Los adolescentes y la construcción de la identidad masculina (I). Búsqueda de referentes. Enrique Jimeno Fernández Estudio la evolución de las identidades masculinas. Barcelona : España Pese a que las iniciativas destinadas a superar los estereotipos de género en la escuela son cada vez más importantes, lo cierto es que los muchachos adolescentes cuentan hoy por hoy con pocas referencias estimulantes para construir su identidad masculina satisfactoriamente. Las chicas, al menos, pueden apoyarse en los ejemplos de miles de mujeres que exhiben con orgullo sus nuevas posiciones de poder e influencia, sin renunciar por ello a muchos de los atributos femeninos tradicionales (belleza, capacidad de seducción, emotividad, etc.), mostrados ahora como signo de la afirmación complacida de su identidad y no como concesión al orden simbólico masculino. Los chicos, sin embargo, se topan día tras día con las cenizas de un machismo desprestigiado y con una condición masculina zozobrante, que no consigue ofrecer modelos creíbles y socialmente viables. Frente a ese páramo, el discurso feminista –hoy por hoy el único considerado legítimo- sigue insistiendo en las inercias perversas de la masculinidad hegemónica, envolviendo en un halo de desconfianza y sospecha todo cuanto tiene que ver con los hombres y que aumentando quizás sin pretenderlo la sensación de desaliento. Las formas de violencia masculina se deconstruyen con certera eficacia, se aplican leyes severísimas y los excesos se denuncian desde observatorios específicos. En ese contexto, parece difícil concebir y publicitar nuevos referentes masculinos que puedan calar eficazmente en el imaginario adolescente. En lugar de ello, las series de ficción, por ejemplo, prefieren optar por explotar el estereotipo del “hombre patético y ridículo” (hombres que no están a la altura de su masculinidad impostada: Homer Simpson, Cuesta, Hombres de Paco, Serrano, etc.), opción políticamente correcta, pero que en realidad no supera el horizonte de la masculinidad tradicional, eso sí desmitificada. Podría pensarse quizás que la solución en realidad no debería pasar por ofrecer nuevos modelos de masculinidad, sino por relativizar el peso de los estereotipos tradicionales o en promover identidades más andróginas y unisex, posibilidad que la moda y los publicistas exploran con denuedo. Incluso podría irse más lejos aún y cuestionar las identidades de género, presentándolas como un proyecto flexible, siempre abierto a la creatividad personal, como postula el movimiento queer. Sin embargo, en este como en otros ámbitos, no contar con referentes en el momento en que es apremiante el imperativo de construir y perfilar la propia identidad no contribuye necesariamente a trascender el género y flexibilizar los patrones de conducta, sino a veces a todo lo contrario, a reafirmar los modelos disponibles más nítidos –seguramente los más reaccionarios-, y prescindir de que sean cuestionados, silenciados o negados. Basta con darse un paseo por cualquier aula de instituto de secundaria, para comprobar la explosión de polaridad sexual que se produce en la adolescencia. Chicos y chicas comparten espacios, pero viven en universos distintos, ni siquiera paralelos. El desfase vivencial que introducen los cambios hormonales entre unos y otras es patente y se manifiesta sobretodo en el lenguaje, en las competencias emocionales, en el tipo de relaciones personales, o en su relación con la sexualidad. A cualquiera le resulta fácil percibir que los chicos viven el descubrimiento de su sexualidad de forma especialmente convulsa y premiosa. Pues bien, es ese el momento en que los muchachos sienten la urgencia de enterrar definitivamente los últimos restos de indiferenciación infantil y construir su masculinidad de modo manifiesto. Hasta entonces, el niño había asociado su masculinidad a los genitales y a la eclosión de una serie actitudes y conductas distintivas (preferencia por los espacios exteriores y por los juegos competititvos y más agresivos, la inserción en grupos amplios y heterogéneos, un estilo comunicativo caracterizado por el cambio frecuente de interlocutor, etc.) que eran socialmente reforzadas o inducidas por los adultos mediante premios y castigos, o que imitaba de los modelos de género próximos (reales –papá, hermanos, maestros, amigos, etc.- o virtuales –dibujos animados, series, publicidad, ... medios de comunicación-). Pero, las fronteras eran todavía permeables. En cambio, en cuanto el impulso sexual empieza a manifestarse con las primeras poluciones y después con las prácticas masturbatorias, los muchachos experimentan la inaplazable necesidad de dar significación a sus deseos y a sus exploraciones cargadas de emotividad intensa, integrándolas en una identidad masculina definida que los acoja y valide. Y llegado ese instante, el desamparo del muchacho adolescente actual es especialmente dramático, porque a pesar de la abundante instrucción sexual, la eterna conspiración del silencio adulto es aún incluso más desoladora que antaño, a causa del estado de perplejidad que asola a los hombres y de la falta de referentes masculinos estimulantes y legitimados. Sólo los deportistas parecen ofrecer un modelo de masculinidad aceptada y cercana, aunque su mercantilización les reste encanto y credibilidad. Pero, si prescindimos de la épica deportiva, lo cierto es que la demolición sin repuesto de los anteriores ideales de masculinidad, que -no lo olvidemos- no sólo comportaban privilegios sino también obligaciones, ofrece hoy por hoy pocas posibilidades a nuestros adolescentes. Al final, ese muchacho que actualmente se inicia en la sexualidad con la ayuda de la pornografía, reino por excelencia de las masculinidades enfermizas reprimidas, sólo encuentra ese referente explícito para construir su sexualidad e identidad. Estoy convencido de que la ausencia de modelos de masculinidad, ha convertido a la pornografía contra todo pronóstico en la gran suministradora de pautas de conducta masculinas y en la gran perpetuadora de las actitudes vejatorias hacia la mujer. El siguiente paso es integrar esas pautas de conducta en identidades tomadas en préstamo del pasado (retromachismos) y encubrirlas o remozarlas en función del medio en que viva el muchacho.