
la escasa semanita de
vacaciones de cuando vivía en Madrid, pero, sin duda, aquella pareja de los
langostinos sudorosos y
las zapatillas agujereadas son los personajes que mejor recuerdo. Me
encanta ir sola a bañarme y eso
me da mucho tiempo para observar. Y, aunque no siempre quiero hacerlo,
hay ocasiones en las que es
inevitable. Una vez leí un libro sobre protocolo —suelo leer casi todo y no
tengo preferencias por casi
nada— que decía que la playa era un lugar de relajación y había que
respetar allí unas normas de
silencio. No todo el mundo cree esto ni ha leído el libro, claro.
La playa es un spa natural, para algunos, pero, para otros, es el lugar en el
que, al no poder
distraerse con nada, el estrés de encontrarse cara a cara consigo mismos les
produce la peor de las
frustraciones. Es difícil creer que el mar pueda hacer daño a alguien, pero,
lo que nos daña en la vida
es cómo nos tomamos las cosas que nos pasan. Para algunos, vivir un día
de playa es todo un
acontecimiento. Echo la vista atrás y puedo ver cerca de mí al «mojón de
playa», es decir: a un
hombre con bañador de color fosforescente o atrevido, que parece estar
puesto por el ayuntamiento,
para que los demás no se pierdan. Uno puede quedar con alguien en la
playa, diciéndole: «Nos vemos
en el bañador amarillo». O bien: «Estamos donde el del tanga de leopardo,
a la derecha». También está
la familia en la que algún niño llora y grita desconsolado. ¿Qué raro,
verdad, que un niño llore en
vacaciones? A veces creo que algunas familias necesitan un encantador de
padres, al estilo César
Millán con los perros. Alguien que les dé un toque con el dedo cuando se
ponen nerviosos, para hacer
que su energía se tranquilice y serene, y que les ponga un bozal a todos
aquellos que no paran de echar
pestes sobre sus propios hijos, regañándoles hasta la saciedad, en lugar de
jugar con ellos. ¿No están
de vacaciones? ¿Qué pensaban, que las vacaciones en familia eran para
hablar por teléfono? Detrás de
un niño molesto, hay siempre unos padres que piensan que sus cosas no son
importantes. Es una pena.
¡Pobres enanos intolerables! «Ahí viene otra gritándole al niño», pensé en
cuanto la vi aparecer,
vestida con unos vaqueros bien apretados y bien caídos, enseñando el
principio del culo, con una
camiseta de tirantes pegada al cuerpo y el pelo negro, largo en bucles,
hasta la cintura. El chaval, de
unos diez años, las seguía a ella y a su amiga que, vestida de la misma
guisa, sostenía en su mano un
paraguas negro. La playa es un lugar muy sorprendente. La madre no hacía
demasiado caso a su hijo,
así que éste había decidido que la mejor manera de llamar su atención era
tirarle piedras. Había
elegido, por el momento, las más pequeñas y se las lanzaba a la altura de
los pies, como queriendo
decirle: «¡Eh, que estoy aquí y se supone que hemos venido a pasar juntos
un día de playa!». Pero la
madre no parecía tener la misma idea que él, puesto que se entretenía con
su amiga y su móvil, sin
apenas darse cuenta de que le estaban lloviendo piedras en los pies.
Ocurrió lo que era previsible: el
niño tomó la sabia e infantil decisión de elegir una piedra más grande. Y,
esta vez, la lanzó un poco
más alto, casi tanto que la providencia evitó, con gran sutilidad, que el
pedrusco la alcanzara en la
cabeza, pero le pasó a la altura de la cara, consiguiendo que la mujer se
asustara y apartara la mirada
de su móvil por un segundo.
—¡ Tate quieto ya! —chilló sin el más mínimo reparo. Y añadió—: ¡Mira
que eres jodío! ¡A ver si
tienes un poco de conocimiento!
No pude evitar carcajearme por dentro, pues hacerlo por fuera me podía
haber costado una
reprimenda de la mujer y, a juzgar por cómo hablaba, era mejor no
arriesgarse. Pero yo, que trabajo
día y noche con las palabras, me sorprendí gratamente de tener el
privilegio de comprobar, en vivo y
en directo, el estrambótico vocabulario que utilizan algunas personas hoy
día. El niño siguió con su
lanzadera de piedras pequeñas y su madre continuó sin hacerle caso, pero
tomó la sabia decisión de
abrir el paraguas negro y colocarlo entre su hijo y ella, para poder
continuar con la animada charla y
su interés en el móvil. Y se quedó más ancha que larga.
¿Por qué casi nunca veo a niños jugando con sus padres? Se supone que la
playa es un espacio
adecuado para compartir sus juegos, pero pocos padres lo hacen. Creo que
sólo lo he visto una vez y
no eran padres sino madres las que jugaban con sus hijos dentro del agua.
Fue la mañana de verano
que acudí a la «playa del río». La llamo así porque éste la atraviesa y
desemboca en el mar. Es un río
pequeño, que en verano está medio seco y al que las gaviotas y las cabras
del cabrero del pueblo van a
beber agua dulce. Hay una, a la que él llama «¡Sonia, ven pacá, per la Mare
de Déu!», que suele
alejarse tanto que, a veces, hasta ha llegado a darse un chapuzón en el mar.
Lo curioso es que hay un
cartel en el que se prohíbe bañarse a los perros, aunque no dice nada de las
cabras. A esa playa, vamos
los que ansiamos un poco de tranquilidad en pleno agosto. Es incómoda,
porque las piedras parecen
colocarse de punta cada noche. Será cosa de reflexología «piedral».
Cuando te pilla una en mitad del
culo, puedes hablar también de shiatsu. Aquella mañana, yo disfrutaba de
mis baños de sol en topless,
junto a unos cuantos guiris que, cual lagartos, se desperdigaban cerca de
las cañas, absorbiendo toda la
vitamina D posible. Su intención era no dejar nada para los españoles y
llevársela toda para poder
pasar el resto del invierno en la fría Europa. La tranquilidad era absoluta y
sólo se escuchaba el ritmo
de las olas y el graznido de las gaviotas cercanas. Era completamente
idílico: serenidad, calma,
frescor junto a la orilla, las olas que iban y venían, y… entonces, ¡qué
estupor!, una caravana aparcó al
fondo de la playa. De ella, salieron varias familias de gitanos, con niños
chillones, mal vestidos y
despeinados, que corrieron alegres hasta el agua. Las madres los siguieron,
con sus cientos de capas de
faldas que las envolvían como cebollas en el horno, y se metieron con
ellos. Los maridos fueron
detrás, con sus trajes de pantalón negro y camisa blanca, como camareros
sin barra tras la que servir,
medio descamisados; hombres de pelo en pecho, patillas largas y puro
humeante en la boca, patriarcas
de todo el grupo barullero. Por lo que pude observar, nadie sabía nadar,
pues se atrevían sólo a meterse
en la orilla. Caminaban por las piedras haciendo muecas de dolor, hasta
conseguir encontrar un hueco
en que mantener el equilibrio, dejando que las olas rompiesen, mientras los
niños daban volteretas
sobre el empedrado, como pastelillos almendrados o croquetas. Las
mujeres se mantenían firmes ante
el oleaje con sus faldas, que ellas sujetaban para protegerse de las miradas
ajenas. Chillaban, saltaban
y brincaban de alegría al sentir el agua fresquita en sus cuerpos, que,
seguramente, hacía tiempo que
no disfrutaban del placer de bañarse.
—¡ Cuidao, que viene un tsunami! —gritaban jugando a salpicarse unas a
otras.
—¡Es la primera vez que veo el mar! —chilló un pequeño.
—¡Anda! ¡Y yo! —respondió una de las chicas. Se notaba su alborozo ante
tanta belleza. Debían
de llevar mucho tiempo en la caravana. Quizá venían desde muy lejos.
Estaban felices e incluso las
ancianas gritaban como niñas. Comprendí lo que significa el mar para los
seres humanos. Es algo que
yo adoro, pero, aquel día, fue más que eso. «El mar hace que los años no
pesen», escribí en la libreta
que llevaba en la cesta, en un alarde de descubrimiento filosófico. Y tenía
razón, no sólo consigue que
no pesen los kilos. Tampoco los años son una carga. Es capaz de
convertirnos a todos en bebés
eternos.
Los hombres que esperaban, expulsando el humo de sus habanos, mientras
miraban cómo se
divertían sus retoños, no pensaban lo mismo. Ellos no parecían necesitar
sentir el agua en sus pies.
Preferí seguir admirándolas a ellas y a los niños. Formaban un espectáculo
inigualable, con las faldas
de colores abombadas sobre el agua, intentando mantenerse en pie,
mientras los pequeños las
salpicaban y sacaban piedras que después lanzaban hacia el horizonte. No
hace falta aprender a nadar
para disfrutar del agua, pero lamenté que ninguno de ellos supiera hacerlo.
Seguramente, si hubieran
sido capaces de adentrarse dando brazadas, se habrían divertido el doble. O
no, «quizá lo que más se
goza es lo que ignoramos y sólo imaginamos», escribí. Me estaba poniendo
muy trascendental cuando
el gitano del sombrero negro les hizo un gesto con el brazo para que
salieran del agua. Había llegado
el momento de volver. Los pequeños lloraron. Se negaban a abandonar sus
juegos tan pronto, pero las
madres les ayudaron a salir y también se dieron una mano entre ellas. Al
pasar por mi lado, caminando
a duras penas sobre las piedras, una soltó un grito de asombro al ver que yo
no llevaba la parte de
arriba del biquini.
—¡Uuuh! —exclamó protegiendo sus ojos con el canto de su mano y
demostrándome que, para
algunos, el siglo XX aún estaba más que presente.
Volví a filosofar sobre las diferencias entre las culturas y los lugares en
que viven y se educan los
seres humanos. Recordé lo mucho que le había costado a mi madre asumir
que sus hijas hacían topless
y el disgusto que se había llevado la primera vez que mi hermana insistió
en hacerlo delante de ella.
Las gitanas se asustaron al ver mis pechos —¡Que no son dos misiles,
señora! ¡Que sólo son dos
tetas!—, mientras ellas se bañaban con la ropa puesta como en un concurso
de miss camiseta mojada.
«¡Qué liado está el mundo!», escribí para terminar.
***
Había empezado un curso de personal shopper por Internet y ya sabía
cómo combinar los colores,
cómo tomar medidas, cómo asesorar según los distintos tipos de cuerpo y
cabello, cómo acertar con el
maquillaje, el vestuario, etc. Había aprendido también que el estilo es lo
que proyectamos de nosotros
mismos, a través de nuestra propia imagen y que ésta causa una impresión
en las personas que nos
ven. Me había hecho mi propio fondo de armario y ya tenía la consabida
ropa de calidad, en la que
siempre había querido invertir, pero nunca había tenido dinero para
hacerlo: una camisa blanca que no
marcase mucho la «pechonalidad»; unos vaqueros de marca bien
ajustaditos, que me hacían un culo
respingón envidiable; un vestido negro que me podía servir tanto para ir a
una fiesta como para asistir
a un funeral; y algunas otras prendas, más los complementos necesarios
para ir siempre bien ataviada.
Tras haberme liberado, casi por completo, de mi pereza de escritora —me
refiero a la costumbre de
vestirme sólo para sentarme frente al ordenador o para ir a la playa, a darle
a las teclas un rato—,
había inventado una máxima para tener en cuenta siempre, en este nuevo
mundo en el que hacía meses
que me había aventurado: «Todo vale, como en la escritura, lo mismo me
pongo un broche del tamaño
de una coliflor, que llevo la parte de atrás o los tirantes del sujetador al
descubierto. Lo importante es,
siempre y en todo lugar —como Dios—, sentirme cómoda». Era un poco
larga, pero aún me quedaban
resquicios de literata.
Había conseguido sentirme confortable cada día y, al mismo tiempo, tener
un estilo propio y
personal, que hacía que la primera impresión dejara huella en la memoria
de los demás seres
humanos. Había perdido cinco kilos y me había cortado el pelo, dejándome
una melena rubia muy
sexy. Aunque me había costado lo mío: noches de hambre y de apetencias
muy variadas, en las que
miraba el huevo que me había regalado mi primera clienta, deseando
freírlo. Sufrí pesadillas en las
que una tarta de fresas gigante me perseguía y caía sobre mí, y sentí el
sabor del bizcocho y la nata
entrando por todos los poros de mi piel, mientras me ahogaba poco a poco
hasta morir de felicidad.
Tuve remordimientos a media noche, pensando que acabaría en el infierno
de los penitentes por gula.
Mi imaginación seguía movidita, como siempre. Pero, a pesar del
sufrimiento, había conseguido
sentirme cómoda con tacones y ropa bonita, e ir bien vestida durante la
mayor parte del día, sin echar
de menos mi atuendo casero que venía a decir: «El mundo existe sólo tras
estas cuatro paredes y en mi
imaginación, ¿para qué me voy a vestir entonces?». Me ponía ropa sí, ¡pero
de qué forma! Parecía una
elefanta en su jaula, sacudiendo la paja con la trompa. Puede que la imagen
sea un poco difícil de
visualizar, pero la sensación era ésa. Ahora, por el contrario, me sentía más
bien como una pantera que
paseaba con elegancia, dentro de su jaula, de un lado a otro, mirando con
gracia hacia el exterior.
Dejando a un lado la comparación zoológica, he de decir que, llegados a
este punto, yo rezumaba
estilo por los cuatro costados. Había descubierto que ya era bastante
estilosa hablando, gesticulando,
con el movimiento de mi cuerpo y también en mi forma de caminar. Eso
era algo que muchas
personas tenían que aprender, pero a mí no me hizo falta, porque me vino
de nacimiento, algo que
adelantó bastante mi proceso de transformación. Cuando quise darme
cuenta, estaba gastando dinero
en comprarme Vogue en lugar de Qué leer. Y eso es algo que tuve que
asumir: me había convertido en
una representante del lado oscuro. Era una mujer de imagen.
Pero siempre encontraba ratitos para escabullirme a la playa nudista y
descocarme medio cuerpo,
sin correr el riesgo de encontrarme con alguna clienta o cliente. ¿Qué
pensarían si me vieran en
topless, después de haberles inculcado lo importante que era lucir un
precioso biquini en la playa?
Hubiera sido un error que me podría haber costado mi nueva reputación.
Por supuesto, lo de ser
naturista se había acabado para mí. Decidí que podría vivir sin sentir los
rayos de sol sobre mi culo
blanco, al menos durante unos cuantos veranos más, a cambio de todo lo
conseguido profesional y
económicamente. Sibila se había comido a la elefanta gorda a un teclado
pegada y he de reconocer que
me sentía mucho más feliz.
Acababa de quitarme la parte de arriba del biquini, cuando una ola
traicionera me salpicó,
haciendo que levantara medio cuerpo de la impresión. Fue entonces cuando
vi, entre los paseantes
naturistas que caminaban arriba y abajo por la arena compacta de la playa,
un rostro que no esperaba
encontrarme, aunque me sorprendió gratamente. Mi corazón empezó a
hacer «bum, bum», con tanta
fuerza que pensé que mis pechos saldrían corriendo asustados, pero,
gracias a Dios, se quedaron en su
sitio. A veces, parecían tener vida propia pero, sin mí, no eran nada, por
muy grandes y levantaditos
que estuvieran desde que hacía mis ejercicios matutinos de brazos. Quizá
fuera su mirada de ojos
verdes y pestañas rubias, o su cabello castaño mojado y peinado hacia atrás
con reflejos dorados, o su
torso moreno de músculos visibles pero nada exagerados —no me gustan
los hombres que parecen
inflados—. O quizá fuera la cometa naranja y verde que estaba haciendo
volar, tirando del cordel con
sus manos mientras caminaba hacia atrás, medio de lado, mirando hacia
arriba con los ojos
engurruñidos. Decir que hacía todo esto completamente desnudo es un
detalle sin importancia, porque
estábamos en una playa nudista.
Quizá era un poco más peludo de lo que yo había soñado, aunque unos
pelos más o menos no iban
a pararme. Me levanté y lo miré absorta, sin darme cuenta de que si yo
había sido capaz de
reconocerle, a pesar de no ir vestido, él también se daría cuenta de quién
era yo, aunque estuviera en
topless. Como iba caminando hacia atrás, en un primer momento, no me
vio. Instantes después,
cuando mi mirada se hizo tan intensa que la sintió, como si mis dedos
tocaran su hombro, frenó sus
pasos y se quedó impresionado al verme. La cometa cayó sobre la arena a
unos metros de mi toalla. Él
corrió hacia ella y fue entonces cuando me preguntó:
—¿Los estrenaste? —me preguntó con una serenidad envidiable.
—Hola —contesté estúpidamente—. ¿A quiénes?
—Los zapatos que te regalé. ¿Los luciste ya por acá?
—No —respondí sincera y medio atontada por su acento musical—, aún no
me los he puesto.
—¿Por qué? —preguntó tras recoger la cometa. Mientras se acercaba, mi
mente imaginó dónde
podría atarse el cordel para mantenerla volando sin problemas. Fue una
imagen inapropiada, pero me
parecía tan perfecto, a pesar de las imperfecciones que probablemente
tendría, que mi libido se
emocionó con prontitud de una forma alarmante. Tras este pensamiento, vi
que él me miraba
esperando una respuesta:
—No he ido a ningún sitio elegante, para poder estrenarlos.
—No es necesario un sitio elegante. ¡Ponételos para pasear! —me sugirió.
—Sí, puede ser —contesté sin decir nada. Hacía dos preguntas y dos
respuestas que había
empezado a sentirme incómoda. No sabía si era porque mis pechos estaban
al aire, mostrándose
alegres sin duda —aunque no quise bajar la cabeza para mirar cómo
estaban, porque me daba corte—
o porque, a menos de un metro de mi cabeza, estaba su parte de abajo
completamente expuesta. Él, al
menos, tenía la cometa y podría haberse tapado con ella si hubiese querido,
pero no lo hizo. Parecía
estar muy a gusto. Me sentí ridícula, comparada con él, que había sido
capaz de mantener su mirada
sobre mis ojos y mi rostro, sin tener, aparentemente, ni la más mínima
tentación de posar sus pupilas
sobre mi delantera. ¿Cómo podía parecer tan interesado en mí y mantener
la dignidad al mismo
tiempo?
—No me llamaste —me dijo.
—Lo siento. Quería hacerlo para agradecerte las sandalias, pero ni siquiera
sabía tu nombre. No
aparece en la tarjeta.
—¿Sandalias? ¿Así las llamás vos?
—Sí —respondí sintiendo que me fundía como un trocito de mantequilla
en una sartén, cuando
escuché aquel «vos», con la «ese» larga, que hurgaba en mis oídos hasta
hacerme cosquillitas. Me
encantó, fue como si me hubieran subido de categoría.
—Me llamo Nahuel.
—Nahuel —repetí para saborearlo.
—Es de origen araucano, de la Patagonia argentina.
—¿Eres argentino?
—Sí. ¿Y vos? —preguntó de nuevo, elevándome al título de reina.
—No, yo no soy argentina. —Se rió.
—Ya lo había notado por cómo hablás. Con esa zeta tan sugerente…Me
sentí aún más desnuda que
antes. Imaginé mis pechos como los misiles de Afrodita A, la novia de
Mazinger Z, disparándose
directamente contra su cara. Una vez en casa, me pasé un buen rato
diciendo en voz alta todas las
palabras con «z» que se me ocurrían, hasta darme cuenta de que sí, aquel
sonido era bastante
sugerente. ¡Y yo que nunca me había dado cuenta!
—Soy de Madrid.
—Yo de Buenos Aires.
—¿Porteño? —recordé aquella palabra de repente. Seguramente, la había
oído en algún tango.
—Sí, además, porteño.
—¡Qué interesante! —exclamé sintiéndome tonta. ¿Es que no era capaz de
decir algo con más
consistencia?
—Si querés, podemos ir a cenar para que estrenes las sandalias. —Él sí que
era consistente.
—Me encantaría —respondí.
—Te pediría el número de tu celular, si tuviera donde guardármelo, pero…
—Volvió a reírse,
enseñándome su blanca y perfecta dentadura.Me mantuve firme para no
mover la cabeza ni un ápice
hacia abajo. Me parecía como si hubiéramos empezado por el final. Eso de
vernos desnudos, ¿no debía
venir después de la cena?
—Puedo llamarte yo, si quieres. —Se me ocurrió.
—Mejor, ¿por qué no ajustamos ya?
—¿Eh?
—¿Por qué no ajustamos una hora?
—¡Ah, claro! ¿Hoy?
—Sí, es viernes. Perdoname, a veces soy tan rápido como pedo en una
canasta.
—Vale. —Me sorprendió la expresión y no pude evitar soltar una risita—.
Está bien, a las ocho, si
te parece bien.
—Iré a por vos. ¿Dónde vivís?
Le indiqué dónde estaba mi casa. En cualquier otro momento, habría
movido los brazos y
gesticulado mucho para indicarle qué calle debía tomar, pero hacía un rato
que me había prometido no
moverme, no fuese a vérseme un trozo de piel más o no fuese a ver yo, en
aquel momento, más de lo
que quería.
—Muy bien, a las ocho —repitió marchándose por donde había venido.
—Muy bien. Nos vemos. Adiós. A las ocho, entonces. Hasta luego —dije
todas las despedidas que
pude recordar. Al alejarse, pude contemplar sus nalgas musculosas
moviéndose con agilidad y me
pareció que había vivido un sueño. Mi sueño. ¿Sería él? Cuando me tumbé
de nuevo sobre la toalla, un
sinfín de preguntas recorrieron mis neuronas haciéndolas trabajar más de
la cuenta. ¿Era una
casualidad que nos hubiéramos encontrado? Si hubiese sido por mí, habría
elegido otra forma un poco
más tapada, quizá, pero los caminos de Dios son inescrutables… Si el
destino había querido que
descubriéramos lo más recóndito de nosotros en el segundo encuentro, por
algo sería. Imaginé lo que
dirían Ariel y Gigi. No quise llamarles, porque deseaba saborear su
recuerdo en soledad. Además, no
iba a permitir que me pusieran más nerviosa de lo que estaba, cuando
estuviera arreglándome para
salir. Si se enteraban, eran capaces de presentarse en casa para ayudarme a
vestirme. ¡Ni que fuera el
día de mi boda! El silencio era lo mejor. Ya se lo contaría al día siguiente,
pues seguro que habría algo
más contundente que explicar.
***
—¡Tenés los labios paspados! —me dijo con esa gracia que sólo un
argentino puede tener,
mientras sus labios seguían mordisqueando los míos con ternura y lascivia.
En mi vida había oído el
adjetivo «paspado», pero cuando lo dijo, comencé a sentir un leve escozor
en las comisuras de la boca.
No importaba. Ningún picor habría podido estropear aquel momento.
Mientras me besaba y me
acariciaba, no paraba de susurrarme cosas maravillosas al oído. Me sentía
enloquecer, envuelta en su
acento melodioso. Tocaba mi piel y yo la suya, suave y tersa. Notaba su
cuerpo sobre el mío y sólo
deseaba retenerle para que nunca se alejara de mí. Cientos de preguntas se
agolparon en mi mente,
chocándose entre sí hasta provocar una colisión emocional, a la que no
presté demasiada atención.
Estaba ocupada. Era la primera vez que, a pesar de las dudas y de que
nunca me había comportado de
esa forma —«tan ligera de cascos», habría dicho mi madre—, me rendía de
esa manera. Nunca me
había acostado con un hombre en la primera cita, pero, en esta ocasión, lo
había tenido muy claro. Me
asustaba tanto pensarlo que preferí no hacerlo… Ya reflexionaré mañana…
como decía Escarlata
O’Hara. Estaba a punto de caer en el abismo del éxtasis. Si hubiese sido la
protagonista de una
película norteamericana, habría tenido que esperar a la tercera cita para
acostarme con él. Gracias a
Dios, no era el caso. En España salimos con quien queremos cuando nos da
la gana y eso amplía las
posibilidades y permite que una se sienta más libre. Durante la cena me
pregunté si él, por ser
americano, aunque de la parte de abajo, tendría también ese rollo de las
citas como obligación, pero
cuando empezó a desnudarme, nada más entrar en mi piso, supe que en
Argentina no se respetaban ni
las fiestas de guardar. «No se puede estar más bueno», pensé al verle
esperándome. A su lado había un
coche maravilloso del que no recordaba la marca, porque yo nunca
recuerdo las marcas de los coches.
¡Qué más da! Lo importante es que era gris plata azulado, tirando a cerúleo
y descapotable. Yo soy
como los rusos: si algo brilla, me encanta. Deseé preguntarle si era suyo,
pero me pareció que era
indagar demasiado. Se vistió con unos vaqueros claros, bien ceñidos, unas
chanclas de piel y una
camisa verde agua esmeralda, que le resaltaba el toque de color que había
cogido en la playa y el
verde topacio de sus ojos. Me estaba poniendo pesada con tantas
comparaciones mentales con piedras
preciosas, pero su visión me provocaba descripciones larguísimas que
parecían sacadas de una novela
de Danielle Steel. Su imagen inspiraba a la ínfima parte de escritora que
todavía quedaba viva dentro
de mí y deseé correr a casa, para abrir mi ordenador y escribir en mi blog
que iba a cenar con el
hombre de mi vida. Quizá me arriesgaba mucho al pensar así, pero era una
intuición, o casi una
certeza; seguramente, la única que había tenido en mi vida. Junto a él, tenía
la sensación de, al fin,
haber regresado a casa —si hubiese tenido una en la que realmente me
sintiese a gusto, claro—. Ni
siquiera estaba segura de si la música que escuchaba de Michael Bublé era
real o un invento. Me
arrepentí de haber visto Ally McBeal en televisión hacía algunos años,
porque empezaba a parecerme
a ella una barbaridad. Cuando él comenzó a tararear, supe que era mi
naranja gemela, o alma gemela,
o pera o plátano, o lo que fuera. Nahuel adoraba la pasta y los helados. Le
enloquecía el chocolate
tanto como a mí y era capaz de comerse unos espaguetis a la napolitana sin
mancharse la camisa. ¡Por
fin, un hombre del que podía aprender algo!
—¿Lo querés con crema? —me preguntó antes de pedir lo que llamó
graciosamente
«panqueques», aunque para mí eran unos crepes rellenos de chocolate
caliente, que sabían a las
rebanadas de Nocilla de las meriendas de mi infancia. Descubrí que, para
él, la «crema» era la nata, y
me sentí una mujer de mundo por conocer tantos idiomas diferentes—.
Allá los tomamos con dulce de
leche —me explicó.
—Me gusta el dulce de leche, pero el chocolate me pirra —exclamé, en un
ataque de sinceridad
gastronómica.
Empezó a reírse a carcajadas, muy masculinas y bien reídas, que disfruté
con deleite. Nada que ver
con las risotadas de Ariel, a las que estaba tan acostumbrada.
—¡Sabés que sos grasiosa! Me causa grasia cómo hablás —me dijo,
elevando mi autoestima lo
suficiente como para vivir bien los próximos dos años. Casi noté como mi
cabezota se daba contra el
techo, lo cual está bien, porque siempre es bueno activar el chakra de la
coronilla, aunque sea sólo
para que no se te caiga el pelo como a mi helecho. Yo también me reí. A
mí también me hacía
muchísima gracia su cadenciosa forma de hablar y, sobre todo, me parecía
tremendamente erótica.
—Me encanta ese asento que tenés, cuando sacás la lengua… «zzz…» —
intentó repetirlo sin
conseguirlo—, cuando pronunciás la zeta.
—Y a mí me gustan tus eses —respondí. «¿Será ilegal tirarse tantas flores
mutuamente?», me
pregunté.
—¡Además sos una mina bellísima! —continuó. Con eso de «mina», me
había perdido, pero lo de
«bellísima» acabó rápidamente con mi desconcierto—. Porque, si bien no
sos Claudia Schiffer —me
temí lo peor—, tenés algo, ¡no sé qué!, ¡qué se yo! —¿Dónde estaba ese
algo al que se refería y que yo
no había encontrado todavía, a pesar de tantos años de búsqueda?—.
Además, esta noche estás muy
primaveral —dijo mirando mi escote con sutileza.
—¡Es el mejor piropo que me han dicho en mi vida! —me reí.
—Me gustás, ¿sabés? —afirmó poniéndose serio. Me pilló a punto de
meterme el tenedor lleno de
nata en la boca y, durante un segundo, no supe si debía levantarme y
tragármelo a él. El camarero se
acercó, dejándome la única opción posible, seguir comiendo mi rico postre.
—¿En qué trabajas? —le pregunté, esforzándome por regresar a la
realidad, para evitar tirármelo
allí mismo, sobre la mesa y delante de todo el mundo.
—Me dedico a las uñas.
—¿A las uñas? —repetí. Contemplé un par opciones: podología o
manicura.
—Tengo una empresa de uñas de gel, acrílico y demás —me respondió
como si creyera que yo
entendía algo de lo que decía. Quizá daba por hecho que, por ser mujer,
tenía que conocer el tema.
—No entiendo mucho de eso, ¿sabes? —le expliqué. Me miró como si
quisiera ver más allá de mi
frase, mientras pensaba que yo debía de ser una tipa extraña.
—¿A qué te dedicás, vos? —siguió antes de continuar hablándome de su
oficio.
—Soy escritora, bueno, ya no. Soy shopper coach.
—¿Con qué te quedás?
—Con lo segundo. Shopper coach. Es como personal shopper, pero con
una parte más humana. —
Sonrió como si le gustara y pareció entenderlo a la perfección, aunque
insistió en lo de la
escritura:
—¿Y ya no escribís?
—No —contesté rotundamente—. He sido escritora toda mi vida, pero
siempre me gustó la moda
y me cansé de no conseguir gran cosa con la literatura.
—¿No sos buena?
—¡Sí, soy buena! Pero no he tenido suerte.
—Es una pena que ya no escribas… —insistió.
—Sí escribo. Tengo un blog, si te apetece leerlo…
—Me apetezzzze —me respondió sonriente, exagerando el sonido de la ce,
como si fuera una zeta.
—Muy interesantes, tus dos profesiones. La mía no es tan vocacional, pero
también es muy
divertida.
—¿Son esas uñas de mentira que se pone la gente?
—De gel, sí, exacto. Mirá esto. Hacemos una fiesta de inauguración de la
nueva tienda en
Alicante. Si querés, podés venir conmigo.
—Me encantaría —le dije cogiendo el folleto que me daba.Las fotos que
aparecían eran increíbles.
La gente se ponía cualquier cosa en las uñas. Desde piercings con cadenas
que unían un dedo con el
otro, hasta cristales de Pifiowsky. Las había de todos los colores y formas,
y para todas las fechas
señaladas, incluidas Navidad y Halloween. Estiré la mano derecha mirando
las mías.
—Las tenés preciosas —me aduló— y muy bien cuidadas. Las llevaba
pintadas de azul oscuro.
Ahora que lo pensaba, siempre les había prestado mucha atención. Me
encantaba pintármelas desde
muy pequeña, cuando todavía me las comía. Envidiaba las de mi hermana
mayor, siempre limpias,
largas y pintadas de rosa pálido. Tenía unas manos preciosas y yo quería
que las mías crecieran
iguales a las de ella. Me veo comprando esmaltes en los mercadillos de la
playa en verano, de los
colores más curiosos, como amarillo limón o naranja eléctrico. Y recuerdo
también a mis amigas
envidiando mis uñas. Conseguí dejar de comérmelas a los diecisiete años;
¡toda una hazaña!
—Pues… son mías —sonreí orgullosa.
—Lo sé. Soy capaz de reconocer una uña verdadera de una falsa.
—Claro, ya me lo imagino. —Me sentí estúpida.
—¿Y las tuyas? —Aproveché para cogerle la mano. Era grande y morena,
con dedos alargados y
finos. Me sorprendieron gratamente. Las últimas manos de hombre que
había cogido —exceptuando
las de mi profesor de tango mientras bailábamos— eran las de Ariel, y
parecían pies gordos y
amorfos, como si fueran manojos de zanahorias o de puerros. Cuando
toqué su mano, Nahuel cogió la
mía como si quisiera devolverme la «cogida». Sé que no queda muy bien
decirlo así, sobre todo si
tenemos en cuenta que, para un argentino, «coger» no es precisamente
sostener cualquier cosa; pero,
en aquel momento, todo era posible de imaginar, hasta lo más erótico. Me
pareció que me acariciaba.
Sentí su piel tan fina que me quedé casi sin habla perdida en sus ojos.
—Vení un día a la tienda y te regalaremos unas gratis —dijo rompiendo el
hechizo.
—No, gracias. No podría escribir con eso.
—¡Pero no decís que ya no escribís!
—Bueno, escribo en mi blog, de vez en cuando.
—Tenés razón. Están preciosas tal cual. Me pidió una tarjeta y prometió
recomendarme como
shopper coach. Yo hice lo mismo y él me dio otra, diferente a la que yo
tenía. El camarero regresó.
Por supuesto, Nahuel pagó la cuenta y se lo agradecí. Estaba harta de pagar
a medias con hombres
modernos que extendían la modernidad hasta el mal gusto. También me
abrió la puerta del coche, que
resultó ser ese fantástico descapotable que había en la puerta. ¿Se podía
pedir algo más? Sí. Cuando
llegamos a casa, se auto invitó.
—¿Me convidás a tomar un «feca»? —me soltó de repente. Puse cara de
tonta. No sabía lo que me
había dicho. Entonces, me explicó que los argentinos tienen la autoría de
un idioma inventado por
ellos y que se trata, nada más y nada menos, de hablar al revés. Luego, el
«feca» era un café.
—¡Sí! —grité de la emoción—. ¡Sube! Y subió. Y mientras me seguía por
las empinadas y
costosas escaleras hasta la tercera planta, nada menos, sentía como sus ojos
se clavaban en la espalda
al aire de mi vestido nuevo. Aquella noche había apostado por el negro. No
era el momento de
arriesgar. Necesitaba sentirme segura conmigo misma y con mi ropa, pero
lo había adornado con un
collar de bolitas rojas y unos pendientes a juego, que me había regalado a
mí misma en una tienda
hippie, en la que hacían bisutería con casi cualquier cosa. A saber de qué
estaban hechas las bolitas de
mi collar, pero no importaba porque le sentaban muy bien a mi escote. Y,
por supuesto, me había
puesto las sandalias que él me había regalado antes de conocerme. No
quería que me pasara como con
unas bragas que me había regalado mi novio a los veinte años, que eran
blancas y tenían escrito en
letras rojas: «El reposo del guerrero»; siempre me habían parecido tan
horteras que me dije a mí
misma que las guardaría para lucirlas sólo en una ocasión especial, que,
por supuesto, nunca llegó. Al
final, las tiré a uno de esos contenedores de ropa usada, sin estrenar, con
cajita y todo. Al cerrar la
puerta y sentir cómo se abalanzaba sobre mí, tuve la tentación de frenarlo
durante un segundo para que
fuéramos más despacio. Pero la tentación de permitir que continuara en
plan salvaje fue mucho más
fuerte, así que me decanté por la segunda. Y es que no siempre tenía las
tentaciones a pares… no
podía desaprovecharlas.
—¡Cómo te queda ese vestido! —exclamó al quitármelo—. ¡Sos una diosa
con ropa! Aunque en la
playa estabas hermosa…Había olvidado que ya me había visto medio
desnuda. Y yo a él. Le arranqué
la camisa porque quería volver a ver los tímidos pelos asomando por su
piel morena. La lancé sobre la
lámpara de la mesita y allí se quedó, proporcionando una tenue
iluminación al dormitorio, que venía
al pelo en aquel momento.
—¡Y tú estás tan buenorro! —lo piropeé. Reconozco que no quedó muy
poético, pero me salió de
lo más hondo. Cuando estábamos en la cama, y sentí su cuerpo desnudo,
tuve una colisión neuronal y
pensé que, al día siguiente, ni se acordaría de mí. Seguramente, era un
argentino más, ligando con una
española más, de la que después ni recordaría el nombre. Y yo, además de
Sibila, le había dicho mi
nombre verdadero. Lo sabía todo de mí. ¿Y si pensaba sólo aprovecharse y,
después, si te he visto no
me acuerdo?
—¡A la porra! —grité sin darme cuenta.
—¿Qué decís? —me preguntó inclinándose.
—Nada, nada.
—Dijiste algo —insistió.
Pensé que, si no le explicaba lo que había dicho, no seguiría preguntando.
—He dicho «¡a la porra!»
—¿Y eso qué es? —preguntó partiéndose de risa.
—La «porra», pues no sé; no estoy muy segura de qué mierda es una porra.
Están las que se comen
o las de los policías, y también éstas, que son como mierdas, creo. Sus ojos
estaban cada vez más
interesados en mi explicación y su sonrisa me decía que quería continuar
escuchándome.
—Es como decir… «¡a la mierda!»
—¿Y me lo decís a mí?
—¡No, a ti no! Se lo gritaba a mis neuronas.
—¿A tus neuronas? —repitió y en su boca me sonó mucho más tonto que
en la mía.
—Es que… estaba pensando.
—¿Qué pensabas?
—Bueno —dije incorporándome—, que quizá tú seas un argentino
auténticamente argentino, ya
sabes, y yo sea una española tonta e ilusa y, bueno, que tú mañana es
posible que ni te acuerdes de mí.
—¿De verdad, creés eso?
—Es posible, no sé.
—¿Pensás así de todos los argentinos?
—Vuestra reputación os precede —afirmé con seguridad.
—Pues yo no soy como los demás —se rió—. Ysho soy yshoooo… —me
aseguró con esa y
griega/elle/hache aspirada que me volvía loca.
—Ya… —Empezaba a haber demasiadas «y griega/elles» entre nosotros.
La mía sonaba a alemán,
al lado de la suya.
—¡Mirame! —me pidió cogiendo mi cara entre sus manos grandes y
cálidas—. Mañana, me
acordaré de tu nombre y de vos también. Y vos, ¿te acordarás de mí?
—Me acordaré —repetí embobada.
—¿Podemos seguir entonssses?
—Podemos —asentí.
Me envolvió con tantas sensaciones que me pareció estar viviendo un
sueño, aunque muy real. Mi
cuerpo respondía con rapidez y le hice entender que no quería alargar más
los preliminares. Lo
comprendió y comenzamos un baile mucho más sugerente y salvaje. Mis
ojos brillaban y me escocían.
La pasión que daba y recibía de él lo inundaba todo. Era feroz cuando tenía
que serlo; así me gustaban
a mí los hombres. Nada de ñoñerías. Un hombre tenía que saber cuándo
una mujer quería mimitos y
cuándo necesitaba algo más que caricias y besos. Y él lo intuyó
perfectamente. Era increíblemente
perfecto. Mis ojos se humedecieron y me picaron tanto que tuve que
apartar mi mano de su nalga para
rascarme con avidez el lagrimal derecho. Estaba emocionada. «¡Qué
hombre! ¡Consigue hacerme
llorar con su sabiduría sexual! ¡Logra que me ardan los ojos de placer!»,
pensaba. Empecé a toser
bruscamente y él se sumó a la tos, también. Con la rapidez de un felino se
apartó de mí y se abalanzó
sobre la lámpara. Quitó de encima su camisa y comenzó a sacudirla contra
el suelo para apagar la
pequeña llama, mientras yo lo miraba atónita. Empezaba a comprender lo
que acababa de ocurrir.
Cuando levantó la camisa para enseñármela, tenía un agujero. Solté una
carcajada y él abrió la ventana
para dejar entrar un poco de aire. La habitación estaba envuelta en un humo
espeso y había olor a seda
quemada. Él también se rió y regresó a mi lado para seguir con lo que,
hacía rato, habíamos iniciado.
—Y yo que estaba pensando: «¡Qué hombre!» —le dije—. Me decía:
«¡Qué pasión! ¡Si hasta me
pican los ojos de lo bien que lo hace!».
***
Hay un Día mundial del niño; de la mujer; del trabajador; del riñón; de los
enamorados; del agua;
del sueño; de la salud; del orgullo gay; de la libertad de prensa y hasta de
la menopausia. Pero, ¿por
qué no hay un Día mundial de la mujer sorprendida y satisfecha
sexualmente? Como resulta un poco
largo, podríamos dejarlo en el Día mundial del embeleso. Así me sentía yo,
totalmente embelesada
mientras paseaba por el paseo —valga la redundancia—, bajo un sol
radiante y el influjo de un
arrobamiento interior, que no me permitía ver las cosas malas de este
mundo y que expresaba con una
cara relajada de bobalicona y una sonrisa inconsciente, pero constante, que
habría mantenido las
comisuras de mi boca hacia arriba, incluso aunque tres camiones de la
basura me hubiesen rodeado
con su olor dulzón a desperdicios ajenos. En otras palabras, estaba
enamorada. Por fin, había
encontrado a alguien por quien mi corazón había decidido latir con alegría.
El entorno me parecía
distinto. Sobre todo, cuando recordaba mi despertar aquella mañana, con
tostadas untadas de queso
blanco y mermelada de fresa, en una bandeja junto a un café con leche y un
zumo de melocotón.
Nahuel no sólo era el mejor amante que había tenido en mi vida, sino que,
encima, me había preparado
el desayuno y me había despertado con una sonrisa y unas bellas palabras
de regalo.
—¡Tenés el pelo como un nido de caranchos! —me dijo, sentándose al
borde de la cama. No supe
a qué se refería, pero cuando me miré al espejo y vi mi pelo alborotado, le
entendí. ¿Se podía pedir
más? Sí, y yo lo había hecho. Tenía en mis manos el trozo de papel en el
que, años atrás, había escrito
cómo quería que fuese el hombre de mi vida. Así que podía decirse que
Nahuel era un nuevo personaje
de mi imaginación, el principal, y me sentía como si yo lo hubiese creado.
Como si su vida hubiera
comenzado cuando se subió a un avión, dejando Buenos Aires para
aterrizar en España en busca de la
felicidad y de nuevas oportunidades. Y las había encontrado. Según me
dijo aquella misma noche, yo
era su felicidad y me envolvió con sus palabras, mientras sus ojos brillaban
con unas lágrimas de
emoción que no pudo evitar. Nunca el llanto de un hombre me pareció tan
verdadero ni tan sensual.
Todo en él era sexy. Si se rascaba, lo hacía mostrando sus manos finas de
dedos largos y uñas bien
cuidadas. Si hablaba, lo hacía con esas eses arrastradas y esas elles que
parecían sacadas de la letra de
un tango y que se confundían con las haches aspiradas de las canciones en
inglés. Habían pasado dos
semanas desde nuestro encuentro en la playa naturista y empezaba a creer
que Nahuel era fruto de mi
inspiración inconsciente en un momento de arranque literario. No se podía
ser y estar tan bueno,
siendo tan sólo un hombre. Argentino, sí, pero hombre al fin y al cabo. ¿O
acaso todos los argentinos
eran superhombres? Deseché la idea rápidamente, porque había conocido a
otros y no tenían nada que
ver con él. Mi hermana era experta en cobijar a camareros argentinos en su
regazo, como si participara
en un proyecto de acogida al inmigrante, y, según su experiencia, la
mayoría eran bastante típicos y
tópicos; es decir, argentinos guaperas que se las ligan a todas y están
orgullosos de la reputación que
les precede. Además, había cosas que la madre patria nunca podría
perdonar, como que, a cambio de
enviarles a artistas como Joan Manuel Serrat —que aunque con voz
temblorosa, es un pedazo de
músico y poeta— y a Joaquín Sabina —que aunque con voz de cazalla, es
otro poeta—, ellos nos
hubieran mandado a Luis Aguilé y a King África. Esas cosas no se olvidan.
No estaba siendo fácil para
mí creer en mi buena suerte. Me sentía como si lo hubiese comprado en
una tienda, a medida y por
encargo:
—Quítele el kit de «Argentino futbolero, chovinista y boca sucia» y
póngale el kit de «Me
encantan las comedias románticas y odio las pelis de acción», el de «Me
plancho yo solito las
camisas» y el de «Te llevo el desayuno a la cama» —me imaginé pidiendo
en un comercio.
—¡Como usted quiera, señora! Nos acaban de traer un nuevo kit de «Te
susurro cosas eróticas al
oído» y también el de «Me encanta salir todos los fines de semana,
domingos incluidos».
—¡Póngame esos también!
—Le va a quedar un argentino estupendo, señora —me decía el
dependiente, en mis fantasías—.
Ya verá lo contenta que estará con él y ya sabe que ¡En los almacenes «Mi
Buenos Aires querido», si
no queda satisfecha, le devolvemos su plata!En tan poco tiempo como
llevábamos juntos, apenas nos
habíamos separado. Le había visto ayudar a las señoras mayores con sus
compras en el supermercado;
dejar pasar en la caja a los que llevaban solamente un paquete; ayudar a
bajar el carrito de bebé a una
pobre mujer al borde de unas escaleras; tirarse al agua para salvar la
zapatilla de un niño pequeño que
lloraba en la playa porque decía que su mamá le iba a pegar por haberla
perdido; y otras tantas buenas
obras. Incluso, una noche, paró el coche a un lado de la calle porque vio a
un señor con un bastón en
un paso de cebra. Después resultó que el señor no era ciego ni anciano ni
nada y que, además, no tenía
intención de cruzar, pero lo importante fue el detalle. A todo esto, había
que añadir que era el hombre
más caballeroso que conocía, pues me abría la puerta del coche y todas las
puertas que se
interpusieran en mi camino; no me dejaba nunca llevar peso; y me había
arreglado la cisterna que,
desde hacía tiempo, no funcionaba bien. Recordaba algo que siempre me
había dicho mi madre: «Es
necesario tener un hombre en casa, para que haga esas cosas que una mujer
no quiere hacer» . Supongo
que debía de referirse a lo de la cisterna. Además, era un as en la cama.
¿Qué más podía pedir? A
cambio, yo le devolvía mi agradecimiento con mi maravillosa cocina. Le
preparaba platos exquisitos
que él no conocía, como mi famosa sepia en salsa, las lentejas a la Sibila o
mi arroz al horno. Cuando
dormíamos, lo hacíamos tan juntitos que nos sobraba cama por los cuatro
costados. Nahuel no roncaba
y eso estaba bien, porque lo que ocurre en un lado de la cama afecta
inevitablemente al otro. Él apenas
se movía durmiendo, lo cual compensaba los cientos de vueltas que yo
daba y las idas y venidas al
baño, para hacer pis o para escribir algunas notas. Sin duda, mi vida había
cambiado. Salía con un
«uñólogo» y el showroom que acababa de poner en el estudio de mi amiga
Gigi funcionaba de
maravilla. Tenía una larga lista de clientes esperando para pedirme una cita
y mi cuenta bancaria
había engordado bastante, casi sin darme cuenta. Trabajaba mucho, pero
como mi labor era bastante
armoniosa y divertida, sólo se cansaban mis pies por culpa de los tacones,
pero de piernas para arriba,
me sentía totalmente descansada. No usar tanto la mente se había
convertido en una terapia
maravillosa. Había abandonado la profundidad de la vida para internarme
en un mundo superficial y
tremendamente entretenido, que había empezado a darme satisfacciones y
beneficios desde el primer
momento. Suspiré alegre y aliviada al ser consciente, por primera vez, de
cuánto había cambiado mi
vida, para bien, en tan poco tiempo. El lado oscuro empezaba a clarear; de
hecho, se había vuelto
resplandeciente. Gigi me saludó levantándose y dándome un beso.
Ultimamos los detalles para la
siguiente presentación de mi showroom en su estudio y pronto nuestra
conversación derivó a lo
importante: mi nuevo «ligue», como ella le llamó, o «mi amor verdadero»,
como lo llamé yo, para su
sorpresa. No sólo me había citado allí para hablarle del showroom. Quería
comunicarle que iba a hacer
un viaje.
—¿Te vas a casar? ¡Ahhh! —chilló entusiasmada en la terraza del
restaurante.
—¡No! —le aseguré.
—¿Cómo que no? ¡Os vais a Las Vegas!
—¿Y qué? —pregunté.
—¿Y qué? ¡La gente va a Las Vegas a casarse! —exclamó.
—Eso es en las películas —le respondí con serenidad, intentando que se
tranquilizara. La gente
miraba hacia nuestra mesa, porque los comentarios de Gigi llamaban
demasiado la atención.
—¿Entonces, para qué?
—¿Para qué, qué? —intenté averiguar.
—¿Para qué te lleva a Las Vegas?
—No sé. Será que pilla de paso…
—¿De paso, de qué?
—De los premios «Hispano del año». Ya te he dicho que le han invitado
porque le van a dar el
premio.
—¡Ja, querida! ¡En Estados Unidos, nada pilla de paso! —contraatacó
haciendo caso omiso a lo
que no le interesaba. Abrió mucho la boca y gritó—: ¡Es un país
enoooorme!
—Ya lo sé. He estado allí, ¿recuerdas? Pero no vamos a casarnos.
Gigi sonreía…
—¿Te haría ilusión? —me preguntó.
Yo también sonreía…
—No lo sé.
—¡Sí, te haría ilusión! ¡Ahhh! ¡Vas a casarte! —vociferó de nuevo.
—¿Quieres bajar la voz? ¡Se va a enterar todo el restaurante!
—¡Dime la verdad!
—¡Vale, está bien, pero baja la voz! —intenté que se calmara—. No voy a
casarme. Bueno, no lo
sé, no me ha dicho nada.
—En España, los hombres no dicen nada. Quiero decir que no se declaran
ni te regalan un anillo,
nada de eso. Eso es en Estados Unidos. Lo lamenté. Pensé en las veces que
había visto declaraciones
de matrimonio en las películas americanas. Siempre que presenciaba esas
peticiones de mano, con
anillo incluido, deseaba que algún día me ocurriera a mí, a pesar de que
siempre he estado en contra
del matrimonio. Creo que es un contrato de compra. Me parece una
exigencia obsoleta, y nada realista,
obligar a alguien a estar con otro individuo para siempre. Además, estoy
convencida de que la palabra
«siempre» no existe. La eternidad quizá sea real, pero no en este mundo.
Por eso, sabía que si me
hacía ilusión era sólo por el diamante. Pero, como aquí en España esa
costumbre no estaba muy
arraigada, no me preocupaba, pues en el fondo tenía pánico al matrimonio.
No conocía un solo
matrimonio que fuese feliz, al menos, desde mi perspectiva de la felicidad.
Admito que, seguramente,
mi concepto era distinto al de las parejas casadas que conocía.
—Pero él es argentino —aclaré.
—Pero en Argentina creo que tampoco regalan anillo ni se ponen de
rodillas, nada de eso. ¿Y si te
lo pidiera, le dirías que sí? —siguió preguntando Gigi.
—No lo sé, ni siquiera lo he pensado.
—¡Ah, vamos! —hizo un gesto con la mano—. ¡A mí no me engañas! ¿Le
dirías que sí? —repitió
con su sonrisa de dientes blancos.
—Pues… es posible que… sí. —Me parecía que no era yo quien hablaba,
pronunciando
afirmaciones con tanta ligereza—. Sí, quizá le dijera que sí. Puede ser, sí
—repetí una y mil veces
hasta creerme lo que estaba diciendo.
—¡Oh, Dios mío, le dirías que sí! —chilló Gigi.
—¿Y ahora qué pasa? —grité yo para acompañarla.
—¿Y si es un psicópata? ¡Le conoces desde hace sólo dos semanas!
—¡Creía que te hacía ilusión!
—¡Y me la hace! Pero reconoce que es un poco arriesgado.
—¿En qué quedamos? ¡Querida Gigi, no hay quien te entienda!
—¡Es que puede ser un psicópata y cortarte en pedacitos durante la noche
de bodas!
—No tiene pinta de eso… —le aseguré.
—¡Ah, claro! ¿Y tú sabes la pinta que tiene un psicópata de cerca, verdad?
¡Como has visto tantos!
Abrí los ojos en señal de sorpresa. Mi amiga me desconcertaba. Ya no
tenía claro si estaba
entusiasmada con la idea de mi boda o la detestaba por completo. Continuó
hablando, mientras cogía
un pedacito de pan y lo mojaba en el aceite con perejil de la sepia a la
plancha.
—¿Y qué pinta tiene un psicópata? Los psicópatas no tienen pinta de
psicópatas, porque si tuvieran
pinta de psicópatas, no serían psicópatas —recitó costosamente, dejando
escapar más eses de las
debidas y alguna que otra miga de pan en mi dirección.
—¡Qué bien hablas español! —me asombré.
No conocía a nadie que hubiese podido recitar esa parrafada con un trozo
de pan mojado en aceite
entre sus dientes. Salvo a mí misma, claro.
—Lo sé —sonrió satisfecha— y eso que mi idioma es el francés, o quizá el
alemán, no lo sé, quizá
los dos.
—No es un psicópata —dije volviendo al tema—. Si hubiese querido
matarme, ya lo habría hecho.
¡Por favor, Gigi, si ha dejado su cepillo de dientes en mi baño!
—¿Y eso, qué? —me preguntó sin saber a qué me refería.
—Pues que si me matara, la policía encontraría su ADN en el cepillo.
—¿Has visto CSI últimamente? —me interrogó muy seria.
—No, sabes que odio las pelis de crímenes.
—¡Pues, deberías! —insistió ella—, porque se te da muy bien. A mí no se
me hubiese ocurrido.
¿Así que se ha llevado el cepillo de dientes a tu casa, eh? —Me miró
intentando averiguar si ya
habíamos estado juntos—. ¡Te has acostado con él! —gritó de nuevo,
sonriendo con satisfacción—.
¡Pillina! Cuéntamelo todo.
—Ahora no tenemos tiempo, ya te lo contaré de regreso a casa —dije
sintiendo que las miradas se
volvían a centrar en nosotras.
—¿Y si te encuentras allí a un Robert Redford que te quiere dar un millón
de dólares por acostarte
con él?
—Ya voy con Robert Redford y no necesito un millón de dólares.
—¿No te acostarías con un tío bueno por un millón de dólares? ¡Sí que
estás enamorada!
—Quizá por dos millones…
—Siempre me dejas con la intriga. Está bien, pidamos la cuenta que ya
debe de estar esperándonos
—dijo mirando la hora en su nuevo reloj de los chinos.
—¿Quién? —le pregunté.
—La nueva clienta de la que te hablé.
—¿Has quedado con ella hoy?
—Hemos quedado —corrigió.
Recordé la primera vez que había hecho de shopper coach. A Gigi,
prácticamente, la había
transformado. Eché un vistazo a su ropa: minifalda, zapatos de tacón, blusa
floreada en colores vivos,
una rebequita fina sobre el brazo de la silla y un bolso verde agua que
colgaba encima, con dos asas en
forma de cadenas doradas, de imitación, que le habíamos comprado a un
mantero en la playa. Dejé
escapar un suspiro, mitad de susto, mitad de satisfacción. Había hecho un
buen trabajo. Parecía otra.
—Cuando esta mujer me llamó por teléfono, se notaba que estaba
encantada contigo —le conté
mientras intentaba levantarme de la silla—. ¿Qué le has hecho? ¿Le
reequilibraste gratis las energías?
—Sí.
—¿Y a cambio? —pregunté.
—A su marido, le reequilibré otras cosas.
—¡No me lo puedo creer! —Me había quedado con la boca abierta.
—¡ Baby, yo también tengo mis talentos ocultos! —respondió sonriente—.
¡Vámonos!
—¡Uf! Siempre me pasa lo mismo —protesté tras conseguir levantarme—.
¡Cuando como mucho
se me hinchan las tetas!
***
Decidí que la fiesta Flower Power, de bienvenida a la primavera, que
organizaba Ariel en su mini
apartamento, sería el mejor momento para presentar mi nuevo novio a mis
amigos. Le presté un
chaleco hippie y ni rechistó mientras se lo ponía. Yo encontré una falda
larga y una camisa floreada en
el fondo de una bolsa de ropa prejubilada, y me coloqué unas margaritas en
el pelo. Llevaba otro ramo
de margaritas blancas para Ariel, que había puesto como condición que
lleváramos flores. El piso era
de una única habitación y, aunque tenía una gran terraza, estaba tan llena
de plantas que no cabía casi
nadie. Aún así, había metido a casi cien personas entre aquellas cuatro
paredes, a cuál más original,
por cierto. Todos íbamos disfrazados, pero algunos habían optado más por
el regreso de Tony Manero
que por la filosofía de hacer el amor y no la guerra. Llevaban grandes
pelucas al estilo afro y vestían
monos acampanados en colores metálicos, como los de los Jackson Five.
Otros se habían colgado en el
cuello todo lo que encontraron por casa, a lo Jimi Hendrix. El caso era
parecer que habíamos
regresado a la época en la que la gente aún creía que los sueños podían
hacerse realidad. Ariel nos
abrió la puerta y se lanzó a abrazar a Nahuel. Llevaba un pedo que le
impedía levantar los párpados
demasiado, lo suficiente como para ver un poquito y no chocar con la
abundante decoración de la casa.
Nunca había visto tantos budas ni dioses indios, tantas velas encendidas y
tantas varillas de incienso.
Parecía una iglesia en Semana Santa.
— ¡Namasté! —gritó con alegría—. ¡Habéis llegado en el mejor momento!
¡Aquí está lo mejor de
cada casa!
—De eso no hay duda —afirmó Nahuel tras echar una miradita al interior.
Abundaban los cuerpos musculados que, a pecho descubierto y depilado,
bailaban animosos en un
chill out improvisado en el centro del salón. Algunos se habían dispersado
ya por el jardín
comunitario y se escuchaban los chapuzones que se daban en la piscina.
Hacía una noche maravillosa
y ya olía a verano.
—¡Estás preciosa! —me dijo Ariel y me dio un abrazo para acercarse a mi
oído—. ¡Está más
bueno al natural que visto a través del espejo!
—Lo sé —sonreí.
—¡Adivina quiénes han venido también! —Señaló con la barbilla a los dos
dependientes de la
tienda de Ponche&Bananna—. Me acerqué a llevarles una invitación y aquí
están. ¡Quizá haya suerte
esta noche! —Se relamió.
—¿No paras, eh?
—¡Yo no he encontrado aún al hombre perfecto, querida!
—¿Y Gigi? ¿Ha llegado ya?
—No, ya la conoces —contestó—. Le encanta hacerse notar. No vendrá
hasta que empecemos a
echarla de menos. —Sonó el timbre de la puerta—. ¡Ah, ahí está! ¿Qué te
dije? Hablando de Giselle
Buche…
—¡Qué casa tan pequeña tienes! ¡Y qué abarrotada de cosas inútiles!
Necesitas una consulta de
feng shui —dijo ella como saludo, antes incluso de cruzar la puerta, tras
entregarle un pequeño cactus
de esos que venden en los supermercados, de pelo blanco largo y lleno de
peligrosas espinas.
—¡La invitación decía que había que traer flores! —chilló Ariel entrando
en la cocina y tirándolo
a la basura.
—Es lo mejor que he encontrado. Me recuerda a ti cuando seas viejo —
contestó ella. A Nahuel le
pareció divertidísimo el encuentro y eso hizo que a Gigi le cayera bien
desde el principio.
—¡Vive en una nube de pedos! —dijo, refiriéndose a ella, con otra de sus
expresiones porteñas.
Les presenté y ella lo abrazó, frotándole la espalda durante unos segundos
para percibir su nivel de
energía.
—Lo tiene alto —me informó—. Está energéticamente buenorro.
Me reí. Había comida y bebida por todas partes. Ariel había llenado varias
fuentes con frutas:
fresas y plátanos. Las flores se apretujaban olorosas en vasos y jarrones de
cristal. Nos servimos un
plato pequeño de tabule, dejando sitio para la tarta que se alzaba
majestuosa en el centro de la mesa.
Bailamos toda la noche los tres juntos y solos, porque Ariel se debía a sus
invitados, y estos eran un
poco cerrados y no permitían que lo nuevo entrara en sus vidas. Al fin y al
cabo, en los pueblos
siempre ha sido así. Parece que a la gente le cueste más abrirse. ¡Y eso que
allí todos teníamos la
misma pinta de retrasados mentales! El peor grupito era el de los amigos
de Ariel de toda la vida, los
que habían ido con él al colegio y, después, al instituto. Parecían tener
veinte años más que él y
también veinte kilos. La que había sido su mejor amiga de la infancia, una
culona cuya celulitis se
extendía de Oriente a Occidente, intentó hacernos el vacío durante toda la
noche, aunque no dejaba de
mirar a Nahuel, mientras su otra amiga, una flacucha con el pecho como un
centro de planchado, le
limpiaba las babas. Eran cuatro o cinco solamente, pero se distinguían
entre la multitud de buenorros
guais porque no bailaban libres, cual palomas al viento, sino que
permanecían sentados, muy juntos,
en el único sofá que había en el salón, viendo bailar a los demás para
criticar todos sus movimientos.
Además, eran los únicos que no iban disfrazados, sino que vestían al estilo
hortera pueblerino
universal. Nosotros nos divertimos mucho. La prueba fue la sesión
fotográfica en la que participamos
durante toda la noche. No se me ocurrió pensar que Nahuel causaría tanta
sensación entre los
invitados, si no, quizá hubiese elegido un momento más íntimo para las
presentaciones. Aunque no me
preocupé y seguí disfrutando de la velada junto a mi novio, que no se
separaba de mí, no sé si porque
realmente me adoraba o porque temía lo que pudiera pasarle si se perdía
por algún pasillo. El grupo de
los pueblerinos decidió que era hora de tirarse unos a otros a la piscina,
como eternos adolescentes. Se
lanzó incluso uno que debía de pesar ciento cincuenta kilos y que, del
panzazo que dio sobre el agua,
mojó a los más glamurosos de la fiesta, que bailaban animados en el borde.
Los demás siguieron a la
morsa, también el centro de planchado y la celulítica salida, y se lanzaron
al agua al estilo bomba, a
ver quién era el más bestia y capaz de mojar a más glamurosos de una vez.
Éstos se enfadaron y
escupieron sobre sus cabezas, marchándose de allí con rapidez. El
espectáculo desde la terraza era
bastante vergonzoso. No había duda de que los compañeros de la
adolescencia y la infancia de Ariel se
negaban a permitir que su amigo se abriera a un mundo en el que ellos no
querían entrar.
—¡Esto me pasa por mezclar a las churras con las merinas! —se lamentó
después. De vez en
cuando, le salían expresiones un tanto aldeanas.
E l glamour regresó a la terraza cuando el grupo de disfrazados de los
setenta, con el pecho al
descubierto y los paquetes bien marcados, regresó. La fiesta comenzaba a
declinar y empezaba el
momento de los desvaríos. El más vistoso comenzó a lanzar plátanos a sus
amigos y a pelar uno para
comérselo. Antes de darle el primer mordisco, su mirada se topó con
Nahuel y pareció que descubría
de nuevo su sexualidad. Se acercó a él, sin importarle lo más mínimo mi
presencia ni la de Gigi, y le
ofreció el plátano a mi novio para que lo mordiera. Nahuel no supo qué
hacer, salvo apretar los dientes
y negar con la cabeza, como un niño que no quiere comer acelgas ante el
tenedor que sostiene la mano
de su madre. Gigi y yo casi nos morimos de la risa al ver la escenita.
Tampoco sabíamos cómo
ayudarle. Al escuchar nuestras carcajadas, él también comenzó a reírse y el
glamuroso aprovechó para
meterle el plátano en la boca. Nahuel lo escupió como si le hubieran dado a
probar una brocheta de
cocodrilo en lata, y regresó corriendo al salón. Cogí a Gigi de la mano y
corrimos tras él, pero al llegar
le encontramos en una situación peor que la anterior. Otro setentero, con
peluca a lo afro, le acariciaba
con la punta de un gladiolo amarillo, mientras bailaba a su alrededor. Mi
novio estaba paralizado, y se
sentía acorralado, pero Ariel se estaba desternillando. Nahuel aguantó una
situación incómoda tras
otra, sin enfadarse. Sentí que había pasado la prueba, sin duda. Era el
hombre más seguro de sí mismo
que había sobre la Tierra.
Me acerqué y lo saqué a bailar, provocando que el del gladiolo se alejara,
sorprendido de mi
aparición. Era la primera vez que estaba rodeada de hombres y ninguno se
había fijado en mí. Era
libre. ¡Qué alivio y qué descanso sentir, por una vez, que mis curvas
femeninas no eran lo que
atrapaba la atención de los ojos de un hombre!
—Nos vamos ya —informé a Gigi, que había regresado a la terraza y
charlaba animadamente con
Jimi Hendrix.
—¡Me quedo! —se acercó a mi oreja—. Creo que ya tengo quien me lleve.
—¿Estás segura? —le pregunté al ver a su acompañante.
— Of course! —me contestó muy sonriente. Antes de marcharme, oí el
resto de su conversación…
—No, aunque vivo aquí, llevo una vida muy variada. Canto en la coral del
pueblo.
No quise imaginar la cara de Jimi Hendrix al escucharla. Al día siguiente,
supe por Ariel, que Gigi
había tenido que coger un taxi para volver a casa.
—¿Pero qué se creía? —exclamó Ariel—. ¿No se había dado cuenta de que
allí había más plumas
que en una orgía con el gallo Claudio y Piolín?
***
Si hubiera podido elegir un lugar del mundo donde sufrir retortijones,
cagalera y malestar general,
habría sido exactamente allí, en los restrooms del hotel Caesars Palace de
La Vegas. Ya sé que hay
uno en casi todas las ciudades del mundo, pero no se parecen en nada y,
seguramente, la mayor
diferencia está en los baños. Creo que por eso tienen ese nombre los aseos,
restrooms, porque son
verdaderas habitaciones de descanso. Me habían sentado mal los tortellini
del avión, y es que en
primera se come igual de mal que en clase turista. Al menos en aquella
ocasión, no había sido como
aquella vez que hice un viaje de dieciséis horas de ida y veintitrés de
vuelta, para pasar tres días en
esta sorprendente ciudad. Y es que mi primer visita a Las Vegas fue
gracias a que gané un concurso. Y
todo por haber visto una película en la que la ciudad salía durante diez
minutos. Mi compañero de
aquel momento, me había hecho rellenar unos tiques que había que enviar
con la entrada del cine y yo,
soñadora empedernida, los envié sin confiar en ganar, por supuesto. Sólo
recuerdo haber pensado
durante un segundo: «¡Mira que si nos toca un viaje a Las Vegas…!». Lo
cierto es que nunca había
sido un lugar al que yo quisiera ir, porque no me atraen el juego y el
pecado venial. Bueno, quizá este
último sí, de vez en cuando. Sin embargo, allí estaba de nuevo, en esa
ciudad que amaba sin saber por
qué. Puede que en otra vida fuese crupier o stripper. ¿Quién sabe las
locuras que habré hecho en otra
vida? Viendo cómo me había ido en ésta, podía hacerme una idea. El viaje
había sido bastante
agradable. Nada de sentir el culo partío por los asientos que parecen
hechos de madera, ni la espalda
tiesa por no poder echar el respaldo hacia atrás. Al contrario, las butacas se
reclinaban como camas y
mi trasero reposaba en un material mullidito como el algodón. Cuando la
azafata se colocó delante y
empezó a levantar las manos con esa coreografía aprendida que señala las
puertas de emergencia,
recordé lo ocurrido en mi primer viaje a aquella alegre ciudad. Al ver a la
azafata, que se movía con
elegancia, un gracioso gritó:
—¡Una cerveza! La pobre chica se tragó su orgullo de camarera celestial y
respondió con
educación:
—Ahora no es el momento, señor. En diez minutos, pasaremos con el
carrito de las bebidas.
Una hora después, la misma azafata se mostraba muy enfadada y sacaba al
gracioso de una oreja,
porque lo había encontrado fumando en el servicio. Reconozco que no me
importó perderme las
sorpresas de la clase turista, ni aunque me resultasen divertidas, y
descubrir que el cielo business no es
sólo para los ángeles. Estaba viviendo el momento más importante y
trascendente de mi vida. ¿Y qué
estaba sintiendo? Retortijones. No era la mejor sensación ante lo que intuía
que iba a ocurrirme. Casi
sentía la frialdad del anillo rodeando mi dedo anular y podía ver un pedazo
de diamante brillando con
fulgor en el interior del cuartito, en el que hacía diez minutos que me había
atrincherado. Era posible
que el dolor de tripa no fuera sólo por los tortellini. La idea de casarme me
aterraba. La de llevar un
anillo maravilloso en mi mano izquierda me alucinaba. ¿Y si Gigi tenía
razón y Nahuel me había
traído a Las Vegas para casarnos? El restaurante del Caesars Palace parecía
perfecto para declararse y,
como él era tan detallista y le encantaba sorprenderme, quizá… En esa
ciudad, todo parece posible y
absolutamente nada es improbable. Los americanos no son mejores que
nosotros, los europeos. Nadie
es mejor que nadie, creo yo, pero ellos han sido educados con la fe en que
pueden conseguir lo que
quieran y se propongan, al menos, los que han ido a un buen colegio. ¿Y
nosotros? ¿Cómo hemos sido
educados los españoles, con respecto a la autoestima? Prefiero no
contestar; que cada cual lo haga
según la educación que haya recibido. Quizá no en todo Estados Unidos sea
así, pero en Las Vegas se
tiene una idea distinta de lo que es ser rico. ¡Uf, otro retortijón! ¡Qué
fastidio! ¡Justo en el momento
en que van a pedir mi mano, yo estoy aquí, cagando a solas!
Lo bueno de los baños de Las Vegas es que son muy grandes y tienen
muchos cuartitos, con
muchas cosas dentro —hay una máquina expendedora de todo lo necesario
y completamente gratuita
—. Una puede caer en la tentación de querer quedarse un ratito más,
descubriendo las múltiples
posibilidades de ocio que ofrecen. Y, además, como siempre suena una
música maravillosa, también
puedes caer en la tentación de ponerte a bailar frente a los miles de espejos
que te reflejan por delante
y por detrás, y soñar que estás en un salón de baile del palacio de
Versalles.«Este lugar sagrado, al que
viene tanta gente, donde se sienta el más cobarde y se caga el más
valiente.» Nahuel me había recitado
este dicho argentino, al ver que iba al baño repetidas veces. La primera vez
que fui —y me refiero a
Las Vegas, no al baño— faltaba una semana para Navidad. Las calles y los
hoteles estaban adornados,
y aquí la decoración navideña no es igual que en otros sitios. En esta
ciudad, el lujo rebosa. La
emoción se nota en las miradas lacrimógenas de todos los que la visitan en
esas fechas y una tiene la
sensación de estar en una antigua película navideña americana, como Qué
bello es vivir o Mujercitas.
Mi espíritu se llenó de magia al ver tantas cosas bonitas y eso hizo que
creyera de nuevo en los Reyes
Magos, e incluso en Santa Claus, a pesar de su aspecto poco saludable y lo
hortera de su atuendo. Los
hoteles, con sus vestíbulos colosales —nunca sabes por dónde entrar ni por
dónde salir—, y los
casinos, con su horizonte inabarcable, me dejaron sin habla. Me
acostumbré al estridente sonido de las
máquinas, tan constante que se convirtió en una única nota sonora e
infinita. En cualquier esquina, se
podía escuchar jazz o esas dulces y maravillosas canciones navideñas que
tienen los americanos. Y yo
soy de esas personas a las que les guste escuchar canciones navideñas todo
el año, y menos aún los
villancicos españoles, con esas músicas de “dale que dale” y esas letras tan
reveladoras. Nunca
hubiera sospechado que había que remendarse y quitarse el remiendo,
repetidas veces, al ver a la burra
cargada de chocolate, ni que los peces beban en el río por ver a Dios
nacido. Pensaba que bebían
porque tenían sed. Aunque, pensándolo bien, ¿realmente beben los peces?
Ni idea. Otro misterio de la
vida sin resolver.
Decidí salir, contradiciendo a mi tripa, que no opinaba lo mismo. Fuera me
esperaba mi propio
hombre perfecto, sentado en la mesa de un restaurante maravilloso, en la
ciudad más asombrosa y
divertida del planeta. ¿Y quién sabía la sorpresa que me aguardaba? No
podía permitir que la
experiencia más divina de mi vida, se fastidiara por una mala comida de
avión. Antes de salir, recordé
el viaje. Habíamos hecho escala en Nueva York, para ir de compras y para
que no nos resultara tan
cansado. Una ciudad maravillosa también y que no conocía, aunque mi
corazón seguía estando
prendado de la ciudad del pecado y no estaba dispuesta a compartir ese
amor con ninguna otra urbe del
mundo, salvo Benidorm, por supuesto. Es sencillo. Cuando te enamoras, te
enamoras y punto. Nadie
debería nunca preguntarse por qué se enamora de alguien, qué cualidades
tiene, qué defectos posee
que pueda sobrellevar, etc. El amor no es así. Y yo estaba enamorada. No
iba a interrogarme acerca de
qué me había enamorado de Las Vegas ni de Nahuel. Sencillamente,
asumía que los amaba a ambos y
los tenía en el mismo momento. No podía ser más feliz… Bueno, quizá sí,
si hubieran dejado de
sonarme tanto las tripas. «¡Callaos ya! ¡Ahí dentro no queda nada que
echar!», les grité mentalmente.
Decidí arriesgarme e ir a comer. Le vi allí, sentado y solo. El pobre llevaba
un buen rato esperándome
y se levantó solícito a acercarme la silla. Era tan caballero…
—¡Estás pálida, flaca! —exclamó al verme la cara.
—Sí, soy un rostro pálido. Ya me he visto en el espejo.
—¿Te sentaron mal los tortellini?
—Eso ha debido de ser…
—Bueno, mirá todo lo que pedí. Si comés algo, te vas a encontrar mejor.
Me entraron ganas de
vomitar cuando vi la pirámide de aros de cebolla que sobresalía del pollo a
la parrilla.
—¿Por qué has pedido tanto pollo? —le pregunté al ver que había trocitos
de pollo también en la
ensalada.
—¿Y qué iba a pedir? Estos americanos sólo comen pollo. Y encima creen
que es como el
salmón…
—O el bogavante.
—Eso no lo conocen —afirmó.
—Seguro que hay muchos restaurantes españoles por aquí, pero no se me
ocurriría ir a ninguno a
comer paella —le dije—. Ya lo hice en Londres y luego descubrí que el
cocinero era chino.
—Es lo que tiene haber viajado tanto…
Le miré mientras me servía unos aros de cebolla. Era tan servicial y
caballero… —creo que esto
ya lo he dicho antes—. Me comí uno. Estaban riquísimos, tiernos y
jugosos. Se notaba que los habían
cortado a mano y no como los de las hamburgueserías. Me animé y probé
el pollo a la parrilla. Tenía
un sabor maravilloso, como ahumado. Me serví otro trocito y me atreví
con la ensalada, que estaba
condimentada con una salsa muy sabrosa. Comí felizmente, dándome
cuenta de que cuanto más
comía, mejor le sentaba a mi tripa. Pobrecita, sin duda la había mantenido
vacía demasiadas horas. Ni
siquiera había desayunado en el Dunkin› Donuts, como me gustaba hacer.
—¡Mina, vos no dejás de comer ni muerta!
—Bueno, no exageres. Sólo ha sido un pequeño malestar temporal —aclaré
sin darme cuenta de
que él llevaba un maravilloso reloj en su muñeca, que marcaba los minutos
a lo grande.
—Tené cuidado ahora, no comas muy rápido.
Asentí con la barbilla, masticando los aros de cebolla en mis carrillos.
—¡Me encanta cómo comés! ¿Todos los españoles comen con tantas ganas
o sólo vos? —me
preguntó riéndose.
—Es cosa de familia —le aseguré—. En casa todos comemos como cerdos.
Mi ex me decía
siempre que yo parecía una vaca, porque cuando comía siempre hacía
«¡mmm…!»
—¡Qué simpático!
—Un encanto de hombre —me reí.
—¿Por qué le aguantaste?
—No sé, aún me hago esa pregunta. Supongo que no me quería a mí misma
lo suficiente como
para mandarle a la mierda.
—Menos mal que lo hiciste y me encontraste a mí.
—Mi vida ha mejorado mucho. —Sonreí satisfecha.
—Yo pienso que comés tres veces. Una cuando pensás en comer, otra
cuando estás frente al plato
y otra cuando lo saboreás.
—Tú sí que eres un hombre.
—¡Ja, ja, ja!
Otra cosa que me encantaba es que nos reíamos mucho con nuestras
ocurrencias. Si hubiese
querido contestar a la pregunta de: «¿Qué tenía él para enamorarme?»,
habría podido dar esa
respuesta. Ambos amábamos cachondearnos de todo a cada momento.
Quizá él no compartía todavía
mi placer por la comida, pero yo tenía la seguridad de que era porque había
pasado poco tiempo en
España.
—Flaca, tengo una cosa para vos.
Empecé a toser. Estaba segura de que había llegado el momento. Lástima
que ni Gigi ni Ariel
estuvieran allí para ver lo digna que me ponía, tras limpiarme la grasa de
los aros de la boca y beber
un trago de agua rápidamente.
—¿El qué? ¿Tiene que ser ahora, aquí, en este momento, en este lugar?
¿No puedes esperar un
poco? —Después de escucharme, mis preguntas me sonaron de lo más
tontas.
—No.
—¿Por qué? —insistí.
—Porque no creo que haya un sitio más adecuado en el mundo para decirte
que quiero casarme
con vos. Tragué saliva. ¿Le había oído bien? ¿No habrían sido los restos de
cera de los tapones en mis
oídos? Había escuchado: «Casarme con vos» y estaba segura de que no lo
había dicho el tío de la mesa
de al lado. Nahuel seguía mirándome. Debía de esperar una respuesta o
algo parecido, pero a mí no se
me ocurría nada que resultase apropiado, romántico u original. Se quitó la
servilleta de las piernas y la
dejó sobre la mesa. Se levantó. Me pareció más guapo que nunca. Dobló
una rodilla y con la otra tocó
el suelo delante de mí. La gente se calló de repente y todas las miradas se
dirigieron a nosotros. Los
camareros y camareras frenaron sus pasos con las bandejas y se pararon en
mitad del restaurante para
asistir a la declaración en vivo. Creí que iba a morirme… Me miró con los
ojos más bonitos que he
visto en mi vida, con la mirada más seductora que se ha posado en mí
jamás. Sacó una cajita del
bolsillo de su chaqueta y la abrió delante de mí. Me quedé sin aire cuando
vi el pedazo de pedrusco
que adornaba aquel anillo.
—Si no te gusta, podemos ir a Tiffany’s a cambiarlo —aclaró.
Ahora sí que no podía respirar…
—¿Estás loco? ¡Me encanta! —acerté a decir.
—Me alegro porque este anillo es para pedirte que nos casemos, mañana
mismo, aquí, en Las
Vegas.
Podría haber gritado, pero el silencio era demasiado respetuoso como para
romperlo de aquella
manera. Todo el mundo estaba pendiente de la escena. No importaba si no
entendían el español,
porque todos sabían lo que significaba un hombre arrodillado con una
cajita negra abierta en su mano,
frente a una mujer. Y los que hablaban nuestro idioma, comenzaron a
sorberse los mocos y las
lágrimas. Mis oídos podían escuchar Winter Wonderland a todo volumen y
no estábamos en Navidad.
Ni en mis mejores sueños, podría haber imaginado una declaración mejor.
Nahuel respiraba de forma agitada y me pareció ver que hacía una breve
mueca de dolor,
probablemente porque su rodilla, aplastada contra el suelo, no daba más.
Yo tenía miles de razones
para negarme a su ofrecimiento. Detestaba saberme propiedad de un
hombre y el matrimonio era, para
mí, un contrato de compra en toda regla. Como había dicho Gigi, apenas le
conocía y aún tenía tiempo
de cortarme en pedacitos. Los recuerdos incómodos de los matrimonios
que conocía se agolparon en
mi mente. Mi tripa empezó a moverse de nuevo y me dio un retortijón que
pude haber recibido como
una señal que me enviaba el Universo para avisarme de que debía negarme
en rotundo. Podría haber
hecho caso a cualquiera de aquellas razones tan lógicas, pero mi corazón
latía con más fuerza que mis
tripas y el brillo de aquella piedra me estaba cegando. Y, para rematar, la
piel de mi amante, tersa y
suave, morena y firme, me recordó la última noche que habíamos pasado
juntos. «¿Por qué no? —me
dije—. Al fin y al cabo, ésta no sería la primera locura de mi vida y espero
que tampoco sea la
última.»
Balbuceé un tímido «sí» varias veces, hasta que pude escuchar mi propia
voz y gritar con fuerza:
—¡Sí! ¡Quiero casarme contigo! Yes, I do! —repetí en inglés para que me
entendieran el resto de
los comensales.
Nos fundimos en un abrazo. Me levantó con sus brazos fuertes y dimos
vueltas por el salón hasta
que mis pies se toparon con la esquina de la mesa. La gente empezó a
brindar con sus copas, se
besaron, se abrazaron y celebraron con nosotros la gran noticia.
—Nunca estuve tan seguro de nada en mi vida —me susurró mirándome a
los ojos, mientras ponía
el anillo en mi dedo—. ¡Tenés que hacerte las uñas! —exclamó.
—Y yo nunca he tenido tanto miedo —le contesté—, pero no me importa.
Nos reímos juntos una vez más, mientras todos se acercaban para darnos la
enhorabuena. La gente
en Las Vegas siempre me había parecido de lo más amable, pero aquello
fue demasiado. Una camarera
trajo champán y dos copas.
—Espero que no tengamos que invitar a todos —exclamé divertida.
Aunque tampoco me hubiera importado. Ahora, además de amor, tenía
dinero. Bebí un trago de
champán y un retortijón me recordó que había comido más aros de cebolla
de los que mi intestino
quería contener en su interior. Eché a correr una vez más.
Atrincherada de nuevo en un cuartito, me di cuenta de que las lágrimas se
me escapaban solas de
los ojos. Ahí estaba, cagándome encima. Pero qué diferente era esta vez,
porque una piedra fulgurante
en mi mano izquierda indicaba que estaba comprometida, como las chicas
de las películas. Igual de
hortera e igual de hermosa.
***
Reconozco que no hay una manera más original de celebrar una boda en
Las Vegas. Eso de casarse
sin bajarse de un descapotable, como si fuera un «MacBodas»
improvisado, o lo de que el oficiante de
la ceremonia sea un Elvis Presley, ya madurito y de buen año, en una de
esas capillas de motel en
medio del desierto, ya está muy visto. No puse objeción alguna cuando
Nahuel vino con la sorpresa y
la prisa de que me comprase un vestido de novia. Estábamos en uno de los
mejores hoteles, el Encore
Wynn, que tenía multitud de tiendas en el vestíbulo. Las boutiques no eran
para cualquier bolsillo,
pero tratándose del único vestido de novia que una pretende lucir en toda
su vida, si tiene suerte y ha
encontrado al hombre perfecto, había que tirar la casa por la ventana.
Tampoco buscaba un
supervestido de vuelo, ni en forma de buñuelo o merengue, sino uno
elegante que fuese con mi
personalidad o que, sencillamente, me gustara y me quedara bien. Cuando
me dieron el mono azul y
los calcetines amarillos, con el logotipo de la empresa en la planta de los
pies, fue como si me
hubieran pegado una patada en los mismísimos «huevelinos», aunque no
tuviera. Menos mal que había
otro para Nahuel, y para las ocho personas que iban a acompañarnos,
además de la tripulación, y que,
probablemente, nos harían de testigos. No conocía muy bien la mecánica
de una ceremonia civil y
mucho menos en Estados Unidos, así que decidí que me dejaría llevar,
pasara lo que pasara. Al fin y al
cabo, la boda de una sólo ocurre una vez en la vida y preferí no pensar,
antes de tiempo, que mi única
ceremonia iba a ser un churro.
—Quiero que sea una boda diferente. ¡Ya que estamos en Las Vegas, no
quiero casarme como todo
el mundo!Ahora me lamentaba de haber dicho aquella frase, pero estaba
tan contenta, en aquella cama
—con fresas envueltas en chocolate y champán rosado en una copa de
Martini, luciendo la lencería
nocturna que me había regalado mi prometido, disfrutando del sabor de
aquellos manjares en mi
lengua, mirando mi anillo reluciente, mientras le abrazaba, tumbados uno
junto al otro, felices tras
habernos amado una y otra vez—, que fue muy fácil caer en la trampa de
correr un riesgo aún mayor
que el de casarnos sin apenas conocernos. Él dijo estar de acuerdo y
durante el día estuvo haciendo
llamadas desde su móvil, para prepararlo todo.
Seguramente, yo sería la única mujer que no se ocupó de preparar su boda,
pero siempre he sido
diferente y los preparativos de cualquier cosa me abruman. Mientras él se
encargaba de todo, me
dediqué a buscar mi vestido. Lo encontré en una tienda semi escondida, en
la que vendían vestidos
vintage. Como estaban tan de moda, me pareció bien entrar. Encontré uno
delicado y suave, que se
adaptaba a mi cuerpo con facilidad y cuya tela era refrescante y amable,
para el tiempo caluroso que
hacía. Una sandalias plateadas en mis pies y ya estaba lista. Unas cuantas
baratijas de bisutería cara,
que compré en la misma tienda, y me marché a la peluquería para que me
hicieran un recogido
moderno. Me pareció el atuendo más adecuado, dado el lugar en que iba a
celebrarse la ceremonia.
Ahora, mientras miraba el mono azul y los calcetines amarillos que tendría
que ponerme, me alegraba
de haberme peinado así. Nahuel se dio cuenta, en seguida, de que había un
error y habló con el
encargado que, rápidamente, nos metió en una habitación aparte, para que
nos pusiéramos nuestros
trajes de novios y nos dijo que los monos se los regalaban a todos los
pasajeros. Añadió que podíamos
guardarlos como recuerdo, aunque no los utilizáramos. «¡Qué ilusión!»,
pensé con ironía, pero
realmente estaba feliz de poder llevar mi vintage y no tener que vestirme
como en la serie V. Sacamos
nuestros trajes de las bolsas que los cubrían y le pedí a Nahuel que no
mirara. Cuando terminó de
prepararse, salió con los ojos cerrados y la mano izquierda sobre ellos. Le
ayudé a encontrar la puerta
y me despedí con un beso. Una vez a solas, comencé a engalanarme.
Cuando me miré en el espejo,
sentí que estaba en el lugar adecuado en el momento justo. No podía haber
ningún otro sitio en el
mundo en el que yo debiera estar, a pesar de que iba a ser una boda
enrevesada. Me sentí tan feliz que
el miedo que había sentido durante la noche, pensando en si iba a
marearme en el viajecito o en si me
arrepentiría, desapareció. Tampoco tenía ya las dudas que me habían
atenazado al despertarme aquella
mañana y que no eran nuevas. Desde que había conocido a Nahuel y
empezamos a salir, apenas hacía
tres semanas, me perseguía una idea que me oprimía el pecho de vez en
cuando y que me obligaba a
sentarme para tranquilizarme hasta poder respirar con normalidad. Era
absurdo, quizá, pero tanta
perfección me atosigaba y, a veces, sólo a veces, imaginaba que en algún
momento se asomaría la cara
oculta de Nahuel, mitad hombre, mitad monstruo, como un Mr. Hyde
cualquiera. ¡Algo malo debía de
tener! No era posible que todo en él fuese bueno, divertido, s e x y y
maravilloso. ¿Dónde estaban sus
defectos? Desde que nos habíamos reencontrado, vivía extasiada y cada día
me asombraba más del
hombre con el que había dado. Pero cuanto más encantada estaba con mi
nueva vida, más miedo tenía
de que todo se esfumara de golpe, como en el cuento de Cenicienta. Una
mujer, de unos setenta años,
entró vestida con su mono azul, tras dar unos golpecitos en la puerta.
— Come in! —grité desde dentro.
— You’re so beatiful! —exclamó ella al verme.
Empezó a reírse, al ver mis pies envueltos en los calcetines de espuma
amarillos, que no pegaban
nada con mi precioso vestido. Yo había decidido utilizar las sandalias que
Nahuel me había regalado
en aquella tienda de Ponche&Bananna, que tan sólo me había puesto una
vez y que, además, eran un
símbolo de nuestro amor, pero se quedarían en la bolsa para otro momento.
No iban a serme muy
útiles en la antigravedad. La mujer se ofreció a ser mi dama de honor, en
cuanto se enteró de que
íbamos a casarnos y entró por si necesitaba ayuda. Se lo agradecí y salí
junto a ella con mi ramo de
flores en la mano.
La tripulación y nuestros compañeros de viaje me recibieron con aplausos,
vítores y felicitaciones
de todo tipo. Todos alabaron mi vestido y Nahuel se me acercó con
lágrimas en los ojos y una mirada
de embobado que le hacía aún más dulce y más guapo. No podíamos estar
más enamorados el uno del
otro. Si hubiese sido otra pareja, me habrían parecido un par de babosos,
pero todo se ve muy diferente
desde el escenario. Nos esperaba un gran desayuno, aunque yo apenas pude
probar bocado, a pesar de
la insistencia de las azafatas, que aseguraban que era más difícil marearse
con el estómago lleno. Mis
nervios habían regresado, pero al ver a dos niños pequeños correteando
mientras comíamos, me
encontré mejor. Si la gravedad cero estaba recomendada incluso para los
niños, no tenía por qué haber
ningún problema. Sentí una arcada al ver a un hombre de más de cien kilos,
desayunando con ansia,
mientras me sonreía y levantaba su vaso de zumo para brindar por nuestra
boda. Había saludado en
casi cien brindis diferentes y es que a los americanos les encanta brindar
por cualquier cosa y con
cualquier tipo de líquido en su vaso. El estómago me dio un vuelco cuando
vi el avión que nos
esperaba en el aeropuerto. La subida, a no sé cuántos miles de pies, fue lo
peor. Siempre me he
mareado un poco en los despegues; siento que el cerebro se me descoloca y
va a salir volando, como si
no hubiera cráneo que lo sujetara. Esta vez noté algo parecido, pero pronto
mi estómago se asentó.
Pensar que empezaríamos a caer en picado para conseguir la antigravedad
no me ayudaba mucho, así
que decidí no darle más vueltas e intentar disfrutar del viaje. Al fin y al
cabo, era mi boda. Más me
valía guardar un grato recuerdo. Por fin, pudimos levantarnos y corrimos a
la parte delantera, que
estaba toda acolchada, desde el suelo hasta las paredes y el techo. Nos
dieron unas bolsas de papel, por
si vomitábamos, y unos caramelos. No imaginaba qué podría hacer con
ellos hasta que sentí que me
elevaba del suelo sin ningún esfuerzo. Escuché los gritos de júbilo de los
demás, incluido Nahuel, que
había empezado a dar vueltas sin rumbo por el avión. Yo creía que eran los
otros, los que estaban
volando literalmente y, durante unos segundos, me limité a observarlos
completamente alucinada. Fue
entonces cuando vi escaparse de mi bolsa unos cuantos caramelos, que
empezaron a flotar sin caerse.
Lo comprendí todo, era como estar en la Luna. Yo pensaba que iba a ser
parecido a bucear, pero la
sensación era muy diferente. No fui capaz de controlar mi cuerpo y una
sonrisa bobalicona se me
dibujó en la boca. No supe dónde estaba Nahuel hasta que pasó junto a mí,
dando vueltas en el aire.
Parecía un bailarín de break dance. Mi dama de honor geriátrica intentó
coger mis caramelos con su
boca, mientras yo la miraba, incapaz de reaccionar. De repente, vi al
hombre gordo con una máscara
con cara de gallina, que intentaba hacer reír a los niños. Mi boda empezaba
a parecer un circo. Caímos
sobre el acolchado y nos quedamos pegados al suelo del avión. De nuevo,
nos elevábamos y la
gravedad había regresado. Ahora, sólo teníamos que esperar una nueva
caída y volveríamos a volar
como los pájaros. Me dije a mí misma que, la próxima vez, intentaría
disfrutarlo más. Y así fue. En
cuanto sentí que mi cuerpo se levantaba de nuevo, comencé a gritar de
júbilo y a reírme como una
posesa. Era una sensación maravillosa sentirse tan ligera, como si por fin
hubiese hecho una dieta que
funcionara. Giré sobre mí misma hasta agarrarme los pies. Nahuel y el
gordo me lanzaron de uno a
otro, jugando un partido de tenis conmigo de pelota. En otra situación, me
habría sentido humillada,
pero en aquel momento sólo me sentía tremendamente feliz. La gallina
gorda se reía a mi lado,
mientras su barriga blanda se quedaba estirada como una bandeja. Podría
haberme recostado sobre ella
y echado una siestecita, si hubiese querido. La antigravedad resultó ser
divertidísima.
Los niños intentaban coger los caramelos con sus bocas abiertas, un
hombre se arrastraba por el
techo del avión como la niña de El exorcista, la gallina se quedaba pegada
al techo sin saber cómo
bajar y yo me aparté como pude, temiendo que, al volver a subir, me
aplastara. Y poco faltó. Mi amor
y yo nos encontramos de nuevo con nuestros cuerpos pegados al suelo, y el
gordo cayó a mi lado. En
aquellos escasos minutos, la azafata se nos acercó y nos dijo que, en la
siguiente bajada,
comenzaríamos la ceremonia. No me di cuenta hasta que vi las fotos, pero
mi moño se había deshecho
y mi pelo se mantenía empinado hacia arriba. Parecía que llevara un
salchichón en la cabeza. Para
hacerme una broma, la tripulación me dio la vuelta y me pusieron con los
pies hacia arriba. En otra
imagen, se me veía con el vestido tieso en el techo del avión y el
salchichón de mi pelo tocando al
suelo. Realmente, las fotos eran espectaculares. Para ponernos los anillos,
tuvieron que ayudarnos mi
dama de honor y el comandante, que era quien nos casaba. Una cámara de
vídeo, colocada en la parte
superior del aparato, pudo grabar hasta el más mínimo detalle, incluida la
apertura de la botella de
champán, cuyo líquido voló por encima de nuestras cabezas, en forma de
burbujitas que intentábamos
alcanzar. Mientras tanto, la gallina gorda no pudo aguantar más y agarró
una bolsa de papel en mitad
de la ceremonia. No le dio tiempo a quitarse la careta y vomitó con ella
puesta. La azafata le ayudó a
quitársela después, no fuera a ahogarse, y el líquido se escapó,
persiguiendo a las burbujas de
champán, mientras todos intentábamos esquivarlo. Fue asqueroso. Ya sabía
yo que aquel pollo iba a
acabar haciendo de las suyas. Siempre tiene que haber alguno que fastidie
el momento, sobre todo en
una boda. El avión comenzó a subir de nuevo y todos caímos al suelo
acolchado. Si no me hubiese
girado hacia Nahuel rápidamente, el vómito habría caído sobre mi vestido.
La azafata corrió a
limpiarlo en seguida y salvó la situación como pudo. Yo empezaba a
pensar que mi boda estaba siendo
un verdadero desastre cuando nos elevamos otra vez y la ceremonia
continuó. Una vez puestos los
anillos, tras muchos intentos en dedos equivocados, llegó el momento del
beso. Me incliné hacia
Nahuel y él hizo lo mismo, pero sólo conseguimos darnos un cabezazo
tremendo. Entre la azafata y el
azafato, colocaron nuestras cabezas en posición de beso, sujetándonos para
que lo lográramos, aunque
entonces lo complicado fue controlar los labios, que también parecían
negarse a quedarse quietos.
Nunca me había sentido tan ridícula. Jamás imaginé que haría muecas tan
tontas para besar a mi novio
el día de nuestra boda. Solté el ramo de flores y mi dama de honor,
entradita en años ya, se lanzó a por
él con desesperación, dando brazadas como en una piscina, para evitar que
alguna otra pudiera
cogerlo. Nunca había visto a nadie con tantas ganas de casarse. El ramo y
ella pasaron por encima de
nuestras cabezas y tuvimos que inclinarnos. Y, justo cuando Nahuel
consiguió agarrar mi mano para
posar en la última foto, apareció volando la gallina por detrás y nos separó
de golpe. Una vez en el
hotel, aquella foto, que probablemente acabaría en un marco en el pasillo
de la entrada de nuestra
casa, fue la que motivó que decidiéramos repetir la ceremonia.
Aparecíamos de la mano, mirándonos
con cara de enamorados, y habría resultado completamente perfecta, sin la
gallina gorda que se
acercaba por detrás, amenazante, y se colocaba en medio. Como broche de
oro, mi dama de honor
había caído en los brazos de Nahuel, con una sonrisa en su cara y mi ramo
de flores en la otra. Fue
humillante, aunque realmente divertido.
***
¿Qué es un hombre frito? Es aquel que, a pesar de haber hecho las mayores
locuras de su vida en
un solo día, es capaz de dormir a pierna suelta y de un tirón, durante toda la
noche. Me reventaba
escuchar su respiración profunda y tranquila, como si nunca hubiera roto
un plato, mientras yo me
debatía en una auténtica ansiedad, intentando pegar aunque fuera un solo
párpado, pero mis ojos se
negaban a cerrarse. Las sábanas se me escapaban, queriendo echar a volar,
y mi cuerpo no se había
enterado todavía de que ya estábamos de vuelta en el planeta Tierra. De
pequeña, si viajaba en algún
medio de transporte, al acostarme notaba el vaivén del tren o del autobús
en el cuerpo. Después de
haberme casado dos veces, una de ellas sin gravedad, sentía que todo mi
mundo había sido tragado por
un agujero negro, pero no exactamente por haberme convertido en una
mujer casada, sino por lo que
Nahuel me había dicho al regresar a la habitación, mientras descorchaba
una botella de Moët &
Chandon. ¿Cómo se le podía ocurrir decirme aquello, en nuestra noche de
bodas, de golpe y sin
anestesia? Era de locos. Me había pasado las tres últimas semanas
esperando verle las orejas al lobo y
ahí estaba, aullando una verdad que nunca hubiese imaginado ni en mis
sueños más osados. Tras el
viajecito en Zero G, decidimos repetir la ceremonia aquella misma noche.
Al fin y al cabo, ya
estábamos vestidos y seguíamos medio borrachos por la antigravedad. Era
el mejor momento para
volver a lanzarse al vacío. Compramos un nuevo ramo de rosas rojas,
porque el otro olía a champán
mezclado con vómito de gallina, y permitimos que una mujer vestida de
cantante coral nos casara de
nuevo. Estábamos solos, bajo un dosel de tela color pistacho y granate,
ante un cielo estrellado en un
patio interior. Había rosas rojas por todas partes, cubriendo los huecos
vacíos de unos invitados
fantasma; los pétalos regaban el suelo y flotaban en el agua de unos
gigantes vasos de cristal. Dos
desconocidos, que también se encargaron del vídeo y las fotos, fueron
nuestros testigos. Nos casaron
en inglés. Ambos respondimos « Yes, I do » y se hizo la magia. Cuando
vimos el vídeo, nos recordó a
una de esas bodas ibicencas que resultan tan hippies. Después, Nahuel
pidió langosta en el servicio de
habitaciones. Era un detalle que no debía haber pasado por alto, pues era
bastante significativo, pero
pensé: «¡Un día es un día!», y no caí en la cuenta de que empezaba a
comportarse de un modo
peculiar. No sabría decir por qué, pero sabía que no era exactamente el
mismo Nahuel que había
paseado conmigo por Benidorm, tomando un helado. Más bien, parecía un
hombre que sabía elegir lo
que le gustaba e iba a por ello. Ariel habría estado encantado con este
nuevo estilo, pero yo, a pesar de
que seguía enamorada de él con todas mis fuerzas, notaba que algo era
distinto en él. ¡Y claro que lo
era! Cuando la langosta se acabó, me sorprendió con un coulant de
chocolate con polvo de oro, que
sabía maravillosamente, aunque yo me habría conformado con un buen
trozo de tarta. Ahí empezaron
los problemas. Se me ocurrió hacer una simple pregunta y se desató la
tormenta:
—¿Podemos pagar esto? ¡Es un manjar de sibaritas! ¿Desde cuándo
tenemos tanto dinero? —
pregunté utilizando, por primera vez, la primera persona del plural, porque
estábamos casados y por
partida doble. Nahuel me miró con seriedad y su rostro se volvió amargo
como pedo de pepino. Era un
dicho que había aprendido de él, de las muchas expresiones divertidísimas
que solía decir en los
mejores momentos. ¿Por qué los argentinos tienen siempre un pedo en la
boca? ¿Será por los Buenos
Aires? Me temí lo peor. Me miraba con insistencia, como esperando
encontrar un hueco entre mis
pensamientos para revelarme un secreto que, seguramente, no me gustaría
oír. Se acercó a mí,
moviendo la silla para ponerse a mi lado, y me cogió la mano. Después, se
la llevó a la boca y me besó
los dedos para tranquilizarme por adelantado.
—¿Qué ocurre? —le pregunté intuyendo que había una segunda parte, tras
ese gesto cariñoso.
—Ocurre que… quiero decirte algo. Tengo que explicarte algo importante
—aclaró.
—Pues dímelo —le pedí como si tal cosa, intentando mostrarme serena,
aunque mi mente
empezaba a imaginar las peores tragedias, desde que ya estuviese casado
hasta que tuviese una decena
de hijos, pasando por que utilizara dentadura postiza. Incluso le imaginé en
la cárcel por bigamia. En
una de esas celdas de rejas negras y gruesas, de las películas del Oeste, con
un sheriff con un broche
de estrella custodiándole.
—Es importante —dijo acercándome la copa de champán.
—¿Quieres emborracharme más? —Sonreí.
—Si pudiera…
—¿Por qué? ¡Me estás asustando! Dime ya lo que pasa. ¡Por Dios,
acabamos de casarnos! Era
cierto, acabábamos de casarnos y, ahora, me enteraba de que tenía algo
importante que contarme.
Quizá Gigi tuviera razón. ¿Y si era un psicópata? «Ya me habría matado»,
me respondí. A no ser que
pretendiera hacerlo con un atracón de langosta y de coulant de chocolate
dorado.
—Muy bien —respondió—, lo diré sin más.
—Vale —asentí preparándome para escuchar lo peor.
—Somos ricos —soltó.
—¿Qué? —pregunté.
—Que somos ricos —repitió él.
—¿Ricos? —Ahora fui yo la que volvió a servirse otra copa. Me la bebí de
un trago e insistí de
nuevo—: ¿Cómo de ricos? Mejor dicho, ¿cuánto?
—Muy ricos —exclamó—, superricos, somos millonarios.
—¿Millonarios? —Me levanté. La silla me quemó el culo y tuve que
ponerme en pie. El conjunto
sexy que había comprado para la ocasión me parecía ahora demasiada ropa.
Sentía un calor sofocante.
Me acerqué a la ventana e intenté abrirla, pero entonces recordé que en los
hoteles de Las Vegas no se
pueden abrir las ventanas, porque se teme que algún perdedor de los
casinos se suicide. Pero yo
necesitaba aire. Empecé a hiperventilar y me pareció que iba a marearme
de un momento a otro. Lo
solucioné sirviéndome una nueva copa.
—¡No bebás más, flaca! —me pidió Nahuel quitándomela de las manos y
llevándome hasta la
cama.
—¡Si antes querías emborracharme!
—Eso era antes. Ahora quiero saber si comprendiste bien lo que dije. —Me
tumbó sobre la cama y
se echó a mi lado. Llevaba puesto el pantalón del pijama y nada arriba. Sus
músculos y su piel morena
estaban muy cerca de mí. Le deseé más que nunca. Pensé que nada podría
mejorar aquel momento,
salvo el hecho de ser millonarios, claro, algo que aún no había empezado a
asimilar.
—Tendrás que darme más detalles para que pueda digerirlo, ¿sabes? —le
expliqué.
—No quise decírtelo antes, porque temía que vos no te casaras conmigo si
te enterabas.
—¡Claro! —exclamé irónica—. ¿Por qué iba a querer casarme con «vos»,
si además de perfecto
eres millonario? ¡Qué locura pensar así! Empezó a reírse.
—Me pone muy feliz que te lo tomes tan bien. Seguís siendo la misma
chica grasiosa que conocí
en Benidorm.
—¡Hace tres semanas exactamente! ¡Uf, cómo pasa el tiempo! Está bien,
somos millonarios. Creo
que podré superarlo, no te preocupes —le aseguré. Se rió de nuevo.
—De acuerdo. —Se recostó—. ¿Podemos dormir ahora? Me agarró sueño.
—Cogió el mando a
distancia y cerró las persianas automáticas, apagó la luz y empezó a roncar.
Fueron sólo unos
segundos, unos breves instantes en los que me mantuve apenas sin aire
sobre la cama, con el cuerpo de
mi marido millonariamente perfecto respirando a mi lado. No es que no
hubiésemos hecho el amor ya
en nuestra noche de bodas. Lo habíamos hecho dos veces antes de la cena,
pero la idea de ser rica me
había excitado muchísimo. Me había vuelto a poner mi conjunto sexy para
cenar, pero otra vez
deseaba quitármelo. Sin embargo, él roncaba. Se había quedado dormido
después de darme la noticia,
como si se hubiese quitado un peso de encima, pero, ahora, la que lo
llevaba era yo. Y pesaba mucho.
—¡Despierta! —le grité.
—¿Qué pasó? —preguntó incorporándose.
Me levanté de la cama de un salto y comencé a caminar rápidamente por la
enorme habitación.
—¿Que qué pasó? ¿Encima me preguntas «qué pasó»? ¡Estás roncando! —
volví a vociferar.
—¿Y…? —murmuró frotándose los ojos.
—¡Acabas de decirme que somos ricos y ni siquiera me has dado una
explicación para que pueda
hacerme una idea!
—Muy bien, a ver, eh… Ese anillo me costó unos cinco mil dólares. ¿Eso
te ayuda a hacerte una
idea? —me preguntó.
—¡Ahhh! —chillé; el anillo me quemaba. Me lo quité y lo dejé sobre la
mesa—. ¿Y cuánto es eso?
—No mucho, unos cuatro mil euros —aclaró.
—¡Ahhh! —volví a gritar—. ¿Y cuánto es eso en pesetas?
—Poco más de medio millón.
—¡Ahhh! —bramé de nuevo—. ¡Podrían robármelo! ¡Y me arrancarían el
dedo!
—Estás en el mejor hotel de Las Vegas, nadie va a robarte nada. —Se
levantó y se acercó a mí
para abrazarme—. Intentá tranquilizarte, flaca —me dijo mientras me
besaba el cuello—. Fue un día
muy emocionante.
—¡Y que lo digas!
—Escuchame —me susurró con aquel acento que me enloquecía—. Tenés
que aprender a ser rica,
mi amor. A partir de ahora, tu percepción sobre el dinero debe cambiar.
Eso estaba claro. No había duda de que mi percepción sobre casi todo lo
malo conocido y lo bueno
por conocer tenía que cambiar. Me convenció para que volviera a la cama.
Hicimos el amor una vez
más y se quedó frito. Entonces, fue cuando mis ojos decidieron que nunca
más volverían a cerrarse.
¿Y perderse una vida de millonaria? Ni en broma. Me coloqué de nuevo el
anillo. Era un pedrusco
precioso. Abrí la persiana del salón y me senté en el sofá a contemplar la
ciudad de madrugada. Nunca
duerme, como yo, pensé. «Soy rica», me repetí unas cuantas veces para
intentar creérmelo. Nahuel
tenía razón, a partir de ahora mi percepción sobre el dinero debía cambiar,
¡pero cómo olvidarme de
las tiendas de chinos de tres euros en Benidorm! ¡Por Dios, si mi mejor
amiga era una «chinópata»
compulsiva! Deseé que Gigi y Ariel estuvieran allí para compartir con
ellos mi alegría, mi susto, mi
emoción y mi felicidad. Había estado tres semanas esperando que mi amor
me desvelara lo más
oscuro de sí mismo y resulta que no había nada oscuro en él, salvo que
estaba forrado. Y, encima,
estábamos en Las Vegas, ¿qué más se podía pedir en la vida? Hacía unos
cuantos días, me sentía
completamente desesperada por lo de siempre: mi trabajo y la falta de
dinero, y ahora era millonaria y
estaba casada con el mejor hombre del mundo. No, yo no podía pedirle
nada más a la vida, desde
luego. Bueno, ¿quizá una cajita de bombones?
***
Ser rica no es tener dinero y ya está. Es algo más profundo. Es cambiar tu
forma de vivir hasta el
momento, como pobre o como miembro de la clase media. Es aprender a
recibir la prosperidad del
mundo y a disfrutar de ciertos placeres con los que siempre habías soñado.
Es pensar: «¡Quiero esto!»
y tenerlo al instante. Es tomar decisiones difíciles como a qué restaurante
de lujo ir a cenar o qué país
del mundo visitar en el próximo puente. Cuando eres rica, cambias
radicalmente tus hábitos. Por
ejemplo, no tienes que comprarte los complementos en negro o marrón
para que hagan juego con el
resto de tu ropa. Puedes adquirir, con total tranquilidad, un abrigo azul, un
bolso fucsia o unos zapatos
verdes. Y, como en todo, hay diferentes tipos de rico. Hay ricos a secas,
hay millonarios,
multimillonarios,
billonarios,
«multibillonarios»,
«polibillonarios»,
«tutifrutinarios»,
«diamantinarios», «platinillonarios», «cuponazonarios», etc. Nuestra
riqueza no era demasiada,
comparada con la de todos esos, pero sí era suficiente como para saber que
mi vida había cambiado de
manera radical. Ser rica es muchas cosas, pero cuando por fin me di cuenta
fue el día en que salí de
aquella librería, cargada con bolsas llenas de libros que no eran de bolsillo.
Todos de tapa dura, ¡qué
placer! No sabía dónde iba a colocarlos ni cuándo iba a tener tiempo para
leerlos, pero los deseaba
tanto que tuve que conseguir también una nueva maleta, para poder
llevarlos de vuelta a España.
Nahuel me preguntó si no podía haber esperado a comprarlos en Alicante,
pero yo había encontrado
aquella librería colosal, en mitad de Las Vegas, en la que tenían libros en
todos los idiomas. Además,
poseía una VISA Oro sin estrenar y, en Estados Unidos, no hace falta
enseñar el DNI como en España,
para que sepan que es tuya. Aquí se puede gastar una la tarjeta del marido,
como en las películas, sin
que nadie sospeche que la has robado. Nadie con un poco de corazón habría
podido pedirme que no los
comprara, después de tantos años de leer libros de la biblioteca o de
bolsillo. Eso sí, todas eran
novelas. Había conseguido todo lo que anhelaba: un marido maravilloso
que era mi amor verdadero, y
todo lo que fuese a necesitar en el presente y en el futuro estaba en nuestra
cuenta bancaria. No tendría
que volver a leer un libro de autoayuda en mi vida.
—Está bien. —Se rió al verme entrar tan cargada en la habitación—. Al
menos, podrías haber
pedido que te los trajeran.
—¡Cierto! —exclamé—. Es algo más que tengo que aprender.
—Vos debés de ser la única mujer que estrena su VISA Oro comprando
libros, en lugar de asaltar
una boutique de lujo.
—Eso también debe de ser cierto —le dije—. Hay algo que no te he
contado y que debes saber. No
te has casado con una mujer normal.
—¡Y me alegro! —exclamó abrazándome—. ¡Sos una diosa! Eso es lo que
más me gusta de vos,
que no sos como las demás.
—Lo sé —afirmé haciéndole reír de nuevo—. Lo de la boutique de lujo lo
dejo para mañana.
Necesito un vestido para la fiesta.
***
Había una cola larguísima en la entrada y eso que la mayoría de los que
asistirían a la cena de gala
tenían dinero. Siempre había creído que uno de los privilegios de ser rico
era no tener que esperar para
entrar a ningún sitio, pero cuando todos son ricos y están en el mismo
lugar, al mismo tiempo, no es
así. Dos azafatas, con vestidos largos de fiesta, se iban adelantando en los
primeros puestos de la cola
de los más vips, donde estábamos nosotros, preguntando los nombres y
pidiendo las invitaciones para
avanzar más rápido. Cuando llegaron a nuestro lado, Nahuel les dio la
invitación y les dijo su nombre.
La azafata se puso nerviosa. Habló en voz alta mientras se sujetaba el
pequeño micro que llevaba en la
mejilla, como Madonna en los conciertos, y retiró la cuerda roja que nos
mantenía dentro del redil,
con el resto de la ricachona manada.
—Tengo a dos rojos —dijo por el micro—. Si son tan amables de seguirme
—nos pidió después.
De haber estado en España, habría pensado que nos estaban acusando de
algo y que nos iban a
detener. Me sentí especial cuando ella nos dejó pasar, a la vista de todos, y
nos guió hasta el salón en
el que apenas habían entrado unas cuantas personas todavía. Nunca había
visto un despliegue tan
colosal de vestimentas de lujo y joyas a la carta. Las mujeres parecían
coliflores emperifolladas con
mezclas de colores que me escandalizaron incluso a mí, defensora a
ultranza de una buena mezcla
cromática inesperada. Los peinados me recordaron al esfuerzo que debían
de hacer las falleras para
arreglarse: llevaban extensiones, postizos, flequillos de pega y todos los
accesorios y complementos
que una podría colocarse en la cabeza. Mi cabello suelto, aunque peinado y
planchado en la peluquería
del hotel, me pareció poca cosa ante aquel despliegue de melenas
voluptuosas y bien situadas, que
daban a sus dueñas un aspecto de bonanza sin igual. Y los vestidos
brillaban como si estuviesen
confeccionados con millones de bombillas de bajo consumo.
Todo era deslumbrante. Las mesas habían sido todas decoradas de
diferente manera y por un
diseñador distinto. La nuestra, nos trasladaba a la sabana africana, con
manteles rayados como los
tigres, platería en color chocolate y cubertería dorada. Había centros con
pequeños instrumentos
africanos repartidos por la mesa, que era más larga que un día sin pan, y el
diseñador había colocado,
en cada servilletero, un colgante como regalo. El mío era la cabeza de un
tigre en color cobre, con los
ojos en piedras rojas. El de Nahuel parecía una gacela y los demás también
eran animales de la selva.
Lo más curioso era que nuestra gran mesa estaba cubierta por una original
mosquitera blanca que
colgaba de un dosel, bastante incómoda y que retiramos antes del segundo
plato. Con toda seguridad,
aquel diseñador se llevaría el premio a la mejor mesa ornamentada. Pensé
que me habría gustado
haber participado en ese concurso. Nunca había decorado una mesa con
tanta libertad, quizá me
hubiera inspirado en las Fallas valencianas, en la Semana Santa sevillana o
en las tiendas de chinos de
Benidorm, pero me habría esforzado en hacer que resultara la mesa más
espectacular de todas.
Una de las cosas que siempre había deseado era decorar un apartamento
con todos sus objetos
comprados en las tiendas de chinos: que si el pez cantante; que si el loro
que silba y dice « I love
you! »; que si el gato chino que saluda con la pata; que si la virgencita
hecha de conchas marinas; que
si los delfines de purpurina que brillan en la oscuridad; las haditas
voladoras; los unicornios; el cuadro
del Jesús que cierra los ojos para darte un buen susto; la Virgen en relieve,
rodeada por brillos
celestiales; los buditas de la felicidad, el dinero, el amor y la salud; que si
esa bola que parece que
tuviera rayos dentro… Una vez escuché a un padre que le daba a su hijo
pequeño una explicación —
que para él era lógica, aunque para el resto del mundo fuera una gilipollez
— sobre cómo debía de
estar hecha esa famosa bola:
—Lleva un rayo láser atrapado en el interior y lo que ves ahí son como los
rayos de las tormentas.
«¡Olé tus narices!», pensé. El pobre niño guardaría esa explicación paterna
en la memoria para
toda su vida, hasta que descubriera que su padre era un inculto prepotente,
y eso le traumatizaría casi
tanto como enterarse de que los Reyes Magos no existían. Yo quería
decorar un apartamento, al estilo
«Art Chinó», con todas las barbaridades que se atreven a vender. Lo
hubiera abierto al público como
museo y donado lo recaudado a una ONG. No sería capaz de quedarme con
un dinero proveniente de
algo tan sucio como engañar a la gente para que creyeran que lo hortera
decora. No decora, horroriza.
Y su venta debería ser un delito.
De todas maneras, nada podría compararse con el derroche de lujo de la
cena de entrega de
premios del Empresario Hispano del año. Desde que había pisado Miami,
el color azul de su mar me
había traspasado. Por lo demás, apenas había tenido tiempo de ver nada,
salvo la cantidad de gente que
se había reunido para premiar a mi marido. Era maravilloso y seguro que
se lo merecía. Estaba ansiosa
por empezar a conocer mejor su trabajo, pues apenas había tenido tiempo.
—¡Estará usted muy orgullosa de su esposo! —me dijo una señora que se
sentó frente a mí.
Parecía muy amable e iba coronada con una diadema que rodeaba su
postizo, como una boñiga
sobrepuesta. Sin embargo, a su cara de labios inflados y mofletes rellenos
de colágeno no le sentaba
mal. Me alegré de que nos hubieran sentado nada más entrar y que se
saltaran los aperitivos.
—Lo estoy, gracias. Es un hombre maravilloso y un gran profesional —
exclamé sin saber muy
bien de lo que estaba hablando. Se dedicaba a las uñas, o sea que era
«uñólogo» de profesión, pero mi
información no pasaba de ahí. No obstante, por lo que estaba viendo, debía
de haber hecho una gran
carrera internacional.
—Ha hecho una gran carrera internacional. —La mujer repitió mis
pensamientos como si me los
hubiera leído—. Sin duda, se merece este premio.
—Mi esposa desconoce aún estos temas profesionales —aclaró Nahuel con
su elegante forma de
hablar—. Estamos recién casados y nos conocimos hace poco tiempo. «No
digas cuánto», pensé. Aún
me sentía un poco avergonzada por aquella locura. No conocía a nadie que
se hubiese casado a las tres
semanas de conocerse, a no ser Britney Spears. Y, aunque yo había
empezado ya a sentirme como la
Paris Hilton latina, sabía que no estaba en la misma situación. Yo aún
pensaba que pertenecía al
mundo de la gente normal y corriente, la que pasa varios años de noviazgo
antes de casarse y la que se
desposa preparando una boda tradicional, más «bodorrio» que otra cosa.
Siempre había sido diferente
y había huido de todo lo que sonara a normalidad, pero todavía no acababa
de creerme mi buena
suerte. Pero nadie pareció escandalizarse cuando Nahuel dijo la verdad.
—¿Así que están recién casados? ¡Felicitaciones! —gritó la mujer
levantando su copa y
permitiendo que los demás comensales se uniesen al brindis—. ¿Y cuándo
fue la ceremonia?
—El viernes —aseguró él con firmeza— y nos conocimos hace tres
semanas —añadió. Los
comensales profirieron unas cuantas felicitaciones más, mientras yo
levantaba mi copa y me la bebía
de un trago. Estaba aprendiendo que, en el mundo de los ricos, no sólo
cualquier cosa es posible, sino
que cualquier cosa hecha, está bien hecha, siempre y cuando no sea ilegal
—y esta última frase
también tendría algunos matices.
—¿Y a qué se dedica usted, querida? —me preguntó la mujer.
Entonces se oyó el sonido de una perdiz: «que-que-que». Miramos hacia
todos lados, pero no había
ningún animal suelto en nuestra sabana africana.
—Soy shopper coach —expliqué imponiéndome al molesto ruidito.
— Really? —preguntó una dama, desde el otro lado de la mesa—. ¡Eso es
realmente interesante!
¿Podría darme su tarjeta?
—Claro —contesté sacando una de mi nuevo bolso de Tú Putón—. ¿No
oyen ustedes a una perdiz?
—No pude evitar preguntarlo. El hombre que estaba a mi lado abrió su
móvil y se puso a hablar.
Nahuel y yo a duras penas nos tragamos la risa.
—¡Nunca había escuchado un sonido telefónico tan rústico! —le dije entre
dientes. Mi tarjeta pasó
de mano en mano y todos los que la cogían la miraban con gran interés. En
esa noche, que era de fiesta
para mi marido, yo estaba captando clientes millonarios sin ningún
esfuerzo. Le miré, por si le había
sentado mal, pero él parecía mucho más contento que yo y empezó a hablar
de mi trabajo como si
fuera el suyo. No había duda de que era un gran vendedor. Conmigo se
había vendido a sí mismo y yo
le había comprado. O quizá había sido al revés, porque era él quien pagaba
siempre.
—El trabajo de mi esposa cubre ese lado humano que, los que nos
dedicamos a la imagen, no
somos capaces de abarcar —exclamó para mi sorpresa.«¡Joder, qué frase!
¡Ni que la hubiera escrito
yo!», pensé. Nahuel era asombroso y todo el mundo parecía embobado con
él. Miami empezaba a
parecerme un lugar de lo más acogedor. Me fijé en que la mayoría de las
mujeres llevaban las uñas de
gel y comprobé fascinada como eran capaces de realizar todo tipo de cosas
con sus manos. No tenían
ningún problema para manejar los cubiertos ni para partir el pan, pero yo
nunca me hubiese imaginado
con ellas, hasta aquella misma noche, en que las había usado por primera
vez. Había ido al salón de
estética de Nahuel en la ciudad y me habían colocado unas uñas preciosas
mitad azules, mitad
plateadas, de manicura francesa, no demasiado largas, según él, pero que
para mí eran como dos ríos
desbordándose. Aún no era capaz de calcular las distancias y, a veces,
chocaba contra la copa de vino
al intentar cogerla.
—Ya no necesitás usar el tenedor para pinchar las croquetas —bromeó con
su acento porteño—.
Incluso podrías manipular material contaminante —dijo para rematar.
Estiró los dos dedos índices como si fuesen los míos, haciendo el gesto de
coger algo con ellos y
acompañándolo con el sonido que haría una máquina que realizase ese
trabajo. Aquello era una
demostración más de lo mucho que nos reíamos juntos. Como cuando se le
ocurría hacer
observaciones acerca de lo que sucedía a su alrededor, poniendo motes
espontáneos a casi todo el
mundo. Al llegar a los postres, comenzaron las felicitaciones. Aún no le
habían dado el premio, pero
la gente ya le daba la enhorabuena porque sabían que no faltaba mucho. Un
hombre bajito, con la
cabeza muy gorda, se acercó desde otra mesa. Antes de que llegara, Nahuel
me lo presentó en voz baja
como «Chupete de ballena». Hablaba con acento guiri, quizá belga o
alemán:
—¡Felicidades por tu libre! —exclamó estrechándole la mano.
—«Libro», mi libro —le corrigió Nahuel con una sonrisa—. Gracias.
—¿Libro? —grité yo inconscientemente—. ¿Has escrito un libro? Nahuel
intentó contestarme,
pero el hombre continuaba hablando con él y no le soltaba la mano:
—Es didáctico. Me gustó mucho. Es un libre que se necesitaba ser escrito.
—El guiri se expresaba
cada vez peor—. Se están vendiendo ejemplares muy bien, en cantidad.
—¿Así que has escrito un libre? ¡Libro! —me autocorregí—. ¡Y se está
vendiendo bien, en
cantidad, según dice este hombre que no sé en qué idioma habla! —
vociferé.«Mis libros sí que eran
libres», pensé. ¿Cuántos había escrito yo y no había conseguido publicar
ninguno? Empezaba a pensar
que Nahuel tenía un Dios particular. Uno en exclusiva, que sólo trabajaba
para él. Quizá por eso tenía
tanta suerte. Me levanté de la mesa y corrí hasta el baño. Era lo único que
me sentía capaz de hacer.
Quería alejarme de todo y de todos, de Nahuel, que me había engañado
ocultándome aquel detalle, que
para mí no tenía nada de pequeño. La noticia me pareció la bomba más
grande de relojería que había
oído hasta el momento. Me parecía que el corazón se me iba a salir. Me
encerré en un cuartito y
caminé y di vueltas alrededor de mí misma, entre el inodoro y la puerta. El
mundo era demasiado
grande para mí, pero ahora todo el espacio que me rodeaba me parecía
ínfimo. No pensaba salir de allí
en mucho tiempo. «¡Ha publicado un libro!», me repetía torpemente en mi
cabeza. Y ni siquiera sabía
de qué iba. Oí la voz profunda y dulce de Nahuel que, tras abrir la puerta,
gritaba mi nombre.
—¡Sibila, salí por favor! ¡Quiero explicártelo todo! Su acento porteño ya
no me hacía tanta gracia.
Empezaba a cansarme de que me hablara como en una película de época.
No deseaba abandonar mi
trinchera. Además, el baño estaba perfumado y yo sentía debilidad por los
restrooms que olían bien.
—¡Por favor, Sibila, salí de ahí! Ya no queda mucho tiempo.No contesté y
escuché que cerraba la
puerta. Después, se oyó una voz a través de un micrófono que anunciaba
que había llegado el
momento de dar el premio. Esperé unos segundos, hasta que pude
reaccionar, y salí del baño. Nahuel
ya se había marchado. Entré de nuevo en el comedor. Él estaba subiendo al
escenario y recibía un
trofeo de manos de un hombre que explicó, durante unos minutos, por qué
se lo habían otorgado a él.
—Este premio es en reconocimiento a su larga y próspera carrera como
profesional de la imagen
—comenzó diciendo—. El nombre de su empresa se ha convertido, en muy
poco tiempo, en uno de los
que lideran el mundo de la belleza y, actualmente, continúa abriendo
salones por todo el mundo,
ofreciendo oportunidades de franquicias al mercado latinoamericano, tras
haber abierto su escuela de
belleza y creado su propia línea de productos para el cuidado de las manos.
Y todo ello mientras
continúa apoyando a la comunidad hispana, con la donación de su tiempo,
su esfuerzo y sus recursos
para la ejecución de proyectos solidarios en los países más necesitados de
Sudamérica. Además, hace
muy poco que encontró tiempo también para su reciente matrimonio. —El
hombre sonrió—.
¡Aprovecho para expresarle mis felicitaciones! —Se oyeron risas y un
rumor general en la sala—.
Señoras y señores, tengo el honor y el inmenso placer de otorgar el Premio
Empresario Hispano del
año, al señor…Nahuel subió las escaleras y acudió a recoger su trofeo. Una
vez arriba, el presentador
le dejó acercarse al micro para hablar:
—La variedad de nacionalidades me hizo exigirme más a mí mismo
siempre, para innovar y
satisfacer a mis clientes. Me siento sumamente honrado de haber sido
elegido entre los demás
candidatos, que realizaron y realizan, cada día, un trabajo excelente en el
mundo de la imagen. Quiero
dedicar este premio a mi esposa —afirmó y me buscó con la mirada—, a
quien estoy empezando a
conocer, pero a quien me une algo mucho más fuerte que el paso de los
años. ¡Gracias, amor, esto es
para vos! —Levantó el premio como si fuera un Oscar—. ¡Por seguir
confiando en mí, a pesar de las
sorpresas!
Alcé la mano y todos se volvieron a mirarme. Le sonreí y me sonrió. Le
perdoné lo del libro en ese
mismo instante. Cuando regresamos al hotel, avanzada la noche, cansados
de agradecer las
felicitaciones a todo el mundo, me lo preguntó directamente.
—¡Claro que te perdono! —exclamé con su libro entre mis manos—. Es
que me sorprendió
mucho. No me dijiste nada cuando te conté que había sido escritora.
—No tuvimos mucho tiempo para explicarnos todo lo que necesitamos
saber el uno del otro —
respondió.
—Eso está claro. Es un tema por el que he sufrido mucho. ¿Sabes cuántos
años llevo intentando
publicar mis libros, sin conseguir nada? Y tú, sin embargo…
—Escribo un libro sobre uñas postizas y me lo publican.
—Sí. ¡Y encima se vende como rosquillas! —suspiré—. A veces me cuesta
entender ciertas
cosas…
—Te parece injusto, lo sé y lo siento —admitió.
—No tienes que disculparte por tener éxito.
—No soy escritor.
—Lo sé. Yo tampoco lo soy ya.
—Creo que eso es algo que serás siempre. Quiero decir que uno no puede
acabar con una vocación
de repente.
—Yo lo he hecho. Ahora me dedico a la moda.
—¿Entonces?
—Nada. Solamente es una cosa más que tengo que superar interiormente,
pero me alegro mucho
por ti. ¡Eres increíble! ¡Tienes tanto éxito! Y lo mejor es que también
tienes tiempo y pones tu
esfuerzo para apoyar a los demás. Tu fundación es maravillosa.
—Gracias. Vos también.
—¡No! ¡No lo soy! ¡Yo no he hecho nada importante ni he conseguido
nada en la vida! —grité.
—¿Cómo que no? ¡Sos muy buena en tu trabajo!
—¡Pero no es suficiente! ¡Hubiera querido hacer tantas cosas! —exclamé
con tristeza y cierta
nostalgia—. ¡Tú ayudas a la gente!
—¡Vos también! Y ahora podés hacer todo lo que quieras.
Era cierto. Ahora tenía dinero. Podría adentrarme más en el trabajo de la
fundación y trabajar con
él, en cosas realmente importantes. La mayoría de las personas que había
conocido en la entrega de
premios me habían sorprendido por sus profesiones, o por el dinero y el
esfuerzo que dedicaban a
proyectos solidarios. Casi todos los amigos y conocidos de Nahuel se
dedicaban a la imagen, algo que
siempre me había parecido tremendamente superficial, pero esta opinión
había cambiado
drásticamente al conocerlos, al saber de su trabajo y sus ideas, todas
factibles y que llegaban a
materializarse. Cuando me dedicaba a escribir y soñaba con tener éxito en
la escritura, estaba
convencida de que estaba haciendo algo importante, profundo y
trascendente. Una de las razones por
las que más me costó pasarme al lado oscuro, como yo llamaba al lado de
la imagen, fue porque creía
que aquél era un mundo superficial y frívolo. Ahora comprendía que la
frivolidad no está en el trabajo
que uno realiza, sea el que sea, sino en las personas. Pero mis
pensamientos habían empezado a
ponerse demasiado serios y una botella de Moët & Chandon nos esperaba
de nuevo y el cuerpo
perfecto de un hombre perfecto, que además era un amante perfecto y
millonario, me aguardaba al
lado de ella. «¡Basta de reflexiones por hoy! ¡Hay que vivir la vida y mi
nueva vida es
impresionante!», pensé saltando sobre la cama para abrazarle y pecar una
vez más, con alevosía y
complacencia.
***
Cómo sacar del armario a un marido en sólo tres pasos:
1. Que tu marido sea «uñólogo» y se dedique al cuidado de la belleza
femenina.
2. Que tu marido se haga las uñas de gel, al estilo masculino, con la excusa
de llevar unas manos
siempre cuidadas, limpias y unas uñas relucientes, sin pintar, gracias a
Dios. (Hasta que conocí
a Nahuel, no tenía ni idea de que los hombres también se preocupaban por
esas cosas. Pensaba
que, para ellos, el cuidado de las manos se limitaba a sacarse la cera de los
oídos con la uña del
dedo meñique.)
3. Invitar a tu amigo guay a pasar unos días, contigo y con tu marido, en
Las Vegas.
4. Reflexión del día: ¡Cómo se te ocurra salir del armario, te meto de una
patada!
Aunque venía acompañado de Gigi, en cuanto vi a Ariel tan conjuntado y
veraniego, en azul
marino y rojo, como queriendo gritarle al mundo que había nacido en el
Mediterráneo, me di cuenta
de que venía armado hasta los dientes de todo lo necesario para ligarse a
algún veganiano, o como se
llamaran los habitantes de Las Vegas. (Nosotros formábamos parte de ellos
ahora y ni siquiera sabía
cuál era nuestro gentilicio, y aquel que me había inventado, sonaba un poco
extraterrestre.) «¡Seguro
que lleva hasta los calzoncillos a rayas marineras!», pensé. Gigi, sin
embargo, parecía haberse vuelto a
dejar. Bajó del avión con unos pantalones anchos, tipo militar, que no
podían sentarle peor, pero que
seguramente le habían resultado más cómodos que los pitillos rojos de
Ariel. Éste se lanzó a mis
brazos, dejando escapar un grito ensordecedor en mi oreja, mientras me
decía cuánto me había echado
de menos. Gigi fue algo más discreta, aunque su tímido abrazo me pareció
sincero.
—¡Qué elegante estás! —Ariel comenzó con sus cumplidos—. Tendrás que
llevarme a la tienda
donde te has comprado ese vestido.
—¿Por qué? ¿Quieres uno? —le pregunté. Se rió con una de sus carcajadas
ensayadas.
—¡Veo que los americanos no han acabado con tu sentido del humor! —se
rió. Sentí que volvía a
estar en casa o, al menos, que un pedacito de la costa mediterránea había
venido hasta mí.
—¿Qué tal el viaje? —les pregunté. Se miraron el uno al otro como
pidiéndose permiso para
contestar y, al final, ninguno lo hizo. Me dio la impresión de que se
odiaban. «Demasiadas horas
juntos», reflexioné.
—Supongo que muy largo —me contesté a mí misma—. Estaréis hechos
polvo, ¿no? Iremos
directamente a casa, entonces.
La cosa se calmó un poco cuando vieron la limusina en la que había ido a
recogerles. Me pareció
que un coche como ése era el más apropiado para Las Vegas y, como
nuestro apartamento estaba en
una de las Torres Veer, junto a la Strip, no tendríamos que utilizar mucho
el coche en lo sucesivo.
La primera vez que visité Las Vegas, años antes de conocer a Ariel,
hubiese querido ir en limusina,
pero me limité a mirarlas desde el piso superior de los autobuses,
imaginando qué famoso iría dentro,
oculto por los cristales ahumados. Los autobuses no estaban mal, los había
visto mucho peores en
otros viajes, como en Malta, por ejemplo, donde parecían guaguas
colombianas y eran conducidos por
hombres obesos de camisas abiertas y sobacos mojados, que gritaban
groserías a los demás
conductores y dejaban subir a más personas de las permitidas, incluidos
sus conocidos, que viajaban
gratis. Los autobuses de Las Vegas eran infinitamente mejores. Cuando
viajaba en ellos, iba señalando
con el dedo todo lo que veía: pantallas luminosas, edificios alucinantes,
decoración asombrosa, etc.
Me parecía a los gatos chinos, de tanto mover el brazo para indicar a mi
acompañante que mirase en
todas direcciones. Mientras tanto, una pareja de japoneses frente a nosotros
ni se inmutaban. Creo que
Tokyo debe de ser la ciudad con mayor cantidad de rótulos y pantallas
luminosas del mundo. Me
sentía un poco paleta, pero se me había quedado tieso el dedo y no podía
parar de señalar a un lado y
al otro. Desde la parte de arriba, todo se veía mucho mejor y se iba mucho
más cómodo. Lo malo era
que siempre se sentaba algún hombre, negro o blanco, que hablaba solo, y
que se ponía y se quitaba el
gorro de lana insistentemente. En más de una ocasión, imaginé que se
levantaría, sacaría una pistola y
me convertiría, sin quererlo, en uno más de los rehenes que, horas después,
dejaría salir gracias a la
intervención del FBI. Había visto demasiadas películas. Nunca pasó nada,
aparte de que se quitaran y
se pusieran el gorro de lana mil veces, antes de llegar a su destino.
Tampoco había sido mucho mejor
mi primer viaje en taxi. Me tocó el único taxista que bebía una lata de
cerveza mientras conducía.
Recé para que fuera sin alcohol. Tenía el pelo largo y rubio, y llevaba una
cinta sobre la frente, como
un indio piel roja. Cuando le pregunté cuánto me costaba el viaje, se lo
tomó mal y empezó a darme
una charla sobre las propinas que daban los turistas en Las Vegas, siempre
muy pobres y
desconsideradas. Hablaba con dejadez, como lo haría un borracho, en un
inglés muy cerrado y
mirándome por el retrovisor, en lugar de hacerlo de frente.
— This is America! —exclamaba—. This is Las Vegas!
Al final, le pagué veinticinco dólares, incluida la propina, y se marchó
abriendo una nueva lata de
cerveza.
Me había llevado por la autopista, como suelen hacer todos los taxistas del
mundo con los
inocentes turistas recién llegados, para volver a mi hotel, en la calle
Fremont, el famoso Golden
Nugget. Éste hacía honor a su nombre, porque dentro se guardaba, en una
urna de cristal, la pepita de
oro más grande del mundo, encontrada en un río cercano, en la época de los
buscadores de oro. Era el
hotel más antiguo de Las Vegas y, en épocas pasadas, había sido del mismo
propietario que el Encore
at Wynn, donde me casaría años después. Casualidades de la vida,
supongo. En mi primer viaje, me
alojé allí porque la calle Fremont era lo más típico de la ciudad. Aquel
hotel tenía un lujoso estilo
antiguo, con paredes blancas y techos dorados, alfombras rojas y columnas
de espejos. Había una
Biblia en el cajón de la mesilla de noche y una cómoda vacía, frente a las
camas, donde se escondía el
televisor.
Yo no había contado con llegar, justamente, durante los días en que se
celebraban rodeos, y la
ciudad estaba llena de vaqueros y vaqueras, con sombreros y cinturones de
hebillas enormes y
brillantes, y botas de piel de serpiente, seguramente auténtica. Sólo
faltaban los caballos. Alguno,
incluso, apareció en el casino con un látigo, cosa que, para los de
seguridad, no parecía contar como
un arma. Durante el desayuno, que era enorme —con huevos y judías
negras—, bebían y hablaban
muchísimo y muy alto, con las cervezas en una mano. Yo me los
imaginaba con las pistolas en la otra.
Me recordaban a mí misma de pequeña, pues siempre que mis padres me
llevaban a una feria tenían
que comprarme una pistola de sheriff con canana, balas de plástico y
sombrero. ¿Era posible que, en
otra vida, hubiera vivido en Texas y todavía la recordara? Ariel no dejó de
tocar los botones durante el
corto trayecto desde el aeropuerto. Parecía interesarle más el interior del
coche que el espacio
exterior. Gigi aprovechó su comportamiento infantil para abrir la botella
de champán cuando se lo
pedí, y para brindar sinceramente por mi matrimonio.
—¡Gracias por invitarnos! —me dijo abrazándome de nuevo—. ¡Nunca
imaginé que vendría a Las
Vegas! ¡Es tan de película!
—¿Demasiado glamuroso para ti, verdad? —exclamó Ariel con grosería.
—¡Mira quién va a hablar! ¡El marinero! ¿Vas a hacer un crucero por el
Mediterráneo? —le
respondió ella irritada.
—¿Qué os pasa? —pregunté un tanto molesta.
—Nada… —respondieron ambos sin querer mirarse.
—Veo que os han afectado tantas horas de viaje. Por eso os compré los
billetes haciendo escala en
Nueva York, para que pudierais descansar.
—En Nueva York, fue peor —protestó Ariel, como un niño pequeño que le
contara a su madre que
le habían pegado—. ¡A esta mujer no hay quien la entienda! ¡Un solo día
en la ciudad más increíble
del mundo y ella quiere ir al Metropolitan!
—¿Sabes lo que es un museo? —preguntó Gigi ofendida—. ¡No, claro!
¡Ariel cree que los museos
son las boutiques de moda de un centro comercial!
—¿Qué tiene de raro querer aprovechar mi visita a Nueva York para
comprar en un outlet? —me
preguntó Ariel.
—¡Nada, salvo si crees que el arte moderno son unas botas de la última
colección de Chichi Chús!
—respondió Gigi.
—¡Ja! ¡Ni siquiera sabes cómo se pronuncia! ¿Y tú hablas cinco idiomas?
—volvió a atacar él.
—¡Ya está bien! —ordené en un tono marcial para intentar apaciguarlos—.
Se acabó. Ahora estáis
en Las Vegas y nos lo vamos a pasar muy bien los tres. —Volví a llenarles
la copa hasta arriba—.
¿Podéis volver a ser amigos por mí?
—¿Ésta es tu nueva mejor amiga? —me preguntó Ariel con sarcasmo,
mientras las lágrimas
empezaban a asomarse en sus ojos y ponía su famosa cara de hacer
pucheros.
Gigi le lanzó una pérfida mirada masculina y él se sintió atemorizado.
—¡Por favor, chicas! —dije sin darme cuenta, pero continué al ver que,
para Ariel, el cambio de
género había pasado totalmente desapercibido—. ¡Hacedlo por mí!
—Está bien —aceptó él con voz temblorosa, tras sonarse la nariz con un
estruendo—. Siempre que
no vuelva a hacerme sentir que soy un hombre superficial.
—¡Es que lo eres! —insistió Gigi.
—¡Y tú estás como una cabra, siempre con tus energías dislocadas, y yo no
me quejo! —Me miró
para explicarme—: ¡Cuando subimos al avión, se colgó todas esas piedras
y aún no se las ha quitado!
¡Y encima lleva puesto un desodorante que huele a perro muerto! —chilló.
—¡Estas piedras son protectores contra los accidentes! —aclaró Gigi,
mientras me las mostraba,
colgadas de su cuello—. ¡Y yo no llevo desodorante! —especificó para
nuestra sorpresa—. Provoca
cáncer. Ariel no pudo evitar soltar una carcajada y el champán se le escapó
de la boca, salpicándonos a
las dos.
—¡Entonces no me extraña que huelas tan mal! —continuó riéndose.
—¡Eso no te ha impedido mirarme las tetas durante todo el viaje! —le
recriminó ella.
—No se lo tengas en cuenta, Gigi. Suele hacerlo, conmigo también.
—¿Y por qué lo hace, si es gay? —me preguntó como si él no estuviera.
—Por pura envidia —respondí.Gigi tuvo que claudicar y empezó a reírse
también. Abrí otra
botella para rematar la faena. El champán es siempre un gran aliado contra
todos los males del alma,
incluidos los que había provocado la convivencia de mis dos mejores
amigos, que eran tan diferentes y
apenas se soportaban.
***
—¡Arterio! —grité llamando a nuestro mayordomo—. ¿Está preparada la
habitación de invitados?
—Así es, señora —respondió el chico.
—Gracias, Arterio, puede retirarse, pero antes dígale a Arnulfo que no
cenaremos en casa.
—¡Vaya nombrecitos! ¡No me habías dicho que estaba tan bueno! —me
susurró Ariel—. ¿De
dónde es? ¿Cubano?
—De Miami. Lleva muchos años trabajando para Nahuel.
—¡Pues está de toma pan y moja! —exclamó—. Pero, ¿por qué no le
cambias el nombre? ¡Tiene
nombre de vena! ¿Y el otro? ¿El cocinero está igual de bueno?
—La esclavitud se abolió hace siglos —aclaró Gigi—, no son Kunta Kinte.
—¿Ves? Siempre se está metiendo conmigo —replicó él molesto. Mientras
Gigi se disponía a
hacer un ritual para mantener elevada la energía de la casa, Ariel me
acompañó en un tour por el
apartamento, mirándolo todo.
—¡Esto le habrá costado un huevo a tu marido! ¡Pero no importa, si
todavía le queda otro! —
volvió a reírse.
—¿Te he dicho cuánto me alegra que estéis aquí? —me sinceré.
—Nada más llegar —me respondió rotundo. Se sentó en el sofá para
disfrutar de las vistas
matutinas. La ciudad aparecía iluminada como si fuera de noche. Para
alguien que aún no la había
contemplado tras la puesta de sol, era ya muy increíble ver la iluminación,
sin sospechar que al
anochecer sería aún más espectacular.
—Es formidable que esta ciudad nunca duerma. ¿Es tan hortera como
parece en las películas? —
me preguntó.
—Para nada. Sólo la calle Fremont, que es la parte más antigua de Las
Vegas. Te va a sorprender
mucho.
—Eso espero. Nunca pensé en venir a Las Vegas. ¿Vive alguien aquí,
además de vosotros? Quiero
decir, ¿hay hospitales, colegios, supermercados, gasolineras y todo lo que
necesita la gente normal
para la vida diaria?
—¡Claro que sí! ¿Qué te crees, que vivimos de comer fichas de casino con
mayonesa?
—¡Nunca he probado el Martini Gold! —exclamó cogiendo la copa que le
ofrecía—. No puedes
negarme que tu marido tiene mucho dinero.
—No lo hago. Lo tiene.
—¡Cuánto me alegro por ti! ¿Y de lo demás, qué tal?
—Ya empezamos. ¿Siempre tienes que acabar hablando de sexo? —le
recriminó Gigi, que
regresaba a punto para el Martini.
—¿Y qué otra cosa hay? Sexo y dinero, querida. ¿Hay algo mejor? —se rió
—. ¿Gigi, por qué no
aprovechas la visita para reequilibrar a Nahuel lo que tenga
desequilibrado? Ya sabes que Sibila es
una loba y tiene hambre de hombres, como yo —volvió a soltar una
carcajada.
—Te aseguro que no le hace falta —afirmé—. Está bastante bien
equilibrado y yo soy
completamente fiel desde que le conozco.
—Hace un año solamente, tampoco te voy a poner una medalla —
respondió él—. Recuerdo
cuando ni siquiera te atrevías a llamarle y, ahora, ¡mírate! ¡Eres una mujer
casada! ¡Y fiel, que es lo
peor! Aún puedo verle en aquella tienda de Ponche&Bananna —dijo
engurruñendo los ojos para
rebuscar en su memoria—. Me pareció el tío más bueno que había visto
nunca. Claro que luego me
invitaste al concierto de Poppy Wills y cambié de opinión.
—Pues alégrate, porque vas a verle de nuevo.
—¿A Poppy? Gigi se sentó con nosotros, sumándose a la conversación.
—Sí, vamos a ir a mañana a un concierto de Poppy en el Coliseum del
Caesars Palace.
—¿En serio? ¡Qué maravilla! —Ariel aplaudió y dio saltitos, cual foca
feliz.
—¿Yo también? —preguntó Gigi.
— Of course! —le aseguré.
—Como la otra vez no me invitaste…
—¡Me dijiste que no te gustaba!
—Y sigue sin gustarme…
—He comprado una entrada para ti también. ¿Te apetece venir? Son vips.
—¡Entradas vips! ¡Qué maravilla! —volvió a gritar Ariel—. ¡No te lo
puedes perder, Gigi! ¡Ese
hombre es un fenómeno!
—Me encantará ir —respondió ella. Suspiré aliviada.
—¡Y otro día, podemos ir al museo de los apaches! —propuso Ariel
riéndose—. Es como el
Metropolitan de Nueva York pero en indio, ¿verdad?
Esta vez Gigi le rió la gracia. Mi amigo era como la mayoría de los
españoles que nunca habían
estado allí. Creía que en Las Vegas sólo había casinos, bares de strippers y
asesinatos, como en CSI.
Las máquinas tragaperras que había, nada más llegar al aeropuerto, no
ayudaban mucho a cambiar esa
imagen. A pesar de eso, era una ciudad increíble y yo estaba dispuesta a
que la conocieran y la
disfrutaran, durante sus vacaciones de verano.
—Te equivocas, Ariel, puede que Las Vegas no tenga una gran pinacoteca,
pero te aseguro que hay
muchas exposiciones y galerías interesantes. No os preocupéis, tendremos
tiempo para hacer
absolutamente de todo. Tres semanas dan para mucho.Y para muchos
disgustos también. Empezaba a
lamentar no haberles reservado una habitación en un hotel. No sabía si
aguantarían en la misma
habitación, con nosotros en el apartamento, ni aunque fuera una suite con
baño incluido. Decidí llenar
la nevera de botellas de champán y Martini para los próximos días y, por
las noches, tomaríamos
cualquier cóctel que hubiéramos visto en alguna serie famosa como Sexo
en Nueva York , así sería más
fácil mantener la paz. Por la noche, me ocupé de acostarlos y de taparlos,
haciendo de madre de
aquellos dos gemelos peleones. Ellos se colocaron culo contra culo para no
mirarse y así poder roncar
a sus anchas. Ni Nahuel ni yo pudimos pegar ojo durante las dos semanas
siguientes. Gigi sonaba
como una tuba y Ariel, como un helicón. La orquesta estaba dispuesta. El
concierto nocturno había
comenzado.
***
La idea de asistir al concierto de Poppy Wills había sido deliberada. Sabía
que, tras presentar a mi
marido, mis amigos necesitarían ver de cerca a un nuevo ejemplar
masculino que les impresionara aún
más, si es que era posible. No quería que Ariel estuviese con la baba
cayéndose durante las tres
semanas que iba a pasar conmigo. Había comprado entradas Golden Vips y
eso nos daba derecho a un
palco privado muy cerca del escenario, en el que podíamos movernos a
nuestro antojo, entrar y salir a
por canapés y bebidas, y hacernos una foto con el artista después del
concierto. Yo ya había tenido la
oportunidad de ver varios espectáculos en Las Vegas y había comprobado
las grandes diferencias que
había al disfrutarlos, tras haber pagado una buena entrada. Era otra de las
razones que me hacían ser
consciente de que mi vida había cambiado y de que el dinero hacía las
cosas mucho más fáciles e
infinitamente más divertidas. En mis años de escritora, cuando creía que
las cosas más importantes
del mundo no dependían del dinero y eran aquéllas que provocaban
pensamientos muy profundos y
trascendentales, nunca hubiese imaginado que mi opinión sobre la vida
cambiaría tanto en tan poco
tiempo; y mucho menos que ese cambio dependería de las tarjetas que
llevaba en mi bolso. El teatro
era muy grande, pero resultaba muy acogedor con su decoración de
alfombra y butacas rojas. Poppy
Wills sorprendió al público con un concierto más íntimo, en el que cantó
canciones de Frank Sinatra
con su propio estilo y se mostró como un cantante que nada tenía que ver
con el guiri tatuado que
podría haber pasado desapercibido en la zona guiri de Benidorm. Llevaba
puesto un esmoquin, nada
clásico y con pajarita dorada, que le daba un aire sofisticado. Parecía
diferente con ese atuendo, el
torso y los brazos tapados, sin mostrar sus famosos tatuajes sobre sus
trabajados músculos. Lo habían
presentado como un concierto único y de un solo día; eso quería decir que
no volvería a cantar
aquellos temas en ningún otro lugar del mundo; sería un momento
precioso. Se entregó por completo,
demostrando que, además de un showman, era un gran intérprete. Su voz
era capaz de traspasar la piel
más dura y permeó la de Gigi, que disfrutó muchísimo tarareando las
canciones. Ariel estaba
embobado, como era de esperar, y yo no me creía el poder disfrutar de un
concierto a tan pocos metros
de la estrella, con un Cosmopolitan en la mano y vestida con un trapito de
más de trescientos euros.
—¿No es increíble? ¡Gracias por invitarme! —dijo mi amiga acercándose
a mi oído, para que
pudiera escuchar lo que iba a decirme—. ¡Estoy disfrutando muchísimo!
—Me alegro. —Le sonreí.
—¿Te das cuenta de cómo ha cambiado tu vida? —afirmó, aunque en
forma de pregunta.
Asentí con la cabeza. Había adivinado mis pensamientos. Recordé lo fácil
que había resultado todo
desde que había conocido a Nahuel y nos habíamos enamorado. Sin
embargo, he de reconocer que la
cuestión económica ya había empezado a mejorar en el momento en que
Gigi me propuso cambiar de
trabajo y lanzarme al vacío.
—¿Te acuerdas de cómo era tu vida hace un año? —insistió ella.
¿Que si lo recordaba? Aún sentía dentro de mí el agobio que me provocaba
la incertidumbre de no
saber si llegaría a fin de mes y la decepción, tras un nuevo intento en la
escritura y su consiguiente
fracaso. Me acordaba de mirar los escaparates de las tiendas,
preguntándome si algún día podría
ponerme alguno de aquellos vestidos, antes de que mi cuerpo envejeciera.
Y ahora estaba allí, con mi
vestido nuevo, más delgada que nunca, sobre unos tacones de infarto,
sentada en un palco del
Coliseum de Las Vegas, bebiendo un cóctel con nombre de revista de
moda. No quería que mis amigos
siguieran viviendo en una situación económica inestable. Por eso, aún les
tenía guardada una nueva
sorpresa que les ayudaría a mejorar sus vidas de forma considerable. Había
decidido invertir en sus
negocios y ayudarles a sacarlos adelante, con un capital que ellos no
tenían. Si se lo hubiera regalado,
ninguno habría aceptado el dinero, pero si invertía en ellos, estaba segura
de que estarían encantados.
Desde que me había casado, me había dedicado a varias causas benéficas y
eso significaba apoyar a
muchos desconocidos. Niños indefensos, mujeres maltratadas, ancianos sin
familia, hombres sin
oportunidades, animales abandonados… Todo eso estaba muy bien, pero lo
mejor de ser rica era poder
ayudar a mi familia y a mis amigos, a la gente que de verdad quería y en la
que creía, a aquellas
personas que valoraba por cómo eran y por lo que hacían, con talento, y
que sólo necesitaban que
alguien les abriera una puerta. Así había sido yo antes, y me hubiese
encantado tener una mano amiga
que invirtiera en mí y en mi trabajo. Aunque sentía que era mucho más
grandioso y agradable ser esa
mano, porque había descubierto que dar es mejor que recibir. Y estaba
aprendiendo a hacer ambas
cosas al mismo tiempo.
—¿Echas de menos aquello? —me preguntó mientras Poppy cantaba My
way, a su maravillosa
manera. Sabía a qué se refería mi amiga.
—No—respondí quizá con demasiada rapidez. No echaba de menos
aquellos malos momentos. Me
alegraba estar lejos del Bar Lola, de la familia de los insoportables, del
miedo y de las dudas. Estaba
feliz de haber dejado atrás la lucha diaria y había zanjado la cuestión de
forma desenvuelta. No había
sido fácil el traslado. Cuando te vas a vivir a otro país, lo primero que te
preguntas es qué vas a hacer
con todos tus recuerdos. Piensas que es imposible dejarlos atrás, pero es en
ese momento cuando
comprendes, por primera vez, que puedes vivir sin ellos. Yo había metido
en una maleta de mano lo
imprescindible, las cosas que creía que no podrían existir sin mí, como el
diploma del primer
concurso literario que había ganado. Todo lo demás, lo había escaneado y
metido en un «chismito»:
fotos familiares, de amigos y fiestas en la playa, las de mi perro muerto
hacía ya algunos años y toda
mi obra escrita. Gracias a Dios, yo ya me había mudado antes y el pasado
ya había sido filtrado y
reducido a lo imprescindible, en una ocasión anterior. Si no, me habría
resultado muy complicado
decidir cuáles eran las cosas sin las cuales no volvería a ser yo misma
nunca más. A pesar de ello, ya
no lo era. Las malas experiencias que has vivido te cambian
inevitablemente, pero las buenas te
renuevan.
Nahuel también había cambiado tras marcharse a España y sufrió hasta
adaptarse. Había pasado
demasiado frío de madrugada, en la cola de inmigración en Alicante.
Aunque, como él siempre sacaba
algo bueno de todo lo que le ocurría, se vanagloriaba de haber hecho
grandes amistades. Los moros
con sus moras, las moras con sus pañuelos, cargando con sus bebés,
acompañando al marido para
guardar las sillas cuando éste se marchaba a hacer sus necesidades a un
bar. Las familias de Ecuador,
con cuatro o cinco niños pequeños y morenitos, casi tan altos ya como sus
padres. Y, por supuesto, sus
compatriotas. Aquellos que, en cuanto se reencontraban, volvían a hablar
en su idioma particular de
palabrotas y exclamaciones sin traducción posible al castellano.
—¡Boca sucia! —se llamaba a sí mismo, cuando se le escapaba algún taco
delante de mí. Como en
la canción de Juan Luis Guerra, acudir a la cola de inmigración requería de
un esfuerzo sobrehumano.
Había que levantarse a las tres de la mañana y preparar una hamaca y una
nevera, como quien va a la
playa, pero abrigado hasta los dientes, porque hacía muchísimo frío.
Ahora, que la extranjera era yo y
pretendía quedarme a vivir en otro país, sentía en mis propias carnes lo que
eso significaba. Aunque
no tuve que pasar nunca por nada parecido a lo que vivió Nahuel, al
principio me había encontrado un
poco extraña. Era la única europea y la mayoría de los norteamericanos
desconocían que España
formase parte de Europa. Y yo gastaba todas mis energías en demostrarles
que los españoles no
éramos hispanos y esto era, al mismo tiempo, una contradicción, porque sí
lo somos, aunque no de
Sudamérica, sino de España. Parecía un trabalenguas y pronto me cansé de
intentar explicarlo. Por
otro lado, cuando me presentaban a algún europeo por casualidad, incluso
si era francés, me sentía
como en casa. Deseaba que el mundo llegase a ser, algún día, un planeta
sin fronteras, donde
cualquiera pudiera elegir donde quería vivir, sin que otro le recordara
dónde había nacido. Porque
nadie escoge su lugar de nacimiento, ni aunque la New Age diga lo
contrario. Si fuera así, ¿quién en su
sano juicio elegiría nacer en una tribu africana, siendo mujer, sabiendo que
vas a ser mutilada y
tratada peor que una cabra?
—¡Tu vida es perfecta! —me gritó Gigi, sacándome de mis cavilaciones.
—Sí, lo es —asentí.
Mi amiga empezaba a preguntar demasiado. Era «una metida como
ombligo de gordo», habría
dicho Nahuel.
—Quiero que tengas esto y lo lleves siempre contigo. —Me dio un
pequeño colgante con un
cristalito de color malva.
—Es una amatista.
—¡Gracias! —Se lo agradecí sinceramente—. ¡Es muy bonita!
—Cuélgatela y llévala cerca del corazón. Te ayudará a mantener en
libertad a tu verdadero yo, y a
discernir lo verdaderamente importante, entre todo lo que te rodea.
—Te lo agradezco —le dije pensando en si estaba realmente loca, como
había dicho Ariel. ¿No
pensaría que iba a colgarme esa piedrecita al cuello a diario? Esperé que
entendiera que no siempre
haría juego con mi ropa—. ¿Estás preocupada por mí? —le pregunté
intuyendo que así era.
—No, pero un cambio de vida tan radical puede ser un poco complicado.
—¡Pero todo es perfecto ahora!
—Lo sé, pero por si acaso —añadió—. Por si ocurre algo que pudiera
llegar a cambiar…
—¿Qué podría cambiar? —la interrogué un poco irritada por sus
comentarios—. Todo es perfecto,
tengo al hombre perfecto y llevo una vida perfecta. ¿Qué puede ocurrir,
ahora, que modifique esa
perfección?
¿Qué le pasaba? Gigi estaba escamada como un arenque. Aunque
pensándolo bien, vivía escamada
desde que la había conocido. Estaba dejando demasiadas preguntas en el
aire, pero yo, de forma
inconsciente quería acallarla, para que sus palabras no sembraran dudas en
mi interior. Estaba feliz y
quería seguir sintiéndome de ese modo. Ya había sufrido bastante en la
vida.
—¡Quédate tranquila! —le pedí, calmándome también a mí misma—.
Todo está bien y no dejaré
que nada lo estropee.
Me sonrió.—No te preocupes —me dijo emulando a Rick en
Casablanca—. Siempre nos quedará
Benidorm. Le sonreí y volví a mirar al escenario. Estábamos tan cerca que
podía ver al cantante
incluso sin ponerme las gafas. Esto me recordó que ahora podía operarme
de mi astigmatismo. Poppy
caminaba lentamente hacia nuestro palco, mientras entonaba una hermosa
canción romántica. Alzó la
voz y resultó sobrecogedor. Levantó la mano derecha con el micrófono,
emocionando a todo el
público y a mí, en particular. Entonces elevó la mirada hacia nosotros. Sus
ojos brillantes se toparon
con los míos llenos de lágrimas. Se retiró el micrófono de la boca y dejó de
cantar.
—¡Hay muchas mujeres bellas aquí esta noche! —exclamó cuando el tema
terminó. Ariel me
destrozó el brazo a pellizcos.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? ¡Te ha mirado! Gigi se lo tradujo por mí.
Yo no podía dejar de
contemplar a Poppy, que me miraba también con insistencia. Me acordé de
lo que había dicho mi
hermana cuando fuimos a ver a George Michael en el Wembley Arena,
veinte años antes, en nuestro
primer viaje a Londres, en un vuelo chárter lleno de adolescentes, en el que
sólo nosotras, y nuestras
amigas, éramos las únicas que no iban a abortar a Gran Bretaña.
—¡No somos nadie! —exclamó ella, como si estuviésemos en un entierro.
Traducido, significaba:
«¡Cuánto me gustaría ser famosa para enrollarme con este tío que está más
bueno que el pan de
pueblo!». Claro que eso fue antes de saber que George Michael era gay y
también antes de que le
detuvieran por lascivia en un baño público. ¡Qué barbaridad! Yo ni siquiera
sabía que la lascivia era
un delito. O antes de que hiciese un videoclip vestido de policía, como si
fuera uno más de los Village
People.
Se oyó un murmullo entre el público y volví al día de hoy.
—¡Esta canción es para ti, por ser como eres! —exclamó Poppy por el
micro, para mi sorpresa. Y
Ariel empezó a chillar como un pirata al abordaje y a saltar en el palco
para hacerse notar. Si hubiera
sido un torero, ése habría sido el momento de lanzarme la montera o la
oreja, que era peor, pues las
tenía un poquito grandes. Me sonrió y me lanzó un beso con la mano. Sin
darme cuenta, hice el gesto
inconsciente de cogerlo y devolvérselo con una sonrisa. Escuché los gritos
de emoción de Ariel, a mi
lado, y noté la mirada preocupada y, al mismo tiempo, anonadada de Gigi.
Poppy cogió mi beso y me
guiñó un ojo. Me estremecí. Fue como si me hubieran rociado con polvo de
estrellas.
Esperamos hasta que Poppy estuvo dispuesto a acercarse a sus fans vips,
para hacerse una foto con
ellos. Cuando me vio, me sonrió de nuevo y se aproximó, dejando atrás a
los que estaban delante de
nosotros. Fue muy maleducado por su parte, pero yo me sentí como si
hubiera engordado veinte kilos
de repente, orgullosa y satisfecha. Con aquel gesto, me elegía como
favorita entre los demás humanos
privilegiados que estábamos allí para conocerle. No hizo falta pedirle nada.
Me agarró por los
hombros con su brazo, posando para la cámara de Ariel y la de Gigi, que
hicieron de improvisados
paparazzi. Los otros seguidores empezaron a agolparse y pronto se vio
envuelto entre un grupo de
ocho o diez personas, que le impidieron continuar a mi lado. No me
molestó que tuviera que irse. Lo
entendí y me sentí agradecida por el gesto de haberme elegido la primera.
Ni en mis mejores sueños
de fan adolescente, hubiese fantaseado con algo así. Si me hubiera ocurrido
entonces, podrían haber
pasado dos cosas: o me hubiera arrojado a sus brazos para pedirle un hijo o
me hubiera muerto allí
mismo, a sus pies. Esta vez no ocurrió ninguna de las dos. Simplemente,
me lo tomé como un gesto de
caballerosidad y me sentí oronda, mientras flotaba y atravesaba capas
estelares, nebulosas y anillos de
meteoritos.
***
¿Qué es lo peor que le puede pasar a una modelo mientras camina sobre la
pasarela? ¿Caerse
mientras intenta caminar con unos tacones de escándalo? No, la respuesta
correcta era otra: que se le
escape un pedo, llevando una faldita de gasa semitransparente, justo
cuando está al final de la pasarela
y se ha acabado la música, y mientras acompaña a un perrito color rosa
pastel, vestido de Barbie
princesa canina. Los tres nos quedamos perplejos cuando escuchamos
aquel sonido, al tiempo que
veíamos cómo apretaba los carrillos para intentar sujetar el pedo sin
resultado. Gigi se rió entre
dientes y Ariel soltó una de sus escandalosas carcajadas.
—¡Y ahora el perro también se cagará! —exclamó escatológico.
Me tapé la boca para evitar que mi risa se oyera entre los asistentes. Como
nunca había ido a un
pase de modelos, no sabía que esas cosas pudieran ocurrir y tampoco tenía
idea de que aquellas chicas,
delgadas como juncos, tuviesen espacio para una burbuja de aire en su
interior. Vimos con claridad
como la ligera tela de la faldita se movía y el público empezó a toser y a
mirar hacia otro lado, para
contener la risa, mientras la pobre chica se ponía roja como un semáforo.
—¡Seguro que en el catering hay bebidas espirituosas! —se rió Gigi.
—¿Y eso qué es? —preguntó Ariel.
—Pues bebidas con gas.
—¡Ah! ¡Pensaba que hablabas de bebidas católicas o algo que tuviera que
ver con el espíritu! —le
dijo él—. ¡Creí que nada podía ser peor que el ruido! ¡Ja, ja, ja! ¡Pero el
olor es peor! —pronunció
gangoso y con la nariz tapada—. ¡Ahora ya sé lo duro que es ser una top
model!
Estábamos en primera fila y no podíamos evitar que la gente nos mirase a
nosotros más que a las
modelos. Dudé de si había sido buena idea llevar a mis amigos al pase de
moda de la última colección
canina de Tom Giordano, pero había sido invitada, por una de mis clientas,
a la Semana Perruna de la
Moda o, como se decía en inglés, la Doggy Fashion Week.
—En esta ciudad, hay gente de muchas clases diferentes —aseguró una
mujer detrás de nosotros a
la persona que tenía a su lado.
Nos callamos. Sentí que nos aludía. Nunca me había preguntado de qué
clase era, ni antes ni ahora,
pero quizá un pase de moda para perros fuera un buen sitio para empezar a
planteármelo.
Siempre que me había encontrado, frente a frente, con una mesa llena de
canapés, no había podido
alejarme mucho, porque quería probarlo todo. Mis amigos estaban muy
felices aquella tarde. El día
anterior habíamos estado hablando de sus negocios, en los cuales yo
pensaba invertir. Gigi quería
tener su propio estudio, en el que desarrollar proyectos de feng shui a lo
grande y Ariel se decantaba
por una tienda en Benidorm, de una franquicia de preservativos, dirigida al
público del ambiente, con
su propia página web: Ponteloconalegriaycolor.com.
Durante el cóctel, les presenté a algunas de mis nuevas mejores amigas de
Las Vegas. La mayoría
tenían una preocupación apremiante por encontrar las joyas adecuadas para
el vestido que lucirían en
cada fiesta a la que estaban invitadas. Era un poco decepcionante para mí,
pero siempre mantuve la
esperanza de que pronto encontraría amigos con un poco más de materia
dentro de la cabeza. Mientras
tanto, me esforzaba por integrarme al grupo de conocidos y conocidas de
Nahuel. Incluso me había
atrevido a ponerme unas uñas un poco más largas, en dos colores y con tres
brillantitos en las puntas,
algo que pasaba desapercibido entre ellas. Esa mañana, también había
acompañado a Ariel a ponerse
unas. Desde que había visto las de Nahuel, cuidadas y limpias, en perfecto
estado y en color carne,
como si fuesen auténticas, no había hablado de otra cosa y se ocupó de
convencer a Gigi para que ella
también eligiera unas especiales para comedores de uñas, en blanco roto.
El centro de estética de Nahuel les había encantado. No sólo disfrutamos
de la sección principal, la
de manicura, sino que también nos maquillamos y nos dimos un masaje
cada uno. Todo eso, después
de pasar la mañana en el spa del hotel. Cuando les conté que no era el
único centro que Nahuel tenía,
sino que estaba también el de Alicante, el de Barcelona y uno más en
Miami, empezaron a comprender
cómo el negocio de las uñas podía haberle convertido en un hombre
millonario.
Ariel fue al servicio. De tanto reírse con el accidente de la top model
perruna, se le había aflojado
el muelle. Gigi y yo nos quedamos tomando una copa de champán, tras
dejar temblando la bandeja de
los canapés. Después, mi cliente se acercó con unas amigas y charlamos
durante un rato. Les presenté
a Gigi y les informé de su trabajo como consultora de feng shui, por si
había alguna energía que
necesitara de su ayuda. Repartió unas cuantas tarjetas alegremente. Yo
acababa de meterme un canapé
ardiendo en la boca.
—¡Está como negra en baile! —exclamé.
—¿Otra expresión de tu marido? ¡Sólo te queda aprender a digerir el mate
para convertirte en una
argentina boluda! —me soltó Gigi, riéndose de mí.
Cuando llegó Ariel, acompañado, casi me muero del impacto visual. No
podía tragarme el canapé
y mis ojos comenzaron a brillar por las lágrimas. Se me enrojeció la piel
de la cara por el champán y
por el susto. Al final, decidí engullirlo todo de golpe, aunque doliera.
—¡Mirad a quién me he encontrado en el baño de los «gentleman»! —dijo,
literalmente, con su
peculiar pronunciación en inglés—. ¡No podía dejarlo allí solito! ¿No
creéis?
Gigi comenzó a gritar y se tiró a sus brazos, dándole primero dos besos y,
después, otros cuatro,
por si quedaba alguna duda de que estaba completamente alucinada con su
presencia.
— Oh, my God! —gritaba mientras daba saltitos nerviosos—. Poppy Wills!
It’s amazing! ¡No me
lo puedo creer!
Ni yo. Nos volvíamos a encontrar. Poppy cogió mi mano y me la besó
caballerosamente. Fue un
saludo demasiado afectuoso, aunque agradable.
—Nos volvemos a encontrar —me dijo.
—Por favor, que alguien me traduzca —exigió Ariel y Gigi le hizo callar
de un codazo.
—Eso parece —le respondí.
—Me gustaría saber tu nombre.
Gigi respondió por mí. No necesitaba hablar, ya tenía una secretaria. Me
bastaba con mirar a
Poppy, que se acercaba más a cada instante, pues se iba pegando a mí de
forma sutil y casi
imperceptible.
—Te buscaré —me prometió antes de marcharse de nuevo. Se ve que los
famosos no pueden
permanecer en un mismo sitio durante mucho tiempo. Lo raro fue que sus
palabras me sonaron como a
sentencia, a pesar de la alegría descontrolada de mis dos amigos, que me
las repetían una y otra vez.
—¡Le gustas! —Ariel gritó la verdad más aterradora—. ¡Y a ti también te
encanta, lo sé!
No hablé. ¿Qué podía decir para defender mi inocencia frente a tales
acusaciones? ¿Cómo podría
no gustarme? ¡Era Poppy Wills, el cantante, el famoso, la celebrity! Era el
hombre por el que
suspiraba casi la mitad de la población mundial. No iba a ser yo el único
ser extraño de la Tierra que
no le creyera absolutamente irresistible. De cerca, era todavía peor. Sentir
su aliento y su voz
susurrante en mi oído había sido traumático. No me quité la imagen de su
rostro y su sonrisa de la
cabeza durante varios días; el vello se me había puesto de punta al
descubrirlo junto a mi cara y no se
me había bajado desde entonces. No conseguí quitarme a Poppy de la
cabeza durante todas las
vacaciones de mis amigos; ni cuando fui a llevarles al aeropuerto porque
regresaban a España; ni
cuando volví a casa con Nahuel; ni cuando éste decidió que tendría que
marcharse un mes a Miami; ni
cuando me pidió que le acompañara; ni cuando le dije que no; ni cuando
fui consciente de que no
había querido ir con él porque había recibido una llamada del representante
de Poppy Wills, en la que
me decía que el cantante regresaría a Las Vegas en dos semanas y que
quería invitarme a cenar. No me
molestó aceptar su invitación con tanta antelación; era posible que en el
mundo de la música hubiera
que preparar las cosas importantes con tiempo.
***
—Estoy casada —le dije cuando noté su mirada libidinosa; me desnudaba
con el pensamiento.
—Yo también —respondió Poppy como si tal cosa.
Recordé haber visto el anuncio de su boda con una modelo, en televisión.
—Pero yo no soy una mujer infiel, ni quiero serlo —le aclaré.
—¿Por qué has venido, entonces?
—Me has invitado a cenar…
—Claro —se rió él, como si admitiera jugar a un juego que yo no
sospechaba tan peligroso.
La limusina paró frente al Coliseum. Me tendió la mano y me abrió la
puerta para salir. Llevaba un
maravilloso vestido de gasa, con falda corta de vuelo y unos volantes que
le daban un toque
principesco. De hecho, empezaba a sentirme como una princesa, gracias a
sus atenciones.
—Estará cerrado —le dije cuando llegamos a la puerta.
—Para mí, no. —Sonrió.
Verle sonreír fue como si se hubiera abierto una ventana por la que entrara
aire fresco, mientras
viajaba en la furgoneta de un repartidor de quesos. Necesitaba respirar,
porque estaba demasiado
nerviosa, pero su sonrisa me calmó. Tenía cara de no haber roto nunca un
plato, aunque intuía que
Poppy poseía de inocente lo que yo de top model.
Entramos en el teatro y vi una mesa preparada en el escenario. Velas
encendidas, música suave que
salía de no sabía dónde, caviar y champán. «Menos mal que no ha pedido
fish and chips con
mantequilla», pensé al darme cuenta del hambre voraz que tenía, aunque
no estaba muy segura de si
era de comida exactamente. Nos sentamos y él me sirvió una copa. Dos
escoltas permanecieron a unos
metros de nosotros, vigilando el teatro vacío. Poppy me pareció más
normal que antes. Sin aquella
camisa plateada y los vaqueros de marca, podría haber pasado por un tipo
corriente. Me alegré de que
mantuviera ocultos sus tatuajes, porque no estaba segura de si me asustaría
al verlos de cerca. No es lo
mismo en televisión. Las personas cambian mucho vistas al aire libre. Es
como si el hecho de aparecer
en la pantalla de nuestro salón, les hiciera ser unos superhéroes y no nos
damos cuenta que al fin y al
cabo, es sólo un electrodoméstico más de nuestra casa.
—No eres guapo —se me escapó en voz alta, aunque pretendía mantener
en privado mis
pensamientos.
—¡Vaya, gracias! —se rió él—. Tú sí lo eres, preciosa.
Me sentí mal por él. Me avergoncé.
—No pretendía decir eso —intenté arreglarlo, mientras bebía champán—.
Quería decir que no eres
el tipo de hombre guapo que… bueno, no sé qué quería decir, lo siento.
—Seguramente, quieres decir que, de cerca, parezco muy poca cosa.
—¡No! ¡Qué va! ¡Todo lo contrario! —Volví a la carga—. Quería decir que
no eres un hombre de
esos que la gente, en general, llamaría «guapo», pero eres tremendamente
atractivo. Y está claro que a
la sociedad le gustas. ¡Tienes millones de fans! No sé qué quería decir. Tu
presencia me confunde, lo
siento. Alzó las cejas y volvió a reírse. Parecía un tipo simpático.
—A muchas chicas les confunde mi presencia. Soy Poppy Wills,
¿recuerdas? ¿Cuántas mujeres
darían lo que fuera por estar donde tú estás hoy?
—Lo sé —le dije, sabiendo que, en realidad y aunque pareciera lo
contrario, no estaba alardeando
de nada, sino más bien lamentando la situación.
—No es algo que me haga sentir orgulloso —añadió.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿No es maravilloso gustarle a todas las
mujeres?
—¿Tú querrías gustarle a todos los hombres? —me devolvió la pregunta.
Lo pensé durante un segundo. Debía de ser complicado no poder ir por la
calle con libertad, sin
temer que algún loco quisiera poseerme. Recordé lo mal que me había
sentido siempre por culpa de
las groserías de algunos hombres y aquello no era nada comparado con una
multitud de fans,
absolutamente idas, corriendo tras de ti y vigilando cada uno de tus
movimientos. Decididamente, no
debía de ser fácil, aunque seguro que tenía su lado bueno.
—A veces, pienso que no podré soportarlo. No me hice cantante por esa
razón, ¿sabes? Me gustaba
cantar, eso era todo. —Sonrió—. Nunca pensé que podría llegar a esto.
—Quizá por eso me alucina mucho más que me parezcas un hombre
normal y corriente, ahora que
te veo de cerca, sentado a mi lado y bebiendo champán.
—Bueno, ¿no es tan normal cenar en el escenario del Coliseum de Las
Vegas, no? —alardeó.
—Supongo que no.
—Entonces, ¿ya no te parezco guapo?
—¡No quería decir eso! —rectifiqué—. Seguramente, necesito más
champán para asimilar que
estoy cenando con un ídolo de masas. ¡Esto habría sido mi sueño de
juventud!
—Aunque tu ídolo debía de ser otro.
—¡No lo dudes! ¡Estaba completamente enamorada de Boy George! —
exclamé.
—¡Pero si es maricón! —soltó con una palabra en inglés que pretendía
decir algo muy parecido.
—¡Lo sé, pero me encantaba! Incluso me vestía como él.
Volvió a levantar las cejas.
—Quizá no tenías muy claro si querías casarte con él o querías ser él.
—¡Eso creo yo! De adolescente, nunca tuve las cosas muy claras, la
verdad.
—¡Al menos era inglés! ¡George, haré lo que pueda! —exclamó como si
Boy George pudiera oírle,
antes de volver a ponerse serio—. ¿Y desde cuándo te gusto yo?
—¡Ah, desde que dejaste a ese grupito de niños mimados!
—¡Eres atrevida, eh! —Soltó una carcajada—. ¡Yo no lo habría explicado
mejor! ¡Eso es lo que
éramos!
—Por eso entendí perfectamente que necesitaras abandonarles para
empezar tu carrera en solitario.
Tienes una voz magnífica y aquellas canciones muy tontas, no dejaban que
te lucieras. En serio,
eres… increíble. No hay muchos artistas tan buenos como tú. Además, eres
un genio en el escenario.
Cómo te mueves, cómo bailas, cómo te ganas al público… ¡Como si lo
tuvieras en la palma de la
mano!
—Quiero seguir escuchando…
—¡Ja, ja, ja! ¿Te encanta que te adulen, verdad? Bueno, pues eso es lo que
realmente pienso sobre
tu trabajo, es maravilloso. ¡Consigues que todo el mundo se sienta
especial!
—Es lo mejor que me han dicho nunca. —Se puso serio.
—Tú has debido sentir algo así alguna vez. También debiste de tener tus
ídolos.
—Así es, aunque creo que lo que has descrito es más un sentimiento
femenino. No sé si mis fans
masculinos llegan a sentirse igual.
—Bueno, yo conozco a uno que sí, pero es gay, así que podemos contarlo
entre tus fans femeninos.
_Se rió de nuevo.—Entonces, quedamos en que soy feo, ¿no?
—¡Por Dios! ¡Yo no he dicho eso! Al contrario, no sé qué tienes pero eres
absolutamente
irresistible. Al menos para mí._Me miró como si hubiera ganado la batalla.
Sentí que acababa de caer
en la mayor trampa que me habían puesto en toda mi vida. Deseé borrar
mis palabras, pero ya era
demasiado tarde.
—¿Sabes qué es lo que me hace irresistible?
Negué con un movimiento de cabeza.
—¡Ven conmigo! —me pidió, retirando mi silla para que pudiera
levantarme.
Nos alejamos de la mesa y llegamos al borde del escenario. Se colocó
detrás de mí.
—Cierra los ojos.
Lo hice y sentí sus manos rodeando mi cintura. Sabía que pronto se
atrevería a cruzar la línea que
tanto temía mi mente y tanto deseaba mi cuerpo. Podría haber salido
corriendo, pero mis piernas
estaban paralizadas. Además, me había puesto las sandalias que Nahuel me
regaló antes de
conocerme, por dos poderosas razones que, sin duda, eran contradictorias
entre sí. La primera: porque
así me recordaría a mí misma que estaba casada con un hombre
maravilloso que, además, era mi amor
verdadero y único. La segunda: porque con ellas, no podría salir corriendo
para escaparme.
—Intenta escuchar al público. Estás a punto de salir al escenario —susurró
—. Ve más allá de los
gritos y los silbidos. Están impacientes. Nota su aliento, su respiración, el
ritmo de sus corazones,
mientras esperan que salgas y entones su canción favorita, mientras
esperan que no les defraudes, que
les sorprendas una vez más y mejor que la vez anterior. Intenta sentir la
presión que ejercen sobre ti.
¿La sientes? Algo me empujaba desde dentro y creí que iba a caerme, pero
sus manos grandes
sujetaban mi cintura. Me encontré segura a su lado.
—Esto es lo que me convierte en alguien irresistible: hago lo que amo. Sé
que ésta es mi vida.
Tengo la certeza de que no podría hacer otra cosa, pues he venido al mundo
para cantar.
—Ha sido increíble —le dije abriendo los ojos y dándome la vuelta—. ¿Es
esto lo que sientes
antes de salir?
Movió la barbilla afirmando. Me pareció que nunca había visto a un
hombre tan atractivo.
Seguramente había deseado mucho más a Nahuel, pero, en aquel momento,
Poppy parecía el amo del
mundo, como si nadie pudiera darle un «no» por respuesta. No se movió ni
un ápice. Estábamos tan
pegados que uno de los dos se vería obligado a romper el hielo, de un
momento a otro, pero a él le
gustaba alargar los momentos de gloria, como hacía en el escenario. No
pude movilizar ni un músculo
hasta que sus labios se pegaron a los míos y sentí su beso, tan ardiente y
dulce que la piel se me erizó
de la cabeza a los pies. ¿Qué mujer, estando en su sano juicio, diría que no
a un beso suyo? Me sentí
culpable. No iba a ser yo la primera fan que se le resistiera. ¿Qué dirían las
demás al enterarse? Me
matarían todas juntas y al mismo tiempo. Por un momento, me creí
abanderada de todas las
seguidoras de Poppy del mundo. No podía dejarlas en mal lugar. Me
negaba a ser recordada, para la
eternidad, como la fan que le había dicho que no a Poppy Wills.
—¡No! —grité apartándole de mí—. ¡Quiero a mi marido!
Pareció muy sorprendido. Seguramente no se lo esperaba. Sobre todo,
porque su beso había sido
uno de los mejores besos de mi vida y porque, como él mismo dijo, era la
primera mujer de la que
escuchaba esa palabra.
—¡Nadie me ha dicho nunca que no! —chilló él también. «Vaya—pensé,
mirándolo desde otro
punto de vista—. Al menos, iba a ser la primera en algo.»
—Lo siento —me disculpé, aparentando que ser la primera me hacía sentir
muy mal.
—¿Pero por qué? —preguntó—. ¡Espera! ¡Quiero entenderlo! —Se sentó
en la mesa de nuevo.
Ahora sí que me parecía realmente inocente. ¿Era posible que no pudiera
entender por qué una mujer,
felizmente casada, decidía no ser infiel a su marido, al que amaba con
locura? Estaba claro que
vivíamos en mundos distintos. Me senté a su lado, porque le vi muy mal y
quise apaciguar su
malestar, si me era posible. Como siempre, tan bondadosa, haciendo de
Teresa de Calcuta con los
hombres indebidos e indeseables. Ya sé que, ahora, la cosa puede parecer
tonta, pero en aquel
momento, empezaba a sentir lástima por él y no quería irme de allí sin
intentar consolar su ego
malherido de estrella del pop rechazada.
—Mira —le susurré—, no es por ti. Tú eres maravilloso, pero hay cosas
que son auténticas, tan
auténticas que no pueden romperse. ¿Lo entiendes? —Acaricié su pelo
como hubiera hecho su madre,
pero el sentir su suavidad entre mis dedos me excité de nuevo, si es que en
algún momento había
dejado de estarlo.
—Cualquier cosa puede romperse —me contestó él.
—No lo que es auténtico.
—Dame un ejemplo —me pidió.
Busqué en el almacén de mi imaginación hasta encontrar un ejemplo que
no sólo le sirviera a él,
sino también a mí. Necesitaba creer que darle calabazas era lo mejor.
—Estos zapatos. Son buenos desde su origen. Están bien hechos, con
buenos materiales y un buen
diseño. Y, por mucho que los use, nada puede con ellos.
—Déjame verlos —me dijo quitándome el derecho.
Le vi coger el cuchillo y arrancar la tira de brillantes en décimas de
segundo. Me quedé petrificada
al ver los brillantes desparramándose diminutos por el suelo de madera del
escenario.
—¿Ves? Todo puede romperse. —Me demostró con una sonrisa de ganador
—. No te preocupes. Te
compraré diez pares iguales o mejores que ése. —Cogió mi pie y me lo
puso como el príncipe a la
Cenicienta—. Aún te servirá para regresar a casa, aunque ya nunca será lo
mismo.
¿Hablaba de los zapatos o de mi matrimonio? Se me acercó despacio,
como si tuviera miedo de mi
reacción, e intentó besarme. Me levanté y me lancé sobre él, tirándolo al
suelo. Tenía poco tiempo
antes de que vinieran sus escoltas que, por suerte, estaban ocupados
hablando de sus cosas y tardaron
en darse cuenta de lo que ocurría. Seguro que Poppy les había avisado de
que no debían interceder si
nos veían hacer el amor. Yo le había tirado al suelo. No era lo mismo que
amarse, pero lo parecía. Me
quité el zapato que él había roto y le di con él en la cabeza, intentando
clavarle el tacón en el cogote,
apretando hasta que sintiera dolor, mientras me preguntaba si tenía dentro
algo parecido a un cerebro.
Forcejeamos. Él me lo arrancó de la mano y lo lanzó lejos. No gritó ni
llamó a sus escoltas. Al
contrario, ponía cara de estar divirtiéndose de lo lindo y eso me cabreó aún
más. Le pegué puñetazos,
le tiré del pelo, le insulté en inglés y en español, pero nada parecía
afectarle. Él seguía empeñado en
intentar besarme. Yo no iba a clavarle un cuchillo en el cuello, solamente
deseaba descargar la ira que
sentía conmigo misma, contra él y su estupidez. ¡Había roto uno de mis
mejores zapatos! ¡Aquellos
que me había regalado Nahuel, antes de conocerme! «No hay hombre más
tonto en el mundo que
Poppy Wills», pensaba mientras tiraba de uno de sus mofletes para
arrancárselo.
—¿Qué te has creído tú, imperialista de mierda? —Me escuché decir—.
¡No puedes hacer siempre
lo que se te antoje! ¡Has roto mi zapato! ¿Qué te crees, que las Malvinas
son tuyas? ¡Y una mierda! ¡Y
Gibraltar tampoco! No me reconocía. Nunca me habían importado esas
cosas, pero debió salirme la
vena patriótica. Intenté tirarle de una oreja, pero él continuó riéndose.
Entonces recordé que tenía unas
uñas tan largas como la cola de fans que siempre le perseguían. Las saqué
como si fuera un gato y le
arañé la cara. Oí un ruido y supe que una de las uñas se me había partido.
Después, alguien me agarró
por los brazos y me levantó del suelo. Los escoltas acudieron en su ayuda,
evitando que pudiera
matarle a tirones de oreja y escupitajos. Poppy se levantó riéndose.
—¡Eres una gata salvaje! —exclamó—. ¡Así me gustas más todavía! Sí,
definitivamente, era un
idiota. Era el típico hombre-diana, cuantos más dardos recibía, más
disfrutaba de sí mismo y más
maravilloso se sentía.
—¡Cualquier guiri que se pone hasta el culo de pintas en Benidorm es
mejor que tú!
Debió de encantarle la comparación, porque soltó una gran carcajada y sus
escoltas también
comenzaron a reírse. Me sentí estúpida. Ningún insulto parecía hacerle
mella. Quizá sea cierto eso de
que las estrellas del pop son de otro mundo… Cuando salimos del teatro,
un millón de flashes me
cegaron los ojos. Poppy cogió mi mano y me arrastró, para evitar que fuera
el blanco de las cámaras.
—¿Quién es tu nueva novia, Poppy? —Oí que gritaban—. ¿Vas a
divorciarte de tu mujer? ¿Es ésta
tu amante?
—¿Cómo se han enterado? —le pregunté cuando estábamos ya a salvo en
la limusina.
—No lo sé —dijo visiblemente preocupado—. Ha podido ser cualquiera. El
portero del teatro,
alguien que nos ha visto entrar, los del catering…
—¡Dios mío! ¡Debe de ser horrible vivir así! —De nuevo, sentí lástima.
—Así es —me respondió intentando arreglarme el pelo con su mano—.
Atúsate un poco.
Saqué el espejo de mano que llevaba en el bolso y, ¡Dios mío!, me
horroricé.
—¿Me han sacado fotos? —le pregunté.
—Me temo que sí. ¡Eso es lo que ocurre cuanto intentas matar a un
cantante famoso! —dijo
riéndose a carcajada limpia.
«Grrr…», le gruñí interiormente. Me miré de nuevo. Mi pelo parecía un
nido de caranchos, como
solía decir mi marido, cuando yo intentaba peinarme después de hacer el
amor. Nuestra sexualidad
siempre había sido muy agitada y mi cabello, en aquel momento, tenía
exactamente el mismo aspecto.
Me sentí ridícula, avergonzada y cabreada. Poppy me miraba con su
sonrisita eterna, mientras yo
intentaba alisarme y recolocarme los mechones.
—¿Volveré a verte? —se atrevió a preguntarme cuando me dejó en la
puerta de mi apartamento.
—Ni en tus mejores sueños. Acabas de perder a tu mejor fan —le solté
despectivamente y cerré la
puerta de la limusina de golpe.
***
Las revistas cayeron sobre la mesa delante de mis narices. Las cogí y leí
los titulares de las
portadas: «Poppy Wills infiel en Las Vegas», «La estrella del pop de la
mano de una desconocida»,
«La nueva amante despeinada del cantante».
—¿Qué es esto? —pregunté como una estúpida.
—¡Vos lo sabés! —me gritó, dulcemente a pesar de todo—. ¡No fue muy
lindo escuchar a una de
mis clientas decir que esa mujer se parecía a mi esposa!
—¡Dios mío! —exclamé asustada mirando mi pelo. Debía haber ido al
servicio del teatro antes de
salir, me lamenté, pero estaba tan cabreada que sólo quería irme a casa lo
más pronto posible. Ahora
me daba cuenta de mi error. Si una va a salir en las portadas de todas las
revistas del corazón del
mundo, debería de tener, al menos, tiempo de peinarse, sobre todo si ha
estado tirada por el suelo,
intentando tirar de los carrillos a un cantante famoso. Nahuel me miraba
con humillación en sus ojos.
Él sabía cuáles eran las ocasiones en que mi pelo se volvía totalmente
ingobernable. Debía de creer
que me había acostado con Poppy.
—¡No pasó nada! —le expliqué suplicante—. ¡Te lo juro!
Se dio la vuelta y se marchó del apartamento, pero antes me dijo en voz
baja:
—Si sos inocente, vos tendrás que arreglarlo.
¿Cómo se arregla algo así? Yo jamás había aparecido en las revistas del
corazón, salvo cuando mi
hermana hizo una foto a un fantasma en la Catedral de Notre-Dame y la
enviamos, junto con un
artículo mío, a la revista ¡Adiós! , que entonces tenía una página para casos
extraños. En un siguiente
viaje a París, descubrimos que el fantasma era una estatua, pero nosotras
no tuvimos la culpa. Antes
de enviarla a la revista, se la habíamos mandado a un famoso y reputado
parapsicólogo, que nos
aseguró que era una auténtica alma en pena parisina. Y la revista ¡Adiós!
tampoco investigó mucho.
Lo mismo ocurría ahora con aquellos titulares en que todas daban por
hecho que yo era la amante de
Poppy. Supuse que la verdad no es, precisamente, lo que más ejemplares
vende. Al parecer, es fácil
mentir sobre alguien y decírselo al mundo entero, porque ya nadie
contrasta las noticias para ver si
son ciertas. Yo, al menos, no había recibido una sola llamada de ningún
periodista que quisiera
conocer la verdad.
Mi móvil empezó a vibrar y a sonar dentro de mi bolso.
—¡Hola, Gigi! ¿Cómo estás? —le pregunté al descolgar—. Supongo que ya
has visto las revistas.
—¡Hola! Estoy… estando, que no es poco —me respondió con su
particular forma de hablar sin
decir nada—. Mis energías están bloqueadas, pero supongo que las tuyas
están mucho peor.
No supe qué contestarle…
—Pero no te llamo por eso.
—¿Ah, no? —me interesé.
—No. Te llamo por algo mucho peor.
—¿Qué puede ser peor que aparecer en la portada de la prensa amarilla
universal, con esos pelos?
—¿Tienes el canal internacional, verdad?
—Creo que sí. No veo mucho la tele.
—Pues, ponlo. No te va a gustar lo que vas a ver. Te llamo luego —dijo y
me colgó, dejándome
sola ante el peligro.
No me lo podía creer. ¡Ariel estaba en el programa de Jimy Cantimpalo!
Me froté los ojos y miré
de nuevo. Era él, no había duda alguna. ¿Pero qué hacía allí? El teléfono
sonó otra vez. Gigi atacaba de
nuevo.
—¿Qué está haciendo Ariel en ese programa? ¡Se ha puesto unos
pantalones muy raros! —Llevaba
unos pantalones plateados, bien ceñidos, y un chaleco a juego sobre una
camisa de flores—. ¡Qué
hortera se ha vestido para ir a la tele! ¡Parece un lolailo!
—Eso no es lo que importa —me riñó Gigi—. Ha ido a hablar de ti.
—¿De mí? —Seguía sin poder creérmelo—. ¿Y sobre qué?
—¿Tú qué crees? ¡Gracias a tu salida nocturna con ese cantante de mierda,
ahora eres famosa!
—¡Vaya! —Fue lo único que se me ocurrió decir; por primera vez en mi
vida, me había quedado
sin palabras.
—¿Nahuel lo sabe?
—Él me ha traído las revistas hace un momento.
—Lo siento.
—No hice nada malo, Gigi. ¡Te lo juro!
—Lo sé. Si te hubieras acostado con él, me lo dirías.
—Exacto. Tú lo sabes.
—Pero Ariel, no. Llámale antes de que se le ocurra inventarse algo. ¡Ése se
pone a hablar y no
para!
—¿Pero el programa es en directo?
—Sí, aunque seguro que lleva el móvil encima. Todos los periodistas de
ese programa lo tienen,
mándale un mensaje.
—Lo haré. Gracias, Gigi, por confiar en mí.
—Lo único que lamento es no tener delante a ese lameculos de Ariel. ¡Le
iba a desequilibrar los
cojones, si es que los tiene! —gritó con voz masculina, antes de colgar.
Escribí: «No me acosté con
Poppy, fue sólo una cena. Recuerda que soy tu mejor amiga». Pude ver que
Ariel recibía mi mensaje.
Aquello sí que era la vida en directo. Lo leyó y volvió a guardarse el
teléfono en el bolsillo. Hubiera
jurado que había engordado al menos tres kilos desde la última vez que nos
habíamos visto. Jimy
Cantimpalo le presentaba en ese preciso instante:
—¡Esta noche, en directo, tenemos con nosotros a Ariel, el mejor amigo de
la nueva novia de
Poppy Wills! —Se oyeron aplausos—. Ariel, ¿vienes dispuesto a contar la
verdad? —El presentador
se calló durante un segundo—. Atención, porque parece que nuestro
invitado acaba de recibir un
mensaje en directo. ¿Es así? ¿Es un mensaje de la nueva amante del
cantante? Ariel asintió con la
cabeza. Empezó a mover la boca y a hacer señas mirando a cámara.
Pretendía decirme algo,
articulando sus labios para que no se enteraran los demás. ¿Era idiota o le
faltaba un verano? ¿Había
olvidado que estaba en televisión? ¡Millones de personas le estaban
mirando!
—En breve, nuestro invitado, Ariel Hernández, nos contará lo que dice ese
mensaje.
Sabía que los apellidos españoles acabados en «-ez» significaban «hijo
de». Es decir, Hernández
quería decir «hijo de Hernando». Le cambié el apellido: Ariel Putez, hijo
de puta. Me pareció ver que
Cantimpalo se acercaba demasiado a mi ex mejor amigo. Le puso la mano
sobre el hombro y lo miró
de forma un tanto diferente:
—¿Vas a contar toda la verdad esta noche? —insistió.
—La verdad de la buena —respondió Ariel. No pude evitar reírme.
—¡Sibila ha sido hasta hoy una desconocida, pero, en este programa, en
directo, vamos a conocer a
esta mujer que le ha robado el corazón al famoso cantante! ¿Quién es?
¿Dónde y cómo se conocieron?
¿Desde hace cuánto tiempo están juntos? ¿Es ella libre o también está
casada, como Poppy? —
continuó Jimy Cantimpalo—. ¡Éstas y otras preguntas serán contestadas
esta noche, en este programa,
de la boca del mejor amigo de esta mujer, hasta hoy desconocida! ¡Pero
será en unos minutos, después
de la publicidad! ¡No se vayan, volvemos en seguida con esta interesante
primicia!
La presentación no estaba mal. Casi me había hecho sentir importante.
Sólo me quedaba confiar en
que lo que Ariel dijera sobre mí fuese cierto. Pero me cayó como una
patada que asistiese a un
programa televisivo para lucrarse hablando sobre mí. Sobre todo, después
de que yo le hubiera
ayudado con su nuevo negocio. No, no era cierto. No era ésa la razón, sino
que, hasta aquel momento,
yo aún creía en la amistad verdadera. Al verle en el programa de
Cantimpalo, empecé a dudar de él y
me sentí como si me hubiesen colocado en una rueda giratoria, esperando a
que Ariel me lanzara sus
dardos. El agente de Poppy me llamó un par de veces. Le contesté
diciéndole que no hablaría con él ni
borracha. Y se cansó pronto de intentarlo. A la semana siguiente, nadie se
acordaba ya de la
desconocida despeinada que había aparecido de la mano de Poppy Wills,
pero mi corazón seguía
sufriendo porque, aunque él permanecía a mi lado, sentía que había perdido
la confianza de Nahuel.
Además, había aprendido que, por dinero, hasta los mejores amigos son
capaces de airear las miserias
ajenas, retratándose y descalificándose a sí mismos. Recordé que Ariel
siempre había dicho que él
valía para ir a la tele. Yo creía que lo decía porque su ánimo se elevaba
cuando veíamos juntos los
primeros cinco minutos del programa de Jimy Cantimpalo, el tío más
bueno que podíamos recibir en
casa la noche de los viernes. Pero ahora me daba cuenta de que había algo
más tras sus palabras. Su
egocentrismo ganaba de nuevo. Recordé cuando decíamos que, si algún día
yo presentaba un libro, él
me acompañaría y hablaría por mí en el acto.
—No creo que presentar un libro sea más difícil que dar una charla a las
amas de casa de la
Asociación de «Mujeres con las manos en la masa» —me dijo una vez—.
Y tú fuiste y hablaste muy
bien allí.
—Estaba borracha —le recordé—. El vino de la cena me ayudó mucho.
Pero eso de ir a la tele…
no creo que pudiera.
—Pues tendrás que hacerlo cuando seas una escritora famosa.
—Supongo —respondí tragando saliva.
—Pues yo sí valdría. Ya he hablado en público antes.
—¿En serio? ¿Cuándo? —le pregunté.
—Cuando trabajaba en el supermercado. Yo era quien daba el saludo de
bienvenida y de despedida
a los clientes por megafonía. Y en las fiestas de mi pueblo, siempre me
presentaba como voluntario
para cantar los números en el bingo.
—¿Lo dices en serio? —Solté una carcajada—. ¡Amigo, eres de lo que no
hay! ¡Ja, ja, ja!
Ariel siempre había sido peculiar. Era el mismo que me había contado que
le habían puesto la
«manga ancha», cuando por fin tuvo Internet en casa. Sólo esperaba que no
se le ocurriera gritar
«¡Bingo!» cuando el guaperas de Cantimpalo se le acercase.
***
La mujer me sirvió dos cucharaditas de azúcar, removió la taza por mí y,
para mi sorpresa, chupó
la cucharilla sin darse cuenta, antes de volver a meterla en la taza y
dármela para que me lo tomara.
Hizo lo mismo con las demás damas que habían sido invitadas al té con
pastas y sándwiches. Entre
todas, formábamos parte del grupo femenino que más había contribuido,
durante el año, con sus
donaciones, a la fundación para las niñas desprotegidas. Así se llamaba y
de eso se trataba, de intentar
proteger a las niñas de todo el mundo de las mentes calenturientas y
enfermas de algunos despiadados
trogloditas y de las culturas que mantenían la idea de que había que mutilar
a las mujeres, para
someterlas y seguir siendo los más machos. En cuanto se dio la vuelta, para
coger los trofeos que se
disponía a entregar, eché el café en la maceta de una de las palmeras que
adornaban y refrescaban el
patio con su sombra. Acto seguido, una de las damas me tiró el té
hirviendo de su taza sobre la mano.
Di un grito sordo, intentando que nadie nos descubriera por traidoras.
—¡Discúlpeme! —me dijo.
—No se preocupe —le contesté riéndome—. ¿Siempre chupa las cucharas
después de echar el
azúcar?
—Sí, es una manía, creo —me respondió—. Es una mujer muy excéntrica.
Estábamos en un rincón
de los jardines y podía sentir que el verano florecía, al mismo tiempo que
mi desazón.
—¿No se da cuenta de que no está en su casa? —pregunté con ironía.
—El hotel es suyo, es casi lo mismo, ¿no?
Me sentía agradecida. Aquellas mujeres no habían cancelado mi invitación
después de mi
aparición, apoteósica y breve, en las revistas de todo el mundo, a pesar de
que ellas conocían a Nahuel
desde hacía mucho tiempo y se dejaban acicalar en sus salones repartidos
por todo el planeta. Le
adoraban, le amaban en silencio y me envidiaban por ser la que se metía en
su cama cada noche. En
sus caras, de labios apretados y muecas ladeadas, pude ver claramente que
no entendían que hubiese
desperdiciado toda aquella vida maravillosa por una estrella del pop tan
irreverente como insultante.
Las revistas se habían ocupado también de recordar los momentos más
vergonzosos de Poppy Wills en
el escenario, como cuando, hacía años, se le había ocurrido bajarse los
pantalones y enseñar el pompis
en televisión, como protesta en contra de la guerra. Las mujeres ricas
protestábamos, pero no por ello
perdíamos nuestra dignidad. Lo hacíamos con más dinero, con más trabajo
y con más esfuerzo; en fin,
con cosas que realmente eran útiles. A nadie le serviría de nada ver el culo
de un cantante en
televisión. Los soldados no regresarían a casa por ese detalle y tampoco las
niñas desprotegidas se
verían beneficiadas. Por eso estábamos allí reunida, para celebrar el trabajo
de las que más habían
contribuido, dignamente y con utilidad, a la mejora del mundo. Pero me
daba cuenta de que ninguna
había olvidado la imagen de mi pelo como si me hubiera explotado una
mascletà en la cabeza. ¿Pero
qué sabían ellas de mi vida? ¡Tenían las suyas bien protegidas para que
nada ni nadie pudiera colarse
por ninguna rendija!
Yo aún no había aprendido a ser como ellas, bendecidas por la vida y el
dinero. Yo era un miembro
reciente. Apenas había sido capaz de acostumbrarme a tener absolutamente
todo lo que deseaba y ya
estaba cayendo en el mayor de los errores: dejarme llevar por un corazón
en libertad. No era posible.
No estaba permitido. Si era la esposa de un hombre rico, debía actuar como
ellas. Ignoraba si alguna
de ellas habría caído en la tentación alguna vez en su vida, pero, por su
aspecto impoluto y perfecto,
día y noche, aquello no parecía posible. Eran buenas personas, que no
exigían a la vida más que seguir
como estaban, que ya era suficiente. Quizá nunca habían tenido sueños o, si
los tenían, los habían
cumplido y por eso tenían tan buen tipo, además de por las liposucciones.
Era probable, también, que
les hubieran liposuccionado el alma. Yo siempre he creído que los sueños
imposibles pertenecen al
alma y por eso es tan difícil hacerlos realidad. Lo malo es que, cuando un
sueño no se cumple, el que
engorda es el cuerpo. Yo aún mantenía la línea. Seguramente, muchas de
ellas dirían que yo era una
mujer de sueños cumplidos, pero ninguna me conocía de verdad. Por un
momento, recordé quién había
sido yo hasta un año antes, cuáles habían sido mis sueños y me pregunté si
lo que me había ocurrido
con Poppy no era una llamada de atención de mi subconsciente. Ariel me
habría dicho que sí, tras
leerlo en alguna de las revistas de autoayuda para las que yo escribía.
Nadie se atrevió a probar el té
con saliva removida. Cuando los sándwiches se acabaron, todas colocamos
nuestros móviles apagados
encima de la mesa, como si fuéramos altos ejecutivos en una reunión de
negocios. No supe a qué se
debía, salvo cuando comenzaron a dar ideas para los nuevos proyectos de
la fundación. Entonces
comprendí lo inteligentes y creativas que eran aquellas mujeres, aunque
sus aspectos dijeran: «No me
importa nada, salvo mis uñas con cristales de Pifiowsky». Me miré las
mías, muy tímidas comparadas
con las de ellas. Quizá aún no encajaba del todo. Mis uñas no eran dignas
de la esposa de ese hombre,
que les alegraba la vida cada quince días, colocando brillantitos en sus
dedos. No sé si fue el hecho de
volver a aspirar el aroma del té, que me recordó a mis tiempos de pobreza
artística, o contemplar mis
dedos torcidos, de tantos años de teclear como una posesa, pero me sentí
orgullosa; eran mis cicatrices
de guerra. Después, me entristecí. Por primera vez, fui consciente de que
llevaba un año sin usar las
manos para algo realmente útil. Debían de sentirse heridas y olvidadas, o
eso me pareció cuando me
las miré de nuevo con disimulo. Las sentí vacías. La presidenta había
sacado ya todos los trofeos y se
disponía a entregarlos. Dijo los nombres de las finalistas, entre ellos el
mío. Me sorprendí mucho y
pensé que, seguramente, querían agasajarme por algún motivo, que no
tendría nada que ver con la
fundación. Tampoco creía yo haber hecho tanto para ayudarles. Solamente,
aportar mi granito de arena
en los proyectos ya encauzados y apoyar las nuevas ideas para el futuro.
Sin embargo, según ellas, yo
había conseguido algo más, de lo que no había sido consciente hasta aquel
momento, cuando la
presidenta comenzó a hablar:
—Por haber contribuido a dar a conocer nuestra fundación, a través de los
medios y en tan poco
tiempo, aunque no haya sido del modo más ortodoxo. —Todas se rieron,
después de un murmullo
general de explicaciones conjuntas—: Queremos otorgar un premio
especial a Sibila... Me puse
colorada al escuchar sus aplausos, mientras me acercaba a recoger el
premio. Todas esperaban que yo
dijera unas palabras, pero me sentía avergonzada.
—¡Bueno! —dije para empezar—. La verdad es que me he hecho famosa
sin pretenderlo. —De
nuevo, las risitas—. Sin embargo, si esto ha servido para dar a conocer un
poco más la fundación en
España, en Europa y en el resto del mundo —sonreí con timidez—, ¡pues,
al menos, habrá servido de
algo! —Miré el premio. Era un cilindro metálico plateado, con mi nombre
grabado debajo de una
frase que decía: «Por la divulgación mediática». Sólo se me ocurrió añadir
una cosa más, antes de
meterlo en la bolsa fucsia con lazos rosa chicle que iba a juego para
guardarlo—. ¿Y esto, dónde lleva
las pilas?
Sólo me reí yo. Nadie quiso entender mi chiste. Corrí a mi asiento más
avergonzada que antes. No
me sentía merecedora de ningún premio. Haber salido en las revistas como
la nueva amante de Poppy
Wills no era la mejor manera de dar a conocer la fundación.
—¿Me deja verlo? —me preguntó la mujer que me había echado el té
ardiendo sobre la mano.
— ¡Claro! —Se lo entregué.
—Si le apetece, podemos ir a tomar un helado después.
—Está bien. No tengo ninguna prisa. Además, aún no he probado un buen
helado desde que estoy
en Las Vegas.
—Por eso no se preocupe. Mi marido es el dueño de la mejor heladería
italiana de la ciudad. Yo
invito.
—¡Gracias! —Le sonreí.
En los escaparates de la heladería, había fuentes de chocolate blanco y
negro, que dejaban correr el
líquido espeso sobre otras fuentes, que llegaban desde el techo hasta el
suelo, para recogerlo después
entre cristales de colores, brillantes como los de la casa hecha de criptonita
de Superman. En el
interior, había un avión de juguete gigante que daba vueltas sobrevolando
nuestras cabezas. Había
juguetes de madera en las estanterías de las paredes y toda la decoración
infantil que pudiese caber en
la imaginación. Pedí un helado doble de chocolate y cerezas. Mi nueva
amiga se metió tras el
mostrador para servírmelo ella misma. Después, salió con uno de pistacho
entre las manos y se sentó
junto a mí, en un taburete de la barra.
—¿Está bueno?
—La verdad es que sí —le contesté—. No son como en Roma, pero está
muy rico.
—¡Roma, qué maravillosa ciudad! —exclamó ella—. Mi esposo y yo
fuimos para hacer un curso
de maestros heladeros y trajimos las máquinas directamente desde allí. Por
eso, hemos convertido esto
en la mejor heladería de Las Vegas y la que más sabores ofrece.
Me fijé en las neveras, que mostraban un número casi incontable de
sabores y colores distintos.
Incluso había uno azul llamado «Pitufo».
—¿Con qué se hace el helado de pitufo? —me reí.
—Con una pasta parecida a la del chicle. A los niños les encanta. Tenemos
también de Hello Kitty
y de Bob Esponja.
—Pero, eso no son sabores…
—Si pones el nombre de un personaje de televisión en un helado, todos los
niños lo quieren tomar.
—Ya, ¿pero eso no es engañar a los niños? —Me miró sorprendida por la
pregunta. Sentí que me
lo estaba tomando demasiado en serio, pero, aún así, continué—: Quiero
decir que esa pasta azul no
puede tener sabor a pitufo, porque no sabemos a qué sabe un pitufo. ¿Tú lo
has probado alguna vez?
¡Por Dios, me parece tan macabro! —exclamé, imaginándome al pequeño
pitufo azul dando vueltas,
antes de ser amasado y mezclado por una espantosa máquina asesina.
—¡Y qué más da! Lo que importa es que se venda.
—¡Claro! ¿Eso es lo único que importa, verdad? ¡Lo único válido en el
mundo es que algo se
venda! ¡Da igual si es bueno o no, si merece la pena o es una mierda!
¡Tampoco importa si daña la
sensibilidad de un niño, lo único que importa es que se venda bien! ¿Pues
sabes una cosa? —insistí
cada vez más cabreada—: ¡A mí, me importa! ¡A mí, me hiere la
sensibilidad pensar en un pobre
pitufo convertido en helado! —Su cara se iba poniendo blanca mientras yo
continuaba con mi
estupidez, total y absoluta, mientras me comía el helado rápidamente—.
¡Es macabro hacer un helado
de pitufo! ¡Es inmoral! ¿Es que nadie va a proteger la sensibilidad infantil?
¡Pobre Papá pitufo! ¡Pobre
Pitufina! ¿Es que a nadie le dan pena? Empecé a sentirme ridícula. Tenía
dos opciones, quedarme allí
y pedirle perdón, o sacar mi premio del bolso, aquel absurdo cilindro
plateado, y golpearme con él en
la cabeza. No me decidí por ninguna. Me acabé el helado, cogí el bolso y
me marché, dejando a la
pobre mujer con la expresión de sorpresa más grave que había visto nunca.
***
«PENSAMIENTITIS»: 1.ª acepción: Dícese del hecho de pensar mucho y
mal. 2.ª: Estado
emocional en el que la persona piensa tanto que ya no sabe si es idiota o le
falta un verano. 3.ª: Estado
de locura temporal en el que la persona, cuanto más piensa, más idiota se
siente. 4.ª: Sensación física
y psicosomática que provoca actitudes absurdas y neuróticas en la persona,
como asaltar la nevera,
limpiar el polvo o hacer abdominales en la alfombra, todas ellas
provocadas por sus pensamientos
recurrentes, «erre que erre». 5.ª: Estado que se genera cuando la persona no
puede dejar de pensar las
mayores tonterías del mundo, mientras intenta tomar una decisión
temporal que le ayude a salir del
paso, es decir, que la empuje a mandarlo todo a la mierda. Sinónimos:
«Estupiditis» aguda,
«cretinitis» galopante y, en casos más problemáticos, «gilipollitis» total.
Estaba en una de esas veinticuatro horas al mes, en los que una mujer es
capaz de devorar las
mayores guarrerías gastronómicas. Lo mío eran los pepinillos en vinagre
con chocolate negro. Tenía
una gran reserva en la despensa, para casos como aquél. Tras haber
estornudado un par de veces,
limpiando la estantería, y haber intentado pasar de las cinco abdominales,
tirada en la alfombra del
salón, decidí que comer era el mejor acompañamiento para mi soledad
buscada. Mientras engullía los
pepinillos sacándolos del bote de cristal y mordía, al mismo tiempo, varias
onzas de chocolate, decidí
encender mi ordenador y mirar mi blog, después de varios meses de
abandono. Casi me ahogo con el
vinagre de los pepinillos, al descubrir la cantidad de comentarios que me
había dejado la gente. Al
principio, pensé que sería por la fama que había adquirido tras mi
aparición en las revistas del
corazón, pero, al comprobar las fechas, me di cuenta de que eran
anteriores. Leí algunos y eran
realmente entretenidos. Desde los más provocativos y arriesgados, hasta
los más sosos y vacíos,
aquellos comentarios demostraban una cosa: que a la gente le interesaban
mis opiniones. Todas lo que
había explicado —opinando sobre todo en general, mirando la vida desde
mi punto de vista único y
personal— había causado gran sensación. Eso me hacía feliz, pero lo fui
mucho más cuando leí un
mensaje que me había dejado una agente literaria: «Quiero que sepa que
“La mirada sibilina” me
parece un blog de lo más original y divertido. Creo, sinceramente, que
cualquier editorial estaría
interesada en hacer un libro y publicarlo. Me gustaría representar su obra.
Le dejo mi teléfono por si le
parece bien. Espero su llamada».
La «pensamientitis» temporal empezó a aflojarse dentro de mi cerebro y,
cuando quise darme
cuenta, estaba hablando con una mujer muy agradable que pronto se
convertiría en mi nueva agente.
Me planteó varias posibilidades. Le dije que ya tendríamos tiempo de
barajarlas todas cuando nos
encontráramos en España. Suspiré aliviada. Ahí estaba mi solución
temporal al desastre presente.
Apagué el teléfono y me tragué medio pepinillo que me quedaba. Guardé el
bote y el chocolate de
nuevo en la nevera. Apagué el ordenador y me levanté a contemplar la
ciudad con otros ojos, los del
viajero que se marcha y que sabe que no la volverá a ver en mucho tiempo.
Ya la echaba de menos,
con sus luces y sus sombras, con su música continua y su alegría constante,
con su fulgurante vitalidad
y con la tristeza inmensa que yo sentía al saber que me alejaba. Las
lágrimas corrieron por mis
mejillas. Nunca imaginé que una buena noticia, tanto tiempo por mí
deseada, podría hacerme sentir
tan triste. Al mismo tiempo, estaba convencida de que era lo mejor que
podía hacer, porque
regresando al origen es como uno descubre que no hay que retroceder ni
para coger impulso. Entonces,
comencé a reírme como nunca, en soledad; me reía de lo traicionera que
podía resultar a veces la vida.
Me reía de mí misma y de la mujer en la que me había convertido. Seguía
sintiendo mis manos vacías
y ahora sabía que había intentado llenarlas con nuevas sensaciones. Poppy
había sido una de ellas. Me
alegré de haberme dado cuenta a tiempo. Al menos, no tenía nada de lo que
arrepentirme. Poppy, mi
nueva profesión de shopper coach, el dinero y la nueva vida de alegría
constante, etc., todo habían
sido parches que intentaban tapar mi sueño. ¡Ni las siete maravillas del
mundo habrían podido
ocultarlo del todo! Los sueños que no se cumplen engordan. Eso ya lo
sabía, pero los que se intentan
tapar te provocan una indigestión. Ahora veía con claridad lo indigesta que
estaba. Me había tragado
demasiadas palabras durante demasiado tiempo. Era el momento de volver
a hablar.
—Nadie debería tener que cargar con los sueños de nadie —le dije a
Nahuel sin ser capaz de
mirarle a los ojos.
—Yo quise ayudarte con los tuyos —me respondió—, pero vos no me
querías hablar de ellos.
Tenía razón. Había intentado taparlos y creía que el silencio sería
suficiente para conseguir
olvidarlos.
—Lo sé —asentí—, pero había decidido convertirme en una persona que
no soy, ni puedo ser. O,
quizá sí, aunque no puedo ser solamente eso. No soy capaz de dejar atrás
mi esencia. Soy escritora.
¿Cómo podría olvidarlo? Por eso ocurrió lo de Poppy —intenté explicarle
—, porque creí que si
encontraba una nueva emoción, en esta vida de novedades diarias y de
diversiones que nunca había
experimentado, podría acallar mi corazón.
—Creí que tu corazón me pertenecía —me dijo él.
Cuando quería, podía ser tan poético…
—Ahora sé que mi corazón no le pertenece a nadie, ni siquiera a mí
misma. Está por ahí —le
contesté alzando la mirada, buscando en el vacío algún lugar físico donde
guardar el corazón, a mi
antojo.
—Ahí, ¿dónde?
—Donde mis sueños me lleven… —Fue lo único que me sentí capaz de
darle como respuesta a su
pregunta. No obstante, yo sabía que mis sueños me harían regresar al
Mediterráneo.
Antes de cerrar la puerta a mi amor verdadero, quise hacerle la gran
pregunta:
—¿Crees que podrás perdonarme alguna vez?
Sentí que se me clavaba algo en el corazón, al ver que Nahuel bajaba la
mirada. Debió de ser un
cuchillo tan grande como el que mi madre usaba para cortar el jamón,
porque sentí un dolor enorme.
Me hubiera gustado tener realmente un corazón de quita y pon, para
sacármelo y guardarlo en la
maleta hasta que se repusiera del sobresalto. Y, mientras tanto, no sentir
apenas nada. Eso habría
estado bien.
***
En una ocasión, limpié la pantalla de mi ordenador con un pañuelo de
papel tras estornudar sobre
ella. Cuando terminé, la pantalla parecía limpia, pero, en el fondo, sabía
que, en algún momento, el
moco se manifestaría. Así me sentí cuando, tras escuchar durante toda la
mañana a Ariel, decidí
perdonarle por cansancio. Sin embargo, en mi interior, era consciente de
que algo no estaba bien y que
seguiría sin estarlo.
—¡Hablaste de mí, delante de toda España y parte del extranjero! —le
había gritado nada más ver
que abría la boca para hablarme.
—¡Lo sé, pero no dije nada malo! —chilló él también.
—¡Claro que no! ¿Qué podrías decir de mí que fuera malo? —vociferé de
nuevo.
—¡Tienes razón, no podría haber dicho nada malo de ti! ¡Tú has sido
siempre mi mejor amiga, la
mejor de todos los mejores amigos que tengo!
—Tienes demasiados —le dije—. Ni que fueras Paris Hilton. En aquellos
días, la amistad se había
desvalorizado mucho, gracias a las redes sociales y a la actitud de los que
creían haberse ganado esa
amistad, tras haber hecho unas oposiciones a mejor amigo, después de años
de verse casi a diario. Pero
«ser amigo» debía de ser algo más que eso. Además, una persona no puede
tener tantos mejores
amigos como creía tener Ariel porque, seguramente, alguno de ellos ni era
amigo ni era nada.
—Lo sé, pero ya me conoces —me respondió siendo sincero al fin—.
Necesito a la gente para
sentir que soy alguien.
—Dime una cosa —le pedí—. ¿Necesitabas dinero? Podrías habérmelo
pedido.
—Verás, no era eso solamente —intentó explicarse—. Es cierto que los
condones no se venden
como yo esperaba, pero ha sido por algo más profundo.
—¡No me vengas con profundidades porque ya no estoy dispuesta a
escucharte! ¿Sabes? Ya no soy
la misma. ¡En absoluto!
—Lo sé. Cuando te vi en Las Vegas, cuando me di cuenta de que habías
conseguido el amor
verdadero que tanto buscabas y que eras tan feliz, sentí unos celos
enormes. Lo siento. Ya sabes que
me encanta ser el protagonista y, esta vez, lo estabas siendo tú. Supongo
que no pude soportarlo. De
nuevo, la envidia intentaba arrebatarme a un amigo. Como mínimo, esta
vez había algo visible por lo
que envidiarme. No le respondí. Me limité a observar su traje conjuntado y
a autoafirmarme
mentalmente que no conseguiría sacar nada de mí. Eso era lo que Ariel
pretendía siempre. Al
principio, pensaba que lo hacía de manera inconsciente, pero, aquella
mañana —de nuevo en casa,
oliendo a piso cerrado y vacío—, empezaba a creer que siempre había sido
consciente cuando
intentaba sacar provecho de mí. Sin embargo, no iba a «coachinearle»
nunca más. No le haría más
coaching para intentar solucionar sus conflictos. Él ya no me necesitaba y
lo había demostrado
aireando nuestros trapos, más limpios que sucios, en televisión. Si tenía un
problema consigo mismo,
a mí ya no me importaba.
—¡Soy una persona horrible! —gritó—. ¡No me soporto!
—No me extraña —le dije para su sorpresa.
—No conté nada malo, créeme. Si quisieras ver el programa, podrías
comprobarlo. —Dejó un
«chismito» sobre la mesa antes de marcharse y de hacerme una pregunta
que yo le había hecho a
alguien una semana antes—: ¿Crees que podrás perdonarme alguna vez?
Como Nahuel, yo tampoco contesté y me di cuenta de que responder a
algunas preguntas, con
sinceridad, puede llevar su tiempo. ¡Qué fácil me resultaba ahora entender
a mi marido! Pero Ariel no
se conformó, como yo había hecho.
—Está bien. Haré lo que haga falta para que me perdones. ¡Ya lo verás! —
Dijo con el rostro
iluminado de buenas intenciones.
—Cuando fuiste a la tele, te olvidaste de algo importante —le espeté antes
de que desapareciera de
mi vista.
—¿De qué? —me preguntó.
—De que una cosa es brillar y otra, muy distinta, decir que brillas.
***
Nunca he sido de esas personas a las que les asusta la soledad. Al contrario,
me llevo tan bien
conmigo misma que, si hubiese sido Robinson Crusoe, me habría
molestado la aparición de Viernes.
De hecho, pienso que era más fácil la época en la que vivíamos sin móvil.
Cuando te llamaban, nadie
sabía si estabas en casa o no y a nadie le daba por pensar que no te daba la
gana responder. Cuando
Ariel había visitado Las Vegas, me había regañado y me había llamado
«anticuada», porque no me
había comprado uno de última generación. Yo le había respondido que
prefería uno que fuera de la
mía, pero no me entendió. Sólo Gigi había sido capaz de reírse con mi
chiste. Nahuel me había
llamado ya unas cuantas veces y sabía que, en algún momento, tendría que
aceptar hablar con él, pero,
por ahora, disimulaba. Sabía que el móvil estaba dentro de mi bolso, pero
era igual de doloroso
cuando sonaba y no era mi marido. Así que, por el momento, no me había
atrevido a cogerlo. Había
ido a pasear por Altea, donde habíay unos patos que viven bajo un puente,
en el cauce del río que se
junta con el mar. Nunca he sabido si son patos de río o son patos marinos,
pero sé que son patos,
porque hacen «cuac, cuac». Conviven con unas gaviotas muy ruidosas. La
gente les echa pan, lechuga,
bollos e, incluso, trozos de queso. No sé si lo hacen para alimentar a los
patos o para ver revolotear a
las gaviotas a su alrededor, chillando como desesperadas. Sin embargo, los
patos permanecen
tranquilos y en silencio. Las gaviotas son de una variedad muy pequeña y,
cuando nadan junto a ellos,
parecen sus hijos. Comen y se van, salvo una que se ha instalado entre los
patos y actúa como ellos,
nadando igual, siguiéndoles e intentado imitar sus sonidos. Cuando la miré
de cerca, tras echarle un
paquete entero de galletas, me recordó una barbaridad a Ariel. Mi móvil
vibró de nuevo. Esta vez era
Gigi. Decidí enviarle un mensaje. Ella era la única persona capaz de
consolarme un poco en aquellos
momentos.
—¡Asno blanco! —exclamó mirando al mar.
Por mi expresión, se dio cuenta que no sabía de qué me estaba hablando:
—Tu ex mejor amigo, Ariel. Es un asno blanco —me aclaró.
En ocasiones, Gigi utilizaba nombres y adjetivos que le parecían insultos.
Me pregunté qué
diferencia tendría con un asno negro. A juzgar por su expresión de
disgusto, la diferencia debía de ser
grande.
—Lo primero que he hecho ha sido pedir cita en la peluquería para
quitarme las uñas —le expliqué
a la única mejor amiga que me quedaba y que me miraba como si quisiera
echarse a llorar en mis
brazos.
—¿Por qué? ¡Eran preciosas!
—Con ellas no podía escribir ni una letra y estoy decidida a continuar con
el blog. Incluso he
pensado en la posibilidad de convertirlo en un libro. ¿Qué te parece la
idea? ¡Me ha escrito una agente
literaria que está interesada en representarme!
—Me parece bien —afirmó sin mucha alegría—. Quiero decir que es
maravilloso, ¿pero es ésa la
única razón?
—No —le confesé—. Lo cierto es que no podía mirarme las manos sin
echarme a llorar y sin
sentir que algo me agujereaba el pecho. —Se me saltaron las lágrimas—.
¡No dejo de pensar en él!
¡No dejo de darle vueltas a todo como si fuera un burro empujando una
noria! ¡Y no puedo dejar de
ver su mirada de decepción!
Gigi me abrazó.
—¡Fíjate! —le dije separándome y enseñándole las manos—. Mira qué
uñas había debajo: mustias
y amarillas como las de un muerto.
Me abrazó de nuevo.
—¿Sabes lo que me dijo una vez? —Me refería a Nahuel—. Que él conocía
todos los trucos que
usan las mujeres para estar guapas y que, por eso, se había enamorado de
mí, por mi belleza natural.
Cuando estás sola y absolutamente segura de haber perdido lo que más te
importaba en el mundo, es
fácil recordar cada palabra, cada gesto y cada instante que has pasado con
el ser que amas.
—¡No pienses más, por favor! —me pidió llorando ella también—. Todo
se arreglará, ya lo verás.
Es el hombre perfecto para ti y él también tendrá que darse cuenta. Estoy
segura.
—Bueno, no creas que es tan perfecto. Por él tuve que hacer algunas
concesiones… —le dije,
intentando convencerme de que debía de haber algo negativo en él, algo
que no echara en falta.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo… dejé de echarle cebolla y pepino al gazpacho porque le
sentaba mal. Y tú sabes
que un gazpacho, sin pepino, no es gazpacho ni es nada.
—Tienes mucha razón —Me la dio como a los tontos. Gigi sí que era una
buena amiga.
***
Mi amiga regresaba con dos Margaritas en las manos. Se había empeñado
en probar todos los
cócteles de las chicas de Sexo en Nueva York , porque decía que debíamos
estar informadas, ahora que
íbamos a ser famosas. Se refería a mí, pero era lícito que se incluyera.
Estábamos allí porque yo había
decidido presentar mi nuevo libro La mirada sibilina, al premio Sistema
Solar, el más conocido de los
premios literarios de España. Una locura más, suponía, pero ya había
llegado demasiado lejos para
arrepentirme. Mi novela había quedado entre las diez finalistas que
optarían al primer y segundo
galardón. No había marcha atrás. Había vuelto al deporte de riesgo. Los
fracasos eran una posibilidad
de nuevo y la depresión estaba rondándome como una asesina en serie, a
punto de aplastar mi corazón
entre sus garras.
A aquellas alturas de la cena, ya se nos habían bajado los cócteles, así que
Gigi corrió a la barra a
por más bebida energética. Sin embargo, no regresó, porque por el camino
se encontró con un afamado
escritor de libros esotéricos y decidió que había llegado la hora de
aprovechar la noche, intentando
comerse alguna rosca. Así era
energéticamente hablando, y, sobre
Gigi:
estresada,
desequilibrada,
todo, impredecible. Yo ya estaba acostumbrada a sus cambios de rumbo y
no me preocupé.
Hacía unos minutos que el presidente de la editorial había anunciado que,
en breve, llegaría el
momento crucial de la entrega de premios. Lo único que se me ocurrió
hacer, además de echar de
menos a Nahuel con el dolor de mis entrepaños, fue correr al baño a hacer
pis. Cuando acabé, decidí
retocarme frente al espejo y fue entonces cuando la vida otra vez hizo un
chiste con mis ilusiones.
Tenía frente a mí, reflejada a mi lado en el espejo, a Alicia Porras de la
Taza. Ella había sido, durante
toda mi vida, el ejemplo del éxito que debía haber conseguido yo, desde
que su novela resultara la
ganadora en el premio Artemisa de Novela Joven, en lugar de la mía. Yo
había tenido el valor de
leerla un año después y la decepción había sido mucho mayor que cuando
había perdido el premio.
Descubrir que mi libro había quedado eclipsado por una novela tan
aburrida y carente de emociones
fue más de lo que mi sensibilidad de escritora en ciernes podía soportar.
Nunca la había conocido
personalmente, pero cuando la veía en televisión sentía lo mismo que
cuando veía a Penélope Cruz,
que ella llevaba la vida que de haber tenido suerte, habría sido la mía,
sobre todo, antes de casarse con
Javier Bardem. No podía entenderlo, pero al parecer la paella y el cocido
madrileño tiran más que los
músculos del Macojoniu o como se diga el nombre de tan bello ejemplar
de macho hollywoodiense.
Alicia estaba ante mí, con su aspecto simplón, y yo empecé a saborear en
mi boca el dulzor de la
venganza. Quizá, al fin, había llegado mi oportunidad.
—¡Qué nervios! —exclamó—. En momentos como éste, siempre me
pongo muy nerviosa —dijo,
recordándome que ya había vivido la posibilidad de ganar un premio varias
veces.
Tanta insulsez me provocó una arcada que pude ocultar, gracias a que soy
una persona
acostumbrada a hacer esfuerzos sobrehumanos, para evitar que los demás
contemplen mi frustración.
Por sus palabras, supe que ella era otra de las finalistas y, por alguna razón,
ella intuía o sabía que yo
también. Podría haberle escupido, podría haber lanzado un asqueroso
escupitajo sobre su rostro lavado
o sobre su blusa beis, su falda gris, sus zapatos negros y su imagen
aburrida y sosa. ¡Qué aburrimiento
que me daba mirarla! ¿Cómo podía alguien tener un aspecto tan anodino y
seguir viviendo como si
nada? ¡Ni siquiera se sentía culpable! Si yo hubiera sido ella, hacía tiempo
que me habría suicidado,
por no poder soportarme a mí misma, ¡hombre! «¡Por el amor de Dios!»,
como habría exclamado mi
madre. Si aún no me había abalanzado sobre ella para tirarle el cóctel
Margarita a la cara, no era
precisamente por el peligro de mancharme mi precioso vestido de lamé
plateado, sino porque no tenía
ningún vaso en las manos, gracias a Gigi y a su descontrolada libido
intelectual. Me alegré de haberme
comprado aquel vestido. Me sentía protegida bajo la tela brillante, acogida
por unas mangas de gasa
vaporosas como si fueran plumas de las alas de mi ángel de la guarda. Me
lo había comprado
especialmente en aquel color, después de mucho buscarlo, para que hiciera
juego con mis zapatos
fucsia plata, porque sabía que sólo así podría mantenerme firme aquella
noche. Me los había vuelto a
poner, aunque se veían completamente diferentes, ya que a uno le faltaban
los brillantes que Poppy
había desparramado por el suelo del escenario del Coliseum. Si no ganaba
el premio, al menos,
marcaría estilo. Después de algunos meses de estar en España, sentía mi
vida en Las Vegas como el
recuerdo de otra persona, aunque me habría encantado recuperarla. No
obstante, ahora debía centrarme
en el momento decisivo al que me había llevado mi trabajo. A veces, la
vida nos devuelve momentos
ya pasados, quizá para ver si hemos aprendido la lección y reaccionamos
de otra manera. La forma en
que yo deseaba responder esta vez no debía de ser la de la lección
aprendida, seguramente, porque
sentía un tremendo deseo de matarla y eso no era bueno.
—Soy Alicia —se presentó, plantándome dos besos en la cara.
—Sibila —acerté a decir dejándome besar por mi rival.
—Lo sé —me dijo—. Leo tus artículos desde hace años. No podía estar
más sorprendida por lo que
acababa de oír. Una escritora como ella, con varios premios ganados y
libros publicados en las
mejores editoriales, leía los artículos de autoayuda de una pluma casi
desconocida como yo. Aquello
era más de lo que me sentía capaz de soportar. La pesadilla se estaba
convirtiendo, poco a poco, en un
sueño que empezaba a parecerme agradable.
—¡Llevas unos zapatos preciosos! —exclamó sin que yo advirtiera que los
había mirado siquiera
—. Sobre todo, me encanta que sean diferentes. ¿Ha sido idea tuya o
estaban así en la tienda?
—Ha sido idea mía —contesté sorprendida.
«Si tú supieras», pensé odiando más a Poppy de lo que nadie podría jamás
odiar a un ídolo de
masas. Gracias a Dios, no había leído El guardián entre el centeno .
Recordé cómo era yo antes de
aquellos zapatos y noté el frío en la punta de mi nariz, pegada al cristal del
escaparate en el que se
exhibían. Aún lamentaba no haberme gastado, en aquel momento, un
dinero que no tenía, pero
entonces las cosas en mi monedero eran así, pensé con cierta nostalgia y un
miedo aterrador al
recuerdo. Mientras apretaba el bolso, suspiré de alivio. Mis ojos regresaron
al espejo en el que ambas
nos reflejábamos. Allí estábamos para lo mismo. Una vez más, nos
encontrábamos ante la posibilidad
de conseguir el éxito o el fracaso. Y, esta vez, el premio era mucho más
gordo. Ganar el Sistema Solar
equivalía a publicar la novela en la editorial más grande del país, es decir,
significaría que mi libro
estaría expuesto en todas las librerías, al alcance de cualquier mano
inocente o culpable, que se
atreviese a leer mis ocurrencias. Además de tres meses de promoción en
los medios de comunicación,
la publicidad en prensa y televisión, con un anuncio especialmente creado
para los dos escritores
premiados. Y a esto había que añadirle un cheque de varios miles de euros.
Tenía la boca seca de
pensar tanto y tan rápido. Bebí un traguito de agua del grifo, intentando no
mojar demasiado mis
labios color cereza, y reparé en la boca agrietada e incolora de Alicia. Sus
labios necesitaban ser
besados más a menudo. Habían perdido el color de puro tedio. ¿Era ése el
aspecto de una mujer
profunda? ¿Y yo tenía pinta de ser superficial? Seguramente sí, pero las
apariencias engañan y el
hábito no hace al monje. Alicia Porras de la Taza estaba gorda, tenía las
carnes flácidas y llevaba el
pelo estirado hacia atrás con una simple coleta, como si quisiera decirle al
mundo que tenía un cabello
irremediable. ¡Qué poca gracia! Me pregunté una vez más por qué la
escritura no se relacionaba de
forma más amigable con la belleza. ¿Acaso no éramos mujeres también las
escritoras? Quizá Alicia
pretendiera mostrar así su inteligencia o su intelectualidad por adelantado,
pero lo único que podían
ver los demás en ella era la despreocupación que sentía por sí misma.
¡Como si fuese cosa del diablo
ocuparse de su aspecto! Yo también, como ella, estaba experimentando
muchas emociones intensas,
como el dolor que me provocaban mis pendientes nuevos de brillantes,
colgando de mis orejas, y un
amor real y sincero por mi grueso anillo de Pifiowsky. No era entonces tan
superficial, aunque no
podía negar que, en otro tiempo, hubiera sido mucho más profunda, aunque
también era más joven.
Me miró e intentó sonreírme, pero sólo le salió un poco de tirantez en las
comisuras de sus labios
agrietados. Yo le devolví una sonrisa que la dejaría marcada para siempre.
Me había pintado los labios
de forma que fueran capaces de provocar un trauma. Le sonreí con tal
intensidad que se quedó
prendada de mí. Cuando la vi babeante, me digné a hablarle, manejando
astutamente mi voz, con la
mayor sensualidad:
—Te deseo mucha suerte —le dije— y que gane, no la mejor, sino la que
más guste al jurado.
—Tienes razón —me respondió, tardando un poco en atreverse a mover la
boca—. La novela
ganadora no es siempre la mejor, ni tampoco la que más gusta a los
lectores. Lo sé de buena tinta.
Así que no siempre había vendido tantos libros como esperaba. Saboreé
aquella conclusión.
—Ésa es una pequeña muestra de la crueldad del mundo literario, pero no
importa; el lector es el
que tiene la última palabra —añadí.
Era cierto que siempre había confiado en los lectores. Ellos nunca fallaban
al autor.
—Sí, pero nosotras nos jugamos demasiado —agregó.
—Así es —asentí—: sueños, ilusiones, trabajo y esfuerzo…
—E, incluso, la vida.
—¿La vida? —me sorprendí—. La vida es algo más que sentarse delante
del ordenador a contar
una historia.
—Quizá lo sea para ti, pero, para mí, bueno... —titubeó—, mi vida no es
muy divertida que
digamos. Mi vida es exactamente como la has descrito en esa frase.
Me descubrí sintiendo una pizca de lástima por ella. ¿Cómo podía ser?
¡Ella era Alicia Porras de la
Taza, la escritora que tenía en su casa los éxitos que tenían que haber sido
para mí! Y ahora se me
mostraba como una persona cuya vida sin sentido le hacía parecer una
maruja, en bata de boatiné,
perdida en una tienda de ultramarinos.
—Por tu aspecto —dijo mirándome—, intuyo que la tuya es mucho más
divertida.
—Tengo la vida que quiero —respondí, contemplándola desde la distancia
—. Tengo mucha suerte.
—Y, seguramente, también conoces el amor.
—Tengo un marido maravilloso que espero que esta noche venga a ver
cómo me dan este premio
—mentí, regodeándome en su tediosa vida literariamente aburrida y
recordándole, de paso, que
seguíamos siendo rivales. Me miró y dijo las palabras mágicas, aquellas
que, sin saberlo, siempre
había querido escuchar de sus labios:
—¡Cómo te envidio! Tienes todo lo que yo deseo. Me cambiaría por ti.
¿Es que ningún ser humano había descubierto aún el término medio? En
los colegios, debería ser
obligatorio leer a Buda. ¿Por qué tenía que ser todo el mundo tan drástico?
El amor o el éxito, el éxito
o el amor. ¿Es que no se podía tener todo? De haber estado allí, Nahuel
habría dicho que aquello
parecía «una merienda de negros». Nadie estaba feliz con ser quien era y
con lo que tenía. ¿Por qué
éramos tan tontos los humanos?
Supe que, con un solo gesto o una sola frase, podría matarla. Me sentí
poderosa. Era capaz de
hundir su sensibilidad, diciéndole, simplemente, que era la escritora más
fea, y con más poca gracia
personal, que había visto en mi vida. Podría haber añadido que su vestido
parecía de mercadillo de las
afueras, o preguntarle cómo podía andar con ese tacón de coja. O quizá,
sencillamente, volver a pegar
mis labios, uno sobre el otro, lanzándome un beso a mí misma en el espejo,
demostrándole que yo
estaba muy por encima de ella. Pero no iba a ser yo la que decidiera quién
de las dos debía morir
aquella noche y, en ese momento, lo comprendí del todo. La suerte estaba
echada y nos esperaba
afuera.
La vi admirándome con celos verdaderos. Sus ojos se habían quedado
enganchados a la belleza de
la imagen que contemplaba. Yo no era bonita, nunca lo había sido, pero, a
su lado, parecía Eva
Longoria junto a la Cibeles. ¡Habría sido tan fácil derribar su moral! Pero
su rostro blancuzco de
monja repostera me enterneció.
Escuché un silencio atronador en el salón y, segundos después, alguien
empezó a hablar por el
micrófono. Saqué de mi bolso el pintalabios color cereza y, con el dedo,
hice una mezcla con un poco
de mi nueva sombra de ojos beis y dorada. Me acerqué a aquella boca seca
y pasé el dedo por los
labios de mi rival para devolverlos a la vida.
—Así no puedes salir. Si ganas, te verá toda España por televisión —le dije
mientras ella se dejaba
arreglar por mis manos nerviosas.
—¡Gracias! —exclamó sonriente cuando vio el resultado en el espejo—.
¡Vaya cambio! Si eres
capaz de conseguir esto con sólo un dedo, imagino cómo debe de ser tu
libro. Seguramente, mereces
ganar.
—Seguramente —dije resignándome a volver a ser la perdedora—.
¡Vamos! ¡Empezarán sin
nosotras! —exclamé antes de salir corriendo del baño.
***
Todo el mundo estaba expectante. Vi a Gigi buscándome con la mirada por
el salón. Alcé mi mano
y le indiqué que se quedara donde estaba. Ya no tenía tiempo de
reequilibrarme nada y el Margarita ya
debía de estar caliente, si es que no se lo había bebido. Permanecí junto a
Alicia, que parecía haber ido
sola. Me sentía bien, aunque tenía los nervios de punta y mis rodillas no
paraban de temblar. Tenían
vida propia. Intenté fijar la mirada en la Princesa de Asturias, que había
ido a entregar los premios a
los ganadores, pues era el veinticinco aniversario del certamen. Estaba
preciosa y, como siempre,
impecablemente vestida. No había duda de que era un premio importante.
Tenía unas ganas enormes
de vomitar, pero ya no había tiempo. Mi corazón quería escaparse, pero lo
retuve. Si no lo hubiera
hecho, probablemente se habría ido a Las Vegas en busca de Nahuel. Tuve
un brote de nostalgia,
aunque contuve las lágrimas; debía guardarlas para los agradecimientos, si
es que ganaba. El jurado
subió al escenario junto a Su Alteza Real y se colocaron frente a las mesas.
Uno de ellos, una escritora
afamada que había ganado el premio anteriormente, se acercó hasta el
micrófono y comenzó a hablar:
—Tras una extensa deliberación, el jurado ha decidido entregar el segundo
premio Sistema Solar
de novela de este año, a la obra titulada Si nos dejan, de Alicia Porras de la
Taza
Alicia se tiró sobre mí y me dio un abrazo. Yo sólo sentía que era el fin del
mundo, de mi mundo.
Había ganado de nuevo. Había conseguido el segundo premio y eso no me
dejaba ninguna
oportunidad. El primero no podía ser para una escritora desconocida como
yo, que sólo era famosa por
sus artículos de autoayuda de un año atrás. Imposible. Otra vez, la vida me
gritaba bien fuerte:
«¡Déjalo ya! ¡No insistas! ¡Olvídate de las letras! ¡Lo tuyo son los
trapos!». Le devolví el abrazo, sin
querer soltarla. Sentí que ella tiraba de sí misma para correr a recoger su
premio, pero yo me había
enganchado con mis uñas naturales, pintadas de rojo vino, a la tela de su
insulso vestido y no quería
dejarla marchar. No podía permitir que todo el mundo viera que estaba a
punto de echarme a llorar
como una niña asustada. Y lo peor era que ni siquiera era capaz de odiarla.
Dio grititos y saltitos, hasta
que me exigió que la soltara.
—¡Déjame ya, joder! —gritó sin ninguna consideración por mis
sentimientos. A mí, que le había
devuelto el color a sus labios. Me sentí herida. ¡Qué pronto se había
olvidado de la admiración que
había experimentado por mí y de cuánto envidiaba mi vida! Corrió hasta el
escenario y trepó a él con
gracilidad; le hizo una reverencia a Doña Letizia, que le entregó el premio,
y después dijo unas
palabras en el micro.
—Quiero agradecer este premio a los miembros del jurado, a mi familia y
a mis amigos, por
haberme apoyado desde el principio de mi carrera hasta el día de hoy.
«¿Y yo?», me pregunté. ¿Quién la había salvado de parecer una monja de
clausura con las manos
en la masa ante las cámaras, sino yo? ¡Cómo podía ser tan egoísta! Me di
la vuelta. Una vez más,
había perdido y tendría que asumirlo, pero no sabía por dónde empezar.
Caminé despacio, dando pasos
con mis tacones temblorosos mientras escuchaba los aplausos. Otro
miembro del jurado se había
acercado al micrófono para decir el nombre del ganador. Era el momento
de marcharme y abandonar
mi sueño, esta vez para siempre. Por fin, me sentí realmente rendida.
—Este jurado, compuesto por seis miembros pertenecientes al mundo
editorial y de las letras,
haciendo una excepción este año, debida a la gran calidad literaria de la
obra, y a su originalidad y
comercialidad, ha decidido otorgar el premio Sistema Solar a la novela de
una escritora novel, titulada
La mirada sibilina, presentada a concurso con el pseudónimo de «Sibila
Wynn». El corazón se me
había parado. No podía respirar. Empecé a toser, de espaldas al escenario,
de espaldas al público, de
espaldas al mundo. A mi lado, había un tipo bebiéndose un whisky solo. Se
lo quité de las manos y
eché un trago. Entonces y sólo entonces, empecé a revivir. Me di la vuelta
y eché a correr hacia el
escenario. Todo el mundo me estaba mirando pero no me importaba.
Gritaba y saltaba mientras corría.
Sabía que no era la forma más correcta de ir a recoger un premio, pero yo
no era tampoco la escritora
más correcta del mundo, al contrario, era muy probable que fuera la más
incorrecta de todos los que
estaban allí. Pero el primer premio era mío y lo demás ¿qué mierda me
importaba? Me eché a reír
desordenadamente, mientras intentaba torpemente hacerle una reverencia a
la princesa, aunque en
realidad tropecé y, cuando ella estiró sus manos para entregarme el premio,
con una dulce sonrisa en
su bello rostro, el objeto cayó al suelo de golpe y rompió el suelo de
madera. Me agaché a recogerlo y
ella también. Me asombré de su sencillez, pero seguramente me
comprendía. Ella había pertenecido a
un mundo parecido, antes de encontrar a su príncipe azul. Lo recogí.
¡Cómo pesaba el condenado!
Tuve que dar la mano a los seis miembros del jurado que me felicitaban
con efusividad, y también a
mi rival, la pavisosa de Alicia. Pude ver una media sonrisa en su rostro. Me
dio otro abrazo, pero, en
el fondo, se estaba muriendo de rabia. Me alegré de haberle pintado los
labios, porque el color cereza
no hacía juego con el verde de la envidia. Intenté serenarme y me indicaron
que tenía que decir unas
palabras. Los focos me impedían ver a nadie pero yo buscaba intensamente
a Gigi.
—Quiero agradecer este premio a todos los miembros del jurado por haber
decidido que mi novela
debía ganar. ¡No se imaginan lo que han hecho! —exclamé mirándoles.
—¡Eres la mejor escritora del mundo! —oí los gritos de Gigi al fondo del
salón. En otro momento,
me habría sentido avergonzada, pero ahora todo me daba igual. Sólo
intentaba concentrarme en
sostener el pesado objeto entre mis manos y no pensar demasiado en lo
cuantioso que era el cheque
que me iban a dar después.
—También quiero dar las gracias a Su Alteza Real, por haber venido esta
noche —continué
hablando, intentando aparentar seriedad, aunque sabía que después del caos
anterior, era
prácticamente imposible mostrarme como una mujer serena— y por
haberme ayudado a recogerlo.
¡Je! —Escuché las risas de la gente en el salón—. Este premio es muy
importante para mí —intenté
levantarlo como hacía Rafa Nadal, pero pesaba como un muerto— y quiero
dedicárselo a alguien que
no está aquí esta noche, pero que también es muy importante para mí —
seguí, haciéndome un lío con
las palabras—: mi marido Nahuel. ¡Esto es para ti, amor!
Mis ojos recorrieron el salón pero los focos no me dejaban ver apenas
nada. Buscaron y buscaron
espontáneamente, como si supieran algo que yo desconocía. Cuando las
lágrimas afloraron, ya no pude
ver nada en absoluto. Fue cuando oí el ruido de la puerta del salón, que se
abría en medio del silencio.
Miré a la izquierda y le vi entrar, con rapidez y la actitud de un hombre que
sabe adónde se dirige. Mi
marido había llegado en el mejor momento. Me lanzó un beso desde lejos y
mis labios color cereza
sonrieron con la amplitud de un estadio de fútbol y mis lágrimas me
supieron saladas como el agua
del mar.
***
Al terminar de posar en el primer photocall de mi vida como escritora
reconocida y valorada, pude
por fin abrazar a Nahuel, que me había perdonado.
—¿Quién te lo dijo? ¿Gigi? —le pregunté sorprendida de que estuviese
allí.
—No, fue Ariel. Quiere seguir siendo tu amigo. Vino conmigo y, además,
muy bien acompañado.
—Señaló atrás.
Allí estaba Ariel con Jimy Cantimpalo. Corrió a abrazarme y me presentó a
su acompañante con
una amplia sonrisa. Acogí su abrazo mientras me preguntaba si le había
perdonado. ¿Cómo podría no
hacerlo, después de que hubiera llamado al agente de Poppy Wills treinta
veces, hasta conseguir
hablar con él, y exigirle que llamara personalmente a mi marido para
contarle toda la verdad, después
de amenazarle con volver a televisión y decir que él era su nuevo amante?
¿Cómo podría no
perdonarle, ahora, que él también había encontrado el amor y tenía un
novio famoso y buenorro?
—Yo siempre sospeché que era gay —le dije al oído.
—Yo también, por eso me quedé hasta el final del programa. Pero, ¡shhh!
Él todavía no lo sabe —
me contestó riendo con cara de pillo—. ¡Pero aquí estoy yo, de voluntario,
para sacarle del armario o
de dónde haga falta!
—Yo también me habría presentado voluntaria para eso. ¿Y cómo has
conseguido que sea tu
acompañante?
—¡Fácil! ¡Éste, con tal de cenar gratis y no perderse un sarao… Gigi
apareció junto al que pronto
se convertiría en su nueva pareja, el escritor esotérico. Puso cara de
emoción al ver a Cantimpalo y
Nahuel aprovechó el momento para acaparar mi atención.
—¿Me has perdonado? —le pregunté.
—Siempre —me respondió—. Tus amigos me lo contaron todo. Me
hablaron de tu sueño, de tus
cursos, de tus alumnos, de tus artículos y tus libros, incluso de tu asistente
personal imaginario. Y,
sobre todo, de lo mucho que trabajaste para conseguirlo. Sos una
luchadora, por eso estás acá.
Además, Poppy me contó que fuiste la cita más frustrante de su vida. Me
aseguró que no consiguió
nada con vos, salvo un taconazo en la cabeza.
—¡Te he echado tanto de menos!
—¡Y yo a vos! No volverás a irte, ¿verdad? —me preguntó.
—Nunca —le respondí, completamente segura.
— ¿Ni ahora, que conseguiste hacer realidad tu sueño? Negué moviendo la
cabeza, mirando sus
maravillosos ojos verdes.
—Ni ahora, que me di cuenta de que ya lo había conseguido.
Me besó. Cuando creía que iba a sonar una música de ésas que acompaña al
The End en las
películas, me dijo:—Quiero presentarte a alguien.
Un chico joven, de treinta y pocos años, se acercó y me saludó apretando
mi mano.
—¡Hola! —me saludó con una sonrisa muy agradable—. ¡Y enhorabuena!
—¡Hola! —le respondí con la extraña sensación de haberlo conocido antes,
como si ya nos
hubiésemos encontrado en esta vida o en otra. Quizá era un primo lejano...
—Soy Anastasio López, su nuevo asistente personal —exclamó para mi
sorpresa—. Su marido me
ha contratado.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —le pregunté reconociendo el nombre.
—No es mi nombre verdadero, claro, pero para sus lectores lo será a partir
de hoy —lo repitió de
nuevo—: Anastasio López, ¡para servirle a Dios y a usted!
Después de aquello, nunca más volví a dudar de que los sueños podían
convertirse en realidad.
Además, no me quedaba más remedio que creerlo porque, a mí, los sueños,
si no se me cumplen, me
engordan. Ahora sí, suena una música y aparece… THE END.
AGRADECIMIENTOS
A Esther Escoriza, por su buen hacer y por mimar esta novela con tanto
cariño, desde la portada
hasta el interior. Gracias.
A Megan Maxwell, amiga y compañera, por apoyarme y echarme una
mano desde el primer
momento. Gracias, la humildad es un signo de ser grande.
A mi madre, por reírse tanto con esta novela y por disfrutarla desde el
capítulo uno.
A Yolanda, amiga y lectora. Me encantó que disfrutaras tanto con la escena
de la playa y que hayas
esperado la publicación de esta novela con tanto entusiasmo.
A Luigi, por su apoyo siempre y por inventar la primera parte de este
título.
A todas las personas que han creído en esta novela desde sus comienzos.
Vuestra opinión ha sido
imprescindible.
Y por último, a todos mis lectores, viajeros y viajeras, por estar siempre
ahí apoyándome y
leyéndome, con tanta fidelidad como interés. Sin vosotros, nada de esto
tendría sentido. Sois geniales.
GRACIAS.
Biografía
Mar Cantero Sánchez, nacida en Madrid, es escritora y coach. Articulista
en las revistas
COSMOPOLITAN, Psicología Práctica, y Piensa, es gratis (de Joaquín
Lorente). Es la autora del texto
d e El kamasutra de Pídeme lo que quieras, diario erótico basado en la
afamada trilogía de Megan
Maxwell y publicado por Libros Cúpula (Planeta). Ha publicado novela
romántica y novela de humor,
como El árbol de los pájaros alegres (Finalista Premio Ellas), Los viernes,
el paro duerme (Finalista
Premio Ateneo Joven de Sevilla), La viajera de la felicidad y El
matarratas. También es autora de los
libros Escribe para ser feliz, El viaje de las palabras y Las palabras
viajeras. Ha escrito también para
Mente Sana (de Jorge Bucay), Integral, y el blog de moda ON Boutique.
Ha creado y dirige sus
propios talleres de Escritura Creativa y de Crecimiento personal a través de
la escritura. Ha recibido
varios premios literarios: Finalista en el Certamen Jóvenes Creadores del
Ayuntamiento de Madrid;
III Premio de relatos de mujeres Igualdad del Ayuntamiento de Castellón
de la Plana; 2ª Finalista en
el premio Paraules D’Adriana; Accésit en el XXV Certamen Nacional de
Cuentos Jose María Franco
Delgado. También fue seleccionada en el Premio literario Internacional
Max Aub, en el Premio
literario Internacional La Felguera y en el VIII Concurso de Relatos de
Mujer. Asimismo ha publicado
varios cuentos y poesías en revistas y en antologías literarias.
Encontrarás
más
información
sobre
la
autora
y
su
obra
en:
www.marcanterosanchez.com
Yo, tú, él y vos... De Benidorm a Las Vegas
Mar Cantero Sánchez
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su
incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en
cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por
fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita
reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar
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© Mar Cantero Sánchez, 2014
© Editorial Planeta, S. A., 2014
Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.edicioneszafiro.com
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Los personajes, eventos y sucesos presentados en esta obra son ficticios.
Cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas
es pura coincidencia.
Primera edición: abril de 2014
ISBN: 978-84-08-12669-0
Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L. / www.victorigual.com
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Índice
Nota preliminar
Yo, tú, él y vos...
Unos cuantos años antes...
De vuelta a la actualidad...
Se busca el calzado perfecto
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Table of Contents
Nota preliminar
Yo, tú, él y vos...
Unos cuantos años antes...
De vuelta a la actualidad...
Se busca el calzado perfecto
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Índice
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