El boca a boca había funcionado. Se nos preguntó, en Abril, si el viaje a Rusia (Moscú y St Petersburgo) que habíamos coordinado en Agosto de 2007 iba a repetirse (ver crónica del mismo en www.adanae.com). Cuando contestamos que no habría inconveniente si se reunía un número mínimo de participantes, no resultó difícil conseguirlo. Unos antiguos alumnos hablaron a otros, éstos a sus amigos, y así, aunque tarde, pudo organizarse nuevamente el viaje. Contábamos con la experiencia previa que nos permitía limar imperfecciones y colmar insatisfacciones. Y si el tiempo nos acompañaba y no nos hacía el calor sofocante que nos aplanó en St. Petersburgo en Agosto del 2007 (28 grados en “St Peter”, como ellos llaman a su ciudad, es un equivalente a 48º en Madrid, humedad añadida), todo podría ir sobre ruedas. Un hotel más céntrico en St Petersburgo y, en Moscú, una excursión a la Yasnaya Polyana, la propiedad en la que León Tolstoy (Lev Tolstoy, como ellos le llaman) vivió la mayor parte de su vida y escribió sus obras principales, podían redondear el viaje. Y allí nos dirigimos. Situada la finca en el poblado del mismo nombre, a 200 kilómetros al sur de Moscú, el viaje en el pequeño minibús nos permitía contemplar el paisaje de la Rusia profunda, un paisaje inalterado hasta… los Urales, a más de 1.000 kilómetros de distancia. Pequeños pueblos representados por un conjunto de dachas (en un estado más o menos ruinoso, y siempre multicolores), casi todas ellas construidas en madera. Pueblos surgidos o agrupados a lo largo de caminos que parten en perpendicular de la carretera principal cada 10 kilómetros, con nombres en cirílico que el avance del minibús no nos permitía deletrear, densos bosques de abedules y pináceas (material para la construcción de las dachas) y amplios campos de cultivo. En muchos de estos núcleos, los más antiguos, una pequeña iglesia con su cúpula bulbosa, azul o dorada, que en algunos casos se notaba que había sido restaurada y repintada en los últimos años de apertura religiosa, presidían la aglomeración. Tras cerca de tres horas de viaje (en Rusia hay un densísimo tráfico de camiones), nos detuvimos ante la pequeña estación de tren de Yasnaya Polyana. La pequeña estación de la Yasnaya Polaina (Kozlova Zaseka) Una estación amorosamente conservada tal como era a finales del siglo XIX, con sus ventanillas de celdillas giratorias, sus bancos de espera, su primitivo teléfono, su antiguo reloj. Allí solía acercarse, a caballo o a pie, Leon Tolstoy, para recoger su correspondencia, pues se encuentra a 5 kilómetros de su hacienda. Una antigua sala de empleados contigua ha sido convertida hoy en día en un pequeño museo de objetos que recuerdan la época del escritor: sombreros decimonónicos, guantes, bastones, objetos de viaje, fotografías en sepia. En la actualidad, sólo algunos sábados o domingos se detiene allí un tren con excursionistas o grupos escolares procedentes de Moscú o de otros rincones de Rusia, que hacen la “peregrinación” a la casa de Tolstoy. Tras una reconfortante comida, en un coqueto restaurante que parecía montado para nosotros, en la que no faltó el “borsch”, la típica sopa rusa, nos dirigimos bajo una fina lluvia a la Yasnaya Polyana. Cesó la lluvia. Una joven guía nos esperaba ¡Qué devoción ponía en explicarnos cada rincón de la propiedad: el jardín de flores, los bancos favoritos del escritor, la avenida de abedules que conducía a la residencia principal, el gran estanque! Llegados ante la casa, una amplia construcción de madera con tejado de cinc a dos vertientes, bien conservada y entretenida, y tras calzarnos las obligatorias fundas que preservarían el parqué de la mansión, recorrimos ésta. “Aquí gustaba sentarse para meditar, en esta mesa escribió sus principales obras (entre otras, “Guerra y Paz” y “Ana Karenina”), este era su dormitorio, aquí, el de su esposa, y el de sus hijos, aquí su comedor, con el piano que tocaban sus hijas (y los músicos famosos que le visitaban), ésta, su biblioteca con los libros originales que él leía en varios idiomas”. Enmudecíamos escuchando religiosamente las explicaciones que pausadamente se nos daban y que una intérprete oficial nos traducía. “…Y él, que además leía y hablaba francés, inglés y alemán, a sus 80 años comenzó a estudiar japonés.” Nos inmortalizamos, muy en silencio, impresionados, ante la veranda de entrada de su casa y luego… un inolvidable paseo a través de avenidas de pinos y abedules hasta el lugar donde quiso ser enterrado, un túmulo recubierto sólo por la hierba. “Se ruega guardar silencio” rezaba un cartel en ruso e inglés. Pero ¿quién se hubiera atrevido a levantar la voz en aquel impresionante lugar, cuando lo que nos sugería era caer de rodillas en un colectivo mutismo? Nos cruzamos sólo con un pequeño grupo de rusos que se dirigían a ese mismo lugar, con un respeto anticipado. Y para finalizar, en la típica dacha de su antiguo cochero, una doncella ataviada a la usanza de entonces nos sirvió un té acompañado de los bollitos rellenos de mermelada según la receta de la esposa del escritor. Tolstoy, Leon Tolstoy… Quien no había leído sus obras se prometía interiormente no dejar de hacerlo. No rompimos apenas el silencio en nuestro viaje de regreso, pero al siguiente día el comentario de todos fue el mismo: “inolvidable excursión, impactante, volvería de nuevo… sentía encontrarme en la verdadera Rusia”. Tolstoy, Dostoyevsky, Chejov, Gorki, Bulgakov, otras tantas residencias que se pueden visitar, algunas visitamos, y visitan con devoción los rusos y pequeños grupos de turistas no indiferentes a la cultura. El próximo año, si volvemos, añadiremos la casa-museo de Tchaikosvsky y Scriabin. Ya veremos. Galyna y Gerardo, coordinadores del viaje. El té del viejo samovar en la casa del cochero. El grupo en la veranda de la casa de Tolstoy en la Yasnaia Polyana Los senderos de la Yasnaya Polyana El “árbol del amor”, un viejo abedul que se retuerce junto a un pino centenario. La doncella preparándonos el té. Dachas típicas al borde de la carretera (foto tomada desde el autobús en marcha).