¿Quién teme al Bauhaus feroz? Tom Wolfe Otra vuelta de tuerca, mayo 2010 En la globalización la arquitectura ha devenido en un diseño de objetos vacíos, chorreantes de adornos en zigzag. Se observa que los arquitectos están siempre dispuestos a deformar los edificios si así lo pide el cliente y listos a dar una serie de argumentos para justificar sus gastos sin ninguna base ni sustento más allá que el de su pedantería. Plenamente integrados a la cultura filistea del negocio y de lo que no tiene ningún valor, parece que se regodean de estar en la zona marginal alejada de todo aporte al desarrollo, a la investigación científica y a lo que es apropiado y pertinente a un contexto y a una realidad. En efecto, Alfred Barr (director del Museum of Modern Art) en su libro El estilo internacional, da un vistazo a los pináculos, las coronas, de los rascacielos más célebres de Nueva York. Se encontraba aterrado. “Las gárgolas de acero inoxidable del Chrysler Building”, “la fantástica torre de amarre en lo alto del Empire State”, y se preguntaba ¿cómo se hicieron tales vulgaridades?, a lo que Wolfe responde: “muy sencillo, los arquitectos… todavía escuchaban al cliente. Mientras que, en Europa, los artistas se regodeaban en su atmósfera artística. (La historiografía de la arquitectura moderna: Pevsner, Kaufmann, Giedion ... Escrito por Panayotis Tournikiotis) Aquí en la periferia sólo la imitación y la copia falsa cunden por doquier. Este libro vuelve a poner sobre el tapete una obra importante de crítica y de ironía al trabajo de los arquitectos. Odiamos tanto a los arquitectos modernos: Tom Wolfe 2 septiembre 2010 por Rodrigo Díaz 5 comentarios Juntó las yemas de los dedos, fijó la mirada en un punto impreciso en el horizonte, luego cerró los ojos, tomó aire, y con una voz pausada que alargaba las vocales señaló que “la rquitectura……..es”. Así, con un gran vacío entre las palabras “arquitectura” y “es”. Listo, no había nada más que decir, que el silencio que siguió a estas iluminadas palabras lo explicó todo, o al menos eso pensó quien las profirió, no fuera a ser que a algún desubicado se le ocurriera levantar la mano y preguntar “es qué”, porque la respuesta no hubiera sido otra que un seco, irónico y cortante “es”. O más bien “ES”. La historia es cierta, ocurrió en las frías aulas de la Escuela de Arquitectura de la Católica, y fue protagonizada por un profesor que al parecer cargaba sobre sus hombros con el peso de ser el teórico de la arquitectura occidental, y que en su momento nos dejó muy preocupados a todos aquellos que no entendíamos qué diantre quería decir eso de que “la arquitectura…….es.” Cuando al poco tiempo le dio por hablar de “lo” ciudad, “lo” espacio, “lo” casa, y “lo” habitar entendí que el pelotudo no era yo, pero eso es otro cuento. La historia me hace gracia porque acabo de leerla textual, si bien es cierto en otro escenario y con otros protagonistas, en el magnífico ensayo de Tom Wolfe ¿Quién le Tiene Miedo al Bauhaus Feroz? (From Bauhaus to Our House), originalmente publicado en 1981 y hoy felizmente reeditado por Anagrama. En él, el periodista, cronista y novelista norteamericano saca a rendir cuentas a la camarilla de arquitectos y teóricos de la arquitectura que a partir de la primera mitad del siglo pasado decidieron romper de un plumazo con una tradición de miles de años de vida residencial para sentar las bases del habitar de un hombre nuevo que a poco andar quedó demostrado que sólo existía en sus tableros de dibujo. Como un viejo peso pesado que no puede disimular ante su público el físico cansado después de tantos combates, la torpeza de los movimientos, y la lentitud de sus reflejos, la arquitectura moderna no sale bien parada ante un rival que se preparó bien para el combate, y que a fuerza de rápidos golpes y movimientos de cintura hace tambalear más de la cuenta a un púgil que en su momento parecía invencible. Le tenía ganas Wolfe a la arquitectura moderna, y no pocas. Por eso es que se quemó las pestañas durante meses hasta hacerse experto en la vida, obra y milagros de Gropius, Le Corbusier, Mies y compañía, y así armarse de un fondo teórico a prueba de balas para despedazar desde su trinchera a un movimiento al que él no le perdona no sólo el haber destruido un modo de vida urbano hecho a la medida del hombre para reemplazarlo por otro completamente deshumanizado, sino que esto haya sido realizado en nombre de las clases tradicionalmente postergadas. La eterna búsqueda de ruptura con todo aquello que pudiera verse o sonar como burgués, verdadera paranoia del modernismo, vino acompañada de un discurso mesiánico, en el cual las obras arquitectónicas dejaron de ser meras construcciones puestas a servir necesidades humanas específicas para convertirse en verdaderos manifiestos tridimensionales del nuevo hombre por nacer. Como señala Wolfe: Las definiciones, exigencias, acusaciones, contraacusaciones, contraexigencias y contradefiniciones de lo que era y no era burgués se volvieron tan sutiles, tan finas, tan crípticas, tan dialécticas, tan escolásticas…que, al final, proyectar casas no tuvo más que un objetivo: ilustrar la Teoría del Siglo de aquel mes tocante a lo que absolutamente, infinitamente y definitivamente era no burgués. Los edificios se volvieron teorías materializadas en hormigón, acero, madera, vidrio y estuco. En todo caso, no hay que engañarse, que la nueva arquitectura se hace “en nombre de”, pero rara vez “con” sus representados. La vieja máxima de todo para el pueblo pero sin el pueblo, propia del despotismo ilustrado, encontró eco en la nueva hornada de arquitectos – muchos de ellos verdaderos déspotas-, que tenía bastante claras las necesidades de sus clientes como para perder el tiempo preguntándoles lo que realmente querían. En cuestión de gusto, los arquitectos se comportaban como benefactores culturales de los trabajadores. No tenía sentido consultarles directamente, puesto que, como Gropius había señalado, estaban todavía “intelectualmente subdesarrollados”. En el fondo, y de acuerdo a los portadores de la verdad revelada, el ideal residencial del trabajador tenía un correlato físico en techos planos, ventanas corridas, ausencia de toda ornamentación y mucho, mucho blanco. Si la suma de las anteriores cosas se podía poner sobre pilotes (palabra mucho más adecuada que la burguesa “columna”, aunque sean lo mismo), el resultado era aún mejor. Y si en vez de pilotes el arquitecto hablaba de pilotis es que estábamos en presencia de una obra mayor. ¿Y qué aspecto tenían las viviendas obreras? (…) Había planos de pisos abiertos, que terminarían con la antigua obsesión, burguesa, individualista, de la intimidad. No había papel pintado, ni “colgaduras”, ni alfombras Wilton con flores estampadas, ni lámparas de pantalla con orlas y pies que pareciesen vasos o columnas griegos, ni pañitos de adorno, ni baratijas, ni objeto alguno para el manto de la chimenea, la cabecera de la cama o el radiador. El serpentín de los radiadores quedaba al desnudo como un objeto puro, abstracto, también escultórico. Y nada de muebles tapizados con tela “bonita”. Los muebles se hacían con Materiales Puros de color natural: cuero, acero tubular, madera de arbusto, caña, lona; cuanto más ligeros –y más duros-, mejor. Y se acabaron las alfombras y moquetas “lujosas”. La infracción se pagaba con linóleo gris o negro. Especial fruición aplica Wolfe al comparar el dogma modernista de la forma sigue a la función con la arquitectura resultante, muchas veces un compendio de formas preestablecidas que poco y nada respondían a los requerimientos y contexto que les habían dado origen. A propósito del Seagram Building de Mies van der Rohe, el escritor se solaza describiendo la eterna lucha entre el ideal de uso impulsado por el arquitecto y los denodados esfuerzos de ocupantes cuyos cuerpos y mentes al parecer no estaban preparados para la buena nueva propagada desde Europa. Los equivocados no eran los arquitectos, sino los burócratas de la antigua guardia preocupados de cosas tan banales como el frío interior o el resplandor de la luz solar. En las grandes torres de despachos, los oficinistas amontonaban contra las cristaleras, que ocupaban toda la pared, archivadores, escritorios, papeleras, macetas, cualquier cosa que constituyese una barrera ante la aterradora sensación de que estaban a punto de caerse de cabeza a la calle. Sobre tales murallas de objetos colgaban cortinas improvisadas que parecían sábanas tendidas de los suburbios de Nápoles, lo que fuera con tal de impedir el paso de aquel sol tuestacerebros y escalfaojos que entraba todas las tardes a puñetazos. El libro puede causar urticaria a más de algún colega, especialmente porque el ataque certero apunta al que quizás sea el flanco más débil del discurso del arquitecto modernista: su total ausencia de humor. En efecto, Wolfe utiliza su fina ironía para despojar al modernismo de toda su pomposidad, pedantería y gravedad, de toda su pesada carga moralizante, haciéndolo bajar de su pedestal para hacerlo rendir cuentas con una sociedad en gran medida podrida tanto de sus desaciertos como de su arrogancia y prepotencia. Por eso es que muchas veces prefiere la anécdota magistralmente contada- al dato duro o al pesado estudio teórico; mal que mal, el libro está pensado para ser leído por el ciudadano de a pie, aquél que no entiende un pepino de teoría de la arquitectura, pero que sí tiene muy claro cuando un edificio satisface o no sus necesidades. La Ville Radieuse de Le Corbusier. ¿Se puede vivir en algo mejor? El ring lo sigue esperando No me extrañaría si me dijeran que la mirada extraviada en las baldosas de Fernando Pérez, ex decano de la Facultad de Arquitectura de la UC en mi época, se debe a la lectura desprevenida del libro de Wolfe. Me eduqué en un medio profundamente influenciado por la huella del modernismo, y en gran medida mi formación (o deformación) profesional es heredera del movimiento iniciado hace 90 años en la Bauhaus. Hasta el día de hoy profeso admiración por la obra de los grandes maestros de la arquitectura moderna, y debo reconocer que sentí como punzadas propias los agudos ataques dirigidos por Wolfe a Mies, un eterno favorito. No por ello voy a dejar de reconocer los méritos de ¿Quién le Tiene Miedo al Bauhaus Feroz?, un libro que a lo mejor de puro mal intencionado recomiendo leer a mis colegas. Y es que quizás lo más difícil de tragar para los arquitectos sea que el humor y la perspectiva del sentido común constituyan elementos suficientes para que Wolfe se dé una fiesta señalando los mil y un fracasos de un movimiento que en su hora fue demasiado soberbio como para aceptar sus errores y limitaciones. Como que queda la sensación que un poco de humildad (virtud algo escasa en la profesión) podría haber evitado muchas de las chambonadas cometidas en nombre de un ideal de habitar supuestamente superior. Alguno dirá que el gremio no tiene por qué aceptar la crítica de alguien que no es parte de él. No comparto este juicio en absoluto. Aunque nos pese, y a diferencia del artista que hace lo que le viene en gana, el arquitecto se debe a quienes van a utilizar su obra, y estos rara vez son versados en la materia. De Wolfe se podrá decir que es un reaccionario sureño cuyos gustos arquitectónicos son de la época de la Secesión, que las luces del éxito lo marearon, o que hace veinte años que no escribe nada de real valor literario. No importa. Para mí sigue siendo uno de los más grandes cronistas vivos, y eso es motivo más que suficiente como para tener sus palabras en consideración. Tal como dice Óscar Tusquets en el prólogo de la edición española, nada sería más saludable para la arquitectura contemporánea que tenerlo de vuelta en el ring para desafiar a unos cuantos rounds a tipos como Calatrava, Zaha Hadid, Frank Gehry o Rem Koolhaas, peleadores que se están haciendo fofos a falta de una crítica que no les sea condescendiente. Seguramente no la pasarían nada de bien, y en una de esas alguno de ellos terminaría pidiendo la campana o tirando la toalla. http://ciudadpedestre.wordpress.com/2010/ 09/02/odiamos-tanto-a-los-arqui... [2] http://www.worldlingo.com/ma/enwiki/es/He nry-Russell_Hitchcock