La incubación

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La incubación
FRANCISCO J. LAPORTA
Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Diario EL PAÍS. 16 de marzo de 2001
Temo que no hemos aprendido lo suficiente de la metáfora del huevo de la serpiente
aplicada a los brotes xenófobos o a los nuevos espasmos de la ultraderecha. Puede
enseñarnos muchas cosas más. Por ejemplo, que la inmensa mayoría de las serpientes no
anidan, no construyen nidos propios como sistemas cerrados de cría y protección.
Simplemente dejan sus huevos bajo una capa propicia de materia natural para que vayan
desarrollándose poco a poco por sí mismos. Es el templado humus medioambiental el que
consigue incubarlos hasta la eclosión. Y no sería disparatado pensar que también esto puede
suceder por lo que se refiere a la camada nazi. Me ha asombrado ver estos días que sólo
somos capaces de pensar en impedir la eclosión o sus consecuencias con medidas policiales
o con presiones políticas. Nadie se pregunta qué ha pasado antes de esa eclosión. Nadie, por
ejemplo, parece dispuesto a admitir que ese humus caliente que ha propiciado la lenta
incubación de la mente racista está cotidianamente entre nosotros sin que sepamos o
queramos advertirlo. Mucho más profundo que una mera circunstancia puramente local.
Pero temo que las cosas sean así. He aquí algunos de los ingredientes de ese humus que, sin
embargo, nosotros experimentamos cotidianamente como aspectos inofensivos de la
realidad.
En primer lugar hay algo que hemos aceptado como "irreversible" (éste es el adjetivo al
uso): el que un importante sector de la gente joven se encuentre por lo que respecta a su
ocupación, a la deriva (para usar la expresión de Richard Sennet en su importante
ensayo La corrosión del carácter). A primera vista la cosa es bastante inocente: el trabajo en
el ámbito del nuevo capitalismo exige cambiar con frecuencia tanto de marco ocupacional
como de capacitaciones. Es esa idea ya conocida de que la gente tiene que ir
acostumbrándose a pasar de un puesto de trabajo a otro con gran frecuencia Los jóvenes
han de amoldarse a cambiar de trabajo varias veces en la vida; seguramente también de
especialización. La realidad cotidiana entre nosotros es algo peor: cualquiera que sea su
formación, bastantes de ellos sólo encuentran ocupaciones de escasa duración temporal y
significado ajeno y variopinto. Esto es la deriva . No voy a entrar en la exploración
económica de esta situación. Démosla por buena o, si se prefiere, démosla por inevitable
Pero tengamos al menos la cautela de ponernos a pensar sobre sus implicaciones para la
vida y la personalidad de esa gente, Porque ¿en qué consiste en realidad la vida do esa
gente? Pues, sencillamente, en una sucesión discontinua e impredecible de fragmentos de
experiencia y ocupación presidida por la incertidumbre; es decir, en algo a lo que es difícil
dar un sentido unitario y que excluye por su propia naturaleza el compromiso personal en el
tiempo. O por decirlo con otras palabras: en algo que no presta contribución alguna a su
identidad personal. Me asombra que no nos demos cuenta de la gravedad de esta situación.
Que los seres humanos no puedan tener ante sí su propia vida corno un proyecto dotado de
sentido, que no puedan establecer compromisos interpersonales de largo alcance o que no
les sea posible ver su itinerario vital como la proyección en el tiempo de un plan personal,
es algo tan grave que apenas necesitaría ser recordado, Una persona , escribió John
Rawls, puede ser considerada como una vida humana vivida de acuerdo a un plan, un
individuo dice quién es al describir sus propósitos y sus causas, lo que trata de hacer en su
vida . Hasta hace bien poco la profesión o el oficio, o la certidumbre de los recursos
económicos necesarios, configuraban de un modo importante nuestros compromisos
vitales, esas vidas vividas como un plan: nos definían como las personas que éramos o nos
ayudaban a hacerlo. A la nueva gente a la deriva les estamos hurtando la identidad, la
posibilidad de saber, no lo que hacen, sino quienes son. Les estamos regateando su
condición de personas. Y esto les impele a buscar identidades extremas en mecanismos
impersonales pero estables: sean clubes de fútbol o patrias. Y es en esa entrega a un ente
anónimo que nos identifica desde fuera donde empieza a incubarse el huevo de la serpiente.
Pero la súbita irrupción de una contingencia ilimitada en la vida de la gente ha determinado
la insólita extensión de un fenómeno al que tampoco se ha prestado ninguna atención
crítica: la difusión de la irracionalidad en el seno mismo de la sociedad tecnológica. Las
iglesias de siempre se hacen cada vez más integristas y a su lado proliferan sectas
estrambóticas. Por si esto fuera poco hemos sustituido todo lo que ignoramos sobre nuestro
propio futuro por una amplia panoplia de certidumbres paranormales. Supongo que
funcionan como una prótesis de apoyo porque se propagan como una epidemia: hasta en
este diario laico y racional encontrarán una página de anuncios de futurología y
adivinación. El sistema educativo, cada vez peor dotado y más transferido a las distintas
parroquias, está a punto de sucumbir ante unos medios de comunicación que pugnan por
satisfacer una demanda intensa de irracionalidad y violencia. La gente asiste entre
complaciente y risueña al comercio masivo de todo género de patrañas y supercherías.
Pocos saben que las artes de la adivinación y el augurio fraudulento son hoy por hoy el
primer capítulo de facturación de esas compañías de teléfonos especiales. Y sólo hace falta
sintonizar las televisiones locales para contemplar atónitos a alguna señora enredadora y
tramposa dictaminando sobre el futuro del amor o del puesto de trabajo. También en los
programas de gran audiencia comparecen de vez en cuando estos defraudadores ante el
general regocijo. Lo que no nos dice el mercado nos lo va a decir el tarot. A veces una
señora destripa a una niña para liberarla del maligno y entonces se nos hiela la risa. Pero en
general la irracionalidad es permisible y recreativa. Casi todos tenemos un amigo que ha
visto doblarse el tenedor. Hasta se habla de ministros y jefes de gobierno que consultan a
alguna mujer diestra en cartomancias.
Para terminar tenemos esa especie de salmodia actual de las peculiaridades étnicas y sus
presuntos efluvios culturales y políticos. A la irracionalidad del viejo racismo de la derecha,
que no somos capaces de hacer desaparecer, estamos ahora añadiendo desde la izquierda
una incomprensible exaltación de los rasgos culturales de grupo. Al parecer hay que
respetar mucho eso de la multiculturalidad o de la multietnicidad . Y para hacerlo
tenemos que arbitrar en la comunidad una especie de diseño que nos la presente articulada
como un mosaico variopinto en el que cada uno ocupa el lugar que corresponde a su grupo.
La vieja tolerancia genérica e interindividual se ha abandonado para dar paso a una especie
de negociación de las posiciones de cada grupo en el todo. Eso incluye a veces, aunque
parezca imposible de imaginar, asignaturas en los planes de estudio o cuotas en los
programas de televisión Y por supuesto mucho miramiento ante cualquier desatino, siempre
que sea étnico. No es éste el momento de hacer una crítica seria y clara de todo este
profundo y peligroso equívoco, sino simplemente de apuntar una pequeña y explosiva
obviedad: con tales argumentos no se hace sino subrayar una vez más la condición de
extraño que tiene el perteneciente a otro grupo y atribuir de nuevo fuerza de
identificación personal a los rasgos colectivos. Si ponemos esto en relación con la
vulnerabilidad y la incertidumbre del ser humano en el nuevo capitalismo y con la
dificultad consiguiente de desarrollar una identidad moral firme sabremos enseguida por
qué la idea de hacer pivotar la convivencia humana sobre las afinidades grupales es una
idea suicida, No lo es tanto por que sea incapaz de integrar al otro , sino porque nos
define a nosotros mismos en términos colectivos de una forma tal que nos hace
necesariamente torpes y medrosos ante la diversidad humana. Nos predispone así
inconscientemente al uso de medidas irracionales como la violencia. Porque con tales
artificios convivenciales vamos a acabar por hacer desaparecer esa dosis de confianza
interciudadana, intercultural, interétnica, interindividual, en suma, que constituye al parecer
la condición de estabilidad de las modernas democracias.
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