El general en su laberinto ÁMBITO JURÍDICO

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ÁMBITO JURÍDICO
El general en su laberinto
“...el movimiento internacional de derechos humanos estaría haciendo de la justicia de
Guatemala un laboratorio de experimentación en la investigación y persecución del delito
de genocidio”.
Guatemala está viviendo por estos días un episodio más de su lento y polarizado
“posconflicto”. Luego de muchos dimes y diretes, finalmente se ha iniciado el juicio en
contra del expresidente Efraín Ríos Montt, que llegó al poder mediante golpe militar de
estado y gobernó al país durante los años 1982 y 1983. El juicio en su contra es quizás el
primero que se intenta en América Latina por el delito de genocidio: se le acusa de haber
utilizado tácticas de tierra arrasada y con intención etnocida en contra del pueblo Ixil, que
habita en el departamento del Quiché, en el altiplano central guatemalteco. Durante su
corto mandato, algunas cifras llegan a hablar de 200.000 personas muertas y cerca de un
millón de exiliados y desplazados.
El juicio ha dividido, una vez más, a la opinión pública guatemalteca: el presidente de la
República, Otto Pérez, afirmó que lo ocurrido en Alemania durante la Segunda Guerra
Mundial sí había sido genocidio, pero que era “insultante” afirmar que tal era el caso en
Guatemala. Aunque nadie sale abiertamente en defensa del exdictador, una fracción de la
opinión pública piensa que se trata de un juicio tardío, revanchista y excesivamente
politizado que culminará con su segura condena. Agentes de esta “revancha” serían una
cierta alianza entre la izquierda desmovilizada guatemalteca y el movimiento internacional
de derechos humanos que estaría haciendo de la justicia de Guatemala un laboratorio de
experimentación en la investigación y persecución del delito de genocidio, que figura
como pieza central de un naciente y vigoroso derecho penal internacional.
Para otro sector muy importante de la opinión pública, el juicio a Ríos Montt es parte del
necesario esfuerzo por completar el proceso de paz que quedó inacabado desde hace
varios años. La guerrilla y el gobierno firmaron acuerdos de paz entre 1991 y 1996 en los
que se planteaba una refundación constitucional de la Nación. Estos acuerdos se
consideran parcialmente fallidos porque nunca se alcanzó a formalizarlos en instrumentos
jurídicos vinculantes que permitieran su operatividad. En 1999, de hecho, estos acuerdos
fueron negados en un referendo popular. La guerrilla se desmovilizó a su sombra, pero
nunca alcanzaron el grado de institucionalización que habían previsto durante su
negociación y firma. La interpretación mayoritaria de la izquierda es que el Estado “les
puso conejo”; la derecha piensa que los acuerdos se derrotaron a sí mismos por su
excesivo utopismo y grandilocuencia. Así, con unos acuerdos que funcionan como
documentos políticos generales, pero no como acuerdos constitucionales en sentido
propio, la sociedad guatemalteca ha tenido un posconflicto ideológicamente polarizado
donde la población indígena ha buscado redefinirse de manera autónoma frente al
peonaje al que se vio sometida, tanto por los señores de la tierra como por los señores de
la guerra.
El juicio penal oral se inició hace pocos días ante un juez de la jurisdicción de “mayor
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riesgo”. Con esta figura, el Estado guatemalteco ha querido formar a una serie de jueces
“élite” que por preparación, confianza y apoyo político-social, puedan llevar a cabo los
juicios penales más sensibles: aquellos derivados del conflicto armado interno, y la
amenaza tremenda para la seguridad de Guatemala que representan la
narcocriminalidad, las “maras” y otros tipos de organizaciones dedicadas a la extorsión en
las barriadas y los pueblos. Cuando se conversa más de cerca con estos jueces de élite,
no deja uno de pensar en la terrible soledad con que tienen que enfrentar estos desafíos:
en abstracto, antes del juicio, todo el mundo les promete confianza y apoyo; una vez
iniciados, la sociedad misma se polariza y se amedranta frente a actores que son todavía
tremendamente poderosos.
Los juzgados de alto riesgo tienen instalaciones de esas que es frecuente encontrarse en
los juicios antiterrorismo en España. Múltiples acusados se sientan en jaulas colectivas,
con vidrios antibalas, detectores de metales a la entrada y una horda de custodios
ferozmente armados (con los mismos Kalishnikov soviéticos de la guerra) en un esfuerzo
por sopesar la publicidad de los juicios orales y la necesaria seguridad que estos deben
ofrecer a todos sus asistentes.
En este contexto, tuve ocasión de presenciar el arranque del juicio de Ríos Montt: en su
primera intervención, el General despide a su abogado de confianza y nombra a otro. Una
vez posesionado este, su primera maniobra es recusar a los jueces por lo que califica es
la grave y pública enemistad que existe entre ellos a lo largo de años de litigio. Los jueces
rechazan la maniobra: la mayor parte de abogados de la derecha se rasgan las vestiduras
por la violación al debido proceso; los de la izquierda se halan los cabellos por la enésima
maniobra para retardar ilegítimamente el juicio. Sin abogado de la defensa avanzó al
menos un día de testimonios de cargo: las historias de los horrores de los miles de
miembros de la etnia Ixil que efectivamente fueron eliminados entre 1982 y 1983.
Por la noche, luego de ver este pedazo de historia guatemalteca, me crucé por pura
coincidencia con un delfín del clan del presidente-dictador. Él me pone énfasis en sus
apellidos y yo, evitando un impasse que me parece embarazoso, le digo que
efectivamente mucho se lee sobre ellos en la prensa de estos días. Un comentario como
para escabullirme, o al menos ofrecerle una salida a mi interlocutor. Su respuesta me
quita toda esperanza: “Pues sí, Ríos Montt está en la prensa todos los días; pero al
menos soy miembro de una familia presidencial”.
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