LA DISCIPLINA

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LA DISCIPLINA
María del Mar García Orgaz
Psicóloga infantil
Al niño le cuesta distinguir entre lo que somos y lo que hacemos. Es frecuente que, cuando sus
padres lo regañan, diga que «ya no los quiere», que «son malos». Pero es un resentimiento
momentáneo. Cuando deje de estar enfadado, los «querrá» otra vez, así que no hay que caer en esa
«trampa de la felicidad».
En este aspecto, no hay que dudar. La mejor herencia que podemos dejar a un niño es enseñarlo a
querer, amándolo, y enseñarle el sentido de la disciplina, poniéndole límites.
Disciplina significa enseñar, no castigar. Si sólo castigamos, podemos conseguir, en el mejor de los
casos, evitar una conducta incorrecta; en el peor, que esta conducta se repita para llamar nuestra
atención y lo que nunca lograremos es que el niño aprenda a autodisciplinarse.
Poner límites de manera consecuente y eficaz es complicado, pero no tanto si las normas están
pensadas y pactadas entre los padres de antemano y son conocidas y asumidas por los demás
familiares y cuidadores. Es verdad que, a veces, cuesta mantener la coherencia. Los padres se
encuentran frente a conductas difíciles de manejar y, si tienen un mal día (de mucha tensión o de
poco descanso), ceden ante el niño sólo para tener paz.
El castigo, para que surta efecto y sea eficaz, debe ser contingente (el niño debe saber que puede
ocurrir en determinadas circunstancias), ha de aplicarse inmediatamente después de la conducta
reprobable y debe ser corto y coherente, según la importancia del incidente y respetando los
sentimientos del niño (un niño sensible se sentirá desolado por castigos que serían adecuados para
otro más activo).
A los padres que dudan sobre la eficacia de la disciplina los ayudará saber que el niño siente que la
necesita, y la busca. Hacia el final del segundo año de vida, el niño empieza a «provocar» para que
se le marquen límites. Si no existe disciplina, se vuelve nervioso y se comporta mal para que se la
impongan, pues sabe que él no puede hacerlo por sí mismo.
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Si los límites son claros, el niño los acepta como propios. Mientras que si se dan de una manera
dudosa, le provocan incertidumbre.
La autodisciplina llega en tres etapas: primero, el niño prueba los límites, explora; después, provoca
a los demás para saber lo que está bien y lo que está mal y, finalmente, interioriza esos límites.
Hay que adaptar la disciplina a cada etapa de desarrollo del niño. A partir de los dos años, ya se le
debe pedir una explicación de sus razones para portarse mal, tratar de ver qué ha producido la
conducta inadecuada e intentar que comprenda. Y hay que ayudarlo a establecer mecanismos de
control sobre las situaciones con un ejemplo. Cuando se cumple el acto de disciplina, hay que
razonar qué se persigue con él. Se puede utilizar el aislamiento como castigo, sólo por poco tiempo,
pero, si se emplea el castigo físico, el niño pensará que el adulto cree en la eficacia de los
comportamientos violentos y le dará pie a ellos
Si la disciplina no funciona, tal vez los padres están reaccionando desproporcionadamente o de
forma ineficaz. Hay que analizar cuándo se ha comportado mal el niño, qué ha pasado antes, quién
estaba presente, dónde, cómo hemos reaccionado previamente ante las mismas conductas...
Cuando se castiga a un niño, siempre hay que comunicarle que lo queremos pero que no podemos
permitirle que se comporte mal y que, cuando él se controle, ya no tendremos que hacerlo nosotros.
Cuando haga las cosas bien, hay que alabarlo y decirle lo que nos gusta de él (si se ha esforzado
para escribir con buena letra, si se concentra bien, si ha sido amable y cariñoso, si ha sido obediente,
si ha comido sanamente...). Porque los niños también necesitan que reconozcamos sus esfuerzos.
Deben saber que nos enorgullece que hagan las cosas bien.
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