Que podemos hacer los hombres por los hombres

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QUÉ PODEMOS HACER LOS HOMBRES POR LOS HOMBRES *
Por Juan Carlos Kreimer
Revista Uno Mismo, Vol. V-Nº 5
Encontrarnos. Escucharnos. Compartir nuestras historias como hombres, nuestros
malestares y alegrías. Atrevernos a explorar juntos nuestra masculinidad genuina.
Volver a confiar en nosotros y hacernos amigos.
Sentís necesidad de revisar lo que considerabas tu proyecto de vida. De apagar la tele, dejar que se amontonen los
diarios detrás de la puerta sin haberlos ni siquiera hojeado. No querés responder el teléfono. Si por vos fuera te
quedarías en la cama todo el santo día mirando por la ventana cómo no pasa nada importante. Y que el cielo te
responda si vale la pena vivir así.
Y pensás que sos el único a quien le ocurre eso.
Pese a que te vaya bien en tu profesión, tengás reservas en el banco y todavía seás capaz de dar un puñetazo sobre la
mesa del directorio, que tu imagen calle tu malestar: si trasciende, dirán que estás “derrotado”.
Derrotado es la palabra más aséptica que podemos emplear los hombres para referirnos a la cara externa de un proceso
que preferiríamos ver circular por la vereda de enfrente. Porque dentro de ese hombre que ahora camina con pasos más
cortos y menos apuro, hay heridas mal curadas. Hablar del hombre lastimado, o del “varón herido”, implica admitir
que a ese hombre: a) le pasó algo; b) necesitó negar lo que le pasaba para seguir adelante; c) hizo un callo --cuando no
un tumor-- alrededor de lo que sentía; d) desvió toda emoción, pensamiento, dolor y recuerdo, que pasara por allí; e)
en cuanto pudo se arrancó la costra; f) etc. Todo hombre sabe que le luce mejor una cicatriz que una herida.
Muchos hombres no son felices. Su mejor energía está acorazada. Expresan poco y se tragan mucho. Distintas
calidades de dolor no los hacen llorar pero les contienen la sonrisa. Dicen que los hombres rendimos culto a la
anulación de los sentimientos. Mentira: sólo a algunos; los que son expresión de sufrimientos psicológicos.
¿Dónde están los hombres?
Hace aproximadamente 15 ó 20 años, pensaste que la revolución de las mujeres era una coartada oportuna para
escapar del machismo. Escuchaste sus reclamos desde otro lugar. Su problemática te pareció una causa liberadora,
algo sano para deshacerte de toda manifestación de masculinidad violenta. Surgió una nueva característica que las
mujeres apreciaban en vos: la receptividad; dejarte penetrar por otros argumentos, ideas, modalidades. Empezaste a
considerarlos sin anteponer tus convicciones. El “femenino del hombre” echó raíces en tus resquebrajados ideales.
Creíste que te haría sentir cómodo y que, no bien lo incorporases, obtendrías lo que te faltaba. Pese a eso que mejoró
tus relaciones con las mujeres, tus hijos/as, el entorno y contigo mismo, resultó insuficiente para ampliarte el potencial
masculino y darte una sensación de completud.
Había algo que no cerraba, no cierra todavía. Prueba de ello: la apabullante minoría que representamos los hombres en
los grupos mixtos de psicoterapia, reflexión, crecimiento, trabajo corporal, meditación, espiritualidad y otros que no
tienen como finalidad un producto material comercializable sino un mejoramiento personal. Somos uno, dos o tres por
cada diez mujeres.
¿Por qué somos tan pocos y nos sentimos tan solos? Porque nuestros hermanos están jugando paddle o golf. Buscan
consuelo en amantes furtivas. Ahogan su pesar con alguna adicción, sustancia o actividad. Miran las pizarras con las
cotizaciones bursátiles. Buscan maneras de obtener más rédito con menos esfuerzo, a expensas de sacrificio humano
(ajeno), social, medioambiental. Compiten, se dan codazos, se sobornan. Prueban nuevas hipocresías. Asumen alguna
forma de corrupción o cinismo. La vitamina de su masculinidad es la “avivada”, no el compartir sus mundos internos.
Toman bebidas alcohólicas. Hablan “con” sus movicones (no por intermedio de ellos), dialogan con las pantallas de
sus computadoras, desenrollan faxes, prueban las ventanillas eléctricas de sus nuevos autos frente a los semáforos
donde los que van quedando fuera del juego les piden una miguita de sensibilidad. Pánico subliminal: ¿algún día seré
yo también uno de ellos?
¿Quién se estresa dentro de su cuerpo? ¿Quién se robotiza entre sus neuronas? ¿Quién se desemociona frente a lo que
tiene que enfrentar? Ninguno. No queda nadie allí. Y si algo los tumba, ya han pre-pagado una medicina.
Muchos hombres están demasiado ocupados con su ansiedad por hacer tareas que refuerzan su lugar en el organigrama
tradicional y no se permiten perder un solo minuto averiguando por qué están tan ocupados. No les interesa en lo más
mínimo compartir su vida interior con otros hombres. Lo consideran “cosa de mujeres”, o de hombres sin necesidad de
trabajar. A los que van a grupos de crecimiento les ponen el estigma de “hombres con las pelotas llenas de hormonas”.
UN ESPACIO ENTRE PARES
Cuando dos o más personas retiran su necesidad de imponer al otro su modelo de entender el mundo y
simplemente se dejan impregnar por lo que cuenta --o revive-- el otro, se establece entre ambos un campo
de “resonancias”. En vez de amortiguar lo que pueda estarles pasando, este campo los despierta, excita,
potencia. Todo toma otra dimensión y se retro-estimulan. Vos está allí, yo estoy aquí, y hay un sentido de
familiaridad, o de comunidad primaria, que nos envuelve. Sin que nos digamos “Lo que te pasa es...” o
“Tenés que hacer tal cosa”, ese sentimiento reconfirma ideas y emociones que permanecían muy
guardadas: léase, resguardadas.
A veces, al mirar a los ojos a otro hombre en esa situación, sentí que ambos éramos la misma cosa;
teníamos similares acondicionamientos internos para traicionar nuestras lealtades profundas; nos
autoengañábamos de modo parecido. También leí en esas miradas: ambos somos la misma materia, hijos
del mismo destello divino. Al superponerse esas sensaciones --e infinidad de otras intermedias--, lo que
cada uno consideraba sus rasgos negativos, sombríos --rasgos que eran de temer-- pasó a ser parte del
esplendor y la grandiosidad del encuentro.
Que no haya un “Yo soy el que sabe, vos quien necesita aprender” ni un modelo único de ser correcto y
otro incorrecto, nos lleva a revisar nuestro modelo individual bajo la tácita aprobación del otro o del grupo.
Dejar de fingir e intentar transparentar lo más auténtico en la presencia de otros hombres --pares-- que nos
observan o hacen lo mismo que nosotros, crea un consenso reparador que se introduce en viejos dolores.
Y permite salir de ellos.
Una dignidad por descubrir
A nosotros también se nos cruzan los cables y no sabemos si esto que sentimos --esta manera de ser tan diferente de lo
que se esperaba de un hombre, hasta ayer nomás-- es compatible con nuestra condición masculina. Compatible, lícito,
beneficioso, nutricio.
Por lo pronto estamos descubriendo que nos resultó más fácil ver en nosotros a la mujer interior que al varón
profundo, lo desaforadamente instintivo que ninguna civilización, religión ni figura parental pudo apagar del todo.
Afortunadamente, ya hay en todas partes del mundo hombres conscientes y hombres que nos reunimos para explorar
esa dimensión de la masculinidad. Quizás todavía no sepamos cómo llamarlo. Y hablamos de “una vuelta al ser
hombre”. De algo, con todo, estamos seguros: ese camino no pasa por ninguno de los viejos modelos egoístas,
machistas, patriarcales. Apunta a recomponer una “dignidad masculina”; no nos preguntamos todavía cuál: no es
ninguna de las conocidas. Convenimos por el momento en que, al margen de cuánto puedan decir las mujeres de
nosotros como género, hay algo de digno en el hecho de ser así.
Y que, pese a cuanto puedan pensar de nosotros otros hombres, hay indicios de coraje en el animarnos a buscar ese
nuevo varón. El viaje implica atravesar lo conocido, perdernos, descompensarnos, deprimirnos, meternos en la propia
sombra, convivir con demonios --los demonios del alma-- y arquetipos de la energía masculina muy arraigados. Y con
los personajes que más rechazamos de nosotros mismos.
Brava la temporada en ese infierno: el descenso, la oscuridad y la caída incluyen escenas donde nuestra sexualidad
puede llegar a mostrarnos primeros planos de nuestras pelotas destrozadas por un tipo de genitalidad devastadora, tan
desconectada del campo de los afectos como del sentido espiritual de esa energía. Puede mostrarnos escenas en que
nuestra violencia sigue viva; que la eliminación de la violencia física es sólo una parte. Está la violencia económica, el
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querer ganar más de lo que necesitamos privando a otros de que lo ganen. O la violencia social que instauramos al
construir “burbujas de protección” en torno de nosotros y de nuestra familia. Violencias de discriminación, de
indiferencia, autocontaminantes... El espectro de violencias es tan amplio como el de los matices que se despliegan
entre el blanco y el negro.
Cuando llegamos abajo, adonde reside ese hombre implacablemente despierto --con “insomnio perenne”--, no
sabemos bien quiénes somos, ni concretamente qué venimos a buscar, ni para llevarlo adónde, ni para dárselo a quién.
La sensación, allí, es de incertidumbre, descontrol, estado bruto. Y claramente, de orfandad.
Robert Bly --pionero en agrupar hombres para ayudarles a resignificar su masculinidad -- sugiere que ese hombre se
caracteriza por una espontaneidad preservada desde su niñez, por su capacidad para actuar decididamente, por su
manera positiva, no explotadora, de ejercer su sexualidad, por la conciencia de la herida y, especialmente, por una
afinidad con el mundo emocional y con lo silvestre de la naturaleza.
Para despertar a ese hombre, Bly estimula a confiar en lo que está debajo, en la mitad inferior del cuerpo, nuestros
genitales, nuestras piernas y rodillas, las plantas de los pies, los ancestros animales, la Tierra, sus tesoros, todo lo
muerto que se ha integrado a ella, el sustrato del que descendemos. Todo esto, sostiene Bly, prepara un cuerpo
emocional que puede recibir tanto la pena como el éxtasis y el espíritu.
Cuando varios hombres que han iniciado solos este viaje acuerdan un tiempo y un espacio para descender juntos,
cruzan, sin que se lo propongan, el umbral de su aislamiento y empiezan a verse como hombres menos partidos.
Hombres hermanados por heridas similares que, según convenga, pueden permitirse tanto un gesto delicado como otro
enérgico. O actuar simultáneamente con compasión y resolución. No temen --o temen menos-- desplegar la disciplina,
el rigor, la responsabilidad, el poder, la capacidad de mando y otras características esencialmente masculinas que en
los últimos años se convirtieron en malas palabras.
Aun cuando el coordinador sea un psicoterapeuta, los grupos de hombres no son grupos de terapia ni su sentido es
terapéutico, según se lo entiende habitualmente. Se trata de grupos que pueden funcionar como sostén frente a la
pérdida de apoyo que ha ocasionado la crisis, generar nuevos vínculos, permitir la elaboración de ansiedades, mejorar
la autoestima deteriorada, posibilitar ir descubriéndose con el contacto con los otros, facilitar, con el tiempo, crear un
nuevo proyecto, etc.
Estos grupos de hombres tienen algunos puntos en común con los grupos tipo Alcohólicos Anónimos. Estos son
dirigidos por personas “recuperadas”, que padecían la adicción o el trastorno que los convoca, pudieron superarlo y,
desde “el haber pasado por lo mismo”, pueden ayudar a los que aún “están en eso”. En los de hombres, el coordinador
también es un miembro en proceso de recuperación; se diferencia del resto en que quizás tiene más kilometraje
recorrido.
Re-hacerse hombre no es un proceso que concluye en cinco minutos, mediante un único manotazo, ni sólo
pensándolo. Requiere evocar emocionalmente muchas situaciones biográficas, generacionales y arquetípicas en las que
nuestra masculinidad se fue alejando cada vez más de nuestra esencia y poniéndose al servicio de un modelo de
convivencia basado en la superioridad, el sometimiento y la escisión de una parte muy sagrada de nosotros mismos.
Requiere abrir heridas lejanas, revivir escenas de nuestra infancia donde, para sobrevivir, necesitamos esconder las
energías divinas que traíamos. Requiere modificar las viejas historias de acuerdo con lo descubierto en la exploración.
Dolor y placer son una misma sensación en ese proceso.
Entre lágrimas y carcajadas, nos ofrecemos unos a otros algo que mamá no pudo darnos por ser mujer y que a papá se
le pasó por alto: el reconocimiento y la aprobación de esta manera de ser hombre.
*
Extractos del libro Rehacerse hombres. Cómo dar nuevos sentidos a la masculinidad. Editorial Planeta,
1994. Juan Carlos Kreimer es director de la Revista Uno Mismo, Lucio Blanco No. 435, Azcapotzalco, C.P.
002400, México, D.F.
QUÉ PODEMOS HACER LOS HOMBRES POR LOS HOMBRES (Juan Carlos Kreimer)
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NUESTROS TEMAS
Tenían entre 32 y 65 años. Desde los primeros encuentros salieron temas como:
 El sentimiento de estar separado de los demás hombres, de su familia y de sí mismo.
 El desconocimiento del mundo emocional del padre; los modelos de hombre transmitidos a él por el
abuelo; sus heridas, sus vergüenzas.
 El dolor que siente un hombre cuando se da cuenta de que su matrimonio no va más y piensa que
también tendrá que separarse de sus hijos/as, dejarlos/as y verlos/as sólo en determinados horarios.
 Dificultad para amar. Dificultades enormes para aproximarse a una comprensión de su tristeza; la
estrategia generalizada consiste en negarla --negársela-- desde lo profundo.
 La dificultad --imposibilidad en bastantes hombres-- de hablar con la propia esposa acerca de ciertas
preocupaciones. “Hablar puedo; lo que no me animo es a expresarme con el ciento por ciento de
sinceridad... Hay cosas que nunca llegará a comprender”.
 El miedo a la muerte por enfermedades degenerativas que se van instalando silenciosamente en el
cuerpo.
 El acentuado egoísmo, comodidad de estar solo o “cerrado”.
 La imposibilidad de estar solo, sin correr detrás de una mujer.
 La tendencia generalizada a dar más importancia a lo que dicen las mujeres que a lo que ellos, u otros
hombres, piensan acerca de sí mismos.
 El sentimiento de impotencia que despierta vivir en un régimen social que “nos toca el culo”
permanentemente y la desesperada resignación “ya que esto no va a mejorar nunca”.
 El desencanto ante lo que llamamos vida normal, que es un compendio de situaciones alienantes.
 La aceptación de que uno ya no es un hombre joven sino alguien maduro.
 La sensación de ir perdiendo las fuerzas.
 El deseo --y la imposibilidad-- de hacer nuevos amigos.
 La necesidad de ofrecer y recibir sostén afectivo.
 Las ganas de modificar estilos de vida y vínculos personales.
 Una “serena” desesperación”.
QUÉ PODEMOS HACER LOS HOMBRES POR LOS HOMBRES (Juan Carlos Kreimer)
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