EL TERCER SECTOR SOCIAL ANTE LAS NECESIDADES ESPECÍFICAS DE LAS FAMILIAS MONOMARENTALES: VULNERABILIDAD Y APOYO SOCIAL Adaia Alonso-Trallero [email protected] Universidad de Barcelona Resumen Los niños se han convertido, junto a sus familias, en los protagonistas involuntarios de una crisis que ha dibujado un mapa de hogares en la pobreza o al borde de ella. El desempleo, la precariedad laboral, el endeudamiento, la disminución de prestaciones públicas y el aumento de las restricciones a su acceso, son sólo algunos de los trazos que dan cuenta de la situación con que han de enfrentarse muchas familias españolas y que han erosionado su bienestar. Una difícil coyuntura que puede haber detonado sin saberlo la reactivación de una solidaridad que pareciera peligrar, hace pocos años, por el avance y la consolidación imparables de los valores individualistas. Actualmente los lazos familiares pueden haber recuperado centralidad en tanto en cuanto pueden haber supuesto el último –o más confiable- sostén de las circunstancias con que deben lidiar muchos hogares. Aunque suele ser el más conocido, no es necesariamente el nivel de ingresos el mayor riesgo que supone la pobreza, pues todas las esferas que conforman la vida de las personas se ven afectadas por tal situación. Es el contexto y los recursos de que dispone cada sistema familiar para afrontar las adversidades los que determinan, en buena medida, el alcance de los embistes sobre el bienestar del conjunto de miembros del hogar. Las familias monomarentales se ven particularmente afectadas por este fenómeno y por ello merecen una atención especial. Superada hoy la capacidad de respuesta de la Administración Pública ante las demandas sociales de protección, la contribución de la esfera familiar y del Tercer Sector como agentes implicados en el sistema mixto de bienestar español se ha convertido en indispensable. Concretamente, las organizaciones sociales sin ánimo de lucro han visto aumentar sus espacios de intervención, co-responsabilizándose activamente de las 1 problemáticas sociales (muchas tristemente sabidas; otras, menos conocidas) y convirtiéndose en fuente significativa de apoyo social. Este trabajo pretende, por un lado, arrojar luz sobre las disposiciones de la sociedad española ante la familia como institución social y agente de provisión de bienestar. Por otro lado, propone una reflexión alrededor de las intervenciones desarrolladas por el Tercer Sector Social con y para familias en riesgo. Ello se presenta considerando la perspectiva ecológico-sistémica (adoptada mayoritariamente por el sector) así como apoyándose en la propuesta de Manfred Max-Neef (1993) sobre las necesidades humanas, cuya exposición permite pensar la familia y las intervenciones sociales y educativas como satisfactores sinérgicos. Palabras clave Monomarentalidad, pobreza, apoyo social, intervenciones sociales y educativas, Tercer Sector Social 2 INTRODUCCIÓN La realidad de muchas familias en España se encuentra hoy sometida al peligro y a la amenaza constante que suponen la acumulación de desventajas de diversa índole y la suma de múltiples riesgos. Los discursos más optimistas respecto al fin de la crisis contrastan con el panorama que habrá dejado ésta tras su paso, el cual requerirá largo tiempo y grandes esfuerzos a fin de recuperarse. La infancia se ha convertido durante los últimos años en una de las caras más amargas de esta tesitura, un fenómeno que cuestiona algunos de los principios y valores sociales básicos aceptados en nuestra sociedad. Los niños se han convertido, junto a sus familias, en los protagonistas involuntarios de una situación que ha dibujado un mapa de hogares en la pobreza o al borde de ella. Aun cuando hemos estado asistiendo a la extensión generalizada de los riesgos y de la pobreza a nuestro alrededor, cabe apuntar que existen determinados grupos o perfiles que son especialmente vulnerables a experimentarla. Para el caso que ocupa a este trabajo, las unidades domésticas encabezadas por mujeres se convierten en la ejemplificación más tristemente evidente de esta situación: en España, más de la mitad de los hogares monomarentales1 se encuentran en riesgo de pobreza. Afortunadamente, el interés que tradicionalmente han despertado en las ciencias sociales las cuestiones relativas a la pobreza y a su afectación ha generado ricos debates y teorizaciones. Ello ha facilitado la emergencia de una visión más compleja del fenómeno, la cual permite analizarlo desde su multidimensionalidad. Así, se supera la visión estrictamente economicista de la pobreza y se entran a analizar las repercusiones que ella ocasiona en todas las dimensiones vitales (tales como la salud y la salud mental, las condiciones de la vivienda, el aprovechamiento educativo, la autoestima, las relaciones interpersonales, etc.). Una perspectiva más global que invita al conjunto de actores sociales y políticos a abordarla desde sus espacios singulares de acción e influencia. Precisamente, del conocimiento acumulado en este sentido se ha nutrido el Tercer Sector Social para diseñar y planificar sus intervenciones sociales y educativas. Las entidades sociales sin ánimo de lucro dedicadas a la atención a la infancia y a sus familias trabajan habitualmente con equipos multidisciplinares que persiguen una 1 Más del 80% de los hogares monoparentales están encabezados por una mujer. Esta es una tendencia generalizada, lo que justifica referirse a estas familias como monomarentales (Sastre, 2015). 3 incidencia positiva en su calidad de vida. Especialmente en el caso de los hogares monomarentales, las mujeres que los encabezan deben enfrentarse al riesgo añadido de afrontar las situaciones adversas con menor apoyo social. En este sentido, el Tercer Sector Social crea espacios y contextos proclives a la generación no sólo de redes sociales estables sino también a la construcción y/o consolidación de relaciones de confianza y de calidad que pueden convertirse en recursos de afrontamiento. FAMILIA E INDIVIDUALISMO: ¿RELACIÓN DE TENSORES PARA LA SOLIDARIDAD? Hoy parece indiscutible señalar el individualismo como una de las características definitorias de nuestras sociedades. La progresiva sedimentación de tendencias como la búsqueda del beneficio propio, de la autorrealización y/o de la autonomía personal, entre otras, han precipitado la interrogación respecto del lugar que ocupan las relaciones de solidaridad en el contexto sociocultural presente. Algunos sectores parecían anunciar el principio de la disolución de la idea de colectividad y temían que modernos principios, como el de competencia, socavaran las más elementales formas de adhesión. Ello comportaría la generación de una sociedad compuesta por la suma de individualidades aisladas que, entre otros perjuicios, obstaculizaría la construcción de vínculos sólidos, instrumentalizando los contactos y las relaciones, al tiempo que limitaría gravemente el sentimiento de pertenencia. La familia no podía quedar al margen de los análisis que pretendían dar cuenta de las nuevas fórmulas de relación originadas por la transformación de los valores sociales y de los cambios que éstos propiciaban también en el imaginario colectivo. Existe amplio consenso en atribuir al microsistema familiar la capacidad de adaptarse a los nuevos tiempos en tanto que éste se contempla como una institución dinámica. Entendida de esta forma, la familia no permanece imperturbable ante los cambios sino que se modifica en función de la orientación que toman los sistemas con los que interactúa directamente y se moldea también en la forma que va tomando el macrosistema en que está inserta. Si bien la familia había supuesto el espacio relacional donde antaño el individuo satisfacía prácticamente todas sus necesidades, con el advenimiento de la industrialización y de los procesos de especialización que la siguieron, las funciones de esta institución social parecían diluirse: de algún modo, gran parte de las responsabilidades que habían sido adjudicadas (más implícitamente que explícita) al 4 núcleo familiar ahora se externalizaban, construyéndose nuevos y profesionalizados espacios que las asumían. Hay que añadir que la postmodernidad promovió un cambio de valores y una alteración de los estilos de vida que alentaban una nueva configuración de las responsabilidades atribuidas a la familia. Con el proceso de individualización el control social sobre la familia se relajó (Meil, 2011) ganando, los proyectos vitales individuales –incluidas, por supuesto, las aspiraciones familiares-, mayor grado de libertad de planificación y de elección. Ello facilitó que las relaciones familiares ya no representaran, necesariamente, puntos de referencia incuestionables para los ciudadanos, espacios cargados de significado para la construcción de identidad personal y clave en la generación de sentimientos de pertenencia. En su lugar, habría emergido la familia negociadora (Meil, 2011), la fortaleza de los vínculos de la cual se explican en mayor medida por la proximidad afectiva entre sus miembros que por relaciones basadas estrictamente en el parentesco. Como observó Beck (2000: 36), “el matrimonio y la familia se convierten en unos juegos malabares en los que hay que conciliar biografías divergentes, para cuya permanencia en común no existen ya recetas patentadas”. En sintonía con este renovado modo de situarse ante la familia destaca la dimensión electiva de las uniones y los contactos que en ella tienen lugar, “la cual cosa llevaría a los miembros de la red familiar a la necesidad de invertir tiempo, energía y habilidades sociales para mantener activa la sociabilidad familiar, si este es su deseo” (Meil, 2011: 86). Sin duda aquellas y otras hipótesis atienden en buena medida a la realidad que acompañó y que acompaña todavía a la sociedad española. Sin embargo, aun cuando para la familia tales cambios comportaron una disminución de la presión bajo la cual era sometida, ella continúa siendo, en tanto que grupo social primario, el principal apoyo emocional y psicológico para sus miembros. Así se desprende de los datos obtenidos por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a través del Estudio 3032 (2014) sobre Opiniones y actitudes sobre la familia (II), donde el 30,3% de los encuestados señaló que el papel más importante de la familia se corresponde con el de “Proporcionar amor y afecto a todos sus miembros” y el 29,3% el de “Criar y educar a los/as niños/as”, correspondiéndose éstos significados con las funciones atribuidas habitualmente a dicha institución de soporte emocional y de espacio de socialización primaria. Durante la crisis, pues, la familia ha continuado apareciéndose ante los ojos de los españoles como un espacio social estable y merecedor de confianza. De hecho, ésta es una institución que ha mantenido su alto nivel de importancia para la sociedad española 5 a lo largo de los años: entre 2006 y 2015, según datos del CIS, alrededor del 90% de los españoles valoraban mediante las puntuaciones máximas (9 o 10) la importancia de la familia como aspecto de su vida personal. Meil (2011) apuntaba en su estudio una tendencia emergente a considerar las esferas mercantil y la pública como aquellas que debían liderar la generación de los recursos a disposición de la ciudadanía para atender las necesidades sociales imperativas, en detrimento de la búsqueda prioritaria de ayuda en el ámbito familiar, que iba considerándose más bien como un último medio ante situaciones de emergencia. Con la eclosión de la crisis, sin embargo, esa tendencia se detuvo, pues la confianza en el sector privado y en el sector público mermó vastamente (Meil, 2011). Paralelamente, la familia ha recuperado un lugar privilegiado en la consideración de su capacidad como última red de apoyo para aquellos que más están sufriendo los embistes de la crisis. Siguiendo a Iglesias de Ussel (1998: 113) “más aún que en el pasado, [la familia] es un escenario muy vivo de solidaridades e instrumento extraordinariamente importante para la cohesión social”. Meil (2011), de hecho, concluye en vista a los resultados de su investigación que “los cambios socioeconómicos y culturales registrados en el pasado reciente, lejos de erosionar la solidaridad familiar, han comportado un cambio en las formas y contenidos, pero no hemos de interpretarlo como un debilitamiento de los lazos familiares ni de la solidaridad familiar” (Meil, 2011: 195). El potencial de ayuda que reside normalmente en las relaciones familiares no se habría degradado, sino que más bien habría sido alterado, con la aparición de nuevas formas de convivencia y de realización personal existentes hoy. Los resultados del barómetro del CIS de febrero de 2016 señalan que el 82,5% de los españoles están totalmente (o prácticamente seguros) de que su familia les ayudaría en caso de necesidad (puntúan entre el 8 y el 10 su confianza en este aspecto). Así pues, la familia y el entramado de solidaridades que se tejen en ella continúan representando, entonces, una esfera central para el bienestar global de muchos en tanto que representa una fuente inestimable de apoyo ante las dificultades. INFANCIA Y FAMILIAS POBRES La especial vulnerabilidad de los núcleos monomarentales Hoy se cumplen más de siete años del estallido de una crisis intensa que empezó siendo financiera para convertirse rápidamente en económica y transformarse, algo más tarde, también en política y social. Han sido pocos –por no decir ninguno- los ciudadanos que han visto pasar de largo los estragos que tal contexto ocasionaba. Sin embargo, tal como 6 la historia nos permitía intuir, en situaciones semejantes las consecuencias que se derivan no afectan del mismo modo al conjunto de la ciudadanía. Así pues, a lo largo de estos últimos años de dura crisis, hemos visto incrementarse las desigualdades sociales, erosionarse el bienestar colectivo y empobrecerse a amplios sectores de la población. Los riesgos que acompañan a esta situación socioeconómica no sólo han puesto a prueba los recursos personales de cada quien para hacerles frente sino que también ha permitido valorar la eficacia de las herramientas y las estrategias de protección de nuestro modelo de bienestar, retando su capacidad de respuesta efectiva ante el aumento de los problemas sociales. Hoy se puede hablar de socialización de la pobreza (Belzunegui, 2012) cuando lo más deseable parecería ser encontrarnos ante la socialización del bienestar. Dos realidades contrapuestas, tras las cuales pasan desapercibidas, a los ojos de los grandes decisores políticos y económicos, un sinfín de situaciones personales. Uno de los productos más amargos de esta crisis ha sido el aumento de las tasas de pobreza infantil en todo el país. Los indicadores que dan cuenta de ello reflejan cómo las tasas de pobreza se concentran en mayor medida en los hogares con hijos dependientes. Hoy son los menores de 16 años los que se encuentran en una situación más vulnerable, por encima de colectivos que habían sido tradicionalmente los más afectados por este fenómeno. De este modo, según los datos facilitados por Eurostat, el riesgo de pobreza en España -cuando el umbral se sitúa en el 60% de la mediana de ingresos del país-, afectaba a un 30,1% de los menores de 16 años en 2014, muy por encima del 11,4% que representaban los mayores de 65 años en la misma situación. Esta tendencia evidencia el insuficiente interés que ha tenido para la Administración esta realidad, la cual ha delegado sistemáticamente en las familias la responsabilidad de proveer protección y bienestar a sus hijos. Ésta es, precisamente, una singularidad propia de nuestro modelo de bienestar. Autores como Flaquer, Almeda y Navarro (2006: 45) apuntan que “los países familiaristas, donde se da por supuesto que la contribución de los hogares a la producción de bienestar resulta esencial, no tan sólo se caracterizan porque en ellos la acción de los poderes públicos en la disminución de la pobreza es escasa, sino porque su intervención consigue reducir más la de los adultos que la de los niños”. Ello ha comportado que, a causa del aumento del desempleo y de la generalización de la precarización laboral, muchas familias hayan tenido que afrontar con escaso apoyo público una acumulación de desventajas hasta entonces impensables. 7 De forma semejante a como ocurre con las desigualdades sociales y económicas, la pobreza infantil también está afectando de manera distinta a los menores según sea la organización y la estructura del hogar del que forman parte. En este sentido, las familias monomarentales se han convertido en la forma familiar paradigmática de la vulnerabilidad. Ayllón (2015) advierte en su estudio que “aproximadamente el 12% de los niños españoles viven en un hogar monomarental. Con todo, los niños que viven con uno de los progenitores representan el 15,4% de la población pobre y el 21,2% de la población infantil con problemas de privación. Así, pues, los niños en hogares monoparentales representan, entre la población con problemas de privación, el doble del porcentaje correspondiente al conjunto de la población” (Ayllón, 2015: 105) dando cuenta de una sobrerrepresentación de niños pertenecientes a familias monomarentales entre las tasas de pobreza infantil. La crisis ha generalizado los riesgos ante la pobreza, impactando especialmente en hogares que partían de situaciones caracterizadas por mayores grados de inestabilidad y condiciones de seguridad más débiles. Las madres que deben asumir en solitario el doble rol (de sustentadoras y, también, de cuidadoras) en un núcleo familiar, debido a la inexistencia de la figura de otro adulto que colabore en dichas responsabilidades para con los menores a cargo, deben lidiar con una dificultad añadida a la, ya de por sí, compleja tarea que representa la paternidad y/o maternidad incluso cuando esta es compartida. La situación económica de las familias monomarentales destaca especialmente entre las estadísticas que reflejan el riesgo de pobreza en función de la estructura del hogar. Ello deriva en situaciones precarias que se formalizan no sólo en la cantidad de ingresos disponibles en el hogar sino también en las condiciones que presenta la propia vivienda, la privación ante determinados bienes y servicios, la limitación de experiencias de ocio individual y compartido, la percepción de sobrecarga de responsabilidades, los mayores índices de estrés asociados a ese exceso y la mayor proporción de emociones negativas vinculadas a sensaciones de inseguridad e incompetencia. Las mujeres que encabezan en solitario un hogar donde convive algún menor de edad se encuentran particularmente presionadas por las circunstancias ambientales y personales a encontrar y mantener un empleo que les permita aumentar los ingresos disponibles en el hogar. Quedarse en casa y/o ser muy selectivas con las ofertas de empleo no se presentan, en la mayoría de casos, como opciones reales para estas mujeres, de modo que “la necesidad de un empleo con el que sostener económicamente a su familia les 8 lleva a aceptar la precariedad laboral como una cuestión inherente al mismo” (Hernández, 2012: 11). No obstante, no es sólo la capacidad adquisitiva la que pone en evidencia la particular vulnerabilidad que afecta a estos hogares, sino que otras dimensiones vitales, igualmente relevantes, dan cuenta de una fragilidad global singular en el seno de estos microsistemas familiares. Es el caso, por ejemplo, de la mayor necesidad de apoyo a la conciliación laboral y familiar que manifiestan estas estructuras familiares. Las horas de trabajo significan tiempo no disponible para los niños, de modo que a mayor número de horas sume la jornada laboral, mayor necesidad de compartir el cuidado de los menores, delegando su atención y acompañamiento en otra figura adulta distinta de la de la madre. La solidaridad que pueda activarse desde las redes informales de apoyo con que cuente la mujer se torna crucial, entonces, para satisfacer esta necesidad imperativa de conciliación pues, de otro modo, la opción poco atractiva es renunciar a algunos de los beneficios derivados del empleo remunerado. En España, una de las formas más notables que toma la solidaridad familiar es la convivencia (Meil, 2011). La economía de escala es concebida a menudo como un recurso válido de superación de circunstancias de precariedad y de mantenimiento de un nivel de vida aceptable. Para las familias monomarentales la creación y la inserción de su núcleo en el seno de hogares complejos es una estrategia privada relativamente común para afrontar la pobreza infantil (Flaquer, Almeda y Navarro, 2006). Este tipo de hogares no sólo permiten compartir gastos sino que también facilitan el contacto y la relación con otros adultos los cuales, pueden ofrecer su apoyo –regularmente o de forma esporádica- en lo que concierne al cuidado de los menores. El apoyo social como factor de protección La importancia de pertenecer a una red social de relaciones diversas y significativas reside, por un lado, en la influencia que este hecho ejerce sobre la percepción subjetiva del bienestar y, por el otro, en brindar el acceso a un mayor número de recursos que pueden ser útiles a la hora de dar respuesta a las dificultades que se van presentando. De este modo, la red social amplia de cada individuo –formada tanto por relaciones de parentesco como de amistad o, incluso, vecindad- “es relevante porque es un recurso para la organización del tiempo de ocio, por ser una fuente de ayuda en caso de necesidad y por proporcionar sentimientos de pertinencia, es decir, porque constituye una de las principales vías de integración social de los individuos” (Meil, 2011: 163). 9 Sentirse partícipe de una red social donde predominan relaciones de apoyo estable y confiable permite a los ciudadanos incrementar su sensación de seguridad ante el porvenir. Es más, Landero y González (2011) se hacen eco de que “los estudios también han arrojado indicios en torno a que las personas con pareja estable, amigos y familia que les proporcionan recursos materiales y psicológicos, tienen mejor salud que aquellos con un contacto social pobre o en crisis (Cohen & Ashby, 1985)” (citados en Landero y González, 2011: 30). A su vez, facilita la experimentación de sentimientos más positivos y de mayor satisfacción con la propia situación vital, pues las relaciones de calidad pueden proveer diversos tipos de ayuda (financiera y de servicios personales). El apoyo social, entendido así, se convierte en un recurso de afrontamiento (Gracia, Herrero y Musitu, 1995) ante la adversidad. La accesibilidad a relaciones que resultan especialmente valiosas para las personas que afrontan situaciones desfavorables se convierten, así, en un preciado recurso para el mantenimiento del ánimo y de la motivación por superarlas. Uno de los factores de riesgo que pueden presentar las unidades domésticas encabezadas por mujeres en situación de pobreza es, precisamente, su integración en redes sociales caracterizadas por su baja densidad y por la débil significación de las interacciones que fomentan. La gran cantidad de responsabilidades que deben asumir las madres de núcleos monomarentales conlleva usualmente un ritmo de vida cargado de quehaceres, el cual resta tiempo al establecimiento de relaciones de amistad, limitando en cierta medida sus oportunidades de construcción y consolidación de contactos variados y persistentes relacionados con el ocio o la ayuda mutua. Por ello, las habilidades sociales son especialmente necesarias, pues “la capacidad para establecer y sostener relaciones interpersonales es, sin duda, un factor relevante en el acceso y uso efectivo de los recursos de apoyo social” (Gracia, Herrero y Musitu, 1995: 137). Las relaciones familiares, como se ha mencionado, resultan una fuente de apoyo y ayuda excepcional para solventar y/o minimizar los efectos de las dificultades que van presentándose a sus miembros. Hernández (2012), de hecho, constata que “las familias en general, y más en concreto las monomarentales, encuentran en la solidaridad informal su principal, y en muchos casos único, agente de protección social” (Hernández, 2012: 9). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los flujos migratorios confirieron a España un carácter receptor de inmigración durante la década de los noventa y que entre los diferentes perfiles de recién llegados destacaba la presencia de mujeres procedentes de Sudamérica y Centroamérica. Ellas, en muchos casos, iniciaban 10 su proyecto migratorio y accedían a ocupaciones tradicionalmente feminizadas –y habitualmente de baja cualificación, caracterizadas por bajos ingresos- como, por ejemplo, el cuidado de ancianos. Consecuentemente, en el caso de estas mujeres la diferencia en el grado de la accesibilidad a ayuda procedente de sus familiares las sitúa en una posición más frágil todavía de lo que es para las mujeres que sí cuentan con ese capital social. Además, cabe añadir en este mapa complejo de realidades diversas, que la dimensión de las familias ha venido presentando una tendencia a su reducción, eso es, a estar formadas por un número menor de descendientes. Este fenómeno implica una menor probabilidad de recibir ayuda por parte de familiares directos en tanto que su número es más reducido que antaño, aunque los lazos que unan a sus miembros puedan ser igualmente robustos. REPENSANDO AL TERCER SECTOR SOCIAL SEGÚN LA PROPUESTA DE MAX-NEEF: POTENCIALIDADES DE UN SATISFACTOR SINÉRGICO La sistematización de Max-Neef (1994) resulta inspiradora para todo aquél que pretenda situarse ante la realidad social huyendo de reduccionismos, atendiendo a las necesidades humanas desde una perspectiva holística y comprehensiva, sin descuidar ningún elemento en el análisis. Existe una ya larga tradición académica de teorización alrededor de las necesidades humanas. Han sido frecuentes los esfuerzos por alcanzar una clasificación de amplio consenso sobre los elementos indiscutibles que conforman el bienestar, eso es, aquellas dimensiones que deben ser deseablemente cubiertas para el conjunto de la ciudadanía. La complejidad que caracteriza al mundo y a las sociedades post-modernas obliga a repensar las necesidades humanas. Especialmente interesante resulta la clarificación del autor al diferenciar entre necesidades (entendidas como objetivo o estado último a responder) y satisfactores (como elementos que se erigen a modo de mecanismos o recursos que permiten la realización de dichas necesidades). En su obra se propone, además, una matriz donde se ilustra la relación entre posibles satisfactores y las necesidades que cada uno de ellos permite realizar, desagregadas según dos criterios, a saber: 1) por categorías axiológicas: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad y libertad; y 2) según categorías existenciales: ser, tener, hacer y estar. La estructura familiar puede ser observada, desde el punto de vista de Max-Neef, como uno de esos satisfactores, pues puede contribuir a la 11 realización de la necesidad de protección, de afecto, de entendimiento, de participación y de identidad. El autor deja abierta la puerta a la revisión y a la adaptación de su clasificación, la cual de ningún modo se propone en su trabajo como nuevo dogma sino más bien como una proposición dinámica, “aplicable para fines de diagnóstico, planificación y evaluación” (Max-Neef, 1994: 66). Su exposición sugiere que “la persona es un ser de necesidades múltiples e interdependientes. Por ello las necesidades humanas deben entenderse como un sistema en que las mismas se interrelacionan e interactúan” (Max-Neef, 1994: 41). Se trata de un modo de aproximación a las necesidades humanas que enriquece el abanico de nociones disponibles para la reflexión, aportando un punto de vista menos encorsetado a la valoración de bienes y entes como posibles recursos de realización de aquéllas. Las familias en situación de pobreza ven deteriorada su calidad de vida en sentido amplio y ello conlleva graves perjuicios para el conjunto de sus miembros. Su potencial de provisión de bienestar se ve limitado por circunstancias adversas que provocan, en sus formas más agudas y persistentes, la imposibilidad de asumir cualitativamente y/o cuantitativamente sus funciones. Este aserto se corresponde con el punto de partida que anima la elaboración de la presente comunicación, pues se contempla a las entidades del Tercer Sector Social y a sus intervenciones sociales y educativas como satisfactores sinérgicos, tanto por la importancia que han adquirido actualmente como también por su labor en la promoción y la defensa de colectivos en situación de riesgo. De acuerdo con Ruiz Olabuenaga (2006: 213) “las entidades sin ánimo de lucro […] no se limitan a ejercer un papel simplemente compensatorio, supletorio o competitivo del Estado de Bienestar sino un papel societario por derecho propio”. Como esfera implicada en el juego compartido de generación y provisión de bienestar, parece razonable defender que la acción del Tercer Sector merece una atención especial. Más aún cuando atañe pensar en la delicada situación de muchas familias, pues las organizaciones especializadas concretamente en ofrecerles apoyo, están trabajando concienzudamente para que puedan superar los obstáculos que dificultan su normal desenvolvimiento y así, puedan recuperar el control real de sus vidas. La vinculación con la entidad y con el plan de trabajo personalizado que haya sido elaborado para cada quién se convierte, entonces, en un elemento destacado. Sin el compromiso estable de la persona beneficiaria de la intervención, las opciones reales de éxito se difuminan. La intervención no es tanto entendida ya, pues, como modo de 12 corrección sino como construcción acompañada de lo que será un nuevo ser, tener, hacer y estar. Utilizando algunos de los conceptos propuestos por Max-Neef, la cuestión reside en trabajar desde el supuesto sistémico, entendiendo que el objetivo debe ser la generación de satisfactores endógenos (construidos por la misma comunidad) y sinérgicos (contribuyen a la satisfacción de distintas necesidades simultáneamente). Se trata, al fin y al cabo, de incrementar y afianzar recursos disponibles en cada comunidad para que aquellos que se ven superados por la acumulación de desventajas puedan desenvolverse en sociedad de manera autónoma, sin necesidad de orientación permanente, con la seguridad de contar con las herramientas necesarias que les habilitan para ello. LAS ORGANIZACIONES DEL TERCER SECTOR SOCIAL DE ATENCIÓN A LA INFANCIA Y LAS FAMILIAS La perspectiva ecológico-sistémica El bienestar infantil y las oportunidades vitales al alcance de los menores son inseparables de las condiciones existentes en sus hogares y de las potencialidades que ofrece el contexto en que se desarrolla su día a día. Aquello que los progenitores pueden trasmitir a sus hijos adopta distintas formas y afecta a diferentes dimensiones vitales. Tal como sintetiza D’Addio2 (2007: 15) “además de la dotación genética, los padres proporcionan a sus hijos otros recursos (o diferentes formas de "capital"). Los padres pueden invertir en sus hijos mediante la financiación de su educación o proporcionándoles una buena salud y nutrición. Los padres también pueden transmitir riqueza (financiera y material) a través de legados y donaciones. Por último, pueden transmitir gustos, valores y creencias a través del efecto combinado de múltiples recursos sociales”. Sin embargo, gran parte del potencial que los progenitores pueden trasladar a sus hijos se ve afectado por múltiples circunstancias que son desfavorables a su transmisión y aprovechamiento, y que limitan el acceso a oportunidades vitales de distinta naturaleza. Especialmente importante es el entorno en que se desarrollan los menores, de acuerdo con Rodrigo y Palacios (1998: 65) en que “el entorno es el conjunto de objetos y experiencias estructuradas de una determinada manera pero es también –y sobre todo- el conjunto de actividades y de relaciones que en él se promueven, se alientan y apoyan”. Así, el ambiente y el contexto educativo en que se 2 Traducción propia del inglés. 13 desenvuelven los menores –con sus relaciones, interacciones y dinámicas propias-, así como los contactos y oportunidades de crecimiento y desarrollo a disposición de los mismos son lo que, en buena medida, constriñe o impulsa las expectativas y opciones de los niños. Por ello, “la convergencia del enfoque sistémico y del enfoque ecológico en el llamado enfoque ecológico-sistémico ha proporcionado uno de los pilares más robustos sobre los que se asienta la perspectiva evolutivo-educativa de la familia. En efecto, el análisis de la familia como contexto de desarrollo de los adultos y los niños que viven en ella requiere de ambos puntos de vista” (Rodrigo y Palacios, 1998: 47). En los últimos años, la perspectiva ecológico-sistémica se ha establecido como paradigma de referencia de la intervención social y educativa, guiando en gran medida las acciones dirigidas a promover el bienestar de la infancia. Se defiende que este punto de vista permite pensar la intervención contemplando la complejidad inherente a cualquier interrelación, las complementariedades e influencias que tienen lugar entre todos los elementos que forman parte de cualquier sistema en continua interacción. Las entidades sociales sin ánimo de lucro preocupadas por atender a niños y niñas en situación de pobreza y en minimizar sus efectos han ido progresivamente adoptado esta perspectiva, ampliado el objeto de su intervención de la infancia hacia el conjunto de miembros que conforman el núcleo familiar del que forma parte el niño o la niña en situación de riesgo. Hoy es ampliamente asumido que “a través de intervenciones como el apoyo a los padres y madres, el fortalecimiento de las redes familiares y el apoyo mutuo, es posible fortalecer la autoestima y las habilidades de los padres que mejoran su empleabilidad a largo plazo y, también, los efectos positivos en el bienestar y desarrollo de los hijos e hijas” (Santibáñez y Martínez-Pampliega, 2013: 29). De este modo la intervención ha acentuado su carácter de integralidad, no sólo focalizando en un mayor número de dimensiones vitales sino también buscando la complicidad y la implicación de los progenitores en el proceso de acompañamiento y empoderamiento. El Tercer Sector Social, entonces, desde el trabajo en red y la búsqueda de complicidades y sinergias, tiene la pretensión de llevar a cabo una influencia transformadora a cualquier nivel (macro-, exo-, meso-, micro- sistema). De este modo, una de las finalidades de estas organizaciones va en la línea de, dentro de sus posibilidades de acción e influencia, trabajar para favorecer la generación y sustentación de un entorno amable con las necesidades y características de los ciudadanos que lo habitan. 14 El Tercer Sector Social como agente de apoyo social Entendido el Tercer Sector de Acción Social como “agente colaborador del Estado de Bienestar” (Marbán, 2013: 68) en el marco de un sistema mixto de protección social, su presencia resulta especialmente relevante, pues la situación social acaecida en el transcurso de la crisis ha puesto de manifiesto las limitaciones de unas estructuras institucionales de protección poco consolidadas en España, especialmente por lo que respecta a los hogares con menores a cargo. De hecho, “el escaso nivel de prestaciones y servicios destinados a las familias perjudica más a las familias vulnerables –como es el caso de las monoparentales- que a otras unidades familiares y constituye uno de los factores que se encuentran asociados a los elevados niveles de pobreza infantil” (Flaquer, Almeda y Navarro, 2006: 134). El trabajo en red y la voluntad de tejer sinergias entre distintos agentes e instituciones son estrategias vastamente utilizadas por las entidades del Tercer Sector Social, tanto por necesidad (conocedoras de que su práctica no puede sobrevivir sin colaboración o apoyo externo) como por convicción (fruto de la influencia que ha ejercido la perspectiva ecológico-sistémica en su praxis). La práctica profesional que desarrollan las entidades de atención a la infancia persigue una repercusión que trasciende los límites propios de los espacios de intervención. En el caso de la pobreza infantil es justo atribuir a su tarea en materia de sensibilización, visibilización y denuncia parte del interés creciente de nuestra sociedad respecto a este asunto. La experiencia de la pobreza en la infancia parece estar dejando de ser una realidad invisible para formar parte, lentamente, del debate público. Merece la pena tener presente que, aunque tarde, se vislumbra lo que parecería ser una creciente disposición por parte de diversos dirigentes y partidos políticos a hacer aparecer esta cuestión también en el debate político. Las entidades sociales sin ánimo de lucro especializadas en la atención a la infancia y las familias se han convertido en garantes de apoyo social y en facilitadoras de la emergencia de capital social, trabajando para mejorar los niveles de inclusión de las personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad, aunque entendiendo que “los bienes que proporcionan las relaciones familiares, por su carácter relacional específico, no pueden ser sustituidos, sin más, por bienes proporcionados por sistemas no familiares ni pueden sustituir, sin más, a bienes proporcionados por otros sistemas” (Fantova, 2004: 124). El objetivo del Tercer Sector Social no va, entonces, dirigido a la suplantación de los beneficios atribuidos a las interacciones significativas propias de las 15 relaciones íntimas, familiares y sociales, sino que sus intervenciones sociales y educativas buscan convertirse en facilitadores de éstas, en orientadores para su construcción y su fortalecimiento. Su trabajo de proximidad al territorio y el carácter personalizado de sus intervenciones lleva a estas organizaciones a consolidar espacios de referencia para la comunidad en que se insertan. Su acción sobre el entorno pasa por la dinamización del mismo, así como por incentivar puntos de encuentro para que sean los propios vecinos quienes puedan liderar pequeños cambios en su entorno más cercano. Siguiendo a Gracia, Herrero y Musitu (1995) y trasladando su exposición al ámbito de las intervenciones sociales y educativas propias del Tercer Sector Social, es razonable considerar que las funciones del apoyo social que pretenden cubrir estas entidades especializadas responderían tanto al apoyo emocional, como al apoyo informacional y estratégico y, también, al apoyo material, tangible o instrumental. Ello se traduce en la construcción de espacios donde las personas atendidas pueden encontrar apoyo en el plano afectivo (compartiendo sus preocupaciones, expectativas y logros); donde conseguir información y orientación apropiada (para resolver o mejorar algunas circunstancias o aproximarse a la situación deseada); y, finalmente y de forma simultánea, donde recibir ayuda (en forma de servicios y/o bienes considerados beneficiosos para la mejora de su situación personal). Este último tipo de apoyo, el material, tangible o instrumental permite reducir la sobrecarga (Gracia, Herrero y Musitu, 1995; Hernández, 2012) y recuperar parte de la energía dedicada al sobreesfuerzo que requiere la organización y la compaginación entre tareas domésticas, obligaciones laborales y atención a los hijos/as. Las estrategias desarrolladas por las Tercer Sector Social para convertirse en agentes reconocidos en la comunidad pasan por su integración en ella y por el trabajo del vínculo. Su acción comprende un carácter indiscutiblemente relacional, forjado a través de la interacción entre los profesionales y las personas con y para quien trabajan. Fantova (2007: 193) elabora una propuesta conceptual que entiende que “para que podamos hablar de intervención social, tiene que haber una contribución identificable y significativa en lo que tiene que ver con la interacción, con el ajuste entre autonomía personal e integración comunitaria”. Así, se piensa a menudo en la acción desempeñada por el Tercer Sector Social como motor generador de capital social y facilitador de relaciones duraderas que pueden llegar a ser especialmente significativas, convirtiéndose en recurso de afrontamiento y fuente de ayuda fuera de los espacios de intervención profesional. 16 Los programas desarrollados por las entidades sociales sin ánimo de lucro ofrecen respuestas a necesidades de diversa índole y de forma, muchas veces, simultánea. Son espacios -muy a menudo grupales- proclives a entablar procesos permanentes de aprendizaje, donde cada participante adquiere más o menos elementos que podrá usar en su vida cotidiana del modo en que considere más oportuno. Para las madres que lideran hogares monomarentales, los espacios de encuentro y los contactos que posibilitan las entidades del Tercer Sector Social pueden constituir una fuente de apoyo que les permita responder a la necesidad de ayuda y orientación en relación a las labores de crianza; al interés y la necesidad de autorrealización; y a la necesidad de comprensión y acompañamiento, mejorando así sus niveles de autoestima y de autoconfianza. Estas iniciativas pueden consolidar espacios percibidos como seguros, donde las madres pueden sentirse cómodas e invitadas a compartir sus sentimientos, aflicciones, esperanzas y experiencias personales. Los profesionales de la acción social esperan conectar con las familias de tal forma que se conviertan en referentes de apoyo y orientación estables, confiables y disponibles. CONCLUSIONES En España, el contexto cultural, social y económico que acompañó la configuración del Estado de Bienestar favoreció el mantenimiento de un rol protagónico para las familias en el cuidado y la atención a las necesidades de sus miembros. La delegación implícita de estas responsabilidades hacia las mujeres, propia de un modelo de Estado de Bienestar familista como el español, pudo desenvolverse mientras las esposas, madres y abuelas permanecían en casa y dedicaban su tiempo a tareas del hogar. Sin embargo, con su emancipación y su entrada al mundo laboral, se evidenciaron las carencias de un modelo que no ha sabido adaptarse suficientemente a tiempo a la reivindicación del género femenino por ocupar un nuevo papel en la sociedad española del siglo XXI. Hay que añadir, además, que el escaso apoyo institucional prestado a las familias con miembros dependientes ha acentuado los riesgos sociales a los que se ven expuestas, los cuales, a su vez, se han incrementado con el estallido de la crisis. La solidaridad informal, activada desde las relaciones de confianza, es especialmente valiosa para afrontar las adversidades y superar sus efectos. Los vínculos familiares, en este sentido, continúan representando un sustento de primer orden para el bienestar subjetivo y la calidad de vida, soportando la transformación de valores y dinámicas de cambio social y cultural a través de su adaptación a lo largo del tiempo. Ello se refleja 17 en la buena consideración que tiene de ella la mayor parte de la ciudadanía española. La familia continua siendo, pues, una institución social central de apoyo psicológico, social, económico, instrumental y emocional, capaz de ofrecer respuestas a múltiples necesidades. Consecuentemente, Max-Neef (1994) la considera un satisfactor sinérgico. El caso de las familias monomarentales merece un particular interés considerada su situación de especial vulnerabilidad ante las amenazas que el contexto actual genera a su bienestar. El ritmo de vida de las madres en el seno de las unidades domésticas encabezadas por mujeres requiere un juego de equilibrios complejos y agotadores por parte de sus protagonistas. En este sentido, lo que se ha expuesto es que dichas dificultades (para conciliar su vida laboral, las atenciones al cuidado de sus hijos y el mantenimiento que requieren las tareas del hogar) pueden relajarse cuanto mayor sea su red de ayuda mutua. Lo contrario, como se ha justificado, deviene un factor de riesgo adicional, pues cuanto menor es el apoyo social disponible mayor es el nivel de estrés y de sobrecarga y, a su vez, menor es el grado de bienestar percibido y de satisfacción con la vida. Se ha puesto de manifiesto, a lo largo de este trabajo, la importancia creciente que ha ido adquiriendo el Tercer Sector Social como agente de provisión de bienestar. Aquellas entidades preocupadas por atender a los niños y niñas en riesgo de pobreza han asumido mayoritariamente la perspectiva ecológico-sistémica como base de su intervención. Ello ha conducido a la generalización de un modelo de acción social y educativa de carácter integral, que toma como referencia no sólo al menor sino también al resto de miembros que definen cada núcleo familiar y a los agentes sociales del entorno. Las organizaciones que forman parte del Tercer Sector Social buscan poner en marcha procesos que mejoren la autonomía familiar. Con su labor ofrecen apoyo, estrategias y recursos que quieren convertirse en herramientas con las que las familias obtengan un abanico más amplio de mecanismos de afrontamiento. Estas entidades facilitan espacios donde los beneficiarios de su atención son llamados a su implicación, tanto en el proceso de diagnóstico de necesidades como también en la búsqueda de instrumentos para su satisfacción. Estos lugares de intervención se convierten con el tiempo en contextos cargados de significado para sus participantes, pues su construcción y pervivencia se acompaña de valores y actitudes singulares. El apoyo que proveen estas entidades toma diversas formas y va dirigido a colaborar en el cumplimiento de distintas funciones. No solo se convierten en fuente de ayuda sino que también promueven la generación de nuevos contactos y relaciones de amistad y/o de complicidad que, a su 18 turno, pueden derivar en nuevos y reforzados apoyos sociales para las madres que encabezan núcleos monomarentales. En tanto que las organizaciones sociales sin ánimo de lucro especializadas en la atención a la infancia y a las familias en riesgo desempeñan una labor de carácter fundamentalmente integral, a lo largo de este trabajo se las presentado –a ellas y a los espacios y condiciones que generan- como satisfactores sinérgicos. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS AYLLÓN, S. (2015). Infància, pobresa i crisi econòmica. Barcelona: Obra Social Fundació “La Caixa”. BECK, U. (2000). La desaparición de la solidaridad. En Beck, U., La democracia y sus enemigos, (pp.33-42). Barcelona: Paidós. BELZUNEGUI, A. (coord.). (2012). Socialización de la pobreza en España. Género, edad y trabajo en los riesgos frente a la pobreza. Barcelona: Icaria. D’ADDIO, A.C. (2007). Intergenerational Transmission of Disadvantage: Mobility or Immobility across Generations? A Review of the Evidence for OECD Countries. OECD Social, Employment and Migration Working Papers, no. 52. FANTOVA, F. (2007). Repensando la intervención social. 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