santísima trinidad

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SANTÍSIMA TRINIDAD
FLAMENCO TOROS VINO
Edita: Bodegas Ontañón
Título: Santísima Trinidad
Autor: © Pablo García-Mancha
Copyright de la presente edición © 2010. Bodegas Ontañón.
Avenida de Aragón nº3 26006 Logroño (La Rioja) T.[+34] 941
234 200 www.ontanon.es
Diseño y maquetación: © Raquel Pastor Toyas
Fotografía de cubierta: © Alfredo Iglesias Javierre
Edición: Amaya Arteaga y Sergio Moreno
Reservados todos los derechos
ISBN: xxxx
Primera edición: diciembre 2010
Impreso en España
Imprime: Ochoa Impresores. Logroño
Depósito Legal: LO-29-1971
Para Feli, mi sustento.
Y mis hijos Mario y Álvaro,
tan pequeños y tan grandes
(siempre)
Presentación
Bodegas Ontañón nació en la villa de Quel hace ya veinticinco años. Muchas vendimias han pasado desde entonces y deseamos ver pasar muchas
más. Su esencia, fraguada al amparo de la peña y bajo la atenta mirada del
castillo mozárabe, sigue inmutable en nuestros días. Ontañón es cultura y es
arte, como el vino, como los toros, como el flamenco.
Durante estos años de andadura, nuestra amistad y admiración hacia Miguel Ángel Sainz (Riojano Ilustre 2003) ha sido tan hermosa como enriquecedora. Miguel Ángel dejó una huella imborrable en nuestras vidas y en el
espíritu de Ontañón. Como escribió Pablo, «dignificó el vino ofreciendo su
alma de artista y de creador para explicar el origen mítico de un elixir que
se pierde en el origen del hombre». Cada rincón de esta Bodega-Museo nos
evoca el aliento de Miguel Ángel, cada espacio, cada lienzo, cada escultura
parece cobrar vida entre barricas y botellas.
Hermosa es nuestra amistad y admiración hacia Pablo García-Mancha.
Admiración desde que por primera vez le leímos y comprendimos que Pablo
era diferente, que su pluma llevaba tinta de sabiduría, inteligencia y emoción. Le conocimos por asuntos profesionales que enseguida dieron paso a
una amistad que ha ido madurando con el tiempo, como los buenos vinos.
Una amistad que se funde con admiración, ambos al unísono.
Hace ya mucho tiempo de aquel primer encuentro en la bodega, de aquella conversación mágica sobre flamenco, vinos y otros menesteres. Era un
miércoles de invierno y apareció Juan Habichuela, con Pablo y Antonio Benamargo, hablando de flamenco en nuestra sala de barricas. Aquel día todos
sentimos una magia especial. Tras Juan Habichuela, muchos otros flamencos
han visitado esta humilde casa. Nos hemos emocionado escuchándoles hablar, con esa forma suya de conversar que nos encandila y nos tiene presos.
Una forma de hablar que hace de cualquier pequeña y nimia historia un
deleite para los oídos. Historias y relatos como los de Paco Cortés, Tomasa la
Macanita, María Toledo, Pansequito, Fernando Moreno, José Menese, Paco
del Pozo, Mayte Martín, Enrique de Melchor, Esperanza Fernández, Juan Ma-
nuel Cañizares, Moraíto… y tantos otros con los que hemos compartido
mesa, música y sentimientos.
Entre ellos el maestro Rafael Riqueni, sublime el sonido de su guitarra
que todavía resuena entre las barricas y vinos de la bodega. Rafael Riqueni,
maestro de maestros, alma indomable de sensibilidad infinita.
Pero ninguno, y con el permiso de todos, tan y tan querido como nuestro
Chano, ¿verdad Pablo?
El toreo es pureza, es belleza, es valor, es maestría, es honestidad, es entrega, es lucha, es tradición, es cultura, es arte. Toros y toreros. Toreros como
José Tomás que transciende lo humano para ofrecernos una pureza y una
entrega que hace latir más fuerte nuestros corazones. Toreros como nuestro
riojano Diego Urdiales que se ha dejado la piel por ser lo que hoy es y lo que
será mañana. Diego, ejemplo de torería y vida.
El vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, alcanza dimensión divina como elixir de dioses en el antiguo olimpo y como sangre de Jesucristo.
En Ontañón viña, vino y arte son y serán nuestros pilares, el camino que
tenemos que seguir.
Flamenco, toros y vino, conmueven el espíritu. Se erigen como una forma
de entender la vida, porque para vivir, y vivir de verdad, hace falta sentir y
apasionarse, hacerse niño y dejarse sorprender por las pequeñas cosas. Gozar y sufrir, reír y llorar, amar y desamar, vivir y morir… son antónimos que
se necesitan el uno al otro y que nos hacen estar vivos.
Flamenco, toros y vino son tres mundos que nos llevan a Pablo. Nadie
como él ha sabido aunarlos y darles vida conjunta en este libro que esperamos les guste y emocione tanto como a nosotros.
Con nuestros mejores deseos.
BODEGAS ONTAÑÓN
Prólogo
Hace poco tiempo que conozco a Pablo García-Mancha, pero tengo la impresión de que fue hace mucho por la intensa coincidencia de gustos, criterios y aficiones, que son argumentos y bases suficientes para afrontar el
resto de nuestras vidas cimentados en una sólida amistad. El mismo hecho
de pedirme que le escriba el prólogo de este libro es ya otra prueba más de
afinidad y confianza.
Desde el primer momento que leí cosas que había escrito Pablo supe que
tenía algo muy raro de poseer. Era un escritor. Y digo escritor en el sentido
más vasto, plural y hondo del término. No era un crítico, ni un periodista,
solamente. Era un narrador. Cualidad que yo separo y distingo de las otras, y
que en su caso le hacen mejor. Lo primero que leí suyo fue una inteligente,
audaz y razonada defensa de José Tomás, el torero que más ha sido capaz
de entusiasmarnos en los últimos años y de cuya defensa hemos hecho una
‘causa’, porque Pablo -si me permite como yo, y de ahí esa gran primera
coincidencia- necesita que escribir tenga algo de militancia, de combate, de
argumento dialéctico, de convicción íntima.
José Tomás no necesita que Pablo, yo u otros muchos defiendan su valor, su
razón taurina, ni su identidad. Pero tanto Pablo como yo sentimos esa íntima
necesidad de justificar su entidad, su monumental concepto humano y artístico y su colosal indiferencia por la misma gente que un día, poco antes de
morir, me definió Luis Miguel Dominguín, diciéndome: «Carlos, el mundo
está lleno de gente pequeña». Aludía -claro- a los esclavos de la mezquindad, del interés mercantil, de la hábil pero traicionada supervivencia.
Decía que esa fue la primera vez que leí algo escrito por Pablo y lo incluí en mi biografía ‘José Tomás, un torero de leyenda’ porque con agallas
literarias Pablo sostenía que «los taurinos atacan a José Tomás porque no le
pueden controlar» y esa coincidencia de criterio fraguó una intensa relación
intelectual y afectiva de afinidades que se ha ampliado a los ámbitos de la
literatura, la gastronomía, los vinos, los buenos amigos de Donostia -hoy
ya comunes-, y a su La Rioja, paraíso terrenal tan al alcance de su mano y
que poco a poco he ido conociendo gracias a su generosidad para ofrecer
marcos de encuentro en bodegas como ésta de Ontañón, donde tuve el privilegio de presentar el libro antes citado.
Sin que suene a exagerado, desde que conocí a Pablo pensé en Néstor Luján, mi mentor intelectual, uno de los mejores amigos de mi padre y uno de
los hombres más ricos en saber, en paladar, en conversación, en sabiduría,
en capacidad para narrar, para relatar y para divulgar cuanto de apasionante
hay en el vino, en la historia, en los viajes, en los toros, el boxeo, en la gastronomía.
Tiene Pablo, como tuvo Néstor, todo ese don para compartir su pasión y
hacerlo con una pluma profunda, un estilo con la grandeza de la sencillez,
sin buscar el adorno innecesario ni la aparente pedantería. Y tiene Pablo
otra cosa extraordinaria: su voz, que le va a permitir transmitir por vía oral
su saber con su aterciopelado tono a través de las ondas, con curiosidad
periodística, tacto y elegancia, cualidades las tres para distinguirse y ser distinguido.
En este libro, Pablo ha volcado toda su erudición sobre el vino, su crianza, su historia, y su intima conexión con la civilización cristiana y la Ruta
Jacobea-Camino de Santiago de Compostela, tan fecundas en sabiduría. En
este libro se paladea el color y el sabor de los grandes tintos riojanos, su
compleja y precisa elaboración, y también el cristalino matiz de los pálidos
blancos. Y para comprobar que lo dicho no es sólo un elogio de amigo, ahí
va la muestra: «Hay parajes en La Rioja donde los colores de los viñedos son
especialmente caprichosos: cada majuelo un tono, casi cada renque, cada
planta dispone de su propia paleta para desafiar al repertorio inagotable
del color, a la intensidad de los marrones que desfilaban en una increíble
gama que se alzaba carmesí e incluso rosa para resbalar con eficacia por
una indescriptible traza de violetas, añiles, cerezas, rosas palo, marrones mil
veces entreverados, ocres, rojos, anaranjados, amarillos pajizos, amarillos
que coqueteaban con el ámbar o con el negro más oscuro e indefinible en
hojas que estaban a punto de rodar yertas por el suelo a los pies de las vides». ¡Magnífico!
Para hablar de su pasión por el toreo, Pablo elige la pared norte de la literatura taurina, que está sólo al alcance de privilegiados como él, para extraer
del capote de Morante de la Puebla el jugo de la magia creadora, del valor
y la personalidad de José Tomás el secreto de la autenticidad, o del poderío
de Julián López El Juli la reveladora confianza en la ciencia y la geometría
taurinas. Decir que el toreo es un ejercicio del alma como dice y escribe
Pablo es el mejor antídoto contra las versiones chatas del día a día y la ciega
visión del incapaz de captar cuanto de bello hay en la genética taurina, de
impresionante en la embestida de un toro bravo y de hermoso, hondo y auténtico en la verónica mecida o en un majestuoso estatuario.
Y por último, la sensibilidad de Pablo le permite alimentarse -como él mismo cuenta- con el cante de Camarón, las guitarras de Vicente Amigo o de
Rafael Riqueni. A ésta última la define como «lenta, parsimoniosa, sensible
y cabal, compleja y delicada, sutil y tremebunda». No sé si habrá riqueza
mayor en la lengua castellana para utilizar con tanta delicadeza y precisión
el sonido de un tan maravilloso instrumento musical.
Desde mi modesta discrepancia taurina con Ernest Hemingway y mi sólida
admiración por su obra y su vida, quiero compartir con los lectores de este
grandioso libro una frase del gran escritor de las muchas que A.E. Hoctchner
ha recopilado en su obra ‘La buena vida según Hemingway’. Dice el escritor
de ‘Fiesta’ y ‘Muerte en la tarde’, entre otros grandes libros, que «a medida
que uno envejece, encontrar héroes se vuelve más difícil, pero más necesario».
Hoy puedo decir que con García-Mancha comparto esa inquietante búsqueda vital de héroes, de tipos capaces de estremecer nuestra alma, de hacer
tambalear nuestra reprimida lágrima y de devolvernos la confianza, la fe y la
ilusión en la capacidad creativa del ser humano para hacernos felices, distintos, y capaces de degustar la vida a sorbos de caldos, a mágicas visiones
toreras, a exquisitas degustaciones de manjares sencillos y bien condimentados, a escuchar rasgueos de dedos sobre finísimas cuerdas y roncas gargantas que dicen cuánto se puede sufrir y amar en este mundo y en esta vida.
Al terminar de leer este libro he recordado la frase que decía Orson Welles
-aquel otro gran epicúreo- en la escena final de una de su grandes películas,
‘El largo y cálido verano’: «Sabéis lo que os digo; no me importaría vivir
eternamente».
fernando díaz
Carlos Abella
Índice
Introducción..............................................................................19
Flamenco
Flamenco, una historia..........................................................29
El Flamenco, mis dioses mayores..........................................133
Toros
El toreo, un ejercicio del alma.............................................207
Mi patria es José Tomás.......................................................211
Diego Urdiales, el torero de mis retinas................................289
Morante, el torero puro........................................................363
Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime.....................385
Unas cuantas pinceladas más..............................................401
Vino
Nunc est bibendum («Ahora, debemos beber», Horacio)......475
Ontañón, un vino marcado por la tierra y el arte................553
SantÍsima Trinidad. Introducción
Introducción
hermanos del alma y de sangre
No sé muy bien si estas líneas a las que les quiero introducir han logrado el
afán de convertirse en un libro. Aparentemente forman un extenso mazacote
de ideas y subversiones, de esperanzas en las que poco a poco y con más o
menos tino he ido desbrozando un bosque de símbolos e ideales que conmueven casi todos los días de mi vida desde el amanecer hasta que caigo
rendido, mientras aporreo el ordenador sin descanso como si el pobre artefacto me hubiera hecho algún daño. No sé cómo justificar haber escrito algo
así; a veces pienso que es sencillamente imperdonable tratar tres mundos
paralelos y hacerlos crepitar en torno a uno mismo. ¡Qué vanidad la mía!
Eso sí, me contento porque desde el inicio sabía que la misión era más o
menos imposible y que estaba abocada al fracaso, pero a pesar de reconocer
por adelantado mi derrota, que no mi desconsuelo, confieso que me siento
victorioso en alguna pequeña escaramuza. Luchando contra mí mismo me
he topado por ventura con alguna de esas nimiedades con las que se reconforta mi espíritu, he abrazado pulsaciones personales que no sabía ni que
existían y he logrado llevar adelante -con más o menos suerte- una empresa
para la que no me sentía ni capaz, ni cabal, ni acreedor.
El reto es fascinante: ahí tienes tres de tus pasiones (confesables) y extiéndete lo que quieras en su análisis y comprensión, en sus puntos de fuga,
dale vueltas a tu cabezota y explícate las razones por las que todos los caos
universales se pueden resumir, quizás, en un sorbo de vino, en un lance de
Morante de la Puebla o en el sacrosanto compás de Rafael Riqueni cuando
se deshace de sí mismo en una rondeña o en un garrotín, por poner tres
ejemplos. El universo es infinito y su caos considerablemente mayor. Sin
embargo, el arte organiza el mundo, le da forma, le quita lo que sobra y
mediante símbolos otorga sentido a la creación como si de parterres de un
imaginario jardín se trataran. Nada sobra en la intangibilidad, nada; menos
lo que es innecesario.
19
SantÍsima Trinidad. Introducción
Yo no pretendo ordenar estos universos, sólo explicar por qué me emociona la vida y las razones por las que estas tres expresiones culturales del
hombre -flamenco, toros y vino- pueden llegar a crear en mi mente y en mi
corazón parecidas sensaciones, temblores singulares, disquisiciones entre la
vida y la muerte, experiencias sensoriales únicas, puros aullidos en el alma.
No quiero analizar -¿soy acaso alguien para hacerlo?-, y por eso no pretendo
aportar más razones que las mías y ni mucho menos convencer a nadie de
que Morante detiene ahora el tiempo -sí, hasta el mismísimo mecanismo
de los relojes de cuarzo- como en su día lo hizo Rafael de Paula, o si Don
Antonio Chacón cuando se cantaba para sí lo hacía derramando copas en
aquellos anocheceres de los reservados, o si un vino es capaz de resumir las
cuatro estaciones que tiene el año en un único trago a la luz de cualquier
conversación, de cualquier cena de amantes o de amigos. Yo lo he vivido así,
lo confieso. Y pretendo seguir haciéndolo mientras el cuerpo lo permita y el
Estado no corte de raíz la capacidad de disfrute de los ciudadanos enroscándose un birrete moralista que ni le compete ni nos conviene.
Estamos sumidos en tiempos de prohibiciones. Todos sabemos el drama
de la tauromaquia en Cataluña, un país que se ha convertido en algo mucho
peor que Trento, en la fiel defensora de la pureza moral de un sentimiento
payés mítico y falsamente idealizado frente al libertinaje español que supone el toreo, la literatura de Josep Pla o el teatro de Els Joglars, y finalmente,
frente a la sencillez de un mensaje, el de los aficionados, que no postulamos
ninguna superioridad moral sobre los que no lo son ni nada por el estilo: te
gustan los toros, vas; no te gustan, pues no vas. A estas alturas de la película
comulgo exactamente con lo que me dijo el genial dramaturgo catalán Albert Boadella en una entrevista: «Hay una parte del catalanismo que lleva
a caminos que acabarán siendo enormemente negativos para su propio territorio, ya que están basados en el odio a España y en una realidad que no
ha existido nunca. No es real que España haya odiado a los catalanes ni que
Cataluña haya sido alguna vez independiente. Me gusta la lengua que he hablado desde niño, hay paisajes maravillosos... pero de ahí a montar una realidad basada en esos sentimientos y no en la razón me parece un desafuero
total. Detrás de todo esto se esconden paranoias y eso es muy peligroso».
Creo profundamente en la libertad y pienso que el toreo es inmensamente
libre porque nos pone cara a cara frente a la muerte que es nuestro destino;
y la burlamos y además nos enseña cómo engañarla sin mentirle, cómo la
seduce sin permitir, a veces, que ni la roce. Nunca aceptaré el yugo de la
mediocridad ni de las sociedades pretendidamente civilizadas que esconden
20
SantÍsima Trinidad. Introducción
en un decrépito baúl sus vergüenzas, en pos de un orden tan ecuménico
ante el que plantear cualquier disidencia intelectual supone inmediatamente la muerte civil y la clandestinidad de los que no dicen sí, siempre sí, al
amado sistema; al estatus benefactor que propone una sociedad tan idílica
como gris, tan organizada como aburrida, tan lamentable que hasta el ocio
se codifica y organiza llegando a límites inverosímiles.
El toreo es un sentimiento antiguo, como el vino, como el flamenco. Es
una forma de entender la vida en la que se depuran al máximo los sentidos
para lograr el néctar de cada momento, y cada momento es por eso irrepetible, de ahí su trazo largo pero indeleble. Se recuerdan las grandes faenas
como las grandes noches de cante o los vinos inolvidables, esos que han
dejado en nuestra memoria gustativa un recuerdo inmarcesible. Y se produce, además, un fenómeno curioso: las grandes faenas crecen en nuestra
memoria como los grandes vinos, descubriendo en cada recuerdo nuevos e
insospechados horizontes, como los que se divisan desde uno de los lugares
más bellos de mi universo conocido: un paraje vitícola en La Rioja Baja que
se llama La Pasada y en el que he conversado largamente con Gabriel Pérez,
el alma de Ontañón que me ha dado la oportunidad de celebrar con ella sus
primeros veinticinco años de andadura. Pues bien, en esta finca de altura, en
el mismo límite de cultivo que imponen las cresterías de la Sierra de Yerga,
se respira ese raro afán de libertad. Un día Gabriel introdujo su mano en la
tierra, apartó terroncillos y piedras, y bajo el manto débilmente reseco apareció una arcilla negra y húmeda. Era la inteligencia natural; la reserva de agua
que hace para sí el terruño… «Y en agosto igual que ahora», me dijo Gabriel
emocionado enseñándome su tesoro.
El vino bueno sale de la tierra, como el cante del corazón, como el toreo
brota de la yema de los dedos.
Este libro no hubiera sido posible nunca sin uno de los encuentros más
importantes de mi vida, el que tuve con Raquel hace muchos años la primera
vez que pisé esta bodega. Somos hermanos sin genética; es decir, hermanos
del alma pero también hermanos de sangre.
21
Agradecimientos
Este libro no hubiera sido posible sin la colaboración de Carmelo Bayo, que
me ha regalado tres dibujos maravillosos y un buen número de instantáneas;
las fotografías de Fernando Díaz (amigo del alma), Justo Rodríguez, Alfredo
Iglesias, Juan Marín, Enrique del Río, Antonio Díaz Uriel, Esteban PérezAbión, Juan Poyatos, Arsenio Ramírez, François Bruschet, Miguel Pérez-Aradros, André Viard, Patxi Cascante y Juan Andrés Hermoso de Mendoza; las
correcciones de Amaya Arteaga y Sergio Moreno; la singularidad artística de
Raquel Pastor (lo has bordado, hija); la paciencia de mi socio César Álvarez
(antitaurino y antiflamenquista, pero con un corazón enorme); las palabras
de aliento de Javier Pérez, Alfonso Valdecantos, Santiago Navascués, Gonzalo Ortigosa, Luis Domínguez e Isidro del Pino, compañeros de viaje en
ese urdialismo que tanto nos conmueve y emociona; a Isabel Virumbrales,
(qué sería mi radio sin ella), a Pablo Amillano (amigo de corazón); a Carlos
Abella, por su inteligencia indómita y atenta (y a nuestros comunes amigos
donostiarras); Antonio Benamargo (mi cicerone flamenco), a Joaquín Vidal
hijo, a Maitesparza, Guren, a la memoria de José Antonio Iturri (uno de mis
grandes maestros), y muy especialmente a la gente de Ontañón: Jesús Arechavaleta, Elisa Santos y María Rodrigo.
A todos ellos, muchas gracias.
adriana landaluce
Flamenco
Cante Hondo
Yo meditaba absorto, devanando
los hilos del hastío y la tristeza,
cuando llegó a mi oído.
por la ventana de mi estancia, abierta
a una caliente noche de verano,
el plañir de una copla soñolienta,
quebrada por los trémolos sombríos
de las músicas magas de mi tierra.
Antonio Machado
Flamenco, una historia
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
El flamenco, un fuego que se empeña
en morir para renacer (Orígenes, mitos y misterios)
«Un fuego que se empeña en morir para renacer, así es el estilo flamenco», escribió el poeta francés Jean Coucteau en su afán por retratar qué
diablos era esa cosa llamada España (habitada por mujeres, hombres y niños
de trazos indescriptibles como sus costumbres) a través del arte jondo, los
toros y los ojos de Picasso, el malagueño más cosmopolita y universal de
todos los tiempos y el iconoclasta del arte por excelencia, el descubridor de
que los volúmenes son tangencialmente intransigentes y que se pueden hacer
con ellos rubor y mezcolanza o, paradigmáticamente, verbos intransitivos o
ademanes decadentes, según convenga. Pero no hay duda de que, digan lo
que digan las academias donde moran los puristas y los que se consideran
a sí mismos guardianes de los tesoros más ignotos de la esencia del duende,
el flamenco es sinónimo de mestizaje, de concurrencia de estilos, saberes,
normas y conjunciones, y su panoplia es absolutamente increíble en cuanto
a historias, matices, personalidades y cante, ecos y sueños. Quizás no sea
otra cosa que el reflejo y el sentido esponjoso y transversal de su esencia,
del encuentro mismo con la creación que se hunde en la nebulosa de la
historia, en el horizonte mítico de antiguas peregrinaciones del Indostán, de
la influencia de los cantares bizantinos, del dominio musulmán, de la cábala
mística, de la delicadeza sufí, e incluso de los hijos de Israel que vivieron,
amaron y soñaron en Sefarad antes de desperdigarse por el mundo en busca
de la tierra prometida.
Sin embargo, no podemos pasar por alto que el flamenco es la vida misma
y que cada vez que han tratado de imponerle una frontera se ha rebelado
íntimamente para derrumbarla siempre, para resurgir de esas terribles cenizas en que han querido convertirlo reyes y rufianes, antiflamenquistas de
pandereta deshilachada, políticos adornados por la insensatez habitual de
los de su estirpe, melancólicos llevados por el falso misticismo de lo que
nunca ha existido, topicazos que se clavan como hebillas en el cuero de los
corazones, señoritos, intelectuales, dictadores.
Anselmo González Climent, uno de los estudiosos que con más tino ha
abordado la profunda raíz del flamenco, dijo que el cantaor es un metafísico
no académico, un filósofo callejero, un profano en ontología formal. Todo
lo que se quiera. Pero, sin duda, se nos aparece como un receptor entero de
la vida en su último sentido, ya que nada que no tenga valor pasional puede
dejar de interesarle y comprometerle. Y quizás ahí resida la fascinación que
31
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
provoca este arte en públicos que en un principio no están ligados con la
denominada nocturnidad ética y otras cosas no menos graves atribuidas con
mayor o menor alevosía al flamenco desde sus orígenes. El flamenco es voz
del cielo, voz del pueblo y nació para crecer en la intimidad de las familias
y pasar después por migraciones interiores, carabelas y veleros con los que
ha surcado océanos (físicos, metafísicos o sencillamente de incomprensión)
y se ha instalado, por ejemplo, en el país del Bushido con una fuerza tal que
el flamenco en Japón no es ninguna novedad extraña.
O en La Rioja, la tierra del vino, donde el cante es recibido con alborozo por un heterogéneo universo de aficionados que se deleita con ese
raro acento musical que conmueve por su belleza desnuda, por su extrema
complejidad, por el tornasol de unas acrobacias musicales y rítmicas que
no encuentran parangón porque producen un temblor difuso, una rara aliteración de palpitaciones que en mí sólo han causado otras dos derivaciones
culturales y estéticas: el toreo y el vino. De ahí la íntima sobriedad relajada
ante la muerte de un natural de Morante, del estoicismo de José Tomás, o del
clasicismo sonoro de Diego Urdiales o, por qué no, del metafísico lamento
de la lágrima de una copa de vino que, tan lenta como el compás de la siguiriya y tan indeleble como el sonido de una granaína de Juan Habichuela o
una minera de Rafael Riqueni, se derrite como un sollozo por el interior del
vaso desperdigando tal panoplia de aromas que parece obra de los propios
dioses, o que por fortuna se nos haya concedido un don.
Analizar para vivir (o para destruir)
Las academias y los críticos siempre han tratado de explicar las razones por
las que suceden las cosas, el fin etimológico o el fundamento. Analizar tiene
también un claro aspecto destructivo: romper la epidermis para llegar a la
herida. Sistematizar todo para comprender las razones que llevaron a Van
Gogh a descomponer la materia; a Oteiza a introducirse en el espacio de los
objetos o a Juan Belmonte a quedarse quieto y jugar con la cintura en cada
uno de sus lances hasta descubrir el temple y dar con la piedra filosofal del
torero. Cada genio no es hijo de su tiempo, aunque irremediablemente se
adelante a él galvanizado por la perspicacia y el instinto. Es el padre, es el
que ordena las escalas de la misma forma que Silverio Franconetti, dictado
por un yo flamenco que quizás embraveció El Fillo, enardeció la siguiriya
32
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
como Paquiro, casi a la vez en el tiempo, estableciera una buena parte del
orden de las corridas. O los efectos de la filoxera en el vino de Rioja, casi a la
vez en el tiempo, la llegada de los franceses y el nacimiento de las primeras
grandes bodegas de Rioja. Hay una concurrencia en la memoria de estos
acontecimientos que puede ser o no caprichosa, pero que resulta crucial
para el destino del vino, de los toros y del cante y por ende, para nuestra
propia vida.
El flamenco es la constatación inexacta de que la brújula de la vida no
puede dirigirse hacia un afán preconcebido. Y valgan como ejemplo la existencia misma de unos cantes en trance de desaparecer, si es que no lo han
hecho ya, y que se escuchaban en Málaga: los inmarcesibles jabegotes, que
nacieron cuando los pescadores cantaban al arrastrar las redes y copos (y
también para reparar sus descosidos) en unas barquichuelas llamadas jábegas. Nacieron como fandangos abandolaos y se entrometen en los verdiales,
tronco del que después florecería, con aportaciones de gigantes como Don
Antonio Chacón, esa catedral sin ínfulas llamada malagueña, que con Naranjito de Triana, Mairena, El Gallina o Enrique Morente, entre muchos otros,
terminaría de acomodarse en el magnífico frontispicio del cante grande.
El flamenco es un arte con ribetes impresionistas, con un cúmulo de aportaciones tan increíble que es prácticamente imposible pretender trazarse una
hoja de ruta para lograr desbrozar todos los senderos, caminos y lindes que
llegan al final a la mayor de sus magníficas aportaciones: las que rompen el
alma y el corazón, las que están en relación íntima con nuestros sentidos,
con nuestra percepción de la realidad misma, de lo que nos conmueve con
un sentimiento hondo, trascendental, trágico y hermoso de la vida.
El insondable origen
A finales de los años sesenta, Ricardo Molina esculpió un libro sucinto y necesario. ‘Misterios del Arte Flamenco’, lo llamó, y en él aseguraba que el arte
flamenco tenía partida de nacimiento: se firmó nada más y nada menos que
en 1780 entre los gitanos de la Baja Andalucía en una exigua región extendida
entre Sevilla, Lucena y Cádiz, y de lo que hubiera sido antes no sabemos nada
cierto porque es asunto que cae de lleno dentro de la «insondable esfera de
las posibilidades». Pero, ¿dónde se encuentra la prehistoria del cante, de los
sonidos negros, del «me sabe la boca a sangre cuando canto a gusto», que mu33
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
sitaba Tía Anica la Piriñaca? ¿Podemos hablar de un universo mítico? ¿O real?
¿Podemos hablar de un yo/nosotros flamenco en la antigüedad o de un arte
moderno que surge en plena guerra de Independencia de América del Norte o
cuando en Francia la Ilustración coqueteaba con su inminente revolución?
Manuel de Falla, uno de los compositores más importantes de
la historia de la música en nuestro país, avisó de que «existen tres
hechos en la historia de España, de muy distinta trascendencia para la
vida general de nuestra cultura, pero de manifiesta relevancia en la historia musical, que debemos hacer notar: a) la adopción por la Iglesia española de canto bizantino; b) la invasión árabe, y c) la inmigración y establecimiento en España de numerosas bandas de gitanos».
Sin embargo, para otros, esa insondable esfera de posibilidades de la que
avisaba Ricardo Molina se hunde mucho más lejos en la historia de las civilizaciones. Veamos. Existe la primera hipótesis (quizá la más poética y sugerente), que asegura que el origen primigenio del flamenco se encuentra en
el Indostán y Pakistán (tierra de pureza, en urdu y persa). Tal y como expresó
Hipólito Rossy, en su ‘Teoría del cante jondo’, en 1955, el orientalismo musical del cante jondo y flamenco se explica no sólo por los contactos que el
pueblo del sur peninsular tuvo con tirseos, fenicios, griegos, bizantinos y árabes, sino también por la Iglesia cristiana, cuya liturgia, desde sus comienzos,
tiene su raíz en cantos sirios y hebreos (salmodia y responsorios), a los que se
agregaron otros cantos en las catacumbas y más tarde en las basílicas.
India y Pakistán, un viaje mítico
Aziz Balouch, en su obra ‘Cante jondo, su origen y evolución’ (1955), asegura sin ambages que había llegado a la conclusión de que el flamenco, especialmente en sus modalidades de soleares, siguiriyas, serranas, fandanguillos, martinetes, cañas, polos y otros palos más, tiene auténtica afinidad con
el cante folklórico indo-pakistaní. «Como un modesto cantor de la música
Indo-pakistaní y Cante Jondo, habiendo vivido en ambos países, y cantado
en ellos, llegué a experimentar de cerca, en sus más hondas raíces, el sentimiento que ambos cantes entrañan». Resulta curiosísima la peripecia vital
de este hombre, filósofo y músico pakistaní, que se enamoró del flamenco
al escuchar los primitivos discos de pizarra de Don Antonio Chacón y Pepe
Marchena porque se asemejaban a la música de su país. Aziz Balouch, como
34
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
hizo Ziryab muchos siglos antes, arribó a España en 1934, se hizo cantaor y
llegó a integrarse en la mismísima compañía del maestro Marchena. Con su
harmonium realizó grabaciones acompañándose de la guitarra para demostrar que el flamenco procedía del Pakistán. En sus trazos musicales se puede encontrar un genuino y pionero experimento de fusión flamenca que el
propio Aziz Balouch bautizó como sufí-hispano-pakistaní. Aziz consideraba
que el cante jondo, al igual que la música indo-pakistaní, es un vehículo que
el hombre debe emplear para comunicarse con dios, ya que es una música
con carácter sagrado, «un tónico para el espíritu». Llegó a relatar más parentescos entre el flamenco y la música sufí: «Como en Pakistán los campesinos
recitan sus canciones en sus reuniones personales o en el campo o camino
de su trabajo (...), así los campesinos andaluces, bien en sus reuniones o
cuando van al trabajo andando o sobre sus caballerías, cantan sus coplas
siguiendo su propia inspiración y según el estado de ánimo en el que se encuentran en ese día. Con diferentes palabras, vienen a expresar las mismas
melodías y las mismas canciones, siguiendo una tradición que tiene muchos
siglos de tiempo inmemorial».
A Aziz Balouch primero le conmovió la mística española: desde el poeta murciano Ibn-Arabi, que tan bellamente musicó hace unos años Curro
Piñana con su sobresaliente disco ‘De lo humano a lo divino’, hasta Santa
Teresa de Jesús, pasando por San Juan de la Cruz y después, el flamenco.
Por cierto, Enrique Morente dibujó las espesuras de San Juan de la Cruz en
algunos temas sencillamente memorables. En un maravilloso reportaje que
escribió Silvia Calado Olivo sobre la figura de Aziz, el propio músico relata
que unos amigos, al conocer su devoción por lo hispánico, le pusieron unos
discos de cante jondo: «Al oírlos quedé como en éxtasis espiritual, teniendo la impresión de que en mi vida anterior había sido español y cantaor».
Conoció a Marchena, le llegaron a apodar con su diminutivo -Marchenita- y
fue aleccionado en cultura musical española ni más ni menos que por la
profesora de Imperio Argentina. «No estoy de acuerdo con aquellos que
dicen que sólo son capaces de cantar flamenco a los que les sale de dentro»,
aseguraba.
Balouch también publicó títulos como ‘What is sufism’ (Londres, 1950) y
‘Le sufisme, la philosophie de l’amour’ (Ginebra, 1953) y lamentaba que el
flamenco, por aquel entonces, estuviera ligado a borracheras y juergas: «Lástima que se abuse de este cante espiritual de la forma en que están abusando
los que se creen cantadores y no hacen más que gritar y desacreditarlo».
Todo un personaje este Aziz Balouch, del que gracias a las pesquisas de
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Silvia Calado Olivo sabemos que fue galardonado en 2002 por el Gobierno
pakistaní con el ‘Civil Award for Pride of Performance for Art (Folk Music)’.
Roma y las puellae gaditanae
El poeta romano Décimo Junio Juvenal, ducho en retórica, como es natural
al haber sido discípulo del calagurritano Quintiliano, y autor de expresiones
que han sobrevivido más de dos mil años tales como «panem et circenses»,
-pan y circo-, «¿sed quis custodiet ipsos custodes?», -¿quién vigilará a los
propios vigilantes?- o «mens sana in corpore sano» -una mente sana en un
cuerpo sano-, nunca quiso renunciar a la atracción que le ocasionaban las
muchachitas gaditanas (puellae gaditanae) al danzar todas ellas vibrantes,
cimbreando sus cuerpos repiqueteando castañuelas de alado bronce y cantares atrevidos. De hecho, las bailarinas de Cádiz dispensaban su «escandalosa fama por todo el Imperio». Y cabe preguntarse si son acaso estos crótalos metálicos los precursores de las actuales castañuelas. En primer lugar, los
pitos a los que se refieren las crónicas clásicas (probablemente los cymbala,
que dejó escritos Estacio) son de bronce, no de madera, pero como susurra
Fernando Quiñones en su entrañable libro ‘De Cádiz y sus cantes’, iguales
o muy similares a los chinchines que todavía resuenan en Málaga, Cádiz y
Sevilla. Estos palillos con forma de plato y de minúsculo tamaño los tocaban
las bailarinas y odaliscas orientales en sus danzas del vientre con el dedo
mayor y el pulgar como prolongación de los antiquísimos chasquidos de los
dedos desnudos.
El fluido verbo de Quiñones nos acerca al sentido de la gracia de aquellas
puellae gaditanae y nos alumbra sobre el afán de estas exuberantes mujeres:
excitar hasta la locura los sentidos de sus contemporáneos. De hecho, Plinio
cuenta que un conocido suyo, llamado Claro, era capaz de dejar plantada
su comida y sustento para correr detrás de una lubricae puellae gaditanae
(fijémonos especialmente en lo de lubricae). Lástima que el emperador Teodosio el Grande, nacido en la segoviana y ascética Coca, el último en gobernar todo el imperio romano y autor del ‘Edicto de Tesalónica’ por el cual
Roma adoptó como religión oficial de su imperio el cristianismo niceno o
catolicismo, prohibió estas danzas al calor de la recomendación de San Juan
Crisóstomo, que aseguraba que en las danzas de las puellae «nunca le falta
pareja al Diablo». (Pobrecitas puellae).
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Pero retomemos los aromas sufíes para conjurar edictos papales y rigores moralistas. El presidente de la Academia Árabe de la Música, Salah AlMadi, relató en una entrevista al diario El País, en 1977, las relaciones de la
música árabe con la de otros países, especialmente con los del Mediterráneo. En el siglo VII un grupo de cantores y músicos introdujeron, en la música árabe de origen beduino, la música persa, que en su momento dio origen
a otra clase de escala musical que luego encontraremos en el flamenco. Y de
este modo del flamenco ha vuelto en su nueva forma a los países árabes, dando lugar al nacimiento de otras modalidades, (tales como el género garnatí
-de Garnatha, Granada-, muy extendido en Marruecos, Argelia y Túnez y que
constituye una evidente aportación de la música flamenca al acervo del Magreb).
El primer conservatorio conocido en el Mediterráneo fue el de Córdoba,
en el siglo VIII, donde Ziryab había creado la escuela musical, el sistema de
educación musical, es decir, la costumbre de una disciplina para la música, así como una verdadera escuela de composición. La primera armonía
propiamente dicha en el mundo árabe fue producida aquí, en Córdoba. Y
fue la base de la suite conocida después con el nombre de nuba, que se
ejecuta en África del norte. Es también la base de la wasla, que es una suite
conocida en el mundo árabe oriental, es la base del fasil, un tipo de suite
turca y, asómbrese, querido amigo, (relataba no si emoción Salah Al-Madi
al periodista Andrés Luis Tarazona) es la base de la sinfonía que ha visto la
luz en Occidente. Si usted ve el manuscrito árabe que habla de Ziryab verá
cómo componía y cómo presentaba su canto y su música. Y es exactamente
la misma forma que se percibe los últimos siglos en la música occidental. La
influencia de Ziryab no sólo se da en la música europea, sino también en la
oriental, que antes de la escuela de Córdoba era una música más o menos
improvisada, y que ha mantenido ese carácter improvisador hasta nuestros
días en Irak y en Irán. Se ve claramente cómo aumenta la proporción de la
composición musical según nos acercamos hacia España, y es porque nació
precisamente aquí, en Córdoba.
Ziryab, el Mirlo
Pero, ¿quién era este personaje llamado Ziryab al que Paco de Lucía le dedicó uno de los discos más fascinantes de su alucinante repertorio y que nada
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
para muchos entre la leyenda y el mito de la creación del flamenco? Como
asegura Félix Grande: Ziryab, que sabía diez mil canciones y puede considerarse como el patriarca del cante andaluz, era de origen persa, era cantor de
la corte de Bagdag y cliente de los califas abásidas, por lo que buen número
de sus conocimientos canoros pudo recibirlos de los gitanos indo-persas.
Sea como fuere, el caso es que Abu l-Hasan Ali ibn Nafi, conocido como
Ziryab (apodado ‘el Mirlo’, por su tez oscura), se hizo célebre por las costumbres refinadas con las que embelesó a la corte cordobesa.
Nació en el año 789, quizás en Irak y de origen kurdo, aunque otras fuentes sostienen que era un liberto de raza negra. Desde niño asombró al Califa
Harun al-Rashid, que se quedó prendado por el increíble talento del joven
músico y por la delicadeza y el refinamiento de su estilo, tanto es así que
muy pronto suscitó los celos de su maestro, Ishaq al-Mawsili, por lo que no
le quedó más remedio que abandonar el Califato y buscar nuevos horizontes
en Oriente Medio. Tras muchos caminos y pesares fue recibido en la corte de
Córdoba por su califa, Abderramán II, que le ofreció un palacio y un suculento sueldo sin apenas haberle oído cantar pero influido por su padre que fue
quien le ofreció venir a Al-Andalus. Pronto se convirtió en un personaje muy
conocido por sus influencias en el vestir de la corte, la cocina, el mobiliario
y, desde luego, en la música. Según el arabista Emilio García Gómez, con
Ziryab entraron en la Península las melodías orientales de origen greco-persa
que serían la base de buena parte de las músicas tradicionales posteriores.
Añadió al laúd una quinta cuerda y sustituyó el plectro de madera (pieza que
se agarra con la mano y que pulsa las cuerdas) por otro fabricado con garra
de águila. Además cambió sus cuerdas de seda por unas de tripa de león.
«La música kurda y el flamenco tienen mucha relación, son dos músicas
muy cercanas. ¿Habéis escuchado la de Botán, una región montañosa del
Kurdistán? Cuando escuchas la música de esta zona, uno duda de si el flamenco salió de la música de Botán o la música de Botán fue la que salió
del flamenco. La similitud es muy sorprendente», con esta vehemencia se
explicaba hace unos años en el periódico El Mundo Sivan Perwer, uno de los
cantantes más populares de aquel país.
El cantaor y erudito pakistaní Aziz Balouch aseguraba que «no cabe duda
de que la influencia (entre ambas músicas) sería recíproca; es decir, que lo
mismo que Ziryab vino a España e influyó de un modo decisivo en la música
popular de la Andalucía de entonces, los españoles que partiendo de su tierra, a través del mundo árabe, que en aquellos tiempos era una continuidad,
llegarían a Sindh, donde no dejarían de poner las huellas de su arte y senti-
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
miento. Se da la circunstancia de que el cante grande [jondo] español, como
siguiriyas, soleares, cañas, polos, etc..., está completamente identificado con
la música folklórica sufí, como las composiciones del magistral poeta místico Shah Latif y muchos otros que, al cantar, dan la forma exacta melódica
del cante grande citado. La palabra jondo bien pudiera derivarse de las voces
del idioma sindhi -gind-, que significa alma (cante del alma), o bien de hindu
indostánico, como haciendo relación a su origen».
Tampoco puede descartarse la posible influencia judía en la formación
del flamenco y en este sentido Hipólito Rossy, en su ‘Teoría del cante jondo’
escribe lo siguiente: «El pueblo israelí, por su convivencia de siglos con los
españoles, incluso en la España musulmana, tuvo sobrada oportunidad de
influir en el cante jondo, como en tantas otras actividades humanas en las
que estuvieron presentes, codo a codo con los españoles. Se cree que muchos juglares y cantaores flamencos eran de raza hebrea, y hasta se aventura
que La Petenera (un peculiar tipo legendario de cantaora) era judía. Lo raro,
lo incomprensible, habría sido que hubiera estado al margen de esta actividad artística, popular, este pueblo, cuyos talentos artísticos han sido extraordinarios y siguen siéndolo hoy como en la remota antigüedad».
Pero hay bastantes más aportaciones en la génesis de un arte que por mucho que se empeñe el maestro Ricardo Molina tiene sus orígenes mucho
antes de 1780. Es obvio que las raíces últimas del nacimiento del flamenco
son mucho más lejanas y albergan en su seno un enorme y complejísimo
alud de influencias. De hecho, el estudioso Manuel Ríos Ruiz se felicita de
ese crucial eclecticismo histórico porque un «fenómeno musical de tanta
entidad y variedad intrínseca debía tener una germinación y destilación muy
antigua para ofrecer el grado de estructuración que lo convierte en la música
autóctona más atractiva y sensitiva de la Europa de hoy».
Decir flamenco, un poco de etimología
Y tan sugerente como su historia, como la aportación de tan diversos y lejanos pueblos, es el origen etimológico de la propia palabra que lo designa: flamenco. Antonio Machado y Álvarez, el gran y pionero flamencólogo
conocido como Demófilo y padre de los poetas Manuel y Antonio, decía
que el uso del vocablo flamenco referido al cante gitano se debe a que los
habitantes de Flandes venidos a España durante el gobierno de Carlos I lle-
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
garon junto a muchos gitanos y que por eso se les llamaba a los del bronce
flamencos, por asociación.
En el ‘Diccionario Enciclopédico del Flamenco’ se cuenta que en España
el término se aplicó a la persona de tez sonrosada o encarnada por tomarse
al flamenco como prototipo de los pueblos nórdicos. De ahí se deriva la aplicación a la palmípeda Phoenicopterus roseus -flamenque- por el color de
la misma; de donde luego gallardo, de buena presencia, y después aspecto
provocante, de aire agitanado. A partir de 1870 se aplica a un conjunto de
formas de expresión especialmente arraigado en Andalucía y en concreto
a un género de composiciones musicales de especiales características. De
alguna manera, y por relación y simpatía, se llamó flamenco, en sentido
elogioso, al cantaor que destacaba, por los excelentes cantaores procedentes
de los Países Bajos que actuaron en el siglo XVI en las capillas catedralicias
españolas y luego, por asociación, al propio canto, al del morisco que habiéndose alistado, cuando la deshonrosa expulsión, regresaba a España de
los Tercios de Flandes con todos los honores y cuyas destacadas canciones
eran conocidas como cantos de los flamencos; al gitano, a quien se suponía
procedente de Alemania y el vulgo calificaba por igual a los que procedían
de este país o de Flandes, o por el contraste, dentro de las características
festivas y picarescas de la raza andaluza, con la tez rubia de los naturales
de Flandes; a la gente del hampa que usaba determinado cuchillo o faca de
grandes dimensiones, procedentes de Flandes y de ahí a la gente del cante,
entroncada entonces en el mismo estamento social andaluz; a ciertas categorías de cantos sinagogales que podían ser cantados por los marranos y judaizantes que habían emigrado a Flandes y no por los que permanecieron en
España, donde tales cantos estaban prohibidos. Otras teorías que proponen
derivaciones distintas de la anterior no han prosperado hasta la fecha por
carecer de soporte documental sólido; tal es la que hace proceder el flamenco de voces árabes como felahmengu, o la que identifica cante flamenco
con la del animal del mismo nombre, según una correspondencia simbólica
existente en la India medieval por la que diferentes sonidos se simbolizan
por animales determinados, o la que hace derivar el flamenco de la voz falar,
musulmanizada luego por adición de la terminación despectiva ‘nco’.
Según Blas Infante (‘Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo’,
Sevilla, 1980), el término proviene de la expresión hispanoárabe fellah mengu, que significa campesino sin tierra. Según él, muchos moriscos se integraron en las comunidades gitanas, con las que compartían su carácter de
minoría étnica al margen de la cultura dominante. Infante apunta que en
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
este caldo de cultivo debió de surgir el cante flamenco como manifestación
del dolor que ese pueblo sentía por el desarraigo de su cultura. Sin embargo,
Blas Infante no aporta fuente histórica documental alguna que avale esta hipótesis. Al mismo tiempo, el padre García Barrioso, también considera que
el origen de la palabra flamenco pudiera estar en la expresión árabe usada
en Marruecos fellah-mangu, que significa los cantos de los campesinos. Asimismo Luis Antonio de Vega aporta las expresiones felahikum y felah-enkum,
que tienen el mismo significado.
Durante el siglo XVIII el asistente Olavide pretendió combatir el bandolerismo instaurando colonias de católicos alemanes y flamencos (tenidos por
disciplinados y laboriosos) en el Alto Guadalquivir. El fracaso de adaptación
de muchos de ellos engrosó las filas de las bandas de asaltadores en los que
los gitanos ya eran numerosos, pudiéndose producir una confusión entre
el término flamenco (que a la vez designaba también de manera jergal a la
navaja) y las gentes marginales. Dicha confusión es registrada por George
Borrow en su viaje por España.
La gitanería
Y los gitanos... Para el investigador Manfredi «aprendieron el cante jondo
conviviendo con los andaluces y luego lo lanzaron a los públicos como cosa
propia», porque, según este razonamiento, al que Ángel Álvarez Caballero
caracteriza como «simplista», si hubiera sido al contrario, es decir, si los
gitanos hubieran enseñado a cantar a los andaluces, también se cantaría
jondo y flamenco en otras regiones españolas, cosa que no ocurre. Demófilo
creía exactamente lo contrario, que el cante fue primero gitano y que luego
se hizo «agachonado».
Y quizás para entender un poco mejor lo que sucedió convenga escuchar
a Alberto García Ulecia, que en su libro ‘Temas e intérpretes flamencos’,
aporta una luz especial: «El cante se consolida entre los siglos XIX y XX en
torno a dos factores: el humano y el medioambiental. El factor humano es el
pueblo andaluz y se divide en dos protagonistas: el gitano y el no gitano. El
factor ambiental se polariza en un medio rústico y en otro urbano. Del juego
de esos elementos generales y básicos parece surgir el flamenco. Naturalmente en sus formas y evolución intervienen otros muchos factores (...). Puede decirse que hay unas formas flamencas preferentemente gitanas y otras
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
no gitanas, aunque todas andaluzas. En todo caso, la distinción gitano o no
gitano es muchas veces teórica y difícil de apreciar en la práctica, ya que hay
una gran interinfluencia entre unos estilos y otros».
Y creo que no anda desencaminado Alberto García Ulecia, ya que todo
el caldo de cultivo con el que se encuentran los gitanos cuando llegan a
Andalucía, el manantial musical que se ha ido aposentando y fermentando
a través de los siglos, con las puellae gaditanae, Ziryab, la música persa,
los 800 años musulmanes, las salmodias bizantinas, constituyen un magma
perfecto que con la llegada de los gitanos/egipcianos se especializa de una
manera extraordinaria poniendo a las bases rítmicas el compás, sentimiento
y alma flamencos con el temblor que ahora disfrutamos.
Por eso, como subraya Manuel Ríos Ruiz, merced a esa larga afluencia y
confluencia de tradiciones musicales variadísimas, pero todas crecidas en
un mismo ámbito geográfico, el flamenco tiene la riqueza de estilos y la
variedad de matices de cada uno de ellos. Félix Grande da como bueno el
hecho de que «la fuerza embrionaria del flamenco es, en general, debida al
fabuloso potencial musical de Andalucía desde siglos muy remotos hasta el
XVI y, en particular, las peculiaridades musicales y la situación marginada de
moriscos, a la que hay que sumar la decisiva participación de los gitanos».
Caballero Bonald lo explica con una especial maestría: «Sabemos, por
lo pronto, que los gitanos llegados a Andalucía a través de sus azarosos
vagabundajes, encontraron allí, si no precisamente una tierra de promisión,
al menos algún tranquilo refugio donde no fueron rechazados o menospreciados del todo. A la vez que ciertos aislados focos moriscos -recordemos
esta coincidencia-, no pocos nómadas gitanos decidieron acogerse a la grata
hospitalidad de algunos rincones andaluces. Allí ensayaron las primeras y
míseras posibilidades de coexistencia y allí acabarían por adecuarse, con el
correr de los años, al carácter del pueblo».
Sin embargo y a pesar de que el peso de la historia es más que evidente
porque nada, o casi nada en la vida, nace o brota por generación espontánea, el flamenco, «aún a disgusto de la indisimulada paleofilia histórica que
rezuma buena parte de la flamencología» -tal y como ironiza José Manuel
Gamboa en su obra ‘Una historia del flamenco’-, sienta sus bases a finales
del siglo XVIII, casi en paralelo con la Revolución Francesa, la Declaración
de los Derechos Humanos, la publicación por Kant de su ‘Crítica de la razón
pura’, la muerte de Carlos III y la llegada de su hijo con el que España entró
en una de las mayores crisis de su historia, la invasión napoleónica, la guerra de la Independencia, la Pepa y el rey felón, Fernando VII, del ¡vivan las
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
caenas! y de uno de los mayores desastres de un país al que le aguardaba un
siglo de decadencia brutal y de tres guerras civiles...
Tío Luis el de la Juliana, el primer nombre y las tonás
Pero volvamos a lo nuestro, al cante, aunque el arte jondo nunca ha sido
ajeno a cuanto ha sucedido a su alrededor y la historia del flamenco ha sido
fiel y exacto reflejo de su medio ambiente más cercano. Diferentes tratadistas
colocan al Tío Luis el de la Juliana como el primer nombre conocido de los
cantaores de la historia del flamenco. Demófilo lo sitúa al final del siglo
XVIII, aunque por los pocos datos que se conservan de él se cree que quizás
su primigenio quejío no pase de la esfera mítica. La tradición popular lo
ha colocado en un pedestal de veneración y relata que era un modesto
aguador de Jerez que cantaba a la vez que trasegaba el líquido elemento de
la fuente de los Albarizones. Compuso varias tonás, entre ellas la Toná del
Cristo, la Toná de los pajaritos y la liviana... y dicen que fue maestro de otros
muchos pioneros como El Fillo (de su nombre surge lo de la voz afillá). ¿Pero
qué son las tonás, esos cantes a los que Ricardo Molina describió como la
manifestación más venerable del flamenco, la del ayer más insondable, la
de la etapa conocida como hermética, tanto por lo poco que se sabe de
ella como por la leyenda que sostiene que el flamenco se paría en aquellos
momentos exclusivamente en círculos familiares o en todo caso de iniciados
en los que apenas nadie podía penetrar?
Sinceramente, creo que esto no constituye más que otras de las falsas
leyendas que tanto daño han hecho a este arte. Sin embargo, tan viejos son
estos cantes que en 1881 Demófilo ya decía de ellos que estaban en desuso.
Pero no resulta baladí que su origen etimológico derive del uso andaluz o
gitano de la palabra tonada (canciones populares muy habituales en toda
la península ibérica). En esencia, las tonás son cantes sin guitarra y las que
nos han llegado hasta la actualidad agrupan casi todos los que se realizan
sin acompañamiento (excepto las saetas) y se conocen con el nombre de
martinetes, carceleras, deblas, pregones y las propias tonás que, a la vez,
pueden subdividirse en toná grande y toná chica, según la extensión de sus
tercios. José Blas Vega estima que los focos geográficos de las tonás fueron
Jerez de la Frontera y el barrio sevillano de Triana, aunque se inclina por
este último lugar como el de mayor importancia ya que en él se conservó
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
este cante en su forma más pura, siendo Jerez de la Frontera y Cádiz los
lugares donde se fue produciendo la transformación o evolución progresiva
de las tonás en siguiriyas. Sobre el posible número de las tonás flamencas
que existieron en la época de su mayor esplendor, asegura Rafael Marín en
su ‘Método de guitarra’, publicado en 1902, que existía entre los gitanos la
leyenda de que eran treinta y tres y que coincidían con la edad de Cristo. Otra
extendida tradición gitano-andaluza mantiene que treinta y uno. Demófilo,
en 1881, nos ofrece una relación detallada de veintiséis. José Blas Vega ha
comprobado, entre «viejos cantaores y aficionados», que en la época de
Silverio se hablaba de «las diecinueve tonás», dado que parece ser que el
famoso cantaor sevillano las interpretaba, como asimismo posteriormente
Chacón. Más adelante en el siglo, se hablaba de «las siete tonás», quedando
reducidas en los últimos años a la práctica de tres: la chica, la grande y la del
Cristo. El estilo más antiguo es la toná grande, de difícil interpretación, y se
atribuye al Tío Luis el de Juliana. La toná chica, más corta en sus tercios (versos
melódicos) que la anterior, parece ser más tardía. Las tonás se interpretan en
general sobre un compás aparentemente libre, pero se pueden apreciar una
serie de acentuaciones rítmicas que siempre se encontraran en función de la
fuerza emotiva del texto. Su melodía suele ser silábica, con pocos melismas
y ornamentos, lo que convierte a las tonás en un cante sobrio y profundo a la
vez. Se interpretan sobre una copla de cuatro versos octosílabos (romance) y
se suele rematar (concluirlo) con una terceta emparentada con la que se usa
en el cante por seguiriyas.
Toná grande del Tío Luis el de la Juliana:
Yo soy como aquel buen viejo
que está puesto en el camino:
yo no me meto con naide,
que naide se meta conmigo.
La toná del Cristo:
¡Oh, pare de almas
y ministro de Cristo,
tronco de nuestra Madre Iglesia Santa
y árbol del Paraíso!
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Antonio Mairena y Rafael Molina escribieron en ‘Mundos y Formas del Arte
Flamenco’ que las tonás tienen todas una música triste, que recorre la gama
patética, desde el abatimiento oscuro y la fatal resignación hasta la desesperación más violenta y sombría.
Señor Planeta, el primer patriarca y la siguiriya
Otro de los nombres que asoman entre los primitivos protagonistas con nombre y apellidos es El Planeta, que está considerado como el primer gran patriarca del flamenco y casi todo lo que se sabe sobre él se debe a Serafín Estébanez Calderón, quien en dos de sus Escenas Andaluzas lo presenta como
una especie de patriarca de la grey gitana y lo cita siempre con respeto, llamándole «Señor Planeta» y «Conde y Príncipe de la cofradía», o situándole
«puesto por cabecera y presidencia en lugar de privilegio».
En un baile en Triana datado en 1831 se puede leer: «Entramos a punto
en que El Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los inteligentes,
principiaba un romance o corrida después de un preludio de la vihuela y dos
bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos
trinos penetrantes de la prima, sostenidos con aquellos dejos melancólicos
del bordón, compaseado todo por una manera grave y solemne, y de vez
en cuando, como para llevar mejor la medida, dando el inteligente tocador
unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que aumenta la atención tristísima del auditorio. Comenzó el cantador por un prolongado suspiro, y después de una brevísima pausa, dijo el siguiente lindísimo
romance, del conde del Sol, que por su sencillez y sabor a lo antiguo, bien
demuestra el tiempo a que debe el ser». En la segunda escena, la titulada
‘Asamblea general de los Caballeros y Damas de Triana’, toma de hábito en
la orden de cierta rubia bailaora, Estébanez hace un precioso retrato de este
cantaor, «de edad provecta y aún madura», sin duda puntero en su tiempo
pues se sabe que gozó de una extraordinaria popularidad y lo describe muy
ricamente vestido. Amigo y maestro El Fillo, se piensa que algunos de los
cantes que nos han llegado a través de éste pudieron ser en realidad de El
Planeta.
El Planeta creó la siguiriya, al menos la primera de la que tenemos conciencia. Y quizás este estilo sea uno de los más subyugantes de cuantos
componen la inmensidad del flamenco. Así debió de parecerle a Manuel
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
de Falla, que dejó esto escrito sobre ella: «Declaramos que este cante andaluz es acaso el único europeo que conserva toda su pureza, tanto por su
estructura como por su estilo, las más altas cualidades inherentes al canto
primitivo de los pueblos orientales. Pero a más del elemento árabe, hay en el
canto de la siguiriya formas y caracteres independientes, en cierto modo, de
los primitivos cantos sagrados cristianos y de la música de los moros de Granada. ¿De dónde provienen? A nuestro juicio de las tribus gitanas que en el
siglo XV se establecen en España». El poeta y columnista José-Miguel Ullán
asegura que el haiku japonés tiene la misma composición de la «seguidilla,
o seguiriya, o siguiriya». En una entrevista que le hizo Miguel Mora en El
País en 2004 explicaba que «el estribillo que se añade a los dos cuartetos de
la seguidilla compuesta, ese remate que los gitanos llaman siguiriya corrida,
tiene también tres versos. Por ejemplo: ‘No sé lo que tiene / la hierbabuena
de tu huertecito / que tan bien huele’. Y es una vieja fórmula española, que
fue utilizada por los poetas neopopulares, del 27 lo más palmario, y antes
por Machado, Villarroel, Romero Murube... Incluso en el Quijote, Cervantes
habla de ‘los que se humillan haciendo seguidillas’».
Manuel Ríos Ruiz ha glosado sus dificultades de interpretación: «Cantar
por siguiriya es fundamental. En la siguiriya se culminan o se descalabran
todas las voces. La siguiriya significa, para quien bien la ejecuta, la mayor
satisfacción que puede alcanzar un cantaor de flamenco. Es la siguiriya un
cante de condensación, donde se dan cita todos los melismas y tonos flamencos. Es por ello difícil de matizar y sobre todo de rematar con éxito».
De ahí el desgarro y sino de la siguiriya, la prueba iniciática y tribal que ha
de pasar todo cantaor para expresar su dolor más hondo, el más incisivo y
el que desgarra como un puñal estriado hasta llegar a la oscurísima raíz del
llanto. La siguiriya no tiene nombre, deja arrastrar la voz hasta desenfrenarse
en un grito impulsivo y sobrenatural que marca una llaga por cada sílaba y
un desconsuelo en cada milésima de segundo que dura este cante cuando
se interpreta, por ejemplo, como lo hizo la trianera Esperanza Fernández en
uno de los Jueves Flamencos del Bretón de Logroño en 1999.
El sino que desprendió era el de la angustia frente a lo infinito, la rebotica
de nuestra conciencia indiscutiblemente callada y necesariamente silenciosa. Y en este punto, la cantaora nos llevó a esa situación brutal en la que el
ser humano llega a su máxima especialización, al límite de sus sentidos,
donde palpita no sólo el alma, sino que se apodera de cada uno todo el vértigo extremo de su peripecia. Y ahí quedó para el que la supo escuchar una
siguiriya imborrable, la del dolor de cal y adelfa que dijo Lorca.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Silverio Franconetti, el gran creador
Otro de los nombres (y creadores de la siguiriya) que es necesario traer es el
del Rey del Cante, Silverio Franconetti (que en realidad se llamaba Francisco
de Paula Federico Bruno Silverio de los Desamparados Franconetti Aguilar),
aquel flamenco italiano al que García Lorca dibujó con este poema-retrato:
Entre italiano
y flamenco,
¿cómo cantaría
aquel Silverio?
La densa miel de Italia
con el limón nuestro,
iba en el hondo llanto
del siguiriyero.
Su grito fue terrible.
Los viejos
dicen que se erizaban
los cabellos,
y se abría el azogue
de los espejos.
Pasaba por los tonos
sin romperlos.
Y fue un creador
y un jardinero.
Un creador de glorietas
para el silencio.
Ahora su melodía
duerme con los ecos.
Definitiva y pura.
¡Con los últimos ecos!
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
El autodenominado poeta fallido Leopoldo de Trazegnies cuenta en su deliciosa web ‘Crónicas Visueñas’, que suele versar, entre otros millones de asuntos y sucedidos, sobre los lindos acontecimientos del pueblo sevillano de Viso
del Alcor, un magnífico relato que une a Silverio Franconetti con los japoneses:
«Probablemente los primeros nipones que escucharon cante flamenco fueron
los treinta pasajeros de un galeón del país del sol naciente que atracó en Sanlúcar de Barrameda en 1614. Venían con el embajador Hasekura Tsunenaga
desde el reino del Shogun Tokugawa. Partieron de Sendai para atravesar el
océano Pacífico hasta México donde cambiaron de nave y continuaron por el
Atlántico hasta la desembocadura del río Guadalquivir. Después de ser recibidos con gran fasto por el Duque de Medina Sidonia, remontaron el río hasta
Coria, donde fueron hospedados suntuosamente en la ciudad ribereña.
Desde allí partieron escoltados para visitar Sevilla. Era una embajada de
buena voluntad que tenía el propósito de llegar a la Corte de Felipe III para
transmitirle al rey el deseo de estrechar los lazos comerciales y religiosos
entre Japón y España. Aunque la intención de la embajada era regresar a
Asia, esto no pudo realizarse por problemas burocráticos y de salud de sus
miembros. El único que se embarcó de regreso al reino del Shogun fue el
embajador Hasekura con una pequeña comitiva. Los miembros restantes de
la delegación permanecieron en Coria del Río, se hicieron cristianos, españolizaron sus nombres y tomaron colectivamente el apellido Japón tan
común hoy en día en estas tierras de la Baja Andalucía, que son la prolongación de Los Alcores hacia el mar. Releo estos datos después de ver el
documental de Basilio Martín Patino sobre el flamenco en Andalucía. Nos
muestra el reciente hallazgo en Tokio de unos rodillos de estaño grabados
con la voz de Silverio Franconetti. Este cantaor sevillano del siglo XIX es uno
de los considerados grandes del flamenco. De origen italiano pero de madre
alcalareña, aunque criado en Morón, fue uno de los primeros en elevar el
cante hondo a categoría de arte».
Y es que aunque a Silverio le decían natural de Morón, la realidad es que
nació en Sevilla el 10 de junio de 1831. Su padre se llamaba Nicolás y fue
jefe de Guardias Walonas. El llamado Rey del Cante se crió en la ciudad del
gallo a la que bautizó el legendario Estrabón, donde aprendió las primeras
letras y el oficio de sastre junto a un hermano. Allí conoció a El Fillo.
Discípulo dilecto de El Planeta, de joven andaba siempre en un discreto
segundo plano junto al viejo maestro, y los dos eran figuras principales del
flamenco primitivo que tenía en Triana un centro cantaor muy influyente.
Como cuentan en la web www.flamenco-world.com, por lo que sabemos,
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
fue cantaor muy importante en su tiempo, y como siguiriyero marcó época.
Estébanez Calderón dio noticias de él. La voz de El Fillo era bronca y áspera,
características que han quedado en el flamenco para denominar un tipo
de voz con el nombre de afillá, derivado del apodo del cantaor. Machado
y Álvarez lo clasificó como cantaor generalísimo, o sea enciclopédico,
es decir que profesaba todos los estilos conocidos en su tiempo, citando
expresamente la caña, romances, soleares y tonás, y más que ningún otro
las siguiriyas, género que quedó definitivamente estructurado con las
aportaciones de El Fillo.
Una de sus siguiriyas personales, que aún hoy se canta mucho, hacía
referencia en la copla -«Mataste a mi hermano...»- a la muerte a mano
airada de su hermano Juan Encueros. El cante más popular de El Fillo son
las siguiriyas de cambio, o cabales, atribuidas durante mucho tiempo a
Silverio, pero hoy se cree que éste las aprendió del primero, considerado su
maestro. Del prestigio de El Fillo nos da idea que Demófilo le juzgaba como
el cantaor que había alcanzado mayor fama entre todos los de su tiempo (fue
llamado también «padre del cante» y «Juan Sebastián Bach» del flamenco)
y que incluso le animó a seguir en el arte a pesar de la clara y transalpina
oposición de su padre, y también de su madre: «Fue en esta circunstancia
-relata Demófilo- que El Fillo, asombro de las gentes, comenzó a ir con
frecuencia a Morón y viendo a Silverio con tan felices disposiciones para el
cante gitano, le animó a cultivarlo, fomentando así la insurrección de éste
contra los deseos de su madre, reducidos a ver cuanto antes a su hijo, que
cantaba ya más que un canario, ocupado exclusivamente en su oficio».
Como destaca Ángel Álvarez Caballero, la personalidad de este Silverio
Franconetti reúne una serie de circunstancias nuevas en el flamenco
que marcarán su estela de por vida y que le convertirán en un personaje
crucial para el devenir histórico del cante. De hecho, es el primer gran
maestro de este arte no gitano, aunque el cante lo aprendiera de la mano de
muchos de ellos. Su vida, aunque azarosa y repleta de historias, ofrece la
sensación de no haber pasado las penalidades y desastres que van
irremediablemente ligados a la pobreza. Todas estas cuestiones hacen
de él un precursor, un auténtico pionero, porque además de «recrear y
renovar los géneros», como cuenta Álvarez Caballero, los dulcificó y los
hizo más asequibles para auditorios mayores y profesionalizó la figura
del artista, del cantaor, con el nacimiento de los cafés cantantes que él
contribuyó de forma decisiva a crear. Fernando Quiñones dijo de él que
realizó un papel semejante al de Paquiro en el toreo.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Y es que Francisco Montes Paquiro publicó en 1836 su tauromaquia
completa, obra del crítico taurino Santos López Pelegrín, Abenámar, quizás
la más importante preceptiva taurina de todos los tiempos. Paquiro dictó
dicha tauromaquia inspirándose en la de Pepe-Hillo y posiblemente en el
minucioso informe del conde de la Estrella, que es un compendio de su
extensa sabiduría torera.
Dividida en tres partes, como los mismos tres tercios de la función que
él delimita, la obra se ocupa del ’Arte de torear a pie’, del ’Arte de torear a
caballo’ y de la ’Reforma del espectáculo’, aspecto que tanto le preocupaba.
Como relata la web www.plazareal.net, esta obra se considera el código
definitivo del toreo ecléctico, que, como apunta Andrés Amorós, «parte de
la actitud defensiva (como Pepe-Hillo), pero aspira a la perfección (como
en las máximas atribuidas a Pedro Romero)». «Sus reglas -nos recuerda
Amorós- han sido la base de toda la preceptiva taurina». De ahí que sea
considerado, sin exageración y con justicia, el Gran Legislador o el Supremo
Codificador de la Fiesta. Y esto, hasta en los más mínimos detalles, hasta en
los aspectos más aparentemente tangenciales, pues se ocupó Paquiro incluso
del vestido que el torero precisaba para realizar su labor y para subrayarla,
para remarcar también la dignidad del torero a pie, tan subestimado antes,
tan denostado.
Concebido para crear espectáculo, para acentuarlo y para singularizar al
diestro presentándolo como un héroe sobre la arena, el traje de luces, que
deriva de los vestidos goyescos, fue diseñado básicamente por Montes que,
al parecer, halló también inspiración en los trajes de gala de los oficiales del
ejército francés. La montera, palabra que designa ese tocado con que cubre
el torero su cabeza, remitiría a Francisco Montes, tan vinculado está éste
al traje que, evolucionado ya en el curso del tiempo -persiguiendo sobre
todo mayor ligereza y comodidad-, en líneas generales sigue siendo el traje
diseñado por él entonces.
Pero sigamos con las opiniones de Fernando Quiñones sobre Silverio
Franconetti. «Su papel es el de Juan Sebastián Bach en la música
clásica. Puente entre dos tiempos de ese arte, es Silverio, quien amplia
y sistematiza su futuro, conexionando el fecundo cuanto oscuro
periodo arcaico, cuyos últimos tiempos vivió, con una nueva época en
la que hacen posible su disfrute, el conocimiento de sus formas y su
acrecentamiento».
El maravilloso y apenas reconocido poeta Pedro Garfías sitúa de manera
literaria en Jerez el encuentro entre el mítico Fillo y el renacentista Silverio. Y
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
debió de ser así: «Residía en una posada como mozo. Allí iba todos los días
El Fillo, el rey del cante flamenco por aquel entonces, quien se dedicaba a
comprar y a vender ganado en la feria. Después del trato con algún payo,
El Fillo, con otros gitanos, se iba a la posada a bautizar con manzanilla
el éxito de la compra o la venta, y se organizaba una fiesta. Empezaban
a cantar y entre vaso y vaso de manzanilla, la alegría subía de tono.
El mozo que servía las copas se hacía el remolón y procuraba quedarse para
escuchar lo más que pudiera. Lo notó El Fillo y le preguntó: ¿Cómo te llamas?
El muchacho respondió: Silverio Franconetti, señor. El Fillo, paseando la
mirada entre sus acompañantes, replicó: ¿Qué apellido tan raro, verdad? ¿Y
a ti te gusta el cante?, continuó.
El muchacho contestó: Sí señor. Insistió El Fillo. ¿Y cantas también?
Franconetti, tímido, balbució: Algunas cosillas... señor. El Fillo, con
un poco de mofa, invitó: Pues échate una copla. Y Silverio Franconetti
cantó. (...) Y cantó Silverio, y el silencio de la muerte cayó sobre los
gitanos, que se dispersaron sin pronunciar palabra. Transcurrió un año
y volvió El Fillo a Jerez de la Frontera. Pero, antes de dirigirse a la feria
del ganado, o sea, su negocio, fue a la posada y preguntó por Silverio.
Le invitó a sentarse: Siéntate aquí, muchacho, y vamos a cantarnos uno
a otro. La voz del chaval ya se había formado y crecido y parecía un
vendaval. El Fillo fue a la feria y después, muy triste, reunió al cónclave de
gitanos y le dijo: Tengo una mala noticia, ha salido un payo que canta mejor
que todos nosotros. María, llamada la del Borrico, saltó al instante: ¿Mejor
que tú, Fillo? Y El Fillo, desolado, replicó: Mejor que yo, que tú y que todos.
Se llama Silverio y un apellido que no recuerdo».
No se conocen muy bien las razones, pero Silverio, tal y como relata
Demófilo, se fue nada menos que en 1856 al Uruguay a ejercer el
noble arte de picar toros: «Ni para ello tenemos noticias suficientes, nos
limitaremos a consignar que también en América abandonó Silverio el
oficio a que sus padres quisieron dedicarle, ocupándose en picar toros
en los tiempos de paz y a servir en los tiempos de guerra a los ejércitos
de la República del Uruguay, donde llegó a obtener el grado de oficial».
Gamboa simplifica un punto la marcha del cantaor al cono sur y piensa
que «hablando en plata», Silverio tuvo que salir «por patas del país».
El caso es que Silverio volvió a España, embarcado a bordo del vapor
Gravinia antes de 1864 y para presentarse preparó una fiesta en la que
se acompañó a la guitarra de José Patiño. Le pidió que rasgueara por
siguiriyas y la leyenda dice que María la Borrica, aquella de la troupe de
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
El Fillo, le reconoció al momento... Y ya nadie más pudo cantar. He aquí la
letra que ya había hecho famosa antes de embarcar:
La malina lengua
que de mí murmura,
yo la cogiera por en medio, en medio
y la dejara muda.
Y la Borrica gritó: «Éste no puede ser otro que Silverio, al que habéis imitaos
tós. Tú eres Silverio. Niña besa a ese Dios. No tengo otra manera con qué
pagá lo que ha hecho usté sentí a esta pobre vieja. Los abrazos se sucedieron
emocionados. ¡Era el propio Silverio! No podía ser otro, nadie cantaba así.
En un momento había reconquistado su fama. ¡El señor Silverio ha vuelto!».
Fernando de Triana calificaba a la voz de Silverio como «afillá, ronca, pero
dulce como la miel de la Alcarria. El único cantaor que, absolutamente todo,
lo cantó extraordinariamente bien».
Silverio ofreció conciertos por muchas capitales españolas, especialmente
en las de Andalucía, y en algunas de ellas, como en Cádiz fue calificado
como «El Rey de los cantaores». Y es que, tal y como contaba Pepe el de la
Matrona, en el momento en el que surge Silverio, el flamenco no se conocía
nada más que entre los gitanos y en los suburbios. Y Silverio se dio cuenta
de que había que hacer el flamenco más asequible para llegar a más público
y, entre otras cosas, sustituyó el hondo rajo primitivo por vigorosas exhibiciones de facultades. Luego, según Molina y Mairena, inició el cultivo sabio
de las florituras y ornamentaciones a las que el público, iniciado en la ópera
y en la zarzuela, era sensible. Pero todavía el eco gitano (¡tan próximo!) fue
en Silverio predominante.
Otra de las anécdotas míticas de la vida de Silverio fue aquella que le
aconteció en un lugar indeterminado entre los Puertos y Jerez. Según relato
de Fernando el de Triana, le preguntaron a una gitana vieja su opinión sobre
Franconetti: «Canta muy bien, pero tiene una farta -¿Una farta?-, espetaron
todos. ¿Qué farta le encuentras tú, Angustias? -¡Que tiene los pies mu grandes!».
El flamenco reúne como muy pocas agitaciones artísticas una capacidad
para recibir la vida en toda la extensión de la palabra. Anselmo González
Climent escribió que el cantaor flamenco es un metafísico no académico,
un filósofo callejero, un receptor de la vida en su último sentido. Por eso el
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
flamenco es un arte en continua y constante evolución y por eso el siglo XIX
constituye una época crucial para entender la consolidación posterior del
arte flamenco, por su prolijo enriquecimiento interior como por la esencia
de un espectáculo de carácter público: de la fuente donde cantaba Tío Luis
el de la Juliana a los cafés cantantes que tanto impulso recibieron de Silverio
Franconetti.
En 1881 Demófilo, en su obra ‘Colección de Cantes Flamencos’, temía
una degradación de la esencia del cante jondo por la influencia de su socialización a través de los espectáculos populares. Por el contrario, los cantaores y los aficionados recibieron con alborozo esta apertura de puertas, que
como era natural, se iba a ver afectada por varios acontecimientos decisivos.
Por el roce con otras músicas, se empezaron a introducir en la guitarra pasajes propios de la música clásica, se aflamencaron sones llegados del otro
lado del Atlántico: guajiras, colombianas, rumbas y milongas... y lo que es
más importante, yo diría que crucial, a partir de este momento los cantores
imprimirían a los palos tradicionales variaciones personales, la búsqueda de
ese sello propio que define a los artistas y que convoca al flamenco al experimento de la novedad, de la creación, de la autoría personal. Este hecho
supone un cambio drástico en el que se sustenta toda la evolución posterior,
la ruptura con la endogamia y la apertura de nuevos e increíbles caminos.
El flamenco, como hemos visto, es un arte con influencias mestizas y en su
crecimiento posterior se abre, de nuevo y de forma insoslayable, al abanico
de múltiples aportaciones.
Como recogen los maestros José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, en la tristemente desaparecida revista La Caña, una prueba documental es el contenido
del programa de los conciertos celebrados en el Café Madrid los días 23 y 24
de agosto de 1873, donde actuaban los hoy ejemplos de flamencos clásicos:
el Maestro Patiño, Enrique Ortega, El Quiqui, Mangoli y otros. En dicho programa se lee: «Se cantarán las piezas más escogidas del repertorio moderno,
a fin de que el público no tenga nada que desear». Así, junto a las soleares
o el tango, se aplaudía a las versiones de guajiras que cantaban Curro Dulce
o el Lebrijano Viejo; las peteneras de Medina El Viejo o cantares y canciones
ajenas al repertorio clásico: farrucas, de origen asturiano o Los Campanilleros, de estirpe religiosa, que se aflamencaron con la colaboración del Niño
Ricardo, años después.
También comenzó a suceder el mismo fenómeno con el baile y, como
ejemplo, estos dos grandes estudiosos del flamenco proponen lo que logró
Faíco El Viejo con el garrotín al incorporarlo a su panoplia de danzas, estilo
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
que sigue perviviendo con total vigencia en las coreografías de los grandes
bailaores de la actualidad. Pero además, con los cafés cantantes también se
introdujeron novedades cruciales en los modos de representación y cuajó
para siempre el modelo de cuadro, que con todas sus variedades, ha derivado en las distintas fórmulas de representación que conocemos en la actualidad.
La experimentación es gran parte de la esencia del flamenco. Sin embargo,
tal y como recoge el tantas veces mencionado Manuel Ríos Ruiz en su libro
‘Historias y teorías del cante jondo’: «La tradición flamenca que tenemos
asumida es tan patente y radical, tiene tanta fuerza de sugestión, que nos
empuja a la evocación perenne del ayer. Es como si quisiéramos que no
haya pasado el tiempo. O como si pensáramos con unamuniana idealidad
en un estado eterno, sin tener presente que el mundo no se ha detenido.
¿Nos atreveríamos a decir que vivir el flamenco en la actualidad es un vivir
a contracorriente?».
«Tanto pesa e influye la tradición flamenca en el mundo actual del flamenco y en sus formas, que su evolución ha sido mínima, casi inapreciable
en todo lo que va de siglo. (...) La mayoría de la afición flamenca, por qué
no decirlo, es sumamente conservadora. ¿Pero qué es el conservadurismo?
¿No es acaso la adhesión a lo viejo y experimentado contra lo nuevo y no
experimentado todavía?».
Pero para conocer cómo reaccionaba la prensa del momento ante cualquier atisbo de innovación, veamos lo que escribió en 1878 Agustín Moyano
en el Boletín Gaditano del café cantante llamado de la Escalerilla, que dirigía Silverio Franconetti: «En primer término er zeñó Silverio (alias) El Rano,
que da nombre al salón, y de cuya vida se cuentan innumerables anécdotas
referidas a su arte, especie de director con una varita que marca el compás;
luego sigue er maestro Pérez, famoso tocador de guitarra y que a petición
del público suele bailar a la vez que toca; posteriormente las ninfas, entre
las notables La Juanela, La Parrala y La Chata, y en fin, entre los hombres,
El Colorao, que imita el francés; El Roteño, que canta guajiras y baila a lo
mulato, y otros cuyo nombre no me acuerdo que son la perfección en el arte
y forman la delicia de la Sociedad. Las paredes se hallan pintadas al fresco
tratando de imitar ángeles y flores: el alumbrado es de petróleo y la atmósfera irrespirable».
Así se las gastaban los ya entonces siemprevivos conservadores y guardianes de la pureza. Y es que como suele decir Félix Grande, no se enteran de
que la historia flamenca contiene un profundo respeto a los maestros y al
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
tiempo, una constante desobediencia, un incesante caminar hacia la búsqueda no de duplicar lo ya cantado. No, de hacerlo y rehacerlo, de abrirlo,
de crear nuevos cauces.
Y en el toreo sucede exactamente lo mismo, con otros autores, con otros
protagonistas y quizás con los mismos públicos. ¿Qué es el clasicismo, dónde radica la pureza? ¿Existe acaso? De hecho, la revolución taurina que trajo
Juan Belmonte no era, al principio, entendida por casi nadie porque fue quizás el primero en expresar sobre el ruedo, no una técnica, sino un sentimiento, una filosofía y un concepto que tenía una absoluta raíz espiritual: «Se
torea como se es». Y de él dijeron que fueran pronto a verlo porque lo iba
a matar un toro antes de que nos diéramos cuenta. Este fenómeno también
se da en el mundo de la gastronomía y el vino, donde parece que se desata
a cada paso una singular guerra entre apocalípticos e integrados, que diría
Umberto Eco. Ferran Adrià es la viva imagen de la innovación y muchos sectores conservadores no se han dado cuenta de la influencia increíble que ha
tenido en la evolución de la cocina española en el mundo entero. Adrià es
la representación exacta de la gastronomía como un hecho cultural, creativo
y también espiritual, y simboliza como ningún otro ese afán científico por
la revolución en la cocina que ha puesto a España a la cabeza de los gustos,
las modas y las tendencias gastronómicas internacionales. España está a la
vanguardia y Ferran Adrià ha sido el máximo causante de esa convulsión
culinaria que ha sacudido el mundo en una prodigiosa década de estilos
vertiginosos, controversias y descubrimientos. En una entrevista que le hice,
el cocinero catalán me dijo que «en cualquier faceta de la vida o del arte se
crea y se renueva sin parar, pero cuando hablamos de cocina todo es distinto. La razón estriba en que todo el mundo cocina. Por eso me encantaría
imaginarme un mundo donde comer no fuera necesario para vivir. ¿Existiría
entonces la cocina?».
¿Y en el vino? Es cierto que existe también una lucha, a veces soterrada,
otras no tanto, entre la defensa de una especie de pureza enológica que se
sostiene en normativa estricta y en un modelo ideal de vino, como si en
realidad existiera una batalla entre el clasicismo y la innovación. Existen
referentes cruciales (terruño, clima, variedad) que sostienen la llamada tipicidad, pero muchos bodegueros actuales mantienen intactas esas referencias
clásicas para lograr vinos donde se destaque más la expresión del suelo, del
clima y de la variedad para crear nuevos caldos en los que se respeta ese
tesoro del clasicismo reforzando y recreando lo mejor de cada una de esas
condiciones para ofrecer vinos en los que se busca la emoción. Vinos con
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
emoción, con depósitos donde se asienta la creatividad y la inquietud de
nuevos bodegueros, que en el caso de Rioja han reinventado en veinte años
una de las denominaciones señeras de España.
Don Antonio Chacón,
la primera gran figura del siglo XX
Don Antonio Chacón llegó a mi alma por un poema y una voz. El poema es la
‘Elegía del cantaor’, de Tomás Borrás y la voz, la de Enrique Morente y su disco homenaje al maestro de «ojillos menudos, cara rubiaca y gorda de obispo
satisfecho». A los adjetivos no les queda más remedio que superponerse los
unos a otros para calificar a un maestro titulado como «sumo sacerdote del
arte flamenco» y del que el gran Néstor Luján nos alumbró con esta belleza:
«La figura de este zapatero de Jerez que dejó el oficio para dedicarse al jondo
es la más importante del flamenco. Antonio Chacón fue un apasionado, un
vitalizador, un mágico. Convertía en jondo cualquier cosa que cantase».
Algo parecido debía de pensar Enrique Morente, sin duda, la figura más
apasionante del flamenco de los últimos años, que en 1977 grabó un disco esencial para comprender qué es el cante jondo y hasta dónde llega
su trascendencia filosófica, moral e intelectual, ‘Homenaje a Don Antonio
Chacón’, en el que además de releer con una emoción y un acento personalísimo el legado de un maestro desaparecido medio siglo atrás y totalmente
desconocido por las nuevas generaciones de aficionados (y cantaores), constituyó una verdadera simbiosis de los cantes más clásicos con un tratamiento
tan innovador como respetuoso nunca visto hasta ese momento. La esencia
chaconiana quedó absolutamente intacta, pero Enrique Morente la conjugó
con una diversidad increíble de nuevos matices, lógicamente vertebrada con
su propia entonación para dejar sentado, una vez más, que el cante no iba
ni podía estar apolillado como aseguraban los pretendidos dueños de las
virtudes de la pureza, que encima, en aquellos años, no eran capaces de
entender la maestría rompedora de Enrique Morente y lanzaron toda suerte
de venablos y descalificaciones contra el maestro granadino.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Antonio Chacón (Jerez de la Frontera, 1869 - Madrid, 1929) representa la
unión entre la evolución que existe entre la época de los cafés cantantes y
la operística y la teatral, en la que lo jondo se lanzó hacia auditorios mucho mayores. Diversos tratadistas coinciden en afirmar que Silverio sacó el
cante de las tabernas, Marchena lo llevó a lo exagerado con el operismo
(un momento para muchos de infausto recuerdo) y Chacón fue capaz, por
primera vez en la historia, de subirlo a los teatros. Nacía el cine, los toros
se convertían en el gran espectáculo de masas y el flamenco llegaba a las
grandes ciudades.
En una deliciosa entrevista realizada por el periodista Agustín López Macías, Galerín, publicada el 9 de julio de 1922 en El Liberal de Sevilla, Antonio Chacón rememora de esta forma sus primeros contactos con el cante
flamenco: «Llevo cantando más de cuarenta años. Empecé en Jerez cuando
tenía trece o catorce años. Sólo cantaba entonces soleares y siguiriyas gitanas. A los quince marché por los pueblos, acompañado por el hoy excelente
tocador Javier Molina y su hermano que bailaba. Todas esas excursiones se
hacían andando. El año 86 -nos dice Chacón- trabajé en Jerez, en un café
cantante que tenía un tal Juan Junquera. Me pagó seis reales por cuatro coplas, y me echó a la calle. «No sirves, nene», me dijo. Y seguí de pueblo en
pueblo. Cuatro meses después, una hermana de Junquera, llamada Tomasa,
me contrató en otro café cantante de Jerez, pagándome cuatro pesetas por
función. De este café pasé a Cádiz, a la feria del Perejil, ganando siete pesetas diarias. Allí cantaba por siguiriyas Enrique Ortega, tío del padre de ese
niño Caracolito (por Manolo Caracol) y El Mellizo».
Y es que desde Cádiz, la fama de Chacón se extendió en poco tiempo y
como la pólvora por todos los confines de Andalucía. Silverio Franconetti,
el gran Silverio, demostró una vez más su ingenio flamenco y contrató al
hijo del zapatero para que actuara en su café cantante. Y tal y como relata
Fernando de Triana, Chacón la lió de una manera absolutamente memorable, empezó a cobrar veinte pesetas de sueldo, que era ni más ni menos que
el doble de los honorarios del resto de los cantaores del momento: «¡Hay
que ver! Los cantaores más notables que hasta entonces se habían conocido
nunca cobraron más de diez pesetas de jornal». Y de tanta fama y respeto
empezó a gozar que «todos los notabilísimos artistas de la época de Chacón
prescindieron de sus derechos de antigüedad y acordaron cantar por delante
del fenómeno; así serían escuchados e indiscutiblemente aplaudidos, pues
al terminar Chacón la primera sesión quedaba el salón completamente desalquilado de personal». Y fue a Madrid, ciudad que lo adoptó de inmediato
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
como el gran rey del flamenco y donde popularizó y reinventó los hermosos
caracoles de José el de Sanlúcar:
Cómo reluce, cómo reluce
Santa Cruz de Mudela,
cómo reluce
cuando suben y bajan
los andaluces.
A los que Don Antonio Chacón transformó con su nueva letra:
Cómo reluce
La gran calle de Alcalá...
Como cuenta Ángel Álvarez Caballero, el pueblo de Madrid hizo suya al
momento una copla que encajaba a la perfección con la sinuosa y afinadísima voz del cantaor jerezano, que en aquel momento apenas superaba los
veinticinco años. Y tanta fama alcanzó que muy pronto empezó a entrar en
los más distinguidos círculos sociales del Madrid del cambio de siglo, donde
conoció al tenor navarro Julián Gayarre, que se quedó tan impresionado
tras cantarle por martinetes que llegó a decirle que Chacón era capaz de
«partir un tono en cuatro» y le ofreció pagarle estudios en Milán para que se
convirtiera en tenor de ópera, cuestión que el zapatero jerezano no aceptó.
El periodista Salvador Rueda describía así a Chacón y su cante en el Diario
El Liberal en 1925: «La tercera persona de la Santísima Trinidad es Antonio
Chacón, un poco poseído él, y con razón, de que tiene un ruiseñor en la garganta. El cual ruiseñor no tiene sistema de canto conocido. Sale por donde le
parece, y a veces sin saber a dónde va a llegar con sus fermatas; pero como
su voz, al caer en el aire, va guiada por un buen gusto instintivo, cuanto hace
con ella es delicado y es fino. Así como otros cantaores han manifestado su
característica de tales con una o dos coplas peculiares, únicas de ellos, Chacón manifiesta su modo de ser, no teniendo copla predilecta. (...) Todas las
celebridades del género han tenido, como si dijéramos, y usando términos
literarios, su escuela; Chacón tiene la de no tenerla: así es que su canto no
puede remedarse. (...) Lo que distingue el canto mudable de Chacón es el
sentimiento».
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Pero si existe un cante en el que Chacón destacara ése fue la malagueña. Se
sabe que en el proceso de acercamiento a la jondura de la malagueña desde
mediados del XIX, ésta dejó paulatinamente de basar el acompañamiento en
el ritmo abandolao, prescindiendo de un ritmo fijo e interpretándose de manera libre. Es entonces cuando se viene a denominar a esta forma de interpretar las malagueñas como malagueñas nuevas frente al antiguo concepto
de cante abandolao. Se suele apuntar la localidad de Álora como cuna de
este tipo de malagueñas, también denominadas cuneras o perotas (perotes:
habitantes de Álora), diferenciándolas así de las malagueñas de creación
personal. Es la malagueña uno de los cantes flamencos mas populares y
del que existen un mayor número de variantes personales y comarcales. Al
realizar una división topológica de las malagueñas se suelen diferenciar dos
escuelas fundamentales: la autóctona y la gaditana, esta última representada
en la versión realizada por Enrique El Mellizo hacia 1885. De este tipo de
malagueñas de El Mellizo (la más antigua malagueña flamenca propiamente
dicha, de verso quebrado) derivan otra muchas. Manuel Reyes El Canario
es el creador de otro tipo fundamental de malagueñas autóctonas que se
suele definir como cante valiente. Del cantaor jerezano Antonio Chacón se
conservan hasta seis tipos de malagueñas. Y fue él quien confirió al genero
su verdadera identidad, al refundir en su repertorio todo el acervo melódico
de la malagueña, que se encontraba disperso en las creaciones de El Mellizo, El Canario, El Caribe o El Perote, basándose en tonadas propias de los
fandangos malagueños, bebiendo en el variado repertorio de las malagueñas
existentes, imponiendo su estilo y otorgándole definitivamente el rango de
cante grande, con tercios de inspirada factura melódica. El tipo de malagueña autóctono está representado por Trinidad Navarro Carrillo, La Trini, quien
creó dos variantes de malagueña de carácter muy trágico y melodramático.
Tras esta fase de gestación de la malagueña como palo flamenco hay que
mencionar dos épocas más: una segunda etapa, que corresponde a la denominada Ópera Flamenca (1920-1936), y una tercera, que corresponde a
las de las nuevos creadores como Enrique Morente y Naranjito de Triana, y
también la telúrica que interretaba Fernando Terremoto, fallecido en febrero
de 2010. Blas Vega, autor de la obra más compleja, completa, profunda y
didáctica de cuantas he podido acceder sobre la figura que nos ocupa, asegura que decir Chacón en el cante por malagueñas es decirlo todo, ya que
«fue su revolucionador, su jerarquizador, su mejor intérprete, su divulgador
y su creador genial». Como tan acertadamente escribió Souvirón, «fue la
encarnación de la teoría del cante por malagueñas».
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Curiosamente, la malagueña representa uno de los cantes en los que más
se acusa la evolución del flamenco, su implementación de diferentes fuentes
y caminos. De hecho, su origen hay que buscarlo en los fandangos verdiales
o malacitanos, de los que poco a poco se fue desgajando porque los excepcionales cantaores que lo han frecuentado a lo largo de su evolución le han
aportado una enorme multiplicidad de matices y modulaciones musicales,
con infinidad de variaciones personales: la de La Trini, la del Cachorro, la
del Caribe, la del Niño de Vélez, la de Juan Breva o la imponente de Enrique El Mellizo, toda ella trufada de una enorme solemnidad y de un brutal
sentido melismático. Las malagueñas han dado lugar a un frondoso árbol de
variantes dentro del flamenco, funcionando como prototipo de la mayoría
de los cantes derivados del fandango que se cultivan en las provincias orientales de Andalucía, como las rondeñas, las tarantas, tarantos, cartageneras y
granaínas, tienen en la malagueña flamenca el eslabón intermedio entre el
fandango local y el cante flamenco propiamente dicho. Fue Hipólito Rossy
quien diferenció tres tipos fundamentales de malagueñas: la corrida o verdial (también conocida como bandolá), la de cante (sin un ritmo fijo y que
es la considerada flamenca) y la instrumental (para guitarra, orquesta...).. Y
en este punto aparece como un gigante la figura de Don Antonio Chacón,
que fue capaz con su estilo de convencer al mismísimo Silverio Franconetti
de la importancia estilística y emocional que posee este cante. Fernando el
de Triana recogió excepcionalmente lo que balbucía el viejo Silverio cuando
escuchaba llorando a Chacón al frecuentar este estilo: «¡Qué bárbaro! ¡Qué
bárbaro!». Chacón fue cuajando más aportaciones en este estilo y consiguió
desligarlo casi de sus orígenes geográficos por su amplitud en los matices sonoros y sus asombrosas aportaciones técnicas. José Román describe en una
de sus crónicas de la época la trascendencia chaconiana: «Era tiempo. Allá
por el año 88... Todo el que cantaba daba jipíos similares. Aquello era nuevo, y había revolucionado las costumbres clásicas. Chacón trajo al pueblo la
copla grande, la copla seria, de cinco tercios, acabados, redondos, ligados
algunos en un esfuerzo extraordinariamente difícil... Se hicieron famosas tres
o cuatro coplas que recorrieron España, que se entronizaron en los cortijos
andaluces, que cantaron en los barcos solitarios mecidos por los mares... y
en las ventas, en las carreteras, en las juergas, los cantadorecetes, los torerillos tenían ya un motivo nuevo de traducir su emoción andaluza».
Si tú no me has de querer
a qué me consientes tanto
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«Aquello era muy grande y muy nuevo. Aquello no era el fandanguillo, ligero y gracioso de Juan Breva, ni la copla vibrante y sana de Fósforo, que recordaba al Canario, ni la malagueña clásica de La Trini».
Núñez de Prado escribió en 1904 en un artículo que tituló ‘He aquí porqué Chacón lo es todo en el estilo de Málaga’ que había caído en este
cante desde «las alturas de la siguiriya, como el águila cae desde las
cumbres de su roca: ha desflorado ese estilo penetrando hasta los más recónditos misterios de su seno». No he tenido la suerte de escuchar a Chacón en estos increíbles cantes, sólo a través de las diferentes reediciones
de sus antiguos discos y, a pesar de la depuración que se ha realizado en
el sonido original para acercarse lo máximo posible, la exigua calidad de
las grabaciones no permite sentir al completo las emociones que desprendía Don Antonio. Sin embargo, a través de cantaores como Félix de Utrera,
Jacinto Almadén, Bernardo el de los Lobitos, Chano Lobato y especialmente Enrique Morente, los aficionados hemos tenido la posibilidad de sobrecogernos con el legado de este maestro. Existen innumerables testimonios
sobre el papel de Don Antonio Chacón en la evolución de la malagueña, y
en todos ellos se reconoce lo que supuso la figura de este maestro del cante
con relación al estilo y las variantes que él introdujo. Y por eso, no puedo
abstraerme de recoger la ‘Elegía del cantaor’, que le compuso el gran poeta
Tomás Borrás:
No lloro con mi elegía
Tu muerte, sino tu vida
Don Antonio Chacón, el de ojillos menudos,
cara rubiaca y gorda de obispo satisfecho,
embozado en su capa, bajo el gas y la luna
se llega a “Los Gabrieles” con pasito de viejo.
-Buenas noches, señores- ¡Aquí está don Antonio!-.
Ve sonrisas de dientes entre el humazo espeso.
Resaca de gitanos, señoritos, troneras,
cómicos, tocaores, borrachos del copeo,
niños de reservado, los de -¡Como las balas!fiadoras y lumias, vagos y compañeros,
como a rey abren calle; que pasa Don Antonio.
Don Antonio Chacón, el Papa del flamenco.
En rincón remansado dormita Fosforito,
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
cuarenta y nueve años derrotados y secos,
pelambre -y hambre- gris, alto pino aún erguido
cultos modales, trato cortés de caballero.
Rita –Rita, la vieja, no la prima del Gallo
porque Rita Ortega, la gorda, ya se ha muerto­se ahueca bien las naguas, da gracia a los volantes
y un toque al mantoncito, mirándose al espejo;
y el espejo contempla la mojama del rostro
y una flor mareada entre los ralos pelos.
Don Antonio se sienta, da aire a su petaca,
peñascaró anisado le manda Adrián, el dueño,
y espera horas y horas, igual que Fosorito
y que Rita la vieja, mascando su silencio.
Una plaza de toros, un barco, una terraza,
maquinación del gusto estragado y plebeyo,
copian los “reservados” o empapela ‘La Lidia’
la pared, entre láminas de francesas en cueros.
Queridas escapadas, en cita con el chulo;
tenorios que trastean algún 'ganado' nuevo;
torerillos que buscan padrinos y contrata;
ingleses y franceses que husman lo pintoresco;
carteristas que tiran el parné con las zorras
y aristócratas golfos de cara de cochero,
llenan los “reservados” de ronco vocerío,
cantes, risas, disputas, blasfemias y regüeldos.
El vino hace subir la marea, mal vino
En un cuarto, la sangre da bárbaros fermentos:
a las golfas las pegan y las mientan la madre,
las mujeres revuelcan su furia por el suelo,
entre la ropa herida con uñas desgarradas
asoman, incitantes, los pezones gemelos
y los machos destrozan, los labios avinados
la carne, con mordiscos que no saben ser besos.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Don Antonio Chacón gordo, abdomen caído,
desdeñoso, atildado, urbano, pulcro y serio,
a un guiño se levanta y va hacia el 'reservado
del tranvía', a cantar a la gente de trueno.
Detrás de él, Fosforito, y la Rita, y Montoya;
El rey del cante jondo no viaja sin séquito.
Es una juega sosa. Pintores y bolsistas
tras de la sobremesa, para unos extranjeros
armaron la bullanga relativa. Están todos
rumiando en ‘Los Gabrieles’ su propio aburrimiento
¿Don Antonio Chacón? Nada el nombre les dice:
Americanos suaves, sedosos madrileños
que estornudan a tango argentino, infectada
la gripe musical del bandoneón porteño.
Montoya afina, Rita se refriega las palmas.
Whisquey-soda, cointreau, coñac, beben aquellos;
vela el descote niebla de cigarrillo fino
la pechera del frac es un blanco bostezo.
Chacón, con los ojillos entornados, irónico,
ve al auditorio frívolo de sentimiento seco,
cómo le analiza, con esa impertinencia
del que ve un bicho raro y absurdo en un museo.
Y Chacón, listo, traza la línea divisoria
que en dos mitades parte el universo entero.
Pregunta: -¿Los señores saben escuchar?- Nadie
comprende; se sonríe Don Antonio, altanero;
Fosforito, La Rita, Montoya, también zumban.
¿No sabe escuchar?: Payo. ¿Sabe escuchar?: Flamenco.
(Y ser flamenco es cosa. Es tener otra carne,
alma, pasiones, piel, instintos y deseos;
es otro ver el mundo, con el sentido grande;
El sino en la conciencia, la música en los nervios,
fiereza independiente, alegría con lágrimas,
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
y la pena, la vida y el amor sombreciendo;
odiar lo rutinario, el método que castra;
embeberse en el cante, en el vino y los besos;
convertir en un arte sutil, y de capricho
y libertad, la vida; sin aceptar el hierro
de la mediocridad; poner todo a un envite;
saborearse, darse, sentirse, ¡vivir! Eso).
No saben escuchar, no entienden los estilos,
la liturgia secreta, lo religioso hermético;
dirán que los jipíos son dolores de muelas,
harán tímidos chistes, jilís fríos de cuello.
Ha llegado la época en la que al 'cuadro' le llaman
la 'ópera flamenca' y en cines de cemento
en vez de seguidillas y martinetes, cantan
la milonga y un furcio, letras de los Quinteros.
A Chacón le interrogan: ¿Sabe usted fandanguillos?
-Ese cante es un cante pa señoritos, -lleno
de amargura responde. -Flamencos de varieté
los niños que han salido han matao el cante serioNo saben escuchar. (Quedan pocos que escuchen).
Saca, para cumplir, Chacón lo malagueño.
«Llevas una cruz al pecho
engarzá en oro y marfil;
déjame morir en ella
y crucificarme allí».
-Anda tú, Fosforito. -Después de aquella copla
Chacón saluda y sale. Y el otro cantaor viejo
adorna su coplilla, mientras Rita, a sus años,
sale en medio del corro a menear el talego.
«Si de ti pudiera vengame
bien sabe Dios que lo hiciera
pero es mi querer tan grande que lo pienso
y me da pena y lloro gotas de sangre».
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Son las cinco y el gas de la calle apagaron
Un vaho en ‘Los Gabrieles’ de humanidad y vino.
Sale, atónitos los ojos, de cada madriguera
la burraca que aún soba, rijoso, el señorito.
Llegan al mostrador el sereno y los guardias
pidiendo el aguardiente que mata el gusanillo.
Las guitarras callaron sus falsetas de encaje;
Las artistas, marchitas, se arrancan los postizos.
Es la hora de Chacón. La madrugada lívida
como una ahogada, llega, es puntual, a las cinco,
a la cita del viejo cantaor. Ya no hay gente,
ya están solos la vida, la pena y los amigos.
Don Antonio Chacón bebe en un “reservado”
con la Rita, Montoya y el largo Fosforito
y un famélico grupo de escorias de persona
que esperaban afuera, en la calle, ateridos,
titirití de helada, pidiendo a los curdelas
y royendo pan duro con dientes amarillos.
Don Antonio Chacón se ganó unos billetes
y ahora lo paga todo, con rumbo y señorío;
Alquila para eso su garganta sonora
para eso, vendiéndolo, prostituye su espíritu.
Los despojos humanos son flamencos y cantan
Don Antonio les paga -como a él- por oírlos.
Don Antonio Chacón, que es el Papa del cante
va a celebrar con ellos, sacerdotes del rito.
Aguardiente y montilla, medias cañas y copas,
jamón serrano, queso, bocas, en los platillos.
Una revieja calva, rebajuela y tiñosa,
raspa con un guiñapo el párpado dormido:
La que mejor se apunta cantando soleares;
la que oyó a la Fandita y ha copiado su estilo.
Curro Pablas y el Chato de Jerez y Silverio,
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
en un desgalichado mozo se han repetido:
Las orejas entintan una cara agoniosa;
la seguidilla es su gloria y su martirio.
Manos de uñas agudas agarran los bocados.
Mustios percal y pana, pies desnudos y heridos;
los cuerpos desgastados (piedra afilar la vida);
el alma negra, el cante aún da chispas y brillos.
Naufragio y oleaje arrojaron aquellos
despojos destrozados al hampa y al asilo.
-Es que se nos ha vuelto todo el pescao cabeza;
tó el mundo en nuestra contra; conejos perseguíos...
Se entonan en silencio y en devoción de misa,
ecos de Manuel Torres y de Enrique, el Mellizo,
fantasmas de la Chata, la Juaneca y Cagancho,
la Bocanegra, Breva, la Parrala y Carito.
Las esencias más puras del corazón del pueblo,
la solera y la madre del cañí primitivo,
la brava valentía de los cantes machunos
y el alegre chispeo chiflón del cante chico:
Último retoñar de la cepa que muere,
rotos supervivientes del flamenco legítimo.
Don Antonio, también, que en depósito guarda,
como en aquel relicario cantaores mendigos,
la verdad de la salsa de Jerez y los Puertos;
de Triana y de Málaga genial, sabor y ritmo.
Cahacón dice marchoso, el pulgar en la sisa
del chaleco, en rendija los párpados caídos;
mirando a lo invisible, borracha la pupila
como si rezumase de la mirada vino.
Allá, en la lejanía, el cantaor contempla
su vivir de vaivenes, sin timón su navío:
El Café de la Feria del Perejil, en Cádiz,
en la copla primera y el gallear mocito:
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
«A la orilla el mar furioso
allí me puse a rezar
por aquellos infelices
que tienen por tumba el mar».
Después, el mar abierto, el ruido, los billetes
el café del Burrero, las hembras de tronío,
los olés, los convites; fragata reluciente,
velamen a la gloria, ancla en sus amoríos;
el llamarle a lo duque, el subirle en palmitas,
dinerón regalado, corazón repartido.
Madrid, con la condesa Concha, frágil y rubia,
la aristócrata rancia, el desmayado lirio,
que formó con sus manos azuladas de encajes,
para su ruiseñor un perfumado nido.
Y Antonia, miel caliente, moza de rompe y rasga,
Barrabina de mote, con su celo felino;
amor de uñas y cólera; como el de la condesa
secreto melodioso de acariciar fluido.
Y tantas horas, tantos besos en horas dulces
por el temblor pasadas de ardiente escalofrío...
Pavonear gallardo, generosidad, rumbo;
como rey, el primero; de los grandes, el ídolo.
-Donde pone Chacón el cante, le echa el sello.
-El tablao, con Chacón, es el altar divino.
Se acabó la guitarra, callaron los gitanos,
los del cante fragüero, soleá y martinete;
pensativas las viejas se enjuagan las encías
y tosen los mozuelos, recomidos de fiebre.
Un suspiro le borra a Chacón el pasado
y se mira en la playa de un mar de negro vientre,
nave desarbolada que ya rindió viaje,
arrimada a morir a orilla de su gente.
Reparte a la miseria y a la ruina su tanto,
manos sucias en queja, ojos entenguerengue;
ya se van los flamencos como gatos sarnosos
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
filo de las fachadas, a torear la muerte.
Don Antonio Chacón, embozado en su capa
sin ver, ni oír, sin prisa, a su tugurio vuelve.
Soledad de su alcoba que ya suena a sepulcro;
sobre la cal desnuda, sólo un adorno tiene:
Una fotografía que Chacón reza y besa,
mujer que en el retrato se funde y desvanece;
aquella que Chacón lloró toda su vida
en la copla que, amargo, su sentimiento tiene:
«En el hospital la vi;
allí fueron mis quebrantos.
¡Quién había de decir mujer
que yo quise tanto que tuviera tan mal fin!».
El cantaor ahoga en la almohada un sollozo.
Solo está, pero oírse a sí mismo no quiere;
Don Antonio Chacón ha de caer erguido
como estuvo en la vida…
Y ya has visto lo que es la vida:
Nacer, amar y cantar.
El amor, se fue a la pena;
el nacer, a naufragar;
y el cante, se fue al olvido…
Total, ná.
La entrevista de Galerín
Para comprender el alma y la personalidad de Don Antonio Chacón conviene escuchar, y se dice escuchar, esta entrevista realizada por el periodista
Agustín López Macías, Galerín, publicada el 9 de julio de 1922 en El Liberal
de Sevilla.
-¿Cómo y cuándo comenzó usted a cantar?, preguntamos a
don Antonio.
-No me acuerdo, la verdad. Llevo cantando más de cuarenta
años. Empecé en Jerez cuando tenía trece o catorce años. Sólo
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
cantaba entonces soleares y seguiriyas gitanas. A los quince
marché por los pueblos, acompañado por el hoy excelente
tocador Javier Molina y su hermano que bailaba. Todas esas
excursiones se hacían andando.
-¿Eran buenos artistas?
-Los mejores que había en aquella época. Ya ve usted cómo
cantarían, que yo, al verlos en el café cantante, dije a mi
tocaor, el maestro Patiño: Yo no canto por seguiriyas. Me da
vergüenza. ¿Y entonces, qué quieres cantar, armamía?...
Tóqueme por malagueñas. Y canté por ese cante, que no sabía
bien, y me aplaudieron mucho. Desde aquella noche quedé
enamorado de las malagueñas, y empecé a quitar y poner de
mi cosecha. Tanto gustaban que quedó en el café establecida
una competencia entre El Mellizo y yo.
-¿Se discutía de cante?
-Una cosa horrible. Subíamos al tablao Enrique El Mellizo, que
ganaba ochenta pesetas por noche, con su tocador el maestro
Tapia, y yo, que ganaba siete pesetas, con el maestro Patiño.
Cantaba él una copla de seguiriya y luego yo una malagueña.
Las discusiones duraban un rato, y volvía él de nuevo, y otra
vez el niño, como a mí me decían.
-¿Recuerda usted la malagueña que cantaba entonces?
-Como si fuera ahora. Ésta era (textual):
Dando en el reloj la una
de aquella campana triste
hasta las dos estoy pensando
el querer que me fingiste
y me dan las tres llorando.
-No es de las más bonitas, amigo Chacón.
-Pero es mía la letra y la música. Como es de mi propiedad la
que hizo tan famosa:
¿A qué niegas el delirio
que tienes por mi persona, que la conoce todo el mundo?
-Y esta otra, mía también:
Rosa, si no te cogí,
fue porque no me dio la gana.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
-¿En Cádiz se ganaría mucho dinero?
-Regular. Tenía 16 años y lo engañaban a uno. De Cádiz pasé
a Utrera, a un café que tenía el Junquera aquel que me pagó
con seis reales y me echó. Entonces me dio sesenta reales. En
Utrera reuní unos duros, y me escapé a Sevilla. Me presenté en
el Filarmónico. Unos conocidos me pidieron, y subí al tablado
a cantar, quedando contratado.
-¿Y el empresario de Utrera?
-Silverio, contratándome en sesenta y cinco reales para el café
que tenía en Sevilla, en calle Rosario. ¿No lo conoció?
-¿Mucho tiempo con Silverio?
-Sí. Me dieron coba. Yo creo que enmendaron el contrato, y
donde decía un mes pusieron nueve, y canté en Silverio nueve
meses seguidos. De Silverio pasé a Málaga, al Café Siete
Revueltas, con cinco duros diarios. Esto fue el año 87. Trabajé
un mes y volví a Sevilla, al Burrero, al café de la escalerilla,
en calle Amor de Dios y Tarifa. A los dos meses, otra vez a
Málaga, al café Chinita, ya con ocho duros. Por cierto que
cantaba antes en un café que no era cantante, El Universal,
donde cobraba catorce duros diarios. Recuerdo que la prensa
de allí me decía bandido porque cobraba veintidós duros
diarios. ¡Y hoy gana cualquier grillo en un tablado doscientas
pesetas, y más!
-¿Cuándo fue eso?
-El año 88. Antes estuve en el antiguo, y de aquí pasé al nuevo
Burrero, a calle Sierpes, la casa que tiene hoy el señor Barrau.
Ese año murió Silverio. En el Burrero estuve hasta el año 89, en
que entré en quintas, librándome por excedente de cupo.
-¿Qué gente había entonces en el Burrero?
-¡Uf! Todos los flamencos de aquella época. La Serrana,
las Coquineras, la Bizca, el Perote... qué sé yo. Tengo mala
memoria para retener nombres. Del Burrero pasé a recorrer
España entera.
-¿Había entonces más afición que ahora?
-Naturalmente; pero se gasta ahora tres veces más dinero que
antes. En el Burrero se pedían cien cañas y costaban cincuenta
reales, que le dejaban, de pronto, al dueño, veinticinco, porque
se bebía la mitad. Luego vinieron las botellas de marca, que
valían treinta reales, las más caras. ¡Con veinte duros se hacía
más fuego...! ¡Eran otros tiempos!
-¿Faltó mucho de Sevilla?
-Unos cuatro años. Volví en el 93, ya casado, pero todavía no
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
formal. Seguía gastando cuanto ganaba y ayudando a quien
podía. ¡Como no tengo hijos...!
-¿Se ha dicho que usted ganó un dineral impresionando
placas?
-Sí, señor. Es cierto; pero no tengo un real. El año 99 hice para
una casa de Valencia 11.700 tubos para fonógraba. Me tocaba
la guitarra Borrul. Cobré por aquella partida 32.000 duros. Yo
tenía que pagar al guitarrero.
-¡Bonita cantidad!
-Pues antes hice en Sevilla, con un inglés, que luego resultó
ser espía americano, unos quinientos cilindros, a dos duros
cada uno. Más tarde le hice al inglés de marras, en Madrid, mil
cilindros, a cinco duros cada uno.
-¡Cinco mil duros!
-Que cobré en billetes... Y que se gastaron.
-¿Entonces usted cree que el señor del cuello suelto, que se
«escombra la garganta y arroja el contenido del derribo a
las candilejas» se quedará en el camarote de la taberna o del
baile esperando a que en una reunión jaga ruío...?
-Indudablemente.
-¿Cuál ha sido su mayor contrato?
-Fuera de los fonógrafos, este último de Sevilla, que he cobrado
dos mil pesetas. De ese dinero tengo que pagar doscientas cada
noche a Montoya, gastos de viaje y fonda y comisión al ajuste.
¡No queda mucho, créame!
-¿Qué tocador o cantaor estima como el mejor?
-No le contesto y perdone. Yo traigo a Montoya porque es
el que más se ha identificado con mi voz y con mi persona
misma. La guitarra de Montoya soy yo mismo.
-¿En Madrid hay mucha afición al cante?
-Poca. Se huye del flamenquismo. Se detesta a los flamencos:
pero a mí me avisan a casas particulares, a reuniones, a juergas.
No me quejo. ¡Se vive, como dicen por allí...!
Chacón se vio entre la espada y la pared ante una pregunta que
le hicimos sobre la historia de unos amores allá por los años...
mil, y nos dice:
-¿Vámonos? Nos aguardan. Hay cosas que no deben hablarse.
-¿Y de juergas en Sevilla?
-Tampoco. Los juerguistas son los hombres que más temen a la
luz. No perdonan nunca que se diga su nombre a nadie. ¿Con
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
quién estuviste de juerga anoche? me han preguntado cien
veces. Y siempre he dicho lo mismo: «Con unos de Valencia, si
eran de Sevilla; de Sevilla, si eran de Cartagena...».
Termina nuestra charla y bajamos con Chacón, el hombre fino,
educado, instruido, porque ha leído y lee mucho nos hablaba
de la definición que Estébanez Calderón hace de la caña y del
polo del Fillo, para reunirnos a la reunión que formaban los
demás amigos.
Allí no se perdió el tiempo. Allí escuchamos el cante jondo de
verdad, acompañado a la guitarra por Montoya y por Cuenca,
mientras Lafita hacía uno de los mejores apuntes de su vida.
«El duende de Triana os lo contará».
La entrevista de Luis Bagaría
Pero para comprender a fondo su mentalidad, merece la pena detenerse en
esta entrevista, realizada por el caricaturista catalán Luis Bagaría (Barcelona,
1882 - La Habana, 1940) en el diario madrileño La Voz y que fue publicada
el 28 de junio de 1922:
La decadencia del arte. Las malagueñas de Juan Breva y de El
Mellizo. Cómo empezó Antonio Chacón, y cómo el miedo a
cantar le hizo célebre en las malagueñas. ¡Aquellas seguirillas!
¡Aquellas soleares! ¡Aquellas tonás! ¡Aquellas livianas! Perdón,
lector, si por segunda vez me meto en cosas que no son de mi
oficio y hacia las cuales probablemente no me llama Dios.
Sé una vez más benévolo conmigo; al fin, tú y yo somos
españoles, y todos estamos acostumbrados a la benevolencia,
que es mansedumbre en la mayor parte de los casos. Pasaba
el otro día distraído por la puerta de Los Claveles, cuando me
llamó desde dentro una voz amiga invitándome a tomar un
chato. Confieso con la mano puesta sobre el corazón que no
tuve que hacer un gran esfuerzo para aceptar; no sólo por ser
la invitación de suyo tan aceptable, sino por venir nada menos
que de Antonio Chacón, el catedrático, el amo.
-Querido Bagaría. ¿Cómo andan esos caracoles? -me preguntó,
sintetizando en esta pregunta su benévolo juicio sobre mis
dibujos. Y después de mi respuesta, algo evasiva, siguió: -Ya sé
que se ha metido usted a escritor.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Rechacé la suposición con toda la vehemencia que me
inspiraba el respeto y la amistad hacia los escritores. Pero no
quise dejar la ocasión, y le indiqué que quería hablar con él de
cante jondo. -Alto ahí -me interrumpió con alguna severidad-.
Se debe llamar cante gitano, nada de cante jondo. -Bueno,
como usted quiera. El caso es que usted, que es en estas cosas
la suprema autoridad, hable a los lectores de La Voz del cante
gitano. -Pues a sus órdenes estoy, amigo Bagaría.
Empecé la entrevista con la natural timidez de quien, no siendo
ni estudiante, va a preguntar al catedrático.
-¿Se cantaba mejor antiguamente que se canta hoy?
-Para los cantes de hoy no se necesita el estudio que se
necesitaba antiguamente. Antes, para cantar uno, se necesitaba
ser alguien. Hoy cualquiera puede dedicarse al cante. Bien
demuestra lo que dijo el viejo Bermúdez, premiado en
Granada, a quien, a pesar de sus defectos, todo el mundo ha
admirado en su arte, porque sabe vencer las dificultades que
encierra el cante de la caña y polo.
-¿Cree usted entonces que el cante está hoy en decadencia?
-Lo que creo es que si los cantes que se cantan hoy tuvieran la
importancia que los antiguos tenían no se hubiera llegado al
desprestigio de hoy.
-Pero habrá usted visto que ahora artistas eminentes han dado
gran realce a este arte.
-Eso es verdad. A Zuloaga y a Falla se les debe la gran
importancia que tiene en estos momentos. Pero no me negará
usted que es también una gran tristeza que tengan que venir
tan ilustres artistas para darnos la mano y levantarnos de la
decadencia en que habíamos caído. Es triste que no hayamos
sido nosotros bastante para levantarnos.
Cada día me explico menos (no hoy, que soy viejo, sino
cuando era joven, igual) por qué se ha perdido el recuerdo del
hermoso cante por seguiriyas de Curro Dulce, y, en general,
todo el cante de Silverio Franconetti, como no sea por el temor
a no poder vencer las grandes dificultades que tenían los cantes
del uno y del otro. ¿Qué me dice usted de aquellas serranas y
aquellas cabales de Silverio, y aquellas soleares de Paquirri?
En vista de que yo nada tengo que decir de todo eso, sigue mi
buen amigo:
-Si ha cantado por estas cosas al viejo Bermúdez en el Reina
Victoria de Sevilla, habrá podido ver el público la verdad de
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
lo que digo. Claro que con los defectos que por fuerza ha de
tener un hombre de setenta años y que no cantaba hace mucho
tiempo.
-Y dígame; ¿de cuándo cree usted que arranca la decadencia
del cante gitano?
-A mi entender, la causa principal de la decadencia fue el
gran éxito de Juan Breva con sus malagueñas. El público se
deslumbró, y se fue tras él, y olvidó con ingratitud los cantes
pasados. Eso sí: para mí, Juan Breva, dentro de su plano,
tenía mucho mérito. Vino luego El Canario, que con su cante
delicioso apartó aún más al público de la idea del cante gitano.
Y, por si faltaba algo, el exquisito cantaor Enrique El Mellizo,
aun sabiendo cantar muy seriamente por seguiriyas y de
una manera admirable por soleares, se metió de lleno en las
malagueñas, y aunque las cantó como yo no he oído a nadie,
abandonó el arte puro y se entregó a los gustos de la época.
-¿Y de usted no quiere hablarme?
-Pues yo, que en mis primeros años empecé a cantar por
seguiriyas, tuve, con dolor, que abandonarlas (para el público
se entiende) y seguir el gusto que habían creado Juan Breva,
El Canario y Enrique El Mellizo. Y ya me tiene usted prisionero
de las malagueñas. Por más que las malagueñas me hayan
dado muchos miles (aunque ya no tengo ninguno), siento la
añoranza de los viejos cantes, y cuando veo un viejo, como
Bermúdez, cantando por lo antiguo, el corazón se me va tras
él, porque yo soy un verdadero adorador de mi arte.
-¿Cómo empezó usted a cantar?
-Pues verá usted. Yo la primera vez que canté fué en Cádiz, el
año 86, en la feria del Perejil. Iba a cantar seguiriyas, y cuando
ya me había sentado al lado del gran Patiño vi entrar a Enrique
El Mellizo y a su hermano Mangoli con varios aficionados
inteligentes, y, la verdad, me dio miedo cantar por seguiriyas,
y canté malagueñas. Se puede decir que de allí arranca mi
personalidad. Aquellos aplausos me llevaran a crear varios
estilos de malagueñas. Silverio oyó hablar de mí, me conoció
y me llevó el año 87 a Sevilla, a su célebre café.
Pregunto a Antonio Chacón qué me dice de los cantaores
modernos, ya que ha hablado de los antiguos datos tan
interesantes; pero veo que quiere rehuir la pregunta, y no
insisto. Sólo me dice:
-Eso se ha de dejar a la consideración de los que los oigan.
74
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Doy nuevo giro a la conversación con esta pregunta:
-El cante más puro, ¿cuál es?
-La toná y la liviana son lo más puro, porque tienen su ritmo
propio, y no hay manera de salirse de él, ni más allá ni más
acá.
Le pregunté su opinión acerca de los tocadores de guitarra, y
me contestó:
-De los antiguos, el maestro Patiño para acompañar el cante, y
después, Paco El Barbero, que fue de los buenos también. Pero
superó a todos en ejecutar Paco el de Lucena, que, si no fue
tan clásico como los otros, los superó en ejecución y armonía.
Después vino otra etapa, que empezó por Borrull y Javier
Molina, también excelentes acompañantes, que recordaban
a los tres maestros que he nombrado antes. Últimamente,
Habichuela, el Niño de Huelva y Montoya. De los dos primeros
le digo que valen mucho, y al último no soy yo el llamado a
alabarle, porque es mi tocaor.
Con estas palabras dimos por terminada la conversación.
Apuramos el penúltimo chato, y me pareció oír que el maestro
musitaba una de sus creaciones:
Rosa: si no te cogí,
al pie de un rosal dormí:
la rosa tuve por cama:
por cabecera un jazmín.
Falla y Lorca; Granada 1922
Don Antonio Chacón presidió en 1922 el legendario Concurso de Cante
Jondo organizado en Granada por Manuel de Falla, Ignacio Zuloaga y Federico García Lorca. «Íbamos caminando Manuel de Falla y yo, solitarios, por
el sendero del Generalife, volviendo como tantas veces al viejo tema. Falla
insistió en que el cante jondo estaba en trance de desaparecer, y yo insinué
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
que quizás se atajaría su muerte convocando un concurso de cantaores no
profesionales, gente vieja que no estuviese influida por las nuevas modas
-¿Se atreve usted a que hagamos ese concurso? -pregunté. Manuel de Falla
se paró, me miró atentamente y sólo dijo: «Hombre, sí». De esta forma relata
Ángel Álvarez Caballero el origen del paradigmático concurso según le contó Miguel Cerón, uno de los aficionados que introdujeron a Manuel de Falla
en el arte flamenco, y que en esos momentos se mostraban profundamente
preocupados por la desvirtuación que se estaba produciendo en el cante
jondo merced a la vulgarización del operismo imperante, al que Anselmo
González Climent definió en su momento como el apogeo del couplet,
como una difuminación melódica del cante, pasando de lo jondo al mero
aire andaluz. No viene mal recordar este matiz de uno de los creadores de la
flamencología porque en demasiadas ocasiones la desvirtuación del flamenco ha sido tan perniciosa para su prestigio que el gran tesoro cultural, social
y ético que contiene y por el que respira el flamenco ha sido vilipendiado,
manoseado y pisoteado haciendo del él mofa y escarnio...».
Este histórico concurso fue auspiciado por el Centro Artístico y Literario
de la ciudad de Granada y, según las crónicas, miserablemente subvencionado por el Ayuntamiento. En un principio iba a tener lugar en el Mirador
de San Nicolás del Albaicín durante las Fiestas del Corpus del año 1922.
Después, y por fortuna, dada la belleza del recinto, se trasladó el escenario
a la Plaza de los Aljibes, en el corazón de la Alhambra, teniendo como invitado de honor al pintor Zuloaga, que no sólo dirigió al grupo de artistas que
diseñaron la escenografía, sino que aportó un premio extraordinario de
1.000 pesetas para el mejor cantaor. El pintor jiennense Manuel Ángeles
Ortiz realizó el cartel y la presentación corrió a cargo de Ramón Gómez de
la Serna, quien más tarde escribiría: «Cuando vi la magnitud de la noche y
todo un pueblo bravo y flamenco congregado en la plaza de los Aljibes de
la Alhambra, me sentí la víctima que desaparece entre los engranajes de la
fábrica, y que es como la apropiación y el holocausto a la alta misión de la
gran empresa».
El caso es que la convocatoria fue capaz de reunir a un grupo destacadísimo de intelectuales del momento. Entre ellos cabe reseñar a Ignacio Zuloaga
(pintor para los toreros y torero para los pintores, y autor de un bellísimo e
inquietante retrato de Juan Belmonte), Santiago Rusiñol, Joaquín Turina, Tomás Borrás, Óscar Esplá, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, Ramón Pérez
de Ayala... El Centro Artístico de Granada publicó un librito titulado ‘El cante
jondo (Canto primitivo andaluz)’, que aunque apareció sin firmar fue escrito
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
por el propio Manuel de Falla. En la obra, toda una joya de teoría musical,
explicaba sus propias indagaciones en torno a los orígenes del flamenco,
al que definió como «un grupo de canciones andaluzas cuyo tipo genuino
creemos reconocer en la llamada siguiriya gitana, de la que proceden otras,
aún conservadas por el pueblo y que, como los polos, martinetes y soleares,
guardan altísimas cualidades que las hacen distinguir dentro del gran grupo
formado por los cantos que el vulgo llama flamenco». De hecho, Manuel
de Falla explicaba que la palabra flamenco debe aplicarse exclusivamente
«al grupo moderno que integran las canciones llamadas malagueñas, granadinas, rondeña (tronco ésta de las dos primeras), sevillanas, peteneras,
etc..., las cuales no pueden considerarse más que como consecuencia de las
antes citadas». Además, el gran músico matizaba las razones íntimas de la
celebración de este concurso: «El renacimiento, conservación y purificación
del antiguo cante jondo (que se llama algunas veces también canto grande)
y que, mal estimado e incomprendido por las gentes de ahora, se considera
un arte inferior, siendo, por el contrario, una de las manifestaciones artísticas
populares más valiosas de Europa».
Los organizadores del evento realizaron exploraciones etnomusicales por
pueblos perdidos de la zona y por los barrios más populares buscando cantaores mayores de 21 años con la única condición de que jamás hubieran
actuado de forma profesional. Tal y como relata Manuel Ríos Ruiz, en los
diferentes periódicos se preguntaban quién iba a cantar entonces y en qué
lugar iban a quedar los profesionales. Por todo ello los organizadores decidieron que las grandes figuras pudieran llevar a sus discípulos. Pero como
coinciden todos los cronistas que depositaron su mirada en concurso, Falla,
Lorca y el resto de los organizadores se equivocaron al pensar que la concurrencia de aficionados iba a ser ingente y encima de enorme de calidad.
Por eso no quedó más remedio que reforzar cada una de las sesiones con
la solvencia de primeras figuras de la talla de La Macarrona, Manuel Torre o
Don Antonio Chacón, presidente del jurado, que a la postre optó por dividir
el premio, en el mejor estilo del Rey Salomón, entre un muchacho de once
años llamado Manolo Caracol, que el maestro apadrinaba y presentó al envite, y El Tenazas, un venerable anciano que en su mocedad no había pasado
de ser un cantaor mediocre.
Los estilos admitidos en el concurso fueron los cantes que Manuel de Falla
entendía como jondos: a) siguiriyas gitanas; b) serranas, polos y soleares;
y c) cantos sin acompañamiento de guitarra: martinetes-carceleras, tonás,
livianas y saetas viejas.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Y aunque el resultado del concurso no fue especialmente reseñable para la
historia del flamenco, sí que logró un gran valor simbólico porque fue la primera vez que el mundo intelectual se acercó al cante jondo, otorgándole un
valor con el que empezaba a fraguar la idea de que este arte iba mucho más
allá de una manifestación folklórica merced a la inusitada complejidad de
sus fuentes, de sus estilos y por la decisiva aportación de personas concretas
en la arquitectura de su poesía, en su evolución, que desde la llegada de El
Planeta, El Fillo y Don Antonio Chacón tenía ya un ritmo imparable.
Pero el concurso también encontró sus acérrimos detractores, como
Francisco de Paula Valladar, que en su revista Alhambra dijo que «había
sido una españolada más. (...) Se continúa ridiculizando a Andalucía y
muy en particular a Granada, con sus gitanos del camino del Sacromonte,
con sus cantos y sus bailes, representando por esos mundos de Dios a la
Granada árabe, a la Granada símbolo de la unidad nacional, a Granada y
Santafé donde se firmó el convenio de Colón para su primer viaje a América». Y las críticas no quedaron ahí. Rodríguez de León, en el mejor estilo
de periodista, crítico de día y fosor en la anochecida, escribió en El Sol de
Madrid que «en Granada se celebró el entierro del cante jondo. (...) Funerales por el alma del cante, muerto recientemente en Granda, a manos de
los intelectuales».
Autores como los tantas veces citados Molina y Mairena fueron de la opinión de que se revitalizó el cante entre artistas e intelectuales e indagaron
en el más que evidente mal resultado flamenco del certamen: «Una de las
causas del fracaso radicó, a nuestro juicio, en el supuesto erróneo del que el
concurso partía, a saber: que el cante es cosa del pueblo y que el gañán y el
mayoral, y el jarriero, y el hortelano, el zapatero y el sastre, el cochero y el
carpintero, poseían puro el precioso legado, mientras que el profesional era
el responsable de la reinante adulteración y por tal motivo debía tener negada la participación en el concurso. Pero negar acceso al profesional era ir
al fracaso, porque el cante es arte de profesionales y, a lo sumo, de minorías
muy exiguas. El pueblo jamás cantó ni conoció siquiera la inmensa mayoría
de las modalidades que el concurso calificó de jondas».
Y mejor no se puede explicar porque aunque es evidente la raíz inequívocamente popular del flamenco, su evolución ha estado ligada a múltiples
elementos, geográficos, culturales, económicos y desde luego, a la capacidad artística, talento y emoción con la que han ido profundizando y destilando cada uno de los estilos las diferentes personalidades que han ido
cuajando su historia.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Y llegados a este punto, en plena efervescencia de la Generación de 1927,
que en gran medida amó, paladeó y difundió el flamenco, con la Guerra Civil todavía lejana y con el sabor de cierta prosperidad que trajeron a Europa
los años de entreguerras antes del advenimiento de los fascismos y demás
‘ismos’ que cavaron una fosa brutal en España, conviene detenerse, hacer un
punto y aparte, para dejarse mecer en una de las claves del flamenco, la guitarra, el toque, la bajañí, la sonanta. Porque si la evolución del cante jondo
está ligada a estos personajes con los que tanto hemos disfrutado, el toque
posee también enormes figuras, maestros que evolucionaron un instrumento
que tenía un papel secundario como mero acompañante al principio y que
ha logrado en los últimos años una efervescencia realmente sorprendente,
una creatividad desbordante y emocionante que embriaga cuanto más se
cultiva y que encierra multitud de paradojas, sorpresas, revelaciones, genética audaz y un sinfín de novísimos personajes y conciencias creadoras...
La guitarra flamenca
La evolución del cante flamenco ha estado absolutamente ligada al crecimiento de la guitarra y si muchos aficionados hemos crecido en nuestro
amor hacia este arte con la increíble simbiosis que se produjo entre Paco de
Lucía y Camarón de la Isla en los años setenta, en la alucinante colección
de discos que hicieron entre dos de los más grandes genios de la historia,
algo parecido sucedió entre Don Antonio Chacón y Ramón Montoya en los
albores del siglo XX, tanto por la complejísima y rica personalidad de cada
uno de ellos como por el sino creador de sus carreras musicales, por su
compromiso con el flamenco y porque después de ellos nada, o casi nada
iba a ser igual. Personalmente he crecido con la generación posterior a Paco
de Lucía, Manolo Sanlúcar y Serranito, a quienes desde aquí proclamo mi
amor platónico pero sin reservas. Yo mamé en la fuente de Vicente Amigo,
Gerardo Núñez, Pepe Habichuela y especialmente en el caudal más cristalino y emocionante de cuantos conozco, el de Rafael Riqueni, el creador
más subversivo para sí y para el flamenco, la delicadeza personificada, el
sentimiento más desnudo de cuantos he transitado.
La guitarra flamenca o andaluza aparece históricamente como acompañamiento único y propio del cante hacia mediados del siglo XIX. Diversos
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
tratadistas como Mairena y Molina coinciden en señalar en que «los cantes
flamencos primitivos, esto es, los gitanos puros, inicialmente no se acompañaron de guitarra. Ésta se les incorpora después y su asociación con el cante
gitano debió iniciarse allá por el año 1850, fomentada por los acontecimientos que transformaron poco a poco el cante en un espectáculo o, al menos,
en arte que se exhibe en fiestas privadas primero y en Cafés de Cante más
tarde». La flamenca, descrita por Justo Fernández, es una mezcla de la guitarra castellana y la morisca. Es menos pesada que la clásica y está construida
con otras maderas que le otorgan ese sonido metálico e incisivo tan característico. La guitarra flamenca alterna el punteado de la guitarra morisca con
el rasgueado de la guitarra castellana, añadiendo golpes de percusión en la
caja, así como trémolos y falsetas. Esta guitarra española es la renovación de
la dieciochesca vihuela de mano. Suele estar hecha de maderas de ciprés
con el mango de cedro y para la tapa se suele usar pino o abeto.
Como escribe Georges Hilaire: «La música andaluza de guitarra es modal.
El sistema armónico, de falsas relaciones, le es propicio y constituye, según
Manuel de Falla, una de las maravillas del arte natural. Su cadencia descendente en la, sol, fa, mi, es característica del modo frigio y produce efectos de
expectación, inestabilidad, inquietud, que acentúa aún el uso frecuente del
acorde moderno en séptima; pero la repetición regular de esta cadencia dota
de puntos de apoyo estructurales a un desarrollo que parece improvisado.
Tal es esta música de guitarra a cuyas singularidades se encuentra habituado
el oído español desde la infancia. Su aire aprisionado en una inexorable
vestidura rítmica».
Aunque la figura de Ramón Montoya (1880-1949) es crucial para entender
casi todo sobre el alma de la guitarra jonda, dado que es su gran arquitecto y
su perfecto modulador, es obvio que no fue el fundador porque antes existieron otras figuras relevantes como el maestro Patiño, autor de la más antigua
referencia que existe de un solo de guitarra flamenca, el llamado ‘Zapateado
de las 82 variaciones’, que ejecutó en el salón de la Fonda del Turco, en San
Fernando (Cádiz), un 28 de octubre de 1865. Patiño después acompañó al
maestro Silverio Franconetti en el polo del Tobalo, una modalidad prácticamente desconocida hasta la grabación que realizó en la década de 1950, Pepe
el de la Matrona, glosada por Blas Vega en los siguientes términos: «Una forma muy curiosa y sencilla, con sabor distinto y completamente desconocida
en la actualidad de cómo era el polo flamenco de principios del siglo XIX».
Pero volvamos a los primeros nombres, a los que compusieron la generación
perdida de la historia de la guitarra como tan acertadamente ha descrito Nor-
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
beto Torres: Julián Arcas (1832-1882), Tomás Damas, Juan Parga (1843-1899),
Trinitario Huerta (1804-1875), Antonio Cano o Jaime Bosch..., maestros todos
ellos de la técnica del rasgueado, propia del uso popular y que después pasó al
flamenco y que obedece a la función primitiva de acompañamiento de danzas
y cantos. De hecho, el rasgueado es crucial para determinar la esencia de la
guitarra flamenca, su vocación rítmica, a la que con la evolución se incorporarán técnicas y recursos de la guitarra clásica. Precisamente el guitarrista
clásico José María Gallardo del Rey, tal y como recoge Norberto Cortés en su
libro ‘Historia de la Guitarra Flamenca’, explica que «la técnica de la guitarra
flamenca, en cualquiera de sus consideraciones, es un factor importantísimo
a tener en cuenta por mí, como guitarrista clásico. La velocidad al servicio del
aire y la claridad cristalina de los arpegios son, por nombrar dos, conceptos
que fomentan, consciente o inconscientemente, los perfiles de la musicalidad.
El tener aire o tocar con aire no es más que la pura y auténtica comprensión
del ritmo en toda su magnitud, sin hacer sentir la pulsación métrica, como
ocurre en la gran mayoría de los intérpretes de corte académico». Pero, ¿en
qué consiste la técnica de la guitarra flamenca? Según Norberto Torres se fundamenta en tres parámetros musicales: melódico, rítmico y armónico. En el
primero complementa la melodía que realiza el cantaor y sirve como contrapunto o respuesta a los fraseos de la voz; es decir, contesta a los tercios del
cante, sus melismas y estribaciones. El rítmico, en el flamenco, no puede ser
otra cosa que el compás, y el armónico son los acordes en modo de mi o en
tonalidades mayor o menor que siguen las inflexiones de la melodía del cante.
Este autor, que es también guitarrista, explica que el tocaor que «acompaña
el cante o el baile, tiene que controlar en permanencia estas tres funciones:
mantener el compás, dar respuestas al cante o al baile y armonizarlos».
Ramón Montoya, el arquitecto
Y de casi todo esto el gran arquitecto es Ramón Montoya (1880-1949), un
gitano de procedencia no andaluza, nacido en Madrid en el seno de una
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
familia nómada, que curiosamente, y tal y como dejó demostrado Blas Vega,
sin rastro alguno de andalucismo, ya que su padre era de Medina de Rioseco (Valladolid) y su madre de Fregenal de la Sierra (Badajoz). Su familia
se dedicaba a la compraventa de ganado pero Ramón, desde niño, sintió
inclinación por el toque flamenco. Han pasado a la historia sus peripecias
infantiles en las que seguía a los mendigos ciegos que tocaban la guitarra
por las calles de Madrid con el afán de estudiar el movimiento de sus manos
por los trastes de un instrumento al que amó desde la infancia. Tanto es así
que después, siendo ya profesional, le seguía obsesionando de tal forma el
toque que hacía recorridos y búsquedas por los pueblos más recónditos de
Andalucía para escuchar y aprender las melodías más antiguas, extrañas y,
en ocasiones, en verdadero trance de desaparición.
Antonio Mairena habla en sus ‘Confesiones’ de una cierta reunión que
hubo de artistas en Madrid, en la que se citaron, además del propio Montoya, varias primeras espadas del toque y del cante del momento: «Pocas veces
se habrá visto una cosa igual a como tocó aquel hombre. Cuando a él le
pareció, levantó la guitarra y la ofreció a quien quisiera seguir tocando. Pero
nadie se atrevió a cogerla». Y Antonio Mairena, además, enjuició su forma
de tocar y los estilos que abordó: «Fue el primero que empezó a tremolar
(efecto de la guitarra que proporciona la sensación de que una nota se mantiene), y en ese sentido se puede decir que enriqueció los toques de guitarra,
pero no los toques gitanos, ya que él imitaba y se basaba en la escuela de
Tárrega, clásica y no flamenca. Lo que enriqueció con sus trémolos fueron
los toques libres, o sea, por malagueñas, granaínas y toques de Levante».
Otro cantaor, Pepe de la Matrona, diferenciaba y delimitaba su forma de
tocar: «Montoya ha sido un monstruo. Pero no ha sido el monstruo de los
monstruos. Nació con el privilegio inconmensurable de saber pisar las cuerdas de la guitarra con la mano izquierda y sacarle ese sonido incomparable
que Montoya le sacaba. Pisaba los trastes de una manera que le sacaba a la
guitarra una vibración especial, diferente. Era larguísimo, pero no en todos
los estilos tenía la misma extensión. En los cantes libres, donde él podía
hacer y deshacer, no tenía rival. Nadie en esa época hizo tanta armonía sin
saber música».
Y aunque muchos de los guitarristas posteriores no pudieron escuchar a
Ramón Montoya, su influencia le sigue sobreviviendo por sus discos, tanto
en los que acompañaba al cante como los que grabó en solitario. Rafael Riqueni, por ejemplo, le dijo en una entrevista a Ángel Álvarez Caballero que
era «realmente asombrosa la forma de tocar que tenía para aquellos tiempos
82
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
y para cómo se tocaba la guitarra flamenca entonces, que era muy rudimentaria, muy de rasgueo. Él aportó toda una técnica clásica, de la guitarra
clásica, incluso se puede notar en sus composiciones cómo toca armónico
en la guitarra que no se utilizaba, que era de la guitarra clásica».
Por eso Ramón Montoya provoca una verdadera sacudida a la guitarra
flamenca, porque fue capaz de adaptar las técnicas clásicas al compás flamenco -he aquí un nuevo camino que contribuye a formar lo jondo con un
origen para nada acorde a lo que se ha dado en llamar pureza- y ofrecerle un
camino desconocido hasta el momento: convertirse en un instrumento con
repertorio y protagonismo suficiente para realizar sus primeros conciertos en
solitario. Sucedió en París, en la Sala Pleyel (conviene no olvidar el nombre
de este lugar porque en él se fraguó parte de la historia más importante de
nuestro flamenco), el 30 de noviembre y el 13 de diciembre de 1936, anunciado en doble cartel con la bailaora La Joselito. Unas semanas antes y en
apenas dos jornadas de intenso trabajo, había grabado en la discográfica
parisina BAM siete discos de gran formato titulados ‘Arte clásico flamenco. Ramón Montoya’, que sin duda supone la primera antología de guitarra
flamenca de la historia y toda una declaración de principios en cuanto a la
calidad y la jerarquía estética de este singular y bellísimo arte.
Es crucial detenerse en la entrevista que concedió Ramón Montoya al periódico La Nación, de Buenos Aires, el 11 de mayo de 1937. «En las primeras
horas de la mañana de ayer llegó a nuestra metrópoli, a bordo del vapor
Campana, procedente de Marsella, el celebrado guitarrista español Ramón
Montoya, considerado como el intérprete más completo de la música popular andaluza. Viene el artista antes citado para actuar en nuestra capital, contratado por la empresa del teatro Maravillas, en cuyo escenario se presentará
esta noche, integrando el espectáculo de arte regional que en el mismo viene
ofreciendo el conjunto que encabeza la bailarina Carmen Amaya». Y es que
con la Guerra Civil española comenzó el inesperado exilio de un nutrido
grupo de artistas españoles que cruzó el Atlántico en busca de paz, trabajo
y reconocimiento, lejos de la precariedad española, de las pistolas y de las
calamidades de una guerra fraticida que acabaría por sumir al país en una
oscuridad que tardaría décadas en disiparse.
De esta forma relata Ramón Montoya sus inicios en el arte de la guitarra
en dicha entrevista:
-En los cafés cantantes de Madrid, muchos de los cuales o
la mayor parte de ellos, ya ni siquiera existen. De entonces
83
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
recuerdo yo con emoción el café de la Marina, donde me
inicié, y que estaba situado en la calle Jardines número 21.
También me tocó trabajar en el famoso café de Naranjeros,
en la plaza de la Cebada; el café del Gato, en la cortada
del mismo nombre y cuyas dueñas respondían al pintoresco
nombre de las hermanas Higorrotas; el café de la Magdalena,
también en la calle de ese nombre, entre las plazas de Antón
Martín y del Progreso; el café del Pez, en la calle Ancha de
San Bernardo. En el café de la Marina me tocó actuar al lado
de las famosas Macarronas, de Malena de Salud, la hija del
Ciego, que representa para mí lo más grande en bailes de
hombres, interpretados por una mujer, que aparecía en traje
de corto con zajones y sombrero calañés, chiquita y con una
voz cavernosa que coincidía perfectamente con su arte; Anita
Caña, artista de gran temperamento; la Mejorana, una de las
grandes intérpretes del baile clásico flamenco; y Antonio el
de Bilbao, que se conocieron en Buenos Aires en el teatro
San Martín en la compañía de Eulogio Velasco, hace varios
años. De Antonio de Bilbao recuerdo, por cierto, la forma
original en que se consagró en Madrid. Fue una noche de esas
memorables en el café de la Marina. Después de actuar varios
artistas, y respondiendo al jaleo de varios amigos, apareció
en el tabladillo Antonio y me pidió que yo le acompañara.
La impresión que se traducía de su físico y su indumentaria
no dejaban adivinar el bailarín inmenso que había en él. Iba
metido debajo de una boina que traducía su origen vasco,
y al preguntarle qué quería bailar, me dijo que lo haría por
alegrías. Lo miré y pensé que eso era en broma y resolví tocar
entonces del mismo modo, pero el hombre reaccionó y me
dijo convencido de sí mismo: -¡No, toque usted bien, que
yo sé bailar! Y en efecto, el hombre sabía lo que hacía, hasta
el punto que esa noche acabó con los bailaores, tocaores y
con el público, y cómo sería la impresión que produjo, que
el dueño del café vino de inmediato a imponerme que debía
contratarlo, por cuanto esa facultad estaba reservada al tocaor
oficial de la casa, que entonces era yo. Le pregunté el precio
que quería ganar y me respondió: «Doce pesetas»; que a la
sazón era un buen salario, pero que si pidiera cincuenta lo
mismo se las hubiéramos dado. Yo ganaba siete pesetas, que
también era una paga importante, pero por intervenir fuera del
café ganaba yo diariamente más de veinte duros. Lo único que
puedo decir de Antonio de Bilbao es que poco tiempo después
era él el amo del café de la Marina y que su nombre circuló
por toda España en tono consagratorio. No quiero dejar de
recordar también a Faíco, interprete magnífico de la farruca
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
y a quien actuando en París el público lo consagró en el paso
doble La Giralda. Triunfaron igualmente allí Ramírez, de Jerez,
en farrucas y tangos, y Monijón, primo de Faíco.
En otro momento de la entrevista, Ramón Montoya coloca a Don Antonio
Chacón como el cantaor más decisivo de cuantos ha conocido.
- Pero en el cante jondo lo más grande que ha dado España
es Antonio Chacón, o, mejor dicho, Don Antonio Chacón,
porque si a alguien hay que darle el don es a él. Para mí y para
muchos, Chacón ha sido el amo de todos los cantes flamencos.
Y puede decirse, además, de él, que no era solamente un
cantaor, porque lo mismo sabía hablar de pintura y de literatura
como de medicina. Y cantando era algo serio. Era capaz de
comenzar a cantar a las ocho de la noche y seguir hasta el
día siguiente a la misma hora con el mismo entusiasmo y
eficacia, y terminaba con todos, como que donde estuviera
él nadie podía ponerse a su lado. Durante quince años le
acompañé con mi guitarra, esta guitarra que va conmigo desde
hace veintisiete años, y que los flamencos llaman la leona de
Montoya. Chacón era lo más grande en el cante gitano por
seguidilla y era, a la vez, gran señor y amigo, como que se
murió y no dejó una ‘gorda’, después de haber ganado más
de dos millones de pesetas, porque todo cuanto rescataba lo
empleaba en vivir bien, como un gran señor que era. También
fue grande en el cante de Levante Manuel Torres, intérprete
magnífico de la murciana y la cartagenera, y Manuel Escasena,
que contó, además, con la admiración de Antonio Chacón.
Escasena tenía una cabeza de forma rara, que le valió fuera
comparada a un pepino, y recuerdo que Chacón, al referirse a
él me decía: «Vea usted, Montoyita, este cabeza de pepino es
extraordinario». Y más de una vez el mismo Chacón se encargó
de hacer que en alguna juerga de Villa Rosa llegara a manos
de Escasena un billete de cien pesetas, fingiendo que otra
persona se lo había entregado para él. El pobre bondadoso de
Antonio Chacón. De Chacón debo recordar también cuando
me presentó en Sevilla en una fiesta, durante las ferias. Había
allí reunido lo más grande que el cante tenía entonces, y fui
yo, ilustre desconocido, para acompañar a Don Antonio. Al
presentarme se limitó a decir: «Primero vais a cantar todos
vosotros y luego lo haré yo, acompañado por Montoya, y os
aseguro que os voy a hacer llorar a todos». Y así fue, en efecto:
acabaron todos llorando. Su admiración por mí era tanta que
85
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
llegó a perdonarme que en una fiesta del Duque de Medinaceli
llegara tarde por preferir jugar al billar, y se limitó a decirme:
«Montoya, ¿usted es jugador de billar o tocaor de guitarra?».
En otra oportunidad que volvimos a Sevilla, la admiración de
los andaluces llegó a negar mi nacimiento en la capital, y él
replicó en tono amable: «¡Haga el favor de decir que usted ha
nacío en Sevilla!».
Y allí, en Buenos Aires, Ramón Montoya coincidió con otra figura mítica del
flamenco, la bailaora Carmen Amaya, la primera figura global de nuestro
arte, la que conmovió al mundo con su talento y con una forma de bailar
que ni era posible de imitar ni tenía solución de continuidad posible. Pasó
de la Barceloneta, de la mayor de las miserias, a convertirse en portada de la
revista Life; ella llevó el flamenco por el mundo, y su nombre estará unido
para siempre a la libertad y a la esperanza de alguien capaz de rebelarse
contra su destino y romper todas las fronteras imaginables...
Carmen Amaya, una diosa morena
Carmen Amaya Amaya nació en Bagur (Barcelona) en 1913, así lo señalan la
mayoría de las biografías escritas sobre esta genial artista catalana. Sin embargo, otros autores, como es el caso de Jordi Pujol y Carlos García de Olalla, sostienen que nació entre 1918 y 1919 y no en Bagur, sino en Barcelona,
en una de las barracas de madera que se situaban en la zona norte del barrio
marinero de la Barceloneta, concretamente en Somorrostro, lugar donde vivía un gran número de familias gitanas, de una manera lamentable y sin
ninguna clase de infraestructura de carácter social. A pesar de que el mundo
entero la conociera por su faceta de bailaora, lo cierto es que también cantaba, y muy bien, por cierto. Era hija de un tocaor flamenco llamado Francisco
Amaya, conocido como El Chino, y Micaela Amaya, una gitana que aunque
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
también bailaba, sólo lo hacía para los suyos, en la intimidad de las fiestas
y acontecimientos familiares. Bastante hacía, ya que se había casado a los
14 años y empeñaba todas sus fuerzas en sacar adelante a sus diez hijos, de
los que sólo sobrevivieron seis. Cuentan que la madre de Carmen Amaya era
muy buena interpretando zambras y farrucas y que sólo actuó una vez en
público, cuando se estrenó en 1911 la comedia ‘Els zincalos’ (los gitanos),
de Julio Vallmitjana, un catalán muy respetado por los gitanos de Barcelona
por haber narrado con bastante frecuencia sus costumbres y siempre desde
un prisma cariñoso y marcado por el respeto.
Cuenta Ángel Álvarez Caballero que el padre de Carmen Amaya se ganaba
la vida a salto de mata por las tabernas, en permanentes madrugadas de vino
agrio y vomitonas espesas. Se llamaba José, lo conocían como el El Chino y
por lo visto era un esquilador de ovejas de origen mallorquín. Con las pocas
monedas que lograba mercar fue sacando adelante a Carmen y a sus cinco
hermanos menores: Paco, Leonor, Antonia, Antonio y María. El Chino tenía
una hermana, Juana Amaya, La Faraona, que era muy popular por sus bailes
en todos los garitos de la Barceloneta: fue una bailaora de tronío, con belleza y majestad, que hizo que pintores como Julio Moisés, Beltrán Masés y
Ricardo Canals la tomaran como modelo para alguna de sus obras. Cuando
Carmen sólo tenía cuatro años y apenas era una gitanilla negruzca, flacucha
y casi escuchimizada, comenzó a salir con su padre por las noches a buscarse la vida por las tabernas. De hecho, aunque cerca de su casa había una
escuela, sólo duró dos semanas entre las primeras cuentas y las enseñanzas
infantiles. Dicen que en 1924 ya se la podía ver bailando en un merendero
sito en la puerta de la Paz, al lado del monumento a Colón, que atendía por
el nombre de El Chiringuito. Mientras El Chino tocaba la guitarra, Carmen
Amaya cantaba y bailaba. Curiosamente, parece ser que el padre, al principio, pensaba que Carmen tenía mejores condiciones para el cante que para
el baile. La gente ya se quedaba ensimismada con la gracia de aquella niña,
por la forma en la que expresaba su pasión, una pasión innata que marcaría
su vida y su carrera como artista. Pero Carmen, además, vendía billetes de
alguna rifa, pasaba el platillo o se agachaba a recoger aquellas míseras pero
primeras ganancias que le propiciaba su arte. En muy poco tiempo, se hizo
popular en la Barcelona de los primeros años del siglo XX y son bastante los
recuerdos que guardó de aquellos años de dura pobreza y de aprendizaje
absolutamente callejero. Cuenta la leyenda que cuando llegaban El Chino
y su hija a Somorrostro, de madrugada, repartían entre los gitanos el pan
y el vino sobrante de las fiestas. Carmen Amaya comentaba que aprendió
87
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
a bailar mecida por el rumor de las olas de Somorrostro. Aquella gitanilla
de presencia breve se hizo conocida en tabernas y similares. Parece que el
primer lugar cerrado en el que actuó fue Casa Escaño, sito en la calle de las
Euras, donde se reunían los mejores aficionados al flamenco de Barcelona.
Cuentan que el éxito resultó apabullante.
Poco tiempo después, Juana Amaya, La Faraona, y gracias a sus contactos
con Julio Vallmitjana, consiguió que el empresario José Sampere (el padre de
la actriz Mary Sampere) les diera la oportunidad de salir con la niña al escenario del Teatro Español. Por su corta edad -apenas ocho años- no podía actuar de forma legal, por eso la picaresca y la continua burla de la autoridad
fueron compañeros de aquellos primeros lances de Carmen. En una ocasión,
subieron al escenario Carmen y su padre. La Faraona y el cantaor Paco Cepero se quedaron entre la tramoya para ver aquel menudo prodigio del que la
danza brotaba con una naturalidad asombrosa, como si el compás flamenco
estuviera grabado, de alguna manera, en su huella genética. En éstas, alguien
avisó de la llegada de la policía. Todos gritaron, se armó un revuelo que
subió del patio de butacas hasta el escenario. Sin embargo, Carmen Amaya
se escapó a toda velocidad con la ayuda de Cepero. Consiguieron salir a la
calle y la noche, como eterna aliada, les sirvió para escabullirse y evadir
a la policía. Así relató Carmen Amaya la aventura de su debú teatral y el
método que utilizó para escabullirse de los guardias: «En aquel espectáculo
cantaba también Cepero. Ya había terminado su número y estaba viéndome
bailar desde bastidores, con el gabán y el sombrero puestos para marcharse.
Cepero era más bien un hombre grandón. Mi padre salió a buscar un taxi y
yo me metí entre cajas y Cepero me escondió debajo de su abrigote, sosteniéndome en vilo con una mano disimuladamente».
Poco tiempo después consiguieron la autorización administrativa para poder actuar sin miedo a la aparición de los picoletos, aunque también había
muchos envidiosos entre los flamencos de Barcelona, que no podían soportar que aquella chiquilla fuera la preferida de los públicos y los honorarios
que conseguía fuesen mayores que el de ellos mismos. Sigamos con la voz
de la propia Carmen en una entrevista concedida a Leocadio Mejías poco
antes de su muerte: «En vista de que yo ganaba más que ellos, se acordó que
todos entregásemos el dinero que nos dieran en la caja del establecimiento
y que nos lo repartiesen allí de forma equitativa al final de la jornada. Te juro
que lo entregaba todo; ellos, te juro que no».
En 1923 viajó por vez primera a Madrid, para bailar en un local situado
en los bajos del Palacio de la Música. Al año siguiente llevó a cabo una gira
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
por diversas ciudades españolas, formando parte de la compañía de Manuel
Vallejo. El año 1929 fue el de la Exposición Universal de Barcelona. Por
aquellos días, Carmen Amaya estaba en el cuadro flamenco del Villa Rosa,
colmao del tocaor Miguel Borrull. La actriz Rosita Rodrigo organizó en el
Pueblo Español un espectáculo al que bautizó como ‘El patio del farolillo’.
Carmen formaba parte de un grupo de gitanas de Granada, que actuaba un
poco más abajo: «Un día entró allí un señor solitario, de aspecto tan sencillo que nadie se acercó a él. Entonces me ofrecí a bailarle, ya que ninguna
quiso hacerlo, oliéndose que, por las apariencias, el señor no debía andar
muy fuerte de moneda. Todas se echaron a reír; le gastaron alguna guasa,
que el hombre encajó con una sonrisa amable, y al despedirse no conseguí
más que una frase cariñosa, mientras mis compañeras me tomaban el pelo a
gusto. Una hora después llegaron al pabellón unos recaderos con un canasto
enorme llenito de cosas: jamones, vinos, conservas. Con el regalo venía una
carta; en el sobre, el membrete de la familia real. La carta era del Infante Don
Carlos de Borbón, primo hermano de Su Majestad el Rey de España y dentro
de ella, un billete de 500 pesetas. Ya no se rieron. Y a mí, que me tocaba reír,
creo que me entraron ganas de llorar, ¡palabra!», dijo Carmen Amaya.
Fue por aquellos años cuando el nombre de Carmen Amaya salió por primera vez en letras de imprenta. La culpa la tuvo el crítico del semanario Mirador, Sebastián Gash: «Imagínense ustedes a una gitanilla de unos catorce
años de edad sentada en una silla sobre el tablao. Carmencita permanece
impasible y estatuaria, altiva y noble, con indecible nobleza racial, hermética, ausente, inatenta a todo cuanto sucede a su alrededor, solita con su inspiración, en una actitud tremendamente hierática, para permitir que el alma se
eleve a regiones inaccesibles. Alma. Alma pura. El sentimiento hecho carne
(esta imagen me recuerda a las fotos de los flamencos del genial Pepe Lamarca, pero ésta es otra historia). Movimientos en un descoyuntamiento en ángulo recto que alcanza la geometría viva. El tablao vibra del modo más desgarrado y preciso, más brutal que imaginarse pueda...». Tal revuelo organizó
Carmen Amaya a calor de la Exposición Universal de Barcelona, que llegó un
agente del Palace de París para contratarla. Raquel Meller la incorporó en el
cuadro de su revista París-Madrid. No fue sola, ya que la acompañaron su tía
La Faraona y su prima María, con las que formó el Trío Amaya. El guitarrista
fue Carlos Montoya y Carmen se hizo sus vestidos con las colas de los de
Raquel Meller. Aunque tuvieron un increíble éxito, la fama de las gitanas no
le gustó nada a Raquel Meller, que acabó a tortas con La Faraona. De vuelta a
la Ciudad Condal, Carmen y su padre prosiguieron sus actuaciones por bares
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
y colmaos. Uno de los locales más populares era El Manquet, donde la vio
bailar, tal y como relata Ángel Álvarez Caballero, el más metafísico de cuantos bailaores han existido, Vicente Escudero, que dijo de ella: «Esta gitanilla
hará una revolución en el baile flamenco, porque es la síntesis de dos grandes
estilos fundidos de manera genial: el de la bailaora antigua, de la cintura a la
cabeza, con un braceo imponderable y ese raro fulgor de sus ojos; y el estilo
trepidante del bailaor en sus variaciones de pies, prodigiosas».
En 1935 fue contratada por Juan Carcellé para actuar el Coliseum de Madrid. Pero en aquella oportunidad tuvo mucho que ver el apoyo del guitarrista pamplonés Agustín Castellón Sabicas: «Nos conocimos en Barcelona
cuando los dos aún éramos niños. Yo fui allí a trabajar y la vi bailar un día,
ella también era muy joven. Me hice amigo de ella y de su familia. Conocí a
Carmen en un restaurante llamado Casa de Manquet. Estaba en el puerto, y
todos los marineros solían ir allí. Un cantante me llevó allí, y me dijo: ‘Ven,
verás a alguien bailar’, de modo que fui. El ambiente flamenco era muy
intenso. Allí estaba Carmen, muy joven. Me quedé completamente asombrado por lo que podía hacer... sus manos, sus pies... Se nos metió a todos
en el bolsillo. La vi bailar y me pareció algo verdaderamente sobrenatural...
Nunca había visto a nadie bailar como ella. No sé cómo lo hacía, sencillamente no lo sé». Relata Paco Sevilla en su libro ‘Queen of the Gypsies’ que
el propio Sabicas fue quien animó a El Chino a que apostara decididamente
por la carrera de su hija: «Mira, Chino, sabes que yo entiendo lo mío de
estas cosas. Tu niña realmente tiene algo, algo muy serio, pero entre esta
gente que ni entiende ni le importa, no llegará a nada. Tienes que llevarla a
Madrid. Allí hay gente que lo sabe todo sobre esto y que sabrán cómo apreciarla». No fue difícil convencer a El Chino, pero, según Sabicas, el padre le
dijo: «¡No podemos permitirnos ir hasta allí!». A lo que Sabicas replicó: «No
te preocupes por el dinero. Sencillamente ve allí. Podrás contar conmigo».
Poco después, El Chino y Carmen dejaron el pequeño piso familiar situado
en la Calle Nueva y pusieron rumbo a Madrid. Ya en la capital, les surgieron
pequeños contratos que les permitieron sobrevivir e incluso enviar algo de
dinero al resto de la familia en Barcelona.
Ambos compartían una habitación en una cochambrosa pensión, y pasaron prácticamente desapercibidos en la gran ciudad. Muchos años después,
el hermano de Sabicas, Diego Castellón, describió este periodo en la única
entrevista que concedió en su vida. Fue en 1989 y le contó lo siguiente a
Meira Goldberg: «Les dije que vinieran al Café Madrid, que era a donde iban
todos los artistas, allí en la Puerta del Sol, y que verían a Sabicas cuando
90
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
regresara por la mañana de su gira con La Niña de la Puebla...». Al día siguiente -o quizás aquel mismo día- Sabicas fue a verles y se los trajo a casa.
Les invitó a comer y les solventó las necesidades más urgentes... Después,
una noche, los llevó a Villa Rosa, la catedral del flamenco, donde iban todos
los grandes cantaores, los grandes guitarristas. Allí fueron padre e hija, y se
encontraron a todo el mundo metido en una habitación celebrando una
juerga privada. Sabicas dijo: «¡Entre, entre! Y que entre la chica, también!». Y
explicó: «Ésta es una chica de Barcelona que baila fenomenal». Aquella noche se ha convertido en legendaria. La versión popular relatada por Salvador
Montañés, por error, sitúa la acción en el Café Sevilla (resulta mucho más
probable que fuese el Villa Rosa), donde los artistas flamencos se reunían
antes de ir a trabajar. Dice así:
Una tarde, Sabicas apareció en el café, saludó a El Chino
dándole una palmada en la espalda y a Carmen con un beso en
la mejilla, y se dirigió a los allí reunidos: «Prestad atención, aquí
tenéis a una gitanilla catalana que lo hace muy bien y que sabe
de bailar todo lo que vosotros quisierais saber». El Peluco oye lo
que le dice Sabicas. El Peluco es otro de esos que dice saberlo
todo del flamenco. Y es cierto que El Peluco es un cantaor que
sabe y siente, que, como él mismo dice: «Currela lo suyo en esto
del flamenco». Pero es demasiado apasionado, y cuando oye a
Sabicas decir aquello suelta una carcajada tremenda y responde:
«¿Una catalana? ¡Será un fraude!». Carmen está sentada a la
izquierda de Sabicas, y a su lado está El Chino. El comentario
de Peluco no le hace ninguna gracia. Se levanta de repente, se
enfrenta al cantaor y le dice: «¿Un fraude? ¡Mire esto!». Carmen
Amaya, la gitana catalana, rompe a bailar mientras Sabicas y
El Chino tararean unos antiguos fraseos de soleares y golpean
con las manos sobre el mármol de la mesa. El Peluco abre los
ojos completamente asombrado. ¡Carmen está bailando para
él! No se oye ni una sola guitarra, sólo hay una audiencia que
entiende de estas cosas. Carmen improvisa. De repente, El
Peluco se levanta de su silla y, ante el asombro de los demás,
se acerca a una pared y empieza a golpear la cabeza contra
ella mientras grita salvajemente: «¿Un fraude, un fraude?...
¡Y yo la he llamado un fraude! ¡Eso sí que es bailar, niña!».
Carmen, sin detenerse, se acerca a El Peluco, le arrincona, le
vuelve loco... Los presentes, sorprendidos, se suben sobre las
sillas y las mesas para contemplar el espectáculo que ofrece
El Peluco llorando y sangrando por la herida que se ha hecho
en la frente al golpear la pared. La apasionada gitanilla, tan
pequeña como es, se ha quitado los zapatos y sigue bailando,
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
echando fuego por los ojos, y todo porque la han llamado «un
fraude». Mientras tanto, una voz entona un cante, un cante
profundo que habla de pasión, de montañas, del sol y los
zarzales. Carmen Amaya, la gitana catalana baila siguiendo el
ritmo de ese cante. El Peluco se estremece y sigue cantando. El
Peluco canta para Carmen Amaya y Carmen Amaya baila. Pero
ahora Carmen ha olvidado que la han llamado un «fraude», ha
olvidado a El Peluco, se ha olvidado de todo. Ahora, Carmen
Amaya baila para sí misma».
La presentación de Carmen Amaya en Madrid fue su auténtica consagración
en España. Debutó en el Teatro de la Zarzuela con Concha Piquer, y Miguel
de Molina. De esta época data su primera incursión en el mundo del cine:
‘La hija de Juan Simón’, de José Luis Sáenz de Heredia, con Angelillo.
En 1936 rodó ‘María de la O’, de José López Rubio, y se situó en la cúspide artística. Pero aquel año fue fatídico para España y el inicio de la Guerra
Civil la sorprendió en Valladolid. Una anécdota muy reveladora sobre el
punto de crispación que se vivía en aquellas jornadas es que la troupe de los
Amaya fue confundida con los sospechosos del asesinato del líder falangista
Onésimo Redondo. Tras deshacerse el malentendido, actuó en Lisboa en el
Café Arcadia, hasta que el Teatro Maravillas de Buenos Aires le ofreció un
contrato por seis meses. Allí debutó con los guitarristas Ramón Montoya y
Sabicas. De tal consideración fue el éxito que logró, que cuentan las crónicas que el segundo día de actuación era tal el gentío que tuvo que intervenir
la policía para mantener el orden en las taquillas. Los seis meses de contrato
se convirtieron en doce y después, aún tuvo tiempo para realizar una gira
por diversas ciudades de aquel país. De todas formas, conviene reflexionar
sobre el hecho de que Carmen Amaya decidió irse a América por un contrato
de seis meses y que, sin embargo, los éxitos le hicieron quedarse en aquel
continente por un periodo de once años. Carmen Amaya empezó a ganar
mucho dinero, tanto es así que en Río de Janeiro, en el célebre night-club
Copacabana, cobraba unos 14.000 dólares por semana. Recorrió todos los
países de Hispanoamérica y de estos años datan las películas grabadas junto
a Miguel de Molina y la incorporación de varios miembros de su familia a la
compañía. Un empresario llamado Sol Hukor decidió contratarla por ocho
años para actuar por tierras de los Estados Unidos de América.
A principios de 1941 se presentó en Nueva York, en el cabaret Beach Comber, para pasar poco tiempo después al Carnegie Hall, acompañada por Sa-
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
bicas y Antonio de Triana. En el Radio City llegó a dar nueve representaciones diarias. Fue tal la dimensión del éxito que alcanzó Carmen Amaya en los
Estados Unidos, que el propio presidente Franklin Delano Roosevelt la invitó a una velada en la Casa Blanca. El máximo mandatario norteamericano
le regaló una chaquetilla bolera con incrustaciones de brillantes. Así relató
aquel momento la propia Carmen Amaya en una entrevista: «Roosevelt estaba en su cochecito de inválido, casi pegado al escenario. Yo lo miraba a la
cara, en la que iba reflejándose el entusiasmo que le producían mis bailes. Al
terminar la danza, él abrió sus brazos hacia a mí, y yo, obedeciendo a no sé
qué impulso de tremenda simpatía, pegué un salto desde el escenario y fui a
caer a su lado, sentándome sobre sus rodillas. Nos abrazamos con emoción.
Creo que se me saltaron las lágrimas».
La revista Life -la más importante de aquella época- sacó a la gitanita catalana en su portada. En el verano de 1942 obtuvo otro gran éxito en el Alvin
Theatre de Broadway, con el espectáculo musical ‘Laugh, Town, Laugh!’.
Unos meses más tarde, cuando era reconocida como una de las principales
atracciones de Hollywood con sus ‘Gipsy dancers’, llevó adelante un versión propia del ‘Amor Brujo’ en un escenario en la que la vieron en directo
más de 20.000 personas. Ángel Álvarez Caballero señala que durante esos
años americanos, la bailaora mantuvo un largo romance con Sabicas, que
el propio Agustín Castellón reconoció poco antes de morir. En los Estados
Unidos, Carmen Amaya se codeó con las principales figuras de la farándula
como Orson Welles, Greta Garbo, Dolores del Río, María Montez, Edward
G. Robinson o Toscanini, que le confesó a la bailaora que no había visto en
su vida a ninguna artista con más ritmo y más fuego que ella.
Tras rodar varias películas como ‘El sombrero de Panamá’, ‘Sigan al chico’,
‘Piernas de plata’, ‘Carmen Amaya y sus muchachos’ -entre otras-, realizar
varias giras más por los Estados Unidos y México, volvió a Buenos Aires,
donde murió su padre en 1946. Después de terminar la II Guerra Mundial,
regresó a Europa. Se presentó en el Teatro de los Campos Elíseos y tras actuar
en lugares tan lejanos como Sudáfrica y Oriente Medio, llegó el momento
de regresar a España. El 18 de diciembre se presentó en el Teatro Tívoli de
Barcelona con la obra ‘Embrujo Español’ y con una compañía de 40 gitanos
de su familia y parientes más o menos cercanos; logró un gran éxito. Al
año siguiente obtuvo un prodigioso triunfo en el Princes Theatre de Londres.
Allí conoció a la Reina de Inglaterra. Tanta repercusión tuvo su éxito, que
la prensa británica publicó una foto de la monarca inglesa junto a Carmen
Amaya con el siguiente pie de foto: «Dos reinas frente a frente». En el año
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
1951 se casó con Juan Antonio Agüero, un guitarrista de su compañía de
origen santanderino.
La boda se celebró, casi en la intimidad, en la Iglesia de Santa Mónica, en
Las Ramblas de Barcelona a las siete de la mañana. Después de la ceremonia, la pareja y los invitados se fueron a celebrarlo a una taberna de la calle
Escudellers. Aquella misma noche y las siguientes, realizó sus actuaciones
como si nada hubiera pasado. En octubre de 1955, Carmen Amaya regresó a
Nueva York tras doce años lejos de los rascacielos y de los teatros que tantas
veces le habían visto triunfar. El viaje estaba diseñado para realizar cuatro
actuaciones en el Carnegie Hall. John Martín describió en The New York Times de esta manera la nueva forma de bailar de Carmen Amaya: «La nueva
Amaya es abrumadora. Todas las tempestuosas virtudes de antes se encuentran todavía allí; pero las ha simplificado, dirigido, difundido, suavizado.
Desde el momento de su primera aparición se siente que tiene conciencia
de sus cualidades únicas y que está creando para nosotros un bello retrato
de sí misma... Ha despertado a la realidad de que es una gran señora y nos
muestra la belleza real de la esencia de su arte. Sus cinco danzas llevan años
en su repertorio, pero lo que antes eran tan sólo vehículos, ahora son obras
de arte. Aquel torbellino gitano, sin mucha forma ni disciplina, es ahora una
artista». Pilar López, curiosamente, le confesó esto a Ángel Álvarez Caballero: «Para mí era una mujer a la que no se la podía definir. Era muy extraño,
por lo menos éste es mi concepto. Un baile excepcional ¿no? Sus alegrías yo
las encontraba tan femeninas como la que más. Era una cosa extraña verla
con ese pantaloncito, el chaleco que se ponía, su camisita, esa cabecita tan
divina, como una naranjita negra, preciosa de forma, con un pelo tan negro,
azabachado».
La Niña de los Peines, la maestra infinita
Dice la cantaora catalana Mayte Martín que Pastora Pavón Cruz, La Niña de
los Peines (Sevilla, 1890-1969), tenía en su garganta ese extraño don de la
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
fertilidad sincera del flamenco: «Llega a lugares inauditos y casi cada vez
que la escucho obtengo sensaciones diferentes y nuevas; me sorprende y me
emociona». Pastora nació el 10 de febrero en el número 19 de la calle del
Butrón, en el pintoresco barrio sevillano de la Alameda de Hércules, debutó
con ocho años en un café cantante de Madrid y se convirtió en la primera
mujer revolucionaria del cante flamenco. Era hermana de Tomás y Arturo
Pavón y se casó con otro cantaor, Pepe Pinto.
José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz relatan su historia en el ‘Diccionario
Enciclopédico del Arte Flamenco’:
Se inició actuando en la llamada Taberna de Ceferino, en su
ciudad natal, pasando después a Madrid, para cantar en el
Café del Brillante. Más adelante se trasladó a Bilbao, donde
permaneció una larga temporada. De nuevo en Sevilla, formó
parte de diversos elencos de los cafés cantantes, así como
en los de Málaga y otras ciudades andaluzas, a lo largo de
varios años. En 1921, realizó una serie de actuaciones en los
madrileños Madrid-Cinema y Teatro Maravillas, volviendo a
este último, al año siguiente, en unión de Carmelita Sevilla,
para después recorrer varias ciudades españolas, acompañada
a la guitarra por Habichuela, con un espectáculo en gira. De
nuevo en Madrid, se presenta en el Circo Price y es contratada
para el festival celebrado en el Palacio de Carlos V de Granada,
alternando con Manuel Torre.
El año 1924, también actúa en el citado festival y en el Teatro
Novedades de Madrid. Durante 1925, aparte de sus actuaciones
en otros escenarios españoles, cantó en los madrileños teatros
Pavón, con Pepe Marchena, El Cojo de Málaga y Manolo
Caracol; Romea, junto a Imperio Argentina, y Maravillas.
Y en 1926, después de reaparecer en el Teatro Pavón de
Madrid, emprende una tournée con una compañía formada
por el empresario Vedrines. Los del Monumental Cinema y
Fuencarral son los escenarios teatrales de sus actuaciones en
Madrid, en 1927; y en 1928, con Don Antonio Chacón, vuelve
a viajar por toda la geografía española, encabezando una
de las llamadas óperas flamencas. Con Ramón Montoya a la
guitarra, actúa en 1929 en el Circo Price madrileño, y durante
este año y los siguientes, hasta 1935, se suceden sus giras por
toda España, junto a otras destacadas figuras del momento,
entre ellas Pepe Marchena. Terminada la Guerra Civil, retorna
a estos espectáculos itinerantes, alternando principalmente
con Canalejas de Puerto Real y El Sevillano, en los años 1939
y 1940.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Seguidamente ingresa en el espectáculo ‘Las calles de Cádiz’,
de la cancionista Concha Piquer. Se retira durante unos años,
reapareciendo en 1949, en compañía de su marido, con el
espectáculo ‘España y su cantaora’, que se estrena en Sevilla,
con excelente acogida crítica, y continúa por Málaga y otras
ciudades durante unos meses, para volver a retirarse. En 1961,
se le tributa en Córdoba un homenaje nacional, consistente
en un festival en el que intervinieron Antonio Mairena, Juan
Talega, Manuel Morao, Eduardo de la Malena, Terremoto, Tío
Parrilla, El Laberinto, Tía Juana la del Pipa, La Chicharrona
y Tomás Torre. Promovido por el programa radiofónico La
Tertulia Flamenca de Radio Sevilla, en 1968 fue inaugurado un
monumento en su honor, erigido en la Alameda de Hércules
sevillana, obra del escultor José Illanes. Falleció el 26 de
noviembre de 1969, veinte días más tarde que su esposo.
Considerada la más completa y destacada cantaora de toda
una época, fue amiga de Manuel de Falla y Federico García
Lorca -autor de las coplas llamadas lorqueñas, que interpretó
por bulerías-, así como del pintor Julio Romero de Torres, que
la reflejó en uno de sus lienzos. Su figura y su arte han sido
cantados por numerosos poetas, entre ellos Antonio Murciano,
Pablo García Baena, Juan de la Plata y Rafael Belmonte. Su
discografía, muy amplia, más de 170 cantes, con las guitarras
de Niño Ricardo, Ramón Montoya, Antonio Moreno, Currito el
de La Jeroma, Luis Molina y Melchor de Marchena, da idea de
su popularidad, dejando en ella registrada una gran gama de
estilos desde las sevillanas a las saetas.
«Sombrío genío hispánico», según Lorca
Nadie ha definido el genio creativo de Pastora Pavón mejor que Federico
García Lorca, que estaba fascinado con ella y la tomó como paradigma de la
cantaora enduendada escribiendo un texto antológico: «Una vez, la cantaora andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico,
equivalente en capacidad de fantasía a Goya y a Rafael el Gallo, cantaba en
una tabernilla de Cádiz: jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño
fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o
la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarabes oscuros y lejanísimos.
Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados (...) Pastora Pavón
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre
pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas
de aguardiente, dijo con voz muy baja: ‘¡Viva París!’, como diciendo: ‘Aquí
no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra
cosa’. Entonces La Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada
igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un vaso de cazalla
como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje
de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de los
vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes
casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del
rito lucumí, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara. La Niña de los
Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente
exquisita que no pedía formas, sino tuétanos de formas, música pura con el
cuerpo sucinto para poderse mantener en el aire. Se tuvo que empobrecer de
facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse
desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y
cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por
su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los
pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni».
Como explica Ángel Álvarez Caballero, La Niña de los Peines revolucionó
el flamenco porque «sirvió de puente entre el tradicionalismo del XIX y todos
los modernismos del actual, incluso los más detestables, que no rechazó sin
experimentarlos». A Pastora Pavón, relata Gerhard Steingress, profesor de la
Universidad de Sevilla, se la puede definir «como hija de las dos Españas y de
dos siglos, su personalidad artística fue marcada por los cambios profundos
en el campo flamenco. Los cafés cantantes habían iniciado ya en las décadas
anteriores este proceso de urbanización, modernización y enajenación de la
cultura tradicional, y que a principios del siglo XX se habían convertido ya en
lugares demasiado restringidos para el arte flamenco. Daba comienzo así la
nueva era de la industria cultural, con las giras artísticas por toda la geografía
nacional, la discografía, el espectáculo de masas, las compañías artísticas
estables, organizadas y dirigidas por profesionales del arte y de la empresa».
«El anterior café respondía a la era artesanal del flamenco y sirvió como
lugar para promocionar el carácter profesional del artista ante un público
reducido y minoritario, en muchas ocasiones relacionado con el hampa,
la prostitución y el señoritismo. La emergente empresa flamenca exigió un
tipo de organización y de actuación menos espontánea e informal y más
97
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
racionalizada, previsible. Como en el caso del arte en general, el flamenco había entrado en su fase de explotación industrial de tipo capitalista: se
había convertido en objeto de inversión de capital y, a cambio, tuvo que
garantizar rentabilidad. Las giras convirtieron a todo el país en audiencia, y
a los/las artistas en personajes populares a nivel nacional. Se empezó a exigir más que la mera repetición de estilos conocidos: sólo la innovación, la
creatividad y la completa entrega garantizaban el éxito ante un público cada
vez más heterogéneo y exigente. De este modo se intensificó la competencia
entre los artistas, al mismo tiempo que el campo flamenco se extendió y se
estructuró de acuerdo con las necesidades de la cultura popular moderna de
carácter urbano. En esta dinámica hay que ubicar el inicio, el genio y el éxito
de Pastora Pavón, ‘Reina del cante’».
Pastora Pavón marcó, pues, el cambio generacional en el flamenco en transición de su etapa de los cafés a la etapa de los espectáculos, del flamenco
en directo hacia el flamenco mediatizado técnicamente, del flamenco relacionado con el mundo marginado hacia el flamenco como arte sublime.
Más aún, ella ha sido una de las protagonistas de esta transformación».
Pastora Pavón, La Niña de los Peines y la mejor cantaora
de España, está desilusionada del cante y quiere retirarse
Para entender la personalidad de Pastora Pavón resulta preciso rememorar
la majestuosa entrevista que le realizó la periodista Josefina Carabias en la
revista Crónica el 21 de julio de 1935:
Hasta la calle de Alcalá llegan rumores de que en la Plaza
de García Hernández (antes plaza del Rey) se agolpa una
muchedumbre imponente, que los guardias pueden a duras
penas contener. Y aunque a mí los acontecimientos donde
intervienen los guardias me producen siempre un instintivo
movimiento hacia atrás, que raras veces contengo, domino por
el momento esta prudencia tan saludable y me voy a ver qué
es lo que pasa. La calle del Barquillo es un río humano, y por
la plaza, los caballos de los guardias de Seguridad caracolean
de un modo impresionante; los de Asalto, con los fusiles en la
mano, parece que van a hacernos polvo de un momento a otro.
- Pero, ¿qué es lo que pasa? -pregunto a un guardacoches que
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
contempla el espectáculo-. ¿Es que está ardiendo el Circo
quizá?...
- Casi nada... La Niña... No es más que La Niña, que siempre
arma estos alborotos.
- Pero, ¿qué niña es esa?...
- ¿Qué niña va a ser?... Decir niña, es lo mismo que decir don
Niceto... No hace falta más para que todo el mundo sepa de
quién se trata... la Niña de los Peines, la Pastora, que está esta
noche en el Circo... ¿O es que no ha visto usted los carteles?...
Ahora me lo explico todo. Ahora me explico por qué la multitud
se agolpa y por qué los guardias toman sus precauciones, para
evitar lo que puedan hacer los centenares de personas que
forzosamente se han de quedar sin billete. Para los buenos
aficionados al cante, La Niña de los Peines es algo así como
Lenin para los comunistas, porque no hay más que ella en
el mundo. Y por si esto fuera poco, da la casualidad de que
La Niña no se prodiga. Raras, rarísimas veces aparece en los
carteles madrileños; y cuando aparece, sólo canta un par de
veces, cuando más. Por eso los que de verdad gustamos del
cante magnífico de la Pastora, tenemos que conformarnos, casi
siempre, con poner un disco al gramófono o con oírlo muy de
tarde en tarde por la radio.
Pastora Pavón, La Niña de los Peines, está arreglándose en un
cuarto del Circo. Mientras se alisa las negras crenchas, toma
vahos de un cacharro de no sé qué cocimiento, porque de
repente se ha sentido afónica, y esto la tiene preocupadísima.
- ¿Usted ve qué desgrasia?... haberme quedao casi sin voz...,
precisamente esta noche..., ¡qué disjusto!
Como todos hemos oído hablar de La Niña de los Peines a
nuestros padres y hasta a nuestros abuelos, y hemos oído
también repetir que niña, lo que se dice niña, lo era Pastora allá
por los tiempos de la primera guerra carlista, yo suponía que
me iba a encontrar con un carcamal, con una mujer arrugadita
y viejecita. Pero les aseguro a ustedes que no ha sido así. La
Niña de los Peines no es, ciertamente, una niña; pero no es
vieja, ni muchísimo menos. Es una mujer gorda y frescota. Ella
me ha dicho que tiene cuarenta y cuatro años, y es verdad.
Al menos, no aparenta más, y si fuese guapa, probablemente
aparentaría menos.
- Lo que pasa -me dice- es que yo empesé con esto der cante a
la edad de nueve años... y desde entonces no lo he dejao...
99
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
- Y, ¿cómo fue empezar tan pequeña?...
- Pues porque pa esto no hacen farta estudios. Es una grasia,
¿sabuté? Y si se tiene esa grasia, pues se nase con ella..., y en
cuantito que se sabe hablá o antes, pues se canta. M’acuerdo
mu bien der primé día que canté elante gente. Me llevaron
a un café que le desían der Brillante, y allí armé un alboroto
tan grande, que me hisieron cantaora de repente. En Sevilla,
que era donde yo había nasido y donde vivía, me conosía
tor mundo na ma que por la hermana de Arturo. Arturo, mi
hermanito, era un cantaor de mucha fama. Desde entonse
hasta ahora, en treinta y sinco años largos, fíjese si habrán salío
cosas de esta garganta.
- Usted, Pastora, debe haber ganao mucho dinero con el
cante...
- Mucho, hija; muchísimo. Pero a esta fecha estoy más probe
que una rata. He tenío siempre muchísima familia y mucha
gente a mi alrededor a quien mantené, y aluego que yo no
pueo ve una lástima sin ponerla remedio. Pastora Pavón, La
Niña de los Peines, no sirve pa guardá una peseta.
- ¿Y cómo fue eso de ponerla el apodo que lleva?
- Po verá usted. No fue cosa mía, sino de la gente de allí de
Sevilla. Yo no pensaba llamarme na ma que Pastora, que es mi
nombre. Pero en esto que se puso mu de moda un tango que
yo cantaba, y que decía así:
Peínate tú con mis peines;
Mis peines son de canela...
- Y en esto que la gente me empesó a llamar la niña der tango de
los peines, y después La Niña de los Peines; y de tanto y tanto
desirlo la gente, ya me empesaron a anunsiar en los carteles como
La Niña de los Peines, y con La Niña de los Peines me quedé...
La verdad es que un poco complicada la toilette de esta reina del
cante. Un poco de carmín en los labios, unos polvos ordinarios...,
un poquito de colorete... Después se atusa una y otra vez el pelo
negrísimo, de escoboncillo sobre la nuca. Entre tanto, el cuarto
de La Niña de los Peines se va llenando de flamencos: Guerrita,
el Americano, el Canalejas, La Niña de Marchena... Llegan
también otros, que no son flamencos propiamente dichos, sino
que son allegados o flamencos amateurs...
- ¿Qué hay, Pastora?... ¿Cómo va esa ronquera?...
100
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
- Ay!... Americano, hijo..., mu malamente... me da er corasón
que esta noche voy a tener un disjusto...
Un flamenco que llega alarga a Pastora una pastilla.
- Tómate esto, que no te pesará; tiene un nombre mu raro, pero
no lo hay en la botica. Te tomas un par de pastillas, y... ni los
jilgueros...
Otro flamenco protesta, indignado:
- ¡Qué pastillas ni que na, hombre!... To eso son porquerías
pa estropeá er estómago. Vahos y na más que vahos, de esos
de hojas de ocalirto. Te lo digo yo, Pastora, que de eso sé más
que nadie.
En general, los flamencos saben más que naide, no sólo de
procedimientos para aclarar la voz de La Niña de los Peines,
sino de todo. Por eso da gusto estar entre ellos un ratito, oyendo
las más peregrinas teorías, expuestas con gran naturalidad y
bastantes licencias prosódicas.
Entre todos estos flamencos hay uno a quien la Niña de los
Peines llama Pepe, y que, a poco me fijo, me doy cuenta de que
es su marido. El llamado Pepe da vueltas por la habitación, y a
veces por los pasillos, dando pruebas de evidente malhumor.
Luego me entero de que no es malhumor precisamente lo
que tiene Pepe, sino gran preocupación, porque teme que la
ronquera defraude a los miles de espectadores que se apiñan
en las graderías del Circo.
- Anda, Pastora, anda; date prisa que tienes que ensayar un
poco...
- Espera, Pepe; hombre, no te sofoques. ¿No ves que me están
hasiendo una interviú?...
En vista de esta razón tan convincente, Pepe (Pinto) se marcha
a pasear su impaciencia por los pasillos. Pastora me cuenta
que lleva mucho tiempo casada, y que tiene una niña de once
años. La niña no canta, pero baila que es una maravilla...
- Pero yo no quiero de ninguna manera que se dedique a artista.
Que baile to lo que quiera en casa; ahora, pa sus padres, y el
día que se case, pa su marido...
- Pues usted no puede quejarse de su vida de artista...
- Yo no...; pero es mejor la vida de casa. Yo le voy a desí a
usted, en secreto, que estoy deseando retirarme der to y vivir
101
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
tranquila en Sevilla, en mi casita, con mi marío y mi hija... No
me puedo quejar del público, pero veo que el cante va por mal
camino. A la gente ahora no le gusta más que er cante malo.
Ahora el público pide milongas o colombianas..., y eso ni se
parese siquiera ar cante...
El Niño Ricardo, que es quien va a acompañar a Pastora a la
guitarra, nos ha cortado definitivamente la conversación.
Poco después están en la pista del Circo La Niña de los
Peines y el Niño Ricardo. La gente se vuelve loca aplaudiendo.
Pastora, con su voz desgarrada y su acento, que nadie lo
aventaja en patetismo, comienza a cantar por soleares...
- Vamos a ve, Pastora; vamos a ve... -anima el guitarrista.
Ay... ayyyyy...
A mi puerta has de llamá...,
Y no te he de abrí la puerta...,
¡y me has de sentí llorá!...
Y después de esta letra magnífica (nadie puede decir más en
menos palabras), viene otra deliciosamente graciosa, cuando
Pastora arranca por fandanguillos:
Como una cosa difísil
me quieren llevar a los baños,
como una cosa difísil,
como si el agua del mar
curara los desengaños
que una mujer cruel me da...
Y después de decir otra porción de cosas que nunca dirá
nadie como ella, Pastora Pavón, la reina del cante, desaparece,
seguida del Niño Ricardo, envuelta en un traje verde de raso
reluciente».
Ricardo Molina, por ejemplo, dijo que Pastora Pavón era
«la encarnación misma del cante flamenco, como Bach lo
fue de la música. Genios de la talla de esta gitana aparecían
muy de tarde en tarde» y aseguraba que su figura poseía tintes
artificiales ya que unía a través de su personalidad «el pasado
ilustre con el presente renacimiento. Pastora es como Azorín,
102
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
supervivencia preciosa de una generación de titantes (...) Esta
mujer extraordinaria es como un mar sin fondo y sin orillas. Ella
sola es toda la historia flamenca. Ella abarca todo el misterioso
legado de nuestros cantes». Pero además, Molina nos resuelve
con precisión algunos de sus hallazgos técnicos: «Se trata
de una evolución en las formas más tradicionales trianeras,
debidas a las influencias de los aires jerezanos y gaditanos que
se destacaron en su voz. Ella descubre la brillantez y el ritmo
de los cantes de Jerez y los Puertos, sobre todo por la magia
buleaera de El Gloria, y tiene la capacidad de engarzar toda
esa riqueza de matices flamencos, perfilando su propio estilo.
Estilizó y aligeró los sones de su tierra, cantando con un compás
que hasta ella no se había dado en los intérpretes sevillanos».
Las pioneras del flamenco
Pero aunque La Niña de los Peines fue la primera gran cantaora de referencia
de la historia del flamenco, sería injusto olvidar otros grandes nombres que
son las precursoras de las excelentes mujeres que cuajan el flamenco de un
sentimiento de hondura tan rico en matices como sucede en la actualidad.
En las simas de la historia, quizás deambulando entre el mito y la realidad,
se encuentran los primeros nombres conocidos de la mujer en el flamenco:
María de las Nieves, La Lola o La Petenera. Las tres poseen percha literaria:
la Lola fue glosada por los Machado y de la primera de ellas -María de las
Nieves- se cuenta con las referencias de Serafín Estébanez Calderón en su
obra ‘Escenas Andaluzas’. La historia nos desvela que compartió andanzas,
cantes y vida nada más y nada menos que con El Planeta y El Fillo.
La leyenda de La Petenera
En cuanto a La Petenera sucede un fenómeno extraordinariamente curioso,
porque lo legendario de su figura, si es que realmente existió, derivó en un
tipo de cante flamenco. José Blas Vega explica que «la tradición y la leyenda
nos ha proporcionado datos de la vida de esta cantaora, que debió ser des-
103
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
piadada y cruel con los hombres según las coplas que la aluden, cantadas en
el estilo que ella misma creó y muy populares: ‘Quien te puso Petenera / no
te supo poner nombre, / que debía haberte puesto / la perdición de los hombres... La Petenera, mal haya / y quien la trajo a esta tierra, / que La Petenera
es causa de que los hombres se pierdan... Petenera de mi vía / Petenera der
corazón, / por curpa de La Petenera / estoy pasando doló’».
Otros autores sostienen que La Petenera es un canto de origen judío, lo
que no sería nada raro porque muchos judíos fueron trovadores y juglares y
entre estos se cultivó el canto popular. Y quizás deriven de aquí las leyendas
de su presunto mal fario. José María Castaño mantiene que el origen de la
superstición bien puede derivarse por la creencia de que La Petenera tuviera
prehistoria en la música sefardí, léase judeo-española.
La imperante religiosidad de aquellos tiempos, tras la expulsión,
originó un gran recelo y odio frente a toda la descendencia
de quienes colaboraron muy directamente con la pasión y
muerte de Jesucristo. Ejemplo de lo que se señala aún persiste
en la caricaturizaciones de cuanto elemento judío aparece
en muchas procesiones de Semana Santa. De igual manera,
hay que añadir cierta antipatía que los semitas han soportado
por su relación con el mundo de las finanzas. No obstante, es
discutible que la Petenera tenga un origen judío o, al menos,
únicamente judío. De principio, hay que rechazar ad limine el
atrevimiento de extraer de una letra una vinculación exacta,
como sucede con la conocida ‘¿Dónde vas bella judía / tan
compuesta y a deshoras? /Voy en busca de Rebeco / que
estará en la Sinagoga’, de la que algunos han querido montar
unas teorías inverosímiles. Primero, porque las sinagogas
desaparecen en 1492 y la letra tiene una clara concepción
moderna, como ya intuyó Hipólito Rossy en Teoría del Cante
Jondo. «Tal vez de un fragmento zarzuelero», como puntualiza
Molina. Eso aparte de otras consideraciones menores como
la rara utilización del nombre Rebeco en masculino, al ser
nombre bíblico de mujer.
Sin embargo, para otros autores la Petenera procede de una región de Guatemala llamada El Petén. Derivaría de un cantar triste y melancólico que
los indios solían entonar y que fue introducido en España por el puerto de
Cádiz, aflamencándose aquí al rozarse con los cantaores andaluces. El Petén
es una región bastante amplia que comparte además de Guatemala, tam-
104
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
bién México, país donde se ha documentado la primera referencia sobre
las Peteneras a principios del siglo XIX, concretamente en una actuación
en el Teatro Coliseo de México en que la petenera aparece como un baile.
José Manuel Gamboa en su libro ‘Flamenco de la A a la Z’ mantiene que
«ya en 1803 aparece en el repertorio azteca, y algunos sones de Veracruz
llamados peteneras tienen idéntica rueda armónica en el acompañamiento y
una tonada también muy emparentada en lo melódico. Pero ha sido Faustino
Núñez, quien ha localizado los datos más antiguos hasta ahora. Indagando
en la prensa de Cádiz del siglo XIX ha encontrado datos de anuncios donde
se canta y baila ‘La petenera nueva americana’ en 1826, 1827 y 1829».
La Trini, de Málaga
Las referencias de las cantaoras flamencas del siglo XIX empiezan a ser mucho más numerosas, ya que las noticias que han llegado a la actualidad proceden tanto de documentos como de la magnífica tradición oral andaluza.
La más popular de aquellas mujeres fue La Trini, una malagueña que fue
capaz de crear un estilo para enriquecer los sonidos de su tierra. Dice Paco
Acosta que su fama, totalmente merecida, la ganó por la brillantez con que
hacía los cantes de su tierra:
Es verdad que no le asustaban otros palos del cante, pero las
malagueñas las interpretaba con una grandeza y un sentimiento
que, en boca de ella, adquirían las dimensiones del cante más
profundo. Pero no solamente las cantaba con excepcionales
cualidades, entre ellas su voz, de timbre claro y poderoso;
fue también una gran creadora que dejó varias formas de
este estilo de cante que siguen interpretando todos aquellos
que se precian de conocer los cantes malagueños. La Trini,
miembro de una humilde familia sin antecedentes artísticos,
se dedicó desde muy temprana edad al cante en el que, dadas
sus cualidades, triunfó rápidamente. Su fama salió pronto de
los ámbitos locales y se extendió por toda Andalucía, lo que la
hizo ser contratada en los mejores cafés cantantes de la época,
dándose a conocer plenamente. Pero si en el plano artístico
triunfó rotundamente, en el personal la vida no la trató con
demasiada benevolencia: siendo muy joven perdió un ojo,
desgracia que la marcaría para siempre, y su economía sufrió
105
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
muchos altibajos que la hicieron pasar por etapas muy duras.
Pero lo peor fue la operación ginecológica a que fue sometida
el 14 de abril de 1897, cuando contaba 29 años, que a punto
estuvo de costarle la vida, y de la que hacía mención en una
letra que ella misma compuso y cantó. No obstante los múltiples
avatares que le deparó la suerte, La Trini fue considerada siempre
una mujer con mucho temple y coraje sobreponiéndose a todas
las adversidades, y pasaba por tener un depurado gusto en el
vestir y un lujo que realzaba su elegante figura. En los últimos
años de su vida regentó un ventorrillo en la Caleta de Málaga
que era muy frecuentado por los artistas de la época y buenos
aficionados que en él celebraban grandes reuniones de cante.
Por entonces La Trini ya no cantaba en público; pero en las
raras ocasiones que ella participaba en estas reuniones, y según
Fernando el de Triana, cantaor y guitarrista, «mientras más se
agotaba físicamente, más sublime era su arte, entonces era
cuando estaba verdaderamente incopiable. ¡Qué cosas le hacía
a los cantes!».
La Serneta, el cante por soleá
Otras cantaoras de aquella época fueron la Chirrina, la Bilbá, la Andonda, la
Guaracha, la Cuende, la Cangilona, Antonia la Lora, María la Regalá, Luisa
la del Puerto, María la Borrico, Pepa la Bochoca y otras muchas que tienen
su máxima expresión en Mercedes Fernández Vargas La Serneta (Jerez de la
Frontera, Cádiz 1840 - Utrera, Sevilla, 1912), quien como escribe Antonio
Gómez Alarcón, «parece ser que era mujer de gran belleza y de un temperamento apasionado y ardiente, por lo que era acosada por los hombres. Estas
circunstancias, unidas a sus cualidades para tocar la guitarra y para cantar,
crearon en torno a su persona una gran popularidad y casi una leyenda».
Y dice la leyenda que, enamorado de ella un señorito de Utrera que la vio
cantar en el Burrero, se la llevó a esta localidad sevillana, siendo entonces
Mercedes una jovencita de apenas veintitrés años. Parece que el galán fue
Joaquín Álvarez Hazañas, padre de los hermanos Álvarez Quintero.
La ‘Gran Enciclopedia de Andalucía’ cuenta que, por sólo tener el gusto de
oír cantar a esta gitana pura, hubo grandes aficionados que se desplazaron
de Madrid a Utrera para allí, en la intimidad de una juerga, saborear la pureza de un cante lleno de desgarros y de duendes, envuelto todo ello en una
106
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
voz llena de dulzuras. Dominaba todos los cantes. Pero donde realmente
llegaba a lo sublime era en la interpretación de la soleá. Hasta tal punto que,
después de su fallecimiento, se hizo muy popular esta copla:
Cuando murió La Serneta
la escuela quedó cerrá
porque se llevó la llave
del cante por soleá
«En Utrera -prosigue Gómez Alarcón- vivía Mercedes con unos parientes
en una casa situada en la céntrica Plaza de la Constitución. Hasta sus últimos años continuó interviniendo en fiestas familiares, así como en reuniones
flamencas organizadas por los gitanos de Utrera, que la escuchaban con
religioso silencio».
Cuenta Inés Peña Reyes, madre de Fernanda y Bernarda de Utrera, que artistas de la categoría de La Macarrona, Manuel Torre o La Niña de los Peines,
iban a Utrera a escuchar y aprender sus cantes. Incluso llegaban de Madrid
muchos aficionados para admirar el arte de Mercedes en la intimidad de sus
juergas y para saborear la pureza de su cante inimitable. Cuando dejó de
cantar dio clases de guitarra en el Madrid de principios de siglo. Allí pasó la
última parte de su vida antes de regresar a morir a Utrera.
La Peñaranda, una mujer coraje
Entre el siglo XIX y el siglo XX se sitúa la figura de Concha la Peñaranda, que
cuenta que fue una flamenca de tronío, en la que brillaban los ecos levantinos y un coraje muy especial que estremecía el alma cuando cantaba. Se
cuenta que, cuando más cuajado estaba el universo del flamenco de buenas
figuras, llegó contratada a Sevilla para cantar en el Café del Burrero y triunfó.
Su cante, por aquel entonces alejado aparentemente del andaluz, caló en la
afición hispalense gracias al fino y gustoso paladar artístico que con su clara
voz, admirablemente administrada, ofrecía.
Tal fue su éxito en Sevilla que el propietario de El Burrero le renovó varios
años el contrato pese a tener que competir con cantaoras de la talla de La
107
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Rubia de Málaga, La Juanaca y La Serrana. La Peñaranda tenía su propio
estilo melódico y, sobre todo, una extraordinaria inspiración poética de sus
letras, algo que al público hacía sentir emoción:
Cómo quieres que en las olas
no haya perlas a millares
si en la orillita del mar,
te vi llorando una tarde
Otras cantaoras contemporáneas fueron Ana la Alondra, Ana Losa y Teresita
Mazzantini, gran intérprete de la soleá e hija natural o sobrina, nadie se
pone de acuerdo, del matador de toros Luis Mazzantini, bilbaíno de origen
sevillano que pasó a la historia por exigir el sorteo de los toros entre lo matadores de cada corrida. También de estos años procede Rita la Cantaora, una
de esas mujeres que ha pasado al acervo cultural y dialéctico español por
derecho propio. Rita Giménez García nació en Jerez de la Frontera en 1859,
y falleció en la Guerra Civil, en Zorita del Maestrazgo (Castellón), en 1937, a
los 78 años de edad. Se inició cantando en Jerez; luego actuó, junto a La Macarrona y Juan Breva, en los cafés cantantes madrileños, entre ellos el Café
Romero. En 1906 figuró en el cuadro flamenco de El Café del Gato. Durante
su trayectoria artística, desarrollada principalmente en Madrid, actuó en sus
primeros tiempos con Fosforito, El Viejo y La Coquinera; y después, a lo largo
de los años veinte, con Manuel Pavón y Manuel Escacena. Rita destacó por
malagueñas y soleares e interpretó con gracia los estilos festeros, en especial
las bulerías.
Otra pionera que sería injusto olvidar es María Valencia Rodríguez, La
Serrana, figura señera de sus tiempos a la que Fernando de Triana describió
como una hermosísima gitana que al sentarse en la silla del cante ya llevaba
el cincuenta por ciento ganado al público. Hija del mítico cantaor Paco la
Luz, fue heredera y creadora de bellísimas siguiriyas. La Serrana ha llegado
hasta nuestros oídos merced a las grabaciones que realizó en 1909 la casa
discográfica Odeón, en ellas quedó plasmada una voz poderosa, bien timbrada, profunda y con amplios registros.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Niño Ricardo, un tocaor decisivo
Manuel Serrapí Sánchez, el Niño Ricardo (Sevilla 1904-1974), es posiblemente uno de los tocaores más decisivos de la historia de la guitarra flamenca. Según su principal biógrafo, Humberto J. Wilkes, resumió lo más
importante de los tres grandes colosos que lo habían precedido: Javier Molina, Manolo de Huelva y Don Ramón Montoya. Fue discípulo de Antonio
Moreno y siendo apenas un adolescente fue contratado por Javier Molina,
con el que actuó en el Café Novedades. Wilkes cuenta que aprendió de los
tres y a los tres los superó; de hecho sostiene que cuando integró las cualidades de ese triángulo «pudo liberarse y despegar, crear su propio estilo». De
Javier Molina recogió todas las técnicas «del acompañamiento; de Montoya,
sus armonías, arpegios y dulzura; y de Manolo de Huelva, el ritmo, la gracia
y ese aire tan especial, sobre todo, por bulerías».
Pero, ¿en qué consistía ese aire tan especial que ahora se reconoce como
ricardista y que tantas veces escuchamos en la actualidad? Según Norberto
Torres tiene mucho que ver con el acompañamiento del baile que desembocó
históricamente en un cierto virtuosismo en lo rítmico. Ricardo se formó en ese
concepto, marcado por una función de acompañamiento más evidente, pero
que luego va desarrollando hacia formas más melódicas sin perder nunca un
acento flamenco muy personal. Para González Climent, el Niño Ricardo es la
síntesis convergente de la guitarra clásica del flamenquismo y la vertiginosamente evolucionada de la época moderna. En él resulta perfectamente armonizable la solemnidad y la esquematización sugestiva de Montoya con las más
exquisitas aportaciones del toque actual, del que Ricardo es amo y señor.
Manuel Barrios asegura en su obra ‘Niño Ricardo y la serenidad’ que la
guitarra y el cante deben sostener un diálogo. Ni el cante debe acallar a la
guitarra ni ésta salirle al paso al cante, por eso se le considera como uno de
los mejores acompañantes que han existido jamás. Aunque el cantaor Aurelio
Sellés, como recogió González Climent, no estuviera muy en consonancia
con dicha afirmación porque era «incompleto, desordenado, abusivamente personal. Se escapa del cante y del compás». Recuerda Norberto Torres
que junto a Montoya es uno de los pioneros de la guitarra en concierto, y
además dio lugar a una escuela de tocaores muy influyente en el devenir
posterior de la guitarra flamenca hasta la irrupción de Paco de Lucía. En una
entrevista concedida a Manuel Barrios, el propio Niño Ricardo explicaba de
esta forma su filosofía como guitarrista: «Sin salirse de lo esencial, hay que
desarrollar los toques hacia arriba. El que no lo sepa hacer por derecho está
109
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
perdido. Y es que antes se tocaba más llano. Ramón Montoya comprendió,
con su enorme talento, todas las posibilidades de la guitarra y yo he procurado alcanzar todas esas posibilidades, siguiendo la línea que no se aparta
del rincón fundamental, que es éste de Cádiz y de Sevilla». Explica Wilkes
que dada su forma tan creativa de acompañar, los cantaores se desenvolvían
más libremente, «estimulados por ese perfecto y armonioso diálogo que se
producía entre cante y guitarra».
Se ha hablado mucho de la suciedad de su sonido. Norberto Torres explica
que ese detalle no es una constante en sus grabaciones: hay veces con un sonido
extraordinario y otras no tanto. El Niño Ricardo era un guitarrista esencialmente
de inspiración y cuando el aspecto expresivo de un toque le gustaba, dejaba
de un lado los sonidos. Pero hay más, ya que tenía un problema en sus uñas
derivado de su trabajo de niño en una carpintería y las tenía muy endebles.
Pero más allá de estas cuestiones, lo que perdura de Manuel Serrapí es la
profundidad de sus melodías, su coherencia expresiva y como explica Torres,
«lo consiguió complicándose la vida y desarrollando especialmente posiciones
entonces poco trilladas, o pensadas de otra forma por el toque tradicional».
Rafael Riqueni es un absoluto admirador de su estilo y para Paco de Lucía,
Ricardo fue «el maestro de nuestra generación, de Sanlúcar, de Serranito, de
todos. Era el guitarrista que esa época representaba el no va más, el Papa. Entonces todos los jóvenes nos mirábamos en él y tratábamos de aprender y de
copiarlo». Sanlúcar también destaca su decisiva influencia: «Mi generación
recoge todo el mensaje que da Ricardo, porque Sabicas nos llegaba muy poco.
Yo recuerdo que el primer disco que escuché de Sabicas lo hice con veinte
años; Paco lo había escuchado antes en América, pero creo que quienes más
han influido en nuestra guitarra flamenca actual son Montoya y Ricardo».
Félix de Utrera lo dejaba bien claro: «Ricardo y la guitarra flamenca son la
misma cosa». Y como recoge Barrios, su sensibilidad era tal que una vez dijo:
«Yo he llorado viendo torear a Chicuelo con un novillo de Carlos Núñez. El
que no sienta así la guitarra... ¡malo!». Ernest Hemingway era un enamorado
de su toque y afirmó que «Niño Ricardo y España son la misma cosa». Más
crítico con su devenir artístico fue Anselmo González que se quejaba que
«daba grima tener que aceptar al Niño Ricardo -un genio de la guitarra- en
los grandes teatros madrileños, perdido como un instrumentista más de la
vomitiva orquesta flamenca. Esto es pecado de lesa majestad. Pero a ningún
crítico se le sube el pavo ante tamaña injusticia».
Y leyendo a Luis Caballero se entiende a la perfección la razón por la
que Riqueni se entusiasma con sus sonidos: «Ricardo era Sevilla tocando.
110
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Ningún guitarrista sevillano es más sevillano que Ricardo. Su exaltado barroquismo, más que hondo, es preciosista porque el dardo de Sevilla no hiere
desde un teorema de lágrimas sino más bien desde un revuelo de gracia. Ricardo era el Chicuelo de la guitarra». Y Chicuelo, para que se sepa, fue uno
de los creadores del toreo moderno, un inventor que puso por primera vez,
y todas juntas, las enseñanzas de los maestros decimonónicos y las geniales
aportaciones de Gallito y Belmonte.
Manuel Jiménez Chicuelo es el autor de una de las faenas más grandes
de todos los tiempos y la precursora del torero moderno. Se trata de la que
realizó al toro Corchaíto, de Graciliano Pérez Tabernero, en Madrid el 24 de
mayo de 1928. En el alma de la afición quedó grabada como «la faena de
los naturales» y todos los revisteros de aquella época coincidieron en afirmar
que fue una obra maestra.
La crónica que firmó Federico M. Alcázar en El Imparcial resulta más que
llamativa porque entendió el mensaje de Chicuelo y el futuro que se le abría
al arte del toreo, todo cambiaría con él:
La faena siempre soñada y nunca vista, la obra genial
concebida y no lograda hasta esta tarde histórica del 24 de
mayo de 1928... Tarde magnífica de toros. La plaza, rebosante.
Y el ambiente, saturado de expectación, de interés. Sale el
tercer toro. Se llama Corchaíto, es negro, calzón, coletero,
marcado con el número 49... Brinda Chicuelo y se dirige al
toro, que espera en los medios. Comienza con cuatro naturales
estupendos, ligados con uno de pecho soberbio... Vuelve a
ligar -siempre con la izquierda- otros tres naturales soberanos.
La plaza es un clamor y el público, enardecido, loco, jalea
la inmensa faena. Pero lo grandioso, lo indescriptible, lo que
arrebata al público hasta el delirio, es cuando el torero, ¡el
torero!, ejecuta cuatro veces el pase en redondo girando sobre
los talones en un palmo de terreno... el toro va embebido,
prendido, sugestionado, describiendo dos círculos en torno al
artista, que permanece inmóvil en el centro.
Ahora el público no aplaude: grita, gesticula, se abrazan unos
espectadores con otros... Señala un pinchazo y continúa su
grandiosa, portentosa faena, creciéndose, con otros cuatro
naturales de asombro y dos de pecho soberbios. Otro pinchazo
y otros dos naturales enormes. La plaza parece un volcán...
Vuelve a entrar a matar y coloca media estocada superior...
Le conceden las dos orejas y se interrumpe la corrida para
que Chicuelo dé dos vueltas al ruedo, entre las aclamaciones
delirantes de una multitud ebria de entusiasmo.
111
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Caracol, una figura trascendental
Manolo Caracol es la gran figura del flamenco que enlaza a la perfección a
los grandes maestros como El Planeta, Silverio Franconetti y Antonio Chacón
con los contemporáneos. Su trascendencia llenó casi medio siglo de cante y
además, para los amantes de la genealogía baste decir que era tataranieto de
El Planeta por línea materna, biznieto de Enrique El Gordo Viejo y de Curro
Dulce, nieto de El Águila, sobrino nieto de Paquiro, Enrique El Gordo, Rita
Ortega, Gabriela Ortega Feria (madre de los Gallos) y Manuel Ortega Feria,
sobrino de Gabriela Ortega Fernández, Rita Ortega Fernández y del torero
El Cuco, tío de Gabriela Ortega Gómez, primo de El Almendro (torero y
cantaor) y de Carlota Ortega Morales, hijo de Caracol El del Bulto (mozo de
espadas de Joselito El Gallo) y de Dolores Juárez Soto.
Manolo Caracol comenzó desde muy niño como cantaor y, tal y como hemos relatado anteriormente, se alzó en 1922 con el primer premio del Concurso de Cante Jondo de Granada organizado por Manuel de Falla y Federico
García Lorca, con la venerable presidencia del jurado de Don Antonio Chacón. Veinte años después se convirtió en el artista flamenco más popular de
España merced al espectáculo Zambra, de Quintero, León y Quiroga, con el
que junto a Lola Flores recorrió toda España en la durísima década de los cuarenta. Sin embargo, fue con el fandango con el que Manolo Caracol alcanzó
sus primeros éxitos inspirándose en el su tío Enrique El Almendro. Y lo hizo y
rehizo y de su sensibilidad surgió el afamado e inolvidable fandango caracolero: «Como yo he escuchado cantar a tanta gente, a esos cantaores de época,
a Manuel Torre, Antonio Chacón, a Tomás Pavón, pues vi que en el fandango,
que era el fandango de Huelva, que es un fandango de tradición muy bonito,
yo lo hice grande introduciéndole tercios de todos los cantes gitanos. Ése es
justamente el fandango caracolero», argumentaba el propio Manolo Caracol.
Pero, ¿quién era Enrique El Almendro en el que se inspiraría Caracol para
dar forma a ese cante tan propio y afortunado que continúa aflorando en
casi todos los recitales de flamenco? Enrique Ortega Monje El Almendro
(Sevilla 1892-1959), además de cantaor, formó parte de las cuadrillas de
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Joselito y Rafael El Gallo; es decir, fue un banderillero de figuras de postín
que traía de cabeza a Juan Pedro Domecq, gran aficionado al flamenco que
lo perseguía para que, como relata Gamboa, «consintiera en cantarle», cosa
a la que siempre se negaba hasta que Juan Pedro le puso casa en Jerez, una
jaca y un sueldo equivalente al de un banderillero que actuara en las ferias.
Así que, con un acuerdo satisfactorio para ambas partes, se hicieron íntimos
y compartieron flamenco y veladas y en Jerez el fandango natural. Como
torero y cantaor, El Almendro definió con precisión el misterioso engranaje
que lubrica ambos mecanismos artísticos: «Hay cantaores que torean por
naturales cuando están cantando. Y por gaoneras y por chicuelitas. Son los
dos cantes: el viejo y grande de las siguiriyas y los polos, y el cante joven,
más ligerito y suave. Además, cuando el cante es bueno pellizca y se siente
meterse en la sangre. ¿No pasa esto cuando el pitón pasa junto al corazón
del torero y sale engañado? Cante corto y largo, como el toreo». Anselmo
González Climent dejó escrito que «Manolo Caracol está casi desligado de
toda externidad amable. Va directamente al rajo angustioso y denso del jipío.
Nada de flatus vocis al uso operista. Parece cante de aljamía. Sin embargo,
hasta sus locuras conservan un hálito afiligranado de gracia plástica. Con
el sólo ejemplo de Manuel Caracol se puede hablar de lo que buenamente
puede entenderse por perfección flamenca. Siendo historia, y de lo mejor,
Manolo Caracol es ante todo vida fluyente, devoradora... Sus jipíos -enteros,
viriles, verosímiles- son negras bocanadas de jondura que atraen e incluso
anonadan. Caracol infunde a la totalidad expresiva un sostenido impulso de
jondura y de desgarro vital».
Como explica la web www.flamencoworld.com, durante la Guerra Civil española las fiestas casi desaparecieron, y Caracol se dedicó fundamentalmente al teatro como medio de supervivencia, empezó anunciado como
Niño Caracol y fue la figura de la función ‘Martinete’, en el Teatro Pavón de
Madrid. El 22 de agosto de 1937 se organizó un homenaje a Federico García Lorca en el Cine Salamanca, con un cuadro flamenco del que formaban
parte artistas de la talla de La Niña de los Peines, Pastora Imperio o Carmelita
Vázquez. De ahí surgió la estampa escenificada, obra de su genio heterodoxo y que él llevaría junto a Lola Flores a su más alta expresión, a partir de
1943, cuando los dos artistas se encontraron y comenzaron a trabajar juntos.
Títulos como ‘La niña de fuego’ o ‘La Salvaora’ dieron la vuelta al mundo.
Caracol y Lola se separaron a causa de un contrato millonario que les ofreció
Cesáreo González para hacer unas películas en América, que él no quiso
aceptar y ella sí.
113
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
El cantaor montó otros espectáculos y trató de formar una nueva gran pareja, comenzando por su entonces jovencísima hija Luisa Ortega, pero en
ningún caso pudo ser igual. Fue cantaor genial pero irregular, como lo son
generalmente los cantaores de inspiración. En casi todos los géneros que
abordó puso algo personal y único, que provocaba arrebatadoras pasiones
entre seguidores y detractores. Hacía hincapié en el carácter propio y personal de su cante. «No he copiado a nadie. Yo he hecho un teatro, yo he
creado una escuela, y yo lo que canto es mío y no me parezco a nadie.
Malo, bueno, regular, peor, es de Manolo Caracol... La escuela mía es una
escuela muy... muy rara. Yo he creado cosas muy difíciles, como, por ejemplo..., quién iba a decirle a Enrique El Mellizo, ni a Silverio, ni a Chacón, ni a
Tomás El Nitri, que yo iba a cantar piano y que iba a cantar ‘La salvaora’ a la
terminación del cante por malagueñas...». Tuvo fama de heterodoxo, porque
hacía cosas que los puristas no le perdonaban -cantar con piano, por ejemplo, o con orquesta, que ahora tanto se hace-, pero él defendía apasionadamente sus propios criterios y jamás se apeaba de ellos: «¡Se puede cantar a
orquesta y se puede cantar con una gaita! ¡Con todo se puede cantar! Con
una gaita, con un violín, con una flauta...!». Algunos de sus pensamientos
en torno al arte jondo podrían motivar casi una teoría del cante: «Yo cuando
canto no me acuerdo ni de Jerez, ni de Cádiz, ni de Triana; ni me acuerdo
de nadie. Yo intento hacer los cantes a media voz, que es como duelen. Esa
es la hondura. Porque el cante no es ni de gritos ni pa sordos. El cante hay
que hacerlo caricia honda, pellizco chico. El que se pone a dar voces, ese
no sirve...», declaraba en una vieja entrevista.
Rafael Romero, El Gallina, la voz de bronce
Andaluz de Andújar (Jaén), con porte de senador romano, Rafael Romero El
Gallina, ha sido uno de los más grandes cantaores de todos los tiempos, un
pozo de sabiduría, un hombre dotado de una suavidad en la voz sobresaliente; era un cantaor distinto a todos y marcado casi desde sus inicios por
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
un especial sentido del temple y del compás. Nació en Andujar (Jaén) el día
9 de octubre de 1910, y murió en Madrid el 4 de enero de 1991. Aprendió
a cantar sin salir de su pueblo, ni casi de su casa, pues en su familia hubo
mucha gente que cantaba, bailaba o tocaba la guitarra. Rafael andaba con
su padre, que se dedicaba al trato de ganado y tocaba la guitarra, de aquí
para allá en las ferias, y oía lo que podía e iba aprendiéndolo. A los doce
años empezó a ganar dinero como profesional, era conocido en su juventud
por el apodo de El Gallina, por la costumbre de cantar la popular canción
‘La gallina papanata’.
El mismo Gallina decía: «Aprendí sin salir de mi casa». Su padre, tratante
de ganado por las ferias de los pueblos de la comarca, tocaba la guitarra
y uno de sus hermanos, apodado El Gañán, fue un buen bailaor y así muchos miembros de su familia. Desde niño, con diez o doce años, se dedicó
a cantar en las bodas, bautizos y fiestas organizadas por los señoritos de
la comarca, en los que artísticamente se le llamaba El Gitanillo, y donde
llegó a cobrar diez duros, de aquellos años, por cada actuación. Terminada
la Guerra Civil, Rafael Romero no quiso permanecer en el ejército, donde
llegó a ser brigada de Intendencia, y fijó su residencia en Madrid. En esos
años de posguerra, Rafael Romero frecuentó los colmaos flamencos madrileños, principalmente Los Gabrieles y Villa Rosa, lo que le permitió conocer
a José Cepero, Juan Mojama, Bernardo el de los Lobitos, etc. Pero, sobre
todo, hubo una persona, a la que conoció también en esa época, que influyó mucho en la carrera artística de Rafael Romero como fue Perico el del
Lunar, gran guitarrista y con un conocimiento extraordinario del flamenco.
Perico el del Lunar ayudó mucho, con su dirección y consejo, al cantaor de
Andújar, como Rafael mismo llegó a reconocer más tarde. Con el guitarrista
jerezano ingresó en Zambra, prestigioso tablao en donde actúa hasta 1975,
alternando con figuras como Pericón de Cádiz, Juan Barea, Pepe el Culata,
Bernardo el de los Lobitos o Rosa Durán, entre muchos otros.
En 1955, grabó siguiriyas, tonás, peteneras, alboreás y mirabrás en la primera ‘Antología del cante flamenco’, de la compañía discográfica Hispavox,
que obtuvo el premio de la Academia Francesa del Disco. Ha actuado también en las compañías de Vicente Escudero, Teresa y Luisillo, Antonio, El
Greco, etc., viajando por distintos continentes, y en el Tablao El Catalán de
París. Entre sus actuaciones en festivales, hay que destacar su participación
en la Cumbre Flamenca de Madrid y en la Bienal de Arte Flamenco Ciudad
de Sevilla, así como en las Noches Flamencas del Círculo de Bellas Artes
madrileño, junto a recitales en peñas flamencas y centros culturales. La Cá-
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
tedra de Flamencología y Estudios Folklóricos Andaluces le otorgó el Premio
Nacional de Cante en 1973, y, en 1976, fue homenajeado en su ciudad de
nacimiento, rotulándose una calle con su nombre. Igualmente, en 1984, le fue
ofrecido un homenaje por la Peña Flamenca de Jaén, consistente en un festival
a su beneficio. Ha actuado en las películas ‘Brindis a Monolete’, ‘El llanto de
un bandido’ y ‘El arte de vivir’. Su personalidad artística ha sido glosada así
por distintos flamencólogos y críticos. Fernando Quiñones dijo que «Romero
es un brillante cantaor general, capaz de dominar todos los estilos y registros,
siempre en una línea de solera, calidad y ortodoxia, a la que espolvorea de
garbo su gitano decir. Largo, puro y ancho, tal vez más que jondo, aunque
con la suficiente jondura». Antonio Murciano escribió que «el cante de Rafael
Romero es un cante hablado, susurrado, para ser escuchado con religioso silencio, para casi dicho al oído del aficionado cabal; cante fuerte, cante puro,
manantial de labio a labio, de corazón a corazón». Y Manuel Ríos Ruiz dejó
dicho que «este Rafael Romero, El Gallina por buen nombre flamenco, tiene
la virtud de cantar con la máxima delicadeza, a suspiro por el suspiro, primorosamente, bendiciendo con la mano cuanto saca del corazón, oficiando un
rito, hilvanando la copla puntá a puntá, dulcificándola, sin que el cante pierda
tronco, profundidad o azogue, dejándolo plantao como un olivo en lontananza. Verle encima de las tablas, al socaire de la guitarra de Perico el del Lunar,
es contemplar el monumento soñado del cante jondo. Escucharle, asistir a la
misa de un arte milenario, donde el pueblo andaluz ha promulgado sus atavismos. De la petenera ha levantado Rafael Romero bandera personalísima,
le ha injertado un acento todo sutileza y maravilla de donosura. A los tangos
siempre supo atemperarlos, darles majestad y compasería. A su garrotín hay
que nombrarlo espejo del estilo, libro abierto, cante catón. Alboreando, su
duende es garbo entero, negra sobreluz de la alegría. En el polo, en la soleá y
en la siguiriya, su voz rescoldo, un carrozo encendío, y quejumbrándose por
tonás llega al cuajo del sufrir. Todo cante sale de su garganta paladeado y puro
como la cera virgen, en ello estriba su originalidad».
Ángel Álvarez Caballero describe que fue Manuel Torre el cantaor que más
influyó en el estilo de Rafael Romero: «Ese hombre era muy genial; el más
genial de todos los tiempos. A cualquier cosa que le echara mano cantando,
cuando le cogía ese momento que tenía. Ése era el mejor. ¡A lo que echara
mano! Le oí una vez que estaban de juerga en Sevilla; estaba La Niña de los
Peines y su hermano, y esa vez le cogió de manera que se le rompieron las
camisas». Perico el del Lunar, el viejo, decía que la caña nadie la hacía con
la pureza y la perfección que la hacía Rafael: «La aprendí de Andrés Heredia
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
El Bizco, que tocaba la guitarra y cantaba; de ahí la cogí yo, quitando los
¡ay!, que me puso Perico El del Lunar, que eso era de Curro Durse». Cante
de hoy, cante de ayer. ¿Son distintos?: «El cante ha empeorado muchísimo
porque ahora van haciendo cosas que llegan al público, y es que desgraciadamente el cante bueno es para minorías».
Para Álvarez Caballero, «Rafael era un gitano austero, de perfil tallado en
piedra oscura, siempre muy compuesto, muy señor. Me contó cómo en Andújar cogía las fiestas de los señoritos, y en todas las ferias que había, por ejemplo en Jaén, en Granada, en Córdoba, iba él a buscar la vida, a los señoritos,
que eran quienes daban el dinero. De su tía Pepa aprendió los toques por
soleá. Cuando se fue a Madrid en 1937 allí había gente muy buena cantando,
y cogió cosas de José Cepero, de Juanito Mojama, de Andrés Heredia El Bizco... En Sevilla estuvo buscándose la vida también, y allí cogió cosas que oyó
a Manuel Torre, a Tomás Pavón, a La Niña de los Peines, a Pepe Torre, a toda
esa gente. Manuel Torre fue el que más influyó en el cante de Rafael Romero.
Perico el del Lunar, el viejo, decía que la caña nadie la hacía con su pureza y
perfección. La aprendí de El Bizco, que tocaba la guitarra y cantaba».
La soleá, un cante que me hace crepitar
Ricardo Molina y Antonio Mairena, en su obra ‘Mundo y formas del cante
flamenco’, teorizan así sobre el origen de la soleá:
Es muy probable que la soleá haya surgido de algún cante gitano
para bailar en el primer tercio del siglo XIX, pues mientras más
antiguas son, más ligero y bailable es su compás. Con certeza
no sabemos nada. Lo único que hoy podemos asegurar,
desde nuestro punto de vista empírico, es que constituye por
sí sola uno de los pilares básicos del cante flamenco y como
tal, autónomo, sin dependencia reconocible de ninguna otra
especie. Descartemos, pues, la arbitraria y rutinaria teoría que la
hace descender del polo y, remotamente, de la caña. Eso nadie
lo ha demostrado y sospechamos que nadie lo puede demostrar.
Tampoco admitimos, como hicieron algunos, que procede del
jaleo por la sencilla razón que jamás escuchamos ese cante ni
sabemos de cantaor fidedigno que lo interprete ni lo haya oído.
En cambio, sí es probable que derive de los cantes de jaleo,
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
esto es, de los que se jaleaban, de los festeros. ¿Cómo cristalizó
en su forma propia? Misterio. ¿Desde cuándo se canta? Misterio
también. El único dato cierto es que se trata de un cante gitano
en su origen, por su estilo y por sus maestros. De eso no hay
la menor duda.
Esto hace que pensemos en la posibilidad de que mucho
tiempo antes de hacer su aparición pública en la Triana de
1840, fuera cultivado en la intimidad del hogar gitano en la
Baja Andalucía, que indiscutiblemente fue su cuna. Pero,
en rigor, no puede hablarse de soleá anterior a la mitad del
siglo XIX. La primera voz conocida que se queja por soleares
fue La Andonda... De ahí deducimos que el más viejo centro
geográfico conocido de la soleá fue Triana, el barrio natal de
La Andonda... Resumiendo nuestra opinión: la soleá debió
empezar siendo un cante para bailar como los tangos y las
bulerías. Poco a poco y a consecuencia de personalísimas
matizaciones interpretativas fue transformándose en cante para
cantar, esto es, independiente del baile. Finalmente, entre 1875
(época del Loco Mateo, La Serneta y Enrique El Mellizo) y 1915
(época de Juaquiní y Joaquín de La Paula), se fue convirtiendo
en cante grande y solemne.
Por su parte, José Blas Vega asegura que «la mayoría de los cantaores dice
que la soleá es la madre del cante. Teóricos y musicólogos también lo reconocen. Los poetas la proclaman la reina de las coplas de Andalucía».
«Es en la soleá donde se descubre el valor y el conocimiento del buen cantaor, ya que por su conjuntación rítmica y melódica es el toro bravo de la
baraja estilística. Es al mismo tiempo que un latido perfecto, la esencia poética
de Andalucía. De su paternidad mucho le debe al antiguo baile del compás
ternario llamado el jaleo, muy popular en Cádiz y Jerez a principios del 1800.
Existen varios argumentos que refuerzan esta teoría. Primero: el testimonio del
folklorista Rodríguez Marín que afirma que el alegre jaleo y la soleá casi siempre son tres versos...; se dieron la mano, acompañados de una misma música
de aire ligero en las unas y lentos en las otras. Segundo: García Matos ha comprobado en antiguos jaleos, cuya notación conserva, que tienen el carácter
musical de las soleares. Tercero: las primitivas soleares son de tres versos, y
cuanto más antiguas son, se aprecia en su compás un aire más ligero y bailable. Cuarto: sabemos que antiguamente cuando las soleares las bailaba una
mujer se llamaban gelianas y cuando las bailaba un hombre jaleo. Por tanto
no tiene nada de extraño que, durante los cuarenta primeros años del siglo pa-
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
sado, no encontremos empleado el término de soleares y sí sea muy frecuente
el de jaleo, mientras estuvo supeditado al baile, hasta que por el año 1850
adquiere naturaleza propia, debido a grandes interpretaciones personales».
La soléa es un cante con copla de tres o cuatro versos octosílabos con
rima consonante o asonante, que debió originarse durante el primer tercio
del siglo XIX, para acompañar el baile por jaleos, pero que con su práctica
se fue convirtiendo en un cante con entidad, hasta llegar a ser considerado
uno de los estilos básicos del cante flamenco. Y es que, tal y como asegura
Manuel Ríos Ruiz, la soleá, sobre todas las cosas, representa la aglutinación y estilización a la vez de los valores jondos: dramatismo, donosura y
compás. Algunos autores y especialistas al abordar la etimología de la soleá
miran hacia Karl Vossler, que en su ‘Poesía de la soledad en España’ atribuye
a este sentimiento el nombre de este cante (canto de soledad). Según esta
teoría, la palabra andaluza soleá, solear, soleares, deriva de la castellana
soledad, que, a su vez, procede de los vocablos soidade, soedade, saudade,
de la lengua gallego-portuguesa. Sin embargo, Manuel Ríos Ruiz cree que la
palabra soleá no proviene de soledad, y ofrece dos motivos: primero porque
estima este autor que la soleá es un cante de diálogo, y segundo porque este
cante nació como copla improvisada por los campesinos andaluces, ya que
se cantaba por ellos en los momentos de realizar las faenas agrícolas: escardado del trigo, recogida de la aceituna...y asergura que no hay que olvidar
que la recogida de la aceituna se llama soleo, y que solear -de sol- significa
asolear, tender una cosa a secar. Las letras tocan muchos temas, desde lo
intranscendente a lo trágico.
Destacan las alusiones a la vida, el amor y la muerte. En rigor, no debe hablarse de la soleá, sino del cante por soleá, o por soleares, dada la cantidad de
variantes y matices que posee. Pueden ser de Cádiz, de Jerez, de Sevilla, de
Triana, de Alcalá, de Lebrija... Entre 1875 (época del Loco Mateo, La Serneta
y Enrique El Mellizo) y 1915 (época de Juaquiní y Joaquín de La Paula), se fue
convirtiendo en cante grande y solemne. En la actualidad, la soleá es un estilo
de los más practicados por los cantaores en festivales y recitales, dado que los
buenos aficionados de hoy valoran tanto sus dificultades interpretativas como
su diversidad de variantes. En rigor, no debe hablarse de la soleá, sino del cante
por soleá, o por soleares, dada la cantidad de variantes y matices que posee.
Pueden ser de Cádiz, de Jerez, de Sevilla, de Triana, de Alcalá, de Lebrija y de
muchos otros enclaves. Entre1875 (época del Loco Mateo, La Serneta y Enrique
El Mellizo) y 1915 (época de Juaquiní y Joaquín de La Paula), fue consolidando
su prestigio, que posteriormente rescatarían Antonio Mairena y sus seguidores.
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
La Fernanda, la diosa de la soleá
Quizás la cantaora que mejor ha sentido el cante por soleá ha sido Fernanda de Utrera, tal y como la describe Paco Acosta: «Nieta de Fernando Peña
Soto, Pinini, fundador de una gran dinastía de gitanos en los que el flamenco,
fundido a sus genes desde siglos atrás, les aflora por sus venas hasta la garganta como un venero de jondura, Fernanda lleva la sangre envenenada de esa
jondura gitana. Y cuando canta, cuando con esa voz rota y apenas suficiente
pero tan llena de soníos negros le arranca al corazón esos tercios tan difíciles
de conseguir, nos transmite sin remedio ese veneno de jondura a través de
unos jipíos roncos, gastados, pero a la vez tan llenos de matices flamencos,
que su cante adquiere de pronto una luminosidad plástica inigualable. Y esa
explosión final la consigue Fernanda después de vencer en esa pelea interna
que libra con ella misma por imponerse, a fuerza de fuerzas, a unas facultades
mermadas lógicamente por el desgaste erosivo e implacable de los años».
La Fernanda es eminente en el cante por soleá y en fandangos se sale de
lo común. Porque hay que poner el corazón, tal y como aseguraba en una
entrevista: «Yo tengo un fandango grabao, eso de a mis niños no me los
abandones..., pues desde que murió una hermana mía eso no lo pueo yo
cantar, porque me acuerdo de mi hermana que dejó a sus hijos solos. Me la
pide la gente y forzá la canto; pero me entra un repelugno y una descomposición de cuerpo que no pueo, ea, que no pueo». González Climent lo
contaba así: «Toda ella es revulsión, insatisfacción, búsqueda, pelea por su
propia expresión. No tiene facultades normales. Llegar a la ‘forma’ del cante,
sólo ello, constituye un triunfo para la Fernanda. Siente mucho más de lo que
puede decir externamente. Pero al precio de muchas angustias, desórdenes y
agotadoras rebuscas internas, llega a decirlo (...) La cantaora de Utrera exige
imposibles a su voz bronca y regateada, extrema su concentración psíquica,
escarba violentamente la fuerza humana de sus gritos y alcanza límites crueles, casi bárbaros. La Fernanda se convulsiona físicamente, estrella brazos
al vacío, cierra los ojos, reclama duendes, busca compromisos elementales
que le permitan descender y ascender sobre sí misma hasta arañar el jipío
valioso. Tiene voz y rajo de templo. Dueña de un gran sentido de la armonía,
pero sin entorpecimiento para sus audacias vitales, no imita absolutamente
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
a nadie. Pellizca en el mismo temple inicial. Sus jipíos asustan. Sus silencios
son tan cardíacos como plásticos (...) Su gestión flamenca es un sufrimiento
del que no podemos escapar. Gestión o comunión -entiéndase correctamente- sólo sostenible en la misma órbita emocional en que se sitúa y nos sitúa
la Fernanda. En pocos segundos nos arrastra al fondo de su misterio. Tira de
nosotros como si se tratara de una pleamar anímica. Su zona de influencia
es implacable. La Fernanda bloquea, invade, hiere».
El surrealismo de Vicente Escudero
El compositor Xavier Montsalvatge, una de las figuras claves de la música
española del siglo XX, dijo de Vicente Escudero que era «seco como una
astilla, cortante el perfil, afilada la nariz, la punta de los dedos cuyas uñas
triscaba haciéndolas sonar como diminutas castañuelas, contraídos los finos
labios de los que se escapaban de vez en cuando extraños chiflidos que
emitía con un rictus de violencia contenida. Todo él vibrante y tenso como
una lámina de acero».
El propio artista aseguraba que la pintura surrealista fue la que le inspiró
para bailar arquitectónicamente. «Veía en ella en unos momentos solidez,
y en otros una sutileza que, sin embargo, estaba muy lejos de la blandura.
Acepté la consigna surrealista: la habilidad artística se parece a una mascarada que compromete la dignidad humana. Desde entonces yo bailo con el
corazón y sigo sus dictados tenga o no razón, pues pienso que en el arte es
preciso decir algo sin que las palabras tengan arrugas». Pero iba más allá el
bailaor vallisoletano: «durante mi fiebre pictórica estaba tan influido por todas las teorías nuevas que me pasaba las noches sin dormir, y cuando lo hacía mis sueños estaban también sugestionados por ellas. Así, una noche soñé
que bailaba con el ruido de dos motores y al poco tiempo lo convertí en
realidad, llevándolo a la escena de la sala Pleyel, de París, en un concierto
en el que presenté un baile flamenco-gitano, con el acompañamiento de dos
dinamos de diferente intensidad. Yo, a fuerza de quebrar la línea recta que
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
producía el sonido eléctrico, compuse la combinación rítmico-plástica que
me había propuesto por voluntad, y que para mí representaba la lucha del
hombre y la máquina, de la improvisación y la técnica mecánica. En parte
del público esta demostración causó gran desconcierto. No se daban cuenta
de que el baile era el mismo que tanto me habían aplaudido otras veces,
pero realizado con una mayor belleza estética, conseguida precisamente por
la libertad con que podía desenvolver mis movimientos y mis impulsos».
Estamos frente a una de las personalidades flamencas más enigmáticas y
subyugantes de todos los tiempos. Vicente Escudero (Valladolid, 1887 - Barcelona, 1980) fue un verdadero revolucionario, un auténtico visionario y un
personaje esencial para comprender el compromiso del arte jondo con las
vanguardias intelectuales, por eso su nombre hay que unirlo al de Enrique
Morente, Don Antonio Chacón o Paco de Lucía por compartir con ellos un
talento creador absolutamente prodigioso y una pasión por la vanguardia
que lo coloca en una dimensión a la que muy pocos artistas han llegado.
Nació en Valladolid y su contribución a la universalización del baile flamenco fue excepcional. En 1908, al ser llamado para cumplir el servicio
militar se escapó a Portugal, donde se llevó consigo todo lo aprehendido de
la mano de otro bailaor casi olvidado, Antonio el de Bilbao, al que conoció
en el Café de las Columnas de la capital vizcaína y al que siempre consideró
como uno de sus maestros más decisivos, influyentes y vitales: «Una persona
sincera y buena que no tenía inconveniente en enseñar los secretos del flamenco, cuando veía en un muchacho afición y facultades». En 1910 emprendió
un viaje que iba a resultar crucial para entender su vida: París en el horizonte
y el estudio en solitario como meta le hicieron recorrer prácticamente toda
Europa (Inglaterra, Suiza, Austria, Suecia, Alemania, Italia, Rusia, Turquía...)
hasta que le sorprendió en Munich el estallido de la I Guerra Mundial.
En esos viajes se perfeccionó técnicamente y empezó a penetrar en el
camino que desembocaría en sus portentosos desafíos estilísticos. En 1920
ganó el Concurso Internacional de Danza organizado por el Teatro La Comedia de la capital del Sena, y dos años después, ofreció su primer recital
de danzas españolas en la Sala Gaveau. En 1924 sorprendió de tal manera
a la crítica con su interpretación de obras de Falla, Turina y Albéniz, que el
propio Falla le encargó el montaje de su obra ‘El Amor Brujo’ en el Trianon
Lírico de París. A su vuelta a España, a finales de los años veinte, presentó sus
‘Bailes de Vanguardia’. «Yo no quiero seguir vuestra música ratonera como
un perrito. Prefiero bailar con el ruido del viento», les dijo a sus compañeros
recordando a Carmen Amaya, que aprendió a bailar mecida por las olas del
122
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Mediterráneo en las orillas de su pueblo natal del Somorrostro. Muchos de
sus contemporáneos le contestaban que no sabía lo que hacía, y él argumentaba que estaba muy contento de ello: «el día que lo sepa me pondré muy
triste por haberme vuelto máquina».
Y es que Vicente Escudero estaba completamente marcado por unas vanguardias que poco a poco fueron delimitando su devenir artístico y cultural,
su extraordinaria capacidad creadora, lo que le marcaría singularmente en
la historia de los artistas flamencos. Además, desde sus inicios se reveló una
búsqueda constante de un nuevo lenguaje en la danza: «Bailaba un baile
que llamaba el tren por habérmelo inspirado, en mis constantes viajes de polizón, el ruido que producían las ruedas según iba variando la velocidad en
las curvas y rectas del trayecto, sobre los rieles. A las gentes de los pueblos
les entusiasmaba, sobre todo cuando reproducía con los pies las entradas y
salidas en las estaciones. Arrancaba de un pianísimo y matizando en crescendo la velocidad, alcanzaba el máximo».
Como describe José Blas Vega, su participación en el surrealismo le llevó a
crear el único espectáculo de flamenco surrealista, que consistía en bailar al
revés, con guitarra o sin ella. Al son de dos piñas, el rugido de dos leones, al
compás de un martillo, y cuando no improvisaba sus ritmos sin música, tal y
como lo hizo por vez primera en París, bailando lo primero que se le ocurrió,
produciendo la música con la boca, los pies, las manos, las uñas.
Siempre andaba peleado con los bailaores que danzaban al mismo toque
rutinario, sin ninguna capacidad de improvisación: «El que baile sabiendo
anticipadamente lo que va a hacer, está más muerto que vivo». Y decía a
veces -se lo confesó a Carmen Amaya-, que había aprendido a bailar «de los
gatos y mirando moverse las hojas de los árboles».
En 1939 creó la siguiriya, uno de los bailes considerados cruciales en la danza flamenca en la actualidad y que hasta ese momento nadie se había atrevido
a interpretar. Vicente Escudero decía de ella que «poseía el compás más complicado y trágico por lo primitivo, tan indio como gitano y el único realmente
misterioso del flamenco». Tanto respeto sentía Escudero por la siguiriya que
decía que cuando se baila hay que hacerlo «con el corazón y sin respirar. O,
mejor aún, ha de ser el propio corazón el que no permita que se respire». El
baile por siguiriya producía a Vicente Escudero un respeto providencial pero
«a fuerza de meditación y estudio comprendí que era labor que merecía emprenderse, pero respetando la técnica rítmica, evocando el origen y expresando en la danza la emoción y el sentimiento del cante y la guitarra, fundiendo
su espíritu con la plástica arquitectónica». El crítico Ángel Álvarez Caballero
123
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
asegura que Vicente Escudero hizo de su siguiriya bailada «un monumento a
la austeridad expresiva más rigurosa (...) porque si la siguiriya es el estilo jondo
más huérfano de cualquier arropamiento exterior, su baile debía atenerse a la
usura de lo mínimamente accesorio, a una aridez desesperada».
Escudero, además, antes de bailar dibujaba cada uno de los movimientos.
Vicente Marrero explica de esta forma las influencias que poco a poco fueron impregnando su alma creadora: «Desde sus primeros tiempos en París,
sufrió, a todas luces, la influencia cubista del más castizo cuño español, influencia que encaja bien con su figura netamente castellana, varonil y seca,
porque todo son rectas en el más agudo e inteligente de nuestros bailadores:
rectas, su baile; recta su figura».
Él mismo describió la forma en la que vivió dentro de sí las influencias de
las vanguardias:
Fue entonces cuando descubrí el barrio de Montparnasse
y empecé a frecuentar sus cafés: La Rotonda, Closerie des
Liles y el Daume. Me impresionaban los cuadros de todas
las tendencias y de toda clase de valores que decoraban sus
paredes, y de entre ellos empecé a fijarme en aquellos que
no comprendía y en los que no veía claro. Sobre todo los que
tenían influencias cubistas, fuesen malos o buenos; los demás,
en cuanto descubría el asunto, ni los miraba. Pronto se dieron
cuenta de mi inquietud y mi interés un grupo de pintores
españoles que podríamos llamar discípulos de Picasso, por
estar muy influidos por la obra de este pintor, y me admitieron
en su tertulia. Era quizá el momento más interesante de la
época moderna en lo que se refiere a las artes plásticas.
El cubismo, el dadaísmo y el surrealismo se disputaban la
supremacía artística con una fuerza y un afán de buscar el más
allá, que daba gusto vivir. Empecé a abandonar mis contratos
para poder asistir a sus peñas. Alquilé en el último piso de
un caserón de Montmartre, en el número 12 de la calle de
Víctor Masse -donde antiguamente estuvo situado el cabaret
Gato Negro- unas habitaciones destartaladas, en las que, con
la única compañía de mi madre, empecé a vivir una vida de
auténtico bohemio local. Y solamente cuando ni Muso (gato
que llegó a ser conocido por todos los artistas plásticos de París)
ni nosotros teníamos nada que llevarnos a la boca, buscaba
un contrato para poder ir tirando. Así viví tres años en aquel
ambiente de arte puro, en el que conocí a Metzinger quien, al
mismo tiempo que Picasso, presentaba en París las primeras
manifestaciones del cubismo. También traté a Fernand Leger,
124
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
Juan Gris y otros pintores de esta tendencia. Más iniciado ya
en los secretos de la pintura, trataba de traducir su emoción
en mis bailes. Del cubismo me interesaba sobre todo la
coincidencia con una gran preocupación mía: conseguir el
equilibrio estético entre cada una de mis actitudes con una
total despreocupación por todo lo que perciben y deforman
directamente los sentidos. Con un amigo, alquilé un minúsculo
teatro que había pertenecido a la gran actriz francesa Emilianne
d’Alençon, al que denominamos teatro Curva.
Nunca en mi vida he bailado tan a gusto, ni he conseguido
comunicar tanta emoción a mis bailes como en este escenario.
En aquella sala tan mínima, que nunca conseguimos llenar,
sentía la impresión de bailar para mí solo, o mejor aún,
aunque parezca pretencioso, para toda la humanidad presente
y futura. Creaba mi propio ritmo y sentía el placer de dominar
y someter la música escrita a mi capricho, demostrando que
el baile es anterior a ella como forma de expresión artística.
Interpretaba una farruca geométrica y en ella dejaba resbalar
las notas musicales a través de cada actitud, hasta que a mi
antojo reanudaba de nuevo el movimiento entrando otra
vez en el ritmo musical con que sin yo buscarle siempre me
encontraba. A pesar de mi cerebral preocupación por la línea,
toda mi actuación era espontánea, sin ningún trabajo anterior
de laboratorio y, por tanto, llena de vida, siempre interpretando
sin eludirlas las normas flamencas. Como no iban a verme
más que los que se interesaban por el arte avanzado, que por
desgracia eran entonces muy pocos, mi socio y yo perdimos
los pocos francos que teníamos y tuvimos que apagar las velas
(...). El fracaso de público lo consideré un éxito e íntimamente
me alegré, pues pensé que si hubiera venido mucha gente
hubiera sido la prueba de que no valía nada lo que hacíamos.
La calidad de los artistas que acudían me dio ánimos para
mirar más largo y más hondo, y fue entonces cuando empecé
a simpatizar con el movimiento surrealista. Conocí a Louis
Aragón, André Bretón, Eluard, Buñuel, el fotógrafo Man Ray
y el pintor Joan Miró con quien me une una muy sincera y
fiel amistad y cuya pintura influyó también grandemente en mi
baile. Admiraba en él la pureza de líneas, su ritmo sin música
y la libertad del sujeto sin intención de hacer gracia.
Como escribe su sobrino Carlos Sepúlveda, «en Norteamérica se le consideraba el mejor bailarín del mundo, y estaba convencido no sólo de que era
así, sino de que estaba llamado a ejercer una especie de suprema autoridad
125
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
moral sobre todo lo concerniente al baile flamenco». Todo ello, más su compleja personalidad y un intrincado universo de sentimientos, filias y fobias
incluidas, le inspiró su ‘Decálogo del Baile Flamenco’:
I. Bailar en hombre
II. Sobriedad
III. Girar la muñeca de dentro a fuera, con los dedos juntos
IV. Bailar asentao y pastueño
V. Las caderas quietas
VI. Armonía de pies, brazos y cabeza
VII. Estética y plástica, sin mixtificaciones
VIII. Estilo y acento
IX. Bailar con indumentaria tradicional
X. Lograr variedad de sonidos con el corazón, sin chapas
en los zapatos, sin escenarios postizos ni otros accesorios.
La hondura misteriosa
Así explicaba el propio Vicente Escudero a lo que aspiraba con este decálogo: «Es muy difícil penetrar en la hondura misteriosa, y es muy difícil
su exposición. Pero sí afirmo que este duende que tanto cacarean eruditos
y profanos es un mito que desaparece bailando con sobriedad y hombría,
traduciéndose entonces en el misterio que todo arte lleva. A los diez puntos
de mi catálogo tiene irremediablemente que ajustarse todo aquel que quiera
bailar con pureza. Ahora mismo yo no conozco a nadie que use de ellos en
toda su extensión. Muy raramente se encuentra algún bailarín o bailaor que
use de tres o cuatro de mis puntos, los restantes brillan por su ausencia».
A partir de entonces Escudero, recuerda Álvarez Caballero, estuvo muy
presente en la vida cultural española, sin cesar su actividad en el extranjero, con giras por Estados Unidos, Canadá y Cuba (1954-1955), y otras por
diferentes países de América y Europa (1961-1962). Sin embargo, en ciertos
ámbitos flamencos de España nunca fue plenamente comprendido, ni aceptado. Para el cantaor Aurelio de Cádiz era un loco de atar y para Pepe de la
Matrona, un loco genial: «Creo, como la mayoría de los que le han conoci-
126
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
do, que Vicente Escudero es un loco genial. Es muy desordenado y trapisondista. Lo conozco muy a fondo. He actuado muchísimas veces a su lado, en
París, Nueva York, Londres, en todas partes. Tiene mucha sobriedad clásica,
pero al mismo tiempo se le ocurren arrebatos muy raros, muy modernos».
Vicente Escudero decía que «forzosamente todo bailarín creador tiene que
ser un pintor de baile, un pintor sin técnicas, quizás, pero que ha de llevar
dentro la plástica, el color, el ritmo. Por otra parte, es bien sabido, desde que
un Fernand Léger lo demostró en toda su obra, que el dinamismo plástico
lo traduce fielmente el color puro, mientras que el esqueleto, lo estático, lo
da el dibujo. Y todo este conjunto integrante de su arte lo puede exteriorizar
el bailarín y plasmarlo por medio de la pintura, aunque sea con los más
rudimentarios procedimientos (...) Se ha dicho muchas veces que la música
nació después del baile, que la vibración sonora es posterior a la vibración
visual. Pues yo creo igualmente que el baile precedió a la pintura».
Pero a Escudero no sólo le subyugaban las vanguardias: «Ya desde niño
me sentí atraído por las imágenes del museo de mi ciudad natal. Sobre todo
por Alonso Berruguete. Desde entonces he considerado a este genial artista como maestro en la estética y plástica de mi arte. Y cada vez estoy más
convencido, mirando los pasos de baile de sus santos, que en Castilla está el
origen de la danza flamenca».
Vicente Escudero era un tipo radical en todos los filamentos de su vida y de
su arte. El poeta Gerardo Diego dijo que «supo asimilar lo mejor de la gran
tradición bailaora gitana, andaluza y castellana y sublimarlo al contraste con
lo más puro y clásico de la danza europea».
Pero, quizás, de todos los analistas, el que mejor contextualiza la figura y
el empeño de renovación de Vicente Escudero es Caballero Bonald: «Vicente
Escudero no creó exactamente un nuevo estilo dentro de la copiosa red de
bifurcaciones del baile flamenco, sino una renovadora depuración de su viejo
sistema comunicativo. Lo despojó de adherencias barrocas y nos lo devolvió reducido a su más estilizado lenguaje emocional. Podría asegurarse que
Vicente Escudero, hombre -y artista- de incansables avideces intelectuales,
entendió que la única forma de ser fiel a una tradición consistía en actualizar
esa tradición con la óptica de una estética contemporánea. Y así lo hizo. Rastreó en la enigmática sima del flamenco y extrajo de allí lo que mejor podía
corresponderse con sus necesidades interpretativas y con su propia capacidad
creadora. Su baile representa de hecho una especie de fusión del sentido jondo bajoandaluz con ciertos mecanismos del ballet expresionista. Vicente Escudero universalizó de este modo una especie de representación simbólica de su
127
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
propia biografía, no ajeno a los estímulos y conquistas del arte de vanguardia.
Nadie como él supo trasvasar al dinamismo de la danza los dramatismos encerramientos de las primitivas formas flamencas. Y nadie como él revitalizó
el baile gitano-andaluz con un mayor acopio de libertades indagatorias. Su
ejemplo permanecerá con todo lo que histórica y subjetivamente propone: la
libre reconstrucción artística de un antiguo ceremonial gitano».
Pues bien, de todos los bailaores posteriores y teniendo en cuenta la calidad
exuberante de un gran número de ellos, quizás el que ha cogido el testigo del
compromiso con las vanguardias intelectuales para exponerla después con
todo el dramatismo de la danza flamenca, el que más me ha soliviantado el
alma ha sido, sin duda, Israel Galván, que baila como un pájaro, como una
grulla vaciada de sí que tiembla por las colinas, por los humedales y por las
circunstancias. Israel Galván danza como un pájaro extraño que se desliza
entre los arrecifes y que se queda siempre a un milímetro de los acantilados,
a un paso del precipicio, a una respiración de la muerte. Porque en él todo
es compás y ritmo -todo seducción- y su gigantesca y poderosa anatomía se
crece todavía más en los fondos negros de los escenarios, donde todo parece
ausentarse y su perfil adquiere dimensiones extraordinarias.
Pero volvamos a su baile, a su complejo repertorio de movimientos y sincronías, de guiños y escorzos imposibles, tamizados por un discurrir de brazos absolutamente inverosímil. Todo en él se mueve a ritmo y compás, a
contratiempo si es menester, y se acumula en tal cantidad de oscilaciones
-algunas absolutamente inquietantes- que para el espectador seguirle, ser
capaz de leer en la coreografía de su cuerpo, no es precisamente un ejercicio
sencillo, aunque sí reparador. Su baile arrebata, se mete dentro de uno y allí
va dejando -entre las fisuras del alma- algo parecido a la conciencia. Por eso
conviene interrogarse sobre si Galván es sólo un bailaor o una especie de intelectual que entra en cada escena en una complejísma catarsis donde cada
uno de sus músculos y tendones participa de tan inabarcable reto. Porque
todo en él baila: su respiración, sus dientes, hasta el mismísimo cielo de su
paladar. ¡Inaudito! Lo cierto es que la primera vez que lo vi en directo me
quedé fascinado por su danza y por la voz telúrica de Fernando Terremoto,
que se rompió tanto en una malagueña preciosísima como en una soleá
jerezana de vino dulce. Israel Galván fue capaz de danzar con él a través
de unos fandangos caracoleros en los que adquirió el papel de guitarra y de
mujer, con sus frenazos levemente dichos, con su discurrir por la danza flamenca con un inmarcesible aire que evocaba nuestros ancestros flamencos
y que a mí me hipnotizó aquel día como me imagino que hizo Escudero con
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SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
los que lo vieron en la sala Pleyel en aquellos años veinte, y con el ritmo de
dos dinamos para ofrecer el compás más surrealista y matemático del universo. Entre sus obras destaca ‘La metamorfosis’, una complejísima coreografía
elaborada a partir del libro de Franz Kafka, con música de Enrique Morente,
Lagartija Nick y Estrella Morente. Dos años después, presentó ‘Galvánicas’,
con temas compuestos expresamente a raíz de su experiencia como bailaor
de Gerardo Núñez Trío, con quienes recorrió en 2001 los más prestigiosos
festivales de jazz y flamenco del mundo.
La siguiriya, una visión sensorial
En el flamenco existe una complejidad estructural en cuanto a la diversificación de sus estilos, ritmos y compases verdaderamente asombrosa. Por
ejemplo, en la siguiriya afloran los sonidos negros del flamenco; los que no
se pueden escuchar a diario porque son una auténtica travesía metafísica
donde la hondura y el dolor van de la mano desde el principio hasta el
último compás. A veces, en este cante conviene arañarse en lo más hondo
para sonsacar con el estómago, con las mandíbulas y con todas sus articulaciones ese grito donde reposa el acontecer más hermético del duende, el
que no tiene ni explicación ni vuelta de hoja, el que se ciñe a algo mucho
más insondable que cualquier razón para atravesar hasta el fondo todos los
andamiajes del alma humana. Demófilo decía acerca de ella que era «una
especie de cante flamenco que merece verdaderamente párrafo aparte, y
que es, a nuestro sentir, el más gitano de todos ellos, hasta tal punto que,
cuando en una fiesta se dice a un cantaor: ‘Cante usted tó lo jondo’, se
sobreentiende que se desea que cante por siguiriyas gitanas; éstas son unas
composiciones interesantes y muy dignas de estudio para los buenos poetas,
y pueden considerarse como delicados poemas de dolor, verdaderas lágrimas del pueblo gitano».
Julián Pemartín describe así este estilo: «Con música de compás muy libre
y toque muy difícil, pero bellísimo y solemne, en el que parecen resonar
campanas que doblan, la siguiriya comienza con un quejío muy profundo y
lastimero, para entrar en los primeros tercios, algunos de ellos redoblados,
culminar en el tercero, largo de métrica y música, y caer verticalmente en
el cuarto, otra vez corto». Ricardo Molina describía su devenir estético con
129
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
las siguientes palabras: «En líneas generales el mundo que revelan es de una
elementalidad absoluta. Dramatismo es su condición sine qua non, incluso
en casos de infantil ingenuidad. Las coplas viejas y auténticas carecen de
pretensiones artísticas, literarias teatrales. Son queja directa del alma nada
más. Esto es muy importante. Así como otros cantes admiten la posibilidad
de expresar lo intrascendente, lo anodino, lo cotidiano, a la siguiriya le están
vedados estos temas. Son incompatibles con su música, con su pathos, con
su naturaleza. La siguiriya es grito de hombre herido por su destino. Sólo
puede expresar sentimientos profundos, tragedia radical, la tragedia de ser
hombre».
José Blas Vega realiza una hábil simbiosis y describe a la perfección la
esencia y la historia de este estilo: «De las tonás se derivaron algunos de los
más significativos estilos del flamenco, entre ellos la siguiriya, dentro de ese
período de formación en que la guitarra se acopló al cante. Debieron influir
muy poderosamente las tonás por cuanto de carácter y musicalidad llevan
intrínsecas las siguiriyas, teniendo en cuenta los siguientes aspecto. Primero:
parece ser que primitivamente se cantaban sin guitarra, como todavía se
cantan las tonás. Segundo: casi todos los buenos intérpretes de tonás fueron
a la par excelentes siguiriyeros. Tercero: las siguiriyas más antiguas que conocemos conservan un claro aire de tonás. Esto puede comprobarse escuchando una siguiriya de Frasco El Colorao, interpretada fielmente por Pepe
de La Matrona. Cuarto: los motivos que expresan las letras son muy afines al
dramatismo y el ambiente vital. Quinto: la consecuente facilidad con que la
siguiriya y la toná o viceversa, se alteran y se complementan al ser cantadas,
un estilo antes o después, dentro de la misma tonalidad. Sexto: como forma
curiosa de métricas irregulares, hemos encontrado letras de tonás muy semejantes a las siguiriyas. Algunos ejemplos podrían ser las siguientes tonás, una
de ellas, la primera, recogida por Demófilo, quien nos dice que se cantaba
por el aire de la toná de los pajaritos: ‘Cómo dígale a la mare mía / que no
venga acá / porque mu poco sería la calosita, mare, / que le podría endiñá’.
Y esta debla que se cantó en Triana es métricamente, salvo el primer verso,
un tanto exacta a la siguiriya: ‘Por las angustias tan grandes / que pasao yo, /
cuandi vi salí al padre de mi alma / en la conducción’».
Quizás el mejor estudio del cante por siguiriyas es la investigación de Luis
Soler Guevara y Ramón Soler Díaz y su libro ‘Antonio Mairena en el Mundo
de la Siguiriya y la Soleá’, editado por la Fundación Antonio Mairena y la
Junta de Andalucía. Los autores analizaron 736 siguiriyas grabadas por 95
artistas nacidos hasta 1920. Las grabaciones se hicieron en distintos sopor-
130
SantÍsima Trinidad. flamenco, una historia
tes, desde cilindros de finales del siglo XIX hasta discos compactos editados
poco antes de la publicación del libro en 1992. También se tuvieron en
cuenta unas 150 siguiriyas procedentes de grabaciones no comerciales, aunque los autores no presentaron documentación de ellas.
Y es realmente sorprendente su historia porque, descontadas las variaciones personales de los diferentes cantaores que han transitado por ellas a lo
largo de la historia del flamenco y a excepción de la siguiriya que realizó
Enrique Morente para la película ‘Flamenco’, de Carlos Saura, con el toque
casi abstracto de Juan Manuel Cañizares, se puede llegar a la conclusión de
que sus formas musicales apenas han evolucionado desde las primeras referencias encontradas en las primitivas grabaciones efectuadas sobre discos
de pizarra y cilindros, como el cante de Manuel Cagancho con la guitarra de
Niño del Carmen. O en las grabaciones de Don Antonio Chacón, en las que
aparecen sus inigualables innovaciones melismáticas, sus cambios de tonalidades a las que se acomodan nuestros oídos de una manera sorprendente a
pesar de enfrentarnos a canciones grabadas hace más de cien años.
Por eso quiero establecer un nexo entre aquella siguiriya de Don Antonio
Chacón y el flamenco que he vivido y que me ha traspasado la piel hasta
llegar a cambiarme la existencia misma, mis conceptos de la belleza, de la
libertad, de la naturaleza del ser humano, porque...
…ser flamenco es cosa. Es tener otra carne,
alma, pasiones, piel, instintos y deseos;
es otro ver el mundo, con el sentido grande.
Y es curioso porque el lenguaje del maestro lo descubrí para mi asombro tras
haber sido taladrado antes por cantaores iconoclastas: primero Camarón de
la Isla y después, y esencialmente, Enrique Morente, a través del que descubrí el compromiso del cantaor con el tesoro del acervo cultural flamenco,
uno de los continentes culturales más poderosos de Europa, porque el flamenco supera en su vigencia e imán metafísico el mero hecho musical: es
poesía, literatura, danza, pintura o toreo; el flamenco es el vino de un pueblo
y un sentir que se macera en viejas barricas viajeras que se puede sentir con
los ojos del corazón y a través de la epidermis del alma.
131
El flamenco, mis dioses mayores
Paco de Lucía, el maestro universal
justo rodríguez
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
«Yo me alejo de todo lo que me haga recordar a Paco de Lucía. Yo reivindico
para mí a Francisco Sánchez, que le gusta la paz, la tranquilidad, la serenidad y todo eso es incompatible con convivir con Paco de Lucía». Así resume
Paco de Lucía las servidumbres de una vida pegada a los escenarios de todos
los países, naciones y rincones del globo terráqueo, a las salas de grabaciones y a la vorágine de lo que significa tener a las espaldas más de 30 discos,
miles de conciertos y millones de kilómetros desparramados por los cinco
continentes. «La música te llega o no te llega y no necesita de palabras ni de
explicaciones», escribía Paco de Lucía hace más de doce años en un número
especial de La Caña dedicado a Camarón de la Isla, su hermano de alma, su
otro yo, el genio con el que deparó una de las hornadas de discos más alucinantes de todos los tiempos. Ahora, andado el tiempo, parece que aquello
no sólo era una definición de un sentimiento, sino de su propia esencia, de
lo que significa Paco no sólo para el flamenco, sino para la música toda, ya
que se le puede considerar como el flamenco más universal de todos los
tiempos y el músico español más prestigioso de la historia. Hasta su llegada,
todos los guitarristas -excepto Agustín Castellón Sabicas, que vivía en Nueva
York- perseguían al unísono el camino trazado por Ramón Montoya. A partir
de Paco, todo cambiaría, incluso Paco, porque Paco es la propia música, y
porque es imposible entender el flamenco contemporáneo sin la sonanta de
aquel niño que se dio a conocer a los doce años, junto a su hermano Pepe,
con el dúo llamado Los Chiquitos de Algeciras. En 1962 realizó su primera
gira internacional integrando la compañía del bailaor José Greco. Sus primeros discos los grabó con el tocaor Ricardo Modrego y Ramón de Algeciras,
su hermano desaparecido en los albores del año 2009. A principios de los
setenta coincidió con Camarón en Madrid, que por entonces cantaba en
Torres Bermejas. Fue la unión de dos genios que se admiraban mutuamente.
No hubo roces, el engranaje funcionó a la perfección y elevaron el compás flamenco a cotas nunca superadas. Paco se convirtió en estrella del hit
parade en 1973, con ‘Entre dos aguas’. Después entró en contacto con la
música brasileña, con el clasicismo de Falla, Albéniz o Rodrigo, con el jazz
de Chick Corea (uno de sus ídolos), John McLaughlin, Pedro Iturralde, Al Di
135
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Meola o Larry Coryell. Además, gracias a su sexteto, creó el concepto actual
de grupo flamenco, que ahora es el modelo para presentar esta música sobre
un escenario. A través de su obra, se percibe con claridad la creación de un
lenguaje propio, de un estilo, el suyo, que de una u otra manera han seguido
todos los demás guitarristas. Paco ha sido capaz de proyectar el flamenco a
un mercado universal, alejando conceptos como la hermética o la pureza de
su lado. Paco es patrimonio de todos y su música no tiene más dueño que el
sentimiento de Francisco Sánchez.
Por eso, la concesión a Paco de Lucía del premio Príncipe de Asturias
de las Artes fue una noticia excelente para el flamenco, expresión artística
que el maestro de Algeciras ha llevado por todo el mundo desde hace más
de treinta años, cuando en España la cultura oficial y los prohombres de la
modernidad se empeñaban en asociar esta música a una especie de folklore
residual al que se le apellidaba cañí para desprestigiarlo todavía más. Pero
el flamenco es una expresión artística radicalmente mestiza que hunde sus
raíces en diferentes culturas y eso lo entendió Paco de Lucía de una manera
magistral, ya que además de acompañar a Camarón de la Isla en los años
más prolíficos del genial cantaor, no se quedó ahí y fue capaz de labrar una
carrera internacional que abrió el flamenco a escenarios hasta ese momento
poco menos que insospechados. Paco de Lucía fue invitado por guitarristas
como Larry Coryell, John McLaughlin o Al Di Meola a compartir escenarios
y sentimientos. A partir de ahí y gracias a una genialidad que él sustenta en
infinitas horas de estudio y en un desmedido afán perfeccionista, fue capaz
de introducir en la guitarra flamenca dos conceptos revolucionarios: una
nueva armonía y una de las esencias del jazz, la improvisación. Como relataba en una entrevista, aquello fue una fusión más de músicos que de músicas, pero que sin embargo le sirvió para alcanzar un prestigio internacional
que hasta ese momento sólo había logrado una persona en el flamenco, la
bailaora catalana Carmen Amaya en la década de los cincuenta cuando, entre otras cosas, fue portada de la revista Life. Paco, al que algún torpe acusó
de no saber música, grabó el ‘Concierto de Aranjuez’ -sin saltarse una nota
de Falla- pero con una visión completamente personal: ese ritmo de Paco de
Lucía que hace que su guitarra tenga un eco especialísimo, un eco que se
acercó de nuevo a la voz de Camarón para grabar su último disco, ‘Potro de
Rabia y Miel’, en cuya portada aparecía una ilustración de otro Príncipe de
Asturias, Miquel Barceló, una imagen inquietante que todavía impresiona
al contemplarla. Para Paco de Lucía «el arte es inherente al ser humano y
puede demostrarlo sin saber cantar, pintar, tocar o escribir y hay muchos que
136
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
ejercen de artistas y no lo serán jamás. Hay quienes son artistas y además
trabajan en una actividad artística y aunque no tengan técnica saben por qué
hacen lo que hacen y cómo lo hacen, cantaores de esos que gritan y que de
pronto les sale un grito con calidad y sentimiento de genios o toreros como
Rafael de Paula o un Curro Romero, por ejemplo, que sin tener una técnica
depurada, son muy artistas».
Ahora, después de interminables giras por todos los continentes, con más de
una veintena de discos en solitario, con un innumerable catálogo de trabajos
con infinidad de músicos, sabemos que Paco de Lucía es un genio del que podemos decir, sin ambages, que está entre nosotros, regalándonos una música
que trasciende el flamenco para universalizar eso que llamamos sentimiento.
A veces pienso que existe una confabulación interplanetaria en tono flamenco y que por eso en Paco de Lucía el tiempo parece no tener la manía de
acumularse hoja tras hoja en los calendarios con el duro efecto de la aliteración, sino que se posa en su alma como un pajarillo de madrugada, con un
suave tintineo que acaba entrometiéndose también en el ánimo de los que
le escuchamos. Paco de Lucía coquetea con la guitarra, saca de ella notas
de millones de colores. Es difícil describir cómo se puede alcanzar tan alta
maestría, tal capacidad de respuesta, tal velocidad, y permanecer sentado
disfrutando a la vez con un quejío de esos cantaores de ecos camaroneros a
los que tanto le gusta frecuentar.
Los orígenes de Paco
Paco de Lucía nació en Algeciras el 21 de diciembre de 1947 y desde niño,
merced a su padre, Antonio Sánchez Pecino, estaba predestinado a vivir con,
para y por el flamenco. Comenzó su periplo ‘docente’ con un fermentativo
aprendizaje en compañías de baile tales como las de José Greco o Antonio
Gades. En 1962 se destapó durante el Concurso de Arte Flamenco de Jerez
de la Frontera con su hermano, el cantaor Pepe de Lucía, con el nombre de
Los Chiquitos de Algeciras, donde lograron un premio especial que les llevó
a realizar su primera incursión en un estudio de grabación: «Mi primera actuación fue en Algeciras, tenía diez años y fue en un beneficio». Se anunció
como el Niño de la Portuguesa y los datos indican que aquella primera comparecencia se realizó en Radio Algeciras en 1958. Un año después intervino
137
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
con su hermano Pepe en otra función, celebrada esta vez en el Cine Terraza,
y demostró de forma palmaria su calidad y precocidad con la guitarra en un
concierto basado en el toque del Niño Ricardo, al que remedó con perfección inaudita.
Don E. Pohren, uno de los estudiosos que de forma más temprana captó la
genialidad visionaria del arte de Paco de Lucía, calificó como ‘Plan Maestro’
la filosofía flamenco-pedagógica del progenitor de Paco para labrar y definir
la carrera musical de un muchacho dotado con un talento sobrenatural para la
guitarra. Antonio Sánchez Pecino había sido un tocaor modesto que se marcó
un firme propósito para su existencia: hacer de sus hijos extraordinarios artistas del flamenco para que nunca hubieran de pasar los tragos y humillaciones que él se vio abocado a soportar. Y le nació un genio.
Antonio le exigió un camino durísimo de perfección, de estudio y sacrificio donde no se toleraba distracción alguna desde los cinco o seis años. Tal y
como recoge Ángel Álvarez Caballero, los ojos del padre brillaban de alegría
al detectar la inusual capacidad de aprendizaje del niño Paco: «A mi padre
se lo debo todo pues me obligó a tocar desde niño, cuando uno no tiene
capacidad para decidir lo que quiere ser en la vida y necesitas a alguien que
te empuje y te señale el camino. Eso fue lo que él hizo, entre otras cosas
porque no tenía dinero para mandarme a la escuela».
Pero Paco va más allá y es capaz de valorar simbólicamente la influencia
de su progenitor en el rumbo de su vida: «Uno es lo que es en su niñez, y
yo en mi niñez a todas horas estaba rodeado de flamencos. Mi padre se iba
a buscar la vida por las noches a las fiestas y siempre amanecía en casa con
flamencos; mi hermano Pepe y mi hermana María también desde chiquitos
han estado vinculados a este mundo. Vivíamos en La Bajadilla, un barrio
muy gitano, siempre había alguien en casa cantando o tocando», le dijo el
propio paco a Juan José Téllez para su obra Retrato de Familia con Guitarra.
Tanta era la precocidad del joven maestro que con sólo trece años emprendió su primera gira enrolado en la compañía de José Greco a los Estados
Unidos. Allí conoció a Agustín Castellón Sabicas, quien le escuchó y le dijo:
«Has tocado muy bien, pero un guitarrista ha de tocar su propia música y no
copiar a nadie». En aquellos momentos casi todo lo que hacía Paco estaba
en la onda del Niño Ricardo (en su casa todo el sonido de la guitarra sonaba
en torno a su figura) y las palabras del maestro pamplonés iban a resultar cruciales en su devenir porque en cuanto regresó a España comenzó la colosal
tarea de crear su propio estilo, un lenguaje musical que a la postre iba a ser
el más subyugante y complejo de la historia de la guitarra flamenca.
138
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Sabicas, una influencia decisiva
¿Quién es el tocaor que cambiaría para siempre el pensamiento de Paco de
Lucía? Agustín Castellón Sabicas nació Pamplona, y durante su infancia vivió
entre la capital del viejo Reyno y Villaba. Comenzó a tocar la guitarra a la
edad de cuatro años, cuando un tío suyo le enseñó dos acordes y esa noche
se quedó sin dormir practicando, por lo que sus padres le compraron una
guitarra por 17 pesetas y actuó por primera vez dos años más tarde. A los
diez años se trasladó a Madrid y fue descubierto por Manuel Bonet, causando gran sensación en la capital, pues «tocaba un fandanguillo y levantaba
una mano y me quedaba con una mano sola y aquello fue una bomba». Su
estilo inicial estaba influido por Ramón Montoya y su extensa colaboración
con importantes cantaores de la época le ayudó a desarrollar un estilo único.
Abandonó España en 1936 durante la Guerra Civil y se encontró en Argentina con Carmen Amaya, con la que se cuenta que vivió un intenso y secreto
romance. Ambos realizaron juntos varias giras y se estableció más tarde en
Nueva York. No regresó a España hasta 1967 y cuando lo hizo fue a través
de estancias cortas para volver siempre a la ciudad de los rascacielos. En el
Carnegie Hall de Nueva York se le tributó el que sería su último homenaje
el 10 de junio de 1989, falleciendo en esa ciudad al año siguiente a los 83
años, tras grabar un inolvidable disco con Enrique Morente en el que dio su
última lección de sutileza, flamencura y equilibrio con la guitarra.
Sabicas, que se anotó varios discos de oro, tuvo gran importancia en la
extensión del flamenco por el mundo y él mismo explicó su influencia en
la internacionalización de flamenco de esta manera: «La guitarra flamenca
no se había tocado nunca nada más que en España, y no todo el mundo,
muy poquita cosa. Entonces, desde que salieron mis discos, en los últimos
treinta años, la gente se aficionó a la guitarra flamenca en cualquier lado
del mundo». Y es curioso, no se reconocía heredero de ninguna escuela de
guitarra, de ninguna influencia. «No he tenido en mi vida maestros. Prueba
de ello es que tengo un hermano al que no he podido ponerle nunca ni una
sola variación. No sé enseñar, por eso no doy lecciones, porque a mí nun-
139
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
ca me enseñó nadie. No sé por dónde se empieza. No sé música». Pocas
cosas caben objetar al toque de Sabicas, que gozaba de una extraordinaria
técnica con una amplia sonoridad -muchas veces tocaba en los escenarios
sin micrófono- debido a su fuerte pulsación y la enorme calidad de sus composiciones. En la contraportada de uno de sus discos editados en Nueva York
se podía leer (y disfrutar) de unas sintomáticas líneas acerca de su estilo y
personalidad: «Sabicas vive constantemente entre flamencos, tanto sea en
Nueva York, durante sus viajes o en su casa de la ciudad de México. Se pasa
el día y las veladas tocando, y le agrada recibir la visita de otros guitarristas. No muestra en absoluto el recelo tradicional con respecto a enseñarles
a otros sus originales falsetas, sino que, por el contrario, se pasa las horas
enseñándoles. Pero, como dijo lamentándose un guitarrista, después de una
de estas sesiones: sabe perfectamente que nadie más que él puede tocar sus
variaciones debidamente».
Paco de Lucía siguió en la compañía de José Greco y hacia 1967 conoció
a José Monge Cruz, Camarón de la Isla. Paco le contó este encuentro a Nacho Sáenz de Tejada: «Nos conocimos durante una grabación de Bambino.
Apareció Camarón y le acompañé un ratito. Cantó por soleá. Me recordaba
a Mairena y me gustó mucho. Algún tiempo volvimos a encontrarnos casualmente en las calles de Jerez. Eran las cinco de la madrugada. Comenzamos a
tomar copas y nos fuimos a desayunar a casa de Parrilla. Empezamos a tocar
y a cantar, estuvimos todo el día de fiesta, y allí me di cuenta de lo que era
Camarón. Me enamoré de Camarón para siempre».
Paco de Lucía grabó sus tres primeros discos en dúo con Ricardo Modrego
(uno de los principales valores de la guitarra española, y artista de éxito en
los Estados Unidos, Canadá e, incluso, en Japón): dos de ellos con temas populares españoles, entre éstas las canciones recopiladas por Federico García
Lorca que tan bien cantaría años después la maravillosa Carmen Linares, otro
con temas suramericanos y el tercero, con cortes esencialmente flamencos.
En aquellos trabajos iniciales se rastrea con facilidad el influjo del Niño
Ricardo, de Sabicas y Escudero, pero se aprecian con singular intensidad los
vertiginosos picados con los que Paco comenzaba a congelar el tiempo en
una velocidad melódica absolutamente incesante. Y es que como él mismo
dijo, «cuando me fui a América tenía quince años y allí estaban Sabicas,
y Mario Escudero, y me di cuenta de que existía otra manera de tocar. Al
principio no lo podía comprender, y mi propia tradición era un impedimento
para aceptarlo. Pero gracias a los consejos de Sabicas volví a empezar y a
crear cosas nuevas. Empecé a pensar y a sentir por mí mismo y cambié la
140
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
forma de tocar. Tenía quince años y me empecé entonces a encontrar a mí
mismo».
La sonoridad y las características del toque de Paco de Lucía han recibido principalmente la influencia de dos escuelas, de dos de los estilos que
marcan el contenido de la guitarra flamenca actual: la del Niño Ricardo,
considerado como una de las figuras más destacadas de la guitarra flamenca y el precursor más directo de Paco de Lucía, y la de Sabicas, a quien se
considera como el máximo influyente en el desarrollo y perfeccionamiento
de la guitarra flamenca como instrumento de concierto (antes la guitarra era
un instrumento de acompañamiento al cantaor). Y es que la contribución
de Sabicas en el flamenco posee un significado doble: por un lado, amplía
la técnica de la guitarra flamenca (a él se deben, por ejemplo, la alzapúa
en una cuerda y el rasgueo de tres dedos); y por otro lado, destaca como
un compositor ineludible dentro de la evolución del flamenco, ya que sus
obras se caracterizan no por unir falsetas -frases líricas que toca el guitarrista
cuando el cantaor deja de cantar-, sino por crear una estructura melódica,
rítmica, armónica y perfectamente coherente de principio a fin, como en
cualquier obra clásica, cosa que en el flamenco nunca antes se había hecho
a excepción de algunas figuras coetáneas (Esteban de Sanlúcar, por ejemplo,
en inolvidables creaciones como Mantilla de feria o Panaderos flamencos,
que Paco de Lucía interpretaría magistralmente en su ‘Fantasía Flamenca’).
Paco de Lucía, en sus primeras etapas como tocaor, empezó a acompañar
a otros cantaores, como el genial Fosforito con el que debutó en Salamanca:
«Cuando escuché y vi cómo tocaba de verdad y cómo desarrollaba, cómo
acompañaba... ¡perfecto! Mejor que el que inventó la guitarra. Con aquella
categoría, con aquel conocimiento tan amplio del ritmo. Un monstruo, era
un monstruo», declaró el maestro de aquel portento juvenil de la guitarra.
Como escribe Norberto Torres, en esta etapa inicial, Paco busca su estilo
(tanto a nivel melódico, armónico como rítmico) pero también su sonido
debido a la preocupación por el eco de las propias grabaciones discográficas
en busca de un instrumento más cercano al ideal de su necesidad creativa.
Por eso pasó de tocar con guitarras de ciprés -que eran las que utilizaban,
el Niño Ricardo y Sabicas- a guitarras mixtas, elaboradas con palo santo, al
igual que las clásicas, con el fin de encontrar sonoridades más redondas,
pero con la altura y tensión de las cuerdas propias de las guitarras flamencas, para así ejecutar sin problemas las técnicas flamencas como el alzapúa,
el picado o los rasgueados. Norberto Torres, experto conocedor del arte de
la guitarra, asegura que Paco de Lucía «agota las posibilidades técnicas de
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
la guitarra flamenca con el toque tradicional. Trémolos hasta el límite del
mástil, picados con velocidad difícilmente superable, ligados sobre todas
las posiciones de acordes de la cadencia andaluza, desarrollo en todo el
mástil de las inversiones de estos acordes que permite la guitarra, diferentes
combinaciones de arpegios, a partir de allí el toque no puede seguir igual,
sin correr el peligro de repetirse».
Paco de Lucía lo expresaba de la siguiente forma: «Introducir elementos
nuevos de otras culturas en el flamenco es extremadamente difícil, porque se
trata de una música fuertemente estructurada por reglas rítmicas y armónicas
bastante apremiantes que le dan en contrapartida gran coherencia. Hay que
actuar lenta y prudentemente, por la práctica, y no partir de teorías abstractas. Sobre todo, no hay que perder el espíritu del flamenco en beneficio
de experimentaciones gratuitas. Esta música es en el fondo la expresión de
tendencias fundamentales del ser humano: la muerte, el amor, el deseo, el
dolor». A mí estas palabras del maestro me resultan sencillamente memorables porque explican como pocas la comunión del creador con su obra, con
la verdadera trascendencia y compromiso del tesoro que ama y conoce y la
necesidad implícita de crear y los sobresaltos que le produjo en su espíritu la
radicalidad de algunos pocos.
En una entrevista concedida a José Manuel Cuéllar, publicada en Blanco
y Negro en 1990, Paco dijo: «Los puristas me han hecho mucho daño y lo
he pasado muy mal con ellos, pero ahora ya no se atreven a meterse conmigo por el prestigio que he alcanzado». Curiosamente, Paco nunca se ha
apartado del lenguaje flamenco: «Siempre busco mantener la esencia del
flamenco con un lenguaje nuevo, por eso tiro tantas ideas y acordes a la
papelera. Pueden ser bonitos pero no huelen a flamenco y no me valen».
Paco de Lucía graba en 1973 el disco ‘Fuente y Caudal’, donde aparece
una rumba que tuvo un éxito descomunal, ‘Entre dos aguas’, y en el que encontramos el germen de los grupos flamencos: percusión, guitarra de acompañamiento y bajo. Con este engranaje, la guitarra solista encuentra un espacio mucho mayor para la improvisación y para los registros de la guitarra,
ya que en Paco de Lucía la libertad es una cuestión esencial en su trabajo,
en su evolución musical, en su devenir como artista. De hecho el propio
maestro hablaba en estos términos sobre ese afán creativo y sus técnicas de
composición en una entrevista durante la presentación de su disco ‘Luzía’:
«El flamenco por su idiosincrasia tiene que ser una música viva, yo siempre
tuve la sensación de que había que respetar las tradiciones, pero como bien
dice mi amigo Félix Grande, no obedeciendo la tradición con una fe ciega,
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
respetando, pero a la vez tratando de escribir tu época y el momento en que
tú vives, con todas las músicas que oyes y toda la evolución que la música
en general tiene en cualquier otra manifestación, tratar de crecer de acuerdo
a nuestra época, y siempre, repito, sin ceder en la esencia, en la fuerza que
tiene el flamenco».
Pero Paco de Lucía iba más allá y se expresaba de esta forma con respecto
a la forma en la que influye su formación en la creatividad: «Yo como flamenco nunca fui a la escuela a aprender música, yo soy un autodidacta que todo
lo que aprendí, lo aprendí de oído y a veces sentía la necesidad de aprender
una técnica musical para que la composición no fuera tan dolorosa, porque
para mí encontrar un acorde es mucho más difícil que para alguien que ha
ido a la escuela, que sabe leer un montón de libros de acordes que hay por
ahí...y sabe entender la armonía y cómo construirla».
Y de ahí su búsqueda vital de sonidos, de sensaciones, de otras músicas:
«Yo pensé que la mejor forma de aprender era reuniéndome con músicos,
por ejemplo de jazz, que es gente muy a la vanguardia armónicamente.
Como siempre fui curioso e inquieto... yo nunca pretendí dejar de ser un
flamenco ni dedicarme a tocar jazz ni nada de eso, yo iba con la idea muy
clara de que iba a aprender para luego traerlo de nuevo a mi flamenco y
tratar de crecer de alguna manera».
Jazz y flamenco
Escribe Luis Clemente en su imprescindible libro ‘Filigranas’ que «es posible que el primer roce (del jazz y el flamenco) se produjera en los años
cincuenta, cuando Lionel Hampton grabó ‘Jazz flamenco’ con castañuelas.
El primer disco de flamenco-jazz no es una obra conceptual como Sketches
of Spain, de Miles Davis y Gill Evans, sino el producto de improvisaciones, de una jam-sesion registrada el 3 de noviembre de 1958, una guitarra
flamenca a la que sigue una base de jazz en segundo plano. Se trata de
un experimento del guitarrista Carlos Montoya, establecido en Nueva York
desde que a finales de los cuarenta llegara con Carmen Amaya. Este tocaor,
sobrino del gran Ramón Montoya, es seguido por algunos jazzmen de estudio bajo la producción de Johnnie Camacho para impresionar una cara con
temas americanos y otra con españoles, todo impregnado por cierto tufillo
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
estándar que niega el pellizco de las dos partes y desemboca en ‘Qué será,
será’. Algún blues por bulerías, ‘Rain on the roof’ por tanguillos y, entre los
momentos destacados, el contrabajo en la taranta con la guitarra por swing.
Podría haber sido un ‘Django Reindhart meets Diego del Gastor’, pero no:
se repiten muchos esquemas y aunque rompiera en su época no ha resistido
el paso del tiempo».
‘Sketches of Spain’ (Retazos de España) se ha considerado por muchos
como el momento cumbre de la fusión entre flamenco y jazz; para más mérito, fue la primera tentativa, intensa y ambiciosa, con diálogos y silencios
entre orquesta y voz. Firmada por el trompetista Miles Davis y el arreglista
Gil Evans, se grabó entre finales de 1959 y comienzos de los 60.
Continúa su relato Luis Clemente haciendo hincapié en que «tras la marcha definitiva de Cannonball Adderley de su banda, Miles Davis decide volver a la música modal, pero se encuentra en un callejón sin salida... no le
brotan las ideas y necesita tomarse un descanso. Davis comenzó a imaginarse ‘Sketches of Spain’ tras asistir a un espectáculo de bailaores y músicos
flamencos en Nueva York; poco después un amigo, en la costa oeste americana, le hizo escuchar el ‘Concierto de Aranjuez’ para guitarra y orquesta
del maestro Joaquín Rodrigo. El trompetista no pudo después quitárselo de
la cabeza: ‘Maldición, estas líneas melódicas son fuertes’, ponderaba en su
autobiografía. Anteriormente había tratado de pasada la música española
en los temas ‘Blues for Pablo’ (1957, del Lp ‘Miles ahead’) y ‘Flamenco sketches’ (1959, ‘Kind of blue’) y ahora se disponía a interpretar una música
ajena junto a su inseparable Gil Evans, quien afirmó que ‘tanto Miles como
yo estábamos preparados para la música flamenca y entramos en ella con
toda naturalidad’. Pero el concepto de ‘Sketches’ no partió de la música
española, aunque Evans se encontrara fascinado por ella. Primero se inspiró
en los impresionistas franceses, después en Falla y por último leyó libros y
escuchó discos de flamenco. Las intenciones expansivas de Evans tenían
aquí lo español como excusa, ya que la interacción entre Miles Davis y Gil
Evans poseía una vocación histórica».
«Ya tenían el ‘Concierto de Aranjuez’. Para buscar la inspiración que les
permitiera completar el álbum compraron un disco de Semana Santa y otro
de música folclórica peruana (de ahí salió ‘The pan piper’) y agregaron un
fragmento de ‘El amor brujo’ de Falla. Al disco se le ha achacado ser producto de una pretendida intelectualización, al salir de músicos que lo son más
de libros y discos que de viajes y emociones en directo».
El propio Luis Clemente describe por ejemplo que, en ‘Saeta’ la trompeta
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
hacía la voz de la cantaora, y reconoce que las partes donde había que imitar a la voz fue lo más complicado del disco: «Porque allí tienes todas aquellas escalas arábigas, las escalas afronegras, que se oyen claramente. Y que
modulan y se doblan y se retuercen y serpentean y se mueven en derredor».
(los melismas, quería decir).
Gil Evans rehizo la tonada entera, poniendo en la partitura una especie
de microcompases. Todo muy comprimido. «A uno de los trompetistas se
le puso la cara de color púrpura por el esfuerzo de tocar una determinada
melodía española. Me confesó más tarde que había sido el pasaje más difícil
que tocara en su vida». Davis relata sus problemas para indicarles a músicos
de formación clásica que no tocaran todo lo que indicaba la partitura; era
capaz de pedir algo así a músicos poco preparados para la improvisación.
«Lo que queríamos en realidad era, primero, que lo sintieran, y luego que lo
leyeran y lo tocasen, pero los primeros músicos no podían hacerlo, de modo
que tuvimos que sustituirlos y ésta fue la razón de que Gil reorquestase la
partitura».
Davis, el gran Miles, recordaba: «Lo que descubrí que debía hacer en ‘Sketches of Spain’ fue leer la partitura un par de veces, escucharla un par de
veces más y después tocarla. Para mí, se trataba de saber lo que era, y acto
seguido podía tocarla. Al parecer funcionó perfectamente, porque el disco
gustó a todo el mundo». Menos a Joaquín Rodrigo, precisamente el autor de
la obra que le motivó para hacer este disco. Pero su influencia sería decisiva,
como explica en la contraportada de su ‘Flamenco Jazz’ Pedro Iturralde,
aficionado al flamenco como su pianista Paul Grassi: «Sin embargo fue la
aparición de ‘Sketches of Spain’ lo que convenció al resto de los compañeros
de que la fusión del jazz con el flamenco no sólo era factible sino que el resultado era hermoso, pues aunque se trata de dos culturas diferentes existen
muchos puntos en común».
Miles Davis confesó que cuando terminó el trabajo se había vaciado totalmente, después de tocar tantas dificultades no quería ni oír la música...
y no la escuchó hasta que se publicó el álbum, un año después. «Si he de
ser franco, sólo la escuché con atención una vez», reconoció. A renglón
seguido, el genial e inquieto trompetista se dedicaría a otra música -volvería
al flamenco en 1987 junto a Marcus Milier, en ‘Siesta’-, otro paso más en su
increíble trayectoria. Pero sus opiniones sobre el proceso de asimilación del
flamenco son reveladoras, escribió Luis Clemente.
Y Paco de Lucía, que había realizado su primer encuentro con el jazz a través del saxofonista navarro Pedro Iturralde, se dio cuenta desde el principio
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
de la capacidad de la guitarra y de la propia armonía flamenca para lograr
una maravillosa simbiosis con esta música.
José Manuel Gamboa y Faustino Núñez relatan en el libreto de la ‘Integral’
de Paco de Lucía que de «la respetada voz del tratadista de jazz Joachin Ernts
Berendt surgió la propuesta de incluir en el festival Berlín Jazz Days de 1967
un espacio para el jazz hispano, ya que en aquella edición el lema era ‘Jazz
meets the World’. Para tal cita mundial, pensó, el artista español idóneo habría de ser Pedro Iturralde y la concepción musical a presentar algo así como
un diálogo entre el jazz y el flamenco. Iturralde aceptó y con su quinteto se
puso a ahondar. Y de nuevo intervino el teórico sugiriéndole lo oportuno que
sería contar también con una guitarra; la de Paco de Lucía». De esta iniciativa surgió el inicio de la fascinación que sintió Paco por el jazz.
Y es que el jazz tiene la virtud de mezclarse con muchos ritmos y de muy
distintas formas y, al igual que sucede con el flamenco, tiene en la improvisación y en la interpretación personal de cada artista uno de sus valores
esenciales de su conjugación. De los músicos que más han indagado en la
fusión del flamenco con el jazz, sin duda, Paco de Lucía es esencia y por eso
en nuestra memoria queda aquel disco y los conciertos junto a Al Di Meola y
John McLaughlin, sus actuaciones con Chick Corea, Larry Coryell o Wynton
Marsalis. Mucho antes, ya participó en unos de los discos pioneros y más emblemáticos de la fusión del flamenco con el jazz; el ‘Flamenco Jazz’ de Pedro
Iturralde. Y con posterioridad formó el conocido como Paco de Lucía Sextet
del que fueron integrantes músicos como Carles Benavent o Jorge Pardo. Paco
de Lucía ha querido ir un paso más allá, no se ha conformado con lo anecdótico que podría resultar el dejar caer unas notas flamencas dentro de una
pieza jazzística, sino que ha buscado la compenetración total entre ambas
músicas, un sincronismo perfecto entre dos almas musicales que hoy nadie
osa a discutir, aunque hubo un tiempo en el que no todos entendieron sus
indagaciones y sus búsquedas y le acusaron de toda suerte de calamidades.
Paco de Lucía, entre otros, dejó sentado que el jazz y el flamenco son
dos estilos que, vistos con la perspectiva del tiempo, estaban condenados
a entenderse. Los dos comparten un origen común: ambos provienen de la
fusión de un vigoroso substrato folklórico (el hispano-mediterráneo y el afroamericano) con la tradición culta europea, y ambos fueron moldeados por la
experiencia de un pueblo oprimido: el gitano, en el caso del flamenco, y el
afroamericano, en el del jazz.
Cuando comenzaron a darse los primeros intentos de fusión gracias a Miles Davis en Estados Unidos, en España comenzaba a experimentarse con
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
esta nueva mezcla de la mano de Pedro Iturralde, un saxofonista de jazz que
se familiarizó con el flamenco escuchando en la radio al guitarrista pamplonés Sabicas. Lo que empezó como una primera experimentación, terminó
por concretarse años depués en Berlín, cuando Joachim E. Berendt convocó
a Pedro Iturralde junco con un jovencísimo Paco de Lucía grabando en julio
de 1967 el disco Jazz Flamenco, en el que por primera vez aparece esta fusión en España. El camino abierto por Iturralde fue seguido en los setenta por
el propio Paco de Lucía y el grupo Dolores, de cuyas filas surgieron grandes
figuras de esta música, como Jorge Pardo o Carles Benavent. Ambos forman
parte de un trío (que completa el batería Tino di Geraldo), que es el mejor exponente de uno de los estilos más consolidados del flamenco fusión.
Pero retomemos las aportaciones de Paco de Lucía a la música flamenca
siguiendo la brillante exposición de Norberto Torres y al calor de su paso
por el jazz. Y de la misma manera que para los músicos de jazz el estudio
de grabación se convierte en un instrumento más, Paco de Lucía cuidará al
máximo este aspecto involucrándose en el trabajo de los diferentes ingenieros de sonido que le han ido acompañando en sus diferentes trabajos. Otro
aspecto crucial en la nueva musicalidad de Paco es el «cuidado progresivo
de la armonía con el enriquecimiento de acordes de paso, actitud inspirada
sin ninguna duda en el acompañamiento de los jazzistas que se preocupan
particularmente por este aspecto. Pero el guitarrista flamenco no se limita a
asimilar el planteamiento, sino que imita incluso el sonido suave del plectro
de la guitarra de jazz marcando esa armonía, tocando en su caso los acordes
con la yema del pulgar de la mano derecha».
No se olvida Paco de Lucía de la armonía, en la que «ha desarrollado
acordes con disonancias propias de la música flamenca, como el intervalo de segunda menor, tan presente en los estilos de Levante, sugerente del
microintervalismo del cante, acordes con choques disonantes que ya presentaba Falla en forma no usual por su consideración tímbrica y armónica
apoyada en la guitarra». Otro tema es el referido a los ritmos, y Paco de Lucía
«introduce el toque a contratiempo que deja entrever una riqueza insospechada a la música flamenca». Continúa Norberto Torres exponiendo que
Paco de Lucía desempeña en el flamenco contemporáneo un papel similar
al de Miles Davis para el jazz y desbroza un camino por la que a partir de
sus invenciones transitarán extraordinarios guitarristas, tales como Enrique
de Melchor, Pepe Habichuela, Gerardo Núñez, Vicente Amigo, Tomatito o
Rafael Riqueni, entre muchos otros. Don E. Pohren explicaba al calor de la
publicación del disco ‘Fantasía Flamenca’ de Paco de Lucía en 1969 todo lo
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
que iba a traer Paco a la guitarra flamenca: «La técnica de Paco ha llegado a
tal perfección en este disco que ya no tiene que preocuparse por la ejecución
y puede tocar sin esfuerzo todo lo que se proponga. Abundan los silencios,
tan necesarios en la emotividad del flamenco. Es capaz, incluso, de insertar
fulminantes picados en piezas lentas y emocionales sin destruir el hechizo.
Tiene más confianza con el trémolo y lo utiliza más a menudo. Paco juega
con el compás sin perderlo jamás, ni que decir tiene; arrastra frases, a veces
en el centro, a menudo al final de una falseta, con mucha efectividad».
Paco de Lucía abrió todos los caminos del flamenco actual, el de la insospechada creación evolutiva, el del trasiego por las emociones del ser humano. Porque como describe Rodolfo Perez Chiarello, una gran creación
musical es equiparable a un sistema filosófico o a una teoría científica, tiene
los mismos objetivos de coherencia interna y rigor intelectual, unidad orgánica e importancia significativa. Las grandes creaciones como la ‘Misa en
si menor de Bach’ o la ‘Sinfonía Heroica de Beethoven’, son consideradas
como las más altas expresiones del genio humano. M. Bunge opina que las
grandes teorías científicas son de mayor mérito que las creaciones artísticas.
Esto es verdad si las consideramos en su valor de hacer intelectual con fines
prácticos inmediatos y consecuencias más o menos mensurables. Lo que
Bunge no dice es que las realizaciones artísticas tienen consecuencias más
difusas y amplias, pues pueden llegar a casi todo el mundo, con un lenguaje
más accesible y con contenidos afectivos que las hacen amables, placenteras e incorporables, cosas que no pueden lograr los sistemas filosóficos o
científicos, desarrollos intelectuales vedados al gran público.
Y justamente ahí reside la gran capacidad del flamenco para comunicarse
y emocionar al mundo con la figura de Paco de Lucía como uno de sus principales intérpretes, como uno de los maestros sustanciales que han colocado
esta expresión artística, emotiva y sensorial en la cima de la belleza, de la
rebeldía creativa, porque como tan acertadamente apuntó Félix Grande, «en
la música y en la técnica de Paco de Lucía hay muchas veces fiebre, angustia
y desazón, cólera incluso, y hay siempre autoridad, dominio: pero nunca hay
sosiego. Esa música, tantas veces apasionada e incluso ronca por la indignación, puede ser también delicada, tierna, majestuosa; pero nunca apacible».
Y es que con Paco de Lucía el flamenco llega a los confines del corazón.
Por eso tiene la rara virtud de colmar las expectativas, de sobreponer el eco
de los tercios de una soleá o una siguiriya cabal a todas las pesadumbres,
a todos los desencuentros. Con su sonido, con su belleza, el flamenco es
capaz de contener el alma, de parar por un instante la respiración y hacer
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
brotar, sinuoso, un estallido de sensaciones que sin reparo alguno se entrometen en el corazón como de improviso, sin buscar explicaciones ni razones
a una belleza honda, dramática, también brutal.
Camarón y Paco
Paco de Lucía tiene otra mitad de sí mismo, otra parte consustancial a su carrera y a su propia vida en Camarón de la Isla, su héroe, tal y como el propio Paco
dejó escrito en un artículo que publicó en la revista La Caña en un número
especial sobre el genio de la Isla publicado un año después de la muerte del
mito: «En su carrera hay mucho de mis momentos de creatividad pues para mí
era como cantar por su boca porque yo siempre fui un cantaor frustrado y en
él encontré a mi héroe. José tenía mucho de músico y eso no es frecuente entre
los cantaores, pero yo, como guitarrista, tenía más facilidad para la composición y cualquier frase que me escuchaba la cantaba por placer».
Y es que el encuentro entre estos dos genios marcó un antes en el flamenco y yo me atrevería a decir que sucedió algo parecido a la unión creadora
y vital protagonizada muchos años antes por Don Antonio Chacón y Ramón
Montoya. Con los primeros se estableció la arquitectura musical del flamenco y con Paco y José se estableció un reencuentro entre el flamenco más
auténtico y las nuevas generaciones de aficionados que no encontraban su
sitio, ni su acomodo, en el flamenco mairenista y solemne de finales de los
años sesenta. Camarón cantaba como los ángeles y tenía la virtud de recoger
las cosas más antiguas y hacerlas nuevas: «Exactamente no sé qué descubrimos juntos», escribía Paco. «Fueron cosas muy sutiles y difíciles de explicar,
detallitos y tonos que se acumulaban uno tras otro y que dieron lugar a lo
que hicimos. En general los flamencos no saben por qué uno canta bien pero
el secreto de la gran fuerza de Camarón como artista era su capacidad de
afinar. En todo lo que hacía, por muy difícil y disparatado que fuese, había
afinación. La afinación es una ley física y estar dentro o fuera de ella lo marca una frontera de aire. Camarón sabía dónde estaba esa frontera. Tenía un
oído mágico». Sin embargo, desde muy pronto y al igual que le sucedió a
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Paco, llegó la incomprensión. Veamos lo que opinaba el genio de la guitarra:
«Ahora es Dios para los flamencos pero en esa época discutía y me peleaba con ellos porque, al reivindicarlo, los mismos que ahora lo adoran, me
decían que era una copia de Mairena o de no sé quién. Tardó tiempo en ser
admitido, posiblemente se debió a actitudes puristas. Hay muchos en este
mundillo que se guían por esquemas, por tópicos que conocen y manejan
perfectamente y están incapacitados para decidir si algo nuevo tiene calidad
o no. Opinan sobre lo establecido y así no se equivocan. Nosotros vivíamos
al margen de la ley de esos flamencos».
Camarón, la voz y el alma
José Monge Cruz, Camarón de la Isla, nació el cinco de diciembre de 1950
en San Fernando (Cádiz), en el seno de una familia gitana. El nombre artístico se lo puso un tío suyo, Joseíco, debido la blancura de su piel y su pelo rubio, aunque al principio en su casa lo llamaban Pijote Chico. Tras una breve
escolarización, su infancia transcurrió entre la fragua de su padre, el juego
con los amigos de su edad y, más adelante, la Venta de Vargas. Camarón nació en un patio de vecinos y la calle, la vida y los amigos se apoderaron de
su vida desde el principio, y las rabonas y los novillos eran más habituales
para él que la escuela unitaria de los Padres Carmelitas.
Pero el flamenco a Camarón le llegó por la vía de la sangre, su madre Juana
lo parió cantando, decía, y de ella empezó a sonsacar, quizás sin darse cuenta, un estilo que le marcó para toda su vida. Él decía que su madre cantaba
‘antiguo’, lo que supone que recogía con exactitud los cantes desperdigados
en la memoria que se fueron fraguando en el corazón de José, y quizás por
eso, por ese buscar lo antiguo, le gustaba rebuscar por los pueblos y sentarse
al lado de algún viejo cantaor para recoger él esa esencia mítica del flamenco que estaba en trance verdadero de desaparición. Cuenta Enrique Montiel
que cuando se enteraba que en tal o cual sitio vivía un cantaor anciano, iba
en su búsqueda, se sentaba a su lado, le tocaba la guitarra, y «lo excitaba a
cantar los cantes antiguos».
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Con apenas doce años Camarón empezó a visitar la Venta de Vargas, donde causaron furor sus cualidades cantaoras, su energía y un flamenco que ya
empezaba a sonar antiguo. Por aquel lugar legendario empezaron a dejarse
caer los buenos aficionados de la bahía gaditana para oír al niño prodigio
del cante. Al parecer, Juan Vargas, propietario de la venta de su nombre,
insistió al gran Manolo Caracol, íntimo amigo suyo, para que oyera cantar al
joven fenómeno. Caracol un día lo escuchó y dicen que dijo: «Un rubio no
puede ser nunca un buen cantaor».
Muchos dicen que esto es una leyenda, pero la realidad es que ninguno de
los dos lo desmintió jamás. Camarón apuntó en su momento que tuvo «una
cosita» con Caracol, pero que él se moría escuchándole cantar. Montiel
cuenta de esta forma el sucedido: «Juan Vargas, que sabía de cante lo suyo,
no pararía hasta presentarle al rubio gitano. Tenía José Monje unos doce
años cuando se produjo el encuentro de los grandes cantaores. Camarón le
cantó con toda su emoción y todas sus ganas y Caracol, sigue la leyenda, lo
trató con cierta displicencia».
A Camarón nunca le faltó de nada en la Venta de Vargas, pero él tenía que
volar y en su historia artística aparece en 1963 su primera salida a cantar
fuera de la Isla. Fue en Sevilla, en su feria, en una caseta en el Prado de San
Sebastián. Y montó el taco, formó tal revuelo que el nombre de José Monje se hizo de oro en una noche entre los flamencos de Sevilla. Tan grande
sería la conmoción que el propio Antonio Mairena pidió escucharlo al día
siguiente. Así lo relata Enrique Montiel: «Dicen quienes presenciaron aquel
encuentro que el de Mairena se arrancó bailando por bulerías».
Camarón se fuma el enésimo cigarrillo en la portada de un disco. Y en
su contra, acaso difuminada, torea una vaquilla con una camisa de lunares
‘recogía’ con un nudo pirata a la altura del ombligo. Es ‘La Leyenda del Tiempo’, la obra por la que me aficioné al flamenco a pesar de que los puristas
dijeran, sin darse tregua, que aquello no era cante jondo y que el de la Isla
había traicionado lo más sagrado del flamenco: la pureza. Confieso que al
principio no entendía absolutamente nada; a mí me flipaba su voz de dios
juvenil y apolíneo con la que me endulzaba los oídos con ese ‘Romance del
Amargo’ de Federico García Lorca; con los poemas orientales de Omar Kayan o la luz sonora y felina de Fernando Villalón, aquel ganadero surrealista
y poeta que buscaba toros con los cuernos verdes y que suspiraba sus lamentos por las marismas con la garrocha al hombro. Decían que Camarón no
cantaba flamenco; que es algo así como aseverar que Velázquez no pintaba
o que Cervantes no sabía escribir.
151
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Y se quedaba tan ancha como patidifusa aquella amalgama de críticos y
preservadores de la esencia a los que Paco de Lucía, que «tampoco tocaba
como había que tocar», llamaba flamencólicos; es decir, anhelantes de un
tiempo que quizás nunca existió, cercenando de raíz supina cualquier evolución. El artista estaba vedado, capado, castrado... muerto. Cualquier arte,
y el flamenco como tal, es mestizo, se nutre de infinidad de almas; y en los
ochenta reinaba la de Jimi Hendrix, la psicodelia y el rock andaluz de Veneno, Alameda o Smash. Y allí estaba Camarón hace ahora treinta años, como
una esponja, arrebujándolo todo para hacer de su cante algo trascendental
y único. Como dijo Kiko Veneno en un documental, como un maravilloso
‘duendecillo’.
Camarón, a veces, vuelve a mi corazón. Tras estar, por ejemplo, un mes
sin escucharlo, me lo pongo para soñar un poquito con esa filarmónica de
Viena que tenía en la garganta, con ese semidiós semiótico que albergaba
en su corazón, con esa enegía descomunal de su mirada triste y solitaria que
desperdigaba como un niño frágil y que se multiplicaba entonces sin atisbo
de dudas por el infinito mismo en el escenario. Camarón, tan manido tantas
veces, fue la puerta que me abrió el flamenco, el gitano universal ejemplo
paradigmático de la libertad, de la inocencia, de la belleza, de la intuición.
Paseando por la red me encontré con una foto suya en la que templa un
muletazo en redondo a una vaquita. Se dice templa porque se adivina un
conocimiento sustancial del toreo, una compostura, un saber preconcebido.
Ahí está, Camarón con el pecho expuesto, llevando en los vuelos embebida
a la eralilla oscura que embiste fija y noble a uno de los artistas más sensibles
de cuantos he tenido el placer de soñar, disfrutar, respetar, amar.
El sueño va sobre el tiempo
Flotando como un velero
Nadie puede abrir semillas
En el corazón del sueño
El tiempo va sobre el sueño
Hundido hasta los cabellos
Ayer y mañana comen
Oscuras flores de duelo
Sobre la misma columna
Abrazados sueño y tiempo
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Cruza el gemido del niño
La lengua rota del viejo
Y si el sueño finge muros
En la llanura del tiempo
El tiempo le hace creer
Que nace en aquel momento
Enrique Morente, el más grande
fernando díaz
(Federico García Lorca)
Una soleá de Enrique Morente tiene la virtud de transportarnos a la esencia
del tiempo, allí donde no cabe más estrategia que cerrar los ojos y dejarse
llevar por el grito genial, por el susurro o por la respiración. Es Morente uno
de esos genios que habitan entre nosotros. Qué belleza. «Si sufres, sufres
callando y no publiques tus penas», dice el maestro al tran tran de Pepe
Habichuela o de Rafael Riqueni, que se recrean a su lado, que se crecen y
recrecen como un río desbocado que surca meandros de plata. Morente por
soleá, casi en silencio lo dice todo, con el mismo corazón de las banderas
caídas, sin alivio para las penas. Morente: «El cante es decir las penas que se
tienen escondidas». Y te rompes después; y nos da por llorar. Morente, cuán
grande es tu inspiración.
El primer disco de Morente, con la guitarra de Félix de Utrera (que era canario y que escribía libros de gastronomía), apareció en 1967 bajo el escueto
título de ‘Cante Flamenco’, en el que empezó a sobresalir -dentro del clasicismo más resuelto- por su impronta personal y por su repertorio que no era
moneda de cambio en ese momento (tampoco ahora es moneda de cambio
su increíble versatilidad cantaora). La andadura de Morente está marcada
por su inquietud artística y por una coherencia que le ha llevado, en más de
una ocasión, a asumir el riesgo de poner en escena proyectos y espectáculos
en los que su participación, lejos de limitarse al cante, se ha extendido a los
papeles de productor, director o intérprete dramático.
153
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
A mediados de los sesenta, Morente participó en el montaje de ‘La Celestina’ junto al pianista Antonio Robledo, con el que creó la ‘Fantasía del
cante jondo para voz flamenca y orquesta’, estrenada en el Teatro Real de
Madrid en 1986, con las guitarras de Juan Habichuela y Gerardo Núñez y la
Orquesta Sinfónica de Madrid. En 1988 estrenó en el Festival de Granada su
audaz ‘El loco Romántico’ basado en el Quijote; y en 1990, en la Bienal del
Flamenco de Sevilla, el maravilloso ‘Allegro Soleá’. Después, ‘Omega’, su
personal versión de ‘Poeta en Nueva York’ de Federico García Lorca y canciones de Leonard Cohen, entregándose, además, al encuentro entre música
flamenca y la tensión eléctrica del grupo Lagartija Nick, que con toda la
esencia de la jondura están juntas en ‘Omega’, una obra magistral que tuvo
el detalle de estrenar en Logroño en el festival Actual de 1997.
«Las definiciones dictatoriales, dogmáticas, me cansan. Me gusta la verdad, me gusta la raíz, no me gustan los que se dicen puros». Así piensa
Enrique Morente (Granada, 1942), el gran renovador del cante flamenco,
el máximo y el más arriesgado de los creadores y la criatura flamenca más
sorprendente de cuantas he conocido. Enrique Morente transita con extremada dulzura por los cantes más hondos y clásicos del flamenco, por esas
veredas musicales que hacen de este arte algo inconmensurablemente bello,
atrozmente necesario, irremediablemente desolador. Y, sobre todo, cuando
el que lo dice es alguien como Morente, el cantaor más grande de cuantos
habitan en el Olimpo del Flamenco. El maestro granadino está dotado de
un inusitado temperamento creativo, de una alucinante personalidad que
cuando traspasa esos cantes -la malagueña o la soleá, para no ir más lejoslos hace parecer nuevos, como salidos antes de ayer mismo de un horno
fulgurante en el que lo de hoy se acuesta con lo viejo y sorprende por donde
amanecen los tempranos, por donde Enrique quiere o por donde le dé la
gana, a través de esos melismas suyos tan personales, tan increíbles y enrevesados, que cuando remata las coplas se rompen las copas de la madrugada, por rendir homenaje al ‘Poema de la Guitarra’ -de Lorca- con el que
nos suele regalar en los albores de sus inolvidables actuaciones. Además,
siempre apetece sentarse tranquilo a escucharlo, a sentir cómo le palpita
el corazón en esos silencios de catedral con los que para el tiempo y el
compás al ritmo de una inspiración que se hace más evidente todavía a
la vez que sus conciertos acaban por cuajar en momentos memorables. Y
todo ello pesar de las inevitables cigarras que bamboleaban la cabeza con
autoridad, con la autoridad, claro, que da la ignorancia. Enrique Morente,
el más grande (se repite para las cigarras), no tiene que demostrar nada a
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
nadie, pero la última vez que actuó en Logroño nos dejó ensimismados,
como en los tientos tan cabales con los que mecía el aire con tanta ternura
que algún cronista rompió a llorar mientras degustaba los ecos de la malagueña de las campanas de Don Antonio Chacón o de la soleá infinita en
la que Rafael Riqueni adormecía el compás con excepcional lentitud. Qué
pereza daba levantarse después de los fandangos, tan bonitos, tan hondos y
tan bien traídos al final, después de haber toreado con la gracia sutil de un
Rafael de Paula, ese torero onírico al que Morente dedicó un día sus preciosos ‘Tangos de la plaza’.
Conviene recordar que también vimos a Morente por bulerías y tangos,
por alegrías, por tientos y acompañado por un guitarrista al que el propio
cantaor miraba con admiración en una noche en la que estuvo sencillamente memorable, con el lucimiento justo, con la complicidad de una recíproca
sintonía que contribuyó de forma decisiva a tejer una velada para el recuerdo, para seguir siendo amantes del flamenco.
En enero de 2005 tuve la oportunidad de entrevistarle:
-¿Qué ha cambiado en la propuesta musical de Morente desde
aquel ‘Omega’ que estrenó en Logroño a ‘El Pequeño Reloj’?
-En ‘Omega’ había una mirada a Nueva York, a un mundo en
el que te podías encontrar, como me pasó a mí, una avenida
entera llena de gente alcohólica medio derrumbada. Había
textos de Lorca, músicas de Leonard Cohen... Ahora me he
fijado en el concepto del tiempo y he trazado una pequeña
historia de la forma en la que la guitarra ha acompañado al
cante flamenco, por eso aparecen los sonidos de tocaores
como Ramón Montoya, Manolo de Huelva, Sabicas. Pero lo
hermoso es que cuando estaba buscando textos para el tema,
me encontré con un poema de León Felipe.
-¿Sigue sintiendo inquietud antes de salir al escenario?
-Siempre hay una preocupación, una responsabilidad. Además,
me gusta la filosofía de este festival, el afán que tiene de buscar
siempre lo nuevo pero con calidad. Recuerdo con cariño el
estreno de ‘Omega’ y la buena suerte que me dio después de
haberlo presentado en público en este marco.
-El flamenco no suele frecuentar escenarios como un palacio
de los deportes. ¿Es diferente el planteamiento a cantar en un
teatro?
-Es otra historia; en principio ni mejor ni peor. Quizás para una
voz sola y una guitarra puede ser más adecuado un espacio
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
más recogido. Pero si el sonido está bien logrado, el público
está en predisposición de escuchar y el que canta sale a darlo
todo, tiene que funcionar casi a la fuerza.
-¿Se puede llegar a conmover?
-A lo mejor se conmueve con distinta emoción, pero puede ser
igualmente atractivo.
-El próximo jueves actúa en Logroño Chano Lobato, que dijo
que le admiraba a usted como uno de los principales creadores
del flamenco.
-Chano Lobato es grandísimo. Es más, yo diría que es el
cantaor que más admiro de hoy en día. Es genial, es el decano
y hace un flamenco inimitable; es la representación viva de las
escuelas de los cantaores más importantes de la historia.
-Chano empezó de la mano de Pepe Blanco...
-Me hubiera gustado mucho conocerle porque todas las
referencias que tengo sobre él me indican que era un cantante
al que le gustaba mucho el flamenco. Es de esos artistas y
personajes con los que alguna vez he soñado compartir una
conversación.
-Desde el inicio de su carrera usted ha coqueteado con
infinidad de estilos, desde el flamenco de Don Antonio Chacón
a la música clásica de ‘Allegro Soleá’, sin olvidar el rock y el
jazz. Da la sensación de una continúa búsqueda ¿Es posible
vivir con esa inquietud?
-La verdad es que no me lo tomo así, porque si no sería
realmente angustioso decidirse a dar un nuevo paso. Ahora
tengo una serie de proyectos que quiero ir sacando poco a
poco, pero sin prisas, de alguna manera, dejándome llevar. Y
no por el afán de ser novedoso por obligación o por rutina,
sino por ser capaz de hacer lo que a uno le interesa.
-¿Cuáles son esos proyectos?
-Hice un disco de Picasso para el estreno del Museo de
Málaga, pero no se ha editado. Es una especie de suite de unos
quince minutos y una malagueña. Pero la idea continuaba
con siete temas más. Tengo un proyecto que se está haciendo
en la Alhambra, con Ute Lemper, Pat Metheny, Cheb Khaled,
Pepe Habichuela o Tomatito y Cañizares. Pero además, está
rondando por ahí un ‘Quijote’, pero me estoy intentando negar
por lo del cuarto centenario y todo lo que eso lleva consigo.
Además, no quiero que me tachen de oportunista.
-¿Cómo le llegan a usted las letras?
-Me las tengo que encontrar. En caso contrario no soy capaz
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
de cantarlas. Me mandan muchas, muy buenas, pero me han
de sorprender.
-¿De dónde parte la creación?
-Quizás de un chasquido interior, de algo que te duela por
dentro. También puede surgir de la alegría, pero en mi caso no,
que yo soy muy trágico... (sonrisas).
-Pues los más trágicos dicen que el flamenco se muere, que ya
no se canta como hay que cantar...
-Nada de eso, el flamenco está muy vivo y hay buenísimos
cantaores jóvenes. Lo que sucede es que no es un arte que se
pueda dejar en un museo. En las cosas vivas lo que manda es
la naturaleza y nadie sabe hacia dónde van a ir los tiros en los
próximos años. Todo se verá.
-¿Qué le parece el Príncipe de Asturias a Paco de Lucía? ¿Es
bueno para el flamenco?
-Era su momento. No hay que estar siempre llorando sobre eso.
Me alegro que se lo hayan dado porque es un músico genial
e irrepetible.
-¿Por qué no ha trabajado nunca con él?
-Lo admiro y lo quiero como amigo, pero tenemos dos sonidos
diferentes e incomparables y el mío es otro estilo. En la
diversidad de las expresiones está la grandeza de un arte como
el flamenco. Pero yo siempre admiraré a Paco.
Carmen Linares, el cante no tiene dueño
A casi nadie le cabe la más mínima duda de que Carmen Linares es una de
las grandes voces del flamenco, una gran renovadora y una estudiosa de
ecos antiguos a los que ha barnizado dotándolos de una asombrosa actualidad sin que se resintiera lo más mínimo el espíritu original de aquellas primitivas composiciones. Aunque nació en Linares, con apenas nueve años se
trasladó a Madrid, ciudad en la que tuvo la oportunidad de conocer y beber
en fuentes fundamentales tales como las de Pepe de la Matrona, Rafael Romero El Gallina, el genial Fosforito o Juan Varea. Su carrera profesional comenzó, como tantas otras, cantando para bailar, y grabó en 1970 su primer
disco acompañada por otro grande, el maestro Juan Habichuela. Su intenso
paso por los tablaos de Madrid en esa década (Torres Bermejas o el Café de
157
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Chinitas, donde coincidió con artistas como Enrique Morente, Camarón o
Serranito) le sirvió para cuajar su estilo y definir su personalidad.
Su obra discográfica es fundamental para entender, comprender y amar el
flamenco contemporáneo y está marcada por tres hitos: la revisión que realizó de ‘Las Canciones Populares Antiguas’, de Federico García Lorca, que
constituye un prodigio de sensibilidad y de buen gusto; ‘La Antología de la
mujer en el cante’, obra fundamental del flamenco actual en la que traspasa
fronteras de género y en la que nos devuelve el magma profundo y preciso
de voces paradigmáticas con rastro mítico tales como La Niña de los Peines,
La Repompa, La Trini, La Peñaranda, La Perla de Cádiz o Juana Cruz, la
madre de Camarón. Cuenta Ángel Álvarez Caballero que este disco es «una
gozosa aventura, un extenso e intenso recorrido por casi todo lo que la mujer
ha creado o recreado en el cante, por todo aquello en lo que ha dejado huella viva e imborrable de su paso. Lo muy conocido y lo próximo a olvidarse,
lo que oímos todos los días y lo que había dejado prácticamente de cantarse,
lo que nunca había saltado al disco. Y todo hecho sobre una base de gran
rigor, en que se ha desechado lo que no era absolutamente fidedigno».
Y es cierto, en esta obra, además de acompañarse de selectos guitarristas
(Vicente Amigo, Juan Carmona, Paco Cepero, Paco y Miguel Ángel Cortés,
Manolo Franco, Juan y Pepe Habichuela, Perico el del Lunar, Enrique de
Melchor, Moraíto, Rafael Riqueni, José Antonio Rodríguez y Tomatito), Carmen Linares se reinventa a sí misma buceando como lo hizo en su momento
Enrique Morente con su disco ‘Homenaje a Don Antonio Chacón’, con la
reactualización en ambos casos de voces antiguas, algunas casi perdidas,
recuperando el temblor y la emoción de aquellas, pero describiéndolas para
los nuevos aficionados con una recuperación arqueológica, etnográfica,
pero también artística y sentimental. Así cantaban ellas, parece decir Carmen Linares, diciendo de verdad que así me las imaginaba yo.
Carmen Linares y Manolo Sanlúcar,
una locura de brisa y trino
La obra más arriesgada, la más sincrética y selecta de Carmen Linares salió
a la luz en el año 2000, la ‘Locura de brisa y trino’ que realizó con Manolo
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Sanlúcar (o Manolo Sanlúcar con ella, eso lo dejo para los más puntillistas)
y que gracias al concepto revolucionario del maestro gaditano hizo que la
cantaora se introdujese en registros hasta el momento inopinados para ella. Y
es que, tal y como relata Norberto Torres Cortes en la revista El Olivo, la generación de Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar y Serranito en su búsqueda por
ampliar el horizonte musical del flamenco propuso nuevas formas de marcar
la cadencia andaluza y novedosas afinaciones hasta ese momento desconocidas e intransitadas. La articulación del proceso y la consolidación de
nuevas cadencias entre los guitarristas ha venido a ser casi siempre similar:
grabación de un toque con la nueva cadencia por parte de uno de los maestros más reconocidos y grabación posterior de diferentes toques por parte de
otros solistas discípulos. Por ejemplo, Paco de Lucía en su disco ‘Sólo quiero
caminar’, «obra prima del flamenco moderno», según José García-Lewis, en
el que grabó la bulería ‘Piñonate’ con el tradicional toque por medio, pero
desafinando la segunda cuerda con matices de aires por Levante. Gerardo
Núñez, en su preciosista disco ‘Jucal’ hizo la siguiriya ‘Remache’, compuesta sobre el toque por granaína. O Juan Manuel Cañizares, que utilizó la
misma cadencia y similar afinación en la siguiriya que grabó con Enrique
Morente para la película ‘Flamencos’, de Carlos Saura, con una concepción
más abstracta del toque, «carente de referencias antropológicas».
Pero más allá de todos estos recursos técnicos, de los que Torres Cortés señala que han surgido de la intuición y de la percepción de la mayoría de los
guitarristas flamencos, ‘Locura de brisa y trino’ es revolucionaria en cuanto
supone el resultado de un largo proceso de maduración que no surge al
dictado de la moda reinante, porque presenta una ampliación razonada del
modalismo hecha por un compositor que pertenece y reivindica su cultura
flamenca como hecho diferenciador, porque es el resultado de su propia
angustia como artista que brota del afán de dar sentido a la realidad que le
rodea, es el paso del flamenco de intuición al flamenco de reflexión.
«La obra que vamos a hacer es el resultado de años intentando ordenar
una inquietud musical. Cuando apareció no supe entenderla... hasta que
pude hacer esa gramática musical donde desenvolverme. En la búsqueda de
arañar ese espíritu sabía que, sin cante, el flamenco no puede caminar, acudí
a Lorca para pedirle prestados unos poemas e invité a esta gran dama del
flamenco. Vamos a intentar esta noche buscar ese espíritu que nos permita
sintonizar», con estas palabras presentó ‘Locura de brisa y trino’ el propio
Manolo Sanlúcar en el XIV Festival del Arte Flamenco de Mont de Marsan
(Francia) el 3 de julio de 2002. Y tal y como explicaba el maestro Sanlúcar
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
a la periodista Silvia Calado en una entrevista en 2002, «el flamenco es la
guitarra y el cante juntos. Todos los géneros del flamenco tradicionales están
formados según las melodías de los cantes, según cómo la guitarra acompaña esas melodías y juntos terminan estableciendo las formas escolásticas
del flamenco. Yo termino en esta obra concretando (no me gusta utilizar
esta palabra porque está muy mal usada) un arte, pero es todo un sistema.
El flamenco tradicional se basa en un sistema, en la cadencia andaluza. Yo
desarrollo un sistema que hace muchos años comencé a presentir. Hace tantos años que yo entonces no leía música... Yo presentía ese sonido, lo tenía y
lo hacía pero no sabía a qué correspondía, no podía razonarlo. Tanta fuerza
ejercía eso en mí que iba componiendo a mi manera y, aun luego aprendiendo a leer música y estudiando mucho, durante mucho tiempo seguía sin
entender. Ya cuando estudié armonía me fui acercando, hasta que llegó un
momento en el que comprendí exactamente en qué estaba fundamentada
esa sensación que yo tenía y cómo podía razonarla. Cuando razono todo
eso, ordeno un sistema... y es como construir un nuevo edificio junto al
edificio del flamenco que se comunican por una habitación, de manera que
yo puedo estar en una o en otra y paso con toda naturalidad. Se trata de una
puerta abierta a un espacio concreto, no para que pueda entrar cualquier
cosa, sino que tiene comunicación. Eso produce una música que no está
entendida dentro de los aspectos tradicionales del flamenco, pero que es tan
flamenca que si no hubiera existido, no hubiera existido la cadencia andaluza. Es decir, que es anterior».
Y a continuación le sigue explicando a Silvia Calado el encuentro con
el cante y con la voz de Carmen Linares: «Cuando ordené este sistema y
me puse concienzudamente a trabajar sobre él, sin saber realmente qué
estaba haciendo -pues lo estaba haciendo por gusto-, me senté a hacer
una obra sobre este sistema y me di cuenta de que solamente con la guitarra no es un paso en el flamenco, pues el paso lo daba sólo la guitarra.
Tenía que estar el cante. El siguiente pensamiento era: con esta complejidad, ¿podrá estar el cante? Tenía la opción de dejar que mientras fuera la
guitarra la que exponía este tipo de música, estar en el sistema y cuando
fuera a aparecer el cante, entonces pasar al sistema tradicional. Pero así no
estaba haciendo nada. De manera que me puse a componer desde el mismo
sistema que empleaba para la guitarra, como unidad. Las melodías había
que crearlas desde ese sistema. Hay que tener en cuenta que ahí se producen unas líneas musicales, unas melodías, que no están en el orden al que
estamos acostumbrados. Antes de ponerlo en práctica, tenía mucho miedo
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
porque al no estar acostumbrado a una escala, en un momento te puedes
ir en una nota que no sea correspondiente y aleje de la tonalidad en la que
estabas. Y, si te vas, se convierte en un desastre, ya no puedes entrar. Sabes
además que no hay referencias. Pero ocurrió todo lo contrario. Hice las melodías, llamé a Carmen Linares, ella asumió ese trabajo con una ilusión tremenda tomando conciencia de la importancia que tenía, nunca huyendo de
la dificultad, sino enfrentándose a ella... Y aquello funcionó con una naturalidad escalofriante. Tenía tal definición que había momentos en los que, por
ejemplo, ella por sí sola hacía modulaciones hacia otros espacios modales y
tonales. Cuando esto se ha hecho en la música clásica, el compositor coloca
en esas melodías modulantes de la voz paralelamente un instrumento que va
repitiendo, marcando el camino para que no se vaya de ahí. Sin embargo, en
esta obra hay momentos en los que la guitarra se calla, deja sola a la voz y la
voz sola hace el recorrido melódico y camina hacia otra tonalidad».
Por eso resulta imprescindible para dar una pincelada sobre Carmen Linares rebuscar en aquel verso de Miguel Hernández que hablaba de una mujer
resuelta en lunas. Esta cantaora, que ha triunfado en los cinco continentes, y
que con Manolo Sanlúcar ha sido capaz de crear una de las obras lorquianas
más emocionantes de cuantas se han hecho, ‘Locura de brisa y trino’, que
representa el clasicismo innovador del cante flamenco. Está, sin duda, en el
Olimpo de los artistas flamencos. Si su nombre es una referencia para comprender el cante actual, su dulzura personal hace que sentarse y escuchar
cómo brota la magia de su garganta sea un placer de indescriptible emoción
y belleza. Carmen dice que le da vértigo pensar en ser la número uno y que
eso es simplificar mucho y «a mí no me gusta simplificar», apostilla con esa
sabiduría romana que la contempla.
Carmen tiene por garganta un portentoso imán que atrapa y desmadeja el
alma con un eco tan puro y con un sentimiento flamenco asombroso, porque es un placer degustar cada estrofa y cada sílaba surgida de su expresión,
porque como canta Carmen ya casi nadie canta. Merece la pena detenerse
un momento en una cantaora que, permaneciendo fiel a su irrenunciable
signo flamenco, apuesta siempre por buscar un trazo distinto a su expresión
artística. Carmen Linares tiene un corazón inquieto que le provoca mantener
una constante búsqueda de vías de expresión, como poseída por un afán
creativo que brota y rebrota hasta dar con un estilo inimitable. Canta como
los ángeles y pasea su voz de la pena al encanto y de la dicha al jolgorio con
una expresividad honda, repleta de los matices que han provocado que el
cante flamenco sea un misterio imposible de descifrar. Es una mujer pletóri-
161
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
ca de sabiduría, y aunque suene como un adjetivo rimbombante, no duelen
prendas en definir a Carmen Linares como una cantaora enciclopédica.
No existe entraña que no se vea interpelada ni corazón alguno que no
crepite con su garganta de seda y percal, con su lamento y con esa forma
de expresar el flamenco en la que parte cada tono en cuatro, como decían
de Chacón, Don Antonio, uno de los espejos donde Carmen se mira cada
mañana para hacernos a todos la vida más llevadera.
Carmen Linares suele despejar las plazas con unos tangos de La Niña de
los Peines, esos que dicen: «Triana, Triana / que bonita está Triana / cuando
le ponen al puente / banderas republicanas». Carmen ha entrado de lleno
en el santoral de este arte y ha hecho de su carrera un continuo afán de superación, un ansia creativa tal que vive para cantar cada día más hermoso
y con una ternura que subraya cada grito hasta alcanzar cimas de belleza
insospechadas.
Carmen tiene una voz poderosa y cristalina con un desbordante acento
flamenco -a veces inhóspito y desairado y otras profundamente melancólico- de la que arranca siempre en inverosímiles requiebros matices que
parecen imposibles por arriesgados, pero que en su garganta son hijos de
su misma madre, troqueles de su espíritu, el de la sencillez más leve y el
del conocimiento más hondo. Carmen Linares realiza un repaso en sus conciertos por los cantes proverbiales y subyuga por soleá, donde el silencio,
el compás y el duende se unen en una metafísica sensorial extremadamente
delicada.
Recuerdo ahora una vieja entrevista que le hice a la cantaora:
-¿Qué significa para usted el cante?
-Muchísimas cosas. Además de ser mi medio de vida, es mi
expresión y la forma en la que me realizo como persona.
-¿Cómo se define como cantaora?
-Soy una cantaora clásica. El artista tiene que conocer el
cante y las fuentes. Por suerte, el flamenco dispone de una
discografía histórica tan rica que permite escuchar artistas muy
antiguos. Luego cada uno ha de aportar su personalidad y vivir
su tiempo. En mi antología de las cantaoras, no me dedicaba
a imitarlas, me inspiraba en sus personalidades para llevar sus
cantes a mi forma, a mi expresión propia.
-¿En qué fuentes se ha inspirado Carmen Linares?
-La verdad es que en muchas. Cuando vine por primera vez a
Madrid, lo primero me fijé en los contemporáneos. Pero por
162
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
supuesto que me gustan los Chacón, Juan Varea, Pepe el de la
Matrona, y claro Pastora Pavón y la Perla de Cádiz.
-¿El disco de la antología ha sido clave en su carrera
flamenca?
-La verdad es que sí. Además de tener la suerte de contar con
los primeros espadas del toque, he podido pasear por las voces
y la idiosincrasia de las cantaoras más importantes.
-Dicen de usted que es la
número uno de la cantaoras,
¿qué opina?
-Que eso es simplificar mucho
y a mí no me gusta nada
simplificar. Además, creerse
que una es la mejor significa
echarse a las espaldas una
responsabilidad tremenda que
no lleva a ningún lado. No quiero pensar nada de esa índole y
en todo caso, lo que sí quiero es que se me considere como lo
que soy, una buena profesional enamorada del flamenco.
-¿Tiene propietarios el cante?
-No, es del pueblo. Es la expresión de Andalucía.
-Pero muchos consideran el flamenco como algo de los
gitanos...
-También es de los gitanos. La raíz gitana del cante es
indiscutible. Lo gitano ha enriquecido al cante y ha llenado al
flamenco de matices hermosos e increíbles. Pero los gitanos de
Rumanía no cantan flamenco, que yo sepa. Cantan flamenco
los gitanos de aquí. El cante, por suerte, no tiene raza, es
patrimonio del pueblo y de todo aquel que quiera escucharlo
o cantarlo.
-¿Sabe que en Logroño hay una afición flamenca cada día más
exigente?
-Sí, y sé que se celebran muchos conciertos. Hace unos años
163
fernando díaz
-Ha hablado usted de la guitarra flamenca, ¿ha evolucionado
más que el cante?
-La guitarra está atravesando un momento muy importante,
sin duda. Pero es que el cante es muy difícil y no se puede
enseñar. Pero sería injusto decir que no hay buenos cantaores,
ya que creo que hay gente que está haciendo cosas realmente
interesantes por ahí. De lo que estoy muy segura es que esto no
se acaba porque hay muchos
jóvenes que cantan muy bien.
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
ya estuve en Logroño y noté un público serio que denotaba
que le gustaba el flamenco.
-¿Está de moda el flamenco?
-Espero que no. Creo que existe un poso de aficionados que
cada día es más amplio. Lo que sucede es que como en todo
en la vida, hay que saber diferenciar las voces de los ecos.
-Carmen Linares es una mujer y una artista inquieta que
parece tener esa ansia creativa propia de los genios, como
Enrique Morente...
-Quizás no soy consciente de que esté abriendo puertas, pero
me gusta hacerlo porque desbrozar caminos es la obligación
de todos los creadores, ya que en el arte no tiene que existir
nada estático. Pongo como ejemplo la ‘Locura de brisa y trino’
que grabé con Manolo Sanlúcar, que me ha abierto la mente.
-¿En qué sentido?
-Porque canto de otra manera, que está relacionada con el
flamenco, pero que me convierte en otro instrumento más
de esta composición de Manolo Sanlúcar que también ha
dibujado otros caminos para la guitarra.
-En el último concierto que se vivió en Logroño hubo quien
pidió que Miguel Poveda recurriera al grito en alguno de sus
cantes.
-Cada intérprete es un mundo y el flamenco es muy
individualista. Por ejemplo, Poveda, que canta de maravilla,
tiene su sensibilidad. Lo que deberían hacer esas personas es
quitarse los tabúes e ir con el alma limpia a escuchar. Luego
que se decidan, pero primero a escuchar. El flamenco no es el
grito por el grito, porque cada uno tiene su personalidad y ha
de ser fiel a sí mismo. La muerte del flamenco es la imitación
y además eso sería muy triste. Pero hay más, ya que el que se
proponga innovar por innovar está perdido, porque la creación
es un proceso natural.
-¿Qué tal le ha sentado el Premio Nacional de Música?
-De maravilla. Ha sido una alegría muy grande porque se
premia al flamenco y a una cantaora.
-¿Le ha costado más llegar por ser mujer?
-No, sinceramente. Lo que pasa es que los hombres tienen
más tiempo, porque soy madre, he tenido que parir a mis hijos
y tenemos una función que los hombres carecen y que a la
postre requiere más esfuerzo personal. Pero en el sentido de
sentir discriminación, no.
164
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
-¿Qué papel jugó su padre en su vocación cantaora?
-Él tocaba la guitarra como aficionado y me empujaba
suavemente hacia el flamenco. Me decía que Dios me había
dado un don y no lo podía desaprovechar.
-¿Qué cantaores eran los que más le gustaban?
-Mi padre me llevaba a la peña Charlot y allí conocí a Rafael
Romero El Gallina, Pepe el de la Matrona, Juan Varea y muchos
de los que pasaban.
-¿Cómo ve la eclosión de nuevos cantaores?
-Son una maravilla y estoy como una fiera dándoles mi apoyo
siempre porque ellos son el futuro de este arte.
-¿Cómo se siente cuando le dicen que usted es un mito?
-Lo veo con mucha lejanía porque tengo mucho que dar
todavía. No quiero que se vea en esto ninguna clase de falsa
modestia, pero lo que verdaderamente me llena es que la gente
disfrute con lo que canto, eso es lo más hermoso. Me pasa
también a mí, que no puedo vivir sin el flamenco. A veces, me
pongo un disco de Chacón, Camarón o Morente y me siento
tan feliz...
La obra discográfica de Carmen Linares ha sido aclamada por la crítica y ha
recibido importantes galardones como el Premio ICARO (1988), Academia
Francesa del Disco (1991), Medalla de Plata de la Junta de Andalucía (1998)
y Premio Nacional de Música 2001 en su modalidad de interpretación. En
2002 grabó ‘Un ramito de locura’, candidato en la categoría de mejor álbum
flamenco en los Premios de la Música y los Grammy Latinos 2003. Como
colofón a tal lista de premios, en 2006 se le concedió la Medalla de Oro
de las Bellas Artes. Estos últimos años ha llevado su cante a multitud de
escenarios como el Teatro Albéniz de Madrid, el Teatro de Chaillot de París,
los monumentales auditorios de Tokio en su gira japonesa o el Palau de la
Música de Barcelona.
En directo, combina espectáculos como ‘Desde el alma’, ‘Popular y jondo’
o ‘De aire y madera’, entre otros, con los que frecuenta los principales festivales del circuito escénico nacional e internacional. Tras la edición especial
conmemorativa del décimo aniversario de su obra antológica, su ultimísimo
trabajo ha sido un disco con Juan Carlos Romero basado en poemas de Juan
Ramón Jiménez.
165
‘Tauromagia’, el toreo
según Manolo Sanlúcar
olga labrador
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Dice el maestro Enrique Morente que el flamenco y en el toreo son las dos
únicas artes en las que se dice «ole» y no queda más remedio que rendirse
a la evidencia escuchando una de las obras fundamentales del flamenco, el
disco ‘Tauromagia’, de Manolo Sanlúcar, en el que a través de una historia
sincrónica se accede al arte del toreo merced al alma de unas composiciones tan hermosas y evocadoras como una verónica de Rafael de Paula. Por
cierto, ¿han visto ustedes a Rafael llevar por chicuelinas el toro al caballo?
Recuerdan José Manuel Gamboa y Miguel Mora en el libreto de la última
reedición de este disco (publicado originalmente en 1988) que «en 1958
Sabicas, quien fuera maestro absoluto de la guitarra en concierto, grabó en
Nueva York, acompañado por la bailaora Teresa, los cantaores Pepe Segundo
y Manolo Leiva, junto a las guitarras de su hermano Diego Castellón, Juan
García de la Mata y Félix de Utrera, la suite en dos partes -Por la mañana
y Por la tarde- titulada ‘The day of the Bullfight’ (el día de la corrida), una
colección de piezas flamencas entre las que se intercalaban breves intervenciones de la orquesta de Kenyon Hopkins. Pero esta obra es otra cosa, es
una introducción filosófica y musical del alma del flamenco en el alma de
Andalucía representada en el alma del toreo.
‘Tauromagia’ es una auténtica obra maestra y para muchos estudiosos, el
mejor disco conceptual de la historia de la guitarra flamenca. El propio Manolo Sanlúcar explica el desarrollo de su obra deteniéndose en cada uno de
los cortes, relatando las razones de cada momento, las sensaciones que lo
embargan y la razón de cada uno de los temas. Comienza con el rumor de
‘Nacencia’ (pieza dedicada al ganadero don Álvaro Domecq), con la que
nos introduce en el silencio extremo de la dehesa, en el misterio del toro
al nacer, en el mugido absorto de la vaca preñada, el triscar lejano de otros
toros y los cencerros lánguidos de los cabestros, en el silencio oscuro de la
bravura, del mayoral, de los hombres de tez curtida de las ganaderías: «Vi un
campo andaluz; un campo abierto y ancho, lejano y puro como mi niñez.
Un riachuelo, unos encinares. A mi derecha una choza, un hombre arando
allá a lo lejos. La presencia de un niño que no veo, y aún más lejos, la torre
de la iglesia del pueblo y en todo y con todos la luz velada del amanecer. Y
166
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
allí, en algún lugar, sola, una vaca pariendo. Veo cómo lame al becerro, al
toro, con qué ternura lo limpia y asea. Él no sabe para qué ha nacido, pero
yo sí. Y así como lo vi, hice que mi guitarra lo contara».
Ella es la narradora de una historia lenta que sobrecoge por la hondura
emotiva de la dicha de la vida, del privilegio de ser toro bravo, de nacer para
embestir, de brotar para morir como un dios en la arena. No hay un patrón
flamenco determinado, pero toda la composición se abre en un paisaje sonoro que no va a ser abandonado en toda la obra.
En los tangos dedicados a Paco Ojeda y titulados ‘Maletilla’, Manolo Sanlúcar nos coloca «en otro momento y en otro lugar, algunos árboles iluminados, pero a la encina, que está más lejos, la veo clara y al utrero también.
En el ambiente la temida sombra de un caballista con garrocha. Aquí, donde
yo estoy, dos chavales apoyados sobre un cercado de piedra y uno le dice
al otro:
¡Mira al utrero que en la encina está!
¡Mira qué pena!
¡Que si no fuera por el mayoral!
¡Ay! ¡Qué faena!
Cantan al alimón la guitarra de Sanlúcar y la voz jerezana de un José Mercé
atávico y brutal, que canta con el ansia de un novillero, de un tapia que sueña con la luna de Juan Belmonte, con las noches estrelladas de los campos
de Tablada en los que uno de los toreros en los que se basan los pilares de la
tauromaquia hacía las suertes furtivas en la noche, al abrigo de la oscuridad
entre los matorrales y las encinas protectoras. La pieza se abriga en las percusiones de Tino di Geraldo y una sustanciosa presencia orquestal
‘Oración’ es el tercer corte de esta maravillosa obra, suena la guitarra por
rondeña y está dedicado a Curro Romero. Es día de corrida, el sudor frío de
los toreros nos hacer ir a la profundidad del alma: «Aquí el interior de una
capilla, no sé de qué plaza. La luz invita al recogimiento. Hay un torero
arrodillado ante una imagen que no sé cuál es, pero siento a Dios, aunque
muy lejano. El torero reza sin mover los labios. Está apoyado sobre su rodilla izquierda y veo que a medida que va orando va siendo poseído por
el miedo. Llega, sin hacer un gesto, a pedir, desesperadamente, ayuda ante
el terror que está sintiendo y veo cómo va serenándose al ir aceptando el
miedo y terminar la oración». La guitarra de Manolo Sanlúcar matiza los si-
167
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
lencios con un trémolo que parece acariciar el aire detenido de esa estancia
interior donde asombran al torero todos los interrogantes, las inclemencias y
los miedos, todas las fatalidades se reúnen en torno a una tarde, con el toro
y la muerte colocada en el pensamiento. La guitarra de Manolo Sanlúcar
se desata aquí con toda su precisión, delicada, lenta, hondamente dicha,
sin apenas precauciones. Después decae la tensión y aflora una especie de
alegría contenida, un pacto tácito con el tiempo, con las inseguridades del
alma. Alea jacta est, la suerte está echada y no queda más remedio que sonreír al tiempo, a las constelaciones para amar el toreo, para que prosiga el
rito que nos incendia el alma.
La composición ‘Maestranza’, dedicada a Pepe Luis y Manolo Vázquez es
un bello recorrido por «el ambiente de una tarde de toros en los alrededores
de la plaza sevillana... La gente llenando de color las gradas a la espera del
clarín», los enganches con su rítmico crepitar, el sol en el cielo, los vestidos, las corbatas y las camisas por la calle Adriano, mujeronas bellas de
ojos negros y cabellos ondulados, tabernas repletas, los reventas, los coches
de cuadrillas. La expectación de un día de corrida contrasta con el alma
recogida del torero liándose nervioso el capote en el momento sublime del
paseíllo.
Dice Sanlúcar que «a mucha gente no le gustó mucho lo de Maestranza;
hubieran preferido que hubiera sido la Monumental de Madrid, por aquello
de que es la capital. Lo que pasa es que yo creo que la Maestranza tiene
algo especial para los toreros. Haciendo un inciso me gustaría decir algo de
lo que ocurre en Madrid que a mí no me gusta, y es una cosa que comento
cariñosamente, cariñosamente porque yo quiero mucho a Madrid porque,
entre otras cosas, más de media vida la he pasado aquí y Madrid me ha dado
casi todo lo que yo tengo... Por ejemplo, y es que no se presta atención a lo
que es el rito del paseíllo. Están los toreros saliendo de la plaza a provocar
arte, y te puedes encontrar a la gente en los tendidos que está de espaldas,
charlando... Eso es algo que no ocurre en la Maestranza. El paseíllo es algo
que pertenece a la misa. Tal vez lo que ocurra en Madrid es lo que posiblemente tienen que soportar los madrileños, que es que hay gentes de todos los
sitios y, claro, en una reunión donde hay gente de todos los sitios el consenso
espiritual o sentimental es más difícil que se produzca».
‘... De Capote’ es una bulería por soleá con la voz telúrica de Bernardo
Silva El Indio Gitano y está dedicada a Antonio Ordóñez: «Yo siento que en
Sevilla el toreo está como está La Giralda, el Patio de los Naranjos o El Callejón del Agua. Los sevillanos transitan, viven con ellas y rara vez se detienen
168
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
a contemplarlas. ¿Para qué? No es necesario. Si lo hicieran sería como mirarse en un espejo. Asimismo está el torero en el alma sevillana, y por eso se
podría vender el capote como quien vende una bata de lunares y los «¡ole!»
como quien vende clavellinas».
De Triana traigo niña quién me compra
un capote de menta y de canela
quién me compra un ¡olé!
p’a lucirlo a la luz de las estrellas.
«Los capotes y los olés son ramitos de flores que se venden a las puertas de la
Maestranza en las tardes de toros». Ya está el público y los aficionados arrellanados en sus localidades. Esperan un milagro, sin duda. Es una belleza de
toque, acompasado por el baile percutido de Manuel Soler, suavidad en los
vuelos para dominar las primeras embestidas vírgenes que se lleva el torero
con las yemas de sus dedos.
‘Tercio de vara’ «... es un cante por bulerías. ¿Han visto ustedes a Rafael
llevar por chicuelinas el toro al caballo?», dice Sanlúcar con su voz y su guitarra. Y es que, como escribió Joaquín Vidal, «el toreo era el arte de dominar
al toro, hasta que Rafael de Paula lo convirtió en sinfonía». Toreo lento y
compás de Jerez en una bulería que crepita con los cascos de los caballos,
las sombras del castoreño, el pesado peto y los vuelos que se recortan en el
aire acompasados por la respiración del diestro. Hay una especie de ritmo
inhibido en el amarillo albero que se recoge y brilla como una media naranja que contiene la sobra frenando la luz en esas tardes mágicas y dichosas de
Sevilla con lunares. Me muero por tu capote Rafael, parece decir casi como
un torbellino un Manolo Sanlúcar inspiradísimo. ‘Banderillas’, dedicadas a
Luis Miguel Dominguín, tiene aire de sevillanas, suena la segunda guitarra
de Vicente Amigo como el peón que toma el capote para que Sanlúcar juegue con los palitroques en un portentoso tercio de banderillas leves que no
se marchitan, que no se empañan, que preludian lo que ha de venir después:
música con violines, percusiones, un coro de gitanas que lo bordan en tonos
flamenquísimos pero sin la más mínima sobreactuación.
¿Que qué he visto aquí?...
Un arco iris con sombrero de ala ancha.
Cuando se asoma el aire
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
mece a la espiga en el trigal
y en la torre las veletas
como dos golondrinas
soñando un vuelo van
luciendo en el albero
verde y oro
como espiga del trigal.
Así que en ‘...De Muleta’ (dedicada a Antonio Chenel Antoñete) subraya este
genial tocaor gaditano que «el toreo de muleta es tan sobrio, tan íntimo, que
aún estando la plaza a rebosar, el torero puede sentirse en la más pura y hermosa soledad. Es él y la conciencia de la medida de su ser. Pero el toreo de
muleta termina con la muerte del toro y es aquí donde se me produce a mí
una gran turbación; me duele inmensamente la muerte del toro pero a la vez
la defiendo como inevitable. El toro bravo ha nacido para morir en la plaza».
Y lo canta Tomasa Guerrero, La Macanita, una diosa de Jerez, una cantaora
profunda con un metal realmente asombroso en su garganta.
Esta Macana encandila con una voz gitana y jonda, que con el tiempo
suena cada vez más dulce cuando se rebusca en los tonos bajos, y salvaje en
ese grito poderoso con el que es capaz de enroscarse en la entraña misma
del quejido.
Suena en la muleta
con temple y con son
un viejo cante que al alma
busca en silencio
como una pena
como una oración.
Reconoce Sanlúcar el diapasón entre la vida y la muerte, admite lo irrevocable de ésta, la desazón con la que tanto sufrimos los aficionados por sus
desencantos. Muere el toro en la plaza, tremenda contradicción. La muerte
en la tauromaquia está siempre presente, pendiente todo como de un hilo
casi infinitesimal, cualquier cosa puede cambiar en un segundo... Por eso el
toreo exige de una profunda reflexión del hombre por el hombre, del torero
que se crece entre los relieves de cada tarde de corrida, del diestro que se
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
transforma en héroe sin que casi nadie se dé cuenta. Acaba ‘Tauromagia’ con
un torero a hombros. Una gran tarde de toros. El triunfo consumado. La fiesta
y la ‘Puerta del Príncipe’ (dedicada a José Martínez, Limeño) en el que Diego
Carrasco ofrece una de sus maravillosas medias verónicas:
Tran, tran, triquitrá, tran, tran
Ole que oles, que arsa y toma
Y que arsa y toma.
Y el cante de José Mercé:
La sal de Cai
Con el capote lleva el gitano.
El reducto flamenco de Mayte Martín
Al arrancar la web de Mayte Martín, al internauta le reciben los acordes por
bulerías del violín de Olvido Lanza interpretando la bellísima canción ‘Ten
cuidao’, de su disco ‘Querencia’, y una frase tan reveladora como, quizás,
inesperada: «El flamenco es mi origen, no mi yugo». Mayte Martín es una
cantaora que posee una rara fragilidad, un complejísimo y delicado mecanismo con el que es capaz de transformar el dramatismo del cante jondo en
una sinfonía de matices y expresiones con los que reconfortar el espíritu y
las ambiciones. Sin duda es una mujer terrenal (de hecho nació en Barcelona) pero su voz parece transportada desde el mismo cielo, desde cualquiera
de las nueve esferas de Dante. Y es que a veces un concierto merece la
pena sencillamente por un guiño, por un tercio arrebatado o por un decir
el cante un paso más allá de lo físico. A veces, la música brota del alma, y
la garganta y el conocimiento pasan a un segundo plano, ése donde reinan
las tarjetas de crédito y los grises códigos de las computadoras (que diría un
poeta argentino). Por eso aprendí que a los conciertos conviene ir a salvo de
complejos -a los conciertos y a la vida misma, me interpeló un día una de
mis mejores amigas al calor de un vino de oro cuyo nombre parecía salido
de una novela de Margueritte Yourcenar-.
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
En fin, que uno de esos jueves mágicos del invierno logroñés, Mayte Martín reeditó antiguas campañas por La Rioja y volvió a cantar con el alma en
una función transida de belleza, que más que arrebatar, conmovió por las
certidumbres que fue desparramado desde el principio, gracias, por ejemplo,
a la deliciosa petenera con la que marcó el ritmo de la actuación en un complejísimo juego de escalas y guiños. Mayte Martín tiene una voz delicada y
poderosa, una voz que no duele como una espada pero que disecciona con
la misma precisión del bisturí. Conoce el fundamento de los cantes al dedillo
y carga el peso dramático cuando le conviene con una maestría indudable.
Su casa es el escenario, y la lejanía metafísica de las tablas, ésa que a tantos
acongoja, es para ella un espacio familiar y lúdico, porque disfruta y hace
disfrutar, como en ese final abandolao de la malagueña en la que compuso
uno de los instantes más sobrecogedores de cuantos he vivido.
-¿Por qué ese afán por proclamar que el flamenco no significa
ningún yugo para usted?
-El flamenco es una música maravillosa que me ha acompañado
y me acompañará toda mi vida, pero no es la única de las
músicas que lo harán ni que lo hacen. Quizás en este mundo
funciona mucho una especie de endogamia en la que se piensa
que no hay vida más allá del flamenco y que el cante es lo más
grande y lo único que existe. De alguna manera, creo que a
la música -sea del estilo que sea- la hacen grande los artistas
que la interpretan. De hecho hay estilos fabulosos que en
manos de determinados intérpretes carecen de la más mínima
gracia. Pero eso del yugo no es ningún afán; es sencillamente
la expresión de un anhelo, de unas sensaciones personales,
nada más.
-¿Cuáles son esas músicas que le interesan?
-Existen muchas, pero especialmente la brasileña y una
intérprete que me ha calado muy hondo, Elis Regina. También
me gusta mucho la música clásica y en concreto Bach y la
ópera.
-Además de los dos discos flamencos que tiene, ha grabado
otros dos de boleros, uno con el mítico pianista de jazz Tete
Montoliú (1996) y un segundo con la colaboración de Omara
Portuondo (2002) ¿Es comparable la tensión emocional al
cantar flamenco con el bolero?
-No, es totalmente diferente porque son dos músicas distintas,
aunque ambas suelen penetrar de forma tremenda en el
corazón y en la sensibilidad de las personas. Lo que yo intento
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
es dejar mis sentimientos en ambos estilos, pero no se puede
comparar en ningún caso porque son lenguajes que poseen
claves muy diferenciadas.
-A veces, el flamenco suena en muchos cantaores con
una especial contundencia; como abusando del grito. Sin
embargo, en usted aflora la ternura en el cante de una manera
primordial, ¿lo busca deliberadamente o es su esencia?
-A mí la vida me ha llevado donde me ha llevado por intentar
ser fiel a mis principios y en el
flamenco también. De alguna
manera puedo decir que creo
en el susurro; mi filosofía como
músico está muy ligada al
intimismo, a la caricia y en el
cante me sucede lo mismo. Me
gusta mimar las notas, creo en
la necesidad de detenerme de
forma casi meticulosa en cada
frase, en cada sílaba. Digamos
que lo entiendo así y trato de
llevarlo a efecto. Lo contrario sería traicionarme como artista.
-¿Se siente más cantante que cantaora?
-Procuro no etiquetar para que no me etiqueten y sencillamente,
eso me da igual. Me considero músico y canto flamenco. Que
pongan lo que quieran.
-¿Y se considera flamenca?
-Me siento una cantante que utiliza el lenguaje que le
proporciona el flamenco para expresarse, pero no llevo vida
de flamenca ni nada por el estilo. No, muy flamenca en ese
sentido no lo soy.
-El flamenco ha vivido momentos muy diferentes en su
expresión ¿De quién se siente cerca?
-Aquí no tengo lugar para la duda: me encanta Pastora Pavón
La Niña de los Peines, es mi gran referencia en el flamenco.
-¿Y de los contemporáneos?
-Soy una admiradora del concepto que posee Enrique Morente;
también me gusta su hija, que tiene una voz preciosa.
173
alfredo iglesias
-¿Le siguen reportando más satisfacciones las otras músicas
que el flamenco?
-Bueno, eso corresponde a otra época, a la Mayte Martín de
hace años. Ahora la satisfacción viene de algo más interior, de
procesos más reflexivos.
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
-¿Hay sensibilidad en las compañías?
-Yo mantengo la teoría de que ha de haber una conexión
clara entre el público y los creadores -ése es el papel de las
discográficas- pero para ello es necesario que haya coherencia
en los artistas, que den ellos primero el paso. Y en muchas
ocasiones funciona todo lo contrario. De hecho, creo en la
gente, creo que existe la suficiente sensibilidad para poder
seguir creando música bella sin complejos.
-¿Cómo cree que es su público?
-Eso es muy difícil de decir o de asegurar, pero en muchas
ocasiones he tenido la sensación de que si estaba en un recital
de cuatrocientas personas, a lo mejor trescientas me conocían
e iban a escuchar mi música independientemente del estilo.
Cuando he tenido esa clase de sensaciones en los conciertos la
verdad es que ha sido maravilloso.
-¿Queda en el mercado espacio para la buena música?
-Claro, siempre habrá gente con ganas de escucharla. Lo
importante es intentar escapar como sea de tópicos y de falsos
mitos.
Mayte Martín se suele parapetar en los conciertos en su negro traje de sastre. Parece fría, seria y distante por momentos y a veces también cercana
como una adolescente. Dibuja cada compás con una ternura que sobrecoge.
Cuando baja la voz -se diría que la mastica- aflora de su garganta un borbotón de sentimientos que componen un verdadero prodigio de ternura. Mayte
Martín es una cantaora con talento, con un conocimiento cabal de cada palo
y con una personalidad que ha hecho de ella un ser libre que reivindica en el
escenario, con absoluta naturalidad, la belleza más desnuda del flamenco,
la que ella siente y por la que es capaz de desdoblar su rajo sin dar un solo
grito a contrapelo pero sin menoscabo alguno para hacer crepitar el alma
con sus intensos quejíos.
Y su última joya se titula ‘Al cantar a Manuel’, donde se reúnen de una
forma más que gratificante su música y su voz y la poesía del periodista y
escritor Manuel Alcántara: «El disco surgió de un encargo que me hizo el
director de la Bienal de Flamenco de Málaga, José Luis Ortiz Nuevo. Yo no
conocía la poesía de Manuel Alcántara pero me cautivó por su belleza, por
su desnuda sencillez; y de alguna forma había recuerdos tanto de la poesía
popular flamenca pero también composiciones más largas que me fascinaron por su esencia intimista, por un tono poético con el que me identifiqué
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
de una manera increíble. Cuando acepté la idea de darle forma musical no
me salió flamenca porque tampoco quería amarrarla a un solo estilo, a una
sola expresión artística. Se lo dije a José Luis Ortiz Nuevo, que lo entendió a
la perfección, y me dio toda la libertad del mundo para hacerla en relación
a mi sentimientos y a mi sensibilidad como artista; ha sido una experiencia
inolvidable». El caso es que Mayte Martín, que ha transitado por diferentes
músicas con un acento marcado siempre por el intimismo y un delicado
sentido de la belleza, se crece de una manera extraordinaria al cantar el flamenco clásico, el de la malagueña de Chacón o la impresionante siguiriya
y cabal de El Pena: «Cada día canto de forma diferente, un tercio, una respiración, un sensación distinta puede cambiarlo todo de forma radical. Ahí
reside una de las mayores complicaciones del cante, cantar una soleá y que
sea una soleá sin que el cantaor se comporte como un loro, como un mera
repetición de algo que se ha aprendido antes. Lo que trato es de disfrutar
en cada concierto sacando algo de mi interior que sea distinto. Es un reto,
pero como artista es un verdadero desafío, aunque yo lo tomo con mucha
naturalidad y sencillez». Y Maite tiene tiempo para hablar de la magia de la
recreación: «En el flamenco existe una arquitectura perfecta que no conviene tocar porque son los pilares en los que se sustenta el edificio del cante. Yo
lo comparo a desmontar una radio pieza a pieza y luego volverla a montar.
Hay que saber con exactitud para qué sirve cada cosa porque si te equivocas
lo más seguro es que no suene a nada, que se estropee todo. Precisamente
la genialidad de Chacón, por ejemplo, residía en su capacidad para crear
una malagueña tan hermosa, tan perfecta... ¿Para qué cambiarla? Yo en ese
sentido soy muy respetuosa y lo que hago es imprimirle mi personalidad,
mi propio acervo, cada cosa que me hace sentir». Y sobre si las vivencias
influyen en esa forma de cantar, la barcelonesa lo tiene totalmente claro:
«A lo mejor pierdes ese chorro brutal de voz de los veinte años, pero ganas
muchas más cosas, un reposo, un sabor y unas sensaciones que casi no podías ni imaginar que se encontraban dentro de uno mismo, pero que estaban
ahí». Pero, ¿dónde reside la creatividad en el cante jondo?: «Ésa es una de las
grandes claves del mundo flamenco, ser capaz de sentir cada compás como
si fuera tuyo, interiorizarlo, comprenderlo para que luego en los conciertos
llegues a esa precisión en los sentimientos; el flamenco es extremadamente
meticuloso y exigente», subraya la cantaora. Mayte Martín ha cantado boleros, el disco anterior al de los poemas de Manuel Alcántara lo realizó con
las pianistas clásicas Katia y Marielle Labèque, con canciones populares y
composiciones propias en las que volvió a subrayar ese universo intimista y
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
profundo en el que desarrolla una carrera marcada por la singularidad: «La
verdad es que siempre me ha interesado poco el ruido, prefiero el susurro
y estoy absolutamente convencida de que hay mucha más gente de la que
creemos que está en esa misma onda, que busca sensaciones profundas. La
verdad es que yo tengo mi reducto personal y musical y procuro hacer siempre la música que me interesa, que me conmueva, que me haga sentirme
persona. Lo demás, la verdad, me da igual».
Rafael Riqueni, la guitarra que arrasa
Quizás no exista otra guitarra en el flamenco más honda; ninguna suspira
más cristalina que la de Rafael Riqueni; lenta, parsimoniosa, sensible y cabal, compleja y delicada, sutil y tremebunda. No sobresalen aristas, por eso
quizás produce tanta melancolía y tristeza, tanta soledad y desamparo, tanto
dolor, tanta amargura... Rafael Riqueni es uno de esos raros maestros que
cobija un gen extraño y autodestructivo en el que se unen una sensibilidad
que se forja en las catacumbas del alma, una maestría precisa y una complejísima arquitectura musical que se desdibuja en un océano de sensaciones. Cada vez que se escucha una de sus bellas composiciones se extrae un
infinito número de sorprendentes consecuencias, de remotas asociaciones,
de singulares paisajes creativos, a veces transitados por una inusitada vitalidad y otras, marcados por un acento intangible donde se reúnen la vida y
la muerte, el deseo y la sobriedad de un talento inconmensurable. Rafael
Riqueni atesora en su guitarra el sonido viejo de la melosidad de Sabicas, el
genio constructor y legendario de Ramón Montoya, la creatividad sevillana
del Niño Ricardo y una rarísima liturgia flamenca en la que se entrevera
un sentido exponencial de la intimidad de lo jondo con algo parecido a un
sentimiento cosmopolita del toque. Su música no se escucha, se siente, se
percibe con el corazón; se rememora en cada momento sublime a través de
una suerte de imperceptibles armonías que van surgiendo sin reparos de sus
dedos de seda.
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Rafael Riqueni aúna en sí todas las contradicciones y llega con su ausencia de artificialismo a un convencimiento poético de la necesidad de su
discurso. Quizás por eso me recuerde tanto en su concepto de equilibrios y
consecuencias al toreo de José Antonio Morante de la Puebla, a su orfandad
melismática, a la pureza artística que comparten dos creadores consumados
pero eclécticos en esencia, dos corazones atormentados que rebuscan en su
yo el engranaje preciso de su percepción sonora.
Morante aúna ese duende barroco de Juan Belmonte y el compás gitano de
Cagancho que tan sabiamente describiera Federico García Lorca; y Rafael,
la sinuosa precisión de Agustín Castellón Sabicas y el genio de poniente
de Ramón Montoya. Compás egipciano y sabiduría europea y mortal de la
Andalucía más preclara que conozco, de la Andalucía sobreseída del devastador yugo cañí.
Morante torea supino con una rara facilidad en la que es imposible adivinar ningún esfuerzo, ni una mota de sudor, y Rafael Riqueni es capaz de
desgarrar el corazón sin apenas cerrar los ojos. Hay una especie de ternura
para nada infantil en ambos, una sencillez que se superpone en cada lance/
traste para lograr la perfecta división entre el control del tiempo y lo irrefutable de los espacios. Morante es Riqueni cuando torea por verónicas, con ese
cuerpo apenas desmayado de sí pero sin ningún desafecto..., y Riqueni es
Morante sin ir más lejos, en esa soleá increíble llamada ‘Calle Fabié’ (que dedicó a la memoria de su padre) y en la que rebusca un inmarcesible crepitar
en una faena larga que se va componiendo a la vez que gira sobre sí mismo
y alrededor de unas ideas que acompañan los oídos desde unos rasgueos
iniciales que parecen no acabarse nunca.
Morante y Rafael son dos caras de la misma moneda aunque dudo mucho
que ninguno de los dos lo sepa.
De hecho, una tarde de toros en el cada vez más ruidoso San Mateo de Logroño se lo pregunté al primero. Me atendió José Antonio sin levantar mucho
la cabeza pero mirándome y me dijo que no le conocía: «¿Quién es Rafael
Riqueni?», me preguntó el torero. «Eres tú, pero con la guitarra», le contesté
yo sin ironía, sin vergüenza y odiándome a mí mismo por no haberme grabado ‘Alcázar de Cristal’ en un cedé y habérselo regalado allí mismo, en el
callejón, al lado de poderosos empresarios y arrogantes apoderados, de un
Joselito ganadero nervioso y con traje gris, de Pablo Hermoso de Mendoza
(que es como Paco de Lucía pero subido a caballo) y de mis propios miedos
que siempre me asaltan cuando hablo con alguien tan genial como Morante
de otro genio (era como explicarle a Sócrates quién era Platón, para que me
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
entiendan). Pero en el fondo sabía que no lo conocía; lo sabía pero no lo
temía. Rafael Riqueni del Canto nació en Sevilla, en la calle Fabié, a la que
le dedicó esa soleá de nácar y atávica, una de las más intrigantes de cuantas
se han compuesto para una guitarra flamenca, una soleá vertebrada con una
armonía que se sustancia en falsetas complejísimas, en paisajes sonoros incontrovertibles, preñados todos ellos de una profunda estructura melódica,
pero que conmueven mucho más por su delicadeza que por su sucesión de
capacidades técnicas, por su concepto, por la conexión que produce desde
los pasajes iniciales, mansos y tiernos como un amanecer, hasta ir dejando
claras las referencias del toque, para embravecerse sin ira pero con un raro
fulgor que no deja ni un resquicio para lo superficial o para lo anecdótico.
La guitarra de Riqueni va pasando por todas las escalas aromáticas hasta ir
dibujando lo más preciado de sí misma en picados sueltos en una sucesión
de ritmos paralelos que se entrecruzan como los olores de un vino: regaliz,
tonos de pastelería, sotobosque, frambuesa, madera que no tapa la fruta, que
no la absorbe, que la deja límpida de taninos pero que algo nos dice que está
plena en su interior.
Todo lo que se espera de un gran vino está presente en el toque de Rafael,
la delicadeza extrema de una nariz compleja, la sutileza intensa de ese color
a teja vivo por el que pasa la luz sin agriarse y una boca que llega tersa como
el terciopelo sin una mota de azúcar pero sugestiva como la canela en rama.
Un perfil para su discografía
Aunque Rafael había nacido para tocar, estudió guitarra con maestros como
Isidoro Carmona y Manolo Sanlúcar. Con sólo catorce años ganó los concursos nacionales de guitarra flamenca de Córdoba y Jerez y se hizo figura
siendo todavía un niño. Y aunque ha acompañado a un gran número de
cantaores (Enrique Morente, el inolvidable Naranjito de Triana, Juana la del
Revuelo o la Susi), su faceta más reconocida es la de concertista y compositor. «Yo me considero también un guitarrista para cantar, aprendí a tocar flamenco en las fiestas, siendo un niño, acompañando a mi padre. El cante me
hace disfrutar como pocas cosas en la vida», me dijo en una vieja entrevista,
en la que además expresó su profunda admiración por Ramón Montoya.
«Fue el gran revolucionario con su forma de rebuscar en la música clásica y
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
traerla hacia el flamenco; luego aparecieron Sabicas y el Niño Ricardo, que
bebieron también en Ramón Montoya hasta llegar a Serranito, Paco de Lucía
y Manolo Sanlúcar».
En una entrevista concedida en 1994 a Ángel Álvarez Caballero para El
País, reconocía Rafael. «Lo primero que aprendí fue la escuela de Niño Ricardo, y ya cuando conocí la guitarra de Paco de Lucía fue cuando me animé
a tocar, ya como una fiebre, como algo de lo que tenía necesidad grande de
aprender». Sobre la diferencia que existe entre el toque en solitario como
concertista y el de acompañamiento del cante, Riqueni explica los matices
que existen entre ambos: «Tocando solo tienes un mundo que es tuyo, particular, y has de contar una historia, desarrollar una obra. En el toque para
cantar hay que estar muy pendiente del cantaor, tiene que gustarte mucho
el cante, y sobre todo hacerlo también con cierta asiduidad, porque si no,
cuando vas a tocar después de un tiempo, te encuentras como un extraño».
El primer disco en solitario de Rafael Riqueni se tituló ‘Juego de niños’;
sin embargo una de sus obras cumbres y quizás la más maldita y difícil de
encontrar la tituló ‘Flamenco’, un disco grabado y publicado en Alemania
en 1987 por Blue Angel. En España lo editó el sello GASA en formato de LP.
José Manuel Gamboa, en la ‘Guía Libre del Flamenco’, cuenta que hay que
«destacar el álbum ‘Flamenco’, registrado, sin trampa ni cartón, en Alemania
porque es una auténtica lección flamenca de toque y composición. La minera que incluye (llamada Villa Rosa) tal vez sea la mejor de la historia».
Otro disco crucial para entender su carrera es el llamado ‘Maestros’, impresionado en 1994 por la compañía ‘Discos Probeticos’, fundada por el
maestro Enrique Morente y a la que en estos momentos está revitalizando. Como escribe Pablo San Nicasio, «se trata de una recopilación de diez
piezas de tres grandes y diferentes maestros de una generación traumática.
Aquella que dividió España y dispersó buena parte de nuestro patrimonio
artístico, también el flamenco. Aquí hablamos de Agustín Castellón Campos
Sabicas, Manuel Serrapí el Niño Ricardo y Esteban de Sanlúcar. Intérpretes
evocados por un Rafael Riqueni cuya grabación supera, sin duda ninguna,
las cotas alcanzadas por aquellos mismos creadores aludidos. Por fraseo,
calidad de sonido, expresión. Por su capacidad de mimesis con la personalidad guitarrística de cada intérprete y su época. Riqueni sabe tocar como
corresponde cada autor y cada estilo. Es decir, aparte de fenomenal creador,
es un maestro académico con mayúsculas».
Escribía, además, Balbino Gutiérrez en el libretillo de disco que ‘Maestros’
es «la obra valiente de un joven artista de nuestra época, que ha tenido la
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
modestia de renunciar a la práctica compositora tan habitual, y a veces, tan
superficial, de quienes se dedican al difícil y complejo menester de la guitarra flamenca. Rafael Riqueni ha modificado aquí su prolífica vena creadora
(...) para restituir brillantemente los toques de Sabicas, Esteban de Sanlúcar y
Niño Ricardo. Y lo ha hecho partiendo de dos bases: la de su gran capacidad
técnica y la de su gran corazón (...). Resulta sorprendentemente admirable
saber que bastaron cuatro tardecitas para emitir semejante torrente armónico
y rítmico -notas, acordes, arpegios, falsetas y variaciones hasta el infinitograbado en directo, sin más partituras ni químicas tecnológicas que las de
una memoria y sensibilidad prodigiosas. La insólita experiencia artística se
complementa con un conmovedor epílogo, donde se oye la voz generosa de
Morente, en ‘Amargura’, que personaliza el álbum y se justifica el conjunto
por la reciente y traumática etapa vital de Riqueni... Rafael y Enrique, ¡no
teníais derecho a herir de este modo, con tanta emoción y hermosura!».
La primera vez que tuve la oportunidad de ver a Rafael Riqueni en directo
fue en la edición de los Jueves Flamencos del Teatro Bretón, cuando vino
con María Esther Guzmán para interpretar la ‘Suite Sevilla’, grabada en 1993
en homenaje a varios de sus maestros y que rezuma magníficos recuerdos
de compositores españoles como Albéniz o Turina. El propio Rafael Riqueni
cuenta en la carátula del disco sus anhelos:
«Siempre he creído que la música podía contarnos muchas cosas de nuestras vidas, más que nuestras propias palabras; ahora, después de manuscribir
Sevilla estoy plenamente convencido de ello. Decir Sevilla significa tanto
para mí que prefiero decirlo con la guitarra... muchas primaveras vi pasar y
ellas a mí. Creo firmemente que si algo puede colmar a un artista apasionado es su propia obra y yo, en esta suite reconstruyo mi vida en Sevilla para
devolverla en forma de cuento mágico».
Rafael dividió ‘Suite Sevilla’ en cuatro estancias a las que él llamó Cuadernos: El Real, Mi Paseo, Ensueño y Realidad, describiendo el ambiente de una
mañana de feria en abril o el fuego del albero a punto de estallar en forma de
bulerías. Así describe el propio Riqueni su ansia creativa: «Yo, en un intento
de emular al genio de Isaac Albéniz en su ‘Iberia’, he dibujado el tema de
amor en la primera voz y la algarabía del pueblo en la segunda. El segundo
cuaderno encierra un significado especial porque define mis costumbres.
Comienza en la Alfalfa, en la peña del Niño Ricardo que tanto frecuenté
-fandangos de Sevilla-, y sigo mi Paseo de ensueño como fantasía del aire;
acabo como siempre en el Puerto de Triana, en referencia constante a mi
barrio y sus gentes de mi nostalgia».
180
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Como colofón a este pequeño homenaje al tocaor que más me llega al
corazón quiero reproducir lo que escribió de él uno de los mejores analistas
del toque flamenco de la actualidad, Norberto Torres Cortes:
«Existen ciertas coincidencias entre la estética romántica y la música de Rafael Riqueni del Canto: contraste con las normas inmediatamente anteriores,
exaltación de la libertad individual, fuerte personalidad musical, inclinación
por el instrumento solista o pequeñas formaciones, inspiración, sentimentalismo y melancolía, complicación y ampliación de los procesos modulantes,
etc. Como lo tuvo Chopin en su época, Riqueni tiene un concepto nuevo de
la armonía, del ritmo, de la melodía, del diseño. Su discografía solista permite valorarlo como uno de los más importantes músicos flamencos de finales
del siglo XX. O sea, Riqueni es un fuera de serie».
No es de esos guitarristas que necesitan hoy de la seguridad de un grupo
para expresarse. Lo suyo sigue la tradición instrumental de los grandes virtuosos del siglo XIX: solo con su sonanta en el escenario para ahuyentar las
angustias de la creación. ¿Quién puede hoy mantener la tensión comunicativa con la desnudez de una guitarra? Es un fuera de serie porque lo suyo
va más allá de las formas. Su música contiene tal angustia, desesperación,
urgente necesidad de dejar brotar el don de creación que le quema, que
revienta los diques de las formas flamencas para dejar fluir un aluvión de
ideas, propuestas y hallazgos, urgencia expresiva. Hay muy pocos artistas
del flamenco cuya necesidad de expresión les sitúa por encima de las formas. Por este motivo, es uno de los elegidos, cuyo destino le puso una guitarra entre las manos, para ayudarnos a soportar las miserias y desengaños que
invaden nuestra realidad cotidiana. Sin mediastintas, su guitarra transmite
unas vivencias donde los extremos están siempre presentes, y donde la música es la única manera de conseguir lo imposible: la armonía de los demonios
que le atormentan.
Al mundo quiero contar / mis vivencias y mis penas
Las primeras como buenas / y las otras pa olviá
No hay mayor enfermeá / que te duelan tus vivencias
Y a mí me duele la vía / Y qué doló el viví
No sé lo que hago en esta vía / si nacer o morir.
(Rafael Riqueni. Vivencias)
181
Chano Lobato, el maestro de la ternura
alfredo iglesias
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Único en su especie, cantaor extraordinario, conocedor profundo de todos
los recovecos del cante y del compás, Chano Lobato ha sido uno de los
más grandes exponentes del flamenco contemporáneo, un hombre marcado
y vivido por un acento especial en el que se unían las vivencias del cante
y del baile por todos los continentes, la dureza de los tiempos de la fiesta,
la incontinencia de la sal de Cádiz, la humanidad infinita de su porte y su
disposición exacta y casi incorpórea para transitar por la vida con la generosidad como bandera.
Juan Miguel Ramírez Sarabia, Chano Lobato (Cádiz, 1927 - Sevilla, 2009)
nació en el mítico barrio de Santa María y allí, con la gitanería de su entorno,
mamó el cante desde chavea. Aunque no recuerda su primer contacto con el
flamenco, son claves en su carrera las fiestas de las ventas de su provincia,
en las que tuvo la oportunidad de disfrutar y aprender de los más grandes
cantaores de aquel tiempo en Cádiz, entre quienes Aurelio Sellés era el patriarca. Pronto destacó y se convirtió, para muchos especialistas, en el mejor
cantaor que ha dado la historia especializado en acompañar el baile: «He
estado casi cuarenta años de banderillero, ahí atrás, viendo batas de cola.
Con el bailarín Antonio estuve 17 temporadas, y desde hace unos años, con
mi edad, me están reconociendo por todos los sitios. Así es la vida», remataba un Chano Lobato espléndido en una de las primeras entrevistas que tuve
el honor de hacerle cuando venía a cantar a Logroño de la mano de Antonio
Benamargo.
Aquella vez estaba recién aterrizado de Japón y no paraba de contar mil y
una historias de su última aventura: «Me llamó un bailaor de allí que tiene
en la cabeza a Antonio el Bailarín, que se cree que es él. Fui solo y en el
avión a Londres me encontré con los que rodaron James Bond en Cádiz.
Casi me pierdo en el aeropuerto inglés, y gracias a una azafata, que se parecía a Penélope Cruz, me pude meter en el avión. Qué montón de horas
de vuelo, y además con más de doscientos niños japoneses que no paraban
de comer caramelos. En ese país aman el flamenco una barbaridad, no sé lo
182
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
que tendrán en la barriga, pero el cante y el toro son pasiones que las tienen
muy adentro». Chano, a quien no le gustaba mucho echarse flores, sí que
reconocía la admiración que siente el público hacia él: «El otro día canté en
Madrid, en un teatro de Vallecas, hacía mucho frío y al llegar al teatro había una gran cola de gente, en la calle, aguardando para comprar entradas.
Cómo no voy a entregarme en el escenario, es imposible no hacerlo. Soy un
cantaor -abunda- que cuando salgo a las tablas intento darlo todo».
Una de las habilidades más sorprendentes de Chano era su capacidad para
transitar de un cante de fiesta, previamente intercalado por una vueltecita en
el mejor estilo de Pericón de Cádiz, y pasar a una siguiriya capaz de reventar
el corazón más duro: «Yo cuento esas cositas porque estoy muy nervioso y
me sirven para desfogarme. Después, el cante me sale porque lo llevo muy
dentro», por donde habita el alma, que dicen (aseguramos) su partidarios. El
cantaor granadino Enrique Morente ha dicho que Chano Lobato es un «cantaor irrepetible y único», porque además de poseer un perfecto sentido del
compás, es un artista largo con una voz que es capaz de emocionar como
muy pocos.
Se inició visitando los tablaos de su ciudad natal, en la Venta La Palma,
junto a Aurelio Sellés, Servando Roa y Antonio El Herrero. Tras ir a Madrid
de la mano del riojano Pepe Blanco, pasó a formar parte de la compañía de
Alejandro Vega. Estuvo casi veinte años en el Ballet de Antonio, actuando
por los cinco continentes junto a Manuel Morao, El Serna y otros destacados
artistas. En 1974 obtuvo el premio Enrique El Mellizo en el Concurso Nacional de Córdoba, lo que le supuso el reconocimiento de todo el estamento
flamenco. También participó con gran éxito en la Cumbre Flamenca de Madrid, y la prestigiosa tertulia flamenca El Gallo, de Morón de La Frontera, le
tributó un homenaje en 1986, imponiéndole su insignia de oro.
«Yo nací en la calle Botica número 27, que hasta su muerte, el pobrecillo
de El Morcilla vivió en esas habitaciones. Hace esquina la calle Mirador y
en la otra esquina nació El Mellizo. El Morcilla es el que decía que le había
puesto esa placa de mármol a su abuelo, que le había costado un dineral.
Eso decía El Morcilla, yo no sé, como es tan embustero...», así retrata sus
orígenes Chano Lobato, en ‘Memorias de Cádiz’, obra de Juan José Téllez
y Juan Manuel Marqués sobre este genio del cante, que me dijo una tarde
desde su casa en Sevilla: «Si me quitan de cantar, acto seguido me muero».
Y es que Chano Lobato, que recordaba con mucho cariño sus actuaciones
en Logroño -«en una de las primeras hubo un encuentro con la gente muy
bonito y hay que ver qué bodega más curiosa tiene Raquel, con el dios Baco
183
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
y todo»-, vivía para el flamenco: «Es un orgullo sentirme tan querido por todo
el mundo. Me dicen que se han acabado las entradas en media hora y claro,
me da una alegría enorme, pero también me entra mucha responsabilidad
porque yo respeto mucho al público, que es el que se lo merece todo y al que
nunca se puede fallar. Estoy como loco por volver a Logroño, que es un sitio
que me trae el recuerdo de Pepe Blanco, que me ayudó mucho, que fue el
primero que me dio un duro a ganar cantando en su cuadro de Madrid».
La primera vez que tuve la suerte de verlo en directo fue en un concierto
inolvidable en el Bretón en el que compartió escenario con Rancapino y
Juan y Pepe Habichuela, además del baile alucinante de Paco Valdepeñas.
Así lo conté en mi crónica para Diario La Rioja:
Rugió estremecedora la voz de Alonso Núñez, Rancapino, en
una siguiriya donde afloraron los sonidos negros del flamenco;
los que no se pueden escuchar a diario porque casi son una
travesía metafísica donde la hondura y el dolor van de la mano
desde el principio hasta el último compás. Estuvo sembrado
este Rancapino que pareció venir a Logroño con la voz lastimada y que se fue del escenario tras haber cuajado uno de los
cantes más hirientes de la panoplia flamenca. Tuvo la genuina
virtud de sobreponerse al dolor de una garganta que no le respondía como quería. Aún así, la arañó para sonsacar con el estómago, con las mandíbulas y con todas sus articulaciones ese
grito donde reposa el acontecer más hermético del duende, el
que no tiene ni explicación ni vuelta de hoja, el que se ciñe a
algo mucho más insondable que cualquier razón para atravesar hasta el fondo todos los andamiajes del alma humana.
Pero si la siguiriya del chiclanero tuvo sublime enjundia, todo
lo que hizo Juan Ramírez, Chano Lobato, estuvo preñado de
ese no sé qué que tan sólo poseen los genios verdaderos del
arte. Cuánta sabiduría desplegó en los cantes que nos fue regalando en esta noche mágica. Desde la soleá robusta, recia
e iluminada de su presentación hasta los tanguillos de Cádiz,
en los que se desmelenó por derecho. Chano Lobato es un flamenco especial, único, genial e irrepetible. Él fue el encargado
de abrir el recital del jueves. Un detalle: sólo su caminar, su
apostura y el sentarse en los tres últimos centímetros de la silla
lo convierten en un ser inimitable. Pero es que luego abre la
garganta, la pasea y la convierte en una pluma con la que es
capaz de cantar por todos los registros que tiene el flamenco.
Pocos son capaces de dolerse como lo hizo por las soleá o en
la malagueña, en la que metía la voz hacia dentro y susurraba
el cante tan despaciosamente que le salía milimétrico, imposi-
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
ble de descifrar y mucho menos de analizar sin caer en la más
espantosa de las presunciones, uno de los mayores riesgos del
ejercicio de la crítica.
Chano Lobato es un maestro de los que crean escuela y además, un portento de ternura. El cante flamenco tiene en su
persona uno de sus máximos valedores: es capaz de rizar el
rizo del academicismo para segundos después ponerse una
guayabera blanca, un sombrero panameño, enfilar un habano
por las calles de Santiago de Cuba y entonar su «vamonó pa
cái, vamonó pa cái...». Pero además de estos dos maestros,
hubo más, mucho más.
Juan Habichuela está por encima del bien y del mal. Toma su
guitarra y la mece como si se tratara de uno de sus nietos. No
da un golpe de más, ni de menos y consigue una sencillez
interpretativa tan elegante que debe de ser un placer para un
cantaor que alguien como él le acompañe en los tercios. Juan
es un maestro para las nuevas generaciones de tocaores porque todo lo que hace lo lleva con una mesura poco acostumbrada en estos tiempos efectistas, en los que se busca más la
complejidad técnica que la pura expresión de los sentimientos,
y en este terreno, Juan, el viejo, el Habichuela clásico, es un
auténtico referente.
Y su hermano, Pepe, no le anduvo a la zaga. Con un toque
más enérgico derrochó sabiduría y compás, sobre todo compás. Llevó de su mano a Rancapino y con su guitarra, a veces
sincopada y otras más larga, constituía un verdadero placer
escuchar cómo iba dando las entradas a los cantaores y la forma en la que se estiraba en las falsetas intermedias. La nota
de color de la noche corrió a cargo de Paco Valdepeñas. Inclasificable artista, pero artista al fin y al cabo. Alguien dijo
de él que llevaba cientos de juergas flamencas y correrías a
sus espaldas. Y aunque tiene un limitado caudal de voz y un
baile corto, cortísimo, posee el ángel necesario para cautivar
a base de pinceladas, desplantes e imposibles juegos con su
chaqueta.
En fin, una noche flamenca memorable en la que cuatro maestros dejaron tras de sí un manantial de flamencura que nos hizo
soñar como nunca.
Chano me transportó a una especie de paraíso porque su arte no se puede
aguantar; es inconmensurable, es tan fascinante como grandes los embustes
de Ignacio Espeleta, del que acostumbra a relatar Chano que se encontró en
el fondo de la bahía de Cádiz un faro fenicio que todavía aguantaba encen-
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
dido desde los albores de la ‘antigüedá’. Y eso que sólo estaba pescando caballas... y no enseñando Cádiz a ningún guiri, ni explicando a nadie que la
Virgen de la catedral no tenía Niño Jesús porque lo había mandado a hacer
un recadillo a los muelles...
Me permito reproducir este maravilloso artículo de Ángel Álvarez Caballero aparecido un día de mayo de 2007 en El País, diario independiente de la
mañana: «Chano Lobato es un auténtico milagro. En el curso de sus 80 años
de vida todavía canta y lo hace bien. A veces, lo hace tan bien que puede
seguir siendo citado como referencia. El cante por soleá de anteanoche, por
ejemplo, que fue un verdadero modelo. Un cante por soleá impecablemente
dicho, medido, a compás como debe ser. Y es que este Chano, si se halla
medianamente en forma, saca las fuerzas de su cuerpo delgadísimo para
hacer las cosas como hay que hacerlas».
«No queremos decir que los otros cantes que hizo -tangos, cantiñas, bulerías, tanguillos- los cantara mal, lo que pasa es que en las soleares estuvo
enorme. El cante de Chano Lobato es aún en muchas ocasiones perfecto,
como corresponde a un cantaor, el último de esas generaciones veteranas,
que tiene el oficio bien aprendido y lo saca cuando hay que sacarlo aunque sólo sea para dejar testimonio de su sabiduría. Que es innegable, pues
aun cuando canta regular hay en él un poso de ciencia difícil de explicar.
Anteanoche, oír a Chano fue una delicia -como casi siempre- y hemos de
dejar constancia de ello. Tuvo momentos de verdadero esplendor, hasta en
su patadita final que dio yo no sé cómo; pero la dio, y con ella se marchó
alegremente. Hasta el próximo día, que será en Alcobendas en torno a San
Isidro...».
Cuando Chano Lobato paraba por Logroño siempre comía en Bodegas
Ontañón; se reencontraba con una afición -la suya- que lo veneraba como
a casi nadie y acostumbraba a darse una vuelta de algo más de dos horas
por esos cantes que lo hacen inimitable y por las anécdotas que tiene a bien
compartir con el ancho mundo, porque Chano tenía en su mente guardadas
vivencias de todos los continentes; cada uno recorrido cantando flamenco,
pasando fatigas y alegrías, peleándose con las llaves de los hoteles de Hollywood o cabalgando entre los terremotos del Japón, la nieve de Canadá
-que cuando se pone pesada le llega a uno más arriba de la cintura-, los bifes
de Buenos Aires o sin ir más lejos, los conejos de Rute, que uno se llama
Gregorio y le daba a Chano recuerdos todas las navidades. E iba Chano y lo
contaba con la misma gracia que quien se sube a un autobús para ir desde
Triana hasta Nervión compartiendo viaje con abuelos achacosos y con un
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
chófer que parece que está loco: «Es que se empeña en matar a cinco jubilados en cada frenazo».
Así suena el surrealismo mágico de Chano Lobato, que se vanagloriaba
de su madre porque jugaba a la lotería primitiva con el afán de quitarle de
cantar. Pero a Chano no lo quita de cantar nadie porque canta como nadie
y digo yo, que no puede haber nadie en su sano juicio que pueda prescindir
de escucharle, como le escuchamos tantas veces en el patio del Salón de Columnas en sus Jueves Flamencos, bien cuando cantaba como los mismos ángeles, y no es un exageración, o cuando hacía chascarrillos con la caída de
ojos del Chato de la Isla, un cantaor que tenía un termo que se lo llevaba una
de sus hermanas con té, como a los indios, porque al Chato de la Isla -que ya
tiene una edad, tú me comprendes- le han prohibido el alcohol. Pero Chano
sabe que el termo no tiene té, sino güisqui, que Chano lo pronuncia así porque le da la gana, por eso dice Yon Güaine y Fred Astaire, dos artistas que no
pudo ver porque cuando pasó con el tren por el Cañón del Colorado se había
hecho de noche y la lata aquella que había comprado el Chaqueta no tenía
pollo/chiken, y eso que el Chaqueta sabía inglés porque tenía una novia que
trabajaba en Gibraltar y le había enseñado lo de la pronunciación.
Y así, con estas cuitas, se entretenía el maestro entre cante y cante, porque
como se ha dicho antes, Chano Lobato cantaba como nadie, como en sus
siguiriyas bélicas y raciales en las que, además de pasear la garganta por
varias tonalidades, se plantaba en medio del universo y lo hacía crepitar con
su desolado sentimiento.
Y es que es sabido que Chano Lobato era un genio del flamenco, un prodigio de conocimiento, una enciclopedia de palabras mayores que no necesitaba apurarse para rematar un tercio con uno de esos sabores que ya no se
llevan. Es igualmente sabido que en el escenario no se daba ni un segundo
de tregua, que era capaz de arrancarse por siguiriyas a palo seco, como si tal
cosa, e inundar el teatro entero con una sutil magia gracias a los vericuetos
hasta donde era capaz de trasladarnos con su cante, cada día más redondo,
más añejo, más encorajinando o repleto de ternura, según se tercie. Chano, descendiente directo de los Tartesos (genuinos inventores de la siesta tras dos
‘pelotacitos’ de buen vino macerado en las barricas del mismísimo Dionisios-, tenía un corazón sobrehumano y un talante sobrenatural que le permitían desmadejar el alma de toda la concurrencia en infinidad de actuaciones
plagadas de cante bueno, del que duele, del que destroza el sentido, del
que deja exhausto, del que sobrevuela de una malagueña negra y pesarosa a
unas alegrías henchidas de luz y pasa del dolor más intenso al socaire de una
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
vueltecita en autobús de la Plaza del Arenal hasta las mismísimas puertas del
campo del Betis. Allí, con su alegría, con su humanidad desparramada en los
últimos tres centímetros de la sillita, desgranaba los palos fundamentales del
cante para nuestro alborozo. Eso sí, salpicaítos, cada uno de ellos con una
historieta monumental -pá quitar los nervios-, decía Chano.
Si hermosas eran sus malagueñas, en el cante por soleá mascaba los sonidos, respirando siempre en el momento justo, con un sentido del compás
absolutamente científico. He ahí el Chano sobrenatural, el que cuajaba los
conciertos por derecho, sin importarle su garganta. Allí estaba el público y
ésa era su única obsesión: el público, su público, todos nosotros rendidos a
sus pies porque mejor no se podía cantar, porque donde ha llegado Chano,
en las cotas de belleza y sentimiento donde se ha instalado, sólo habitaban
los dioses, los fenicios, los que pescan en el malecón de Cádiz rodaballos de
78 kilos o faros con los que se encendía sus puros Escipión el Africano.
Ése es el mundo del flamenco, de los flamenquitos honrados que estuvieron en las ventas y en los tablaos aguantando a señoritos a cambio de whiskies y que ahora, con tantos años -borracheras decía Chano- han encontrado
su vedadero lugar en el mundo: el de los maestros ante los cuales no sirve
más que la rendida admiración, el respeto, el cariño y el amor, ése con el
que dialogaba con la hermosa guitarra de Juan Habichuela, con la acompasada de Fernando Moreno, con la nazarí de Paco Cortés, o con tantas otras
con las que fue cuajando el mundo entero con su arte.
Nuestro Chano, ¿verdad Raquel?
Hay momentos en la vida en los que las palabras carecen de sentido porque
es un reto imposible abarcar con verbos o gerundios lo que al corazón trasciende. Así comencé la última crónica que tuve el honor de escribir sobre el
maestro, en marzo de 2007: «Y Chano Lobato tiene la virtud inconmensurable de la trascendencia, de ese llegar a rozar el cielo sin apenas despeinarse:
siempre con la figura compuesta, con su flamenquísima forma de sentarse,
con su ternura». Y así continuaba:
Y es que como Chano Lobato -como nuestro Chano, ¿verdad,
Raquel?- no hay dos; es un artista simpar que una vez más se
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entretuvo en Logroño en dejar su impronta mítica, su huella
irrepetible en un concierto inolvidable en el que paseó su alma
por la historia del cante para meterla en un pañuelo, hacerse
un hatillo con ella, sonreír, cerrar los ojos y despedirse dando
besos desde las estrellas. Tan redondo estuvo Chano que,
incluso, tuvo tiempo para tirarse unas pataítas por bulerías,
ensayar un lance y arrebujarse en una media verónica de alhelí
que sirvió para desmayar a una concurrencia que lo venera por
su entrega, por su conocimiento, por su sensibilidad.
Y es que a Chano se le vio desde el principio que venía a
Logroño a entregarse, a dejarse el alma sin importarle un
bledo ni sus ochenta años ni ese qué dirán que mascullan los
mediocres. Y puso el Salón de Columnas boca abajo a través
de un concierto maravilloso en el que no rehuyó vérselas
frente a frente con los cantes
más complicados: porque
hubo soleá, siguiriya, alegrías,
tangos, tanguillos, la caña por
bulería, la malagueña dicha
a compás de sus nudillos en
la mesita del agua, los cantes
farrucos abandolaos, coplas
de ida y vuelta, milonga,
chascarrillos...
Vimos a un Chano grande
con el que el tiempo parece haberse confabulado para seguir
siendo ese niño genial y embustero que se acuerda de Pericón,
Chato de la Isla y cómo no, de Ignasio Espeleta, un genio del
barrio de Santa María de Cádiz al que pillaron sisando en el
matadero y al que el alcalde lo puso de vigilante en los jardines
de la Plaza de Asdrúbal. Aunque eso sí, Chano matizó que ni
molestaba a las parejas que andaban susurrándole a la luna ni
a los gatos que hocicaban por los bordillos. Él se dedicaba a
lo suyo, al tirititrán, al juguetillo de la alegría con referencia a
los caracoles que decían los flamencólogos, unos tipos con el
ceño fruncido que pretendían ser de la intelectualidá.
Pero tras aquellas risas, Chano volvió a ser capaz, una vez
más, de subyugar al mismo aire con el supremo dolor de
la siguiriya, con ese compás suyo tan tribal y telúrico que
carece de explicación: y exactamente ahí surgió el Chano
gigantesco, el cantaor, el Chano más irrenunciablemente
flamenco que existe. Y a su lado, Paco Cortés que lo bordó en
todas las suertes, acariciando al maestro cuando era preciso o
dibujando frases casi bélicas como el preludio de las citadas
siguiriyas, en las que construyó momentos e irisaciones de
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alfredo iglesias
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
una belleza indescriptible. Entonces, Chano Lobato -nuestro
Chano, ¿verdad, Raquel?-, se tomó un respiro para ver una
vez más al público logroñés rendido a sus pies, entregado, de
nuevo, con la misma pasión con la que él venera el cante,
sentado flamenquísimamente en los últimos tres centímetros
de la silla.
Adiós a la sal de Cádiz y a la infinita ternura del arte flamenco
Juan Ramírez Sarabia, Chano Lobato en los carteles, falleció en la madrugada
del lunes 6 de abril de 2009. El cantaor gaditano, considerado como el mejor intérprete de cuantos han transitado en los últimos años por el increíble
acervo del flamenco de aquel rincón de sur, era un verdadero referente del
buen hacer sobre los escenarios y un cantaor enciclopédico por su largura al
poseer un extraordinario conocimiento de los cantes más inverosímiles. Pero
por encima de todo, Chano Lobato era un ser humano entrañable por la personalidad que imprimía en sus actuaciones, inolvidables cada una de ellas y
casi una cita habitual en los Jueves Flamencos del Salón de Columnas. Y es
que en Logroño, una de sus plazas preferidas, era querido y respetado como
ningún otro por esa ternura suya que se metía en el corazón desde el primer
tercio, desde el chasquido inicial de sus dedos para subrayar un compás que
en él era puro acento genético, instinto y melancolía: «Siempre me han tratado muy bien en Logroño, incluso haciéndome repetir una semana después.
¿Se puede pedir más?», dijo el maestro en una entrevista. El cantaor estuvo
enrolado la friolera de 20 años en la compañía de Antonio El Bailarín y dobló el mapa mundi durante más de 15 viajes, alguno de ellos en solitario a
Japón, donde tiene varias peñas y se cuentan por cientos su seguidores.
Sin embargo, a mediados de los noventa la afición y la crítica reconocieron su maestría y dio el salto como cantaor en solitario, donde se encaramó
en los primeros puestos entre los gustos de la afición que descubrieron en
él un flamenco irrepetible. Cada vez que Chano actuaba en Logroño, la cita
tenía rango de acontecimiento por ser un prodigio de conocimiento, de ternura y de sensaciones.
190
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Miguel Poveda, el emperador
Miguel Poveda no se esfuerza cantando porque no lo necesita; la boca le
sabe a miel. Su impresionante técnica y su soberbia delicadeza le valen para
conjugar matices de insondable belleza, de enorme plasticidad sonora. Se
diría que araña el cante. Más aún, que lo destila y una vez macerado, lo
vuelve a destilar para construir uno tras otro melismas de jugosos matices,
increíbles juegos en los que sus cuerdas vocales, la boca y su garganta toda
parecen enfrascarse una vez tras otra para resolver los tercios cada uno a su
manera, sin parecerse, pero sin dejar de ser, ni por un momento, hermanos
e hijos del mismo padre. Y de este reto, casi matemático, Poveda siempre
sale victorioso, como un emperador del cante, como un genio catalán del
arte mismo que nos transporta a esa gloria que se llama flamencura y que
es imposible calibrar porque duele tanto que enamora. Así, cuando Poveda
convierte su eco en susurro y baja la voz hasta sus mismas comisuras, el
cante se hace tan redondo que parece una ensoñación, un hilillo sonoro con
el que da gusto enredarse y perderse a través de él por toda la cartografía
del universo flamenco: Huelva, Cádiz, Málaga, Granada... No importaba entonces nada porque aquello es el flamenco -repito, el flamenco mismo-, ése
que han dicho desde Silverio hasta Morente, Chacón, Camarón y La Niña
de los Peines, -siempre La Niña de los Peines- omnipresente ahora en esta
nueva hornada de jóvenes cantaores de la que Miguel Poveda es uno de los
principales baluartes y que adora a una mujer que tantos años había estado
postrada en el más injusto de los olvidos. Ahí quedaron para el que los supo
escuchar lances tan hermosos como esa nana por bulerías al niño Curro, un
verdadero estilete de ternura. Es difícil cantar con más profundidad, con más
talento y con más generosidad. Apenas cuadra la voz, emerge el grito sin una
sola estridencia, sin una arista de cristal ni acero que entorpezca el placer de
su disfrute pleno, pero con una hondura y un tamizado eco que asemejaba
su lamentos a las más deliciosas de las melazas.
Miguel Poveda (Badalona, 1973) se dio a conocer en el Festival de Cante
de las Minas de La Unión de 1993, cuando obtuvo cuatro premios, uno de
ellos el más anhelado por todos los cantaores que cada año se presentan: la
Lámpara Minera. Pero, siendo niño, su precoz afición por el cante le llevó
191
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
a grabar de manera casera coplas y cantes que escuchaba en la radio de su
madre, vivencia a la que rindió homenaje años después en unas coplerías
incluidas en su disco ‘Tierra de calma’ con letras de Quintero, León y Quiroga. Cuenta la leyenda que Poveda fue un niño tímido que escuchaba copla
y flamenco por la radio y en los discos de su madre en la intimidad de su
habitación, donde tenía su mundo construido con un universo musical propio, con los sonidos de Quintero, León y Quiroga y los viejos maestros del
flamenco, con voces como las de Antonio Mairena, Manolo Caracol, Tomás
Pavón, La Perla, La Paquera de Jerez, La Niña de los Peines, Juan Varea, Rafael Farina o más actuales como las de Camarón de la Isla, Enrique Morente,
Chano Lobato, entre otras muchas que fueron impregnando por completo su
naciente espíritu cantaor.
En 1988, con quince años se sube por vez primera a un escenario, el de la
peña flamenca de Nuestra Señora de la Esperanza en Badalona, y desde ese
momento aprovecha los fines de semana para cantar en peñas y concursos
de aficionados, donde siempre era el participante más joven; Miguel sentía
irrefrenablemente desde niño que su vocación era el cante, quería dedicarle
su vida a la música. Al volver de la mili empezó a cantar en el tablao El Cordobés de Las Ramblas de Barcelona y estuvo casi un año descubriendo los
rudimentos del oficio cantando para los bailaores, ante un público formado
principalmente por turistas. Como Miguel Poveda quería ser escuchado por
verdaderos profesionales para calibrar su verdadera valía y para hacerse una
idea de hasta dónde podía llegar, se presentó junto al guitarrista Juan Ramón
Caro a las pruebas selectivas para el 33 Festival Nacional del Cante de la
Unión. Pero no sólo fue seleccionado sino que además ganó cuatro de los
cinco premios, uno de ellos la Lámpara Minera, el más preciado, además de
las modalidades de la Cartagenera, la Malagueña y la Soleá, acontecimiento
que cambiaría su vida artística para siempre. A partir de ese momento su
carrera emprendió una trayectoria imparable y los medios de comunicación
lo saludaron como una especie de sucesor de Camarón, que acababa de
morir generando un vacío insostenible. Actuó en la película ‘La Teta y la
Luna’ de Bigas Luna, grabó su primer disco ‘Viento del Este’ y participó en
festivales nacionales e internacionales como Actual de Logroño, Taranto de
Madrid, Bienal de Arte Flamenco de Sevilla, Fiesta de la Música en París,
Festival de Flamenco de Amberes... En 1997 produjo un espectáculo para
el seminario que organiza la Universidad de Bolonia sobre los poetas de la
Generación del 27, y en 1998 fue solicitado desde el Festival de la Cultura
y las Artes de Ramallah (Palestina). Las crónicas recuerdan que su actuación
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
ante 15.000 palestinos le dejó un recuerdo imborrable. También en 1998
presentó su trabajo ‘Suena Flamenco’ (nominado en 2000 para el Grammy
Latino), inicio de su colaboración con Chicuelo y Joan Albert Amargós, y
participó como artista invitado en ‘La vida es sueño’, que presentó Calixto
Bieito en el Festival Internacional de Edimburgo; y en otros festivales, como
el de Musicora de París, Grec de Barcelona, Stimmen de Lorrach o Emmas de
Cerdeña, y realizó una gira por Japón. En 2000 editó su tercer CD, ‘Zagúan’,
y en 2002 inició una gira por los Estados Unidos: Miami, Chicago, Nueva
York, Bloomington y Washington. También se involucró a en la producción
‘Flamenco en Orquesta’ (2000), junto a Joan Albert Amargós y Juan Gómez
Chicuelo, que se editó en disco en 2008, grabación de un concierto en
directo en el Festival de Peralada. El 29 de junio de 2002 participó en el
Festival Grec de Barcelona en el concierto Testimoni Verdaguer, acto central del año Verdaguer. Cantó ‘A mos bescantadors’ con Agustí Fernández al
piano, y esta colaboración fue el germen de su posterior disco ‘Desglaç’. En
2003 colaboró en un concierto de ‘La fábrica de tonadas’, espectáculo de
Santiago Auserón, y participó en las producciones ‘Qawwali Jondo’, junto a
Duquende y Faiz Ali Faiz, y en el disco ‘Poemas del Exilio’ de Rafael Alberti
con música de Enric Palomar, por ambos trabajos recibió el Premio Ciutat
de Barcelona 2003. En 2004 participó en el XXXII Festival Internacional Cervantino, como apuesta de la Fundación Autor, que se celebró entre el 6 y el
24 de octubre de 2004 en las localidades mexicanas de León y Guanajuato,
acompañado por Juan Gómez Chicuelo en un recital que se cimentó en dos
partes bien definidas: la primera, cante flamenco clásico y la segunda, entregada a los versos de poetas exiliados como Rafael Alberti, Pablo Neruda, Gil
de Biedma y José Ángel Valente, y en la que contó con el acompañamiento del pianista Enric Palomar. En 2005 se presentó en el Carnegie Hall de
Nueva York, y con Martirio actuó en el espectáculo ‘Romance de Valentía’.
En 2005 editó ‘Desglaç’ (Deshielo), proyecto que representó una original y
arriesgada apuesta de interpretación en catalán de Poveda, disco en el que
da vida musical a una acertada selección de obras de diversos poetas en
lengua catalana en una producción discográfica de exquisita sensibilidad.
Era la primera vez en la historia que se editó un disco en catalán en la
voz de un cantaor de flamenco, componiendo alguna de las melodías. Tuvo
una magnífica aceptación y estableció puentes entre la cultura catalana y
el mundo flamenco, despertando el interés mutuo entre públicos de ambas
esferas. Los poetas escogidos en ‘Desglaç’ fueron Jacint Verdaguer, Valentí
Gómez i Oliver, Joan Margarit, Maria Mercè Marçal (2 temas), Joan Brossa,
193
SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Enric Casasses, Narcís Comadira, Joan Barceló, Josep Piera, Sebastià Alzamora y Gabriel Ferrater. En enero de 2006 actuó en el Jazz Lincoln Center de
Nueva York en tres conciertos y después editó el disco ‘Tierra de calma’ en
colaboración con el guitarrista Juan Carlos Romero en una producción muy
cuidada que se estrenó en la Bienal de Flamenco. En 2007 presentó en el
Teatro Español de Madrid ‘Sin frontera’, un delicioso espectáculo flamenco
de homenaje a Jerez, con dirección de Pepa Gamboa y con la colaboración
de Luis el Zambo, Moraíto y Joaquín Grilo.
Palabras de Poveda
La siguiente entrevista se la realicé a Miguel Poveda en 2002, cuando acudió
a Logroño para ofrecer dos conciertos casi consecutivos.
«He cambiado mucho desde que actué por vez primera en
Logroño; tenía apenas veinte años y estaba casi naciendo
como artista. Lo que pasa es que he ido evolucionando de
forma natural sin una búsqueda premeditada de uno u otro
concepto. He realizado muchos trabajos dentro y fuera del
flamenco con total naturalidad intentando disfrutar al máximo
de cada concierto, de cada grabación, de cada momento».
-¿Qué diferencias existen entre los cantaores nacidos en las
zonas más tradicionalmente flamencas y los que han nacido
en otros pagos?
-Cada vez hay menos. Antes sí que definía mucho el origen el
estilo que se seguía, pero en la actualidad las diferencias no las
marca radicalmente el entorno en el que se nace, sino que está
en el alma de cada intérprete, lo que se llama personalidad.
-Cuando usted ganó la Lámpara de la Unión hubo una corriente
de los medios de comunicación que lo invistieron en algo así
como el sucesor del recién desaparecido Camarón...
-La verdad es que sí. Yo era muy joven y con menos experiencia.
Lo cierto es que no me reconozco mucho en aquellos años, pero
ya se sabe que los medios a veces buscan productos, titulares...
No me perjudicó y me sirvió mucho aquel premio para darme
a conocer y participar en un gran número de conciertos. Pero
después, mi carrera ha ido por otros vericuetos.
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
-¿Cuáles son los cantaores en los que más ha bebido como
intérprete?
-Son muchos, pero siento una especial admiración por Manolo
Caracol, Camarón, Tomás Pavón, La Niña de los Peines, Borrico
de Jerez y claro, Mairena.
-Y de las voces vivas...
-Me encantan Rancapino, Chano Lobato, Enrique Morente,
Carmen Linares...
-Existe ahora una novísima generación de artistas flamencos
que han irrumpido con mucha fuerza en el panorama de lo
jondo ¿Cuáles son las que más admiración le despiertan?
-Quizás, y siempre dicho desde un punto de vista personalísimo,
me encantan Arcángel y Estrella Morente. Creo que estos dos
artistas van a dar mucho que hablar.
-En el flamenco parece que siempre existe una gran pelea
entre la ortodoxia y la creatividad.
-Al arte no es bueno ponerle limitaciones de ninguna clase.
Pero creo que esta lucha va a existir siempre. Yo, de todas
formas, no les hago mucho caso los puristas porque lo que
creo es que a cada persona hay que dejarla que se exprese
como lo desee. En mi caso, he tratado siempre de desbrozar
los caminos a mi manera y como soy lector de José Luis Ortiz
Nuevo y en la mayoría de las ocasiones estoy bastante de
acuerdo con lo que dice, pues eso, que prefiero dejar que la
música vaya creciendo por sí sola.
-¿Se ha planteado ya cómo van a ser sus dos conciertos
logroñeses?
-De lo que estoy seguro es que van a ser diferentes porque
el flamenco siempre lo es. Más o menos tengo en la cabeza
la estructura del primer día, pero la verdad es que prefiero
dejar que las cosas transcurran en su momento sin grandes
planteamientos previos.
-¿Cómo se siente con Chicuelo a su lado?
-Es un gran tocaor. Hace que me sienta muy a gusto a su lado
porque está muy atento al cante. Además cuida los detalles de
forma magnífica y es que él es muy chicuelero.
Miguel Poveda canta como los ángeles y lleva el flamenco a unas cotas de
inusitada belleza, de delicada perfección y de tal armonía que hasta el reló
de la audencia se para cuando él canta. Poveda es, a estas alturas, un maestro consumado, un cantaor comprometido con el flamenco como pocos y
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
que hace del cante un experimento sensorial de primera magnitud. Dice
Miguel Poveda que su evolución como artista no constituye una búsqueda.
Sin embargo, de su personalidad y de su talento creativo han surgido un
elevado número de senderos nuevos y de perfiles llamativos y extraordinariamente poderosos, donde el riesgo, la creación y el conocimiento de los
registros más clásicos han generado la personalidad de uno de los flamencos
cruciales para comprender el devenir de los últimos años. Su irrupción en el
panorama cantaor fue brutal y los periódicos lo bautizaron casi al momento
como el sucesor de Camarón y cosas así. Sin embargo, Poveda ha sido capaz
de mandar en su carrera y de generar a su alrededor la sensación de que
sobre él sólo manda Poveda.
La última actuación de Miguel Poveda en Logroño fue en enero de 2009
y dejó un concierto sencillamente memorable en el que con una extraordinaria versatilidad, con esa desmedida elegancia de la que hace gala y con
su cante -¡Dios, su cante!- se metió en el bolsillo y para los restos a una
afición que asistió rendida desde el principio hasta el final de su actuación
a ese prodigio de flamencura que fue desparramando desde las primorosas
cantiñas iniciales hasta el pregón del uvero endeble con el que casi dio por
terminado un recital que coronó, a la postre, con dos bocaditos untuosos de
fandangos caracoleros con los que sació el apetito de buen cante y de inspiración de una concurrencia que le despidió entusiasmada, casi toda ella en
pie, y con esa sonrisa beatífica que se pone cuando se sabe, que por unos
momentos, se ha tocado el cielo. Además, al cantaor catalán se le veía también tan pleno de poder como íntimamente satisfecho en cuanto a su caudal
de sentimiento, creatividad y argumentos para conectar con los espectadores
-aficionados al flamenco o no- que llenaban el Bretón otorgándole a la noche un añadido mayor, si cabe, de importancia y solemnidad. El concierto,
todo él, estuvo marcado por una altura inapelable desde el primer compás,
por una puesta en escena sobresaliente y un sonido absolutamente cristalino
que permitía dejarse inundar por ese universo de tonos y acentos con los
que se prodigó con inapelable generosidad este sorprendente cantaor de
Badalona. La siguiriya, rematada por cabales, tuvo candor y experiencia,
hondura, incluso fatalismo; los cantes por levante rezumaron esa escuela en
la que se forjó en los noventa pero macerada ahora por las olas de la vida;
y la soleá apolá fue una declaración absoluta de que estamos ante una de
las voces y personalidades más singulares y ardientes del flamenco de los
últimos años. Y es que él va llevando el cante con guantes de seda, rebuscando dentro los tonos más difíciles para rematar los tercios con un poderío
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
tal que llega a estremecer, pero sin esa compulsiva agitación del grito por el
grito, del recurrente ay por el ay. No, en Poveda asistimos a una bellísima
sofisticación del flamenco pero ajena toda ella a falsas afectaciones. Porque
Miguel suena cuando quiere con ese sabor añejo que lo llena todo de un
hondo clasicismo; como en la bulería a compás de la guitarra sorda de un
Juan Gómez Chicuelo, que sin ninguna prosopopeya iba meciendo cada
uno de los cantes con un sabor casi espiritual, como en el temple de la
mentada siguiriya o los juguetillos que fue dejando impresos cuando la voz
de Poveda se silenciaba ante los acordes de este gran y sincero guitarrista.
También fue precioso el guiño a Rafael de León mezclando el coplerío con
esa belleza de los ‘Alfileres de colores’ de Pedro Rivera. ¡Qué compás! Y qué
placer asistir casi al final a ese maravilloso pregón del uvero, de las uvitas
negras de los Palacios, que las comen las niñas dulce y despacio... Poveda
estuvo sencillamente inconmensurable.
Niño Miguel, un tocaor en dos suspiros
Era una fuente y un caudal de ideas.
Un guitarrista increíble. Paco de Lucía
«Yo soy guitarrista... guitarrista flamenco». Así se define Niño Miguel, un tocaor al que sólo conocía por unos desconsolados fandangos que le compuso
Rafael Riqueni y las tremendas bulerías que le dedicó Tomatito, a la sazón
sobrino suyo. Éstas eran mis únicas referencias de un artista subyugante. No
sé muy bien las razones, pero un día puse en YouTube su nombre y me quedé
absolutamente perplejo, asombrado y emocionado porque el panorama era
surrealista. En cualquier antro, barucho o terraza de Huelva aparecía Niño
Miguel con un remedo de guitarra, con dos, tres, a lo sumo cuatro cuerdas,
y se llevaba de calle el sitio de Zaragoza, las brisas de Huelva o una media
granaína maravillosa llamada ‘Sueños de la Alhambra’.
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Era Niño Miguel, apenas reconocible, en los huesos, con una mirada tierna y perdida que se desdibujaba por cualquier horizonte; pero era él, uno
de los mejores guitarristas de todos los tiempos y andaba ahora por las callejuelas tocando para sí rodeado de curiosos o indiferentes, tocando en los
vestíbulos de las estaciones de autobuses, en los apeaderos del tren o en las
playas de Ónuba con unos niños que jugaban al fútbol en un atardecer con
unas brasitas que se contornean débilmente con el viento.
Niño Miguel toca en silencio escuchándose a sí mismo lo que le susurra la
música que fluye de su entraña como un manantial inagotable. Vive recluido
en la sonanta y con ella establece un apasionado encuentro que va más allá
del reconocimiento o la profesión de guitarrista. La música le aflora a Niño
Miguel como a usted la barba; no hay reflexión posible, tan sólo una atávica
necesidad de parir flamenco sin desmayo, con inusitada hondura, como un
salvaje compromiso vital que se desangra de su corazón a sus manos. Por
eso su música es tribal e iniciática y su compromiso artístico, incomparable,
húerfano y profundamente ininteligible, casi desvivido en el sentido amplio
de su incomparable relación con la naturaleza. Niño Miguel es un espíritu
libre e inalcanzable. Es un afán sin puertas, sin caminos ni perversiones, es
acaso un niño jovial que se aferra a una guitarra para componer sin descanso, para tocar con los dedos la vida misma, los amaneceres, las auroras, el
sonido metálico de los mecheros que se encienden mientras toca en un bar
de bocadillos de atún, o piden unas gambas, o una cerveza fresca... Cualquier cosa, pero allí está Niño Miguel aferrado a su flamenco como un niño
revoltoso a su madre tras una regañina.
Uno de los más grandes artistas
de la historia del flamenco. Enrique Morente
Su nombre auténtico es Miguel Vega de la Cruz y rivalizó en maestría con el
mismísimo Paco de Lucía. Su paso por el flamenco fue fulgurante y después
desapareció como si la misma tierra se lo hubiera tragado. Y es que Niño
Miguel está considerado, a pesar de la inconsistencia literal de su carrera,
como uno de los grandes tocaores del flamenco. Aprendió los secretos del
toque de la mano de su padre, un guitarrista de Almería llamado El Tomate,
y siendo un niño ya acompañaba a primeras figuras del cante. En los años
setenta su forma de acometer la guitarra causó sensación y en seguida llegaron multitud de comparaciones con Paco de Lucía o Manolo Sanlúcar, los
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
primeros flamencos que rompieron barreras y fueron conocidos por el público de masas. Obtuvo en 1973 el premio de honor del Concurso Nacional de
Guitarra de la peña Los Cernícalos de Jerez, y Televisión Española le dedicó
un especial en el programa ‘Raíces’. Grabó dos discos (‘La guitarra de Niño
Miguel’ y ‘Diferente’) y de su legado musical destacan piezas imprescindibles como el fandango ‘Brisas de Huelva’ o el vals ‘Lamento’, transcritas bajo
el título ‘Guitarra gitana’.
Yo lo tenía como mi maestro, era mi ídolo. Rafael Riqueni
La vida no fue amable con él casi desde antes de nacer. Norberto Torres
Cortés relata las aventuras del padre de Niño Miguel: «El Tomate se marchó
de Almería, huyó del barrio con su amante, abandonando a su mujer y a
sus hijos. Allí conoció a su madre y siendo un niño comenzó a descubrir
la guitarra y sus secretos, su íntima correlación con el espíritu creativo y la
libertad del artista, porque Niño Miguel ha sido un tocaor profundo con un
paradigmático afán creativo, un guitarrista salvaje, un maestro sin apenas
escuela que descubrió en la guitarra su forma de expresión, más allá de la
música y del compás ya que él es la misma música y cualquier compás. Pero
la fama le asaltó quizás demasiado pronto y tras ganar el concurso de la
peña de Jerez le hicieron programas en la tele y grabó los discos con apenas
veinte años. Lamentablemente, sus desequilibrios le llevaron pronto a cuajar
conciertos muy desafortunados que paulatinamente lo fueron alejando de
los escenarios, de las agendas de las casas discográficas y de los medios de
comunicación».
Juan Verguillos escribió que su guitarra era «al mismo tiempo descarada e
íntima, pudorosa desde el punto de vista técnico y valiente en la expresión.
La farruca es un toque patrimonial familiar que Miguel hace con la falta
de prejuicios propia de los inventores de la guitarra flamenca. La melodía,
casi desnuda, en el bordón. Un toque pleno de ritmo. Porque es el ritmo
el elemento característico de este tocaor gitano. La música, las falsetas,
emanan de sus manos con toda la naturalidad, como el agua que mana de
la fuente. Así las bulerías: el frenesí propio de la época, y el repiqueteo incesante de las palmas, proyectan la guitarra del Niño Miguel a otros cielos.
También la rumba, como esa que da título a su segundo disco, ‘Diferente’
(1976), en la onda cantable de lo ensayado en ‘Entre dos aguas’ por Paco
de Lucía».
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
Cuenta la leyenda que, por los años setenta, Paco de Lucía iba hacia Madrid con Niño Miguel. En un momento del trayecto, Miguel le espetó: «Paco,
¿me enseñarás algo en Madrid? ¿No?». Y Paco respondió: «Pues como no
te enseñe Madrid, no sé qué te puedo enseñar». Esta anécdota refleja la
calidad de un artista sesgado, de un tocaor que a los diez años ya manejaba
con virtuosismo todos los palos del flamenco y que se refugia en la guitarra
como única compañera por las calles de Huelva, ella es su único alimento
y su única medicina.
En el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva de 2009 se estrenó el
documental ‘La sombra de las cuerdas’ dedicado a la figura del Niño Miguel
con archivos y entrevistas de Paco de Lucía, Tomatito, Rafael Riqueni, Juan
y Pepe Habichuela, Juan Carlos Romero, Enrique Morente, Arcángel o Niño
Josele, entre otros.
El 7 de noviembre de 2009 se realizó un homenaje en Huelva a su persona
y desde entonces se encuentra ingresado en Tharsis, una residencia privada
donde se le trata de una grave enfermedad.
El fan número uno de él soy yo porque
ha sido un artista excepcional. Tomatito
Fernando Terremoto, una voz que araña
Ferrando Terremoto (1969-2010) tenía una voz que hacía temblar el misterio,
una voz sobrecogedora que no necesitaba ninguna clase de amplificación
para resonar redonda y monumental, para resultar atronadora e irremediablemente antigua, añeja y enquistada en lo más hondo de la jondura y en lo
más negro de esas voces a las que se definen como oscuras porque de ellas
sólo trasciende una emoción incomprensible, palpitante; sin duda, casi un
temblor que araña desde la garganta hasta el corazón pero del que nadie es
capaz de dibujar ni hacer cartografías ni tratados. Está ahí -dejemosla ahípara cerrar los ojos y ver cómo surgen sus malagueñas de estaño y mito. No
se puede cantar más puro, ni más flamenco, ni más torero, que diría uno que
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SantÍsima Trinidad. El flamenco, mis dioses mayores
yo me sé. Fernado Terremoto, hijo de otro Terremoto y heredero del ser y el
no ser de una formidable saga, era un claro exponente de que el arte, a veces,
se lleva en los genes y que lo que él hace no hay academia que sea capaz
de enseñarlo. A Terremoto lo parieron así, cantando y doliéndose de verdad,
como dicen los cabales, que aquel jueves que lo vi en Logroño se miraban
unos a otros entre incrédulos y ensimismados: «Esto es el flamenco», barruntaban, mientras parecían transmitirse en la oscuridad melancólica del Salón
de Columnas la íntima satisfacción de ver que lo que estaba sucediendo en
el escenario era su propia revelación, la revelación de todos.
Empezó la actuación por una toná revieja y ensimismada. Silencio absoluto y desnudez en el acompañamiento, apenas unos leves chasquidos
rompieron la dura fragilidad de este cante. Prosiguió por tientos-tangos y la
cosa tocó techo gracias a la mentada malagueña, en la que la voz del Terremoto iba moviendo su epicentro con una magia y un proverbial sentido del
flamenco en su más puro estado de inquietud. Cada tercio, cada remate le
salían distintos; unos delicados y suaves experimentado retruécanos gracias
a una garganta poderosa; otros, casi en silencio bajando los tercios hasta
el suelo, para en el momento más inesperado, y sin tomar aire -qué arte de
respiración- volver por la senda del grito redondo y armonioso. Se fue a descansar. Creo que toda la concurrencia también lo hizo. Volvió, ensayó una
siguiriya en la que lo volvió a bordar y se arrancó por fandangos caracoleros
y gitanos. Más o menos a la altura de la segunda copla se levantó, dejó el
micro sólo para la guitarra y no se volvió a sentar. Remató el concierto por
bulerías de Jerez, su tierra. Tuvo tiempo para echarse un bailecito y el público de la sala Rex sólo consintió que se fuera tras otra clamorosa ovación.
Desgraciadamente, murió el 13 de febrero de 2010, a los cuarenta años,
víctima de una grave enfermedad.
201
adriana landaluce
Toros
El toreo, un ejercicio del alma
miguel pérez-aradros
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
La tauromaquia es una sensación múltiple y azarosa en la que converge
espiritualmente un núcleo de necesidades comunicativas y sensoriales. Se
trata de dominar a un toro, hacerse con él, extraerle la bravura, comunicarse
a través de una gramática sorprenderte y entregarse a un rito marcado por
todo aquello que conmueve al hombre desde que es hombre. La razón y el
intelecto por el camino de la expresión metafórica de la belleza para sublimarlo todo en el toreo, en la culminación heroica de un rito apenas imposible en el que el torero hace y deshace como un sumo pontífice del universo.
El toreo es aparentemente cruel pero está dramáticamente transido de una
belleza rara e indomesticable donde se citan cuestiones éticas y estéticas,
donde se pone a prueba la conciencia, los valores, las creencias. Siempre me
he preguntado qué me conmueve de este arte inmemorial y las razones que
habitan de él en mi alma. Yo sería incapaz de asir una muleta porque cuando
palpo el peso de su tela me resulta un elemento extraño que me desafía pero
que casi no entiendo.
El toreo, sin embargo, me subyuga; necesito de él, me alimenta como lo
hace un cante de Camarón, la guitarra de Vicente Amigo, Riqueni, Paco...
o un buen vino que extrae el alma de los parajes más recónditos, del ciclo
vital de los inviernos, las primaveras y los veranos. El toreo es literatura y
música, posee la cadencia alquimista de una catedral gótica, el misterio de
una sinfonía de Malher, la complejidad de Monet, la sutileza del cante de
Mayte Martín, la sincera expresión de una garnacha que recoge el aliento
de un año, los días de sol y las tormentas; el fresco del anochecer y el frío
de la mañana...
Pero... ¿Qué hay en la mirada de un torero, en su aliento? ¿Qué hay en ese
momento en el que impone su ánimo al de la bestia y le dicta un compás
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
casi milagroso? ¿Por qué se es torero; qué se persigue; qué razón absoluta
empuja al hombre y a su voluntad a saber que puede acceder a un rito la
mayoría de las veces incomprensible?. Se es torero, se sueña, se piensa, se
muere torero y cuando cierra los ojos sigue divisando en su interior muletazos fríos como el acero y derrotes secos que acechan el alma.
¿Qué hay en la mirada de un torero que tan pocas veces alcanzo a entender; qué sucede en su interior cuando aparece el miedo insoslayable a
la muerte, al dolor, al fracaso? Todo asido a una tela, a una técnica tan sutil
que sólo es válida cuando la mente no se nubla por el pavor. ¿Qué hay en
la mirada de un torero? Toro, torero y toreo son tres palabras similares que
comparten la misma raíz etimológica, pero no se pueden conjugar a la vez
sin rendirse a una evidencia: el alma del artista.
También me gustaría ser capaz de describir la mirada de un toro; capaz
de meterme en ese infinito negro que brilla y se mueve, que chisporrotea y
ulula con un halo de blanco imperfecto. Daría algo por ser capaz de escrutar
lo que lleva dentro, lo que tiene tras de sí ese negro redondo y brillante, ese
marfil irisado.
Hay toros que miran como los hombres, hay otros que te miran por encima
del hombro con una mirada perpendicular y oblicua que amasa y perturba,
con una mirada que recuerda los miedos, que los enciende, que los disputa.
Hay otros toros, por el contrario, que miran como si supiéramos que dentro
están los ganaderos que no son, que no existen. Sin embargo, algunos miran
y centrifugan; miran y revelan todo lo que albergamos y sacan los miedos
peores, los que asustan cuando cerramos los ojos. Algunos tienen por mirada una guadaña y traen en los ojos las noches frías de enero y su luna de
espanto. Otros asumen su prodigio y miran con la ternura inquietante de
las intemperies. Por eso torear es un sentimiento antiguo que brota preciso
cuando se ilumina dentro un intenso manantial. Es escribir con nardos sobre
el agua, cerrar los ojos después y ver que el tiempo se ha parado sin detenerse. Torear es vivir embaucando al aire, a las estrellas y a las hojitas derramadas en el albor del otoño. A veces, la naturaleza nos sorprende y nos reta
con dibujos imposibles y sale el corazón por las esquinas para demostrarnos
que una muleta es un pincel y una escofina, pero también un lápiz de color
cuando se siente como un juguete. O un escorzo más efímero que un latido
pero inmensamente bello e irremediablemente poético. Torear también es
una especie de desafío al tiempo, un algo que cuando se empieza a percibir
tiene caracteres imprecisos pero que turba y mantiene el corazón pendiente
de cómo va a acabar un natural alado a la sombra del mismo tiempo al que
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
acaba de detener. Torear inquieta porque es como pensar, reflexionar, o experimentar hasta dónde son capaces de llegar todos los sentidos si se vive
cabalmente. Torear...
No hay cante chico ni grande:
lo que cuenta es la grandeza
de quien lo vive en sus carnes
Letrilla de una soleá popular
Y es que torear es sentir lo indeterminado y hacerlo nuestro, vivir cada segundo con un sentido íntimo de inteligencia preclara, descubriendo cada
tic-tac de las manecillas del reloj a sabiendas de que los lances, a veces,
son infinitos y se pasan en un suspiro. Torear también es ver cómo pasa la
muerte y engrentarla en ese mismo segundo con la geometría más increíble
que jamás se haya descrito, que jamás se haya inventado.
El toreo es una ciencia infusa, difusa y para nada rimbombante, es la esencia misma de la dialéctica, de la métrica romana, del intimismo. Se torea
porque se ama; porque se llora, porque se desea asumir una grandeza espiritual tan íntima que no existe poeta alguno capaz de describirla. Por eso
torear es sentir el brillo de una estrella y extasiarse. O converger en una mirada de alguien y ver cómo fluye desde dentro un sentimiento excelso, una
corazonada, un guiño al destino. Me gustaría ser capaz de torear porque me
sueño en ello y como no sé asir muleta ni espada, me conformo por emborronar unas cuartillas con tan increíble embeleso.
Por eso ser y estar en torero encierra valores y sensaciones que van más
allá de la mera descripción de la técnica lidiadora, porque consiste en unir
en un único concepto el derroche de la propia vida, el arrojo concienzudo
de quien está convencido de su superioridad y del que controla todo un
universo con su muleta. Es el sol mismo y lo demás gira milimétricamente
a su alrededor con un control absoluto de fuerzas, ritmos y gravedades. Por
eso mismo la torería, a veces, es un decir sin hablar, es entender al toro y
también inventárselo; es comprender una embestida y exprimirla hasta las
últimas consecuencias, estrujarla sin compasión hasta donde parece imposible estirar un lance. Porque precisamente ahí, donde tanto duele, casi nadie
es capaz de llegar (sólo los elegidos, avisan los cabales). De hecho, ése y no
otro es el lugar exacto en el que reside el toreo en su máxima expresión, el
toreo grande que provoca agujetas porque atraviesa el corazón con dagas,
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
porque su intérprete llega a abandonar el contacto con la realidad para penetrar en una turbamulta donde los sentimientos, la razón y las sensaciones
se revuelven entre la intensidad de cada lance y la pulsión metafísica en la
que pueden penetrar estos singularísimos intérpretes.
El toreo no sabe de excusas; se ahorma con gallardía o se pasa por allí
como un bosque vacío, sin pájaros ni helechos, sin veredas por las que no se
pueda caminar. El toreo se dice sin estrategias preconcebidas, se plantea por
derecho plantándole a la misma muerte su destino inmarcesible. Por eso el
toreo es la gramática de unos pocos elegidos, de los que saben de la elegancia en momentos imposibles, los que recitan a Bécquer con la mirada perdida entre un afán de cuchillos prestos al asesinato. El toreo, al fin, supone una
victoria de lo necesario ante lo inconsistente; del poder brutal y artificioso de
la muleta frente a la incontinencia del instinto más poderoso.
El toreo se dice lentamente, sin obviedades, sin paráfrasis, sin estrambotes
lingüísticos pero con estilo y pausa, con la cadencia de un relato borgiano
o con la admirable precisión descriptiva de los poemas de Benedetti. Por
eso se construyen poderosas metáforas en cada corrida auténtica, en cada
uno de esos atragantones que de cuando en vez nos sugieren que es la más
alucinante de cuantas disciplinas hayamos conocido.
Miro a la muerte pero no veo de ella más que un rastro de melancolía, de
afanes pasajeros que irrenunciablemente me llevan a admirar a estos personajes, los toreros, que hacen de mi frustración el mejor de mis complejos.
Porque sé que nunca seré uno de ellos, me irrita no pertenecer a su estirpe
mítica... Lo sé y sólo me consuelo tratando de describir la maravilla infinita
de ese don que no puedo comprender y que ni siquiera alcanzo a rozar...
pero que admiro con el tesón de un enamorado.
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Mi patria es José Tomás
carmelo bayo
José Tomás, camino de Barcelona
j. rodríguez
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
Siempre he creído que el toreo se mueve (y tan poderosamente nos conmueve) por la ilusión que desata, por el qué será, por todo lo que esperamos de
una tarde que soñamos como irrepetible, en la que hemos depositado todas
nuestras ilusiones, nuestros anhelos, nuestras esperanzas. El toreo también
es una experiencia sensorial, un retrato impresionista del hombre que, embutido en un traje de seda y alamares, se perfila ante la muerte para condenarnos a la vida. El toreo es único porque lo que él hace sobrepasa, a veces,
los límites de la razón pura para subirse al pedestal del héroe, para darse la
mano con el Mito ante la admiración del resto de los mortales.
Por eso admiro tanto al torero, porque es capaz de hacer algo que a veces
parece una quimera y sobrepasa cualquier razón que subyace en lo cotidiano, que sobrepasa cualquier rutina acumulada. Y a eso se le llama arte
cuando además de la sobresaliente técnica fluye el sentimiento, el corazón,
las tripas. Cuando se embelesa con el toro para crear, cuando se une a la
embestida habiéndola sometido antes a través de una gramática precisa e
inquietante: distancia, terrenos, colocación, altura, muñeca, toque, ritmo,
suavidad. El toreo, cuando fluye del alma, abstrae la violencia sin un punto
de mecanicismo gracias a un juego de pesos y contrapesos absolutamente
delicado, vigoroso, extenuante. El toreo surge también como culminación
estética: el toreo dicho con profunda desnudez, dicho con la lentitud de
los anhelos, con la perseverancia de las derrotas, con el llanto de los desencuentros, con la prisa de los primeros besos, con el pudor de las miradas
que se encuentran de improviso; el toreo, en fin, como la propia vida, como
la demostración absoluta de que, a veces, lo imposible puede ser, de que
cuando menos te lo esperas viene ella y te sonríe.
Y de todos cuantos toreros he conocido ninguno me ha impresionado más
que José Tomás; ninguno ha sido capaz de ahondar en mi desasosiego vital
como lo ha hecho el diestro de Galapagar, como lo ha hecho José Tomás, el
príncipe, la estatua, el torero de los sueños que diría Vicente Amigo, el genio
que conmueve las distancias siderales con su muleta, con su capote, con los
trebejos con los que nos ofrece abrigo y resuello, confianza, temores, delicadeza, belleza, arte, parsimonia, dulzura, pasión, compromiso y misterio.
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
José Tomás concita en su corazón todas las esperanzas y en su camino
por el ruedo sereno de la vida se ha convertido en la representación exacta y milimétrica de la coherencia: sus decisiones no admiten paradojas, ni
requiebros, y su sino trágico puede que sea inmarcesible y puede parecer
incluso lejano, pero es cristalino como el agua de un arroyo. Atrevámonos,
pues, a describirlo.
Un torero del más allá
No sé en las esferas telúricas, pero en la tierra un día me desperté sudoroso
y aturdido porque aquella noche había tenido un sueño: reaparecía José
Tomás. Me encaminé como un poseso hacia el ordenador y busqué lo que
escribí de él en El País cuando estuvo en Logroño en un lejano San Mateo de
1999. Y sigo soñando despierto:
José Tomás anduvo con dudas y medianías en la primera de
feria. Parecía un diestro abúlico y atorado; un hombre sin
ganas. Pero dejó de lado su versión humana y terrenal y se
convirtió en un torero del más allá, capaz de transportar al
aficionado al paraíso de la tauromaquia. Salió por la puerta
de chiqueros un animal de cuerna veleta y astifina, casi con
el colmillo retorcido, al que encima colocaron la divisa en la
cepa del pitón. Aquello debió de molestarle mucho porque
su fiero temperamento de casta le hizo venirse arriba con los
del castoreño, que le zurraron a modo y con la salida tapada,
como casi todas las tardes. Encampanado esperaba al peonaje
cortando en los embroques. Salió José Tomás y con la muleta
empezó aguantando uno de esos terroríficos parones. Si quieto
estaba el toro, más quieto se quedó el torero. Tragaron saliva él
y toda la plaza al unísono y resolvió con un derechazo mandón
como un cartel. Puso sitio entre su anatomía y la del descarado
cornúpeta y acto seguido comenzó a brotar el toreo. El animal
se continuaba colando y el de Galapagar se echó la pañosa a
la izquierda para que rugieran los tendidos tras cada uno de
sus naturales, algunos inverosímiles, con la cargazón y el viaje
del toro absolutamente consumados en una belleza formal que
casi parecía un ejercicio de estilo. Citó por dos veces con la
derecha para cambiar la muleta de mano. En la primera casi
viaja hasta el reloj, en la segunda obligó tanto la embestida que
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
el animal, que parecía a muchos el del tío picardías, se había
convertido en un toro noble y con recorrido, cosas del toreo
cuando se practica con pureza. Sucedió sencillamente que
Tomás se colocaba al citar en el centro de la suerte presentando
la muleta por derecho. Se lo traía toreado y embebido una y
otra vez, dejaba la muleta colocada y volvía a cargar la suerte
para deleite de la santa afición ligando siempre y sin perder ni
un paso entre cada lance. Después, las manoletinas y el mitin
con la espada. José Tomás había bajado definitivamente a la
tierra y toda la plaza era consciente. En el que cerró corrida
no se fue al más allá, aunque la mayoría seguía aplaudiendo la
faena como si tal cosa. Aquí Tomás se puso pesado, reiterativo
y al hilo del pitón. No era posible subir y bajar dos veces en el
mismo día. En todo caso se quedó en el limbo.
El anhelo de un regreso (José Tomás, reaparece ya)
Si quitamos la coma que separa el sujeto del verbo en el título de este apartado me da un soponcio. Pero, coño, hay coma, sigue la coma, nos persigue
la coma. Y lo que no se sabe es hasta cuándo va a durar la coma que resume
la petición inequívoca de muchos aficionados para que este extraño tipo de
Galapagar deje de jugar al fútbol sala y le dé por enroscarse la montera y
volvernos a acojonar como solamente acojonan los toreros de verdad. Porque un torero de verdad acojona, ¿o no? Es más, yo creo que para que un
torero lo sea de verdad tiene que ser capaz de ponernos a los aficionados
un nudo en la garganta, un corazón desasosegado y ese no-sé-qué que hace
que esta fiesta, este rito sea sin duda alguna algo incomparable que carece
de explicación. Dicen que José Tomás antes de las corridas de Madrid se iba
a unos billares a explayarse. ¡Qué cosa! El caso es que después, por la tarde,
con ese valor suyo tan indescriptible se vivía un acontecimiento tremebundo. Toreaba con tanta verdad que el adjetivo valeroso se quedaba escueto
y minimizado. A veces he pensado que José Tomás despreciaba su propia
vida; ahora estoy convencido de lo contrario, porque este torero bulle en
el interior de un hombre vitalista y sencillo, acorralado por los periodistas,
por las multitudes, porque lo que tenía que decir lo decía armado de capote
y muleta. Ahora calla. Vive la vida. Respira. Pasea. Probablemente amará.
Como cualquiera. Como usted. Como yo. No sé si algún día volverá a sentir
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
el Fulgor del Círculo (gracias a Javier Villán por el descubrimiento poético
de esta poderosa imagen). Pero el caso es que yo, como cualquiera, como
usted, necesito que José Tomás reaparezca ya. Cuanto antes.
Los bajones
Lo confieso: estaba hundido. Aunque en el fondo sabía improbable la reaparición de José Tomás y menos para un festival -aunque fuera para el del
homenaje a Rafael de Paula-, en lo más hondo de mi inconsciente taurino
soñaba con verlo otra vez en un ruedo, echarse la muleta a la izquierda y
citar al toro con esa especie de entropía suya que ya no sé si era desvarío
mío por no verlo o la nebulosa de su recuerdo que me aturullaba. El caso es
que desde que se fue yo no encontraba un torero que me apasionara (quiero
decir que me dilucidara con matemática exactitud la diferencia que existe
entre la vida y la muerte, entre el agua y la espuma). Lo había buscado entre
los novilleros y los que piden oportunidades, lo había tratado de leer en las
más diversas publicaciones taurinas -si supierais lo que he llegado a tragarme- y lo había releído en VHS cuando la monotonía de las ferias me dejaban
arrasado. José Tomás, de momento, no iba a volver y yo seguiría aquí -es decir, en mi limbo de su insoportable ausencia- lanzando venablos al planeta
confiando en su regreso.
José Tomás: «Me puede el corazón»
Antes de seguir con el relato, recupero la única entrevista que en mi vida
le he hecho a José Tomás, fue en junio de 1999, antes de actuar en Haro
(La Rioja) y después de torear de forma absolutamente alucinante unos días
antes en Las Ventas a dos toros de El Puerto de San Lorenzo con los que divisó el mismo cielo, en los que a pesar de perder las orejas por fallar con los
aceros, dejó sobre el ruedo dos tratados de esa tauromaquia suya grandiosa
y acongojante.
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
«La voltereta que me pegó el toro en Madrid fue bastante larga,
cuando estaba sujeto a sus pitones y entre tantos derrotes, me
dio tiempo a pensar en mi familia y el mal rato que estarían
viviendo. Yo tenía la cabeza fría, noté que no me había
empitonado y por eso estaba tranquilo para pensar en cómo
salir lo mejor posible del trance». Así relata José Tomás los
momentos que vivió el martes entre la astas de un impresionante
morlaco. José Tomás es el matador más esperado. Su paso por
la feria de San Isidro ha dejado un antes y un después no sólo
en la plaza venteña sino en todo el planeta taurino. José Tomás
encarna el único aspecto de la tauromaquia en el que todo el
mundo (toristas y toreristas) coincide: su forma de concebir e
interpretar el toreo es la más profunda y auténtica. «Creo que
varios de los naturales de la tarde de los toros del Puerto de
San Lorenzo han sido de los mejores que he dado en mi vida.
Aunque me considero una persona equilibrada y cerebral,
cuando llego a ese punto de entrega es muy difícil no dejar
que sólo mande la cabeza, el corazón termina imponiéndose»,
señala el maestro de Galapagar mientras asegura que no hay
ninguna duda sobre su comparecencia de hoy en la candente
jarrera: «Tengo el codo algo resentido pero estoy perfectamente
bien. Torearé». El cartel de hoy, junto con Ponce y El Juli, es el
más esperado de la temporada: «Conozco toda la expectación
que provoca entre los aficionados y soy perfectamente
consciente de que a muchos les hubiera gustado vernos a los
tres a la vez en Sevilla y Madrid. Pero todo el mundo sabe el
motivo; yo no hubiera tenido ningún inconveniente», asegura.
Y dado que este año la competencia directa entre estos tres
espadas aflorará en contadas tardes, muchos abogan porque
sean las estadísticas las que marquen el nivel de cada uno.
Pero Tomás, que se apunta a la competencia directa, desestima
la batalla aritmética: «Ésa no es mi guerra, ahí estoy vencido
porque no voy a firmar más de setenta corridas. Mi forma de
torear no la puedo exprimir como si fuera una máquina. El
toreo es sensibilidad, es una profesión donde se crea arte y
no me importan las estadísticas». En estos años en el mundo
taurino se vive con el temor de que lo que sucede sobre los
ruedos no esté preñado de toda la verdad que merece el caso:
«Sí, reconozco que lo del fraude es un tema preocupante.
Desde mi punto de vista puedo asegurar que trato de elegir las
ganaderías que se acercan al concepto de la tauromaquia que
más me gusta. Lo que sucede es que las vacadas no atraviesan
su mejor momento y es muy complicado saber cuáles son las
que van a embestir». Hace unos días, la propietaria de uno de
los hierros triunfadores en San Isidro (los gracilianos de Fraile)
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
dijo que lo peor que le puede pasar a un encaste es que se fije
en él un torero. Para Tomás eso es «injusto porque somos los
toreros los más interesados en que las cosas salgan lo mejor
posible. Como aficionado me encanta ver la conjunción de
un toro que embista con un matador que sea capaz de darle
perfecta réplica. Estoy seguro de que me aburriría mucho
viendo toros que son muy bravos en el caballo pero que luego
son imposibles para realizar el toreo. La tauromaquia no es
una guerra entre el matador y el torero. Para mi gusto, el bravo
es el toro que se entrega y permite expresarse al torero como
él lo siente. No hay que confundir la casta con el genio». Otra
de las ideas que tiene muy claras José Tomás es que hasta
esos toros que aparecen en el ruedo con escasas fuerzas y
nula bravura pueden «dar tabaco, tal y como le ha sucedido a
Miguel Abellán o todo lo que le expuse a la res que me pegó
la voltereta en Madrid». Pero José Tomás ha reafirmado con
su quehacer en el ruedo la ortodoxia de la muleta adelantada
y la cargazón de la suerte: «Yo concibo la verdad del toreo
partiendo de una base en la que el torero ha de darse las menos
ventajas posibles frente al toro, intentando hacer las cosas con
pureza, y eso implica -prosigue José Tomás- no perder pasos
ni quitarle el engaño de la cara. A veces lo logro y otras veces
no tanto». Sobre si considera que ha llegado a la cúspide de
su expresión artística, el espada madrileño sorprende con su
afirmación: «De los mejores naturales que conseguí recetar, en
alguno de ellos llegué más o menos a la mitad de lo que estoy
seguro que puedo llegar a dar». Ahondando en su inolvidable
tarde madrileña, José Tomás le da más valor a la segunda faena:
«Aquel toro parecía que no iba a dar ninguna facilidad, sin
embargo creo que le hice las cosas muy bien y al final acabó
entregándose al vuelo de la muleta. No fue un toro bravo, ni
mucho menos, pero tuvo la virtud de dar emoción en cada
embestida». Sobre la crítica taurina, José Tomás afirma que no
le da mayor importancia: «No me afecta lo que escriban. Cada
torero tiene que seguir su camino. Lo que sí me molesta y más
me duele son los que escriben con maldad sin respetar a los
que se ponen delante. De todas formas, el más crítico conmigo
soy yo».
Pasaban los años, el dolor ante su ausencia, el espanto ante el abandono de
un torero que parecía que la misma tierra se lo hubiese tragado y un jueves
de principios de marzo de 2007 vino a cantar a Logroño Gema Caballero,
una de esas nuevas voces que van saliendo poco a poco en el panorama de
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
lo jondo: «Mis fuentes en el flamenco son muy amplias, pero me encantan
los antiguos como Don Antonio Chacón, Mairena o el Cojo de Málaga», aseguraba una artista que comenzó forjándose en las academias de baile como
intérprete de atrás, donde consiguió adquirir técnica y ritmo suficientes para
lanzarse al flamenco como solista. Y Gema Caballero admira a Enrique Morente. «No es que quiera parecerme a él, pero en sus cantes siempre descubres cosas nuevas, expresiones diferentes». Y de repente sonó el móvil. Era
Isabel Virumbrales, mi amiga y colaboradora del programa ‘Sol y Sombra’
que dirijo en Punto Radio La Rioja. «¿Te has enterado?», me dijo con la voz
entrecortada. «¡Qué reaparece José Tomás!». Me quedé varios minutos en
silencio, musitando después, saltando, trotando, cantando. No me lo podía
creer pero los teletipos echaban humo. ¡Era verdad! José Tomás había aparcado su retiro y decidía volver a torear.
Salvador Boix: «José Tomás vuelve para decir más cosas»
La noticia tan anhelada se acababa de producir y parecía un sueño, un imposible, una quimera inalcanzable. José Tomás había decidido volver a los
ruedos y lo iba a hacer en una plaza mítica en su carrera: la Monumental
de Barcelona, el 17 de junio en una tarde en la que actuaría con Cayetano y
Finito de Córdoba para despachar seis astados de Núñez del Cuvillo. La noticia provocó una hondísima conmoción en el mundo del toro porque, tras
su inesperada despedida del 19 de septiembre de 2002, no habían parado
de circular rumores de todo tipo referidos a su vida personal y a sus intenciones de regresar. Sin embargo, aquel invierno se trasladó a México y toreó
muchísimo a puerta cerrada en un sinfín de plazas.
«José Tomás regresa porque tiene cosas que decir; ha estado cuatro años
desaparecido de los ruedos pero ha emprendido un camino de vuelta que
viene de lejos y que está fundamentado en un proceso de reflexión muy
profundo en el que ha ido reencontrado sus pulsiones toreras, que andaban
dentro de él, pero que han ido creciendo hasta cristalizar en su vuelta». Son
palabras de Salvador Boix (catalán de Banyoles), músico, periodista, escritor
y el sorprendente apoderado de José Tomás. Y es que Boix -«un ejemplar
perro verde como el propio torero», a decir de Arcadi Espada- está viviendo
«un sueño incomparable, aunque desde dentro tengo que reconocer que
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
quizás no sea muy consciente de la magnitud de todo este asunto». Sin
embargo, no le asaltaba ninguna duda sobre la clase de torero con el que
se iban a reencontrar los aficionados: «Que nadie ponga en duda que José
Tomás vuelve a los toros para hacer más cosas que las que hizo», asegura
sin ambages. Y es en este punto donde se toca de cerca lo arriesgado de la
nueva aventura emprendida por el diestro de Galapagar: «Si desde fuera
se ve imponente el compromiso adquirido, nadie se puede imaginar cómo
lo percibe el propio torero, que es el primero en ser consciente de lo que
ha dejado atrás y de lo que se juega a partir de ahora. Pero aún así, lo que
está claro es que vuelve para decir más cosas. El reto es impresionante y
por eso hay que valorar la apuesta de José Tomás, que en estos momentos
-y aunque pueda parecer paradójico- irradia una felicidad sólo comparable
a la dimensión de su reto. Está completamente volcado en su profesión, en
contacto con los toros y en plena forma física y mental. Y además, con un
punto añadido -que la gente podrá comprobarlo- de entrega, arrojo y querer.
Yo creo que nos esperan días de gloria», pronosticaba en nuestro programa.
Para Salvador Boix apoderar a José Tomás también suponía defender los intereses de la fiesta por lo que «significa ponerse delante de un toro y con la
actitud ética con la que lo hace José Tomás en concreto». En ese sentido se
mostraba plenamente consciente sobre sus condiciones especiales como ser
humano porque «todo en él es muy de verdad; es un tipo sencillo, humilde y
en extremo generoso, pero en torero, como es él, un personaje fascinante».
Nunca en la historia de la tauromaquia la reaparición de un torero había
provocado un terremoto similar al suscitado por José Tomás con el mero
anuncio de que regresaría en junio -en Barcelona- y que aspiraba a torear 15
o 20 corridas en lugares de compromiso y sin rehuir a ninguna figura. Tanto
es así que la feria de Sevilla (recién presentada) y la de Madrid (todavía en
hilvanes) se quedaron casi inertes de un plumazo. Estaban todos pero faltaba José Tomás, el torero más esperado, el diestro más misterioso. Y, ¿cuáles
son las claves de su enigma?; ¿por qué desde que se fue -en septiembre de
2002- y tras comunicárselo sólo a los miembros de su cuadrilla ha generado
tantos vacíos en la tauromaquia? (Los toros, sin tus pies en el platillo, saben
a Benidorm y a charlotada, escribió Joaquín Sabina).
Su última época en los ruedos fue casi de inmolación, de toreo con los
muslos y de un estoicismo tan sobrecogedor que para muchos, aquel tomismo se convirtió casi en una religión: era un torero venerado; el primero que
contó con una jefa de prensa para librarse de los periodistas (Olga Adeva) y
el que se negaba a que le televisaran las corridas no por nada en especial;
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
sólo para mantener intactas su libertad y el compromiso ético irrenunciable
que siempre le hubo acompañado. De hecho, ésta es una pelea vieja en José
Tomás, una batalla en la que la mayoría de las figuras le han dejado solo y
sólo queda él en la trinchera de la defensa de los derechos profesionales y
personales de los matadores ante las empresas que contratan la televisión
como un trágala irrenunciable. Años antes, José Tomás decidió irse a México
para no entrar en la terrible rueda de pagar por torear. Allí tomó la alternativa y en esa misma temporada asombró a Las Ventas por su valor y por su
mano izquierda. Su tauromaquia era terriblemente sencilla y pura. En los
cites siempre echaba la muleta por delante -sin apenas toques perceptiblesy claro, los terrenos que pisaba unidos a su increíble frialdad componían la
imagen de un torero que helaba la sangre, que cuando era cogido, jamás
hacía el más mínimo ademán. Vivió varias tardes triunfales en Madrid, Sevilla, Pamplona o Bilbao, pero en Barcelona logró momentos increíbles: un
día cuatro orejas, otro un rabo, hasta consumar siete puertas grandes consecutivas. Barcelona se enamoró de su toreo y autores como Nuria Amat, el
propio Salvador Boix, Albert Boadella, Víctor Gómez Pin, o Joaquín Sabina
le dedicaron un libro, ‘Reflexiones sobre José Tomás’. Rompió con su apoderado y confió en Enrique Martín Arranz, mentor de Joselito y hombre de
no muy buena reputación entre los aficionados. Y ahí llegó el penúltimo
José Tomás, al que muchos críticos acusaron de manierista y de pervertir sus
primeras formas. Pero lo más sonado aconteció en Madrid, una tarde en la
que se negó a matar un toro de Adolfo Martín: sencillamente se refugió en las
tablas y esperó a que sonarán los tres avisos. Unos meses después se había
ido en silencio de los ruedos, con el corazón de muchos aficionados cosido
a su muleta.
Barcelona, 17 de junio de 2007
Por fin llegó el día más esperado. Aquella tarde José Tomás regresaba al toreo
en la Monumental de Barcelona, que le aguardaba abarrotada con aficiona-
221
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
dos venidos de los lugares más recónditos. La reventa estaba por las nubes
y en alguna página de Internet las entradas se cotizaban a precios insospechados. En la historia de la tauromaquia ninguna reaparición de un torero
había provocado semejante convulsión, ni la de Luis Miguel Dominguín, ni
la de Antonio Ordóñez ni la de El Cordobés, que fue en su día el torero más
taquillero de todos los tiempos. ¿Y qué es lo que tiene José Tomás que mueve
tanto los corazones? Nadie lo sabe con absoluta certidumbre, pero todos sus
seguidores coinciden en señalar que les deslumbra la desnuda hondura de
un torero que fue fraguando a su alrededor una singular aureola mística. Tomás no frecuentaba los ambientes taurinos, no hablaba con periodistas, tampoco accedía a televisar sus corridas y su vida privada era un coto totalmente
inaccesible: apenas se sabía que antes de las corridas en Madrid desahogaba
los nervios en unos billares y que admiraba la personalidad de Manolete.
Sus formas y su estilo empezaron a cautivar y estableció una comunión apasionada con el coso de Barcelona, donde regresaba para devolver el orgullo
a una afición masacrada por las instituciones catalanas, que señalaron a la
fiesta de los toros como una actividad apestada, anacrónica y en la que se
plasmaban los peores vicios de la españolidad. De hecho, con Joan Clos
como alcalde, se realizó la declaración institucional de Barcelona como
ciudad antitaurina. Cosas de los políticos, ya que unos años antes Pascual
Maragall imponía al torero barcelonés Joaquín Bernadó la Medalla de Oro
de la Ciudad Condal. Los antitaurinos, aprovechando el tirón y la fuerza mediática de José Tomás, se movilizaron y convocaron una manifestación a las
puertas de la plaza. Es más, la Asociación para la Defensa de los Derechos
del Animal (Adda) gastó miles de euros en anuncios a toda página en siete
diarios barceloneses en contra de la tauromaquia. Según publicó El Periódico, con «fondos obtenidos de donaciones particulares». El caso es que José
Tomás decidió en 2002 retirarse y parecía que el mismo fin del mundo se lo
había tragado. Todo eran especulaciones y en cinco años sólo trascendió que
jugaba a fútbol sala cerca de Málaga y que de vez en cuando toreaba para sí
y sus íntimos en el campo. Pero desde hace dos meses todo había cambiado.
«Vivir sin torear no es vivir», pensó y decidió empezar a vivir de nuevo en
Barcelona tal día como aquel memorable 17 de junio.
Recuerdo ahora la crónica que escribí para Diario La Rioja.
José Tomás, torero de lo inconmensurable
Medir lo inconmensurable es un ejercicio a todas luces
insuficiente, un ejercicio que no tiene más sentido que rebuscar
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
el alma del incoloro mundo de las multiplicaciones. Lo
inconmensurable no pesa, no huele ni se mide con el absurdo
interés de rebuscar siempre lo que falla, lo que quizás vale
menos, lo que no se ajusta a nuestros pensamientos. Hay quien
va a los toros con un cronómetro, con un segundero que no
vacila, implacable, en el incesante tic-tac del tiempo. Pero no
saben que en la tauromaquia el tiempo carece de importancia
y que cuando surge el toreo, el tiempo mismo tiene la enorme
delicadeza de desvanecerse, como ayer, cuando José Tomás, a
las siete y once minutos de la tarde, volvió al toreo, regresó a la
vida. Y lo hizo quitando un toro de Finito de Córdoba con una
serie de gaoneras de infarto. Nadie miró el reloj, acaso los que
no tienen alma, y sin embargo el tiempo se había detenido en
el cielo de una plaza, la Monumental de Barcelona, colmada,
orgullosa del reencuentro, franca, enardecida, jubilosa y
mítica. La tarde fue creciendo a medida del impulso de los
toreros, a pesar de la terrible apatía de un Finito alicaído y triste
que desaprovechó el primero de la tarde (y al cuarto también),
un astado que embistió franco por ambos pitones. Pero llegó
el turno de José Tomás, del torero más esperado de la historia.
Ya había dejado su impronta en el quite y estábamos ante el
gran momento de la faena. El toro, encastado y desigual, tuvo
cierta fiereza y volteó al torero hasta quedarse a su merced
mientras los pitones rebañaban inmisericordes su cuello. Se
levantó sin apenas mirarse y la faena cambió dibujando dos
series con la izquierda bellísimas, con todo él entregado al rito.
Había vuelto José Tomás, en la más genuina de sus versiones.
El quinto, el peor presentado del festejo, careció de casta.
Sin embargo, José Tomás planteó una de esas faenas suyas
asombrosas por la quietud, por su terrible sinceridad. Comenzó
por alto y cuando el toro se sintió sometido frenó en seco sus
embestidas. Y justo ahí, cuando más imposible parecía el reto,
tomó la pañosa con la izquierda y se pasó por la faja al toro
en tres tandas increíbles, como el remate postrero con las más
arriesgadas manoletinas que se hayan dado jamás. La última
fue pavorosa: el toro andando lentamente, incierto, sin fijeza.
Y se lo sacó. Nadie supo cómo lo hizo, pero se lo sacó con
una deliciosa armonía. Al final, volvió a recetar un segundo
bajonazo. Vale. No era de dos orejas. Vale. Pero aquello fue
inconmensurable y nadie esgrimió el cronómetro para desdecir
al gentío enloquecido.
Y en éstas apareció Cayetano y bordó el toreo. Al primero,
con el que logró otras dos orejas excesivas, lo toreó un punto
precipitado, aunque con donosura. Y llegó el sexto, el mejor
de la corrida, y logró tres series por la derecha redondas de
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
fragancia y torería. La plaza toda puesta en pie. Había renacido
el toreo en Cataluña, donde desde ahora está la plaza más
cosmopolita y ufana del ancho mundo.
Torea para vivir
m. p. a.
En cuanto comenzó a andar la temporada de la reaparición y se sucedían
los sucesos tomasistas por los ruedos de España, una buena parte de los
medios de comunicación y los sectores más inmovilistas del toreo unieron
sus fuerzas y sus estrategias para denostar a José Tomás y lo que es peor, para
cercenar toda la ilusión que estaba generando su regreso. Por lo visto ahora
la torpeza en un torero era que le cogiera: «José Tomás no ha inventado las
cornadas», repetía Salvador Boix por las emisoras. José Tomás había reaparecido de una forma absolutamente gloriosa; con una entrega alucinante, con
un valor magnífico que le permitía torear mejor que antes, con más lentitud,
con más belleza. Ah, pero eso se paga; siempre se ha pagado en la tauromaquia: los grandes toreros están cosidos a cornadas; están remendados como
un pantalón de la posguerra. ¿Es torpeza no dar toques hacia afuera con la
muleta? ¿Es torpeza pasarse los toros por la barriga más cerca de lo que hace
nadie? ¿Es torpeza no hacer faenas asépticas? ¿Es torpeza salir al ruedo a decir algo maravilloso cada tarde? ¿Es torpeza acaso la torería? ¿Ha sido torpe
César Rincón en sus mil batallas por los ruedos? No le tragan los taurinos:
todos le ponen pegas. Razón: no le controlan; no le alcanzan y creo que a
él no le interesan. José Tomás es todo lo contrario a la mediocridad actual, a
la monotonía de toreros con técnica defensiva. No quiero nombrar en este
libro a nadie, no me apetece, pero este hombre no sabe mentir; ni quiere;
ni puede.
José Tomás concedió en 2007, tras finalizar la temporada española, una entrevista a Televisa en México en la que desvelaba las razones de su regreso a
los ruedos: «Me moría sin torear y mi cuerpo no aguantaba más». «Este año
224
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
justo rodríguez
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
se ha llegado a decir que salgo al ruedo para que me mate un toro. ¡Eso es
una barbaridad! Toreo para vivir, no para morir. Pero toreando para vivir te
tienes que poner en ese sitio, y ahí los toros cogen y te dan cornadas. Eso sí lo
tengo asumido y puede pasar lo otro, y eso un torero lo tiene que tener muy
claro porque en el caso contrario, te estarías engañando y yo no me quiero
engañar, ni a mí mismo ni a nadie». El diestro de Galapagar no rehuyó ningún tema, e incluso habló de las especulaciones políticas que se han hecho
sobre él: «Hay gente que me ha querido utilizar con el tema de Barcelona.
Yo no toreo para luchar contra el nacionalismo. Yo toreo para hacer disfrutar
a la gente que me va a ver a la plaza y en Barcelona, lo que ha sucedido este
año ha sido una recompensa para ese público que ha dado tanto al toreo
durante tantos años y que está pasando ahora un momento complicado (...).
Ese día en la plaza estaban nacionalistas, no nacionalistas, de izquierdas, de
derechas y toda esa gente se puede emocionar con lo que yo hago y yo toreo
para todos». El torero también hizo referencia a las polémicas antitaurinas:
«Quizá el mundo del toro se ha cerrado mucho en sí mismo. Lo que hay que
hacer es abrirse, porque el mundo cambia, la vida cambia, las cosas evolucionan. Los que dirigen esto piensan que mientras la plaza se llene lo demás
no importa. Creo que tenemos que mirar al futuro porque está demostrado
que la fiesta tiene sus detractores pero también tiene argumentos más que
suficientes para poder defenderla. Mientras un torero sea capaz de emocionar a la gente con un toro, la gente seguirá yendo». También habló de su
concentración como torero: «La mente juega un papel vital. A pesar de las
emociones y el miedo que te genera el animal, tienes luego que hacer una
serie de cosas y que tu cuerpo te deje desarrollar cosas que si se te bloquea
la mente no pueden ocurrir. Por eso la mentalización juega un papel muy
importante». He aquí las razones por las que se retiró: «Eso nadie lo sabe.
Un año antes de que ocurriera no me lo podía ni imaginar porque para mí
era muy difícil entender la vida sin torear, pero llegó el momento y tomé esa
decisión de forma muy meditada». Y por las que ha vuelto: «Poco a poco
empiezas a echar en falta todas las cosas que tiene el toreo y mi cuerpo ya
no aguantaba más. En realidad, es un poco fuerte, pero me estaba muriendo.
No tenía alicientes en la vida y el volver a torear me los ha devuelto», confesó. José Tomás sostuvo que «Ponce es un gran torero, pero él lo entiende
de una manera totalmente contraria a la mía, como que hay que arriesgar
lo menos posible. Digamos que no hay que pasar determinadas líneas y yo
no lo entiendo así. Partiendo de esa base, vemos el toreo de manera opuesta
completamente». Sobre El Juli opinaba que es «un gran torero. Ahora ade-
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
más creo que está en un momento buenísimo, tiene una edad muy buena
y está muy maduro». También dijo que admiraba el valor de Castella y que
había muchos toreros con «gran interés».
Y Boadella, a la contra
Jerez, el cuello traspasado
esteban pérez abión
«José Tomás habla poco, pero las pocas veces que habla mete la pata. Es una
pena, porque yo lo aprecio, pero es un comentario fuera de lugar e injusto,
sobre todo esta temporada. Enrique Ponce dice una cosa esencial: una cornada es un error. Pero José Tomás debe haber dicho esto por la poca práctica
que tiene en hacer declaraciones, porque puede pensar lo que quiera, pero
también hay que tener el don de la oportunidad y cuidar las formas». Así
se tomó el dramaturgo catalán Albert Boadella -que acababa de publicar el
libro ‘Adiós a Cataluña’, con el que logró el premio Espasa de Ensayo- las
declaraciones realizadas por José Tomás en México, en las que acusaba a
Enrique Ponce de tener un concepto de mínimo riesgo en su forma de comprender el toreo. Boadella participó con Ponce en un singular mano a mano
en Sevilla en el que ambos compararon el toreo y las artes escénicas. Por su
parte, el matador de Chiva no quiso pronunciarse sobre las declaraciones
de José Tomás: «Prefiero no entrar ahí, siempre lo he venido haciendo así y
prefiero no hablar del tema».
Tras comenzar la temporada de 2008 con la primera de sus ausencias en
Sevilla, el 4 de mayo se vivió uno de los momentos más impresionantes
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
del regreso de José Tomás. Fue en Jerez. El quinto de la tarde, de la divisa
de Núñez del Cuvillo, se mostró en todo momento como uno de esos toros
inciertos y complicados que ni humillan ni siguen con interés el engaño
del torero. Sin embargo, al diestro de Galapagar poco parecía importarle la
condición de cada res e imponía su tauromaquia a cada astado con el que
se cruzaba. Al dibujar un estatuario fue revolcado y una vez en el suelo,
corneado de forma pavorosa en el cuello.
Se levantó casi sin mirarse y por la herida empezó a manar sangre. Impávido, tomó la espada, despenó al toro y se fue por su propio pie hasta la
enfermería. Allí conoció la decisión del presidente de la plaza de Jerez de
otorgarle la oreja, que sumada a las dos del primero de su lote le convertían
en el máximo triunfador de la feria. Sin embargo, el parte médico era desolador: «Cornada de nueve centímetros en el cuello que rompe y dislafera el
músculo esternocleidomastoideo». Se le intervino en la misma plaza y se le
puso el cartelito de pronóstico grave. El público jerezano, que llenó el coso
hasta la bandera, vivió con locura la actuación de un torero que estaba rompiendo moldes en la tauromaquia y que genera una psicosis en los públicos
inaudita en la historia de la fiesta. José Tomás pasó su primera noche «tranquilo y sin fiebre», según palabras de Salvador Boix, después de que fuera
ingresado en la Clínica Los Álamos.
A decir verdad y a pesar del tiempo que ha pasado, todavía no me he repuesto de la honda impresión que me causó la imagen de José Tomás con el
cuello reventado, taladrado; con ese tremebundo boquete abierto como un
agujero negro repleto de perplejidad; brotando la sangre mansamente y empapando la entraña de la mismísima urdimbre de su camisa. Confieso que
no sé qué pensar ante esta imagen del torero, ante su asombrosa dignidad
y su ética frente al toro al que un momento antes le ha arrebatado la vida.
Confieso que mi mente no es capaz de asumir hasta dónde puede llegar el
compromiso de José Tomás consigo mismo y el toreo; supongo que habrá
momentos en los que le merodeen los miedos, en los que le asalten los interrogantes y sus íntimos temores, pero también creo que son muy pocos los
que se están dando cuenta del acontecimiento que está protagonizando, de
su callada rebeldía, de la hondura imponente de su entrega. Yo veo su toreo
y no aguanto lo de la mercadotecnia de la que le acusan; contemplo el boquete sangriento y me apenan los que sólo sacan a relucir lo que cobra, pide
o exige. «José Tomás tiene muchos defectos», dicen. «Seguro», pienso. Pero
no se dan cuenta de que su torería va mucho más allá de una absurda perfección formal o de una abstracción del riesgo de la que existen demasiados
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
exponentes en el escalafón. «No domina», dicen... Jamás he ido a una plaza
de toros con una escuadra o un cartabón; jamás he pisado un tendido con
una calculadora en la mano para realizar absurdos ejercicios de trigonometría. Voy a los toros a emocionarme, a sentirme vivo, a disfrutar de una épica
alucinante que sólo los elegidos son capaces de protagonizar. Estoy aburrido
de leer presuntos tratados que niegan lo evidente: José Tomás conoce como
muy pocos el sentido del toreo, el riesgo de interpretarlo sin ninguna clase
de concesiones y posee tal valor que es capaz de llevarlo a la práctica y de
colocar por encima de todo sus sentimientos, y cuando digo de todo, me
refiero a su vida. ¿Se le puede pedir más un artista?
Y es que aquella frase que pronunció explicando las razones de su regreso -«vivir sin torear no es vivir»- contrasta con los comentarios en los que
se le acusa, incluso, de cierto ánimo suicida en los planteamientos de sus
faenas. Salvador Boix tiene su propia visión: «José Tomás basa su entereza
en su honestidad. Asume su compromiso como torero cada tarde al cien por
cien y eso es sinónimo de aceptar un riesgo muy evidente y claro, jugarse
la vida».
Boix relata también la forma en la que vive su relación con el torero:
«Claro que me impresiona su forma de desenvolverse, su entrega, pero él
es así y no se le puede cambiar. Yo me limito a ayudarle, a acompañarle
y a darle ánimos». Otra cuestión es la forma en la que el propio matador
asume las cornadas: «Las ve como algo normal, como un tributo necesario
que hay que pagar por ser torero. Sin más. De verdad que no les da mayor
importancia». Y es que a Boix le duele que sólo se hable de José Tomás en
esos términos porque «él no ha inventado la herida por asta de toro; ni el no
mirarse cuando es volteado; todo eso son códigos que están inmersos en el
ADN de la propia fiesta y desde luego que es una falsedad que lo cojan en
todas las corridas». El apoderado catalán, sin embargo, subraya la evolución
de su tauromaquia: «En Jerez con el primer toro logró momentos bellísimos
y la faena destacó por su hondura. Le dieron las dos orejas y le pidieron el
rabo. Entonces, salió el segundo astado, que demostró sus complicaciones
desde el primer momento y José Tomás, que ya tenía el triunfo en la mano,
decidió apostar de nuevo. Ésa es la auténtica medida de su compromiso, de
su valor en el ruedo».
Tras unas tortuosas negociaciones con los empresarios de Las Ventas que
hicieron correr ríos de tinta, había llegado el día del regreso de José Tomás
a Las Ventas. Volvía a Madrid un año después de su triunfal reaparición barcelonesa y lo hizo con el morbo y la reventa por las nubes. Buena prueba
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
de ello es que Internet se plagó de mensajes en los que se ‘regalaba’ una
entrada para verle si alguien era capaz de desembolsar unos 2.000 euros
por dos cedés vírgenes, por una pareja de bolígrafos o por un donut. Las
entradas normales se multiplicaron por cincuenta en la reventa y las cotas de
expectación llegaron a unos niveles desconocidos. José Tomás conmueve a
los espectadores tanto por su tauromaquia como por la absoluta entrega de
la que hace gala en cada tarde, de su derroche de valor y, por qué no decirlo,
por el morbo instintivo que despierta por su hierático y aparente desprecio
hacia las cornadas y las volteretas.
Madrid, 5 de junio de 2008
Dos toros y cuatro orejas. Ése fue el balance de su regreso. Cuando acabé de
enviar desde un hotel de Madrid la crónica de la corrida a Diario La Rioja,
escribí esto:
He intentado estar a la altura de las circunstancias, cosa harto
difícil después de contemplar una tarde como la vivida en la
que José Tomás se ha proclamado rey de los toreros, en la que
ha dejado sobre el ruedo de la Monumental de Las Ventas una
actuación sencillamente memorable, irrepetible y de la que
podré decir con orgullo: yo he estado allí; yo lo he visto, no
hace falta que nadie me lo cuente, que nadie me diga cómo
es eso de torear. Miren, torear es, sencillamente, lo que ha
hecho José Tomás en Madrid: con una muleta, un capote y dos
toros; dos toros de verdad, dos toros que no admiten discusión
ninguna; dos toros serios, hondos, bravos, astifinos, con poder y
casta. Y con ambos José Tomás ha dado una lección de entrega,
de conocimiento, de técnica, de valor, de compromiso consigo
y con su profesión, con el toreo, con los 24.000 seres humanos
allí convocados y con todos los que sueñan con su arte y no
han tenido la suerte y el privilegio de poderlo haber vivido
in situ. José Tomás, magnífico, clásico, puro, genial... se ha
proclamado el rey de los toreros. (Se me olvidaba decir que ha
cortado cuatro orejas, cuatro, que aunque sean despojos hay
que tener muchos cojones -lo siento, pero no lo sé decir de
otra forma- para reaparecer en Madrid y cortarlas).
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
He aquí la crónica que había enviado unos minutos antes:
José Tomás revienta Madrid y corta cuatro orejas
Henchido de torería. Profundo, magnánimo, arrebatador.
Inmensamente valiente; cabal e inalcanzable. Así salió ayer José
Tomás al ruedo de Madrid, que es algo así como el hemiciclo
de todas las Españas, como el malecón donde rompen las
frustraciones y anhelos de un país que cuando no tira a sus
santos por el suelo se entretiene elevándolos a los altares; de un
pueblo que esperaba a su torero o con cuchillos cachicuernos
o con el corazón blando como la espuma. Cada espectador,
una facción; cada aficionado, un mundo, un sueño, un suspiro
y miles de anhelos entreverados. Todos se citaron ayer en Las
Ventas y todos, al final, aclamaron a José Tomás como rey
de la torería, como amo y señor de un arte inmemorial que
cuando surge como ayer en Las Ventas es, sencillamente,
único. El caso es que llegó Tomás a Madrid y reventó la plaza
con la invencible arma de su profundísima torería, de su
valor absolutamente brutal y de una disposición que le hace
arañar dentro de sí un misterioso resorte que sólo poseen los
elegidos: un mecanismo que le hizo tirarse de cabeza entre
los pitones de su primer toro para lograr las primeras de sus
cuatro orejas. Es difícil describir cómo se lanzo a matar porque
lo hizo zambulléndose literalmente en la anatomía del noble y
bravo Dákar, desafiando la mismísima impenetrabilidad de los
cuerpos, la ley de la gravedad y el principio de Arquímedes.
Y claro, salió rebotado y la plaza toda hirviendo. Se estaba
viviendo la primera de las dos grandes conmociones. Pero
antes del momento supremo, el diestro de Galapagar -embutido
en el precioso terno purísima y oro con el que reapareció el
año pasado en Barcelona- se había entretenido en cuajar de
forma extraordinaria el primero de sus astados y la parte que
le correspondió del manejable toro con el que Javier Conde
había recreado esa tauromaquia ausente y vacía que brota de
su aflamencado deje. En ese turno se apareció José Tomás con
un fajo de esas gaoneras suyas escalofriantes, en las que los
pitones le pasaron a milímetros de sus caderas sin mover ni un
hilillo de la comisura de sus labios, ni un músculo. La primera
de sus faenas tuvo una construcción canónica: en redondo al
principio para lograr después la apoteosis al natural. Comenzó
por bajo, llevando al toro al centro del platillo donde planteó
la faena sin darse ni una sola de las ventajas de la tauromaquia
moderna. La planta absolutamente firme, el compás abierto
para cargar la suerte y cada lance desde el principio hasta el
final llevando la embestida cosida a los vuelos de su precisa
231
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
muleta. Hubo algún parón en la mitad de la suerte. Ni se
inmutó. En el platillo tomó la pañosa al natural y apareció
alguno sencillamente inacabable, varios dictados como a
susurros en los que la plaza literalmente se vino abajo. Terminó
con ayudados por alto y por bajo, con el pase de la firma y
con un ki-ki-ri-kí majestuoso. Dos orejas. Parecía imposible
mejorar la obra consumada. Salió Conde, ante un gran
oponente, y tras su refriega aúlica, llegó de nuevo el maestro
de Galapagar. El quinto tuvo la virtud del recorrido y de una
embestida buena, noble y emocionante. Francisco de Borja lo
picó de bandera y José Chacón se lució con las banderillas. Si
antes había brindado al público; ahora Tomás cogió en silencio
su muleta y dio cinco estatuarios -pases del celeste imperio,
que decían los viejos cronistas- sin moverse ni un milímetro
y abrochados con un precioso remate. Ahora no estaba en
el platillo: eligió el tercio y empezó a manar el toreo con un
ritmo memorable. Se presentó el viento, pero dio igual, José
Tomás invitó al mismo Eolo y lo toreó a la vez que al magnífico
astado de Victoriano del Río, que era un bombón delicioso por
su encastada nobleza. Naturales, trincheras, trincherillas y un
trincherazo memorable. Redondos, pases de pecho de pitón a
rabo. Tremendo su toreo, su valor, la belleza y el estoconazo
con el que consumó una tarde histórica marcada por un mito
que se hizo carne ayer en Madrid y para que se sepa.
Por su interés me permito la licencia de reproducir el artículo publicado por
Carlos Abella en El País al calor de esta corrida.
Enmudecieron los intereses, callaron los mercaderes del falso
templo. Triunfó la verdad eterna del valor sereno, consciente
y cabal de un torero privilegiado, capaz de asustar al mismo
miedo y de imponer sin hablar la desnuda realidad. Su
clamor es el de los hombres de verdad, el de quienes además
de enfrentarse a un toro se enfrentan en los despachos al
miura del conservadurismo, al victorino de los mediocres, al
pablorromero de los que prefieren vetar que retar, medrar en
vez de rivalizar y levantar falsos testimonios antes que aceptar
que el toreo ha sido y será siempre esto. Valor de verdad, arte
para dejarse ver en los cites, en los remates, y dejar en el cielo
azul de Madrid el imborrable recuerdo de una tarde histórica.
Desde el rincón serrano de Galapagar, un hombre sencillo, de
nombre Celestino, podrá morirse feliz por haber alentado en
su nieto la pasión por el toreo. Y hoy España y el toreo están
232
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
disfrutando del clamor y de que un artista comprometido con
su tiempo haya provocado el entusiasmo de una nación, la
felicidad de un pueblo y el éxtasis de un Rey y su hija. Abajo
la suficiencia teórica, el ridículo enfoque científico de una
pasión; esto es una dulce alegría de toreros de verdad, de tipos
con las ganas de hacer historia y no de hacer de comparsa de
este monumental negocio. Se acabó la falsa torpeza de quienes
le acusan para tapar las carencias de los demás y se acabaron
las revistas y los portales de Internet creados para servirse del
toreo y no para servir a la verdad. Silencio siempre a esas bocas
que han profanado la honradez de la palabra crítico, silencio
para quien insultaba la inteligencia de las aficiones. ¡Y pensar
que han llegado a decir que no venía a Las Ventas porque no se
atrevía con el toro de Madrid! Viva también Victoriano del Río,
capaz de criar ese toro que emociona y que da importancia al
que se pone delante de él. Y viva José Tomás por devolver al
toreo la emoción y la trascendencia, y al torero, la dignidad
del creador.
Unos días después escribí este artículo y se lo dediqué al propio Carlos
Abella por su generosidad, por adelantarse y por ser capaz de comprender
y proclamar antes que nadie que «José Tomás es el último torero de leyenda
que ha dado el toreo».
José Tomás, la verdad del toreo
Llevaba tiempo con ganas de escribir este artículo. De hecho
lo tenía pendiente mucho antes de que José Tomás tocara el
cielo el jueves 5 de junio en Las Ventas, tarde de la que ya se
ha dicho casi todo pero que parece que todavía se tienen que
explicar muchas cosas. De hecho, me parece imposible relatar
las sensaciones que traspasaron mi piel y mis sentidos y hasta
el intelecto mismo porque precisamente ahí reside cualquier
emoción artística: la belleza no se puede explicar, hay que
soñarla, la belleza no es cuantificable ni se puede pesar ni
tiene sentido destruirla con un ansia analítica. Y en el toreo
la belleza puede surgir -como cualquier aficionado sabe- en
el momento más inesperado. Es más, yo mismo me he visto
temblando sencillamente por la mirada de un toro, por esa
sensación indescriptible y subyugante que posee una embestida
profunda y entregada; por la brega de un banderillero como
aquel día que aluciné con Jesús Pérez El Madrileño en Arnedo.
Qué lección la suya y qué futuro más terrible le aguardaba. La
233
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
belleza en el toreo es inapelable, claro. Pero no una excusa:
para mí no hay belleza sin honestidad, sin vergüenza torera,
sin autenticidad. Y precisamente ahí radica el toreo de José
Tomás, su encanto. Qué digo su encanto: su fuerza, su pilar, su
tremendo potencial comunicativo. Pero más allá de todo esto,
que puede sonar puro lirismo o peor, partidismo, me gustaría
analizar y ser capaz de poner negro sobre blanco lo que creo
de José Tomás, de su tauromaquia y de lo que sucede a su
alrededor.
Empiezo por su tauromaquia porque creo que se trata de un
toreo de época, por lo menos de mi época. Tengo cuarenta años
y diestros como El Viti me cogieron siendo un niño. Pero desde
la generación de Capea, Julio Robles, Roberto Domínguez,
Ortega Cano y Espartaco -que eran los que estaban arriba
cuando empecé a darme cuenta de lo que eran los toros- hasta
los toreros actuales: El Juli, Ponce, Joselito o César Rincón, unos
años antes, no he visto un torero igual, con más capacidad,
valor, decisión, técnica, arte y profundidad -sobre todo
profundidad- que José Tomás. Su tauromaquia es apabullante
por su sencilla complejidad: echa la muleta hacia adelante y
se empeña en traerse a los toros enganchados en los vuelos del
engaño. El muletazo surge con un trazo impresionante que se
engrandece todavía más en los dos siguientes pasos. El primero
de ellos es que obliga a los toros en la trayectoria hacia adentro
y después, y esto es definitivo, los lleva hasta el final y hasta
abajo. No deja la muleta muerta como otros -como si fuera
una pantalla donde se protege el torero- sino que deja al toro
puesto, colocado. Entonces gira y liga el siguiente muletazo.
¡Coño, el toreo! Pues eso. Otra de sus características es que
esto lo hace con casi todos lo toros: los buenos y los malos, los
que atienden a los cites y se vienen de largo como con los que
recorta distancias para someterlos a su jerarquía. Mucho se ha
hablado de los enganchones: al torear con tanta pureza y sin
dar toques es normal que te enganchen. Si se torea con el pico
o con la parte ecuatorial de la muleta te tocan menos, pero no
es lo mismo. Por eso es crucial entender que José Tomás torea
con los vuelos.
Otra de las virtudes de la tauromaquia de José Tomás es su
sentido de la lentitud. Es un torero de clase que mima cada lance:
su capote cada día es más impresionante: por verónicas torea
con una pureza exquisita y creo que en este momento sólo le
supera Morante de la Puebla, que con la capa es sencillamente
un portento por esa belleza suya que sale de su sentimiento tan
peculiar, tan arqueológico. Sin embargo, cuando José Tomás
torea por gaoneras, un lance muy complicado técnicamente y
234
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
para el que se requiere un gran valor, se recrea con el percal
como si torease con la propia muleta e imprime e impone al
toro una parsimonia sutil muy difícil de superar.
Y el valor. Para poner en pie su gran edificio todo se tiene que
sustentar en el valor y en la honestidad. Sobre el valor de Tomás
se ha escrito mucho y se han dicho monumentales tonterías
(que se lo pregunten a Sánchez Dragó); pero José Tomás, tal y
como han reconocido compañeros suyos, entre ellos Joselito,
es un elegido en esta materia. Por eso, como le sobra arrojo es
capaz de pensar frente al toro y de ofrecer ese paso crucial que
lo diferencia de casi todos sus compañeros. Y ese paso radica
en que quiere imponer su toreo a todos los toros, sean de la
catadura que sean. Y claro ahí vienen las cornadas y sus gestos
y ese aparente desprecio suyo a la vida. Pero es su honestidad
la que le mueve a comportarse así. Y eso no es mesianismo, es
torería. A veces le cogen los toros buenos: como a todos los
grandes toreros; y a veces los malos: como a todos los toreros
honestos.
El significado de José Tomás. Nadie se puede apropiar de su
toreo, ni los aficionados ni los periodistas, ni los puristas,
nadie. De hecho, su toreo es universal porque el lenguaje de
su tauromaquia se capta por el sentimiento, por esa entrega
que emana de su compromiso y de su forma de hacer. Yo no
entiendo de escultura y alucino con el David de Miguel Ángel;
yo no sé de música clásica y amo a Bach, a Haendel o Malher
(ahora mismo escucho su novena sinfonía); tampoco entiendo
demasiado de cocina pero soy capaz de comprender la
importancia de Ferrán Adriá y lo decisivo de sus aportaciones,
de sus esferas. La torería de José Tomás trasciende el ruedo,
trasciende las normas y rompe con lo establecido y precisamente
por eso es un regenerador que está ofreciendo tardes de gloria
memorables.
Y su compromiso ético. José Tomás es un torero esencialmente
subversivo que se ha rebelado contra el sistema caciquil que
ordena, informa y deforma el mundo del toro. Se habla de su
dinero, de cuánto cobra. ¿Hay alguien que hable de cuánto se
lleva el empresario de Las Ventas tras un San Isidro repleto de
carteles mediocres y baratos en el que daría vergüenza saber lo
que se paga a muchos toreros, derechos de imagen incluidos?
¿Se pregunta alguien por las fortunas amasadas con la sangre
de muchos toreros? ¿Por qué para la empresa de Madrid era
más rentable que no viniera José Tomás a San Isidro? Pues bien,
José Tomás está dignificando una profesión en la que muchos
profesionales pasan por el peor de los túneles: el de los
enjuagues, el de los silencios cómplices compartidos, el de ese
235
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
falso tremendismo en los ruedos y su vergonzante y mojigato
servilismo de los despachos para no molestar a los poderosos
de turno, sean empresarios o periodistas, locutores, apoderados
o ponedores, políticos o conseguidores. José Tomás ha podido
con todos ellos y desde su independencia ha borrado de un
plumazo tanta mediocridad y tanto duermevelas de callejón. Y
claro, como no le dominan, lo desprestigian; como no pueden
con él le insultan, dicen que no sabe torear, que cobra mucho
y que es muy raro.
Por último, lo que más desconsuelo me provoca es que muchos
buenos aficionados no se están dando cuenta de la hondura de
su compromiso, de lo crucial que resulta José Tomás para el
toreo y hasta dónde está calando en la sociedad su mensaje
de entrega apasionada, de autenticidad. Por eso quiero hacer
mías unas palabras de Carlos Abella en el prólogo a la preciosa
biografía de José Tomás que ha escrito y en la que traza con
agudeza el compromiso del torero y la honestidad del propio
autor: «Este es un libro favorable a José Tomás: porque lo
merece, porque creo que es un notable tipo humano, porque
es una relevante personalidad de la vida española de estos
años y porque es uno de los toreros más importantes de todos
los tiempos».
Pero si impresionante por su mensaje fue la corrida del día 5 de julio, diez
días después y en la misma plaza, José Tomás volvió a cuajar el toreo mismo
con otra actuación memorable y brutal.
15 de junio de 2008: José Tomás conmociona Madrid y empata
a tres orejas y tres cornadas
José Tomás es un torero sumido en un destino implacable,
en una entrega tan descomunal, tan inhumana, que parece
un ser despegado de la misma vida, un hombre que empeña
su alma cada tarde en dar rienda suelta a una tauromaquia
tan profunda y arriesgada en la que no se concibe ni por un
segundo la derrota, el paso atrás o el desconsuelo. José Tomás
no se da tregua en el ruedo. En cada plaza, con la muleta o
el capote asidos, no permite ni un resquicio a la duda o a las
pesadumbres. Se diría que este hombre tiene el corazón de puro
hielo; se diría más, que carece de corazón, o que en su alma no
hay lugar para los miedos inmisericordes que nos atormentan a
los demás cuando cerramos los ojos y llegan las atribulaciones.
Él mira al toro despojado de sí, con una claridad que no
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permite una bruma en el horizonte ni una brizna de nubes que
turbe su aliento. Tres orejas de estaño y tres cornadas se llevó
ayer en Madrid, tres taladros que hurgaron unos músculos
acostumbrados como pocos a ese olor seco e insípido de las
enfermerías, al lacerante quemazón del asta traspasando dermis
y epidermis, a los pitones afilados y traicioneros que dentro de
su anatomía evisceran, disecan y contusionan. Así, hasta tres
veces ayer, sin inmutarse, sin mirar otra cosa que no fuera al
toro, sin cerrar los ojos ni esquivar a ese destino implacable
que se ha marcado en un ritual de misterio y dolor, de triunfos,
de gloria, en el que todas las palabras parecen incapaces de
describir su entrega silenciosa y su callado ardor. Apenas una
leve cojera para ir por su propio pie a la enfermería, sin un
mal gesto, sin un ademán ni un aspaviento. Se diría que no
tienen corazón o que es de hielo. Pero no.
Sin duda, es el torero con más corazón del
universo, con más afán de gloria, con más
entrega. José Tomás volvía de nuevo a Las
Ventas tras haber firmado hace unos días
una tarde sencillamente apoteósica. De
hecho, repetir de nuevo en el mismo coso
constituía la apuesta más arriesgada que se
recuerde en muchos años por parte de un
torero. Le dio exactamente igual, al carajo
con las estrategias y las especulaciones:
en cuanto tuvo oportunidad se hizo
presente en quites, llevó el peso de la lidia
de sus dos oponentes y planteó sendas
faenas repletas de generosidad y entrega.
El primero de sus toros, manso y aquerenciado, nunca quiso
responder al fregado que le planteó el diestro de Galapagar.
Empezó muy torero, por abajo, y con una rodilla en tierra quiso
someter al burel, que pronto se precipitó buscando el calor y
los arrumacos de las tablas. En un natural el toro se le venció
y le propinó una tremebunda voltereta, de la que salió hecho
un ecce homo, pero impávido. Al final, en tablas, fue capaz de
someterle una y otra vez hasta lograr meter en la canasta un
toro infumable para descifrar con él una nueva teoría de los
terrenos imposibles. El quinto fue devuelto por inválido, pero
nunca debió haber salido a un ruedo como Las Ventas por su
absoluta falta de trapío. Salió el sobrero y empezó destemplado
con el capote, aunque José Chacón lo lidió de lujo y descubrió
su buen pitón derecho. Bien picado, José Tomás abrió la faena
dando sitio y logró tres excelentes tandas de derechazos en
los que muleteó con esa hondura suya tan armónica. Tomó la
237
efe
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
zurda y fue dramáticamente volteado durante varios segundos
que resultaron inacabables. El torero planteó el pase de pecho
citando con los vuelos tras varios naturales arriesgadísimos y el
astado no atendió a la orden y lo empitonó de lleno jugando
con él una macabra danza de pitón a pitón. Cuando se zafó
del toro lo primero que hizo fue buscar la muleta y con ella
en la mano derecha volvió a torear como si no hubiera pasado
nada. Llevaba tres cornadas y citó en un palmo para acabar por
manoletinas. Cuadró, se tiró a matar y volvió a ser volteado.
La plaza era un clamor, los pañuelos flameando de nuevo, el
torero herido pero sin mirarse. Un hombre con el corazón de
hielo; sin corazón acaso. Un torero, sencillamente un torero.
Se lo aseguro.
Vivir y soñar, vivir y soñar, sólo voy buscando mi libertad
El 17 de junio de 2008 se cumplían 365 días de la reaparición de José Tomás en Barcelona y el diestro de Galapagar fue galardonado por el diario El
Mundo con el Premio Paquiro. No pudo asistir a recoger el premio por estar
convaleciente de las tres cornadas de Madrid, pero dejó escrito esto: «Hoy
hace exactamente un año de mi vuelta a los ruedos en Barcelona. Para mí
torear es vivir. Y vivir para mí es torear. Durante este año me he sentido vivo
porque he toreado como yo siento, he vivido en torero y he sentido el toreo
poro a poro destilándose en mi cuerpo día a día. Y soy feliz por ello. Doy
gracias al destino por este año que ha pasado, por el regalo de la comunión
con el público y con la afición. Me he sentido arropado y comprendido. He
sentido el calor de los sentimientos de la gente en las plazas. He intentado
corresponder con entrega y con fidelidad a mi concepto torero. Doy las gracias a todos, a tantos que me han seguido y han compartido la emoción del
toreo que yo siento, del toreo que yo vivo. Para mí ha sido un sueño cumplido. Por eso quiero acabar con una letra de Camarón de la Isla: vivir y soñar,
vivir y soñar, sólo voy buscando mi libertad».
José Tomás apenas toreó unas 25 corridas de toros la temporada de 2008.
De hecho, su mediocre puesto en el escalafón ahondaba todavía más en la
inconsistencia que supone el afán por las estadísticas o tratar de batir récords
en la tauromaquia. Sin embargo, ese número tan reducido de festejos fue
más que suficiente para colocarse de forma indiscutible en la cúspide del
238
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
escalafón merced a varias tardes sencillamente impresionantes, tales como
el indulto del toro Idílico en Barcelona, el rabo de Granada, el faenón de
Málaga, la tarde de Jerez, y muy especialmente las corridas de Madrid, en
las que en sólo dos festejos se anotó siete orejas y tres cornadas, además de
concitar en torno a su figura la atención de los principales medios de comunicación del planeta y devolver a la fiesta de los toros una relevancia periodística como no se recordaba en los últimos treinta años. Y encima, como
colofón a su segunda temporada, llegó un reconocimiento muy especial:
la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, uno de los máximos galardones de carácter cultural que se conceden en España y que le entregaron
los Reyes de España en un acto celebrado en La Coruña. En el discurso de
entrega, el Rey Juan Carlos aseguró que los galardonados reciben esta distinción «como alto reconocimiento a sus valiosas obras y trayectorias, que
despiertan nuestra admiración, incentivan nuestra sensibilidad y estimulan
nuestra inteligencia».
En el acto también intervino el ministro de Cultura, César Antonio Molina,
que ensalzó especialmente la figura de José Tomás: «Su vuelta a los ruedos
ha permitido el regreso de la mística al toreo. Las faenas de José Tomás, en
Madrid, en Barcelona o en México, son monumentos ya de la tauromaquia,
que lo sitúan en el trono de los más grandes de la historia del toreo, ese
juego de prestidigitación con seda y acero con el que José Tomás, desde la
quietud, busca de manera incansable la belleza».
La fama de José Tomás no se queda sólo enmarcada en el mundo taurino.
Buena prueba de ello es que uno de los rotativos de mayor prestigio mundial,
The New York Times, envió a España para realizar un especial de varias páginas en su suplemento dominical a su crítico de arte, Michael Kimmelman,
que realizó un enorme reportaje titulado ‘¡El toreo ha muerto; larga vida al
toreo!’, en el que analizaba la convulsión que había generado en la tauromaquia el regreso del diestro de Galapagar. Sin embargo, en el otro lado de
la balanza se situaban sus críticos, tanto de los sectores más inmovilistas de
la fiesta como los representantes de determinados ámbitos toristas que no le
consienten que «sólo toree frente a determinadas ganaderías» y que no dé la
cara en cosos como Bilbao, Pamplona o Sevilla. José Tomás, que ha donado
premios -incluso por importe de 50.000 euros, como el que le concedió el
periódico El Mundo- o que ha cedido sus honorarios en la reaparición en
México a los damnificados por las inundaciones de Chiapas, seguía concitando el máximo interés de los aficionados y se había convertido en sólo dos
años en la gran figura actual del toreo.
239
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
La medalla de Fran Rivera
El invierno de 2009 comenzó con la estrafalaria concesión a Francisco Rivera Ordóñez de la Medalla de Oro de las Bellas Artes. Morante no se lo creía
(tanto es así que dijo que era una vergüenza) y Paco Camino y José Tomás
envolvieron las suyas y se las devolvieron a César Antonio Molina, a la sazón
ministro de Cultura. Siempre he pensado que los políticos son capaces de
hacer cosas incomprensibles. Es buena parte de su esencia y al parecer está
en su código genético. Pero lo de César Antonio Molina había llegado al surrealismo más pintoresco con esta concesión. Y digo surrealista porque Fran
es quizás (y sin quizás) uno de los diestros más vulgares de todos los que
pueblan el escalafón. Sin embargo, lo que más duele de todo este asunto es
que el mismo Gobierno que recluye al espectáculo taurino en las catacumbas del Ministerio del Interior y que mantiene con nuestros impuestos una televisión deficitaria que tiene sumido al toreo en la quintaesencia del olvido,
se entretiene en dar medallas chuscas a un torero tan malo que si tiene fama
es por sus hazañas televisivas y que si actúa en las ferias de importancia es
porque abre los carteles a su hermano Cayetano, o porque encaja en ese absurdo de los toreros mediáticos: jesulines, cordobeses y similares. Morante
de la Puebla, éste sí que es un artista, salió clamando ante el absurdo y parecía que su grito iba a quedar sumido en el desierto hasta que Paco Camino y
José Tomás, en una decisión insólita, atrevida y coherente, le mandaron sus
medallas al ministro con acuse de recibo: «Tome, si éste es el concepto que
tiene usted del arte, a mí que me borren». Tres grandes figuras (Paco Camino,
Morante y José Tomás) habían colocado a un ministro en su sitio y pusieron
de relieve el nulo interés de la clase política por la fiesta de los toros demostrando que debajo de una montera, en esta España de la apariencia y de los
eslóganes electorales, habitan pensamientos subversivos, posturas auténticas y reveladoras de que no existe el arte sin compromiso. Hasta Victorino
Martín, para nada amigo de José Tomás, se sumó al gesto que compartió con
Paco Camino: «Estos toreros han hecho muy bien, porque se la ganaron de
verdad. Callar no es tener más respeto; al contrario, esta concesión es una
falta de respeto a los que se la han ganado. Es como las orejas: las hay que
valen y otras regaladas. Me parece que no tienen motivo para concedérsela a
Rivera. Es un torero que está bien, pero ni es artista ni figura. Está indignado
todo el mundo: esto debe ser por méritos y no por amiguismos. Esto es una
verbena de la Paloma. ¿Uno de los males de la Fiesta? La falta de rivalidad. Si
ahora llegan al patio de caballos, se dan dos besos y se preguntan por la mu-
240
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
jer. Antes se decían: ‘Te voy a mondar’. Lo normal, la competencia, poderse
uno a otro, como ocurre en el fútbol. Cuando habló José Tomás de Enrique
Ponce en México, Ponce se calló. Yo hubiese dicho: ‘Te espero en Madrid
con una tía en puntas y con televisión’».
Y entonces, en marzo, volvió a saltar otra gran noticia: José Tomás volvería a Barcelona, en solitario y de forma benéfica. «Barcelona es algo muy
especial para mí, pues en esta plaza he logrado los principales éxitos de mi
carrera, y resulta que aquí se quiere coartar la libertad de los aficionados. Por
eso, estoy aquí, en señal de gratitud. Voy a matar seis toros el 5 de julio en
la Monumental de Barcelona, esperando poder llenar de toreo ese día toda
la ciudad». Esta nueva apuesta del torero de Galapagar se hizo pública en
‘La Nit de Gala de la Tauromaquia Catalana’ e iba a ser la primera vez en su
carrera que actuaría en una corrida en solitario, y además, para llevar a cabo
el evento eligió la Monumental de Barcelona, tanto para agradecer el cariño
de la afición catalana como para apoyar la fiesta de los toros en una región
en la que buena parte de su clase política ha tomado la decisión de abolir
las corridas de toros en un horizonte no superior a los dos años. Por eso, y
como hizo hace tres temporadas cuando materializó su reaparición en otra
corrida histórica, volvió a elegir a Cataluña como sede de su última gesta tras
la corrida del 21 de septiembre de 2008, en la que indultó en este mismo
coso a un toro, de nombre Idílico, tras realizar una faena inolvidable.
Avanzaba el año y por primera vez en mi vida iba a poder estar cerca
de José Tomás sin un festejo taurino de por medio. Fue el 31 de marzo de
2009 en el Centro Riojano de Madrid, donde se le iba a entregar el vestido
Rioja y Oro como triunfador de la pasada feria de San Isidro. Absolutamente
puntual como un reloj de precisión (19 horas y 30 minutos de cuarzo) y se
hizo presente José Tomás, mientras una turbamulta del flashes fotográficos
y focos de televisión depositaban sus brillantes relampagueos sobre el mito,
que se hizo carne en una sala con ribetes neoclásicos y rodeado de autoridades y admiradores. El matador se presentó sin corbata; terno gris oscuro,
camisa negra y un hilillo de voz quebradiza para recordar que torear en
Madrid el año pasado supuso «uno de los retos más importantes de mi vida.
Disfruté como nunca, sobre todo la primera tarde». Aquellas siete orejas y
tres cornadas -de espanto- tuvieron un especial reconocimiento, un alcance
que traspasó las fronteras de la tauromaquia (mediáticas incluidas) y fueron premiadas con un bellísimo vestido de luces Rioja y Oro, bordado con
corazones belmontinos -como suele estilar el maestro-, del que dijo que lo
llevará «con emoción para hacer lo que siento delante de un toro, con entre-
241
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
ga y disposición». Así de escueto se mostró el torero de Galapagar, que sólo
tuvo un momento para la sonrisa: «Como dijo Belmonte, todo se andará...»,
contestó a un emocionadísimo José Pedro Orío, que le contó en un vibrante
discurso que en Arnedo se estaba terminando la plaza más bonita del norte
de España y que en una encuesta a trescientas personas mayores (que él
personalmente había realizado), todos los ancianos en cuestión anhelaban,
sin fisuras, poder ver a José Tomás en su ciudad inaugurando el bello coso.
José Pedro Orío, patrocinador del trofeo desde su inauguración en el año
2000, admitió su fascinación por el toreo de José Tomás y reconoció que lo
sigue allí donde puede. «Además, el jurado de este trofeo otorgó el premio
con absoluto consenso y no hubo ninguna duda de que José Tomás era su
máximo merecedor».
Ese día lo guardaré para siempre en mi memoria. La verdad es que no me
considero un tipo mitómano, qué va. Lo que sucede es que como tantos
lectores de novelas necesito refugios pasionales, lugares donde habite la
memoria de la satisfacción, y también glorietas donde disimular los desencuentros para mitigar los farallones que asesta la vida en cada una de
sus avenidas. Por eso, no voy a olvidar aquel martes, que no fue un martes
cualquiera de Logroño, donde la bendita -a veces odiosa- rutina se apodera
de todo. Me explico, andaba en Madrid, en una feria de cocineros donde los
sabores te recorren las neuronas entre catas delicadas de nísperos japoneses,
un concurso de cortadores de jamón y la nunca bien ponderada alianza del
ron con el chocolate clavileño. Pero en mi mente latían dos citas inminentes:
por la tarde me esperaba Ferran Adrià y después, en el Centro Riojano, José
Tomás.
Es decir, dos piezas de cuidado, de caza mayor, para un periodista de provincias, nervioso, deshilachado y que subsiste en la perseverancia del cazador de mitos pero sin autógrafos. Y miren, con el genio de El Bulli conversé
de lo humano y lo divino con el acongojo de sentirme al lado de alguien
como Pablo Picasso o como Dalí, aunque en realidad él se tomaba la conversación con grandes dosis de paciencia, con el placer de hablar de uno de
sus últimos descubrimientos: la cocina venezolana. Apenas dos horas más
tarde vi a José Tomás, primero tras una nube de cámaras y periodistas; después rodeado de admiradores, y al final, frente a frente. Le miré; me miró. Y
me quedé callado. Se rió, me reí y no supe qué decirle: le estreché la mano.
Demasiadas emociones para un martes, aunque fuera en Madrid.
242
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
Una controversia sobre la vida y la muerte
«La segunda tarde de José Tomás en Las Ventas fue la apoteosis del toreo concebido como sacrificio, como ancestral lucha prehistórica por imponerse a la
bestia sin artificios ni sutilezas. Dejó mal sabor de boca y mal sabor de todo
en los aficionados cabales». Así se expresa Javier Villán, crítico taurino de El
Mundo, en su tercer libro sobre José Tomás, ‘Liturgia del dolor y feria de la
política. José Tomás, una hipótesis republicana’, en el que además de analizar
la tauromaquia del torero de Galapagar especula sobre sus ideas políticas y
las de muchos de sus seguidores: «La única conclusión -resume Villán- que
pudiera sacarse de esta marejadilla republicana en torno a José Tomás es que
no es un torero cortesano, lo cual está muy bien». Pero la polémica no se había suscitado por la ideología del diestro. La chispa se encendió porque Villán
sostiene que en su perfil habitan dos toreros, «el de la luz y el de la revelación»
y el que define como el de la «teoría de la cornada como un ritual salvaje».
El propio José Tomás no estaba muy de acuerdo con el planteamiento de
Villán y en la entrega de un premio al torero en el que el escritor cumplía las
funciones de presentador, contestó al propio crítico en el estrado. «¿Qué José
Tomás cree que ha venido esta noche; el torero o el suicida?», preguntó entre
la incredulidad del los asistentes. Javier Villán salió con fortuna del trance y
desmintió que hubiera escrito nunca que haya un José Tomás suicida, agregando que lo había aclarado en muchísimos escritos. «Creo que está el José
Tomás integral, el torero, el hombre, el arriesgado, el que no da un paso atrás
por deshonor y que prefiere la cornada».
Y es curioso, porque la temporada de 2009, en la que no pisó los ruedos
de Madrid, Sevilla, Bilbao ni Pamplona, su tauromaquia se estaba mostrando
como la más perfecta de su carrera: apenas había enganchones, sus tandas
eran casi siempre de seis o siete muletazos por ambos pitones y no había
recibido ninguna cornada en todos los festejos en los que actuó, marcados
siempre por haber agotado en todas las plazas las localidades y por triunfos
tan memorables como los obtenidos en Nimes, Granada o Jerez, además de
Barcelona y muchos otros.
Alfonso Navalón escribió tras una corrida en Madrid en 1999 que José
Tomás «no sabe improvisar, no resuelve las situaciones difíciles y no tiene
recursos cuando el toro presenta alguna dificultad. Por eso vienen esas cogidas absurdas». Y la especie se extendió de inmediato y críticos tan alejados
de Navalón como José Antonio del Moral han llegado a escribir que «en lo
único que se parece José Tomás a Juan Belmonte es en las muchas cogidas
243
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
de ambos». Hasta Juan Manuel de Prada, que reconoce en un artículo que se
hizo taurino «el día en que los eurodiputados socialistas españoles votaron
en contra de la concesión de subvenciones a las ganaderías de toro bravo»,
asegura que su toreo es como «un estafermo que se planta delante del toro
y no se inmuta». Pero Prada va más allá y define así a sus seguidores: «Estos
tomasistas sobrevenidos suelen ser progres que han hallado en José Tomás
un banderín de enganche para hacerse perdonar su afición taurina». Pero
qué ha dicho Tomás de todo esto. La verdad es que poco porque no se prodiga. En aquella entrevista que concedió a Televisa comentó: «Yo no salgo a
una plaza para morir, pero si sabes que te vas a morir, por supuesto prefiero
morir en una plaza de toros que en un coche». Y precisamente ahí mismo se
montó una teoría de la conspiración suicida de José Tomás contra su propia
vida y poco a poco se fue generando una idea equívoca sobre José Tomás y
sus anhelos: un perfil rápido del maestro de Galapagar se sustanciaba con
sus ansias de morir y su desmedido afán económico.
Y llegó la Feria de Pentecôte, en Nimes, donde apareció un José Tomás
mediterráneo, luminoso, casi impoluto. Su toreo se destilaba con una ductilidad impensada, pero que envolvía. ¿Es otro José Tomás el de este año? ¿Da
la sensación ahora de que se impone menos tercamente a los toros? ¿Es un
espejismo? O es que el toreo también es un estado de ánimo...
A veces, cuando paseo en invierno, me gusta entornar los ojos o mirar
simplemente hacia mis zapatos con el fin de entretenerme con el chasquido
de las pisadas por los parques y las avenidas. Tras la otoñada, la gente deambula embozada y sólo enseña la piel de la cara; a veces cuando hablan por
el móvil se adivina algún dorso congelado que se irrita en el frenesí de las
conversaciones. Pero llegado el verano la luz se apodera de todos los espacios; la luz dura del mediodía o la que amaina su fulgor en esos atardeceres
lánguidos que se acaban con muchos niños ya cenados y que no entienden
las razones por las que han de ir a la cama. El cielo todavía está perezosamente añil y las persianas protegen sus alcobas de su brillo atenuado. Llega
el verano y florecen las personas apenas protegidas por camisolas abiertas,
niquis o camisetas con mensaje. Ellas, y eso es un placer, enseñan sus piernas y las sonrisas tienen un aspecto cordial en las terrazas, que se pueblan
de gente que bebe granizados, cervezas y vino con el único afán de tomarse
un respiro y conversar.
El calor trae la plática y también el deseo; el afán de liberarse de corbatas o
buzos, del almidón de los despachos o del atribulado ritmo de las máquinas
de las industrias. Algunos privilegiados tienen una piscina en su casa. Y se
244
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
bañan sólo para refrescarse a pesar de esos michelines que tapaban el engrudo del frío. Es muy bello el otoño pero ahora el cielo azul no se compara
con nada y las ventanas de las casas se abren de par en par por las mañanas
para que penetre en nuestras guaridas el fresco de la amanecida. Es verano
en este hemisferio y da gusto callejear cuando cae la tarde, sentarse en un
banco, leer el periódico comenzando por la última página y que no haya
más preocupaciones que saber si se ha acertado el horóscopo. Es verano,
y cada vez queda menos para ver a José Tomás en Barcelona, un matador
perfecto al que le rodean las imperfecciones, un torero con tan sorprendente
caudal de técnica que la esconde como camuflan las televisiones planas su
arsenal de botones.
Porque José Tomás iba a parar el mundo; sabía que la empresa para la que
estaba predestinado tenía como fin superar las constelaciones, detener el universo y sus esferas. Él era el ídolo, el maestro de esa alquimia poderosa que es
el toreo; el poder y la gloria, el dueño de los afanes y las perspectivas.
Barcelona, 5 de julio de 2009
José Tomás tenía previsto parar el mundo esa tarde. La cita era en Barcelona,
donde por vez primera en su carrera iba a enfrentarse en solitario a seis toros
de las divisas de Núñez del Cuvillo, El Pilar y Victoriano del Río. Lo hacía
de forma altruista con el fin de alimentar una fundación creada por él y que
tiene entre sus fines ayudar a los colectivos más desfavorecidos. Tal y como
había sucedido cuando regresó a los ruedos en esta misma plaza, el mundo
taurino se había conmovido de tal manera que se agotaron las localidades el
mismo día que salieron a la venta, y las entradas en la reventa se cotizaban
con cifras que rozaban lo absurdo (hasta 6.000 euros decían las crónicas que
se llegaron a pagar).
Y es curioso, esa temporada podía ser una de las últimas que se celebrasen
corridas de toros en Barcelona si el Parlament se inclinaba finalmente -como
así sucedió- por la abolición de los festejos, cuestión que promovió ERC con
245
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
una energía inusitada. «Está en juego la libertad», señalaba Carlos Abella,
barcelonés de nacimiento. «Me provoca una desazón enorme lo que está
sucediendo en Cataluña y el gesto de José Tomás con esta ciudad y con el
toreo lo engrandece todavía más», aseguraba. Salvador Boix, apoderado del
diestro, comentaba que la tarde lo tenía todo para ser histórica: «La locura
que se está viviendo alrededor de la corrida en Barcelona es alucinante. José
Tomás está absolutamente concienciado para el evento y está deseando verse en el patio de caballos». Y llegó el festejo... Y ésta fue mi crónica:
José Tomás, el torero del alma
José Tomás dejó sentado ayer en Barcelona, en una Monumental
absolutamente atestada, abarrotada y orgullosa de contener un
magno acontecimiento de carácter irrepetible, que el toreo
es básicamente un ejercicio espiritual, una vocación -a veces
hermética- que sobrepasa las barreras de cualquier idioma y
que trasciende la técnica y los manuales para adentrarse en
esos terrenos donde lo que manda es el alma, el corazón y los
sentimientos; donde el ser humano es capaz de abandonarse
a sí mismo para entregarse como en un ancestral rito en una
dialéctica donde el diafragma apenas es capaz de contener los
latidos, en la que cerrar los ojos y mirar a la vida con las pupilas
del alma se impone como una obligación. Pero una cosa es el
corazón y otra los asuntos; y para que se sepa, ayer José Tomás
en Barcelona cortó cinco orejas, pulverizó las estadísticas y
además de jugarse la vida como un perro y resultar por dos
veces dramáticamente volteado, toreó al natural como los
ángeles, dibujó gloriosas verónicas al ralentí, pases de pecho
de pitón a rabo inacabables y explosionó a la concurrencia
toda con un quite vertical y austero por gaoneras -esas suyas
de infarto tan inverosímiles y enhiestas como Santa María del
Mar- en las que rivalizó con la Sagrada Familia en altura y
belleza, en parsimonia y emoción. Y todo eso se cuenta siendo
consciente de que no salió ni un solo toro completo, ni un solo
animal con el que poder arrasarse por dentro como hizo hace
más o menos un año en Madrid. Sin embargo, fue capaz de
dar a cada toro lo que se merecía y ese punto más que atesora
este torero como ningún otro. De hecho, la faena más maciza
de la tarde la dibujó al segundo del envío, un astado de El Pilar
altón y descolgado que desde el primer momento dejó sentado
que por el pitón izquierdo no estaba dispuesto a tragarse ni un
muletazo. El toro se frenaba incierto, se venía inopinado a los
engaños y se las hizo pasar canutas a Gimeno Mora cuando le
perdió la cara y le encajonó con alevosía en el burladero de
246
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
matadores. La plaza hervía y salió José Tomás doblándose por
bajo para, sin pensárselo dos veces, obligarle al natural. El toro
no quería pero José Tomás sí. Y eso, con este hombre no tiene
vuelta de hoja porque su tauromaquia es inapelable. Y lo metió
en la canasta primero para después torearlo a placer en tandas
inacabables en redondo en la que los lances surtían con una
ligazón que ya no se volvió a ver en toda la corrida, aunque
el delirio al que se fue entregando la plaza pudiera hacer
parecer lo contrario. Hubo, eso sí, momentos imprescindibles
al natural, ese toreo con la izquierda que con Tomás alcanza
perfiles esenciales: la muleta arrastrada desde el inicio, el toro
embebido en los vuelos pasando por la faja del torero y los
remates atrás, siempre atrás, como si no existiera otro final
posible que la anatomía profundamente desencajada para
obtener el ole iniciático y brutal, el ole que se lanza desde
dentro como si fuera un exabrupto pero que en realidad es un
quejido, un aullido, un tremebundo aserto que brota de ese
ejercicio de libertad que es su tauromaquia. El toreo vivió ayer
en Barcelona una tarde honda, a pesar de los triunfalismos, del
la ola de las multitudes que aclamaban a José Tomás como si
no fuera de este mundo, como si hubiera venido a evangelizar
a tierras de los gentiles. Pero todo eso son metáforas, discursos
boreales. José Tomás torea para ejercer la libertad espiritual
de un creador, torea para crecerse como persona, como ser
humano, porque José Tomás es el torero del alma.
La cuestión de JT y los medios (El País)
El País, periódico de máxima difusión en España, publicó al día siguiente de
la corrida en su portada una fotografía gigantesca de José Tomás volteado;
en la página que dedicó a la crónica volvió a ilustrar la actuación del torero
de Galapagar con otra foto similar. Sin embargo, al día siguiente apareció
un artículo que todavía no he terminado de entender titulado ‘José Tomás,
un redentor inventado’, firmado por Antonio Lorca, cronista al que respeto
profundamente pero con el que no comparto prácticamente nada de lo que
escribe. Vayamos al meollo de la cuestión.
Decía Antonio Lorca que aunque José Tomás es un torero largo, profundo
y artista, su imagen repetida huele demasiado a voltereta y sabe a manchas
sangrientas en su vestido y en su piel. Pues bien, El País publicó dos foto-
247
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
grafías (una de ellas en portada) prácticamente iguales. El torero volteado.
A la redacción de Diario La Rioja, que es el medio para el que escribo de
toros, llegaron casi cien fotos del evento. ¿Quién hace oler a cornada a
quién?, pregunto. Comentaba Lorca que a José Tomás le sigue una «legión
de forofos» que creen ver en él «a un dios revivido del toreo». Es obvio
que las generalizaciones son injustas por naturaleza pero tan desaforado
es exagerar lo que se vivió en la plaza como descalificar de esa manera a
miles de aficionados que empeñaron mucho tiempo y mucho dinero para
ver una corrida de toros. ¿Es malo eso? ¿Es acaso una desmesura seguir a un
torero que se entrega como ninguno y del que se sabe que siempre da ese
paso más allá que tantas veces ha echado de menos Antonio Lorca en sus
crónicas?
Sin embargo, uno de los puntos en los que más en desacuerdo estaba con
el periodista sevillano es en el que hablaba de la relación de José Tomás con
la plaza de Barcelona: «Le da suerte en la particular versión supersticiosa de
los toreros, y porque se ha convertido en el lugar de peregrinación del tomasismo». Esto es de un simplismo atroz. Recuerdo que la relación del torero
con Barcelona se remonta a mucho antes de la reaparición de 2007, en esos
años se fraguó una constante de triunfos y de entrega impresionante. Y José
Tomás eligió esa plaza no sólo por eso, obviamente; la eligió para ayudarla,
para revitalizar la fiesta en Cataluña, para reivindicar la libertad taurina en
una parte de España en la que ser aficionado es algo así como ser un apestado. Hablaba Lorca de la «obsesión de algunos por convertir a José Tomás
en un líder político enfundado en un traje de luces». Bien, me pregunto si es
posible encontrar un sitio más complicado para reaparecer y llenar la plaza
y dotar al toreo de una presencia simbólica unida a la libertad como nunca había tenido. ¿Cuándo ha habido una portada taurina en los periódicos
catalanes? Además, José Tomás había dejado claro en una entrevista que no
toreaba en Barcelona en contra de nadie; sólo por los aficionados que iban
a verle.
Otro aspecto que trataba Lorca era el manido sobre que José Tomás deba
anunciarse o no en las plazas más importantes, en las ferias más exigentes
y sometiéndose al veredicto de las escasas aficiones doctas que quedan en
este país. Parece que el señor Lorca había olvidado las tardes del 5 y 15 de
junio de 2008 en Las Ventas: cuatro toros, siete orejas, tres cornadas. Lo
de los cosos de escasa responsabilidad con los toros chicos y los billetes
grandes me parece pura demagogia: Valencia, Castellón, Jerez, Granada, Nimes. Las mismas plazas que muchos de sus compañeros, los mismos toros.
248
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
poyatos
249
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
¿Hubo las mismas faenas? ¿Se justificaron como lo hizo José Tomás cuando
estuvo en Madrid en 2008? En el penúltimo párrafo el actual crítico taurino
de El País se deslizaba básicamente por las cuestiones del dinero y daba a
entender que si José Tomás torea en plazas de responsabilidad ante toros de
verdad «un fracaso podría notarlo su cuenta corriente». Y esto me parece un
atrevimiento y un dislate porque «aunque no parece posible pagarle más
que lo que ya cobra», este tipo de afirmaciones hay que respaldarlas con
datos. Por cierto, ¿por qué no fue a Sevilla José Tomás? ¿No tuvo nada que
ver la empresa de La Maestranza? Y por si fuera poco, José Tomás toreó gratis
en Barcelona para una fundación con su nombre que destinó la recaudación
a diferentes oenegés de Cataluña. ¿Puede existir alguna causa más noble,
más digna, más humana? Decía Lorca al final que José Tomás es sólo un gran
torero. Y no le falta razón, pero nunca han abundado en la fiesta los grandes toreros, como en el vino los grandes vinos o en la literatura los grandes
escritores. Lo de redentor se lo ha inventado él; como lo de mesías y cosas
similares otros. Yo, en mi vida he visto un torero igual. En mi caso escribiría
que es sólo el mejor torero que he visto nunca; una apreciación personal que
tiene el valor relativo de las apreciaciones.
La cuestión de JT y los medios (The New York Times)
«En un momento en el que Europa se está haciendo más grande y más
multicultural, Barcelona se está volviendo más pequeña y más catalana»,
explicaba Robert Elms, un escritor británico al que se citaba en un artículo
de The New York Times en el que se analizaba el fin de semana taurino que
se vivió en Barcelona en septiembre de 2009 y que fue coronado por dos
sensacionales faenas de José Tomás y otro prodigio con la muleta por parte
de José María Manzanares. Robert Elms lamentaba ver cómo «la vanidad»
ha convertido en una «oscura aunque mágica ciudad» un lugar que en otro
tiempo fue «brillante». «La posible prohibición es similar a una ley que
requiere que los estudiantes reciban la mayor parte de su educación en
catalán, no español». El artículo de The New York Times venía firmado por
Michael Kimmelman, uno de los críticos de arte de dicho rotativo, que analizaba cómo José Tomás logró que la Monumental de Barcelona se abarrotase para ver la corrida que ofreció en 2007. «José Tomás mueve multitudes
250
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
y para los aficionados es la mejor esperanza para el toreo». El periodista
también retrataba la actual situación de la fiesta en Cataluña e intentaba
ahondar en la controversia que supuso la recogida de firmas por parte de
una iniciativa popular para llevar al Parlament la prohibición de las corridas.
La información recogía los testimonios de algunos personajes vinculados a
la tauromaquia en la Ciudad Condal. El crítico taurino de La Vanguardia,
Paco March, atacaba a aquellos que se empeñan en acabar con los toros en
esta región ya que, en su opinión, «una minoría de personajes contrarios al
toreo quiere eliminar los derechos de otra minoría aficionada, que disfruta
con un espectáculo legal que expresa la profundidad de la vida y la muerte
llevada al extremo». El reportaje también recogía los argumentos de los antitaurinos para acabar con las corridas de toros, en su mayoría cargados de
tintes políticos porque «algunos nacionalistas catalanes consideran el toreo
como un símbolo patriota español», y también hablaba de que tan sólo una
docena de manifestantes protestaron frente al coso barcelonés el día de la
última corrida de José Tomás. Salvador Boix, apoderado del diestro, dijo en
el programa ‘Sol y Sombra’, de Punto Radio La Rioja, estar «convencido
de que los abolicionistas no van a lograr la desaparición de las corridas.
Yo, que soy catalán y aficionado, vivo todo esto con mucha indignación
porque se trata de coaccionar la libertad». Por su parte, el torero retirado
Joselito manifestó: «Me sorprende que una tierra supuestamente progresista
y defensora de las libertades como la catalana sea capaz de acabar con un
espectáculo como el de la fiesta, no nacional, algo que siempre se ha dicho
erróneamente, puesto que existe en muchos países, sino de los toros: se trata
de una fiesta universal».
Amarillo barquillo iba José Tomás
Y José Tomás remató su portentoso año 2009 en la Monumental de México...
Amarillo barquillo iba José Tomás, con el vestido más raro de la torería: bordados de estrellas y alamares como flores de lis, con invisibles adornos de
bisutería verde y los cabos blancos de delicada seda.
Melena de león, ojos de lince, y esa sonrisa abierta y tímida, preclara y
subconsciente, en la que aflora un niño a pesar de ese tibio mechón de canas
que cae en caracolillos por la frente despejada.
251
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
Hay un rumor de lejanas batallas en sus ojos. En la melancolía de sus
muslos ajados, una intensidad de tantas guerras vividas, de un miedo que
se asienta en los hombros y baja como la gangrena por las nalgas hasta los
tobillos.
En José Tomás el arte no lo imponen los cánones, ni los exquisitos, ni los
tribunales de la pureza, ni los policías; José Tomás, de amarillo barquillo y
de oros mexicanamente geométricos, sigue teniendo el ritmo difuso de los
elegidos, la tragedia de su muleta tiernamente asida, el temblor natural de
quien se juega el porvenir en cada día de corrida. Y usted y yo ahí, en el
tendido, y él dispuesto a morir de amarillo barquillo, bordados de estrellas y
oros geométricamente mexicanos.
Es mi patria
José Tomás se desdibuja a veces en mi corazón por la profunda verdad de
su mensaje. Mi patria es José Tomás ante el toro y ante el mundo, como un
ser absolutamente prodigioso por el rigor con el que se impone a sí mismo
la matemática implacable de su entrega para aplicarla después con absoluta
desnudez en el ruedo. José Tomás ha sobrepasado todas las expectativas de
su regreso. De hecho, ningún torero a lo largo de la historia de la tauromaquia ha protagonizado una vuelta como la suya, un camino tan formidable
de entrega en el que se ha ido dejando la piel a jirones sin parecer importarle
nada, con un increíble desafecto aparente hacia el dolor, hacia la muerte
misma que parecía tener con él una cita ineludible, irreversible, una cita
que a veces parece una cuenta atrás dictada por determinados medios de
comunicación que han visto en Tomás la perfecta diana para alentar la incoherencia y resumir su mensaje en razón de dos de las mayores y burdas
mentiras que se han escrito sobre un artista en los últimos años.
La primera de ellas es que José Tomás había vuelto al toreo sólo para ganar dinero; es decir, que lo habían convertido en una especie de financiero
sin escrúpulos, pero con montera, que toreaba para una especie de élite
social e intelectual que podía permitirse la desmesura de pagar una entrada
suya en la reventa. Y otra, contradictoria con la primera, pero que se ha
complementado mediante una terrorífica aliteración, que es una especie de
enfermo suicida que sale a la plaza a celebrar un rito cercano a la inmola-
252
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
ción: José Tomás como sinónimo de la cogida, como ejemplo palmario del
primitivismo cainita del hombre que es un lobo para el hombre. Con él la
ración del morbo se incrementó en una marejada de artefactos y mentiras
que desgraciadamente han calado en muchos sectores de la sociedad y en
muchas personas a las que les ha llegado una imagen desorbitada del torero.
Por eso no extraño las preguntas que tengo que contestar los días en los que
José Tomás es noticia por algo: «Ese tío está loco ¿verdad?; ¿es cierto que se
quiere morir?»..., y otras sandeces por el estilo.
Pero hay que sumar más capítulos al terremoto que ha provocado el diestro
de Galapagar con la muleta en la mano: se han removido las catacumbas de
España y varios de los sectores más inmovilistas de la afición se han unido para
colocarse, casi desde el primer momento, frente a él y al mensaje de tan suprema torería que ha lanzado embutido en su vestido. También algunos toreros
han comentado por lo bajini su amargura: «José Tomás está haciendo mucho
daño a esto», han llegado a asegurar en reducidos círculos profesionales.
Pero antes de analizar estas cuestiones, voy a exponer lo que no me gusta
de José Tomás; o mejor dicho, algunas de las constantes de su difuso entorno, de ese alrededor que tanto parece controlar su imagen y lo mantiene en
una especie de hornacina en la que es imposible penetrar. José Tomás ha colocado una barrera granítica entre él y el resto de la humanidad, una muralla
que lo engrandece por un lado pero que también lo deshumaniza hasta dejar
que se tenga una imagen del torero totalmente desdibujada, una sensación
de incorporeidad para nada dirigible porque se aleja diametralmente de la
verdad. Y me explico.
José Tomás no habla, de él no se conoce casi nada, apenas una entrevista
que concedió a Almudena Grandes para El País Semanal el 25 de mayo de
2007; otra con Joaquín Sabina un año antes y la de Televisa en su reaparición
en México D.F. Lo demás han sido pequeñas, escuetísimas intervenciones en
Tendido Cero tras el indulto del toro Idílico en Barcelona, o en el momento
de recoger algún premio, y las declaraciones que hizo al periódico mexicano
Esto a finales de 2009.
José Tomás no sale en la tele, sus corridas no se emiten por ningún canal y
en las ferias que se ofrecen íntegras por Canal Plus no torea. ¿Por qué no aparece José Tomás en la tele? La historia de sus desencuentros con la televisión
viene de largo y se fundamenta en dos pilares. El primero de ellos tiene que
ver con el esquema de las propias emisiones, ya que el torero de Galapagar
no acepta la tele por imposición; es decir, que si quiere torear en Madrid en
San Isidro tiene que aceptar que la feria va a ser televisada de forma íntegra,
253
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
lo estime oportuno o no. José Tomás reivindica que la negociación se lleve
directamente con él, no sólo con la empresa que organiza el evento. A finales de 1998 diversos matadores, entre los que se encontraban José Tomás,
José Miguel Arroyo Joselito y Luis Francisco Esplá, reivindicaron el valor de
sus derechos de imagen y que fueran negociados por ellos directamente con
las plataformas y no por los empresarios de las plazas. Al final José Tomás se
quedó solo, y en soledad ha caminado desde su reaparición. A esto hay que
sumar que él, aunque creo que nunca lo ha afirmado con rotundidad, no se
ha mostrado nunca muy partidario de las emisiones televisivas por el propio
concepto que tiene de la naturaleza del espectáculo taurino. Esta postura se
ha interpretado como un ejemplo más de la presunta voracidad económica
de José Tomás, de que todo lo que subyace en su interior tiene que ver con el
vil metal. Sin embargo, si nos paramos a reflexionar en sus pretensiones, la
verdad es que no son para nada descabelladas; es decir, el espectáculo bascula en torno a dos protagonistas obvios: torero y toro, y en el caso de José
Tomás es tan brutal su jerarquía sobre todo lo demás, que las corridas en las
que se anuncia se articulan inexorablemente en torno a su presencia. Él es el
máximo protagonista, no el único, pero sí el crucial. A partir de ese momento, de la expectación y la gran repercusión que tiene su sola presencia, sí
parece lógico plantear un cambio en la estructura de dichas contrataciones.
¿Estaría entonces dispuesto José Tomás a que televisaran alguna de sus corridas? Parece que en su reaparición en Madrid de 2008, su apoderado propuso
a TVE la posibilidad de emitir uno de aquellos memorables festejos. Pero
todo quedó en agua de borrajas por cuestiones políticas y por la decisión del
gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero de dar la espalda desde
el ente al hecho taurino.
Esta postura, digámoslo claro, también le ha generado multitud de incomprensiones, desafectos y malos entendidos. De hecho, una parte de los
medios taurinos ha obviado o ha intentado cercenar el valor intrínseco de
su reaparición y lo ha colocado como en otra esfera, por supuesto, desmereciendo cualquier cosa que tenga que ver con él y soslayando con una
rapidez inusitada cualquiera de los acontecimientos que ha ido generando
a lo largo de estos años, como los seis toros de Barcelona que pasaron casi
inadvertidos en el programa taurino de radio de mayor audiencia.
En primer lugar se le achacó que sólo toreaba en plazas de escaso relieve
y después, que exigía un determinado tipo de toro. Y ante tantas críticas
vertidas, José Tomás permaneció en silencio y su apoderado, a pesar de que
explica mucho las cosas cuando se lo piden y donde se lo reclamen (eso es
254
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
cierto), parece siempre estar medio en silencio, sin expresar lo que de verdad sabe y siendo, ante todo, políticamente correcto. Esto ha sido así casi
siempre excepto con la última negociación, si es que se puede llamar así,
con Eduardo Canorea y Ramón Valencia, los autodefinidos como empresarios izquierdosos de la Maestranza.
Estas declaraciones las realizó Salvador Boix al programa ‘El Albero’, de la
Cadena Cope: «Para que José Tomás toree en una plaza de toros, lo primero
que debe existir es una voluntad de querer contratarlo, y ha sido al contrario. Creo que ya es sabido por todos que para la empresa de Sevilla lo que
es intocable es su margen de beneficio enorme, y en este sentido no están
dispuestos a asumir las condiciones de contratación de José Tomás. El torero
va a torear en el resto de plazas donde sí se tiene voluntad de contratarlo.
Esto no se trata de una mercadillo, sino que José Tomás tiene su caché para
cada plaza, como me imagino que tendrán el resto de toreros. Si quieren
tener a José Tomás en su plaza lo que tienen que hacer es contratarle. Aquí
no se trata de contraoferta ni nada de ese estilo; vamos a ser serios. Al igual
que el resto de artistas de otras facetas, José Tomás tiene unas condiciones,
y o se aceptan esas condiciones o no, dependiendo del interés que se tenga.
En el caso de Sevilla, por más que se haya ‘vendido’ otra historia, no tiene
nada que ver con lo que es la realidad, que consiste en que José Tomás no
va a estar en Sevilla y que sí va a estar en más de veinticinco tardes en otras
tantas plazas que sí han querido contratarle».
Como ejemplo de todo esto se pueden citar las declaraciones (recopiladas
por Raúl Delgado Márquez en su web www.lostorosenelsigloxxi.blogspot.com),
que han realizado los empresarios maestrantes sobre sus contactos con José
Tomás para contratarlo en Sevilla, que no hay que olvidar que es la plaza
más cara de España y la que más dinero carga en taquilla un día de corrida.
En noviembre de 2007, Eduardo Canorea llegó a decir: «José Tomás es un
torero del que no tengo referencias y no merece la publicidad que le estoy
dando». En la presentación de los carteles de 2008, el mismo empresario
soltó perlas de este estilo: «Sus pretensiones son exóticas porque es un diestro sobrevalorado». Y finalmente, al explicar las razones por las que no fue
contratado en 2009, se relamió así: «Hay empresarios de izquierdas y toreros
de derechas». Esta última temporada la empresa envió un comunicado explicando que «las elevadas pretensiones económicas» del torero han hecho
imposible su contratación y no quiso decir nada más, aunque después se
supo que el ofrecimiento de la empresa de La Maestranza había sido similar
a lo que cobra José Tomás en cosos como Linares, Córdoba o Badajoz.
255
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
En los albores de la temporada 2008 sucedió algo que estuvo a punto de
ser catastrófico para el toreo mismo: algunas de las grandes empresas urdieron una especie de estrategia para apartar a José Tomás de las ferias más
importantes de España, sencillamente porque pensaban que si transigían con
él en cuanto a los honorarios se iba a crear un precedente pernicioso para las
arcas empresariales. En Sevilla, José Tomás lamentablemente no ha toreado
desde su reaparición y faltó muy poco para que no entrara en Madrid. Tanto
es así que, si en un principio se había llegado a una especie de acuerdo
para hacerlo en Las Ventas con pago por visión (ppv) incluido, se destaparon
todos los avances obtenidos y la negociación cayó en punto muerto. De
hecho, la especie que se soltó entre los medios sólo tenía que ver con los excesivos honorarios del matador. La leyenda cuenta -fue así- que tuvo que ser
la propia Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, la que
al final impuso a José Antonio Martínez Uranga, empresario de Las Ventas, la
contratación del torero madrileño. Pues bien, se tuvo que retrasar una semana la presentación oficial de los carteles de San Isidro para que ambas partes
llegaran irremediablemente a un acuerdo. Y al final se llegó, como no podía
ser de otra forma, pero sobre la mesa quedaron de relieve las exigencias
económicas planteadas por José Tomás y aunque no voy a recoger aquí ninguna de las cifras que se dijeron, lo cierto es que resultaban asombrosas. Las
que no se dijeron, las que se anota la empresa, han de llegar a ser realmente
siderales. Pero es más curioso que nadie, absolutamente nadie, especulara lo
más mínimo con las ganancias de los empresarios tras más de treinta llenazos consecutivos, muchos de ellos con toreros que no tienen la opción ni de
preguntar cuánto van a cobrar por jugarse la vida en Las Ventas.
Y ahí es donde radica mi cierta desilusión con José Tomás y su entorno: en
que apenas denuncia estas paradojas o, al menos, en que soporta ser acusado
una y otra vez de un ansia desbocada de dinero y permanece en silencio. Él
tiene la fuerza para destapar el cotarro, el absurdo de una fiesta marcada por
grandes intereses en la que existe algo terrible y brutal: un clasismo empresarial, y muchas veces periodístico, palmario, y una inacción de los toreros
demoledora para ellos mismos y para la categoría de su profesión. Ahí radica
gran parte de su desprestigio, de que se comporten como seres inalcanzables
en el ruedo y como personas absolutamente maleables fuera de él.
Un amigo mío de su entorno, cuyo nombre no voy a desvelar, me dijo un
día que tanto José Tomás como Salvador Boix eran demasiado ‘autistas’. Al
principio no le di mayor importancia a dicha aseveración, pero ahora, andado el tiempo, me doy cuenta de la claridad de aquellas palabras.
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
Vivimos en la época de Internet, de los grandes medios de comunicación
masivos y José Tomás parece un ermitaño que viva en la cueva de Platón a la
espera de la próxima corrida. Apenas sabemos nada de él; el hecho de confeccionar un simple calendario con sus próximas fechas suele ser un trabajo
de chinos... ¿Tan difícil sería comunicar las corridas con una página web?
Los periodistas especulamos con la importancia que tiene la comunicación,
pero la masa impresionante de aficionados que le sigue no elucubra con
ella, sencillamente la echa de menos.
Hace unos años en una conferencia que tuve el honor de dictar en el
Casino de Alfaro sobre Pablo Hermoso de Mendoza, y con Pablo al lado,
lo comparé con Joselito El Gallo por multitud de razones, pero una de ellas
-no la más importante pero muy llamativa- fue por su sentido de la comunicación.
Desde hace muchas temporadas soy un fiel lector de su página web
(www.pablohermoso.net) y además de conocer sus caballos, cómo son, su
historia y su genética, me sirve para saber dónde y cuándo torea, cómo han
sido los toros lidiados... Pero hay más, cuando lo hace en México es impresionante lo que aporta su web para los aficionados, la lejanía de aquel país
se salva desde España con un ‘clic’, y exactamente a la inversa cuando el
seguidor mexicano de Pablo Hermoso desea conocer los pormenores de su
campaña europea. En cambio, con José Tomás todo parece estar rodeado
de un misterio inmarcesible, sus festejos, los miembros de su cuadrilla, las
ganaderías que va a torear y las razones por las que lo hace.
Sin embargo, respeto profundamente su decisión de no hablar con los periodistas, de no ofrecer ruedas de prensa ni nada por el estilo. Muchas veces
le he dado vueltas a este asunto y he acabado por entenderlo; lo comprendo
por el cariz que ha tomado el periodismo en los últimos años, y no me refiero sólo al taurino, sino en general a la obsesión mórbida de nuestra profesión
y la propensión a banalizarlo todo, a buscar la sangre, lo inmediato y a realizar clichés para ajustar la realidad a la maqueta de nuestros periódicos y a
las cabeceras de los informativos, la realidad supera el papel prensa y a los
rayos catódicos los suele dejar a la altura del barro.
En la cuestión del periodismo especializado taurino, la verdad es que el
panorama resulta profundamente desalentador y desgraciadamente, está
marcado por demasiados intereses, entre ellos los empresariales taurinos y
confundir a las fuentes de la información con los destinatarios finales. Por
eso, como apenas habla públicamente, creo que es imprescindible la web
como fórmula de comunicación, incluso para conocer las acciones de la
257
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
fundación que lleva su nombre, una iniciativa con un calado especial que
ha pasado prácticamente inadvertida para los aficionados.
No es que pida humanizar la figura de José Tomás, sólo un pequeño rasgo
de cercanía. No me parece un tipo altivo, pero entiendo que con su ausencia
de estrategia comunicativa se produzcan demasiados malos entendidos y eso
a estas alturas es lamentable. Por cierto, José Tomás invirtió en publicidad en
su última corrida en la plaza de toros de México D.F., algo inaudito en España, donde los toros parecen sumidos en una especie de nicho mediático.
José Tomás y el toro
José Tomás ha establecido una singular relación con el toro, una relación
fascinante que se materializa en un diálogo a través del cual ha ido depurando su peculiar tauromaquia, su forma de entender el toreo trufada por una
sutileza a veces imperceptible, por un valor que suele superar cualquier cota
conocida y un temple tantas veces cuestionado como real y necesario para
comprender la esclarecedora arquitectura de sus faenas, el íntimo engranaje
del mecanismo de su toreo, la razón de su entrega.
José Tomás es un torero esencialmente clásico, un lidiador que sigue la
estela de Lagartijo, Gallito, Juan Belmonte, Chicuelo, Manolete, Antonio
Ordóñez, Paco Camino, El Viti o Joselito, aunque depurando hasta matices
sorprendentes su concepto de tal suerte que es complicado evocar otros
matadores al reconocer su imagen, su singular perspectiva en el ruedo, su
huella de artista nuevo aunque consciente de que maneja un lenguaje antiquísimo pero constantemente renovado.
No es exactamente un heterodoxo en sus formas pero imprime su personalidad al clasicismo que ha heredado de los grandes maestros, para dotar a su
estilo de un acento estético basado en la colocación, la rectitud de su figura,
el dominio que imprime y un empaque que se encuentra en ese modelo de
duende con el que Federico García Lorca definió a Rafael Molina Lagartijo:
el del duende romano, con una singular mezcla de maestría académica y de
ansia de nuevos conocimientos y conquistas. José Tomás, al que en México
llaman Príncipe, es una especie de emperador del toreo que ha impuesto
su Pax en estos años de su segundo reinado. José Tomás es el César, el que
258
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
etimológicamente tiene cabellera y la enseña por los ruedos con una prestancia ignota.
Mariano de Cavia Sobaquillo, como recuerda Antonio Santainés, definió a
Rafael Molina Lagartijo con «el hiperbólico apelativo de Califa, considerando que Rafael era en el toreo lo que en la España árabe fue el primer califa
en Occidente, Abderrahmán I, al reinar en Córdoba en el siglo VIII». Y del
Lagartijo fue del primero que se dijo que se podía pagar con gusto el dinero
de la entrada sólo por verle hacer el paseíllo... Hasta él la lidia había sido
batalla y trinchera, con su llegada comenzó el arte, los primeros esbozos de
sutileza, de sentimiento.
Y si con Lagartijo empezó a tener importancia el temple, tal y como relatan
los historiadores el toreo, la evolución de ese temple fue el mecanismo que
hizo a Juan Belmonte revolucionar el toreo. Ahora, su depuración infinitesimal es la que ha traído consigo José Tomas, a pesar de que algún tratadista
como Domingo Delgado de la Cámara niegue sistemáticamente su toreo:
«José Tomás tiene un defecto capital, carece de sentido del temple. Y éste no
es un defectillo sin importancia. Ya lo he dicho, es un defecto capital. Digo
más: es el peor de los defectos. Cuando José Tomás quiere torear despacio,
a no ser que se encuentre ante un toro de dulcísima embestida, sus faenas
se convierten en una interminable sucesión de enganchones. Cuando quiere
evitar los enganchones y torear con limpieza, su toreo es tan rápido que
carece de sabor».
Asegura vehementemente Delgado de la Cámara que José Tomás no es
capaz ni de acoplar la velocidad de su muleta a la embestida del toro ni de
atemperarla con el vuelo y la precisión rítmica de sus engaños. Obviamente,
no puedo estar en consonancia con esta apreciación porque la técnica de
José Tomás se basa en gran medida en el poder de su temple, en la capacidad
para imponer su concepto -toreo por abajo, mandón y arriesgado con el aditamento de pasarse los astados más cerca que nadie- y su valor para torear
con la mayor profundidad posible; José Tomás arriesga hasta el último momento, su tauromaquia no es para nada aséptica y si con el toro bondadoso
y noble su lentitud es pasmosa, con el animal rebrincado, bronco y fiero es
capaz de destilar la verdad del toreo como casi nadie.
Empecemos con el cornúpeta bueno y con la forma en la que el de Galapagar consiente sus embestidas asentado en los talones para ofrecerse siempre con una verdad profunda. Tomás no es un torero de arabescos: adelanta
la muleta, echa por delante los vuelos y su compromiso reside en tres pilares
fundamentales: la colocación, siempre perfecta (ofrece el medio pecho, con
259
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
el compás levemente abierto pero sin exageraciones y la muleta arrastrada
casi desde el primer momento); la quietud (que tiene un valor brutal porque
se pasa las embestidas por la faja) y el temple (que utiliza como arma para
hipnotizar al toro). Existen diferencias apreciables entre su forma de torear
con la mano derecha (en redondo) y al natural (con la izquierda) y la más
destacada es que suele adelantar mucho más la pañosa con la diestra, dejándola en la cara del toro para ligar los muletazos. Con la izquierda, a veces es
torero de muleta retrasada, sobre todo si hay que fijar las embestidas en las
tandas últimas de sus faenas. Sin embargo, en tardes como la inolvidable de
Barcelona que supuso el indulto del toro Idílico de Núñez del Cuvillo, llegó
a la perfección del toreo al natural ligando los muletazos con una suavidad
sencillamente maravillosa; o el 5 de julio de 2009 en esa misma plaza, en la
que destiló alguna serie perfecta girando sobre sí mismo como un compás,
logrando tal fluidez entre muletazo y muletazo que resultaba complicado
ver dónde terminaba uno para dar paso al siguiente. A veces abre el compás
y otras permanece con los pies juntos, y en ambas ocasiones carga la suerte
porque manda al toro donde quiere con el giro final de su muñeca, gracias al
temple que imprime su toreo y con el que rebosa cada una de sus suertes.
Pero si José Tomás es extraordinario con el toro bueno, con el toro de
carril, mención aparte merece con el toro rebrincado, con el que plantea
problemas en la lidia. Y creo que en este punto surge un torero colosal que
es capaz de sobreponerse a los oponentes más complejos e inciertos. Un
ejemplo palmario fue su segunda corrida en Madrid de 2008. Llegaba Tomás
a Las Ventas después de haber cortado cuatro orejas en su comparecencia
anterior; pues bien, no le importaron lo más mínimo las aviesas condiciones
de sus dos enemigos. Al primero, un manso de libro del Puerto de San Lorenzo que se venía siempre al cuerpo, lo encerró en tablas y fue capaz de imponerse sobre él en chiqueros con una torería armada de ciclópea voluntad,
aguantando tarascadas y parones sin descomponerse lo más mínimo. Muy
cerca del toro, fue labrando la faena sin una duda, sin precipitaciones y con
un valor realmente impactante. José Tomás arrinconó al toro con los engaños
en ambas manos y acabo persuadiéndole de que tenía que embestir. Algún
muletazo con la querencia a favor fue sencillamente épico y enormemente
inteligente, porque Tomás dio una lección de conocimiento de la psicología
del toro jugándosela en las tablas junto a los chiqueros.
El segundo de su lote fue un torancón de El Torero que no regalaba ni la
más miserable embestida por el izquierdo. Si el manso del Puerto pregonaba su condición, éste aguardaba expectante para coger desprevenido al
260
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
matador que le cupo en suerte y por el que pasó a la historia. Entonces, José
Tomás lo toreó con primor por el pitón bueno y sin solución de continuidad
hizo lo mismo por el avieso. Y se encajó con él en varios muletazos impresionantes, aunque fue prendido por el derecho al rematar la serie con el de
pecho y a pitón cambiado, cuando menos se lo esperaba, o quizás cuando
en él había cundido ya la relajación final por todo lo expuesto.
José Tomás había logrado el milagro de la embestida imposible y si existe
un matador que sea capaz de lancear al natural a aquel astado, su nombre
es José Tomás; no hay otro. Los críticos argumentaron que en aquella tarde
surgió el torero suicida; mentira, aquella tarde fue una explosión de técnica
y torería, de aguante, valor seco y verdad del toreo. Y en esa faena, en la
que el toro medía una barbaridad por ese pitón, José Tomás describió otro
tratado con la zurda a base de colocación y de templanza. Hubo enganchones, eso es natural, porque aplicó la técnica que atesora para torear, no
para defenderse ni para desplazar el viaje del morlaco hacia las afueras. Si
José Tomás hubiera querido estar impecable con el toro no le hubiera costado gran cosa pasar por ahí, no exponer ni un alamar y solventar la tarde.
Pero José Tomás no es de esos y ahí radica otro de sus grandes valores: el
no permitirse nunca defraudar a las personas que han ido a verlo a un coso
taurino. Ésa es la esencia misma de su personalidad como torero, el no dar
nunca un paso atrás a pesar de que tenga que pagar el peaje brutal de la
cornada.
Y no es inconsciencia. ¡Qué va...! Es compromiso auténtico y real de su
alma de torero y la razón por la que conmueve desde que se abre de capote
hasta el espadazo final.
Teoría de las gaoneras
Respecto al capote, conviene detenerse en el manejo que hace el de Galapagar del percal porque pocos toreros son capaces de desplazarlo con mayor
lentitud, con mayor precisión. Obviamente, José Tomás no llega al compás
estético que tiene Morante, pero lo hace con mayor hondura en su toreo a la
verónica, que como sucede con Diego Urdiales, por ejemplo, las saltea en
muchas ocasiones con delantales de pies juntos en los que gira casi sobre los
talones para seguir los lances por el mismo pitón.
261
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
José Tomás tiene una forma muy peculiar de torear a la verónica, con las
dos manos muy bajas, lo que le distinguía de la mayoría de los capoteros
casi desde que era novillero. Y es quizá en la verónica donde mejor expresa
su sentido de la delicadeza con el que imprime su toreo, contrastando con la
crudeza de sus gaoneras de infarto, con esos quites entre la vida y la muerte
que realiza con el capote en la espalda con un admirable sentido del tiempo
y del espacio. José Tomás, con el capote tras las costillas, se pasea por una
rara balconada entre el aquí y el más allá porque, además de parar los relojes
de la plaza, fija sus plantas al ruedo como un imán sin mover los tobillos ni
un milímetro. Con el engaño por detrás, el toreo de José Tomás ofrece, esta
vez sí, una sensación de orfandad, de torero desprotegido ante la naturaleza
como el escalador que se encarama a la cima más alejada e imposible sin
oxígeno, sin un arnés al que sujetar su esperanza existencial. José Tomás por
gaoneras es un reclamo para la muerte porque desde el tendido parece casi
un ser desasistido, un hombre solo ante el infinito, un loco genial que se
dispone a atravesar un lago helado sin apenas vestiduras.
Existe una fotografía de José Tomás en Sevilla, obra de Alberto Simón, en la
que se le ve recetando uno de estos lances en el que se demuestra lo increíble del juego de contrapesos y fuerzas que se citan entre la planta del torero,
su espalda rota, el capote casi paralelo al suelo y el cuerpo por delante que
se presenta sutilmente vencido ante una embestida ensimismada y sin nada
de por medio, sólo su valor, su profunda torería, el derroche de la vida que
practica tieso como un poste, mayestático, indeleble al paso de las estaciones. En este lance se recoge el toro a medida de que el capote se contrae
sobre la espalda y la mano que torea utiliza el engaño a uso de muleta. José
Tomás borda este capotazo y ha hecho de él santo y seña de su tauromaquia
y cuando no lo da a mí me parece que me falta algo.
Otro de los rasgos de su capote se definen en el toreo por bajo, que a veces
lo prodiga con gran sabor en los lances de recibo, quizás como homenaje
a la tauromaquia de Antonio Ordóñez, que es uno de los pocos rasgos antiguos que me llegan al alma cuando veo a José Tomás en los ruedos. También
adivino esa generosidad estoica en las chicuelinas, que en sus manos se aromatizan con parecida emoción a las gaoneras por su quietud y señorío, por
el señuelo en el que se convierte su cuerpo cuando cita desde la distancia y
recoge casi en los tobillos la embestida del toro totalmente enfrontilado con
la bestia. Apenas hay recorte y el capote se abre y se cierra casi en abanico
pero sin recogerse, arropando el cuerpo del torero a medida que el animal
se enrosca tras de sí.
262
Al fin, mi patria
m. p. a.
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
El toro es para José Tomás una especie de enigma que va escrutando a lo
largo de la lidia con la mirada lenta de poeta, con sobriedad pero con
afán de superar los desengaños. Hay quien ha escrito lagos de tinta para
sostener la grandiosidad de su torpeza, yo escribo este pequeño caudal
para alimentar mi pobre espíritu con las bocanadas que me ofrece su toreo y declarar solemnemente que José Tomás es mi patria desde que me
levanto hasta el anochecer, en el sentido borgiano de que nadie es patria
porque todos lo somos; en el concepto descrito por Mario Onaindía de
que la patria no es el lugar donde se nace, sino donde se es libre; y yo
me siento libre cuando veo a José Tomás en ese paseíllo hacia ese infinito
que es cualquiera de sus corridas: aquella tarde de Barcelona donde estaba dispuesto a morirse, las de Madrid donde lo seco de su garganta me
secó la mía, o el día aterido del cuello taladrado de Jerez, o el rabo de
Granada, en el que esculpió un tetrástrofo monorrimo con la esclavina de
su capote.
Todos somos José Tomás en la plaza porque lo amamos y nos identificamos
con un concepto que no podemos alcanzar, ni lo soñamos siquiera, pero
que nos enorgullece al recordar su mirada perdida rebozado en júbilo y
sangre con el vestido tabaco y oro destrozado de Las Ventas, hecho añicos
en Madrid, con tres cornadas en su sino salvaje de poeta vivo y redivivo... y
fue en Madrid.
Erasmo de Roterdam dijo que para el hombre dichoso todos los países han
de ser su patria, pero no le creo. No me tengo por dichoso aunque admiro y
disfruto la felicidad de cuando en vez, y quizás por eso no todos los toreros
son mi patria, ni todas las mujeres la mía, ni todos los vinos nacen en La
Pasada -ese viñedo recóndito del Monte Yerga­-, ni todas las guitarras suenan
como la de Rafael Riqueni, aunque si tuviera que comparar a José Tomás con
un flamenco lo haría con Camarón por esa convulsión sensorial que genera
su muñeca henchida cuando aparece el toro en sus retinas y le planta el
aliento en su costado, que diría el poeta.
263
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
José Tomás torea por siguiriya y su boca le sabe a sangre cuando arrastra
los pasajes de su toreo por las avenidas mexicanas, por las calles de Arnedo
atestadas, por los restaurantes de Barcelona o por las tasquitas madrileñas
que sirven callos, arroz con leche y anís del Mono.
Dicen que el torero de Galapagar se esconde tras una gorra de beisbol y
pasea antes de la corrida por las plazoletas, que sonríe con los niños y que
a veces fuma y cuenta chistes, que es humano en la lejanía del vestido de
luces, que es un caparazón con sabor a hiel, que es un escudo con el que
remontar los precipicios del alma, los temores, los desalientos.
No veo en su muleta nada más que a un hombre que anda por las azoteas
del corazón en un ritual paradójico en el que se avienen tras de sí todas las
esperanzas; José Tomás me colma y me consuela, me ofrece un sueño embriagador con un toreo que a veces es un verdadero ejercicio de metafísica
aplicada; es decir, de colocar todas las realidades de la vida a un envite:
«Cuando salgo al ruedo me entrego por completo y no pienso en la corrida
siguiente, ni en la próxima, pienso en ésta», dicen en ‘Cuadernos de Tauromaquia’ que dijo José Tomás en los prolegómenos de la corrida benéfica de
Barcelona. «Y eso me hace libre», remató el torero.
Anclado en el hoy, prescinde del mañana por la responsabilidad de colmar
lo que de él se espera en esa misma tarde. Y ¿qué esperamos de José Tomás
un día de corrida? Ni más ni menos, lo esperamos todo.
El aficionado, los partidarios suyos, acudimos a su busca empeñados en
palpar la utopía del toreo que es una moneda rara, ilusoria, huidiza en extremo, una moneda que se escurre, que se intercambia de bolsillo en bolsillo
y que tiene valor no cuando se cobra o se pesa, sino cuando se comprende
en todos sus planos. El toreo es un concepto básicamente espiritual que
provoca una sensación furtiva en los sentidos pero que se rememora con las
neuronas en tiempos largos que con el discurrir de los años se engrandece
como una novela, como un poema que en cada relectura nos desvela nuevos y distintos significados, como el recuerdo de un vino que se renueva en
la memoria por la complejidad que ofrecieron sus taninos.
Cuando te atrapa y empiezas a investigar dónde radica la raíz tan conmovedora de su profundidad, uno se da cuenta de que es como una cebolla
protegida en sí misma por innumerables capas. No sé cuantas existen en una
corrida, pero además de las que se palpan rápidamente y a la vista, las que
más me seducen son las que están en el tuétano mismo, las que se esconden
en ocasiones en la mirada microscópica del buen aficionado; el toreo se
cata para analizarlo como un vino, pero su intensidad dramática va mucho
264
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
justo rodríguez
más allá que el análisis sensorial, porque su esencia se deposita en ese lugar
indefinido que ocupan el alma y los sentimientos. Por eso conviene sentir el
toreo como una alegoría, como una representación carnal de la existencia
que se consume con la vida, que se confunde con ella misma en las tardes
en las que torea José Tomás. Por eso son un acontecimiento tan difícil de definir como de superar, un acontecimiento que mueve corazones más allá del
toreo: José Tomás es poesía y mecánica, rudimento de las palabras, sensaciones que escapan de lo determinado para aguijonear los sentidos hasta llegar
al éxtasis físico de la perturbación: como espectador sufro y me emociono
contemplando su parsimonia pero también me pregunto por cuestiones derivadas de la trascendencia de su entrega, del morbo que también habita en
mí, en mi piel y en mis instintos, porque muchas veces cuando lo veo sufro y
sudo, se me acelera el corazón y provoca cumbres de intensidad parecidas a
otras cumbres vitales de mi existencia,
salvando las distancias y admitiendo
sin reparos que nada es comparable
al fulgor de una embestida negra en
el agujero circular de un ruedo, el lugar más solitario e ignoto de nuestro
universo cuando se queda un hombre
consigo mismo y frente al toro.
Otra paradoja, un hombre rodeado
de hombres en un círculo que no tiene final ni escapatoria, un círculo que se encierra en sí mismo en una multiplicación inexacta de aros donde se coloca la platea para observar lo que
sucede dentro. El aficionado como observador necesario para cumplir el
rito: se torea en soledad pero se torea para que a uno lo vean y lo compartan,
como se comparte un poema o se bebe un vino. Todo tiene sentido para que
el espectador deguste la obra en un suspiro. Un muletazo es siempre un recuerdo indeleble; se ve y ha pasado, se consuma pero ya no existe, igual que
un sorbo de vino que pasa por la boca e inunda el paladar para convertirse
apenas un segundo después en memoria a la que evocar para revivir una
parte de aquella intensidad evidente, dramática y sentida apenas segundos
antes de convertirse el sol en sombra, en infinita sombra, pero en sombra al
fin y al cabo.
Decía que mi patria es José Tomás y eso exige rebelarse siempre con uno
mismo, cuando escribe, cuando se levanta por las mañanas para vencer la
pereza e incluso cuando sueña, porque como me confesó un día en una
265
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
entrevista Vicente Amigo, José Tomás es el torero de los sueños. Y Vicente,
que es un guitarrista heterodoxo, comprometido y con múltiples ribetes de
genialidad, me reconoció la influencia del toreo de José Tomás en su proceso
creativo: «Me ha aportado mucho dolor», me dijo; pero también me habló de
«sus formas». Ah, amigos, esto es maravilloso. ¿Qué puede aportar el toreo a
la música? ¿Qué formas? ¿Qué dolor es ese al que se refiere Vicente Amigo?
No estoy muy seguro de ser capaz de describir cómo ese océano del toreo
puede evidenciarse después en un compás musical, aunque sí estoy plenamente convencido de que la creatividad se traslada de manera absolutamente inmarcesible entre los diferentes artes y que existe un lenguaje -para nada
convencional- que fluye entre la música y los toros, un tiempo, un sentido
rítmico del desmayo y de la profundidad evidente y legítimo.
Desde siempre se ha visto cómo se intercambian jerarquías y modelos
entre el cante y el lance, pero me temo que no es sólo una asociación casual
de palabras y conceptos tales como temple, compás, hondura, quejío, mansedubre...; o una asociación de familias y de dinastías, de personajes y creadores. No, va mucho más allá porque expresa una espiritualidad compleja,
un sentimiento artístico y humano raro, arqueológico y muy restringido que
subyace entre ambas expresiones.
Luego, los hombres han creado la etimología para descifrar esas corrientes
y nos han demostrado que han surgido las palabras no sólo por asociación
de conceptos y símbolos, han surgido para expresar esa íntima similitud que
existe entre el cante y la lidia, entre el misterioso compás de una rondeña y
un natural ronco de torero serrano, entre la precisión descriptiva del dolor
amargo de un silencio y la trágica soledad de un diestro en el desierto desolado y fatal del ruedo.
El flamenco expresa un dolor y el toreo profundo sale del alma, es imposible la verónica pulida de Rafael de Paula sin comprender ese dramatismo
barroco e integral de su personalidad flamenca, de su rima acentuada con el
diapasón de un compás gitano que tan claramente se adivinaba en sus rodillas al aposentar su cuerpo para torear con el capote, meciendo la tela como
El Torta templa la garganta, como Manolo Caracol se iba por fandangos que
se rebelaban contra sí mismos, o el llanto de Camarón al elevar su deliciosa
voz evocando el arte y la majestad de Curro Romero.
Hasta la impotencia del torero tiene similitudes con el no llegar de un
cantaor cuando se le rompe la garganta al no alcanzar el tono perseguido.
Hay un discurso flamenco misterioso y oscuro y un toreo hacia los adentros
que comparten el mismo mecanismo, un toreo dicho para uno mismo, un
266
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
toreo negro que se canta casi en silencio y que no pretende que se sepa de él
porque subyace donde casi nadie puede llegar, es el flamenco absorto como
el toreo absorto. Pero también se puede torear por alegrías, con ese compás
gaditano que huele a azahar, que lleva la luz prendida en las zapatillas y
que se rezuma en esas tardes de poniente limadas por la brisa azul del Atlántico andaluz, la misma brisa de las bodegas de Jerez, la que se recoge en
los alberos donde descansan las soleras y se adormecen moléculas de uvas
centenarias.
Se torea sonriendo y se canta también a un paso de la mueca, aunque me
interesa más ese dolor de dentro, ese llanto que no se puede borrar y que
gravita de la muleta de José Tomás al eco profundo de Vicente Amigo de una
manera relativa pero evidente: es un camino de doble sentido, un trayecto
que carece de eufemismos y que se escucha con la aorta embravecida. El
toreo lacera el espíritu y provoca una sensación misteriosa de duelo y José
Tomás es la mayor evidencia de ese misterio: tanto poder, ese sobrenatural
arrojo suyo que nos conmueve porque apenas lo entendemos nos deja desnudos del todo cuando lo vemos a merced del toro como un despojo derramado por el suelo en los instantes de la cogida.
El héroe parece que se desvanece. El ser, al que casi hemos tratado de sobrenatural por su capacidad increíble para recrecerse en los retos del toreo,
se nos aparece un segundo después como el individuo más frágil del universo, como el más necesitado, tirado ahí, como una colilla, como un pañuelo
olvidado en una estación de tren. Es apenas un segundo lo que dura la imagen postrada del mito, pero es un segundo con aroma a eternidad en el que
no se sabe si ha vencido la muerte a la vida, un segundo que encierra todas
las paradojas, un segundo, acaso menos, en el que asoman todos los temores
que alberga el alma. Y ése es el dolor que destroza a Vicente Amigo, que me
destroza a mí; la brutal realidad de que al más vivo de todos los toreros le
haya vencido la muerte misma a la que sólo él mira a los ojos.
Y es un dolor hondo, un dolor que parece un precipicio, que se encarama
por las paredes de los rascacielos con el rumor de una tormenta de viento
helado, de ese viento que lacera la piel, que arrebata de sensibilidad nuestra
epidermis. No hay dolor más grande que la revelación de su muerte, que
la posibilidad intacta de un mito caído por haberlo hecho para nosotros,
espectadores de la muerte silenciosa, pacientes del espanto, aduladores de
la desesperanza. Nosotros que bramamos con su toreo morimos un poco
con él cuando le hieren porque José Tomás, en el fondo, es el reflejo de lo
que quisiéramos ser y no alcanzamos. José Tomás como meta, como refu-
267
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
gio y como esperanza. Ése es el dolor que embarga a Vicente Amigo y con
ese malestar se regenera el artista creciendo y creando, imponiéndose un
catálogo de formas -las formas de José Tomás- que no son arabescos, que
tampoco son partituras y que él es capaz de reflejar en visiones de sí mismo
tales como la increíble e iluminada rondeña llamada ‘Ventanas al alma’,
editada en 1996, precisamente el año de la alternativa mexicana del maestro, o ‘Campo de la Verdad’, esa bulería inmensa que le dedicó y en la que
evocando el lugar de los duelos de su Córdoba, la vida y la muerte otra vez,
reflejaba lo que sentía por José Tomás, por su dolor épico, por su conciencia
arrebatada y soñadora.
Y es cierto que José Tomás no ha sido el inventor de las cornadas, pero no
es menos verdad que la sucesión de momentos trágicos de las temporadas
de 2007 y 2008 asimiló su imagen a la del torero escarnecido, torero gore
lo llamaron los ilusos, los que habían olvidado que la lidia tiene vocación
de precipicio, que colocarse delante de un toro implica esencialmente el
riesgo de la aventura, de encaminarse en un trayecto que tiene un destino
indeterminado. Y ¿qué papel juega el miedo?, me pregunto, el miedo del torero y el miedo que genera en los tendidos. El miedo que yo siento lo tengo
muy claro porque es una percepción mía, una percepción que recorre mis
neuronas como efecto solidario con el torero que arriesga su existencia; y
aunque es un miedo ajeno lo hago mío, lo comparto pero sin riesgo, y de
alguna manera, también lo busco.
Según Rush W. Dozier, autor del libro ‘Fear Itself’, existen tres sistemas
en el cerebro humano para reaccionar ante el miedo. El primero es el primitivo: todo animal cuando se siente frente a un peligro elige una de estas
dos opciones: huir o pelear. Ésta es una reacción que está en la base de todas nuestras singularidades ante el miedo, y se encuentra presente en todas
especies. Este sistema funciona fuera del control de la conciencia cuando
nuestro cuerpo detecta el peligro de manera automática. De hecho, mucho
antes de que nosotros nos demos cuenta de lo que puede suceder, este sistema decide si lo que percibe del exterior es algo que representa peligro. Si
intuye que hay peligro, se dispara la respuesta de huir o pelear. El segundo
sistema es el miedo racional, mucho más lento y elaborado porque analiza
en profundidad toda la información que recibe. Evalúa metodológicamente
la naturaleza de un miedo específico, y analiza las diferentes posibilidades
y opciones, incluyendo otro tipo de respuestas más complejas que las respuestas básicas de huir o pelear. Por ejemplo, puede intentar engañar en
lugar de huir, o en lugar de pelear puede intentar negociar. El tercer sistema
268
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
esteban pérez abión
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
del miedo se asienta en la conciencia misma y actúa como mediador entre
los conflictos que se generan, entre la emoción y la razón. Tiene, entre otras
cosas, capacidad para detener la respuesta primitiva y su estructura resulta
complejísima. Algunos autores sostienen que la mente propensa al miedo es
la mente que visita la emoción mucho más que la razón.
En una entrevista, José Tomás le confesó a Joaquín Sabina: «Tengo miedo,
soy un ser humano y he pasado mucho miedo». Obviamente, el mecanismo
interior que se genera en un torero está en relación con la conciencia y con
las múltiples estrategias que posee para disipar gran parte de los temores con
cualidades tan importantes como la técnica, que es una herramienta fundamental, la concentración y el convencimiento. Yo no he tenido la oportunidad de conversar con José Tomás sobre este extremo, pero sí lo he podido
indagar en el caso de Diego Urdiales, que comparte muchas afinidades con
el concepto de José Tomás y que ha sido uno de los pocos matadores que
yo conozco que ha sobrepasado en varias ocasiones esa raya que delimita
la vida y la muerte, esa frontera que muy pocos elegidos pisan y atraviesan
a sabiendas de que al otro lado era casi inapelable la cornada, el coqueteo
sincero con la muerte. Quizás la tarde más alucinante en ese sentido en la
vida del riojano sucedió en la última corrida de la Aste Nagusia de 2009,
cuando se jugó la vida «como un perro» ante un gigantesco Victorino al que
fue capaz de arrancarle materialmente una oreja tras una faena de proporciones míticas: «Claro que pasé miedo, pero estaba convencido de lo que
tenía que hacer y de que podía hacerlo. Superar el miedo es muy difícil, pero
yo lo logro a base de mentalización, de pensar mucho, de racionalizar todo
lo que sucede con el toro desde que aparece en el ruedo».
El mozo de espadas de Diego Urdiales me comentó unas jornadas después, en un hotel de Valladolid, que el torero aquel día no había probado ni
una gota de comida, apenas algo de agua y poco más. Sin duda era el miedo,
un miedo que se multiplica en dos vertientes: la responsabilidad de estar a la
altura que uno mismo se ha impuesto en una plaza de tan singular categoría,
y el miedo físico a la cornada, a jugarse la vida en definitiva. El primero es
el que mejor se lleva porque se sintetiza a través de la concentración física y
psíquica, a veces con esas rutinas que imponen los toreros en su preparación
-dentro o fuera de la temporada- y que Salvador Boix un día me describió
de la siguiente manera a través de su percepción personal: «Cuando José Tomás se introduce definitivamente en la liturgia de cada corrida todo cambia,
cambia la cara, cambia el gesto, cambia la tensión muscular y a medida que
se va vistiendo de torero cambia casi la persona, como si se agigantara».
270
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
La cornada de Aguascalientes
José Tomás ha puesto un punto y seguido a su carrera con la decisión que
anunció a principios de junio de cortar la temporada como consecuencia
de la cornada que recibió en la plaza de toros mexicana de Aguascalientes
el 24 de abril de 2010 y que estuvo a punto de costarle la vida. Llegaron
noticias terribles de México; desde Aguascalientes, donde a José Tomás un
toro le reventó la pierna izquierda. El primer esbozo de parte hablaba de la
femoral y la iliaca laceradas, de litros de sangre derramados por el ruedo,
por el callejón, por la enfermería... José Tomás se debatía en la madrugada
española entre la vida y la muerte; y cuando un torero, el que sea, sufre
algo así, todos nos debatimos con él en estos momentos terribles. La noticia
había desvelado una noche plácida de primavera en España, y José Tomás,
el más grande de cuantos matadores he visto, se peleaba en un quirófano
contra todas las pesadumbres. Me sentía herido como él, como José Tomás,
aunque acabara de desayunar un vaso de leche con galletas. Tenía dentro de
mí todas las angustias, todos los miedos, todos los precipicios que él y sólo él
había sabido sortear como nadie en tardes en las que había resuelto nuestros
corazones con la singular precisión que adorna su muleta. No tenía palabras
para expresar lo que sentía, lo que me dolía el alma, lo que me quemaban
las entrañas a pesar de que había más que un océano de por medio, a pesar
de que el rumor de su dolor salpicaba noticieros y periódicos. José Tomás se
deja el alma cada tarde, cada mañana, cada anochecida cuando torea y por
eso me plegaba una vez más a la ternura dramática de su mensaje.
Las primeras noticias
Así informaba de la cornada el portal Burladero.com. «El diestro José Tomás
ha salvado literalmente la vida esta pasada madrugada española tras recibir
en la plaza mexicana de Aguascalientes una gravísima cornada, una de las
más fuertes de toda su carrera si no la más importante, a cargo del segundo
toro de su lote de Santiago, de nombre Navegante, en un remate del diestro
271
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
de Galapagar con la mano izquierda. La cornada le partió el paquete vascular de la pierna, rompiendo la vena femoral y la arteria iliaca y contundiendo
la safena. Fue tal la gravedad de la cornada, que los doctores del equipo
médico del coso hirdocálido, encabezados por Carlos Hernández Sánchez
se vieron obligados a pedir donantes de sangre del tipo OHR Positivo por la
megafonía de la plaza mientras la angustia y las noticias contradictorias sobre el estado del torero tomaban el mando: ‘Se llevó todo el paquete femoral
la artería y la vena iliaca. Lograron controlar la hemorragia y colocaron un
by pass, pero está grave’, declaraba a los micrófonos de Formato 21 de Grupo Radio Centro, el doctor Uribe Camacho. ‘Todo el equipo de Aguascalientes ha estado trabajando y hasta el momento le ha salvado la vida’, agregó
el médico, hecho que afortunadamente se ha confirmado tiempo después y,
según ha confirmado a este medio el entorno del torero, la vida de José Tomás definitivamente ya no corre peligro después de que, tras una primera intervención en la plaza, fuera trasladado a un centro hospitalario de la ciudad
mexicana. La cornada penetró unos diez centímetros en la pierna izquierda
y el torero recibió la transfusión de hasta 8 litros de sangre (cuando el cuerpo humano tiene alrededor de 5) y la intevención quirúrgica ha durado tres
horas y media, según palabras de su apoderado, Salvador Boix».
En el festejo, segunda corrida de toros de la Feria de San Marcos, José
Tomás había paseado una oreja de su primer toro. Rafael Ortega estuvo muy
voluntarioso y se llevó palmas; Octavio García El Payo reapareció y mostró
su disposición con los dos toros de su lote, y la corrida de Santiago tuvo sus
complicaciones.
Los teletipos del susto
Las agencias siguieron enviando sus crónicas a España, aunque después se
confirmó en el parte que las heridas no eran exactamente las que se dijeron
en el primer momento: «el diestro español José Tomás, que resultó gravemente corneado en la plaza de Aguascalientes, ha experimentado una ‘discreta
mejoría’ según el último parte médico. Aunque la circulación en sus piernas
es normal tras lograr construirle los doctores la vena y arteria femorales, sus
condiciones son ‘muy delicadas’, pero no se teme por su vida, han agregado
los sanitarios en rueda de prensa. El torero ‘dentro de la gravedad, está esta-
272
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
ble y está reaccionando bien’ tras la operación a que fue sometido la pasada
madrugada, ha declarado a la prensa su apoderado, Salvador Boix. El diestro
madrileño fue sometido a una operación de tres horas y media que realizó el
cirujano vascular Alfredo Ruiz, a quien apoyaron los médicos de plaza Carlos Hernández y Enrique González Cariaga. La cogida de José Tomás ocurrió
durante la lidia del quinto toro, de la ganadería mexicana de Pepe Garfias. El
torero perdió mucha sangre por lo que se solicitó por megafonía en la plaza
que quienes tuviesen su mismo grupo sanguíneo donasen sangre. El diestro
está muy vinculado a la localidad de Aguascalientes, donde hace unos años
se compró un rancho y en donde ya ha toreado en varias ocasiones. José
Tomás, que tomó su alternativa en México, ya sufrió otra gravísima cogida
en 1996 en la plaza de Autlán de la Grana, en el estado de Jalisco, en la que
también perdió mucha sangre y necesitó varias transfusiones».
A las puertas de la muerte
El médico aseguró entonces que la decisión de intervenirlo en la propia
plaza, donde le aplicaron suero y le transfundieron la sangre, salvó la vida
de José Tomás, que llegó a la enfermería «muy tranquilo» y eso ayudó «mucho» a todo el equipo médico. Tras la intervención quirúrgica, que concluyó
sobre las 00.15 horas (05.15 horas GMT) había que esperar la evolución
del paciente y para ello serían importantes las siguientes 72 horas ante el
riesgo de que surgiesen complicaciones. Otro de los doctores que operó al
diestro, Carlos Hernández, expplicó a los periodistas que era «la cornada
más grave» que había atendido el equipo médico de la plaza, incluida la
«impresionante» cogida que sufrió en el pecho el novillero Jairo Miguel unos
tres años antes. Los médicos se mostraron confiados en la recuperación de
José Tomás, así como en su juventud y vitalidad, aunque aún podían surgir
complicaciones en su estado.
El morlaco le había avisado dos veces anteriormente con sendos extraños,
aunque el diestro, fiel a su estilo, insistió en su faena hasta que a la tercera
fue prendido en el muslo izquierdo de forma seca. A pesar de la rapidez en
trasladarlo ante los médicos, en el lugar de la cogida dejó un gran charco
de sangre, así como en todo el recorrido hacia la enfermería, donde fue
estabilizado.
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
Mejores noticias
Pocas horas después empezaron a llegar noticias más tranquilizadoras: José
Tomás había empezado a respirar por sí solo y a responder a los estímulos, sólo un día después de la grave cogida sufrida en la Plaza de Toros de
Aguascalientes, como dijo a Efe Juan Carlos Ramírez, uno de los médicos
que atendía al torero. «Entiende muy bien todo lo que se le dice, trabajamos
así desde el mediodía y también es capaz de respirar por sí solo aunque
se mantiene un protocolo mixto», dijo el médico a las 22.00 horas locales
(3.00 horas GMT del lunes 26 de abril). La evolución del estado de salud
del matador madrileño también fue confirmada por su apoderado, Salvador
Boix, quien, un poco más tranquilo tras la tensión de las últimas horas,
calificó de «excelente» esa «mejora sustancial». «Estamos muy, muy, muy
contentos», confesó Boix, quien justificó dicha alegría en que habían sido
momentos «muy chungos» en los que el torero lo había pasado mal. Pero
miramos para adelante, no para atrás y las cosas están funcionando muy
bien, añadió.
Aunque no había podido entrar aún en la habitación del torero, los médicos le habían dicho que se decidió retirar la sedación «muy lentamente» y
que se comunicaba ya «algo», aunque aún no hablaba porque permanecía
intubado. Boix añadió que el equipo médico que atendía a José Tomás había definido su evolución como «óptima» y «sorprendente», aunque explicó que, como se comprueba cada vez que hay una cogida, los toreros «son
así» y se recuperan a una gran velocidad. Respecto a la polémica por el
estado de la enfermería de la plaza de Aguascalientes, refirió que «no es el
momento de hablar de eso y tiempo habrá para analizarlo», aunque añadió
que las instalaciones eran «sustancialmente mejorables» y que se trata de
asuntos que hay que hablar «porque son temas muy serios que no afectan
sólo en este caso».
El caso es que José Tomás estaba vivo de milagro. Las informaciones tranquilizadoras que llegaban desde el Hospital Hidalgo de Aguascalientes
(México), donde permanecía ingresado en la UVI, desvelaron que el diestro
estaba totalmente fuera de peligro y que había sorprendido a los médicos
por una positiva evolución que le permitió departir e incluso bromear con
su seres más allegados. Sin embargo, sólo la pericia y la profesionalidad
del cirujano Alfredo Ruiz Romero impidieron que el torero de Galapagar
muriera desangrado en el interior de una enfermería que no disponía del mínimo instrumental necesario para atajar semejante cornada. El torero perdió
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
más de la mitad de su sangre en pocos minutos y cuando lo extendieron en
la camilla su propio hermano le quitó el vestido con unas tijeras mientras
seguía brotando la sangre de la brutal herida como un surtidor. El diestro,
que había entrado en estado de shock en el callejón, se recuperó al llegar
a manos de los doctores. Pero allí no había ni oxígeno ni pinzas. De nuevo
perdió la consciencia y ante tal situación, el doctor Alfredo Ruiz decidió
estabilizarlo allí mismo (es decir, abrir en vivo la pierna izquierda y pinzar
sus vasos femorales, arteria y vena). Con dicha maniobra se logró parar la
hemorragia que estaba sufriendo el matador, que llegó a perder unos cinco
litros de sangre. El doctor Ruiz comentó a diversos medios que José Tomás
llegó a la enfermería tranquilo y que en varias ocasiones le preguntó: «¿Qué
es lo que tengo?, doctor». Una vez detenida la hemorragia, se le trasladó al
hospital más cercano en ambulancia, con los doctores sujetando la herida
para evitar nuevas pérdidas. Allí pasó de forma inmediata al quirófano en
una operación de casi cuatro horas en la que, entre plasma, suero y sangre,
se le trasfundieron once litros».
El coso de la ciudad Hidrocálida es una plaza monumental que afora más
de 16.000 espectadores y es propiedad de la inmensamente rica familia
Bailleres y sorprende que albergando una de las ferias más importantes de
México la enfermería se encontrara en tan lamentables condiciones. Fernando Ochoa, torero mexicano y amigo de José Tomás, dijo que había hablado
con el presidente de la Asociación de Matadores para pedir responsabilidades. El torero hizo gala en la enfermería de una enorme sangre fría a pesar
de que se moría. «Nos ayudó mucho», reconoció el propio cirujano. Alberto
Elvira, amigo de José Tomás desde hace tiempo y apoderado de El Payo, uno
de los diestros que actuaban en el coso hidrocálido, saltó al ruedo al ver la
cornada y fue uno de los encargados de trasladar al herido a la enfermería.
En una entrevista relató que en el traslado «lo único que dijo, con sangre fría,
es que no pasaba nada, que estuviéramos tranquilos y que no corriéramos.
Luego ya perdió el conocimiento». En la enfermería la situación fue dantesca
y como reconoce otro torero y amigo de José Tomás, Fernando Ochoa, que
permaneció a su lado durante la milagrosa estabilización, el matador de Galapagar estaba muy calmado: «Me decía que le dolía la pierna, sólo eso». El
doctor, que abrió sin anestesia, también destacó la sangre fría de José Tomás:
«No cabe duda que su enorme tranquilidad nos ayudó mucho».
Los facultativos también señalaron la actuación del banderillero Diego
Martínez, ya que al levantar al diestro de la arena «metió la mano en la pierna de José Tomás y le taponó directamente la hemorragia». El padre de José
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
Tomás permanecía fuera, junto al apoderado Salvador Boix, y manifestó su
incredulidad ante lo que estaba viviendo: «No tenían ni tijeras para quitarle
el vestido. Fue muy duro».
José Pedro Orío, el empresario riojano amigo de José Tomás y la persona
que lo trajo a Arnedo en marzo, estuvo a punto de ir a esa corrida: «Al final no pude, pero he estado en contacto con su gente en todo momento y
las sensaciones que tuvieron la noche del sábado al domingo es que José
Tomás se moría. Afortunadamente se está recuperando, pero parece increíble que una plaza tan importante carezca de los medios necesarios en la
enfermería».
La cornada de Aguascalientes desde una perspectiva riojana
Nunca se podrá saber a ciencia cierta lo que hubiera sucedido si el toro
Navegante de la asaltillada ganadería de De Santiago le hubiera propinado
la cornada a José Tomás en un coso taurino de La Rioja, pero está claro que
las cosas hubieran sido muy diferentes, porque los protocolos de actuación
de los médicos españoles son muy distintos a los mexicanos y porque si el
percance hubiera sucedido en La Ribera, el diestro después de haber sido
estabilizado se le hubiera intervenido en el quirófano de la misma plaza,
tal y como sucedió con los tres matadores que han sido operados en el
nuevo coliseo desde que fue inagurado en 2001: Víctor Puerto, Domingo
López Chaves y Miguel Abellán. Miguel Fernández, cirujano de las plazas
de Logroño, Haro y Calahorra -entre muchas otras-, asegura sin ambages
que «materialmente en nuestra comunidad se puede afirmar que existen
todos los medios necesarios para atender a un torero en un percance de
estas características». En el caso de la cogida de José Tomás, la fuerte hemorragia, su brutal relevancia mediática, la lejanía y las declaraciones de
personas de su entorno generaron una fortísima convulsión informativa a
la que se unió la posible precariedad de la enfermería -no confundir con
un quirófano-, los protocolos médicos, y las peticiones que se realizaron
por megafonía para pedir sangre para el matador herido. Un gran lío. Sí,
pero con el torero, afortunadamente, vivo y recuperándose para volver a
los ruedos.
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
Otra cosa que diferencia las prácticas españolas de lo que realizó el equipo médico que trataba a José Tomás en Aguascalientes es la emisión del
parte facultativo. En Logroño se ofrece al acabar la operación y en Madrid,
por ejemplo, se coloca en un anaquel en la puerta de la enfermería lo más
rápido que se puede. En el caso de la cornada al torero de Galapagar, tardó
la friolera de cinco días y estaba redactado en estos términos: «Herida en
la cara interior del tercio superior del muslo izquierdo, de unos veinte centímetros y varias trayectorias, que interesó piel, tejido celular subcutáneo,
masa muscular, seccionando la arteria femoral profunda, lacerando la arteria femoral superficial y la vena femoral. Fue estabilizado en la enfermería
de la Monumental de Aguascalientes y trasladado al Centro Hospitalario Miguel Hidalgo para ser intervenido. Se realizó reparación de los vasos lesionados, así como la reconstrucción de los tejidos blandos afectados. Ingresó
al área de terapia intensiva, donde permaneció 72 horas, y posteriormente
fue trasladado a planta. La evolución del paciente está siendo muy satisfactoria. Su pronóstico es reservado, y salvo que surjan complicaciones, se
estima que tardará en sanar unos quince días». Al respecto, Miguel Fernández asegura: «Sin contar con un parte médico fidedigno, no se pueden sacar
conclusiones concretas, pero se me pusieron los pelos de punta al escuchar
informaciones en las que se decía que se pidió sangre por la megafonía».
Según el cirujano de la plaza de La Ribera, «la transfusión de sangre es un
acto clínico muy complicado que exige la realización de pruebas cruzadas
y la posibilidad, si se realiza directamente, de transmitir alguna enfermedad
de carácter infectocontagioso».
El doctor Fernández subraya que «incluso cuando necesitamos sangre en
nuestros propios quirófanos, pasa un tiempo prudencial en el que se realizan
este tipo de pruebas de compatibilidad». Además, sobre las transfusiones, el
doctor Fernández explica que «existen soluciones que reexpanden la volemia -volumen total de sangre circulante en un ser humano- y que pueden
sustituir temporalmente la transfusión». El facultativo destaca que se trató de
una herida «muy sanguínea» y que la actuación de los médicos mexicanos
consistió en estabilizar al herido; cortar las hemorragias y después trasladarlo al hospital para realizar la intervención.
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
Y en La Rioja qué...
Pero, ¿en qué condiciones se encuentran las enfermerías de las plazas de
toros de La Rioja? La verdad es que la respuesta es más que satisfactoria.
Desde abril de 1991 se considera infracción muy grave el incumplimiento
de las medidas sanitarias o de seguridad exigibles para la integridad de
cuantos intervienen o asisten a los espectáculos taurinos. De hecho, todas
las plazas deben disponer de un servicio médico-quirúrgico próximo al redondel y con el acceso más directo e independiente que sea posible. Los
servicios permanentes (con locales fijos) incluyen: sala de reconocimiento
y curas, sala de esterilización y lavado, quirófano, sala de recuperación y
adaptación al medio y aseos. Los servicios móviles precisan de un local,
construido, prefabricado o portátil, y su equipamiento y características dependen del jefe del servicio. Dependiendo del tipo de festejo y de la edad
de las reses (mayores o menores de dos años), dicho facultativo será el responsable de determinar las necesidades del material, instrumental y medicamentos. El equipo de médicos que se desplaza a una plaza riojana consta
de un cirujano jefe, otro cirujano ayudante, un anestesista reanimador y un
médico. Aunque en el caso de novilladas sin picar se reduce a un cirujano
jefe y un ayudante.
La enfermería de la plaza de Logroño cuenta con quirófano, sala de recuperación y de curas, lavabos quirúrgicos, además de sistema de gases centralizado con aire acondicionado en todas las dependencias e incluso un cuadro
eléctrico con instalación generadora auxiliar. En Calahorra las dependencias
se encuentran adecuadas en gran parte a las necesidades, aunque se transporta el material médico y anestésico. La enfermería de Haro tiene defectos
de localización por la proximidad con los corrales, se transporta el material
médico-quirúrgico y se complementa con una evacuación por medio de
una UVI-móvil con soporte vital avanzado. El Arnedo Arena, la plaza más
nueva de todas, está muy bien dotada con un quirófano rescatado del viejo
Hospital San Millán de Logroño.
La cornada más grave en La Rioja fue la sufrida por José Antonio Campuzano en Calahorra en 1984. El cirujano fue Antonio Domínguez, que
relataba así en Abc la gravedad del caso: «El toro lo prendió por la ingle,
pero no nos dimos cuenta de la tremenda gravedad. Entró a la enfermería
en muy buen estado y quería volver al ruedo, pero al quitarle la ropa y
proceder a la exploración del abdomen vimos una hernia visceral que sin
duda demostraba que el pitón había penetrado en la cavidad abdominal.
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
Como la operación iba a ser muy laboriosa, trasladamos al torero a la clínica Los Rosales».
Domínguez hizo un gran trabajo y Campuzano reapareció en San Mateo.
Calahorra fue escenario de la primera gran cornada de El Juli, el 30 de agosto
de 1999. La cogida se produjo en el sexto toro de la tarde y afectó a la región
posterolateral del muslo derecho, con dos trayectorias, una de veinte centímetros y otra de diez. Fue atendido en la enfermería del coso por Miguel
Fernández, quien declaró que «en el sopor de la anestesia, El Juli no paraba
de decir que quería ser el número uno». Posteriormente, fue trasladado al
Hospital San Millán. En la nueva plaza de Logroño ha habido tres matadores
heridos por asta de toro y operados: Víctor Puerto, Domingo López Chaves
y Miguel Abellán. Sin embargo, Miguel Fernández recuerda cómo la cogida
más dura fue la que sufrió un monosabio en una corrida con toros de Alfonso
Navalón en Haro a principios de los años noventa.
Explica Miguel Fernández, cirujano de la plaza de toros de Logroño, Calahorra y Haro y que ha intervenido a diestros como El Juli, Miguel Abellán,
Víctor Puerto o Domingo López Chaves, que existe una curiosa paradoja:
«Las enfermerías mejor montadas son las que tienen un hospital de referencia cerca. De hecho, todas las enfermerías que se montan en plazas fijas se
adaptan al festejo y a sus necesidades, e incluyen la existencia de un sistema
de evacuación con soporte vital avanzado». El doctor Fernández sostiene
que en ocasiones «existe cierta despreocupación, desde el punto de vista
empresarial en cuanto a la modificación de espacios y mejoras en dependencias y servicios, tanto por la temporalidad de las empresas taurinas como
por la poca receptividad de los ayuntamientos». Otra cuestión que destaca
el cirujano logroñés es que es costumbre en España -avalada con mejores
resultados- la asistencia en el quirófano. Por el contrario, «en Francia y en
muchos países hispanoamericanos predomina una reanimación del paciente
y un posterior traslado al centro hospitalario. Pero el tratamiento, tanto en las
permanentes como en las temporales o móviles (sobre todo en estas últimas),
se basa en una correcta estabilización del trauma inicial, con una posterior
evacuación al hospital de referencia». Eso sí, Fernández asegura que «por
muchos medios que existan, hay varios tipos de cornadas o traumatismos
que pueden desembocar en una muerte inmediata», tal y como le sucedió a
Manuel Montoliú en Sevilla o a El Yiyo en Colmenar, donde el cuerno llegó
al corazón y causó heridas irreversibles.
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
José Tomás o el compromiso más revelador
Una cornada a un torero no supone ninguna novedad; es el tributo que se
paga al ponerse delante de un animal al que se le arrebata la vida. En esta
ocasión fue José Tomás en México, en Aguascalientes; donde estuvo a punto
de perder su vida como le pasó en Autlán de la Grana (Estado de Jalisco) en
1996, tarde en la que recibió la herida más fuerte de su incipiente carrera
y en la que sufrió varias paradas cardiorrespiratorias. José Tomás es el más
entregado de todos los matadores y cuando sale al ruedo es tal su compromiso que nunca sabe qué va a acontecer, qué le va a deparar su apabullante
entrega.
En Arnedo era impresionante su concentración absoluta antes de realizar
el paseíllo: su mirada cerrada, su figura aparentemente inaccesible divisando
en el horizonte de la plaza todo ese manantial de sensaciones que han de
aflorar cuando se es consciente del paso que se va a dar. José Tomás es el
toreo, su versión más depurada; por eso subyuga, por eso nadie es capaz de
descifrar hasta dónde es capaz de llevar su compromiso. Unos días antes de
su última corrida en México, el Príncipe de Galapagar, como le llaman en
aquel país, organizó un acto para presentar un convenio de su fundación por
el que ha entregado 500 becas para estudiantes mexicanos de Bachillerato.
En Barcelona toreó seis toros gratis para ayudar a diferentes organizaciones
benéficas; además de promover concursos de redacción contra la violencia
de género. José Tomás es la expresión de un artista comprometido con su
tiempo, por eso su arte es espiritual.
«No me puedo sentir más mexicano»
José Tomás aseguró que no se podía sentir «más mexicano y más agradecido» tras recibir el alta médica y abandonar el hospital de Aguascalientes en
el que estuvo ingresado tras sufrir la cornada. En un breve discurso leído en
presencia de familiares y amigos, el matador dio las gracias a los médicos
que le salvaron la vida, a la afición mexicana y española, que habían estado pendientes de su salud, y a la Virgen de Guadalupe. «Gracias México»,
añadió José Tomás al dejar el Hospital Miguel Hidalgo: «Soy consciente de
que hoy estoy aquí gracias a esas manos tan oportunas que en el ruedo ta-
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
poyatos
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
ponaron mi herida, al equipo médico que me atendió (...), sin ellos no me
hubiera podido agarrar a la vida con la fuerza que me agarré, por supuesto
a la Virgen de Guadalupe», dijo el diestro. José Tomás abandonó el hospital en una silla de ruedas que llevaba su médico personal, Rogelio Pérez
Cano, en presencia de sus familiares más cercanos, amigos y algunos de
los doctores que lo atendieron, como el cirujano vascular Alfredo Ruiz y el
médico intensivista Juan Carlos Ramírez. «Hace unos días, aquí mismo en
Aguascalientes, con motivo de un acto de la fundación que presido, decía:
‘Aquí en esta tierra me hice torero, aquí recibí mi primera cornada grave,
desde entonces llevo sangre mexicana en mis venas, me siento mexicano de
adopción’, expresó el diestro. Ese discurso, agregó, «ha sido superado por
los últimos acontecimientos», puesto que tras la cornada del toro Navegante
el diestro mezcló su sangre con la tierra mexicana y después para salvar su
vida recibió sangre donada por mexicanos.
El diestro agradeció a «los cientos de hidrocálidos» (como se conoce a
la gente de Aguascalientes) que acudieron a donar su sangre para salvarle
la vida. Señaló que a partir de esta experiencia hacía un llamamiento a la
gente para que donase sangre, pues «es muy importante para la vida de las
personas». También tuvo palabras de agradecimiento para los aficionados
de España, México y de «todo el mundo» que habían estado pendientes de
su salud y habían rezado por su recuperación, así como para el personal
del hospital que con sus cuidados le hizo sentir como en casa. Además, reconoció el trabajo de los medios de comunicación por haber respetado su
intimidad y aprovechó para dar las gracias a sus amigos y familia. «Gracias
a todos, a todos los llevo en mi corazón», concluyó Tomás, quien recibió un
fuerte aplauso de los presentes, que lo despidieron con los gritos de «torero,
torero». José Tomás no había permanecido en el Hospital Hidalgo ni una
semana.
Según el parte médico definitivo, el pitón le produjo una herida de unos
veinte centímetros de profundidad y el torero sufrió en la enfermería de la
plaza un choque hipovolémico «gravísimo» que puso en peligro su vida. El
equipo médico que lo había atendido repitió durante toda la semana que la
rápida recuperación del torero no dejó de sorprenderles y que nunca habían
visto nada similar.
Tras pasar dos noches en la Unidad de Vigilancia Intensiva (UVI) del Hospital Hidalgo, José Tomás fue pasado a planta a última hora del lunes 26
de abril y el jueves empezó a caminar en su habitación con la ayuda de un
andador y sin sufrir excesivos dolores al apoyar su pierna izquierda.
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SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
Julio Aparicio, el cuello atravesado; el alma, no
Las cornadas no son patrimonio de José Tomás, y si el torero de Galapagar recibió una dantesca en México, en plena feria de San Isidro fue Julio
Aparicio quien sufrió otra brutal que conmocionó a todo el país. Yo no vi la
cornada en directo pero me quedé sin palabras para describir lo que sentí
cuando contemplé las impresionantes imágenes del percance. No tengo palabras porque se me quedaron las manos sin dedos, el corazón sin sangre, el
cuello mismo detenido.
No tengo palabras, ni creo que nunca las vaya a tener para explicarme
lo que debe significar el ser torero, arriesgar la vida en cada lance, en cada
envite, casi en cada paso por el ruedo. No tengo palabras para describir lo
salvaje y cruel del toreo, su grandeza, su infinita miseria. Me sentí miserable,
me sentí roto en mi interior de aficionado por lo sublime de la entrega de
los toreros, por darse frente al toro en la máxima expresión de su ser, con
una dignidad para nada remota y mucho menos convencional. No tengo
palabras para expresar lo que admiro a los hombres que son capaces de enfrentar la muerte cada tarde con tan hermosa majeza, con tan sutil dignidad.
«Suerte, Julio», me dije. «Y gracias por su entrega, que es toda nuestra dicha,
nuestro refugio y casi, casi, nuestra única esperanza».
Torero de vuelo mágico
«No sabía cómo explicarlo, lo que hago con los toros me sale de dentro.
Pero no soy capaz de decirte las razones. Así es porque así lo siento». De
esta manera relataba Julio Aparicio su peculiar forma de sentir el toreo
hace casi veinte años a este cronista en el patio de caballos de la plaza de
toros de Tafalla, en una temporada en la que el entonces matador revelación aromatizaba los cosos del norte de España con una forma de sentir
el toreo tan especial como la magia de su encanto, como su personalidad
única. Julio, Julito, como se le conoce en el ambiente taurino, y que en
San Isidro vivió los momentos más horribles que puede padecer un diestro
en un redondel, llegaba a Las Ventas procedente Nimes, donde el jueves
había conmocionado a la afición francesa con una faena increíblemente
sentida y bella a un toro de Núñez de Cuvillo. Quizás repitió aquello que
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SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
«me sale de dentro», aquello que no sabe explicar pero que «es así porque así lo siento». La gran cumbre de Julio Aparicio llegó en Madrid en
1994, merced a una actuación irrepetible a Cañero, un toro de Alcurrucén,
con la que destiló una de las faenas más bellas y desgarradas de cuantas
se recuerdan. Carlos Abella, en su ‘Historia del toreo de España y México’, escribió: «Personalmente creo que es la actuación más inspirada de un
torero que yo he visto en mi vida de aficionado. He visto faenas más perfectas, y también de más mérito, pero lo que hizo fue obra de un auténtico
privilegiado». Julio Aparicio cortó dos orejas y se colocó en la cúspide del
toreo.
Cambió de apoderados una y cien veces y, casi cuando nadie lo esperaba,
su estrella se fue apagando entre la noche de Madrid y las especulaciones.
Joaquín Vidal escribió de él en una crónica de la Feria de Abril que «para que
se estuviera quieto lo habrían tenido que atar». En 1995 toreó cincuenta corridas, y sólo diez en 1998. Aparicio se perdió y estuvo durante más de una
década sin apenas torear, o con temporadas de una corrida en la que de vez
en cuando un teletipo vomitaba un fracaso o un faenón suyo en un pueblo
remoto de La Mancha o en una plaza desmontable de Jaén.
Torero guadianesco porque casi nadie sabía si estaba en activo o retirado.
Julio Aparicio no es igual a nadie y, quizás por eso, sea tan alocadamente
desigual, tan imprevisible y tan incapaz de entender conceptos tales como
la regularidad, el orden o la disciplina. Sin embargo, nadie podrá evitar que
tenga un sitio de privilegio en el toreo: su nombre habita en un olimpo donde muy pocos pueden estar, ése que acaparan los toreros artistas; seres a los
que no se les pide más que un suspiro, un detalle al filo de la marejada que
supone un recorte suyo, o un natural sembrado de perezosos escarceos con
el valor en una media verónica de pitiminí. El toreo de Julio Aparicio es pura
poesía sincrética, es un ejercicio de adivinaciones, de cábalas, de misterios
alumbrados por un alma, la suya, marcada por una creencia casi obsesiva en
la iluminación, en la llamada del duende antiempírico que le posee, que le
habita como buen hijo de torero y de una bailaora flamenca llamada Malena
Loreto.
En una vieja entrevista aseguraba: «En el ruedo siento el miedo normal
que conlleva ponerse delante del toro y del público. No sabría decir a quién
temo más, porque el público me impone un gran respeto».
284
SantÍsima TrinidaD. Mi patria es José Tomás
La recuperación
Julio Aparicio ya está en casa. Ha vencido a la muerte. Ha vencido a la peor
cornada imaginable, a la mala suerte, al derrote más seco que imaginarse
pueda. Por eso canto con estas palabras (las que el día de la corrida fui incapaz de pronunciar) toda la ternura de su toreo, de su propia vida. Y como
torero que es se ha sobrepuesto al peor de los destinos, burlando a la muerte
sin engañarla, mirándola a los ojos, sosteniendo un pulso infinito en el lugar
donde cualquiera de nosotros hubiéramos tirado la muleta al suelo. Él la
tomó para defenderse, pero resultó herido, no vencido, solamente herido, y
eso para un torero, para cualquier torero, es sólo un desafío más a las probabilidades, a la comodidad burguesa donde nos arrellanamos los demás. Julio
Aparicio ya está en casa. Ha vencido a la muerte más espantosa. Nosotros ya
sospechábamos que los toreros tienen ese halo de inmortalidad que los hace
tan libres, tan rotundos en sus expresiones, tan poderosos de alma.
José Tomás cortó la temporada
De manera increíble, Julio Aparicio reapareció el 1 de agosto en Pontevedra;
pero José Tomás no. A través de un escueto comunicado, el diestro de Galapagar anunció a principios de junio su decisión de cortar la temporada. La
razón la ofreció el doctor Rogelio Pérez Cano, que afirmaba en un parte que
el diestro «presenta un déficit neurológico y motor cuya recuperación en el
tiempo se estima que sea lo suficientemente prolongada como para aconsejar la interrupción de la temporada taurina de 2010».
Antes de que sufriera la gravísima cogida de Aguascalientes, José Tomás
toreó cuatro corridas en España: en el coso de Olivenza, del que salió por
la puerta grande; en la plaza de Castellón, donde fue sacado a hombros; en
Arnedo, donde cortó la primera oreja del flamante Arnedo Arena, y en Málaga. En todos ellos se colgó, con antelación a los festejos, el cartel de ‘no hay
billetes’. Como siempre. Y ahora toca esperar.
285
SantÍsima Trinidad. Mi patria es José Tomás
Le echo de menos maestro
Me impresiona la mirada silenciosa de unos ojos que lo han visto casi todo,
de unos ojos que no saben de tinieblas aunque hayan revoloteado con todas
las oscuridades a las que se pueda enfrentar un hombre, con todos los miedos, con todas las responsabilidades absolutas.
Me seduce el rigor con el que se emplea a sí mismo, la contundencia
implacable de su entrega. Es José Tomás, el torero con el que nadie había
podido soñar porque sencillamente resulta inalcanzable su estela.
Ha cortado la temporada como consecuencia de los efectos de la brutal
cornada de Aguascalientes y la noticia ha caído como una losa de granito
entre los aficionados, entre los que le siguen por medio mundo y los que
admiramos su inmarcesible torería.
Confieso que no sé qué decir. El agujero de su ausencia es extenso, inabordable, hay como un vacío en la temporada absolutamente insustituible.
Todos deseamos que se cure pronto, que su pierna izquierda se revitalice
cuanto antes, que pueda volver a torear para disfrutar de nuevo de lo magnífico de una tarde de toros a su lado, contemplando la forma en la que tiene
de sujetarnos cuando él se asoma a todos los precipicios.
Le echamos de menos
maestro (mucho).
286
Diego Urdiales, el torero de mis retinas
carmelo bayo
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Madrid, 13 de mayo de 2008
El 13 de mayo de 2008 debió de amanecer lluvioso en Madrid. En la habitación 139 del Hotel Wellington el sonido de la vida exterior apenas era
perceptible entre el rumor de una tele casi en silencio vomitando el espanto
informativo cotidiano y una turbamulta de pensamientos que se mezclaban
con un apogeo de miedos y de sensaciones. Había oscuridad, temblores y
dudas. No quedaba tiempo apenas para razonar: era cuestión de instinto
pero sabía que había llegado el día, y era éste, no otro.
La estancia era un lujo, amplia, luminosa y fresca, con una cama gigante
y con dos mesillas con un extraño acento entre francés y renacentista. No
había reparado en ellas pero estaban ahí, con un manojo de llaves, dos
móviles, una cartera y un pañuelo. La vida en cuatro artilugios, el resumen
de casi todo lo que tenía: el piso, el coche y ella, porque ella era una fuerza
de la naturaleza, un cobijo y un respaldo; ella estaba siempre y aunque no
estuviera en ese momento, la esperaba con sus ojos lamidos de esperanza y
de realismo. Porque sus ojos conjugan todas las estaciones y todas las posibilidades; no ofrecen dudas y el futuro se suele reflejar casi siempre como
tenía previsto. Sin vuelta de hoja... Ella es una mujer sin concesiones que
conoce tanto las esperanzas como las derrotas, que impone, que aclara los
desaguisados, que rompe moldes y que para decir las cosas no le hace falta
violar el silencio. Las explica con los ojos y los dientes: esa es su gramática
y suele ser inapelable.
Diego llevaba años esperando un momento así y podía resultar paradójico,
pero en ese instante preciso pensaba en las mesillas, en las cortinas, en el
impresionante cuarto de baño y en un espejo donde miraba su cara afilada
de torero, el pelo de torero, la cintura de torero y... el miedo de torero, porque el temor de un torero a la muerte tiene un profundo reflejo en el interior
de la mirada, un brillo metálico que seca la garganta arrasando cualquier
atisbo de sonrisa.
Al menos eso pensaba aquella mañana lluviosa de mayo, en pleno San
Isidro, y a las puertas de torear en Madrid a plaza llena para jugarse no una
oreja o un triunfo, sino para poner en un balance de cristal su modo de vida.
Era el todo o la nada; el toreo (ese anhelo que habita con él desde que era
un niño y correteaba por la plaza de Arnedo con ese afán curioso de los
chiquillos) o la vida rutinaria, el sueño o la desesperanza de comenzar una
nueva búsqueda, un nuevo yo, una esperanza en la que no quería detenerse
ni un segundo en reflexionar. Ese día Diego se lo había ganado para él y se
291
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
propuso firmemente pensar sólo en torear, en explicar en el ruedo todos los
tesoros que había ido acumulando a lo largo de unos años de silencio, pero
unos años cruciales para crecer por dentro como persona y como torero.
Madurez sin torear, un caso insólito...
Alfaro, un festival y un novillo de Carriquiri
Un año antes de aquella mañana en Madrid se produjo un hecho crucial.
Diego había regresado al toreo en un festival benéfico en Alfaro tras casi dos
años de silencio y dio una lección con la mano izquierda ante un novillo de
Carriquiri, propiedad del riojano Antonio Briones. La tarde discurría anodina
y reiterativa, con novillos insulsos y con toreros marcados por la vulgaridad o la estridencia, como Canales Rivera, que tras una tanda de redondos
descompasados, se entretuvo en mordisquear y cabecear el lomo del toro
para rematar sus inmensas gurripinas. «¡Cosas de los monólogos!», se llegó
a escuchar en los tendidos. Sin embargo, a la vez que el sol primaveral se
afanaba en ofrecer su última sonrisa (el reloj se acercaba a las nueve de la
noche) y el viento empezaba a aparecer racheado -en ráfagas que agitaban
el albero-, compareció Urdiales casi escondido bajo su sombrero cordobés
para torear con el capote: «Estaba obsesionado con la naturalidad. Luis Miguel Villalpando (su banderillero y hombre de confianza) me había dicho
que tenía que sentirme suelto, que debía superar cualquier tensión y ser
sencillamente yo mismo».
Y Urdiales, con singular parsimonia, fue cocinando las embestidas de la
res para estirarse con el capote y dar la media y la larga, que no llegó a ser
cordobesa ni lagartijera pero que al torero le supo a gloria bendita. Y he
aquí las razones: «Enseguida noté la calidad del pitón izquierdo, su manera
de desplazarse...». Tras el caballo, tomó tocado, muleta y espada y brindó
a Pepe Anoz, uno de los promotores de aquel histórico festival. Y entonces,
con una única duda revoloteando en su cabeza -«cuánto tiempo me durará
el novillo»-, empezó a brotar el toreo: «Sabía que el pitón izquierdo era el
bueno, el fetén, y que no se me podía escapar el triunfo». La faena, de hecho, se basó toda en la mano zurda, en ésa con la que se suele platicar el
toreo: «Hubo momentos en los que me abandoné, en los que disfruté como
tantas veces lo había soñado y creo que caló pronto entre los aficionados».
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Y la faena, poco a poco fue tomando altura mientras a Diego le daba por
pensar en algunas cosas: «En mis amigos, en mi familia, en las personas que
siguen confiando en mí, porque también estaban disfrutando con la actuación. Es curioso, pero delante del toro da tiempo a pensar en muchas cosas,
incluso llegué a revivir historias que estaban como aletargadas dentro de
mí». Diego se fue al hotel por su pie, andando, en torero: «No sé si me va a
servir, si me va a abrir alguna puerta, si me la va a cerrar... Ya no depende de
mí porque en mis atribuciones está sólo torear...». Pero Urdiales no desfallece; en él no habita el desaliento: «Entreno todos los días, acudo a tentaderos
e incluso, cuando tengo la oportunidad, mato algún toro a puerta cerrada»,
tal y como hizo los días previos a su triunfo en el festival benéfico de Alfaro,
plaza en la que fue recibido con una unánime y emocionante ovación. «Fue
algo precioso».
Un desierto con alma
La temporada 2006 la había pasado en blanco -sólo toreó un festival- y con
el agridulce regusto en los labios de su actuación el año anterior en Las Ventas, donde saludó una ovación tras pasaportar un lote imposible y gigantesco
del Conde de la Maza, y su faena a un toro de Victorino en Logroño en la que
falló con la espada. Aquella fue su última corrida: a partir de ese momento
todo fueron sueños, promesas incumplidas e incomprensión: «Hay muchas
personas que confían en mí, mi familia, mi peña, los amigos; fue precisamente en ellos en los que pensé en Alfaro, no les podía decepcionar bajo
ningún concepto».
Pero, ¿qué sucedía?; ¿por qué no le contrataban a pesar de su demostrada solvencia profesional? Diego barajaba varias respuestas ante esta brutal
pregunta: ¿se siente postergado? «Sí. Las razones las achaco a un cúmulo de
circunstancias: intereses, favores, cuestiones económicas, no lo sé...». Y en
pleno San Isidro, cuando se suele empezar a rematar las ferias del verano,
continuaba pendiente de un teléfono que casi nunca sonaba: «Estoy luchando por volver a Madrid; me ayuda Luis Miguel Villalpando y los empresarios
me dijeron que contaban conmigo. Sé que ésa es mi tabla de salvación,
aunque en Madrid me piden que toree en La Rioja... Por eso es un poco
la pescadilla que se muerde la cola. Allí no me ponen porque no lo hacen
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
aquí y viceversa». Sin embargo, Urdiales apretaba los dientes: «Sé que tengo
la moneda y la quiero cambiar. Me gustaría estar anunciado en Logroño,
Calahorra o Haro... pero para no desfallecer me digo que mi momento está
por llegar y sueño con él, con el toreo». Además, en Alfaro se había visto
una nueva dimensión: «Salí interiormente relajado, muy suelto y por eso
creo que logré abandonarme en el ruedo. No puedo hacer más que torear y
confiar en el futuro. Pero sí, de alguna manera me siento postergado y eso
es muy duro».
Alfaro, otra vez Alfaro
Los meses avanzaban, las ferias continuaban y su nombre no apareció en un
cartel hasta mediados de agosto, cuando casi de rebote montaron una corrida -la cuarta del ciclo y sacrificando una novillada- para que Diego pudiera
torear, ya que de forma absolutamente incomprensible el empresario no encontraba acomodo para el riojano en ninguno de los carteles. Pero el día 18
ocurrió de nuevo ese raro milagro de la tauromaquia y Urdiales se hinchó a
torear a un bravísimo astado de Baltasar Ibán. Cortó un rabo e hizo el toreo.
Para los estadísticos será más importante lo primero, pero la verdad es que la
clave estuvo en lo segundo. Habían sido dos años sin ponerse delante; dos
años de elucubraciones, de dudas, de silencios, de amigos desaparecidos,
de promesas rotas, de palabras incumplidas. Pero lo cierto es que fueron
dos años de profunda torería; de esfuerzo callado en los entrenamientos, de
reflexión, de interiorización y de sueños. Y ese día se cumplieron frente a
dos toros muy diferentes.
El primero tuvo calidad y medidas arrancadas y el arnedano lo cuajó con
el capote y en un inicio de faena primoroso. Con el quinto dejó patente su
categoría de torero. Fue uno de esos ibanes clásicos de casta, entrega y motor. En el capote se quedaba corto pero con una obsesión por humillar esperanzadora. No se cebó en el caballo y afloró un Urdiales enérgico, poderoso
y crecido. Por la derecha y por la izquierda lo lidió con primor y clase. La
distancia medida, la muleta baja, los pies quietos. Abrochó la faena con una
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estocada hasta la bola y surgió la locura. Diego estaba feliz con su reencuentro, pero en su cabeza sólo había sitio para la ganadería que le esperaba en
la primera corrida de la Feria de San Mateo, la siempre temible divisa de
Cebada Gago. Unos días antes tuvo la oportunidad de matar dos novillos en
un festival en Autol. Aquel segundo de la tarde fue mirón; es decir, además
de observar como escruta cualquier novillo, de pronto, giraba el cuello y
cuando Diego Urdiales le mostraba el medio pecho, le radiografiaba sin que
el torero hiciera el más mínimo ademán. Un toque suave con la muleta y ya
estaba el bicho embebido en el trapo de su matador. Embebido y toreado,
porque el diestro arnedano dejó patente sobre el ruedo de la modesta plaza
portátil autoleña que estaba dispuesto para empresas mucho mayores. Sin
embargo, los buenos aficionados saben que cualquier toro, cuando tiene
casta, es buena piedra de toque hasta para el matador más avezado.
El primero -escurrido y berreón- fue una auténtica máquina de embestir.
Derrochó movilidad y, aunque no humilló en exceso, sirvió para que Urdiales sacara a pasear una mano derecha mandona y sólida. Poco a poco
fue labrando la faena a base de buscar distancias y sujetar aquel manantial
de embestidas un tanto alocadas. Muy por encima del astado, lo despenó
de una gran estocada un pelín trasera que le obligó a tomar el verduguillo.
Salió el segundo y lo recibió de nuevo con soltura en el capote, engaño que
manejó con sabor y empaque. Y empezó la faena, y al animalito le dio por
ponerse a mirar.
Y entonces brotó el mejor Urdiales, sobre todo al natural, ganando la partida una y otra vez a un astado que tuvo templanza. El diestro se solazó e
hizo disfrutar a un público que coreó su nombre con admiración a lo largo
de toda la corrida.
Él estaba como en casa, más torero que nunca, templadísimo y con empaque, seguro de sí mismo y almacenando buenas sensaciones para el tremendo compromiso de La Ribera. Se tiró a matar y dejó una casi entera en
la yema que le sirvió para cortar los máximos trofeos. Y aunque llevaba sólo
tres festejos aquella temporada (con nueve orejas y dos rabos en el esportón
numerológico), se le notaba con una torería especial, como si supiera que
esta vez no se le podía escapar el tren.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Logroño, los cebadas
Diego Urdiales era consciente de lo que se jugaba: «Llevo esperando mucho
tiempo, logrando la paciencia a base de entrenamiento, confiando en las sensaciones que me ofrece la muleta, que es mi gran aliada». Así hablaba el único
matador de toros a pie que existe en activo en La Rioja y que era el encargado
de abrir la feria de San Mateo de 2007. Lo suyo era machaconería, confianza,
esperanza, creer en uno mismo cuando la mayoría quizás había dado por terminada su historia, por finiquitado su camino: «Sé que he nacido para lograr
ser figura y lo voy a intentar al máximo; el toreo es mi vida, mis sueños, mis
anhelos». En su ánimo no cundían los nervios, pero sí la responsabilidad. «Es
muy bonito estar anunciado en Logroño y me hace feliz y la verdad es que
llego en un momento profesional muy bueno, porque he logrado una madurez
sin haber toreado, las cosas me brotan de los dedos; es complicado porque
cuando se torea escasamente quieres decir y hacer mucho en poco tiempo,
por lo que hay que permanecer siempre con la cabeza muy fría».
Y llegó la corrida, cortó una oreja y demostró sencillamente y para que se
sepa, para que lo anotaran los descreídos, los que siempre ponen pegas y los
que carecen de corazón, su alma de torero; para que cuando piensen que la
vida les mira de costado rememoren las corridas que ha vivido el torero de
Arnedo en la soledad de sus entrenamientos, pendiente de un móvil uncido
al silencio. Pero Diego Urdiales siempre ha encontrado refugio en la muleta,
deslizando sus dedos por su áspera urdimbre, asentando las zapatillas en un
pequeño recoveco del ruedo arnedano donde tantas tardes en soledad ha
soñado con la gloria. Sólo él confiaba en sí mismo; él y un pequeño grupo
de aficionados y amigos que nunca le ha dejado solo. Y llegó el gran día, con
los toros de Cebada Gago, una ganadería a la que sistemáticamente evitan
los toreros mandones; los que van de figuras y los que lo son. Daba igual,
era el momento, tenía que abrir la corrida, la feria y lo que hiciera falta.
Embutido en un torerísimo terno rosa y oro, tuvo el primer detalle de generosidad y compartió el emotivo saludo de la afición con sus compañeros de
cartel. Y salió el toro; en el papel ponía que era cárdeno, pero parecía un
tanto desteñido, cornidelantero y cómodo de pitón. Las verónicas resultaron
guapas y las dibujó con majeza. Sin embargo, el torero de Arnedo buscó
siempre la distancia adecuada y el terreno más comprometido. Y empezó
a reivindicarse con especial altura, sobre todo al natural, completamente
cruzado y adelantando la pañosa para llevar embebida la desigual embestida del cebada, que era noble, pero que requería mando y precisión en los
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Logroño, un Victorino llamado Molinito
justo rodríguez
engaños, tanto en el embroque como en el final de cada muletazo. Se tiró y
logró una gran estocada que a la postre le valió una oreja de ley. Pero llegó
el cuarto, noble, rajado y sin excesivo gas. Y se reivindicó el Diego Urdiales
inteligente. No abusó de las cercanías y poco a poco labró una faena eminentemente técnica en la que por paciencia -será por paciencia- sobó al astado por ambos pitones hasta lograr al final los mejores momentos toreando
en redondo. Pinchó en la yema hasta tres veces; pero la reivindicación era
plena y redonda. ¿Tendría más oportunidades? ¿Volvería a pasar un año más
en silencio lanceando astados imaginarios en su placita de Arnedo mirando
al móvil de soslayo?
El empresario de La Ribera, el siempre hermético Óscar Chopera, no quiso
ponerlo en la sustitución de Cayetano con los bonancibles toros de Zalduendo y prefirió hacerlo el 21 de septiembre, reemplazando a Pepín Liria y ante
los toros de Victorino Martín Andrés. Es curioso, el propio Chopera me había
dicho en una entrevista que le realicé para Diario La Rioja que el puesto
de Cayetano iba a ser para el diestro que mejor hubiera estado en las tres
primeras corridas. Se la dio a Eduardo Gallo, a la sazón apoderado por el
empresario donostiarra, y que había pasado sin pena ni gloria en la corrida
de María José Barral, una ganadería que debutaba en Logroño y que dio un
juego estupendo. Pero los recovecos del destino son sencillamente increíbles y nadie podía ni imaginar lo que estaba a punto de suceder.
Y llegó Molinito y no me queda más remedio que recordar lo que escribí en
un cuchitril de La Ribera minutos después de aquel acontecimiento:
Tengo en mi corazón una turbamulta de sensaciones. Hoy no
puedo ni quiero ser reflexivo; hoy es el día que toca hablar con
la epidermis, con la aorta, con la femoral misma, esa arteria
que tan hondamente exponen los toreros cuando se presenta
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
la muleta con el alma, con el espíritu, con todos los sueños
e ideales con los que ayer Diego Urdiales, nuestro torero,
el torero de La Rioja, compareció en La Ribera. Y miren por
donde, la suerte, la misma suerte que tantas veces le había sido
esquiva y traicionera, se le presentó toda ella de cara, toda ella
como a borbotones y le dijo: Diego, si puedes, cógeme. Si me
mereces, cógeme.
Y Urdiales, que sabe más que nadie lo que es merecer con
paciencia, sonrió.
Porque el arnedano es un tipo cualificado en esperar. Nadie
como él sabe lo que significa quedarse casi dos años sin torear
y no venirse abajo; quedarse dos años en casa ante el silencio
de casi todos los empresarios y no desfallecer ni un ápice. Tanto
es así, que en la soledad invernal de la plaza de Arnedo se suele
vestir de torero para hacerse un toro de sueños. Y encima, un
chándal. Todo por sentir el traje y el roce del alamar, el peso de
las hombreras, el ajuste de la taleguilla y torear... en silencio,
para sí mismo. Y soñar embestidas infinitas en una Maestranza
de sueños. Y encontrarse, después, la dudosa claridad del día
y la terca realidad del ayuno administrativo. Apenas cuatro
amigos, los de siempre, ese núcleo duro de sus admiradores:
se cuentan con la palma de una mano: Guzmán, Vinicio, Javi,
Alfredo, Pepe... Y la gente toda, como el día de Autol, como
las dos magníficas tardes de Alfaro y el autobús que vino desde
la capital del mundo de las cigüeñas a saborear a Urdiales. Y
era 21 de septiembre y se produjo el milagro del toreo. Una
plaza enloquecida, un torero en sazón y la maravilla del toro
indultado: el toreo es la vida y Urdiales es el toreo.
Me acuerdo ahora también de Antonio León, el gran maestro
arnedano de la espada y de la vida, que hace unos días
compartió capote y muleta con Diego: suave -torero-, le decía;
por abajo, por abajo siempre. Se estableció entre ambos un
diálogo increíble de toreros con la mirada. Paquito Milla y el
cronista se echaron atrás: había llegado el momento sagrado
de los matadores, un instante que ahora parece premonitorio.
Antonio León, palabras de torero
Y es que dos semanas antes tuve la oportunidad de reunir al maestro Antonio León y a Diego Urdiales en el coso arnedano y me di cuenta de que
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
carmelo bayo
antonio díaz uriel
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
sólo hacía falta escuchar un segundo a Antonio León para enterarse de que
seguía siendo un torero de una pieza, una criatura dotada de una personalidad arrebatadora, singular, de otra época. Y eso lo sabe como nadie Diego
Urdiales, que no sólo le escuchaba, sino que le mimaba con su mirada y con
su respeto: «Es un maestro», asegura el joven; «mira qué torerazo», replica
el veterano matador al ver la foto de un natural de Urdiales en Barcelona. El
gran maestro de la crítica taurina, Joaquín Vidal, ya lo cantó en un memorable artículo titulado ‘La espada de Arnedo’: «Y sucedió: el espigadillo muchacho (por Antonio León) montó la espada, se aupó a punta de pie, arqueó
la pierna izquierda, adelantó abajo la muleta... Del volapié, ejecutado con
toda la lentitud y el esmero que reclama su pureza, salió el novillo rodado,
listo para las mulillas. Los aficionados cruzaban atónitas miradas. Don Mariano se puso en pie e invocaba a los padres de la tauromaquia. No era usual
ya entonces, y menos en novilleros, matar así».
Y es que Antonio León ha sido uno de los estoqueadores más puros de la
historia de la tauromaquia, a la altura, por ejemplo, de Rafael Ortega. Tanto
es así que en Las Ventas estaban deseando que pinchara para volverle a ver
realizar el osado volapié, ése por el que más de una vez se había dejado
taladrar los muslos, como le sucedió en las más de cincuenta cornadas que
jaspean su anatomía. «Pero, ¿cuál era su técnica?» -se le pregunta al maestro-. Y Antonio León cierra los ojos y habla levemente mientras aspira el
humo de sus incesantes cigarrillos: «Yo lo hacía con el corazón, sabía que
lo iba a lograr y me tiraba con el alma, con todo mi sentimiento. ¿Técnica?
Eso no sé lo qué es; me salía así y no lo puedo explicar». Quizás por eso, al
penetrar en la vieja plaza de Arnedo y ver al lado de un burladero el carretón con el que entrena Diego la suerte suprema exclamó: «Ésta es mi vida»,
para matizar después que él nunca había ensayado el volapié con semejante
artefacto. Segundos después, dio una vuelta a la plaza, merodeó su entraña
y en el momento en el que Urdiales empezó a estirase con la muleta quedó
ensimismado con la azarosa danza del torero. Y comenzó a brotar el natural,
la trincherilla, el garboso cambio de mano, el pase de pecho hasta el hombro
contrario. Era el instante reservado e íntimo para los dos en el sagrado fulgor
del círculo. Diego toreaba y Antonio León le rodeaba una y otra vez con
una mirada inquieta, viva, aterciopelada. El veterano torero estaba otra vez
en el ruedo, en el altar donde una palabra innecesaria es un sacrilegio. Y los
dos se quedaron ensimismados en su infinita soledad. Diego miraba al toro
imaginario, toreaba el aire con tanta delicadeza que se escuchaba el crepitar
intenso del torero emocionado, el que conmueve todavía a Antonio León.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
«Por bajo», dijo el maestro. Y Urdiales hizo descender su cuerpo, flexionó la
pierna contraria para llevar la embestida hasta el infinito.
Y habló el viejo torero: «De los clásicos me quedo con Antonio Ordóñez;
ahora mismo con José Tomás y con Diego, que es un torerazo que merece
mejor trato por las empresas». Y Diego soñaba con un triunvirato compuesto por Morante, El Juli y José Tomás: «Son impresionantes por su arte, su
maestría y su valor». Y hablando de valor: Antonio León, el cuerpo cosido a
cornadas, el corazón salido de la pechera. Y el maestro tomó la muleta con
suavidad y dibujó un preciso natural.
«No sé qué decir»
Pero sigamos con el relato de aquella tarde memorable del 21 de septiembre
de 2007. Diego Urdiales no cabía en sí de gozo: «Pablo, no sé qué decir,
estoy tan contento, tan emocionado que no tengo palabras». Y era cierto,
había tantas cosas de las que hablar que después de torear parecía imposible
articular palabra. «Ni en mis mejores sueños me habría podido imaginar una
cosa así». A su lado estaba Luis Miguel Villalpando, un banderillero que es
una institución en el mundo del toro y que nunca ha dejado solo a Diego
Urdiales. «Se lo merece», decía. «Este tipo se lo merece todo porque vive
en torero, sueña y respira en torero». También estaba Víctor García El Víctor,
otro torero riojano feliz: «Increíble, increíble», repetía. Urdiales sólo tuvo
tiempo para decir que cuando se dio cuenta de que la gente estaba pidiendo el indulto no sabía qué hacer: «Al ver los pañuelos y escuchar los gritos
del público me he quedado como sin palabras. Entonces he decido seguir
toreando porque, claro, no podía ponerme en contra de la gente y lo mío es
torear».
El ganadero Victorino Martín también era todo felicidad: «Este toro (Molinito nº 265, nacido en diciembre de 2002) era muy especial para nosotros.
Estaba tentado en el campo porque pertenece a una reata que en casa nos
ha dado muy buenos productos. Sin embargo, no me gustó. Otro aspecto
curioso es que fue de sobrero -cosa que casi nunca hacemos en ningún sitioa Pamplona y no se lidió. Y ha tenido que salir aquí en Logroño y tocarle a
Diego Urdiales». Sobre el futuro del toro, el ganadero dijo: «Me va a venir
muy bien como semental. La verdad es que es un astado muy alto, exigente
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
y es muy importante porque Diego Urdiales ha estado a su altura. Cosa nada
difícil para un torero que lleva una lucha muy en solitario y que apenas torea. Me alegro infinitamente y espero que le ayude en su carrera».
En realidad Molinito me pareció un astado excelente; precioso, bien
puesto de pitones, aunque demasiado zancudo, con unos impresionantes cuartos traseros. Fue bravo en el caballo, empujando por derecho, con
prontitud las dos veces que acudió al montado. Derribó en la primera y fue
colocado de largo en el caballo. En banderillas, bien lidiado por El Víctor,
se desplazaba largo pero sin humillar, que fue su gran defecto. Sí lo hizo en
el capote, pero tras el caballo nunca terminó de bajar la cara. Fue un toro
exigente en la muleta pero si se estaba firme con él, obedecía siempre. Lo
mejor es que al darle distancia se venía claro e imponente a los vuelos y
embistió incansable y sin desmayo en una faena que hasta saber cómo iba
a terminar, resultó larga y exigente. ¿Mereció el indulto? No lo sé, sinceramente creo que fue un premio excesivo. Sin embargo, este cronista, que
nunca había vivido algo así, se emocionó de lo lindo. Fue curioso, pero se
produjo una fascinación entre el toro y la plaza desde su salida misma. Diego, muy decidido, lo cuajó con el capote y fue muy generoso con el toro,
ya que lo lució en el caballo y después le dio siempre sitio. Fue emotivo y
mágico, creo que fue sincero y la gente de mi Logroño, tan desencantada
con las corridas, respiró con holgura.
Los que no respiraron de la misma forma fueron los miembros del jurado
del Capote de Paseo de La Rioja y del Ciudad de Logroño. Nunca he creído en los premios taurinos, en los cinematográficos ni en los literarios. Por
muchas razones, pero principalmente porque la subjetividad y los intereses suelen imperar sobre la justicia. He visto en alguna feria premiar como
bravo a un toro que se había repuchado varias veces en el caballo y decir
a algún jurado que tal torero tomaba la muleta por el extremo del estaquillador cuando lanceaba por la derecha. He visto premiar con parabienes
de lujo estocadas defectuosas, quites lamentables o confundir chicuelinas
con tafalleras o medias verónicas. Los jurados, en la mayoría de los casos,
cuando fallan yerran y cuando aciertan fallan. No me sorprendió en absoluto
que premiaran a El Juli, dejando de lado una vez más a Urdiales, aunque
estaba triste, decepcionado y enfadado porque en esta ocasión creo que
era de justicia haberle concedido el galardón a Diego Urdiales, autor del
indulto de Molinito y protagonista del suceso más alucinante que se haya
vivido en la plaza de Logroño desde que yo tengo uso de razón y desde que
mi abuelo la alcanzó a tener. ¿Esto quiere decir que El Juli estuvo mal? En
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
absoluto. El torero madrileño realizó una extraordinaria faena a un toro que
tuvo que mantener en pie al principio y que luego, tras sujetarlo, dio tres
excelentes tandas por la derecha. Tras la primera fue volteado, volvió a la
cara del astado como un jabato, siguió como la gran figura del toreo que sin
duda es y despenó al Zalduendo de una buena estocada en la que se salió
clamorosamente de la suerte. Gran faena, no lo dudo, pero a un medio toro
protestado de Zalduendo de muy deficiente presentación para lo que un
día fue la plaza de Logroño. Diego Urdiales llegó a San Mateo, triunfó por
derecho con la corrida de Cebada Gago y lo pusieron en la de Victorino.
Toreó superiormente al primero, con el que volvió a tocar pelo, y se jugó la
vida y de qué manera frente a Molinito. Lo cuajó con el capote, llevó la lidia
con absoluta solvencia colocando al toro frente al caballo como les gusta
a muchos que presumen de toristas, enceló al Victorino en un gran inicio
de faena y tan bien estuvo con él que un toro que nunca humilló pero que
era un vendaval embistiendo se llevó el mayor premio que un astado puede
disfrutar en un ruedo. La plaza era un clamor. Urdiales, el torero con el que
nadie contaba, había logrado un sueño. El delirio. La gente lloraba; mis amigos toristas estaban derretidos. Grandioso, mágico, histórico... Y llegaron los
jurados para poner las cosas en su sitio. Los dos premios más importantes
que se conceden en La Rioja para El Juli, que tiene cientos de salas de trofeos
rebosantes de galadornes, placas, esculturas de todo tipo y tamaño. Habrá
de oro, de plata y platino, de bronce, de mármol de Carrara, de madera de
boj, de pino montano, de cristal, de plástico, de tela. Me imagino cuadros
allí, esmaltes, fotografías, huecograbados, bajorrelieves, trompetillas, cristos
de cristal y de ámbar, estoques carmesí, zahones, espuelas, radios, orejas de
oro, rabos de metacrilato. Y aún más cosas que mi torva imaginación no me
permite alcanzar. Pues bien; de Logroño se anotó dos más y el de la Comunidad, repetido. Y en Arnedo Diego Urdiales, entrenando, confiando en sí
mismo, preguntándose las razones. No las busques, torero. El sueño de la
razón produce premios; monstruos quiero decir.
Pero todos los premios no son iguales, y la Federación Taurina de España
le dio uno de los más prestigiosos a Luis Miguel Villalpando, que como todo
el mundo sabe no es un banderillero cualquiera, lleva el toreo en el alma y
flotan en su epidermis muchos años de torería profunda, silenciosa, alejada
de los focos pero respetada por su solvencia y codiciada por sus conocimientos.
El vuelo de su capote conoce de memoria el roce de la arena de todos
los ruedos imaginables y distingue los miedos de los toreros como si fueran
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
alfredo iglesias
el suyo propio. No hay secreto de un toro que se le resista ni embestida
imposible para su brega. Porque Luis Miguel Villalpando posee ese instinto
especial de los viejos toreros y entiende su empeño como un guía, desbroza
el toro para ayudar a su matador a comprender mejor los recovecos de cada
embestida. Y precisamente reside ahí su grandeza: no torea para él, lo hace
para los toreros a los que ha acompañado a lo largo de su dilatada carrera
profesional. Y han sido muchos y buenos, figuras, matadores nuevos, promesas emergentes, veteranos renacidos y uno muy especial, Diego Urdiales,
al que nunca ha dejado de lado, ni tan siquiera en esa travesía del desierto que supusieron sus dos años sin torear. Y semanas después del triunfo
del Diego en Logroño, la Real Federación Taurina de España le reconoció
su trayectoria y su gran año con el XIV Trofeo
Nacional Cossío como mejor banderillero de la
temporada 2007. Luis Miguel Villalpando quiso
ser matador, probó fortuna como banderillero
y fueron unas palabras del maestro y paisano
Andrés Vázquez las que le abrieron los ojos:
«Me explicó que también había grandeza en la
plata y me hizo ver mis cualidades para la lidia;
le hice caso y ahora me siento completamente
realizado como profesional», admite un torero
muy reconocido en Las Ventas y que tras ir con
figuras como El Capea ha sentido especial predilección por los jóvenes como Tejela o Urdiales: «Fui con Diego una vez cuando era novillero y me encantó su concepto.
Desde entonces hablamos el mismo lenguaje y siempre he creído en sus
condiciones. Sé la lucha que lleva y por eso he estado a su lado; espero que
ahora se le abran las puertas que ha tenido cerradas», confiaba.
Diego no iba a torear más ese año, pero su despedida extraoficial de la
temporada se produjo en un lugar muy especial situado en Villamediana,
la ganadería riojana de Carlos Lumbreras. Río Bravo es una finca olorosa
porque desprende una sensación rítmica de añeja torería. Como fondo de
su nueva placita -inaugurada un día de otoño y construida gracias al tesón
de Carlos Lumbreras y su familia- se extendían por una tímida ladera varios
majuelos de viñas que enrojecía lentamente, variando por azar sus tonos
desde los verdes ya algo palidecidos a los ocres brillantes donde se reflejaba
un insolente sol de primavera. Y antes de las viñas, unas motas negras que se
movían con pereza: los toros, que por un caprichoso efecto óptico parecían
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
retozar entre renque y renque, como si las cepas dieran cobijo ahora al manantial de la bravura.
Pero era otoño, y Diego Urdiales lanceó rítmicamente con su muleta. El
torero arnedano, más delgado que nunca, no se cansaba de mostrar una y
otra vez el engaño a la vaquita con la que empezó, que aunque no tenía
muchas fuerzas, desparramó sus embestidas con azarosa ingenuidad. Había
un gentío: los más afortunados subieron al palco; el resto, encima de un camión o en improvisados alzapiés para disfrutar de la parsimonia del riojano.
La taleguilla era gris marengo y un jersey azul oscuro le servía para mitigar
las rachitas de cierzo que llegaban por la espalda. Salió un segundo novillo.
Y se explayó el torero templándolo con mucha suavidad en varias series que
se jaelaban por lo bajini (olés con silenciador, propinaban los aficionados).
En el campo sólo cantaban los cencerros de la tropa de mansos que rumiaba tras una tapia. Y salió el tercero: cara de bruto y de peores intenciones.
Y afloró la lidia de Urdiales, la muleta poderosa, los recursos, el oficio. El
caballo de tienta se desparramó solo y costó un mundo levantarlo y quedaba
dentro el astado más ofensivo. Se volvió a caer el triste jamelgo y hubo que
someter a la res con la muleta, sin la ayuda de la pica. Y así fue. Tras la mañana de toros, llegó el rancho y el vino de Rioja. Era otoño y Diego seguía
lanceando en Río Bravo.
2008, se acerca el 13 de mayo (sin saberlo)
La temporada 2008 comenzó para Diego Urdiales en Lenguazaque (Colombia), una ciudad fundada por los conquistadores españoles en 1559 a la
que bautizaron originalmente como Sevilla. En lengua chibcha, su actual
nombre significa ‘fin de los dominios’, está a 150 kilómetros de Bogotá y a
una altitud de 2.589 metros, algo así como torear en la cima de nuestro pico
de San Lorenzo. Lenguazaque se caracteriza por tener una buena y exigente
afición debido a una tradición de más de cuarenta años de festejos, en los
que se han lidiado ejemplares de las mejores ganaderías indianas como:
Mondoñedo, Achury Viejo, Puerta de Hierro, San Esteban de Ovejas y Clara
Sierra entre otras. Además, en su ruedo han comparecido figuras del toreo
de la categoría del maestro César Rincón o El Puno, el torero más querido
por los lenguazaquenses.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
«El público colombiano es impresionante; tiene una forma de ver los toros
muy diferente al español. Pero estoy muy contento de mi actuación; era
una gozada ver la plaza completamente abarrotada -4.500 personas en los
tendidos, según relatan las crónicas- y creo que he dejado muy buen sabor
de boca en esta ciudad», relataba Diego Urdiales desde Bogotá (Colombia),
horas después de su afortunado debut en América. Los primeros esbozos informativos dejaban claro el éxito obtenido: «Con lleno en los tendidos en la
plaza de Lenguazaque, en el departamento de Cundinamarca, Diego Urdiales corta dos orejas y deja una gran impresión ante una corrida seria y buena de Garzón Hermanos». Javier Baquero, periodista del portal colombiano
www.voyalostoros.com y miembro de la Asociación Colombiana de Cronistas
Taurinos (Crotaurinos), describía así la actuación del riojano: «Aprovechó
hasta el último pase que tuvo el astado, toreó con temple aguantando por
momentos la embestida, tandas de derechazos y naturales de mucha calidad, se metió en los pitones para dar un par de redondos que el público
agradeció con la más estruendosa ovación de la tarde, mató de una gran
estocada y obtuvo dos orejas cortadas a ley».
Unos días después volvía Diego Urdiales a los ruedos de La Rioja (Calahorra, 2 de marzo) y regresaba con el afán de seguir demostrando su valía
como torero y se las vio con dos de esos matadores que pasean sus nombres
por las principales ferias de España (Salvador Vega y César Jiménez). Era una
tarde importante para él porque cada paseíllo significaba una nueva puerta
que abrir, un reto diferente que abordar. Además, en el callejón se encontraban sus nuevos apoderados, Javier Chopera y Jorge Luguillano. El primer
astado del festejo, de feas hechuras y con cierto cuajo, tuvo algo de calidad
y poquita casta.
Diego Urdiales basó su actuación en una perfecta colocación y en adelantar la muleta. A partir de ahí, mantuvo el secreto del temple y fue capaz de
ir ligando una tanda tras otra con inusitada suavidad, sin un paso atrás y con
algún lance de verdadero mérito. El torero riojano, con las zapatillas muy
asentadas, llevó al toro por donde quiso. Tras una gran estocada, perfecta de
ejecución, pero que quedó levemente desprendida, le pidieron dos orejas y
el presidente estimó oportuno conceder sólo uno de los apéndices. El segundo astado, de Pedrés, demostró desde el primer momento una gran calidad.
Urdiales lo vio pronto y cuajó una tanda de verónicas absolutamente magistral. Con las manos muy bajas, fue ganando terreno en cada lance, tanto
es así que recibió al toro en tablas y se despidió de él con una media verónica en el platillo. Lo cuidó en extremo en varas, dado que estaba muy justo
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
de fuerzas y fue capaz de sujetarlo con la muleta al principio, para después,
mediada la faena, lancearlo con sumo gusto por ambos pitones. El torero
riojano tenía una oportunidad y no se le podía escapar el triunfo. De hecho,
parecía imposible trastear tan bellamente a un toro de tan pocas fuerzas. Y lo
consiguió; se debió al temple, pero lo logró. Se fue tras la espada con enorme convicción y esta vez dejó un espadazo fulminante en la yema que tiró
al toro sin puntilla. Y afloró un toreo de fragancia, dictado al ralentí, marcado
por la suavidad y por esa hondura que tiene lo auténtico. No pudo Urdiales
romperse por abajo porque el toro no tenía condiciones para rebosarse con
él; pero afloró el toreo que tiene en la cabeza el riojano: temple, suavidad,
hondura y firmeza. Cuando otros compañeros toreaban estajanovistamente
por esas ferias de dios, él rumiaba en su interior muletazos de seda; embroques imposibles, naturales largos y verónicas mecidas al compás de sus
sueños, de sus desventuras, de su silencio.
San Isidro estaba en la cabeza de Urdiales, y su nuevo apoderado, sobrino del empresario de Las Ventas, le había asegurado que estaría anunciado
con los toros de Dolores Aguirre. Tan confiado estaba en ir a Madrid que se
había encargado dos vestidos: uno sangre de toro y oro, y otro turquesa con
bordados de corazones belmontinos. «Busco mejorar cada día y ser capaz
de plasmar con un toro todo lo que siento por dentro. A veces se consigue y
cuando tocas con los dedos esa magia te hace rebosar porque las sensaciones son inconfundibles, únicas». Javier Chopera, apoderado de Diego Urdiales, reconocía la contratación de Diego para San Isidro: «El compromiso con
la empresa de Madrid está sobre la mesa. Ahora toca esperar a que salgan los
carteles a la calle», aseguraba a la vez que reconocía la importancia que iba
a tener Las Ventas para la campaña del arnedano: «Estar bien en San Isidro te
saca del ostracismo; triunfar te puede colocar en muchas ferias».
Pero una vez más, y fuera del alcance del torero, todo se torció: «No sé
lo que ha podido pasar pero se ha quedado fuera», así se explicaba Javier
Martínez Chopera, apoderado de Diego, tras confirmar que el torero riojano había sido desplazado en el último momento de los carteles de la feria
de Madrid. El máximo rector del coso le había asegurado a Javier Martínez
Chopera que Urdiales iba a estar en San Isidro. De hecho, los portales taurinos de Internet (www.mundotoro.com y www.burladero.com) señalaban que
iba a actuar en una corrida el 11 de mayo ante reses de Dolores Aguirre con
Rafaelillo y Robleño como compañeros de terna.
El torero riojano estaba totalmente hundido y desmoralizado: «No sé lo
que ha pasado, la verdad. Yo tenía la palabra de que iba a estar en Madrid
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
y ahora me veo fuera; estoy muy decepcionado y moralmente muy afectado. Creo que había hecho méritos para estar en San Isidro y ahora todo ha
cambiado, sin que yo sepa los motivos». El apoderado del matador arnedano
manifestó que tenía total confianza en que Diego estuviera en San Isidro: «Sé
que es un palo muy fuerte para él porque además está en un gran momento,
pero también me han dicho, y esto es lo positivo, que van a contar con él
para una posible sustitución o incluso para una buena corrida para el mes
de junio».
El diestro riojano pasó toda la mañana de aquel viernes pendiente del
teléfono: «Para mí era algo muy importante estar en San Isidro. Después del
indulto del toro de Victorino Martín en Logroño, pensé que había llegado
mi momento de estar en esta feria por méritos propios, y ahora, las cosas se
han torcido cuando menos me lo podía esperar. Pero tengo que seguir con
mi lucha a pesar de lo duro que es este camino, es mi vida y mi futuro».
Nadie conoce a ciencia cierta las razones por las que finalmente Urdiales
no iba a estar en la Feria de San Isidro. El torero no quiso entrar en ninguna
especulación sobre el asunto, pero llama la atención el hecho de que uno
de los dos toreros que entró en este cartel, Sergio Aguilar, estaba también
apoderado en aquel año por Javier Martínez Chopera: «Me han mandado un
mensaje confirmándome lo de Sergio, pero nada de Urdiales», dijo el propio
apoderado. El otro matador, Joselillo, es un diestro de Valladolid que apenas
torea. También se da la circunstancia de que el empresario de Las Ventas lo
es también del coso de la capital pucelana.
Pero la vida es azarosa, compleja, desdichada, inesperada, y la cogida del
barcelonés Serafín Marín en una corrida concurso en Zaragoza abrió la posibilidad de torear de una vez por todas en San Isidro: «Si algo no he perdido
en esta vida es la esperanza. El palo que me llevé fue grandísimo porque es
muy duro que se escape una oportunidad así cuando creo que había hecho
méritos para estar en la feria por derecho propio y cuando me habían asegurado que estaba en la corrida de Dolores Aguirre. Por eso, ahora mismo
albergo muchas esperanzas pero ninguna certidumbre. No me he venido
abajo, tengo varias corridas firmadas a pesar de no estar en San Isidro y no
paro ni un sólo momento de entrenar. No me hago ilusiones, pero no quiero
ni soñar», decía Urdiales cuando comenzó a sonar su nombre en los mentideros para una posible sustitución.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
12 de mayo, una finca remota en Jaén
Después de infinidad de diatribas, de presiones y de luchas de intereses, se
confirmó la noticia: Diego Urdiales estaba anunciado el martes 13 con la
corrida de Carmen Segovia con Fernando Cruz y Pedro Gutiérrez El Capea
en el cartel. Llovía a mares en Madrid y Diego necesitaba el contacto con la
embestida; era necesario probarse, sentirse, ceñirse una taleguilla antes de
Las Ventas. No quedaba más remedio que hacer campo y ese mismo lunes
puso la proa de su coche camino de una finca en Jaén. Las nubes se fueron
disipando a medida que avanzaba bajo sus ruedas el asfalto de la Autovía de
Andalucía. Diego seguía aferrado al móvil y sólo pensaba en esos dos toros
que tenía por delante; esas dos montañas escarpadas que la vida le había
puesto en suerte en San Isidro. Pero era preciso torear. Para llegar a aquella
finca ignota era necesaria una pequeña singladura por revirados caminos de
tierra hasta llegar a unos predios remotos donde aguardaban dos eralillas, un
picador y un mayoral de acento casi incomprensible. Pero a lomos de la sierra otra nube, negra, oronda y con la certidumbre de que llevaba agua en sus
entrañas, cabalgaba hacia la desteñida placita de tientas. «Apúrese porque
esto trae un río», le decía un viejo conocedor mientras el torero se ajustaba
los machos mirando el cielo amenazante. Aquello fue un desastre, en medio
de un páramo no asomó ni media gota de bravura pero sí un tormentón de
viento y agua. ¿Qué diablos hago aquí? Barruntaba para sí el torero con la
garganta atenazada.
Madrid de noche es una ciudad perezosamente luminosa; una ciudad que
se revuelve inquieta, que aguarda bajo su alfombra de cemento un vigor
inusitado de tascas y bares, de gente que parece insomne por las aceras, de
muchachos contagiados por una prisa que no aguarda ni semáforos ni escalones. Madrid es una especie de avispero donde se vive por estratos.
Y había que torear; había que dormir y apenas había tiempo para soñarse,
para esa rutina de concentración necesaria antes de un compromiso único.
Pero en el fondo se sentía un privilegiado y en el móvil se amontonaban los
mensajes: amigos, seguidores, periodistas... Pero los toreros habitan con una
rara soledad, con un punto de incertidumbre propiciatoria y se sienten el
núcleo cardinal de un pequeño universo con un amplio rumor de personajes
que giran en un entorno conformado en capas como las cebollas, a veces inaccesibles. Hasta en eso hay jerarquías, y en algunas figuras llegar al meollo
de la cuestión es un verdadero laberinto, un turbio desaliento de intereses o
de lamentos.
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13 de mayo, el día
El toreo auténtico
fernando díaz
«El día que se torea crece más la barba; sin duda es el miedo», decía Juan
Belmonte. La ducha fue reconfortante; había dormido poco pero se sentía
capaz de todo y era el mismo todo el que le esperaba. Faltaba un detalle: no
había vestido. Diego se había encargado dos pero no tenía ninguno en la habitación porque la rabia acumulada de verse fuera de la feria hizo que no se
presentara a la última prueba en la sastrería. Así que aquella mañana de primavera alocada, ventosilla, revuelta del alma, la pasó con el sastre ajustando
los últimos detalles de un terno sangre de toro con bordados geométricos.
«Torear en San Isidro es un sueño para cualquier torero», mascullaba Diego Urdiales cuando apenas faltaban unas horas para hacer el paseíllo en Las
Ventas en la sexta corrida del abono más importante del mundo. Y Urdiales,
que se ha ganado a pulso cada contrato, recuerda dónde estaba apenas hace
doce meses. «Tenía un toro en el festival de Alfaro; ni una sola corrida más
en perspectiva. Pero ahora todo ha cambiado porque triunfé en la feria y logré entrar en Logroño, me gané una sustitución y llegó el indulto de Molinito», recuerda. Y aquella lucha solitaria, en la que todo lo hizo sin apoderado,
ha culminado ahora con su presencia en Las Ventas: «Quiero disfrutar cada
segundo. No me tomo la corrida como una oportunidad única e irreversible
porque entonces estaría casi condenado al fracaso. La voy a vivir plenamente, saboreando cada segundo, cada detalle de ser torero y actuar en Madrid
una tarde así ante 24.000 espectadores». El matador riojano sólo pedía una
cosa: «Me gustaría tener la oportunidad de expresarme en el ruedo de la forma que siento. Estoy, ante todo, muy ilusionado, muy orgulloso, y me siento
capacitado para hacer algo bello en Madrid».
Y llegó la corrida y a Diego le brotó el toreo auténtico; ése con el que se
ha cimentado la leyenda de las grandes figuras de la tauromaquia, ése que
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
llega al corazón, ése que arrebata porque brota del alma, ese mismo es el
que hizo Urdiales en Madrid, en la sexta de San Isidro y ante dos toracos
imponentes de romana desmesurada y de pitones astifinos que no regalaban
ni una sola embestida si no les colocaban la muleta con la verdad inmensa
que derrochó el diestro arnedado. La plaza toda, el siete incluido, se rindió
ante un torero para ella desconocido; ante un torero que mucho más allá de
orejas y de trofeos, se empeñó desde el primer momento en torear para sí,
en dictar una parsimonia impresionante basada en los cimientos que ofrecen
la serenidad, el empaque, la mentalización y salir al ruedo completamente
convencido de que en su manos tenía el sentido exacto de la tauromaquia;
ni un ademán de más, ni un gesto para la galería, ni un brindis al sol. Sólo
el toreo, sólo la verdad desnuda del que alberga un anhelo en su interior y
no le daban la oportunidad de expresarlo, de un hombre marginado por el
sistema absurdo de una tauromaquia moderna y economicista, de un empresariado que le ha tenido dos años sin un contrato, sin una oportunidad.
Pero al fin hubo justicia y Diego Urdiales triunfó en Madrid toreando de
verdad, toreando auténtico, toreando como lo hacen las grandes figuras. El
primero fue un toro bueno pero que no regalaba las embestidas. Diego lo
probó con el capote y tras una excelente lidia de Víctor García El Víctor, se
fue exactamente donde había bregado el torero de Calahorra. Y allí, sobre
un baldosín, dibujó una faena mecida, con ambas manos, en la que brotaron
algunos derechazos al ralentí, por abajo, con una hondura de las que ya no
se llevan. Madrid crepitó en algún natural y al final, después de diez minutos
de toreo de verdad, perdió la oreja por marrar con la espada. Nunca apuntó
abajo y a la tercera lo tiró sin puntilla. Sin embargo, lejos de desmoralizarse,
Urdiales tomó aliento porque sabía que le aguardaba en chiqueros un torancón descomunal, un Torrestrella con gotas de Guardiola Soto que se salía de
la plaza por su cuajo, por su impresionante anatomía y por las dos velas que
adornaban su rizada testa. Y el torero riojano se recreció. De hecho, nadie
podía imaginar que aquella mole tenía dentro de sí una de esas actuaciones
memorables que se sueñan en las noches de invierno, una de esas faenas
que hacen que una plaza como la de Las Ventas -la más exigente del mundo- se emocione por la colocación de un torero, por la forma de asentar las
zapatillas sobre el albero, por echar los vuelos de la muleta sin importarle
que delante estuviera Dormidito, un pavo, un galán, un toro verdadero. Y se
fue a los medios, ciñó las distancias, y si había sido generoso en el sitio con
el primero, acortó cada cite para dar exactamente con la tecla en la que en
toro embestía. Y Diego, muy quieto, extrañamente seguro y con un dominio
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
de la situación sorprendente para alguien tan poco placeado, derrochó un
asombroso sentido de la lidia, una naturalidad y un temple proverbial. Fue
construyendo la faena, inventándose cada lance, sacando cada muletazo
con una gran exposición. Dormidito tenía el trece marcado en el costillar,
era martes y trece y Diego Urdiales lo estaba cuajando en el centro del platillo. Tres series después, tomó la muleta al natural y fue capaz de dibujar varios lances cadenciosos, entrelazados con un pase de pecho infinito. Madrid
estaba en su mano, los tendidos rugían conmovidos por el toreo auténtico. Y
lo mató de una gran estocada. El toro tuvo una bella agonía y Diego Urdiales
un billete hacia su porvenir. ¿Se podía pedir más?
Diego o la torería
Es que la torería es un concepto muchas veces sutil y en ocasiones tan delicado que es preciso detenerse en detalles aparentemente intrascendentes
para comprender la íntima estructura de una faena, para saber las razones
por las que un toro parece nada en manos de uno y en la muleta o capote de
otro se recrece e incluso se multiplica.
Y si hacía apenas unos días Diego Urdiales sólo barruntaba sueños, acumulaba sensaciones, era porque esperaba una oportunidad para poder demostrar el potencial que atesoraba en su alma, ahora empezaba a tenerlo en
su mano.
Salvador Boix, apoderado de José Tomás, me contó para un reportaje en
Diario La Rioja que el día del triunfo del riojano fue a un bar a ver por la tele
la actuación de Diego Urdiales: «No tengo el Plus, así que a eso de las siete
fui a una cafetería y vi las faenas del torero riojano. Me gustó una barbaridad
por su concepto tan clásico, por su hondura, por el valor que derrochó en el
cuarto y por las estocadas. Tanto es así que no me acordaba de que había dejado el coche en doble fila y me llevé un multazo»... Y es que Diego Urdiales
«realizó el toreo clásico», según Boix. «Hace tiempo que vengo avisando de
que el diestro arnedano posee muchas cualidades y a muchos empresarios
les he pedido que lo pongan con mis toros», comentó el ganadero Victorino
Martín, que estaba entusiasmado con la obra conseguida por el diestro riojano en Las Ventas: «Es un matador que está pidiendo por derecho propio un
sitio en el escalafón; me gustaría que hubiese la suficiente sensibilidad para
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fernando díaz
fernando díaz
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no desperdiciarlo», aseguró. Sin embargo, al ganadero de Galapagar no le
sorprendió en absoluto el triunfo del riojano: «Molinito fue un toro muy difícil, costaba una barbaridad estar delante de él porque era muy fiero y había
que estar muy decidido y muy seguro de sí mismo para afrontar una lidia tan
solvente como le planteó Diego. De hecho, él es un torero de enorme clasicismo y ha alcanzado una madurez y un reposo excelentes. Me alegraría
muchísimo que le dieran el sitio que se merece».
Diego Urdiales repitió en Madrid en una de las tardes más esperadas de la
Feria de San Isidro: la de los astados de Adolfo Martín, una ganadería de las
preferidas de la afición venteña y de la que se esperan embestidas electrizantes, emoción y casta por doquier. Y el conjunto de cornúpetas enviado por
el ganadero de Galapagar -sobrino del mismísimo Victorino Martín- fue todo
lo contrario. Cuando se esperaba bravura asomó la mansedumbre, cuando
se aguardaba emoción afloró el tedio, y la casta indómita de los cárdenos
albaserradas se tornó en debilidad de remos, claudicaciones, embestidas renqueantes y una sosería impropia de un hierro de tanto prestigio. Sólo se salvó
el sexto, un toro muy en el filo por su escaso trapío, que recordó al menos
el origen de su singular estirpe. Y es curioso, estuvo a punto de irse a los corrales y no poder desarrollar la dulzura con la que embistió a la pañosa de
un Alejandro Talavante que le plantó cara con gallardía en los medios y que
logró, en el mismísimo platillo, extraer los mejores muletazos de la tarde. Era
casi de noche, el toro derrochaba calidad y tras una espeluznante voltereta,
el diestro extremeño se entregó al natural en tres tandas sentidas y mecidas,
muy templadas y perfectamente ligadas con bellos pases de pecho de pitón
a rabo. Sin embargo, cuando parecía que tenía en su mano una oreja (o dos,
quién sabe), falló con la espada y echó por tierra una de las mejores faenas de
una Feria de San Isidro que ya supera las veinte corridas y en la que apenas
se han cortado cinco trofeos. Y uno de ellos lo logró Diego Urdiales el 13 de
mayo, un triunfo que iba a significar el pasaporte para un buen número de
ferias y la posibilidad de haber actuado dos tardes en Madrid sin haber estado
anunciado ni una en sus carteles. Y Diego fue despedido con gran respeto por
la afición, y a pesar de no haber podido refrendar su paso por Madrid con un
nuevo trofeo, su crédito permanece intacto porque volvió a demostrar su torería, su capacidad y su clasicismo. Empezó su actuación toreando primorosamente con el capote: cuatro sentidas y preciosas verónicas rematadas con
una media dictada con compás y al ralentí. El toro era muy noble, aunque
no tenía chispa y ya se adivinaba en él la escasez de fondo. El torero riojano
protagonizó la lidia del astado porque sabía que cualquier tirón o descom-
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Los paseos por Vico
a. díaz uriel
postura podría echar por tierra las posibilidades del débil Adolfo. Y Diego
Urdiales, respaldado por una afición que se identifica con su forma de hacer
el toreo, planteó una faena en la que llevó en cada muletazo al toro prendido
de los vuelos, templadísimo y dibujó una gran tanda de lances en redondo.
Meció uno muy largo y tan profundo que Madrid lo coreó con un olé cerrado
y tumultuoso. Parecía que iba a haber faena pero el toro ya había entregado
lo poco que llevaba dentro. Porfió al natural, y en cada segundo muletazo el
albaserrada se quedaba a mitad del lance, debajo del torero y con la cara por
el cielo. Tanto es así que Diego Urdiales hubo de agarrar el pitón para zafarse
del astado. Madrid vibraba hasta que un inoportuno pisotón se llevó la muleta del arnedano. Mató de una media contundente y recibió una gran ovación
unánime: había estado por encima de un toro con cierta calidad pero de muy
poco fondo. El quinto fue uno de los peores de la corrida: parado, soso y sin
gas. Uno de esos astados lamentables que no ofrecen nada. Sin embargo, Urdiales lo intentó todo por ambos pitones. No anduvo muy fino con la espada
-metisaca incluido- y su labor fue silenciada con respeto.
Tras dos tardes en Madrid todo había cambiado en su vida y los principales
cronistas del mundo taurino alababan su calidad, como Antonio Lorca, de
El País, que describía así al torero riojano: «Ojalá que el caso de Diego Urdiales no sea flor de un día. Torea como los ángeles este muchacho. Se abrió
de capa en su primero, el más potable de su lote, y dibujó unas magníficas
verónicas, especialmente dos por el lado derecho. Aprovechó, después, la
descastada nobleza del toro para muletearlo con suavidad, y surgieron derechazos y naturales de bella factura». O Zabala de la Serna en Abc: «Diego
Urdiales dejó la impronta de un torero que sabe hacer y decir el toreo con
un baño de asentada madurez y sentido clásico».
Diego Urdiales camina diariamente entre los pinares de Vico durante al menos dos horas. «No me gusta correr», puntualiza. Los exigentes paseos por
estos parajes repletos de pinos piñoneros, aulagas, romeros y enebros le
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sirven al torero para mantener a punto su forma física y pensar, sobre todo
«para pensar». Y es que al matador riojano le había cambiado la vida. Así
como suena: la vida, ni más ni menos. Urdiales tiene tiempo para recordar
los años que han pasado desde que tomó la alternativa en Dax y las tres
temporadas que ha sufrido en silencio, a la espera de una oportunidad y toreando en apenas dos festivales: «Era muy duro venir a entrenar después de
trabajar y reventarme por aquí sabiendo que no tenía ni una sola corrida, ni
un cartel en perspectiva». Conviene preguntarse de dónde había sacado las
fuerzas para no venirse abajo y desistir de su empeño: «El toreo ha sido mi
motor. Cuando más triste estaba me refugiaba en mi capote, en mi muleta,
en todas las buenas sensaciones que he encontrado en las personas que han
estado a mi alrededor en los peores momentos: mi mujer, mi familia, Luis
Miguel Villalpando y todos mis amigos, a los que ahora de ninguna manera
voy a defraudar porque ellos han alimentado mi fuerza interior para aguantar
y seguir creyendo en mí mismo».
Y llegó Madrid, con sobresaltos y tras alguna decepción, pero llegó su debut en San Isidro y su revelación. Los aficionados de Las Ventas vieron a un
torero esencialmente clásico, valiente y con una tauromaquia basada en la
colocación y la pureza en el cite, aderezado todo ello con un sorprendente
reposo: «No se me podía escapar la tarde. Sabía que era mi única oportunidad
y de ella dependía mi vida y mi futuro como torero. Muchas personas me han
preguntado por la serenidad ante la perspectiva de jugármelo todo. Pero yo
toreé básicamente con mi sentimiento, entregado, sin salirme de mi concepto. Intentando descifrar el diálogo que me proponía el toro, porque el toreo
es como conversar, hay que darle su distancia, llevarle con naturalidad, con
mimo. La gente vio esa disposición y ese clasicismo y se metió de lleno en las
dos faenas. Y claro, yo lo noté; sentí sus olés y disfruté como un niño en los dos
toros porque estaba sucediendo exactamente lo que había soñado».
Adiós a Antonio León
Y como si el destino quisiera unirse a lo que estaba sucediendo con uno de
esos requiebros inusitados, el 12 de julio fallecía en Calahorra Antonio León
a los 78 años. Fue el primer diestro riojano en tomar la alternativa, doctorándose como matador de toros el 23 de septiembre de 1962, en Logroño, con
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carmelo bayo
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Curro Romero como padrino y Paco Camino como testigo. Adquirió gran
fama por su estilo en la ejecución de la suerte suprema al volapié, gracias a
lo cual adquirió numerosos reconocimientos tanto de aficionados como de
profesionales. Y lo cierto es que en la mirada de Antonio León existía una
brizna de niño que trataba de asomarse entre la sempiterna nube de humo
de tabaco negro que rodeaba su cabeza de senador romano. Habitaba en él
un peculiar instinto de muchacho que no quería saber nada de desconsuelos
ni de incertidumbres, a pesar del halo de derrota que acompañaba su delgadísima figura. El cuerpo de Antonio León estaba zurcido por un sinfín de
cornadas de toro -más de cincuenta- e infinito número de unas mucho peores: las que asesta la vida, las que atraviesan el alma y las que no encuentran
manos de ningún cirujano que las reparen. Sin embargo, el maestro -qué
bella palabra- hablaba lentamente, con esa peculiar dulzura de los artistas y,
no sé si por pudor o desengaño, prefería no comentar ninguno de sus triunfos en Las Ventas, ni las impresionantes y ajadas fotos que había traído para
una ocasión un emocionado Paquito Milla. «Eso ya no importa a nadie»,
regurgitaba entre calada y calada mientras Diego Urdiales clavaba sus ojos
como espadas en la cara de Antonio León, en un natural de bronce o en
aquella estocada a un jabonero de Prieto de la Cal que lo envió muy grave
a la enfermería. Era verano en Arnedo, el calor apretaba y el maestro iba a
coger un capote para sentir de nuevo el carraspeo duro de la engomada tela,
de su peso, y el dolor de sus frágiles articulaciones para dibujar una media
verónica escrita con el mismo ritmo de su lenguaje lento.
Diego, al fondo, con su muleta, y Paquito Milla llorándose por dentro. Había en aquella escena un cierto poso de despedida, un aroma de naufragio
de un hombre que permanecía pero que se quería ir, que de hecho se estaba
yendo con el vuelo de aquel primoroso lance. Después, tiró el capote. Lo
hizo sin genio pero con ese orgullo tan genuino de Antonio León. Y encendió un cigarro. Y miró de nuevo a Urdiales en silencio y volvió a aflorar la
sonrisa del niño que el As de Espadas llevaba dentro.
De Santander a Bilbao
La temporada de Diego avanzaba: debutó en Santander sin mucha fortuna
ante una hosca corrida de Victorino Martín. Aquella fue una tarde compleja,
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
dificultosa y dura en la que tuvo que recurrir a todos los argumentos que atesoraba su escaso oficio para pechar con dos victorinos casi imposibles, duros
de pezuña y muy violentos -como el primero-, o mentirosos y sin recorrido
alguno como el sexto, un ejemplar con el que literalmente se jugó el pellejo
en la lidia más emocionante de una tarde marcada por el toreo bufo de un
Juan José Padilla histriónico, superficial y demagógico y por el escaso juego
del encierro enviado por el otrora paleto de Galapagar al ceniciento ruedo
cántabro. Diego se vio desbordado por procurar tan de sopetón el toreo de
verdad: muleta adelantada e intentar conducir las embestidas al final. El astado, probón, incierto y peligroso, dejó constancia de las carencias lógicas
de un torero que apenas ha toreado, de un matador que se ha aupado a las
ferias con las ganaderías más duras y correosas sin más apoyo que el de su
desmedida fe, que el de su gran compromiso para alcanzar la meta. De Santander se llevó un regusto amargo porque se dio cuenta de la inconsistencia
de unos éxitos que se podían desmoronar en cualquier momento.
Tudela, la faena más sevillana
Pero al día siguiente, en Tudela, pudo resarcirse de la mala tarde cántabra. Y es
que se entretuvo en bordar el toreo; en mecer con su muleta la embestida del
quinto de la tarde y dibujar una bella sinfonía en la que con un sentido exquisito de la lidia, de la colocación y del temple, dejó sobre el anaranjado albero
de la chata de griseras el aroma de una torería cara, ligada y natural, una versión sevillana de su tauromaquia que hubiera cautivado en La Maestranza.
Diego, además, fue capaz de sobreponerse a las circunstancias y redondear por derecho una tarde muy especial y emotiva que anímicamente se
planteaba como un reto tras los sinsabores santanderinos del día anterior.
Por eso, su toreo cadencioso, su forma de andar por el ruedo y la agilidad
mental de la que hizo gala para resolver cuantos problemas fueron planteando sus dos oponentes tuvieron recompensa en la traza de una segunda faena
bellísima, jalonada de varios pasajes de gran calidad, algunos de ellos inolvidables, como varios naturales interminables o un pase de pecho en el que
se enroscó al toro llegando hasta la hombrera contraria con un ritmo parsimonioso y delicado. El astado, un cinqueño cariavacado y zancudo, parecía
no andar sobrado de clase y el torero arnedano se limitó a hacerle las cosas
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
por abajo con el capote y sacarlo de tablas donde quería ponerse revoltoso y
peleón. Recibió un buen puyazo en todo lo alto que le ayudó a descolgar y,
tras una lidia eficaz de su cuadrilla, apareció el torero riojano para comenzar
el trasteo por alto, sin obligar, pero llevando siempre prendido al cárdeno
y lucero de La Quinta de los vuelos de su muleta. Se quedaron entonces
toro y torero en los medios, bajo el sol abrasador e implacable de la ribera
navarra. Y en ese momento, con la mente fría y el sentimiento a flor de piel,
empezó a manar el toreo: primero con la derecha, conduciendo al morlaco
a media altura para asentar su embestida sobre el albero, y después, por
abajo, como en esa tanda en la que el torero arnedano acompasó el viaje del
santacoloma con la cintura y la cadera prácticamente rota, con ese sabor tan
hondo del toreo cuando surge al asentar los talones en el ruedo, sin ningún
rigor mecánico, sin nada aprehendido o copiado de un sentimiento ajeno a
su personalidad. Brotó el toreo de Urdiales en plenitud, un toreo exquisito,
abrochado con cadencia, sentido de las distancias y valor. Luego, la mano
izquierda, la zocata sencilla y ensimismada de su clasicismo hondo. Y al
final, tras una bellísima coda de ayudados por alto en la que la muleta barrió
rítmicamente los lomos del cinqueño, y entre las dos rayas de los picadores,
agarró una estocada por el hoyo de las agujas inapelable. Dos orejas, puerta
grande y el sentimiento de que en el riojano habita un torero de clase y un
tipo que lejos de arrugarse cuando le vienen mal dadas, se crece y recrece
con el toreo como máximo aliado. Antes, en el primero de su lote, un toro
suavón y de fuerzas más que justas, ya había dejado pasajes de gran importancia, sobre todo en un quite a la verónica en la que logró varios lances por
el pitón derecho de factura inmejorable. Sin olvidar una media en el platillo
preciosa, ligera de equipaje, pero ajustada toda ella al final de la cadera en
la que se ensimismó un toro que se distraía una y otra vez escupiéndose de
los engaños. Con la muleta se mostró natural y confiado e impuso su técnica
a un animal noble y colaborador pero demasiado medido de casta.
Aquello le sirvió para tomar aire y recoger fuerzas para llegar a San Sebastián y demostrar su indomable corazón, el alma sensible de un artista que
cuando las circunstancias lo imponen rebusca el pálpito del héroe, ese jugarse la vida sin aspavientos, sin alaracas, todo por un sueño: ser torero, disfrutar templando las embestidas y hacer crepitar el alma dura y sensible de
los aficionados pasándose las fieras embestidas de dos victorinos de verdad
por la faja, rozando una y otra vez la taleguilla, como su tarde de presentación en Illumbe, donde dejó el aroma y el sentimiento de un torero hondo
y honesto que traza la tauromaquia con singular pureza, sin un truco, sin
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Camino del Botxo
carmelo bayo
manidas estrategias. Cortó una oreja de ley, de torero de verdad, al primer
albaserrada de la tarde, un animal encastado que no terminaba de humillar
y que encima se revolvía en cada lance. Y ahí surgió un Diego Urdiales
sereno y ambicioso que fue rebuscando a base de colocación y distancia el
único espacio por donde el toro le podía obedecer. La faena tuvo la virtud
de ir ganando en intensidad a medida de que el torero arnedano iba pisando
terrenos más y más comprometidos. Al rematar un lance, el toro le tiró un
derrote seco y le propinó una tremenda voltereta. Ya en el suelo, volvió a
hacer por él y le lanzó por los aires como desmadejado. Se pensó en lo peor,
pero Diego, a pesar de estar conmocionado, volvió a la cara sin mirarse y
lo mató de una estocada en la que se tiró con toda su alma. Los pañuelos
brotaron al unísono.
Una oreja, pero más allá de la fría dimensión numérica, se había visto un
torero de una pieza que venía decidido a por el triunfo. En el sexto, uno de
esos clásicos astados de papada degollada y acodada cornamenta, dio los
mejores lances de la tarde en una serie de cinco verónicas templadísimas,
dictadas al ralentí y ganando terreno entre pase y pase. La plaza se las cantó
con clamor, y su picador Manuel Bernal se sumó a la fiesta con dos excelentes puyazos. El toro, sin embargo, se vencía peligrosamente por el pitón
derecho y en el primer muletazo estuvo a punto de arrollar a Diego. Sacó la
izquierda, se lo llevó al mismo platillo y allí le plantó pelea con una firmeza
colosal, con las zapatillas asentadas y ofreciendo todas las ventajas al dificultoso animal. Volvió con la derecha, totalmente cruzado con la embestida,
y fue capaz de robar algún lance inaudito, ligando con alguno de pecho muy
lento. No tuvo suerte con la espada y perdió la segunda oreja tras una de sus
actuaciones más serias de aquella feria donostiarra.
De la corrida donostiarra salió repleto de moral pero magullado y con una
costilla rota, sabiendo que siete días después le esperaba en Bilbao otra corrida de Victorino. Y volvió a triunfar porque aquella tarde le fluía el toreo del
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
alma, le salía a borbotones del corazón y le llegaba tan puro a las yemas de
los dedos que fue capaz de dibujar, con inusitada parsimonia, una bellísima
faena, una faena preciosista y tan pura que aquel victorino de alma encendida se entregó, merced al vuelo de su muleta, hasta fundirse con el torero
en una misma materia en movimiento, en una acompasada danza entre el
hombre y la bestia marcada por la entrega, la hondura y ese maravilloso
secreto de la naturaleza táurica al que se denomina temple.
Y es que el toro, boyante y exigente a la vez, demandaba una muleta capaz
de llevar su embestida cosida a los vuelos. Un engaño firme y poderoso que
no se amedrentara cuando el viaje se ceñía hacia los adentros o que se sujetara impávida cuando al trazar el natural rebañaba esos centímetros -acaso
milímetros- que marcan la diferencia entre las clases de toreros.
Y todo eso y con creces fue capaz de hacer Diego Urdiales en Bilbao en
una tarde, la de su presentación, en la que rayó a una altura sencillamente
extraordinaria, y en la que en una labor marcada por la seriedad con la
que impregna su toreo gracias a su colocación y pureza, dejó sentado en el
botxo, y para que se sepa, que básicamente Diego Urdiales es un torero de
clase, de gran clase.
El diestro riojano se sacó al toro al platillo con dos tironcitos. Y allí, en
la inmensa soledad de la negritud del ruedo bilbaíno, y cara a cara con las
pavorosas astas de Planetario, se enfrontiló y le lanzó la muleta al hocico
para dejar claro desde el primer momento que estaba dispuesto a torear
de verdad. Por eso empezó a escanciar los muletazos en redondo muy por
abajo desde el principio, obligando a la res hasta ese crepitar final donde
sólo son capaces de llegar los toros verdaderamente bravos. En la segunda
tanda, abrochada de nuevo con un mecido pase de pecho, comenzó a sonar
la magnífica banda de Vista Alegre para acompasar el sonido del toreo de
Urdiales con la simpática solemnidad del pasodoble: se contaron al menos
cuatro redondos interminables, ligados, lentísimos, de esos que cortan la
respiración. Y como el torero estaba en sazón y a pesar de que el astado era
muy diferente por el pitón izquierdo, no tuvo reparo en sacar a pasear su
hondo concepto del natural.
En el primer muletazo, el toro se venía como un tren, pero lejos de desarbolar al torero, la serenidad y el valor fueron los principales aliados para
bambolear la muleta y lograr esa maravilla casi dialéctica de la conexión invisible entre la fiera y el trapo, suavemente volado una y otra vez hasta conseguir naturales de porcelana, aparentemente frágiles por la desnuda verdad
de su trabazón, pero mandones y de acero por la verdad de su composición.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Un torero en el Adarraga
enrique del río
Y es que la plaza toda estaba absolutamente entregada con el torero riojano
por la hondura de su trasteo, por su colocación, por destilar, en definitiva y
como hizo en Madrid, el repertorio del toreo eterno. Además, y por si fuera
poco, se fue tras la espada con toda la verdad y despenó al victorino de un
estoconazo en todo lo alto. Se pidió con clamor el doble trofeo, pero Matías,
que debe de tener el corazón de granito, sólo sacó una vez el pañuelo. La
bronca que le pegaron fue memorable, pero más allá de las dos orejas lo
importante fue la dimensión del toreo de Urdiales, su colocación, su sabor,
su clasicismo.
Tras Bilbao, Diego Urdiales pasó por Bayona, San Sebastián de los Reyes,
Cintruénigo y Valladolid con las esperanzadas depositadas en Logroño, plaza a la que volvía tras su resurrección y con el recuerdo del indulto de
Molinito. Unos días antes de la feria tuve la suerte de reunir en el frontón
Adarraga al torero con el pelotari de Tricio Augusto Ibáñez, Titín III, al que
no le gusta demasiado que le recuerden que es el mejor delantero del mundo. Titín relativiza los éxitos, les da su propia forma y los expresa con un
abrazo a cualquiera de su legión de admiradores o con una furtiva mirada
de soslayo a la foto de Justo Rodríguez que adorna majestuosa el rebote del
Adarraga, su casa, su esencia y su querencia.
El bar del frontón empezaba a atiborrar sus anaqueles y frigoríficos de
refuerzos (vino, cerveza, refrescos, patatas, pipas, golosinas...) y desde el
fondo de la cancha -por una portezuela blanca de hospital- apareció casi
como una ensoñación Diego Urdiales, que observó detenidamente al de
Tricio, entusiasmado con los impresionantes brazos hercúleos del campeón,
con el atlas de músculos que se intuía bajo el niqui blanco y su sencilla y
cordial sonrisa. «Estás muy delgado», le espetó Augusto nada más ver al
matador. Mano a mano entre un torero de Arnedo y un pelotari caracolero;
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
dos riojanos, dos personajes forjados a sí mismos que sueñan en San Mateo
con la feria de Logroño. El campeón, con el rumor imperecedero del frontón
cuando hierve entre las apuestas, el humo de los puros y el sonido seco pero
con eco de la pelota; el torero, con el quejido ronco del astado cuando se
enrosque en su cintura y domeñe la embestida llevándola a ese lugar que si
fuera pelotazale habría que definirlo como los cuadros alegres, como una
alegoría del impresionante txoko donde se derrite la cátedra.
Diego piensa en redondo. Y Titín en ángulos y líneas rectas. Así de opuesta es la geometría de dos artes en las que se atempera la velocidad, la
presión y el miedo para llevar la bola o el toro donde nadie sea capaz de
alcanzarlos. Y no hay tregua. «¡Qué no la haya nunca!», suspiran los aficionados. La muleta y el capote son los avíos del torero. Diego se los presenta
a Titín. Y brota entonces un pudor casi infantil: «¡Cuánto pesan!», exclama
sorprendido a sabiendas de que cuando le da la gana y sobre cualquier cancha impone su estrategia, la de siempre, la que le ha convertido en un mito:
velocidad, ritmo, rapidez, achique de espacios, anticipación y ese arte suyo
de lanzarse donde no llega nadie más que él. Titín, a su vez, le enseña una
caja llena de pelotas a Diego Urdiales y le habla de los materiales, de la
dureza y de la sutileza que encierran esos cuatro o cinco gramos de nada
que son capaces de decidir el resultado final de un partido: «Cada jugador
tiene sus preferencias pero las pelotas varían en cada encuentro y a lo mejor
la que te esperabas que iba a ser más alegre al final es más perezosa y te
arruina». Y Diego asiente y le explica de qué está construida la urdimbre
de una muleta o el forro del capote: «Cada torero tiene su forma y los elige
tanto por su tamaño, como por su peso. Por ejemplo, la muleta la coges con
la mano pero con lo que tienes que llevar al toro toreado es con los flecos,
por eso es muy importante dirigirla bien, tener perfectamente acoplado su
vuelo a tus reacciones y la medida exacta a lo que tú desees impulsar en
cada lance».
Y entonces, como si hubiera una relación de causa y efecto, a Titín le da
por coger la pañosa y se marca un natural en la línea de saque. Y Diego se
acerca y le explica -como si fueran dos niños absortos- desde dónde vendría
un imaginario astado galopando por la cancha: «Hazte a la idea de que el
toro viene por ahí, entonces le presentas la muleta y muy despacito tienes
que hacer que venga por aquí, hacia adentro, que es lo bueno». Y Titín sonríe
de nuevo: «Es que tú lo pones muy fácil», bromea el de Tricio, que juguetea
con la espada de Diego Urdiales. «¿Así hay que ponerse?». Al torero de Arnedo no deja de sorprenderle el piso del frontón: «Es que da la sensación de
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
que te deslizas», asegura con la inseguridad propia de unos mocasines de
brillo atenuado y sin punta, pero con un aire torero.
A Titín le interesaba la tarde de la oreja de Madrid: «Me parece durísimo
que los toreros os lo tengáis que jugar todo a una carta. Además, creo que
es muy injusto. Nosotros en la pelota podemos tener un día malo, perder un
partido... y no pasa nada». Y el matador le explica: «Para todos no es igual,
yo he estado mucho tiempo sin oportunidades y si te dan una y la pierdes
es casi imposible sacar la cabeza. Por eso mi única obsesión es entrenar sin
descanso, mejorar cada día, no creerme nunca que no he fallado en alguna cosa». Pero la admiración de Urdiales no le va a la zaga: «Has ganado
partidos increíbles, y lo que más me gusta es que nunca te vienes abajo. Es
más, que cuando más difícil lo tienes es cuando te creces en el castigo. En el
mundo del toreo a eso se le llama casta y ese amor propio tuyo siempre me
ha impresionado profundamente». Y Titín lo vuelve a relativizar. «Ya, pero
no nos jugamos la vida como vosotros. Me parece increíble la naturalidad
con la que estáis en el ruedo con semejantes animales enfrente. Yo sería incapaz», asevera con el capote en la mano el maestro de Tricio. Y entonces,
antes de ir al ambigú del Adarraga a por un refresco, se quedan el torero y
el pelotari a solas en el frontón, jugueteando: «Ponla así...». «Uff, increíble
cómo te tiras». «Hazme un gancho». No brota el sudor, pero parecen dos
niños revoltosos, dos personajes magníficos que tienen la virtud de hacer
soñar a los demás cuando les brota la inspiración.
El amargo sabor de La Ribera
San Mateo no rodó bien para Diego Urdiales, ya que tanto la corrida de Zalduendo, en la que actuó con Enrique Ponce y con El Juli, como la de Victorino Martín, dieron mínimas opciones de triunfo. El primer día se empeñó en
torear a dos astados de corto recorrido y escasísimo fondo y salió mermado
físicamente ante los victorinos al día siguiente como consecuencia de un
fortísimo golpe que le pegó un astado de Zalduendo. Lo intentó todo con el
sexto -lo dejó prácticamente crudo para apostar con él- pero no consiguió
estar a gusto con una embestida siempre precedida de un molestísimo gazapeo. Diego se marchó de San Mateo con un sabor amargo, con un regusto
de incomprensión y, sobre todo, con la pena de no haber podido ratificar
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
en Logroño todo lo avanzado a lo largo de un año crucial en su devenir artístico. Sin embargo, la temporada no se había terminado y le esperaba un
último compromiso en la Feria de Otoño de Madrid ante los victorinos, en lo
que suponía su debut con este hierro en Las Ventas.
El resultado fue un nuevo triunfo basado en los cánones del toreo auténtico: colocación, temple, mando y ese valor seco y profundo con el que se
hizo el amo en su difícil primero y con el que dibujó dos tandas en redondo
en el quinto que pusieron a la primera plaza del mundo boca abajo, dos
tandas por la derecha en la que se pasó la embestida por la faja y en las que
voló la muleta por los adentros para culminar cada lance donde crepita el
sentido más bello e íntimo del toreo. La tarde en Madrid era majestuosa: las
banderas echadas presagiaban lances de seda y una luz otoñal se deslizaba
desde los tejadillos hasta ese albero blanquecino que al rebotar parecía tan
pálido que se antojaba como de harina.
Salió el primero, un imponente y noble animal con el que Ferrera se zambulló en su característico toreo de atleta: no hubo mando ni compás y la
plaza toda pitó sin rubor al extremeño. El primero del lote del torero riojano,
alto y cornalón, apenas dio opciones de triunfo porque se quedaba tan corto
y era tan mirón que cada muletazo constituía un desafío. Ahí surgió una versión de Urdiales que caló en los tendidos por su sentido del toreo: perfecto
en la distancia, búsqueda del pitón contrario como una magnífica obsesión
y un espadazo monumental que tiró al de la A coronada sin puntilla.
El quinto de la tarde también lucía esa cuerna pavorosa y retorcida marca
de la casa. Era casi negro y en el caballo apretó en un primer puyazo sensacional que le hizo descolgar. Sin embargo, la lidia no ayudó mucho a un toro
al que Diego sacó con tersura al platillo. Echó la muleta por delante y desde
la segunda tanda, bellísima, empezó a romper una faena a la que le faltó el
empuje decisivo por el pitón izquierdo para ser de puerta grande. Urdiales
dejaba la pañosa siempre en el morro del toro y aunque no logró la ligazón
fue capaz de sonsacar varios naturales preciosos. Volvió por la derecha y
se llevó al toro a las rayas con varios de esos lances suyos tan armónicos y
desmayados en los que saca el estaquillador por debajo de la pala del pitón.
Él, como nadie, sabía que tenía la oreja en la mano. Se cuadró en rectitud
ante la misma cara, un tanto retrasado, y se lanzó detrás de la espada con la
suficiente fe para agarrar -en dos tiempos- otra estocada inapelable. Diego
Urdiales había triunfado, de nuevo, en la catedral del toreo y la plaza, puesta toda ella en pie, reconoció el clasicismo de un torero llamado a coronar
cotas insospechadas.
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2009, segunda temporada en las ferias
arsenio ramírez
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Diego Urdiales acabó 2008 feliz, y la siguiente temporada se planteaba de
nuevo repleta de retos. Por eso realizó un cambio importante en su equipo,
del que salió Jorge Luguillano como co-apoderado y entró Luis Miguel Villalpando, que iba a seguir desempeñando las funciones de banderillero pero
también las de mentor del riojano: «Ha sido una persona que siempre ha
estado a mi lado; es mi amigo, mi compañero, sabe de toros como pocos y
me conoce como nadie. Es perfecto». Y a pesar de que los contactos iniciales
con las empresas de las primeras ferias de la temporada (Castellón, Valencia
y Sevilla) parecieron esperanzadores, lo cierto es que hasta la corrida del
Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid no iba comenzar la temporada
para el riojano. Unos días antes, el entonces crítico de Abc, Zabala de la
Serna (ahora cronista de El Mundo), dijo en un reportaje sobre el inicio de la
temporada taurina que Urdiales no tenía a nadie que le escribiera, cuestión
que a estas alturas de mi vida me enervó un poquito y que me dio pie a
trazar esta columna en Diario La Rioja, que sale los jueves y se titula ‘Mira
por dónde’:
Hoy escribo de Diego Urdiales
Es difícil adivinar dónde se encuentra el secreto del artista;
el lugar en el que reposa la tecla que marca ese misterioso
diapasón que hace crepitar el alma al compás de una melodía
sublime, de un poema o del temblor de un trazo de óleo sobre
un lienzo virginal y terriblemente blanco. Por eso, estos seres
marcados por el sino de la creación se mueven en esferas
infinitas, a veces insondables, y hacen de la sensibilidad y
del apogeo de sus sentimientos el fin último e inequívoco
de los anhelos, de la potencia creadora, de la pasión y de
sus instintos. A veces el artista crea para sí un universo
difícilmente descriptible donde se refugian, ensimismados,
conceptos que se funden con la ética, la belleza y también
con la honestidad. Yo no soy experto en arte, pero a veces
mis neuronas se despeñan como una catarata cuando sucede
algo que me conmueve y crece dentro de mí con el discurrir
de los días.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
El sábado, Diego Urdiales, en una plaza vacía y en la soledad y
el frío de una mañana invernal con un sol que apenas rebotaba
en unos tendidos de cemento comidos por la mugre, se aisló
consigo mismo e hizo brotar el toreo con una cadencia y un
ritmo desusados. Se dice el toreo, el arte sin afectación alguna,
el vuelo de la muleta atrapando delicadamente una y otra vez
las embestidas en un diálogo del hombre con la naturaleza
sin parangón posible. El domingo en Abc, Zabala de la Serna
escribía que Urdiales había sido olvidado injustamente de las
primeras ferias del año y que el de Arnedo «no tiene quien
le escriba». Pues bien, aquí estoy yo, hoy que es jueves,
escribiéndole y tratando de describirles a ustedes la armonía
radical de su toreo, el compromiso sin ambages que ha firmado
con la esencia de lo que Federico García Lorca dijo un día que
era la fiesta más culta del mundo.
Al final, con o sin amanuenses, el caso es que Diego iba a comenzar su
temporada con los tres primeros festejos del año en Las Ventas. El primero de
ellos fue la corrida Goyesca del Dos de Mayo, día grande de la Comunidad
de Madrid. Los toros volvían a ser de Carmen Segovia y el torero riojano
dejó sobre el albero otra actuación inolvidable merced a una extraordinaria
faena al primer toro de su lote, un buen mozo de 638 kilos, al que entendió
de principio a fin y con el que dibujó una labor marcada por la quietud, el
compás y una despaciosidad que cautivó a la afición de Las Ventas. Diego toreó, echó la muleta a los belfos y llevó la embestida siempre donde
mandan los cánones, por abajo, gustándose y consintiendo que los pitones
pasaran lentamente al lado de sus femorales. El matador riojano, que debutaba esta temporada, parecía más cuajado y seguro de sí mismo que nunca
y dejó sobre el albero de la plaza más importante del mundo el aroma de
una excelsa torería, de un sabor añejo que maceró su actuación tanto en ese
primer toro como en el sobrero cinqueño, de aviesa catadura, que le tenía
guardado el destino.
Este toro se comportó como un auténtico cazador, como un animal imposible que en el primer muletazo se le vino directamente al pecho y que
desarboló después a cuantos banderilleros salieron en auxilio de Diego. El
animal, de imponente lámina y de gran alzada, hizo cosas de haber sido
toreado. Urdiales agarró la espada y de forma muy habilidosa logró una estocada en la yema que le sirvió para salir victorioso de un trance amargo que
le impidió redondear la tarde como él anhelaba. No hubo puerta grande,
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
pero el diestro riojano volvió a golpear en Las Ventas a pesar de la hiel y del
peligro infinito de su segundo oponente, un toro con guasa. Sin embargo, el
toreo grande ya lo había explicado antes con Camorrista, un burel de media
arrancada, noblote y justo de raza pero que agradeció que le hicieran las
cosas con tanta armonía. Y es que al toro le costó mucho centrarse en la lidia
y, como el resto de la corrida, desarrolló mansedumbre en los primeros tercios y sólo tras el segundo puyazo pareció calmar ese querer irse a las tablas
buscando la escapatoria.
Tras un meritorio quite de Luis Bolívar por gaoneras, compareció Urdiales con el engaño rastrero sacando al toro por bajo hasta el tercio en unos
muletazos plenos de expresividad y poder. La pierna que toreaba levemente
genuflexa para embarcar la embestida con ductilidad y mucho temple, un
temple que ya no le abandonaría en todo el festejo. Diego, fuera ya de las
rayas, comenzó con la derecha en dos excelentes tandas consintiendo mucho al toro, dejando la pañosa muerta en cada lance para ligar el siguiente
muletazo con un sutil toque. Ligereza en el vuelo, armonía, empaque en la
planta de un torero que sabía que el triunfo colgaba del incierto pitón izquierdo. Antes, hubo preciosos remates por abajo y sentimiento en las codas
de cada serie.
Diego se iba sintiendo torero por momentos y Madrid comprendió que
aquello le surgía del corazón. Para torear al natural, el riojano se fue al platillo. Y allí brotó lo mejor de su tarde. Naturales hondos y ceñidos, en los que
el toro protestaba y se paraba, como una vez en la que le lanzó un derrote
al cuello en un terrorífico frenazo. Ni se inmutó un coletudo que en ese
momento ya tenía la plaza toda en el bolsillo. Y ahondó más por un pitón
que momentos antes parecía imposible. Cambió la espada y por la derecha,
con gusto, temple y hondura, se trajo el astado a las rayas para rematar la
faena con uno de esos estoconazos inapelables con los que suele jalonar sus
actuaciones en esta plaza. El toro rodó sin puntilla a los pies de un torero que
había rozado la perfección y que había vuelto a imponer otra vez su sentimiento en Madrid, cuatro tardes en dos años y tres orejas. Casi nada.
El caso de Diego Urdiales en la tauromaquia empezaba a ser más que
llamativo: tres tardes en Madrid, cuatro orejas y apenas ningún contrato en
el esportón. Es más, se estaban cocinando las ferias de Alfaro, Calahorra y
la inauguración de la plaza de Nájera y las posibilidades de que figurase el
diestro arnedano en esos carteles eran cada vez más pequeñas. El caso es
que, tras su triunfo del Dos de Mayo en Madrid, volvía a Las Ventas con un
objetivo claro.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
«Todo cambiará con un gran triunfo y voy a por él», aseguraba mientras
destacaba las buenas sensaciones que le acompañan: «Mi refugio es el toreo; he matado dos toros a puerta cerrada con muy buenos resultados y no
me puedo despistar ni un ápice ante los dos festejos de Madrid. El tema de
las ferias es muy complicado pero yo he elegido un camino, que quizás
sea el más difícil, pero es el que yo quiero». El torero riba a hacer su debut
anunciado en San Isidro: «Las dos actuaciones anteriores fueron por sustituciones y la verdad es que tengo muchas ganas de que llegue el momento
del paseíllo».
Samueles o samulos
La segunda comparecencia en Madrid llegó con los toros de Samuel Flores
el 24 de mayo y la acendrada torería de Diego Urdiales volvió a cautivar en
una tarde marcada por la violencia del viento y la extrema mansedumbre de
los toros, de bella lámina muchos de ellos y de afiladísimos y desarrollados
pitones todo el envío del ganadero manchego. El torero riojano, muy seguro
toda la tarde, obtuvo los mejores momentos de la corrida por naturales, en
medio de un vendaval y frente a un toro de media arrancada al que de manera tan sorprendente como insólita consiguió sonsacar varias series por la
izquierda con las que se le entregó Madrid con ese rugido sobrecogedor que
sólo es capaz de emitir esta plaza.
El toro parecía que no albergaba nada en su impresionante anatomía, coronada, eso sí, por dos pitones interminables, buidos y tan astifinos como un
bisturí. Urdiales empezó con mucha suavidad sacándose al samuel al tercio
por alto, barriendo los lomos y sin molestar. El remate por abajo preludió
una faena importante. Sin embargo, en los medios, por el pitón derecho, la
embestida se hizo rocosa con un incómodo cabeceo que impedía el más
mínimo lucimiento. Además, al viento le dio por acompañar al trasteo. En
el único que no cundió el desánimo, ni el más mínimo desasosiego, fue
en Diego, que tiró de recursos sobando al astado hasta que, más cerca de
tablas y muy en rectitud con el toro, sacó la izquierda. Y entonces, justo en
ese momento, empezó a brotar el toreo. Medida la distancia, comenzó a
provocar al toro con el vuelo de su muleta, siempre entregado y pisando los
terrenos que tanto gustan en Madrid, en tres tandas en las que sencillamente
330
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
lo bordó. Por momentos, se tuvo que ayudar con la espada para sujetar el
engaño ante la insistencia del viento. Era la única estrategia para mandar en
la embestida de un toro que parecía un pozo sin agua pero que merced a
la exposición y a la rima natural del toreo, la ligazón, pareció mucho mejor
de lo que era. ¿Y cuál fue el secreto? ¿Dónde residían las razones de aquella
transformación? El toreo, amigos, el toreo. El matador riojano, seguro y macizo, realizó un auténtico despliegue de técnica conjugada con un valor que
se captó a la primera. Firme la planta, los talones enterrados en el albero y el
natural hasta el fondo, rematando cada lance atrás para enganchar al toro en
esos terceros muletazos con los que crujió Madrid. Y es que a estas alturas el
buen toreo, la clase y la hondura de este matador no es ninguna novedad en
esta plaza, la más importante del mundo y la más exigente, porque en cada
una de sus actuaciones ha ido superando todo lo anterior. Le sonó el primer
aviso antes de tomar la pañosa con la derecha para rematar la faena y traerse
al toro hacia las rayas. Y surgió, de nuevo, el sabor en dos lances por abajo
preciosos. Se cuadró para matar y aunque atacó en rectitud, pinchó en todo
lo alto. El toro estaba vencido y el triunfo peludo se le escapó literalmente
con el segundo fallo a espadas. Sin embargo, Madrid, toda la plaza puesta en
pie, le premió con una ovación clamorosa. No hubo oreja, pero a veces los
triunfos no se miden así: habían visto a un torero que volvió a marcar las diferencias y eso, en la tauromaquia, pesa como el oro. El segundo de su lote,
otro manso integral, se terminó en un suspiro y, aunque Diego se metió entre
los pitones en una faena valerosa y ceñida, la empresa se antojaba imposible
porque el animal había echado la persiana sin miramientos. Media estocada
en la yema y un descabello lo despenaron. Urdiales lució su capote en dos
momentos: por bellos delantales en un quite al cuarto (con una media de
cartel) y el saludo al quinto, donde derrochó torería y valor.
Zabala de la Serna, en Abc, se pudo hartar ahora de escribir del torero
riojano, y lo hizo en estos términos en una crónica que tituló:
Lección de lidia y valor de Urdiales
Lidiar es la otra acepción de torear, antañazo la principal.
Torear es lidiar. Y por tanto Diego Urdiales toreó. Es más:
dio una auténtica lección lidiadora desde la base del valor.
Y desde los cimientos del corazón, conocimientos y cabeza.
Su primera faena de ayer se la inventa, porque invención suya
fue, una figura de alta gama, y hoy los titulares se derriten
unánimemente con su sapiencia, ciencia y tauromaquia.
Urdiales estuvo bien, pero que muy bien, desde el primer
331
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
capotazo al manso samuel. El toro causaba la sensación
de no ir nunca en la muleta, hasta que el riojano lo metió.
Largo proceso. En serio, por abajo ahora, estalló la izquierda,
ayudado por la espada para esquivar, más que algún cabezazo,
el permanente viento. Y así se la dejó en el hocico en un par de
series meritísimas de largo trazo. Guarda un aire tremendo con
Andrés Vázquez: una bella trinchera sonó zamorana y seca.
Y por el derecho también lo exprimió arrastrando los flecos.
Un aviso cayó cuando insistía de más. Pero la cuestión había
necesitado su tiempo. Aun así, si le mete la espada... Al final
bordeamos el tercer recado presidencial. Caló la importancia
de lo visto y lo sacaron a saludar. No se entiende cómo a
este torero no le dan sitio después de sus tardes de 2008 en
Madrid, San Sebastián y Bilbao, que no son Pozuelo, Getafe y
Valdemoro, precisamente.
Su periplo primaveral en Las Ventas terminó a finales de mayo con la corrida
de Victorino Martín. Y no pasó nada y eso, exactamente eso, era lo peor que
podía suceder porque la corrida fue una decepción en toda regla, un hundimiento de Victorino en Madrid que va a traer cola por el alarmante vacío
de bravura y casta de los seis bellos ejemplares con el que el ganadero de
Galapagar quiso enjuagar la infame corrida de la Feria de Abril sevillana,
aquella en la que se anunciaron mano a mano Morante y El Cid. Con tardes
así, Victorino da la sensación de que empieza a coquetear con el Titanic, a
deslizarse por una senda de descastamiento e intrascendencia impropia de
un hierro legendario que se salvó sólo por el nombre de que algún astado
hubiera acabado en los corrales al calor de la tropa de bueyes de Florito. Y
en medio del descalabro ganadero, Diego Urdiales, que vio pasar a su lado
una tarde en la que tenía depositadas muchas esperanzas tras sus prometedoras actuaciones en una plaza que lo esperaba con ansias de que ratificara
todo lo anteriormente realizado. Pero no pudo ser. El torero riojano lo intentó en sus dos toros, tanto en el soso primero como en el cuarto, un pavo
muy armado que acabó espectacularmente rajado buscando el refugio de las
tablas de puro manso.
Tampoco corrieron mejor suerte El Cid, que logró los mejores momentos
de la corrida con el capote en el segundo, y el vizcaíno Iván Fandiño, que
se libró por los pelos de sendas cornadas en los dos toros que despenó: todo
voluntad y entrega la del valiente torero vasco que dejó el sello del valor
pero también de una alarmante falta de recursos.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
carmelo bayo
miguel pérez-aradros
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Diego Urdiales comenzó por bajo, consintiendo mucho al primero de la
tarde; intentando empujarle para que metiera la cara y no se acabara pronto.
Hubo un momento en el que la faena parecía que iba a tomar vuelo hasta
que el astifino Madriles dijo basta. Se puso por la izquierda, el toro escondía
la cabeza entre las manos y embistió con especial peligro, quedándose corto y rebañando. A pesar de todo, Diego lo intentó pero la porfía quedó en
nada. No anduvo fino con la espada y tras tres pinchazos despenó al burel
con una estocada caída. El segundo de su lote fue sencillamente imposible
por acobardado y rajado. El toro estaba renqueante de los cuartos traseros y
a pesar del arrimón que se pegó para demostrar valor, disposición y recursos, la faena nunca tomó el anhelado sendero del triunfo. El toreo es así de
duro y complicado, todo el año esperando semejante pastel para estrellarse
después ante un muro granítico e infranqueable: el de la mansedumbre y
el descastamiento. Algo parecido tuvo que pensar El Cid, quien venía a Las
Ventas, que es su feudo, con el cuchillo entre los dientes. Y parecía que iba
a ser tras el emocionante tercio de pica de su primero, en el que el toro derribó con estrépito en varas quedando el varilarguero a merced de unas astas
que se entretuvieron con el peto hasta que el diestro de Salteras se sacó el
toro a los medios con guapeza. Parecía que iba a ser, pero no, corazón. El
morlaco se paró en la segunda tanda y a partir de ese momento la corrida
se despeñó en el sumidero de la decepción. Acabó San Isidro y Urdiales
se fue reforzado de Madrid pero con el amargo sinsabor de la impotencia
marcado en el gesto de sus mejillas. Al día siguiente actuó en Vic Fezensac
(donde logró una bellísima faena a un enorme ejemplar de Fidel San Romás)
y, hasta finales de julio, otra vez en Tudela y otra vez victorinos, no volvería
a hacer el paseíllo. La crisis ecnómica y la táctica de torear en condiciones
(no a cualquier precio ni en cualquier cartel) privaba a Diego de sumar más
contratos en su esportón.
Pero llegó el día y el comienzo del maratón con esta ganadería que iba a
tener tres cumbres: San Sebastián, Bilbao y Madrid en otoño. Pero vayamos
por partes, ya que en la plaza navarra se desató un pequeño huracán durante
toda la jornada y en los chiqueros aguardaban seis cinqueños de impresión.
Urdiales estuvo sensacional con Minador, al que le cortó una oreja de peso
y que iba a ser el prólogo de lo que iba a suceder en San Sebastián días después. Allí, en el modernísimo coso de Illumbe, se vivió una tarde dramática,
una de esas que no se olvidan, de las que dejan el corazón entumecido por el
cúmulo de tremendas sensaciones que se fueron agolpando y que llegaron a
un éxtasis indescriptible cuando el gran Fundi resultó tan feamente volteado
334
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
al final de la faena del segundo de su lote. La plaza, compungida, se temió
lo peor tras ver al diestro -inerte, desmadejado y roto- a merced de un toro
que se lo pasó de pitón a pitón como un pelele y que lo despidió después
con un tremendo derrote para caer de cabeza sobre la arena. Tremebundo
panorama: la vida y la muerte, el triunfo, la gloria, todo en el microespacio
terrible de un gañafón certero tras enroscarse al final de una faena en la que
había sido capaz de sacar al cornúpeta muletazos limpios y de buen trazo.
Pasó a la enfermería en medio de una gran conmoción y fue Diego Urdiales (Padilla también estaba en el hule) quien lo pasaportó de una media
y eficaz estocada en la yema. Antes, El Fundi había estado en maestro con
el debilucho primero, al que toreó con pasmosa suavidad al natural en dos
tandas bellísimas, aunque fueron muy pocos espectadores los que se percataron de aquella maravilla. Es cierto que Juan José Padilla cortó tres orejas
y fue el gran triunfador de la corrida, nada que objetar a su bien merecido
triunfo, pero el que toreó de verdad en Donostia volvió a ser Diego Urdiales,
que dejó sobre el albero guipuzcoano ese aroma de torero profundo, caro y
clásico, que no hace ni un ademán para la galería y que se pasa a los toros
por los tobillos con una lentitud extraordinaria, con una suavidad impecable, con una profundidad desusada.
El primero de su lote lucía un pitón derecho pavoroso. Se llamaba Soñador
y era una auténtica lámina. Desde el primer momento el torero arnedano lo
vio claro con el capote y le recetó cuatro estupendas verónicas rematadas
con una media a guisa de recorte de un gran sabor sevillano. Como viene
siendo tónica habitual, su picador, en este caso Manuel Burgos, cuajó un
excelente tercio de varas y Diego se volvió a lucir con el percal merced a un
delicado quite por delantales. La cosa no podía ir mejor. Y llegó la muleta:
comenzó el trasteo suavemente por abajo para susurrarle al toro, con firmeza
pero sin violencia alguna, por dónde tenía que ir. Se lo llevó al platillo y lo
cuajó en dos excelentes tandas en redondo ligando los lances, rematando
siempre atrás y sin espacio alguno para un enganchón. Todo fue medido al
milímetro. La plaza se metió por entero en la faena y se sacó esa zurda poderosa y fría con la que se pasó al toro de Victorino como si fuera un jandilla.
Si había sido mejor con el capote por ese pitón, a esas alturas de la faena el
toro ya no quería casi nada por la izquierda. Pero Urdiales no se desanimó,
se cruzó una vez más buscando exprimir al toro hasta la última gota, hasta
que no le quedara ni media embestida en su cenicienta anatomía. Y claro,
había que tirarse tras la espada. Y se lanzó dejando al toro sin puntilla casi
pasto de las mulillas tras salir del embroque. Oreja de peso, oreja de ley una
335
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
justo rodríguez
vez más... Padilla estaba en la enfermería a consecuencia de una fea voltereta en el segundo de la tarde. Llegó lo de El Fundi y tras matar al toro del
diestro herido corrió el turno y Urdiales salió en quinto lugar con el fin de
darle tiempo al Ciclón de Jerez para recuperarse.
La plaza estaba con Diego; pero el toro dijo no y tras un excelente recibo
con el capote y otro gran tercio de varas, en este caso de Manuel José Bernal,
el victorino se puso en plan alimaña y Diego lo pudo con inteligencia, valor
y recursos pero sin posibilidad alguna de toreo. Valiente el riojano, poderoso, lo pasaportó de otra estocada en la que se tiró por derecho, y recibió
una clamorosa ovación desde los medios. Luego salió Padilla sin chaquetilla,
brindó a la cuadrilla de El Fundi, y se montó literalmente encima de Murteiro, el más bravo de la buena corrida de Victorino. Padilla cortó tres orejas,
Diego Urdiales aromatizó Illumbe con su toreo caro y El Fundi se llevó la
cara más terrible de esta fiesta.
Entre corrida y corrida (San Sebastián, Dax, Bilbao), tuve la oportunidad de describir el interior de la vida
del torero en esos veranos de hoteles,
carretera, miedos y sangre, porque la
habitación de Diego Urdiales hierve
los días de corrida.
Él prefiere la soledad, la confidencia con sus íntimos, la conversación
con su mozo de espadas, Antonio Briceño, o con la gente de su cuadrilla.
Pero el ser humano es curioso y la alcoba de un matador los días de toros
destila ese raro aroma de lo desconocido porque casi todo el mundo sabe
que lo que sucede entre esas cuatro paredes coquetea con lo trascendente.
Urdiales toreó en Alfaro el domingo, venía de triunfar en San Sebastián y tras
la corrida le esperaba otra vez el asfalto para llegar a Dax (Francia), donde
hizo el paseíllo sin demasiada suerte el lunes. Pero un torero no viaja solo,
el séquito es voluminoso: la cuadrilla (tres banderilleros y dos picadores),
mozo de espadas, ayuda, apoderado y, cuando se puede, algún hermano, el
padre y los amigos.
Todos tras su estela; de hotel en hotel cuando se torea y en casa los días de
esperanza o los de morderse las uñas; y de estos últimos el torero arnedano
ha saboreado demasiados; por eso ahora, cuando ha llegado el momento de
«sentirme torero», se agarra con fuerza a cada corrida, a las oportunidades
que surgen para hacer «lo que más anhelo, ser torero, vivir en torero, sentir-
336
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
me torero». Sin embargo, cuando torea y las distancias lo permiten, Diego
Urdiales prefiere dormir en su casa, al lado de Marta -su mujer- y Claudia, su
pequeña hija. «Ellas me dan toda la fuerza que necesito, son mi refugio y mi
motivación», asegura con la inquietud y las esperanzas que le provoca la cita
de la plaza de Bilbao, el coso donde firmó una de sus mejores actuaciones de
la temporada y donde le espera una apabullante corrida de Victorino Martín.
Pero volvamos a la habitación de los hoteles donde se larvan los sueños. Allí
el jefe es el mozo de espadas, un auténtico road manager que organiza todos
los perfiles de su matador: desde las entradas que ha reservado para amigos
y compromisos, hasta toda suerte de detalles referidos al vestido, los trebejos
de torear o las curas de las lesiones.
Briceño, en el caso de Diego Urdiales, es especialmente cuidadoso y
nada queda al albur de la improvisación: tres corridas, tres o cuatro vestidos, capotes, muletas, espadas... todo en perfecto orden de revista para
cuando llegue la hora. Por eso, en cualquier lugar se seca una camisola, el
corbatín o la taleguilla se somete a un arreglo de última hora con una precisión en las agujas de auténtico sastre. El torero riojano es un clásico y en
su habitación siempre reina el orden: le gusta el silencio y tras la siesta sólo
acceden amigos íntimos y los profesionales. Antes de torear le gusta pasear
y relajarse: «No voy nunca a los sorteos, el toro lo veo cuando sale a la plaza; antes, ni en pintura», bromea. Y tiene sus costumbres. Por ejemplo, en
Madrid, disfruta dándose un garbeo por el Retiro. «Andar es algo imprescindible en mi vida, al caminar además de relajarme y estirar los músculos, me
da tiempo a pensar y pensar me hace fuerte. Una de mis costumbres diarias
es pasear dos o tres horas, subir por las faldas del monte de Vico, allí donde
no hay cobertura, para disfrutar de la naturaleza y de la concentración».
Luis Miguel Villalpando, co-apoderado junto a Javier Chopera, banderillero y amigo del torero, vive en Madrid: «Intento venir mucho a Arnedo a
entrenar con él porque estar juntos nos hace compenetrarnos más, estar más
unidos». Otro de sus hombres de plata es el calagurritano Víctor García El
Víctor, que pasa muchas horas al lado del torero. «Es que lo bonito es que
somos amigos; él vive siempre para y por su profesión, ningún detalle le es
ajeno y está obsesionado con su mundo. Él es el primero en volcarse y por
eso nos exige mucho, pero siempre con afecto, sin una mala palabra, sin un
desprecio». De la misma opinión es uno de sus picadores, Manolo Burgos,
que vive en Carmona (Sevilla) y que el año pasado se llevó todos los premios
de San Isidro por su pericia con la puya. «Diego es un tipo extraordinario;
llegará a ser figura, de eso no me cabe ni el mínimo género de dudas», ase-
337
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Otra vez Bilbao y
otro atragantón con Victorino
m. p. a.
guraba antes de ir hacia Francia y con la esperanza de actuar a sus órdenes
muchas más tardes: «No es lógico el lugar que ocupa con los triunfos que
ha conseguido».
El rito de vestirse es largo y meticuloso y Diego lo hace casi en silencio.
Aquel día tenía tres vestidos nuevos: el sangre de toro y oro, que estrenó con
la primera oreja de Madrid, un turquesa con corazones belmontinos -el de
Bilbao- y el azul pavo con el que triunfó ante los victorinos en Las Ventas.
Luego están el blanco y plata de la alternativa y el torerísimo rosa y oro de
la inauguración de la plaza de Logroño: «Es el más curtido, me encantan sus
bordados y me recuerda de dónde vengo. A veces decido yo cuál me pongo;
otras Antonio, pero siempre que me visto de torero lo hago para disfrutar,
para saborear cada momento».
Diego Urdiales llegó a Bilbao, al Hotel Ercilla, en el que apenas comió por
los nervios desatados de vérselas de nuevo con otra corrida de Victorino y la
necesidad de lograr un nuevo triunfo. Y se jugó la vida en Bilbao como un
perro; se jugó su porvenir y sus esperanzas, su futuro todo a cara o cruz con
Gargantillo, un victorino gigantesco -cárdeno como las nubes color panza
de burro-, coronado por dos pavorosos pitones y cargado sólo de tenebrosas
intenciones; un victorino sañudo y gris, impaciente y avieso, traicionero y
letal, que al final no tuvo más remedio que rendirse merced al corazón de
un torero que lo despenó de uno de esos estoconazos que no se olvida. Cayó
sin puntilla, la plaza fue un auténtico clamor y Matías (el más duro de los
presidentes de España) hizo aflorar su pañuelo para reivindicar una vez más
que Diego Urdiales es un torerazo, un tipo dotado de una fe descomunal
que se está abriendo paso en la tauromaquia con el corazón como bandera,
con la autenticidad brutal de un maestro que es capaz de destilar el toreo
como los mismos ángeles a los astados de buen corazón y que jamás se
338
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
entrega con los que rebuscan y palpan las femorales. Y tal y como sucedió
hace unos días en San Sebastián, tocaba susto, tocaba sufrir, irse al pitón
contrario, bambolear la muleta y dejar pasar los toros a milímetros sin arrugarse. No había más remedio que sacar el alma de gladiador para apuntalar
una trayectoria impresionante en otra plaza de máxima responsabilidad y de
exigencias sin vueltas de hoja. La faena premiada fue dura como el acero
porque el toro se mostró sencillamente remiso a embestir. Sin embargo, el
torero de Arnedo, con una seguridad pasmosa y a pesar de que todo indicaba que iba a ser imposible cualquier tipo de lucimiento, se plantó en el ruedo con tanta fe que la montaña acabó por moverse y de qué forma. Urdiales
empezó por la derecha, intentando templar el torrente y la faena, labrada a
impulsos, tuvo la virtud de ir tomando poco a poco vuelo. El toro se coló en
dos ocasiones de forma inopinada y por la izquierda se libró de la cornada
de auténtico milagro. Ni se miró a pesar de que besó con la cara el morrillo
después de otra vencida fulminante. La plaza, a esas alturas, ya era suya y,
tras un impresionante volapié -el mejor de la feria-, paseó una de las orejas
de más valor de las Corridas Generales. El primero de su lote, más recortado
de hechuras y más en el tipo ibarreño de esta divisa, tampoco regaló nada.
Y eso que Diego lo hizo todo para él sin dejarse enganchar ni una sola vez
y logrando dos estimables tandas por la derecha. Pero dijo basta y Diego
no pudo hacer más que matarlo de una gran media en la misma cruz por la
que recogió una sentida ovación desde el tercio. Urdiales acaparó la mayor
parte de los premios de la Aste Nagusia, y la revista cultural de la fiesta de
los toros Clarín Taurino, dirigida por Alfonso Carlos Saiz Valdivielso desde
1972, reconoció a Urdiales como triunfador de las Corridas Generales de
Bilbao, por el «arrojo, pundonor y gallardía torera» ante el último toro de
la corrida de Victorino Martín, lidiado el 23 de agosto de 2009, sorteando y
superando las peligrosas embestidas de un animal de 620 kilos al que cortó
una oreja tras coronar una heroica actuación con una soberbia estocada.
Este galardón se trató de un reconocimiento puntual por el que se reivindica
a través de Clarín, «un triunfo que no se ha reconocido justamente entre
determinados sectores de la afición bilbaína». De hecho, el Premio Clarín
Taurino comenzó siendo hace años un premio al mejor toreo de capa de las
Corridas Generales de Bilbao y posteriormente se entregó durante ocho años
más a aquellas personas que, a través de su actividad en el ámbito taurino,
contribuyen a la defensa, exaltación, enaltecimiento y fomento de la fiesta
de los toros. Entre las personas y entidades que han sido distinguidas destaca
la dinastía Bienvenida, Roberto Domínguez, Niño de la Capea, Araceli Gui-
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
El faenón de Logroño
carmelo bayo
llaume, el Club Taurino de París, la Revista de Estudios Taurinos de Sevilla,
Albert Boadella, la revista 6 Toros 6, y José Tomás.
Tras Valladolid y otros compromisos menores, llegó de nuevo la feria de San
Mateo. Diego Urdiales regresaba a la plaza de toros de Logroño -«mi plaza»,
como le gusta afirmar-, en el mejor momento de su carrera taurina en un año
que había sido capaz de triunfar en cosos de la responsabilidad de Madrid,
San Sebastián o Bilbao: «Estoy con la moral por las nubes porque aunque he
toreado menos de lo que cabía suponer tras cortar tres orejas en Las Ventas y
triunfar por dos veces en plazas como San Sebastián o Bilbao, las sensaciones que tengo son inmejorables. Noto que me brota el toreo como lo siento
y también, a pesar de lo de los contratos, un reconocimiento de la prensa
especializada y de los profesionales muy sincero. Existe un runrún sobre lo
que estoy haciendo que me hace presagiar cosas muy importantes. No sé, es
una sensación imprecisa pero que me palpita con absoluta claridad». Diego
me confesó en una entrevista: «Para mí es fundamental esta plaza; lo ha sido
en mi carrera, estuve en su inauguración, tuve el privilegio de indultar a un
toro de Victorino que me sirvió para entrar en Madrid y cambiar el signo de
mi carrera y de mi vida... Pero además, Logroño es mi casa, es mi tierra y he
notado muchas ocasiones el calor del público muy cercano. Y no llego presionado, es responsabilidad, es hondura en la profesión. Recuerdo buenas
tardes en Logroño, triunfos, la puerta grande, pero tengo muchas ganas de
hacer algo hermoso y que deje huella en los aficionados; quiero expresar el
toreo que llevo dentro. El jueves estuve tentando en casa de Pablo Hermoso
de Mendoza y hablé con él de estas cosas, de lo que significa la responsabilidad, estar a la altura... Y lo dice una figura como es él».
Y esta vez sí pudo demostrar a los aficionados de La Rioja su concepto
torero, básicamente el día de los toros de Álvaro Domecq porque el cuarto
de la tarde trajo la luz de la embestida en sus acucharados pitones. El cuarto,
un majestuoso torrestrella un tanto meano en Tamarón y que atendía por
340
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Soleado, embistió como los ángeles y Diego Urdiales se entretuvo en cuajarle una faena de las que no se olvidan, una faena tan rotunda que cuando
adelantaba la muleta para embarcar el natural o el redondo, y ligarlos con
el de pecho, se nos paraba el corazón de tanta lentitud, de tanta armonía,
de esa torería que derrochó el arnedano sobre La Ribera en una actuación
que pasará a los anales de esta plaza. Toro y torero, perfecta conjunción
de ritmo y temple, de colocación y mecánica precisa para lograr naturales
plenos de empaque, redondos al ralentí, cambios de mano, ayudados por
bajo... en fin, una bellísima sucesión de estrategias en una labor marcada
por la distancia precisa y la calidad de un torero que pide toreando que le
dejen torear. Es decir, que llama a las puertas de las ferias de España con el
argumento máximo: el del toreo, el del valor sin aspavientos para plantar
una viña de tempranillo allí donde le soliciten que descorche el aroma de
Rioja que le corre por sus venas de torero de clase, de artista, de torero con
alma al fin y al cabo.
Y la verdad es que llevaba tiempo Urdiales buscando un toro así, tan bravo
y codicioso que desde el primer momento lo cuidó con esmero en varas y se
puso a torear sin más preámbulos que armar la muleta y citar. Y la plaza toda,
en la primera tanda, rota; hasta el final, hasta la calurosa vuelta al ruedo tras
el fallo con la que casi nunca marra Diego. ¡Pardiez! Sin embargo, la puerta
grande estaba en la canasta gracias al primer faenón, que si ahora puede
palidecer tras la lección dictada con el cuarto, tuvo la inaudita perfección
de imponerse a un toro exigente al máximo, un toro que salía de cada lance
con los pitones por encima del estaquillador y que se revolvía con ansia por
el izquierdo. Ahí apareció el Urdiales lidiador y su muleta sometió como un
látigo al toro Capullito, que al final no tuvo más remedio que entregarse a un
diestro, Diego Urdiales, que nos paró a todos el corazón con su muleta.
Torero de Madrid
Y llegó Madrid, con otra corrida de Victorino Martín en la feria de Otoño. Y
la fecha del 4 de octubre se convirtió en uno de los hitos más importantes de
la vida de este torero porque merced a su actuación fue considerado torero
de Madrid, que se dice pronto. Así salió convertido Diego Urdiales de Las
Ventas tras completar una tarde memorable en la que demostró estar en otra
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
dimensión como torero -y con dos torerazos- y ante dos aviesas prendas de
Victorino Martín que no le regalaron ni una mísera embestida en toda la
función; dos victorinos irreconciliables con la bravura a los que sometió con
esa honda torería que él adorna con una sutileza tan profunda como mandona, tan artística como sentida y delicada, coronada, además, por sendos
estoconazos con los que pasaportó a sus dos enemigos sin necesidad de la
puntilla.
El torero riojano, que trata a las alimañas como si fueran toros de carril,
empezó a marcar diferencias con el capote desde la salida de Plumero, al
que recibió con un fajo de verónicas dictadas por abajo, con la pierna de
salida levemente flexionada, en las que impuso su técnica y compás a un
astado que se lo quería comer viajando con la cara siempre por las nubes.
Después fue meciendo la lidia e, incluso, le dio tiempo a jugar las manos
con un parsimonioso galleo por delantales para colocar al toro en el caballo.
El victorino era probón, se quedaba corto en cada una de sus arrancadas y
en banderillas dejó meridianamente claras sus perversas intenciones. Y llegó
la hora de la muleta. Con una suficiencia mental desbordante, comenzó su
labor sacándose al toro con guapeza a los mismos medios y allí, él solo en
el platillo, le plantó batalla a sabiendas de que el lucimiento parecía sencillamente una utopía. Diego la tomó con la derecha en dos tandas en las
que presentaba el engaño con la tarascada del toro como única respuesta.
El animal fue desarrollando cada vez más peligro y cuanto más exigía al
matador, mejor respondía el torero lanzando los vuelos de la pañosa por
derecho para intentar ligar al morlaco en medio de una descomunal batalla
entre ambos. Pero ni una gota de sudor, ni el más mínimo aspaviento a pesar
de las dos costillas que traía rotas desde San Mateo para someter ahora al
toro por la izquierda en otras dos tandas a las que calificaría como épicas en
otros tiempos, pero en las que Urdiales pareció sobrado de valor y ciencia,
de conocimiento y medida. Se desplantó bellamente pero con mesura y se
fue a tablas a por la espada. Entonces cerró al toro con majeza, y tras pinchar
en todo lo alto, agarró una sensacional estocada. Hubo petición de oreja; incomparable con la torería derrochada. Y Diego se sintió de nuevo en Madrid
con una de esas vueltas al ruedo de las que no se olvidan, una vuelta con
aroma a figura del toreo: la plaza puesta en pie; torero de Madrid, torero de
La Rioja, torero del mundo...
El quinto, un toro de horribles hechuras, cariavacado, altiricón y coronado
por dos auténticos puñales, fue un cabrón en la peor de las acepciones de
tan contundente palabra. No se daba tregua y El Víctor se lució en un arries-
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
gadísimo par de banderillas antes de salir con la pañosa -firme y decididootra vez el arnedano. La empresa parecía colosal y entonces Urdiales, con
la izquierda, lo intentó como si el toro fuera no bueno, sino excepcional. Se
paró en seco y Diego tiró de su repertorio de lidiador fajado en mil batallas.
Hasta aquí hemos llegado, pareció decirle el torero, para sacarle todas las
vergüenzas al marrajo aquel que tenía de Victorino lo mismo que yo de
Dalai Lama. Y otra vez la espada: otro soplamocos sin puntilla que tiró el
toro al suelo sin contemplaciones. Diego volvió a sentar cátedra en Madrid
y Madrid lo despidió con una de esas ovaciones con no se olvidan: «¡Dejen
paso a la torería!», se oyó decir por los tendidos.
Toda la crítica taurina volvió a rendirse una vez más hacia la torería del
riojano. Por ejemplo, Zabala de la Serna elogió así al riojano en Abc: «Urdiales se quedó sin oreja porque el señor presidente contó los pañuelos como
si le fuera la paga en ello. La vuelta al ruedo supo a trofeo. Para plantar el
culo en el palco presidencial de Madrid habría que exigir unos mínimos de
sensibilidad, además de saberse el Reglamento y cronometrar las faenas para
enviar avisos justo cuando se hunden las espadas. Sensibilidad para entender que el riojano se había jugado la vida a cara de perro desde que paró
genuflexo al victorino, todo y sólo cara, con sabor añejo. Se revolvió como
un zorro rabioso en la muleta, y Diego Urdiales estuvo perfecto de colocación, técnica y reflejos. Y con un par. Torero el macheteo final y el desplante.
Agarró un pinchazo sin soltar -que los viejos revisteros computaban en positivo- y la estocada mortal. Nada pudo extraer del equino con el hierro de la
A coronada, un mulo. Vieja estampa de aliño por bajo».
La benéfica del 12 de octubre,
seis toros para decir adiós al viejo coso
Pero mucho antes de lograr todos estos triunfos, a Diego Urdiales le rondaba
por la cabeza hacer algo especial en Arnedo para despedir al coqueto coso
donde tantas horas había pasado entrenando y larvando sueños. El 30 de
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Una plaza, un sueño
fernando díaz
julio convocó a los medios de comunicación en la Casa de los Periodistas
de Logroño y expuso sus intenciones. «Ha sido una decisión muy meditada
pero me siento con fuerzas e ilusión para que sea un gran acontecimiento,
para demostrar una vez más que el mundo taurino es extraordinario y con
el reto puesto en que esta iniciativa de carácter solidario vaya a resultar un
auténtico éxito». Así explicó el evento que iba a organizar para el sábado 3
de octubre en la plaza de toros en la que se cimentó su ilusión de ser torero,
en la que había actuado como becerrista, novillero y matador, y aquella que
durante innumerables jornadas se había convertido en su verdadero refugio
y en el lugar en el que tantos astados imaginarios había lidiado. «Este coso es
parte de mi vida; no sé cuántas horas he podido pasar entrenando ni cuántos
sueños he podido vivir en él y creo que ese día es ideal para despedirlo con
un acontecimiento tan hermoso, con algo muy especial». Al final, y como
consecuencia de la voltereta que le dio un toro de Torrealta en Logroño y
que le ocasionó la rotura de tres costillas, la corrida benéfica de despedida
del coso arnedano se retrasó al 12 de octubre.
106 años contemplaban a uno de los recintos taurinos con más sabor del
mundo: la plaza de toros de Arnedo, tan bella como incómoda, pero absolutamente entrañable. Los orígenes de este coso se remontaban al 23 de
marzo de 1903, cuando se subastaron unas obras que concluyeron el 12 de
septiembre de aquel año. El constructor fue Venancio Irigoyen y la puesta
de largo del coso se realizó el 27 de septiembre del mismo año, siendo su
capacidad de 2.835 localidades, de las cuales 2.100 eran de tendido, 580 de
palco y 155 delanteras de palco. En la inauguración participaron el diestro
zaragozano Joaquín Calero Calerito y el sevillano Joaquín Ríos Manchao,
quienes lidiaron cuatro toros de las ganaderías navarras de los señores Lizaso
Hermanos y don Jorge Díaz. El primer empresario del coso fue Alejo Pagonabarraga, en sociedad con otras seis personas que arrendaron el inmueble
por cinco años con una renta de 1.250 pesetas cada temporada. Mucho
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
carmelo bayo
fernando díaz
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
El 12 de octubre de 2009,
una fecha inolvidable
fernando díaz
ha llovido sobre este emblemático coso, que desde la fundación del Club
Taurino Arnedano (1963) vivió un gran incremento en el número de festejos
y en la consolidación de la afición taurina. A principios de los años setenta
comienza a cuajar la idea del Zapato de Oro, una vocación de apuesta por
el futuro de la fiesta a través de una feria de novilladas que con el discurrir
de los años se ha convertido en el certamen de este tipo más importante y
decisivo de todo el orbe taurino. Por el viejo coso arnedano han pasado los
mejores novilleros de cada generación, desde el francés Richard Millán que
logró el primer Zapato en 1979, sin olvidar al malogrado José Cubero Yiyo,
que lo obtuvo al año siguiente. Enrique Ponce, Jesulín de Ubrique, Juan Serrano Finito de Córdoba y Morante de la Puebla, han sido los toreros más importantes, junto a Diego Urdiales, que han logrado 'calzarse' este zapato.
Y es curioso, porque diestros tan fulgurantes como José Tomás o El Juli pasaron por Arnedo y, aunque dejaron emotivas actuaciones, sobre todo José
Tomás, que se llevó el trofeo Antonio León a la mejor estocada, no lograron
imponerse en el más importante de los galardones. Resulta llamativo el caso
de Diego Urdiales, que se había quedado en dos ocasiones a la puerta del
Zapato, pero que se lo llevó por fin en 1998, al lograrlo con la casi unanimidad de los miembros del jurado.
Diego Urdiales, en su mejor momento artístico, afrontaba el festejo en Arnedo como un reto personal que se entreveraba con la gratitud hacia un coso
en el que se ha forjado en solitario el estilo de un toreo que ha cautivado a
aficiones como las de Madrid o Bilbao y que persigue un sueño: «Quiero
demostrar todo lo que llevo en mi interior», dijo. Y es que si algo distingue a
Diego Urdiales es el concepto. Su toreo, como su persona, sorprende y cautiva. No es ni mucho menos la imagen lo que le preocupa; su afán es nítido
-siempre lo ha sido- y por eso ha tenido reservada para sí una sonrisa a pesar
de las cuestas que ha tenido que sortear en una carrera profesional sembrada
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
de espinas: algunas, desgraciadamente, en su propia tierra; otras, las más,
derivadas de los encasillamientos. Muchos no le creyeron y cuando metió
la cabeza en San Isidro y arrebató con su toreo clásico a un mastodonte de
Carmen Segovia, le marcaron el camino como si fuera un estigma: «Tú, a
las duras». Es decir, a las baratas, a las del atracón donde el toreo es exiguo,
donde florece la hiel y los naturales son cortos y secos como un hachazo. Y
Diego, que sólo quería torear, dijo no: más leña al mono, más incomprensión, «más dura será la caída», escuché decir por esos mentideros donde se
habla y pontifica sin firmar ninguna afirmación, no sea que...
Urdiales se había rebelado ante un sistema con el silencio (e indiferencia)
de medios y cronistas. Algunos empresarios contestaban a Luis Miguel Villapando por sms, pero ya no ofrecían lo que Diego no quería. Se empezaba a
romper el mito: un torero desde abajo dictaba su porvenir, único caso quizás
en la historia reciente de una fiesta repleta de favores, mercachifles, ideas
preconcebidas, contrabandistas y buenas palabras. «Yo sé lo que me juego y
tengo que responder en la plaza», me dijo un día. Palabras y obras; hechos
y razones: Madrid (tres orejas y un destino pegado a Las Ventas); dos años
triunfador en Bilbao (ante el toro/torazo/toraco sin medianías); San Sebastián, Logroño... Y un concepto.
Escribía el columnista de Abc, Ignacio Ruiz Quintano, que «Urdiales es
el triunfador absoluto de la temporada 2009 en Las Ventas, porque la importancia de su tarea ha de ser valorada en función de los enemigos que
ha tenido enfrente. Lo demás son ganas de convencerse de tonterías y de
extasiarse con la decadencia...». Aquella tarde Diego Urdiales hizo el paseíllo de goyesco y azabache en su plaza. Un torero y seis toros: una Ítaca, el
toreo bueno, el que siempre ha perseguido en este coso que en ese momento
se nos iba y en el que le había dicho el maestro Antonio León: «Despacito
Diego, despacito...».
La torería es un sustantivo a veces impreciso, pero complejo y rotundo;
es una palabra líquida, un concepto también manido y recurrente del que
se sirven los cronistas con demasiada frecuencia para explicar el fulgor del
toreo casi a secas, para desentrañar las razones por las que un ser humano se
olvida del instinto de supervivencia por abandonarse ante un toro, para desmadejarse por dentro y subrayar con aroma y empaque el significado poético de la tauromaquia -¿Acaso puede existir otro?-. Es decir, exactamente lo
que hizo Diego Urdiales en Arnedo el 12 de octubre, vestido de azabache e
hilo blanco, y con su corazón latiendo al ritmo del gentío que le acompañó
en su bellísima gesta benéfica, ante esa escalera de seis toros por la que fue
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
escalando peldaño a peldaño despreocupándose del palizón, de la cornada
en la mano que le propinó el tercero, de lo incierto de más de un enemigo, o
de ese viento racheado que acompañó una de esas tardes memorables a las
que nos tiene acostumbrados este torero de cintura diminuta y perfil aguileño que ha hecho del compás su identidad como artista.
Compás y ritmo: «Ésa es mi meta», resumía el matador en la enfermería
mientras le suturaban la piel de la mano con doce puntos como grapas que
caían en su palma, precisamente uno de los lugares esenciales donde le
brota el toreo y que le hacen evocarlo exactamente con las yemitas de los
dedos. Y es que ahí radica la mejor fragancia de Urdiales, y toda ella la exprimió con el de Guadalmena en una faena dictada al ralentí, marcada por
la hondura y una armonía velazqueña con esa luz del atardecer que en ese
mismo momento resbalaba por los tejadillos que protegen las gradas de la
vetusta plaza.
Luz otoñal y toreo de primavera, pinceladas impresionistas que desde la
barrera se cerraban en sí mismas con la rotundidad de la obra recién consumada. Y eso que la tarde, ventosa y fresca, se había puesto cuesta arriba por
el proceloso devenir de los tres primeros toros. El primero, noblón, tenía el
fondo de pitiminí: «Me he podido gustar sólo un tanto así», decía Diego a su
gente. El segundo, de una divisa de postín -El Pilar-, salió descordinado. Su
apoderado, Villalpando, lo vio al momento y rubricó su desconsuelo con un
manotazo de rabia en la barrera. Retumbó el maderamen del coso con un
desazonado alarde.
Y apareció el tercero, el de Carriquiri, noble pero incierto, y cuando Diego
lo pasaba por la izquierda, llegó la voltereta y la cornada en la mano. El sobresaliente, Miguel Ángel Sánchez, lo despenó con oficio y los móviles resonaban por el callejón y los tendidos: «¿Qué tiene? ¿Podrá salir?.... Y salió sin
un gesto de dolor unos veinte minutos después, quizá media hora. No había
dramatismo porque la torería -la escuela más sobria de la vida, que escribió
Víctor Gómez Pin- no entiende de gestos vanos ni estratégicos: el torero
sale al ruedo sin remiendos ni descosidos, aunque lleve un carro de puntos,
una paliza soberana o una cornada. Y apareció el cuarto -«con ese me he
sentido»-, el de Guadalmena, castaño oscuro, casi retinto, tocadito arriba,
noble y con son. Entonces brotó el misterioso compás. «Qué ganas tenía
de torear así en mi casa», remarcaba al final de la vuelta al ruedo gloriosa
con los máximos trofeos y Claudia, su pequeñita, en brazos. La plaza toda,
puesta en pie, le jaleaba: «¡Torero!, ¡torero!, ¡torero!...». Hubo manoletinas
de escalofrío y un espadazo contundente, como varios más de una tarde
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
inolvidable. El quinto, colorao y regordío, fue un núñezdelcuvillo de los que
quitan el hipo y el sitio: «Muy exigente, aunque bravo», un punto violento
que, cuando se vio sometido por las espadas como labios (la destrucción
o el amor, de Aleixandre), dejó hueco para una oreja más. Qué más da, si
son despojos. Urdiales acabó en la enfermería, dichoso, pero no exhausto.
Torero y muy dichoso. Total ná.
Final de curso en Zaragoza
El sexto de la tarde se llamaba Lanzafuego; era un tío, retinto, un punto
acaramelado de cuerna y tenía una mirada incierta e insospechada que desparramaba entre tanda y tanda como si quisiera hacerse el longuis al salir de
cada muletazo. Diego Urdiales, que es probable que no se hubiera visto en
su vida con un toro así, no las tenía todas consigo cuando tomó la muleta
para medirse con tan inopinado ejemplar. El torero riojano sabía que por el
pitón izquierdo no guardaba ni media arrancada y armó la faena en redondo
tratando de aprovechar el viaje en series de muletazos por la derecha. Lo
probó en el tercio y se lo sacó a los medios para atacarle en la media distancia y con el engaño suelto para no obligar a un astado que en cuanto se
viera podido tendería, como casi todos sus hermanos, a abandonar la pelea
y a rajarse con descaro. Logró Urdiales trenzar tres tandas enjundiosas aprovechando las embestidas y ligando los lances con los pies muy quietos. Sin
embargo, al sacar la muleta para torear al natural, el toro comenzó a probar
y se rajó definitivamente impidiendo que la faena alcanzara el anhelado
vuelo.
Cundió entonces en Urdiales un claro sabor de desesperanza y tras un feo
bajonazo dio por terminada una gran temporada con el sabor agridulce de
una corrida en Zaragoza que nació gafada para él casi desde el principio,
cuando se vio obligado a parar a tres toros para quedarse con el último de
los sobreros reseñados en el festejo, un animal manso e imposible con el que
no pudo consignar ni un solo muletazo, que se dice pronto. El festejo para
Urdiales fue sencillamente desesperante: se había anunciado con la corrida
de Alcurrucén, toda ella desechada por los veterinarios, y mató a la postre
un segundo sobrero incalificable de Antonio Palla y un manso medio ciego
de Bañuelos con medio pitón semipotable.
349
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Víctor, torero y compañero
juan marín
Así es el toreo y la vida, pero Urdiales daba por concluida su temporada
más importante desde que tomó la alternativa hace diez años en la feria de
Dax; un año marcado por la calidad de su toreo y por un concepto que le
hizo triunfar en plazas de la trascendencia de Madrid (coso en el que ha
realizado el paseíllo en cuatro ocasiones y en dos de ellas ante astados de
Victorino Martín); Bilbao, San Sebastián o Logroño. Y resulta sorprendente
que, a pesar del corto número de festejos (19), el torero riojano se ha llevado
premios como el del Capote de Paseo de la Comunidad Autónoma de La
Rioja, o cuatro de los seis que se otorgan en las Corridas Generales de Bilbao
(entre ellos el Clarín Taurino al triunfador del abono), el Estoque de Oro que
le ha concedido una peña de Almería a la trayectoria ejemplar, los dos de
Alfaro (el del Club Taurino y la Cigüeña de Oro), sin contar con el reconocimiento que le tributó el Club Taurino de París en la capital del país vecino.
Urdiales, como caso sorprendente, tuvo que realizar los tres primeros paseíllos del año en Madrid: la corrida del Dos de Mayo, y otros dos festejos
más en la Feria de San Isidro.
Y aunque logró triunfar en el primer festejo y sumar mucho crédito en la
corrida de Samuel Flores, en la tarde de los victorinos -clave en su estrategia- no sucedió nada reseñable y tuvo que esperar hasta las ferias grandes
de agosto para demostrar su afán como torero. Lo mejor llegaría en San Sebastián y Bilbao, en sendas corridas de Victorino Martín, en las que dio un
nivel altísimo que le hizo llegar a la Feria de Otoño de Madrid en el mejor
momento de forma del año y con todos los ojos de la afición depositados en
su quehacer. Antes, en Logroño, fue uno de los triunfadores del ciclo merced
a una sensacional faena a un astado de Torrestrella.
Víctor García El Víctor completó una temporada espectacular a las órdenes
de su amigo y compañero Diego Urdiales. El torero calagurritano se ha
convertido en el hombre de confianza de su cuadrilla gracias a una calidad
350
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
con el capote cada día más acentuada y a una importante solvencia con
las banderillas aunque éste no sea precisamente su fuerte en los ruedos. El
Víctor es muy consciente de su progresión como torero: «Estas dos temporadas al lado de Diego Urdiales me han hecho crecer mucho como torero; he
estado en ferias muy importantes (Madrid, San Sebastián, Bilbao, Pamplona,
Zaragoza, Logroño o Valladolid, entre muchas otras) y con corridas muy
exigentes que en todo momento nos han exigido dar lo mejor de nosotros
mismos en el ruedo». El Víctor ha estado a la orden de diferentes toreros:
Álvaro Montes, Sergio Domínguez, Antonio Gaspar Paulita, pero con casi
ninguno había logrado la identificación como ha sucedido con Diego Urdiales: «Existe una cuestión generacional, también somos de orígenes muy
parecidos y nos conocemos desde hace muchos años, pero más allá de las
relaciones personales, existe una clave: tenemos el mismo concepto del
toreo. Estar a su lado me ha enriquecido mucho porque tiene una forma de
torear extraordinaria y una capacidad de entrega y sufrimiento en la plaza
descomunal».
El Víctor admite que ha habido tardes este año muy duras: «La corrida de
Samuel Flores en Las Ventas fue un calvario porque hizo un viento terrible;
igual que la de Tudela, con una imponente corrida de Victorino Martín en la
plaza». También recuerda el festejo de San Sebastián: «Fue un día de mucha
dureza básicamente por lo que le sucedió a José Pedro Prados El Fundi. La
verdad es que aquello nos impresionó una barbaridad tanto a los profesionales como al público». El banderillero calagurritano también recuerda situaciones de riesgo junto a Diego: «La voltereta de Logroño fue muy violenta,
por la rapidez que tuvo y por la forma que tuvo el toro de Torrealta de coger
a Diego; primero el pitonazo en el pecho y después la forma con la que le
buscó en el suelo. En la benéfica de Arnedo también nos dimos un susto;
pero el toreo es así, y ahí reside su graneza», asegura.
El Víctor también reconoce su buena evolución en el ruedo: «Yo siempre
procuro hacer lo mejor para que el toro evolucione de forma lo más positiva
posible. Es decir, hacerlo lo mejor para que el matador se luzca. Nuestra función en el ruedo ha de ser ésa, apoyar, ayudar a que Diego Urdiales triunfe.
Su triunfo es el nuestro». Pero también ha habido muy buenos momentos en
la plaza: «El año comenzó de maravilla en la corrida de la Comunidad de
Madrid. Diego estuvo muy bien y cortó una oreja tras una faena magnífica.
En Bilbao estuvo sencillamente cumbre con un toro gigantesco de Victorino
y la faena de Logroño al toro de Torrestrella fue maravillosa; pero ha habido
muchas tardes buenas como la de Alfaro, en la que toreó al ralentí o la de
351
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
Colmenar Viejo; sin olvidar lo bellísima que fue la corrida de Arnedo». En
cuanto a lo personal, Víctor se siente orgulloso de su trayectoria: «Sólo me
molesta una lesión muscular que arrastro en la pierna, por lo demás estoy
muy contento y encantado de ser torero y disfrutar de esta profesión».
Pero en su toreo se apreció una evolución técnica y estética llamativa que
se hizo patente es su forma de trenzar los lances con la capa. El capote en un
torero es un símbolo de distinción, un sello de compromiso artístico y una
herramienta crucial y eficaz para el devenir de la lidia. La historia del toreo
rezuma diestros tocados por el signo de la calidad en este primer tercio,
aunque en la actualidad todo el clamor estilístico recae casi por unanimidad
en la fragilidad hermética de Morante de la Puebla. Y no les falta razón a
los cronistas que se deshacen con la belleza rítmica del toreo de capa del
sevillano, aunque quizás con más lentitud todavía desplaza los vuelos José
Tomás, que en estos tres años gloriosos ha pasado de la brutal gaonera de infarto, con la que iba más allá en el riesgo que cualquier otro, a la parsimonia
casi mexicana que imprime a su envidiable toreo.
Pues bien, en esta órbita ha irrumpido poderosamente Diego Urdiales, con
una torería con la capa absolutamente clásica en la que ha ido sumando dos
aspectos fundamentales, compás y belleza estilística y un poder desacostumbrado en este primer momento de la lidia y que le valió, por ejemplo, una de
las ovaciones más clamorosas de la temporada en Las Ventas, al imponerse a
un encastado y fiero Victorino de salida con un recibimiento que a muchos
aficionados les supo a gloria por la forma con la que destiló aroma añejo
-de viejas tauromaquias- pero sin el menor ápice de afectación. Urdiales,
con el centro de gravedad muy bajo merced a flexionar la pierna de salida
y ganar espacio en cada lance sacándose la res hacia el tercio, fue capaz de
transformar la fiera y virgen arrancada del morlaco en embestida. Y en San
Sebastián, ante un Victorino -de nuevo este hierro- cuajó el toreo en su otra
vertiente: la de la belleza clásica pero en la que además aflora un compás
y un sentimiento que distinguen al riojano como uno de los capoteros más
exquisitos del escalafón. Hace dos años, en Calahorra, dejó en marzo dos
fajos de verónicas de una belleza desoladora y esta temporada, en Alfaro,
ante un toro de embestida mucho más suave que los de la A coronada de
Albaserrada, volvió a deleitarse con el regusto de ese toreo que él persigue.
En San Mateo se llevó el premio de la Peña El Quite al mejor momento con
la capa merced a un quite suyo por chicuelinas, pero es en la verónica y el
delantal donde mejor expresa su concepto: «Lo crucial es sentir el engaño
en la mano como si fuera la prolongación de tu propio cuerpo; me gusta
352
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
En el Arnedo Arena,
con José Tomás
justo rodríguez
llevar al toro con las yemas, sin violencia pero con mando. El temple es una
cuestión de equilibrio y eso se lo das tú al toro para lograr obtener lo mejor
de su embestida».
Pero el destino le tenía preparado algo muy hermoso a Diego Urdiales: la
inauguración el 20 de marzo de 2010 del Arnedo Arena, con Julio Aparicio y
José Tomás en una tarde que desde el momento que se anunció conmocionó
como ninguna otra a la afición arnedana, quizás la más pura, la más sencilla
y la más sentida de toda La Rioja.
Y es que la llegada de José Tomás a La Rioja para inaugurar el Arnedo Arena parecía casi una utopía cuando publiqué un reportaje el 29 de noviembre
de 2010 en el que se relataban las intenciones que tenía José Pedro Orío de
convencer al torero de Galapagar para inaugurar la plaza de toros de Arnedo. El industrial de Herce viajó ni más ni menos que hasta Quito (Ecuador)
y Lima (Perú) para lograr un empeño que se materializó el viernes por la
mañana tras una azarosa negociación en la que, tal y como relató el propio
Orío, lo menos importante fue el tema económico. «De dos minutos nos
sobró uno para llegar al acuerdo», confesó. Y fue en el aeropuerto de Lima
donde se dio el paso casi crucial para lograr la empresa: «Cuando acabamos
de hablar, José Tomás me dio un abrazo y me dijo: ‘Nos vemos en Arnedo’.
En ese momento me di cuenta de que había muchas posibilidades de que
todo llegara a buen puerto».
El mundo taurino alucinaba con Arnedo. Casi nadie era capaz de explicar
las razones por las que José Tomás, el hombre que más bolígrafos y rotuladores
vende del planeta, había decidido actuar en el Arnedo Arena el 20 de marzo
para inaugurar una plaza hermosa, moderna, sorprendente en su trabazón de
colores, luces y volúmenes, pero una tacita recoleta (diseñada para apenas
6.000 almas) y que se había quedado pequeña para soportar la avalancha bru-
353
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
tal de peticiones de entradas que había generado la presencia del fenómeno
de Galapagar. Manolo Soria, el concejal encargado de la gestión taurina, ya
pronosticó al anunciarse el cartel «días de histeria». Y la histeria había llegado:
«No duermo, a cada momento suena el móvil para lo mismo».
Internet se plagó de ofertas de toda suerte de artilugios -especialmente de
utensilios para escribir- con los que ‘regalaban’ un par de entraditas para
el evento: «Vendo boli bic por 1.100 € y de regalo dos buenas entradas,
entrega en mano. Interesados enviar correo con nº de teléfono (importante),
para rápido contacto y condiciones a: [email protected]». A los
reventas no les detiene casi nada y llegaron a utilizar el nombre del coso
para crearse una cuenta de correo y lanzar a los cuatro vientos de la red
sus inapelables ofertas. Y es que el regreso de José Tomás a los ruedos vino
acompañado de una singular histeria colectiva desde que reapareció en Barcelona en julio de 2007, donde ya se comenzaron a pagar precios nunca
vistos. Sin embargo, lo más disparatado se produjo en la corrida benéfica en
solitario del año pasado en la Ciudad Condal, donde un jeque desembolsó
la friolera 6.481,80 euros por dos localidades. En sus corridas de Las Ventas
de hace dos temporadas también se habló de más de 2.000 euros por alguna
localidad de preferencia, y en Santander la reventa se quedó con mucho
papel por aguantarlo hasta el final a precios estratosféricos.
Leyendas urbanas
El mundillo taurino de La Rioja se rebosó de toda suerte de leyendas, pero
la más gigantesca de todas es la que aseguraba que José Tomás se había
reservado para sí la nada despreciable cifra de 2.000 entradas: «Me lo han
asegurado, se las quedará su cuadrilla para la reventa», contaba un reputado
aficionado de la ciudad del calzado. Otros decían que era una táctica del
apoderado.
Desde el Ayuntamiento dejaron muy claro este extremo: «José Tomás tiene
un número de entradas, por contrato, como los otros dos toreros del cartel y
el ganadero, que se les descuenta de sus honorarios. Menos del veinte por
ciento de lo que se dice». Guzmán Gil de Gómez, presidente de la Peña Diego Urdiales hasta el año pasado, también se mostraba muy preocupado por
el ambiente que se respiraba en la ciudad: «Lo de José Tomás es alucinante
354
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
por todo lo que genera. Creo que el Ayuntamiento lo ha hecho todo bastante
bien pero hay demasiadas personas que creen que se van a hacer ricos con
esto. Deberían tomarse las cosas con más tranquilidad». A José Pedro Orío
no le sorprendía nada de lo que estaba sucediendo: «El Ayuntamiento, haga
lo que haga, está condenado a quedar mal con mucha gente porque en la
plaza no cabe ni la mitad de la demanda que se ha generado, pero no me ha
sorprendido en absoluto lo que ha pasado con este festejo porque con José
Tomás sucede en todos los sitios igual. Salvador Boix, su apoderado, y Joaquín Ramos, su veedor, están muy acostumbrados a esto y no les pilla nada
por sorpresa, ni los rumores ni las leyendas. Yo vi lo de Lima, lo de Madrid,
lo de Barcelona, ahora en Castellón y la verdad es que es increíble».
Diego Urdiales aguardaba con verdadera emoción la inauguración de la
nueva plaza de Arnedo y el privilegio de torear al lado de José Tomás: «Creo
que estamos hablando de uno de los diestros más importantes de la historia de la tauromaquia, un torero al que admiro profundamente tanto por el
concepto de su toreo como por su actitud profesional. Él está lanzando un
mensaje de autenticidad que en estos tiempos merece la pena detenerse a
escuchar; es un ejemplo como torero y como persona. En cuanto a la presión
de actuar a su lado es algo obvio, pero no muy diferente a otras tardes con
otros compañeros».
«Personalmente, me hace muchísima ilusión, pero para mí todos los toreros merecen el mismo respeto, la misma admiración. Esos valores son claves
en el toreo y nosotros lo tenemos muy claro. También es un verdadero placer
estar al lado de Julio Aparicio», confesó.
José Tomás vuelve a La Rioja
La Rioja sabía a la perfección qué es conmoverse con el toreo de José Tomás
y aunque sólo había salido por la puerta grande de Haro y Arnedo (esta vez
como novillero), en Logroño había dejado tardes memorables estropeadas
por la espada.
El caso es que José Tomás llevaba más de una década sin torear en La Rioja
(la última vez que lo hizo se remontaba al 22 de septiembre 1999, cuando
actuó en la vieja plaza de toros de La Manzanera de Logroño). Desde aquel
día hasta el 20 de marzo, nada; sólo el eco de sus gestas y hazañas, espe-
355
SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
cialmente las que había protagonizado desde que reapareciera el 5 de junio
de 2007 en aquella memorable tarde en Barcelona ante astados de Núñez
del Cuvillo -uno de sus hierros talismán- y con Finito de Córdoba y Cayetano
como compañeros de terna.
Su debut se remontaba a 1995 en Arnedo. El torero de Galapagar llegó al
viejo coso arnedano tras haber sufrido unos días antes una aparatosa cornada en Madrid. Actuó frente a astados de El Torreón, ahora propiedad del
maestro César Rincón, y alternó con el cordobés José Luis Moreno y el salmantino Domingo López Chaves. Cortó una oreja a cada novillo -salió a
hombros- y dejó una excelente impresión. No se llevó el Zapato de Oro,
aunque se anotó el premio Antonio León a la mejor estocada de la feria.
No se presentó en Logroño hasta la Feria de San Mateo de 1996. José
Tomás tomó la alternativa en México el 10 de diciembre de 1995 y la de
1996 fue su primera temporada en España. El 18 de enero de 1996 sufrió
una grave cornada en la plaza de Autlán de la Grana (Jalisco) que le provocó una gran hemorragia, teniendo que recibir varias transfusiones tras sufrir
varias paradas cardiorrespiratorias. Confirmó su alternativa en Madrid el 14
de mayo de 1996, de manos de José Ortega Cano y en presencia de Jesulín
de Ubrique. Cortó una oreja y se lanzó a las ferias. Llegó a Logroño el día 23
de septiembre, cortó una oreja que le valió para repetir el 26 sustituyendo a
César Rincón, con Juan Mora y Joselito en el cartel. Le devolvieron un toro
de Zalduendo y estoqueó un sobrero de Cebada Gago.
La temporada de 1997 fue la más larga en la carrera de José Tomás, ya que
terminó el año con 79 festejos en sus espaldas. Aquel año se consagró como
una de las máximas figuras del toreo gracias a tardes como la del 27 de mayo
de 1997 en Las Ventas, en la que le cortó las dos orejas a un toro de Alcurrucén, merced a una faena basada en la mano izquierda sobre la que el crítico
Joaquín Vidal escribió: «Llegó José Tomás, se echó la muleta a la izquierda y
acabó con el cuadro». Al principio fue marginado en muchos carteles pero a
las figuras del momento no les quedó más remedio que aceptarlo. En la feria
de San Mateo se dejó anunciar en dos corridas. La primera de ellas ante toros
de Buendía y un sobrero de Marcos Núñez. El descastamiento de los astados se materializó con dos silencios. Volvió el 26 de septiembre y se dio un
atracón toreando al natural un astado de Loreto Charro. Falló con la espada
y después le pitaron tras despachar un galafate impresentable de Sepúlveda
en una tarde de remiendos ganaderos.
En 1998 José Tomás nombró como nuevo apoderado a Enrique Martín
Arranz, dejó grandes tardes en Las Ventas y a lo largo del año hizo 72 pa-
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
justo rodríguez
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
seíllos, 22 de ellos junto a Enrique Ponce. En Logroño actuó dos tardes; la primera de ellas con Enrique Ponce y Miguel Báez Litri. Cortó una oreja tras demostrar su inmensa torería. Repitió el día 25 y, aunque dejó momentos para
el recuerdo, no fue capaz de cortar ninguna oreja ni de cuajar un toro como
hizo en otras muchas plazas. En 1999 dibujó su gran faena en Logroño.
El Domingo de Resurrección de este año, en compañía de Curro Romero
y Espartaco, se produjo el debut de José Tomás en la Real Maestranza de Sevilla, donde cortó una oreja en una de las dos tardes que toreó en la Feria de
Abril. Sus grandes actuaciones a lo largo de esa temporada no se limitaron
a la plaza de Las Ventas, ya que lidió en tres ocasiones en la plaza de toros
Monumental de Barcelona, con gran afluencia de público, cortando un total
de once orejas y, además, salió a hombros de otras muchas plazas. En Logroño actuó dos tardes seguidas en la feria de San Mateo, la primera de ellas
fue silenciado en ambos toros (Zalduendo), aunque se recuerda un quite por
gaoneras, y el día 22 no logró abrir la puerta grande por su deficiente manejo
del estoque. Pero José Tomás, ante un toro de Manuel San Román, evidenció
todos sus poderes como artista.
Llegó el gran día y Diego Urdiales tocó a rebato
Diego Urdiales tocó a rebato de principio a fin frente a un José Tomás extraordinario que se tomó la corrida de Arnedo con esa seriedad que ha hecho buque insignia de su figura, una impavidez estoica que derrochó de
principio a fin ante un lote desolador y precario por la incertidumbre de
Dudero -su primer toro- y la extrema debilidad del quinto, un animalillo que
apenas se sostenía en pie y al que daba grima ver ante tan poderoso torero, quizás ante el más cualificado de cuantos coletudos han existido en lo
que se refiere a imponer su faena frente a los enemigos más variopintos. La
balanza resultó tan descompensada que pudo cundir el desaliento y la decepción en una parroquia que esperaba y trató al matador madrileño como
un verdadero mesías de la tauromaquia, como lo que para muchos es: una
figura de época. Pero lo cierto es que José Tomás estuvo inmenso desde el
principio hasta el final de la corrida con la excepción de la espada, con la
que anduvo fallón y desacertado y por la que se le pudo ir al traste alguna
orejita. Y no es menos verdad que Diego Urdiales, que comenzaba su tem-
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
porada española, también dejó sentada en el Arnedo Arena alguna que otra
certidumbre: la primera de ellas es que cada día torea mejor; la segunda, que
tiene personalidad y clase para medirse con cualquiera; y la tercera, que no
se arredra ante nada ni ante nadie y que comparece en los ruedos con una
seguridad en sí mismo y en su compás que le hacen golpear una y otra vez
con más fuerza en esa puerta que da acceso a las grandes ferias, a los imponentes convites donde se degusta el toreo y a los que no tiene la más mínima
duda de que merece acceder.
La corrida de Moisés Fraile, desigual en fondo y forma, tuvo muchas
más complicaciones para los toreros que las que pregonaba su escasez
de fuerzas. Hubo varios toros nimios, como ese primero de Julio Aparicio
-que no se salió ni un ápice de su papel de convidado de piedra- o el segundo de José Tomás, que ni se aguantaba en pie ni se parecía por lo más
remoto a ese fulgor que se espera de un astado criado para la lidia. Pero
también hubo toros complicados con los que había que afinar mucho la
técnica para no caer en la trampa urdida por su aparente inconsistencia.
Especialmente dos, el primero de José Tomás y el tercero de la tarde, ése al
que Diego Urdiales le cortó las dos primeras orejas de este nuevo coliseo,
de una plaza llamada a albergar muchos días de gloria, muchas hornadas
de jóvenes toreros que con el tiempo irán llenando de nombres y sueños
las grandes ferias.
José Tomás se presentó en Arnedo toreando con sumo gusto y lentitud con
el capote, en un saludo en el que alternó verónicas de ensueño con ceñidas
chicuelinas. Le anduvo al burel después con el percal pasito a pasito en
un emotivo galleo con el que llevó prendida la embestida hasta el caballo
provocando el delirio entre los aficionados. Y construyó una faena de rara
arquitectura, una faena que empezó con un estatuario para seguir de súbito
por naturales -casi sin solución de continuidad- y en la que tuvo la inteligente virtud de aguantar un turbio calamocheo con su aroma de gigante. El toro,
mucho más difícil de lo que parecía, no consintió que le obligaran demasiado y fue alternando el toreo por la izquierda con poderosas tandas en redondo en las que asentaba su planta en los talones, como roto de sí, para dejar
siempre la muleta en la cara y ligar los lances sin remedio. Por un momento
asomó el percance. En un remate el toro lo derribó con los cuartos traseros y
el diestro de Galapagar se libró de la cornada rodando por el albero de manera más que habilidosa. Un susto, apenas un suspiro que no tuvo ninguna
consecuencia más que el sonido de cámaras y fotógrafos. José Tomás citó
con la muleta cambiada y adornó las series con un acento mexicano muy
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
nuevo en un torero vestido precisamente con un bordado de recuerdos aztecas. Sin embargo, la mayor decepción vino con el quinto. Tomás veroniqueó
otra vez con una lentitud pasmosa, dos lances por el izquierdo resultaron de
cartel, y remató la serie con sendas medias preciosistas y limpias. Volvió con
el capote en un sensacional quite por delantales rematados con una larga
afarolada y cuando se presagiaba una faena gorda, el torete dijo basta, el
torete se precipitó por el sumidero de la mansedumbre y se rindió.
José Tomás siguió en su empeño, pero en su cara, por una vez y aunque no
sirva de precedente, asomó la impotencia cuando el burel rodó por el suelo. Pero lo intentó todo: el unipase, la media altura, el alivio, perder pasos,
vaciar hacia las afueras, irse al pitón contrario, quedarse al hilo.... Fue inútil,
el toro no quería, no podía y el maestro sólo pudo dejar constancia de su
empeño, de la fuerza de su corazón.
Diego Urdiales tampoco tuvo un enemigo fácil en su primero. El toro,
noble y con movilidad, no regalaba las embestidas y había que medir a
la perfección la estrategia para aguantar esa forma que tenía de embestir:
aparentemente entregado pero sin humillación ni ritmo. Fue necesario un
caudal de pulso para aguantar el embroque y hacerle ir hasta el final de
cada muletazo exactamente donde quería Diego. Y fue una faena a izquierdas en la que, tras un prólogo en las tablas y la primera serie en redondo,
se echó la muleta a la zocata y ante el número uno de ese muletazo, recetó
varios fardos de ellos de gran calidad, de preciso trazo. Se tiró y tras una
gran estocada se llevó las dos primeras orejas del Arnedo Arena. La faena
del sexto fue la constatación exacta de hasta dónde quiere llegar este torero.
De hecho, el recibo a la verónica fue sencillamente maravilloso: compás,
temple, hondura y ese clasicismo largo de un diestro que goza y marca las
diferencias con esta piedra angular de la armazón de su concepto del toreo:
la verónica. La faena también tuvo hondura y profundidad, sobre todo en
las primeras series en las que se gustó reuniéndose con el toro casi en un
baldosín: armonía y profundidad, mando y seguridad, y ese aroma clásico
con el que embriaga su toreo con la muleta montada. Pero el toro se acabó
demasiado pronto y tuvo que recurrir a las cercanías y al valor descarnado
para mantener la obra en ese nivel con el que se balanceó desde que hizo
el paseíllo. Un pinchazo le privó de la segunda oreja, pero daba igual. Salida a hombros, la gloria y el inicio de un año llamado a empresas mucho
mayores. Abrió la corrida Julio Aparicio: estoqueó como pudo a sus toros,
lanceó precavido y pasó como un verdadero convidado de piedra. Más o
menos lo esperado.
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SantÍsima Trinidad. Diego Urdiales, el torero de mis retinas
La temporada 2010 de Diego Urdiales empezó en Sevilla dos meses después; pero ésa es otra historia.
carmelo bayo
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Morante, el torero puro
carmelo bayo
El hereje
arsenio ramírez
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
No he creído nunca en la pureza como concepto artístico porque el arte, por
definición, es mestizo y bebe de múltiples fuentes. Si el toreo fuera puro, en
esencia sería igual ahora al que se destilaba en los tiempos de Paquiro y Pedro Romero; si el flamenco fuera puro, Paco de Lucía, Camarón, La Paquera
o Rafael Riqueni nunca hubieran existido; si el vino fuera puro, a nadie se le
hubiera ocurrido, por ejemplo, hacer una fermentación maloláctica o investigar con barricas de roble americano o francés, ni mucho menos jugar con
tostados o fermentaciones controladas. De ahí que los creadores, para los ultraístas defensores de esa pureza mitificada y releída, sean herejes, asesinos
del canon, perturbadores de lo establecido por la academia del inmovilismo
o por una pretendida cátedra reunida en un cuarto de cabales para establecer para los restos lo que ha de ser el toreo, el flamenco o el vino. Y lo que
es todavía peor, lo que no ha de ser.
Sin embargo, sí creo en la pureza del creador, en la autenticidad que brota
del corazón del artista: sea el estilo que sea. De hecho, Morante es el torero
que ha asimilado como ninguno la estirpe dominadora del gallismo y el
patetismo barroco de Belmonte. El hilo histórico del toreo, que describiera
sabiamente Pepe Alameda, se enfrenta con este diestro a una paradoja difícilmente resoluble. Es el toreo más viejo y más rompedor, y el más clásico,
y el más sentido.
Morante, su toreo, es un camino intelectual, reflexivo, profundamente técnico, pero marcado por el compás de su corazón. Aúna la técnica más depurada con un valor sin ambages. Su conocimiento, su ciencia, al contrario
que otros muchos toreros de su estirpe, lo emplea para más alto fin: torear. Y
dicen que no tiene recursos, que torea por impulsos...
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
Morante torea azul.
Azul Morante, azul el de La Puebla
cuando se viste de toreo
y se confabula con las constelaciones
Morante con el capote
torea como Dios
aunque anda como un ángel
Y nos hace levitar
como poseídos
por un lenguaje metafísico
Morante torea azul
como el cielo del verano.
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
andré viard
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El torero de la naturaleza
carmelo bayo
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
Se rompe Morante con ese capote y sale derramando una lágrima en cada
embroque. Morante es el toreo de la naturaleza, de los estratos, de las constelaciones y... de las universidades. Morante mágico galleando por chicuelinas a compás de un mirabrás de Enrique Morente, de una siguiriya de El
Torta o de una telúrica soleá de Rafael Riqueni, ‘Calle Fabié’, sin ir más lejos.
Morante enroscándose el capote; y él es el ojo del huracán, con el toro sumido en el chisporroteo del lance. Morante, puro frenesí alado.
Morante a la verónica sin arrastrar nada, apenas obligado. Amanece cada
uno de sus pases con tal suavidad, con tal tersura, que parece indeleble.
Y es mentira, cada lance se sustenta en los contrafuertes de una catedral
gótica porque su toreo es profundamente arquitectónico, es Calatrava, pero
también Juan de Herrera. Morante parece inhumano cuando torea porque
en un segundo se ha transfigurado: su cuerpo entero se cimbrea con un
diapasón inimitable, y aunque torea con las yemas, sus talones se clavan
en el suelo para conmoverse hasta la raíz («Sabe el fruto a su raíz», escribió
Góngora).
Y Morante rompe a llorar porque se queda vacío, exhausto, como un poeta
rendido al final del verso. Morante es el torero puro y no brota su arte como
por capricho. Y está en su momento y es único ayer y será único mañana
y siempre. Morante, el maestro de la armonía, Galileo Galilei del toreo,
Arquímedes del temple, Leonardo de la verónica, Margarita Yourcenar de
los abismos del natural, Averroes del desplante, Unamuno del cite, Ortega y
Gasset de las distancias y Miguel Ángel Sáinz del sentimiento.
Morante para siempre, para los malos momentos, para cuando nos asusten
los precipicios y las rendiciones. Curro, Paula, Cagancho, Albaicín, Rafael
El Gallo, Chenel, todos los artistas que en el toro han sido están a tus pies...
Y tú a los de ellos.
¡Morante, viva la madre que te parió!
368
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
Morante, sumo metafísico del toreo
El toreo es una sensación paradigmática; un misterio recorrido por una línea indescifrable de unidades estéticas y vitales que se arremolinan todas
en una circunstancia final indeleble, artificial y tan débil que apenas tiene
consistencia cuando se trata de explicar pero que apabulla cuando aparece.
De ahí, la belleza de un natural como aquel de Morante de la Puebla al
toro Señorito de Juan Pedro Domecq en la feria de Sevilla de 2009, cuando
construyó una faena ensimismada con el toreo, una faena paradigmática e
histórica, con ese raro frenesí de su vestido verde y azabache como contrapunto de luz de la Sevilla onírica que desplegó como un atlas del toreo en
un confín del coso del Baratillo.
El torero de la Puebla hunde su mentón sin estridencias, no dobla la cintura porque para su táctica y estrategia torera basta con acompañar sutilmente
el viaje sin despegar los pies, que miran hieráticamente al frente. No hay
contorsión en la postura, apenas un leve cimbreo para alargar el brazo que
torea pero que maneja suave, delicadamente, los vuelos de un engaño que
embebe y embriaga a un toro que en los amaneceres de aquella faena de
abril no era muy partidario de embestir. Morante se sobrepuso de improviso
a todas las terquedades del noble bruto pisando esos terrenos donde el toro
se convence y es capaz de destilar su fondo de bravura. Y aunque lo parezca, sus faenas no son fruto de un chispazo, son un discurso del método, una
explicación de la geometría del valor y del convencimiento del toreo. Y, hoy
por hoy, Morante es uno de sus sumos catedráticos.
La torería es cosa extraña. O mejor dicho, inverosímil. Por eso, Morante de
la Puebla concita en torno a sí todas las poéticas del toreo, las que son tan
delicadas como el perfume de los nenúfares y también, y esto es esencial, las
epopeyas con las que entierra la fragilidad inherente al espíritu de los artistas
para acrecentar su toreo con un heroísmo conmovedor, con un valor que
le brota para torear -se dice y se incide que para torear- con una derechura
desusada, con un aroma que despierta todos los instintos con el cincel de un
escultor impreciso.
Morante se conmueve toreando porque se encuentra en un proceso de
crecimiento interior al que no se le adivina techo.
Capotero genial, cada lance le surge como un ºhaiku o como un soneto,
con la rara habilidad de mecer la verónica a un ritmo cada vez más lento,
toreando con el espíritu, con el vuelo de un capote magistral donde los haya
porque en él residen todos los conceptos y se asoman por momentos viejas
369
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
imágenes de Rafael El Gallo, de Chicuelo, de Curro, del Tío José el de la
Paula, de Fosforito o de Manuel Torre. Vestigios de maestros inmemoriales,
de tauromaquias ahora renacidas en plena incertidumbre de toros que se
mueren solos o de toreros que desaprovechan, segundos después, el tranco
bueno de un jandilla de lujo.
Y Morante con la muleta es un metafísico con cojones. Arrumba la torería,
se coloca en el sitio exacto, lanza los vuelos, aguanta firme y se pasa la embestida por la barriga con toda la parsimonia del universo. Morante, además,
liga los muletazos con el perfil de las grandes tardes de toros, buscando la
perfección en los embroques, en la media distancia sutil y, tras dictar en redondo como los ángeles, colocarse en el sitio más peligroso con la zocata y
pasarse los pitones por la femoral sin un ápice de afectación.
Morante impávido aguantando el parón. Estética y ética de uno de los toreros
con más compás de cuantos he visto en mi vida (aunque diga a los reporteros
que hace gimnasia), de un matador que es absoluta arqueología taurina, que
está fuera del tiempo por su autenticidad, que induce a todas las confusiones,
pero que en el ruedo apura cada embestida con el valor de los elegidos.
«Morante es Morante porque es Morante», dije un día y me reafirmo hoy
más convencido de su maestría, de su técnica, de su arte... y de su entereza.
El toreo apenas existe y percibirlo es un milagro antiestadístico. Morante
es y esculpe el toreo entre el tormento y el éxtasis; sin afectación alguna
aunque se haya convertido en un personaje; sí, pero en un personaje que
se reinterpreta a sí mismo. Morante con el capote es, sencillamente, inalcanzable: bien a la verónica (brutal su armadura y dramáticamente bella
la composición) o con esos sutiles delantales desparramados en un quite
inmarcesible.
Por eso proclamo:
¡Viva Morante! ¡Viva la armonía!
¡Viva el cataclismo que provoca su muleta!
Otra vez Morante en Sevilla, otra vez el aroma de la más profusa torería. Morante en estado puro que lancea con manos de espuma y nata a la verónica
en un fajo de pulsos delgados y sin tormento alguno, rayando en cada uno la
arquitectura esencial del toreo: la armonía.
Esa pierna de salida levísimamente levantada (me refiero a su capote);
ese escorzo en el pecho girando sin inquietud, el mentón hundido, y la
370
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
esteban pérez abión
371
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
mano que torea dibujando cada temblor en un vuelo delicado, sutilmente
mecido, con toda la urdimbre del trasto asido a su yema por tendones
invisibles.
¡Armonía!, ¡armonía!, ¡armonía!
Está toreando Morante de la Puebla con su capote de seda.
Y salió Morante inquieto con la muleta. El juampedro se tambaleaba, no admitía el toreo, y lo fue labrando con paciencia y silencio, sin espacio alguno
para la ofuscación o el desconsuelo. ¿Acaso Morante fue susurrándole cosas
al toro en el trasteo previo? Y el juampedro aquel deslavado, un punto anovillado, fue entrando en vereda al socaire de la muleta arrastrada y de esos
vuelos siempre convencidos que buscaban los belfos.
Y de pronto, brotó el toreo. El toro convenciéndose y Morante convencido.
Valiente, genial, lidiador, a veces muy colocado, sin mirarse al espejo, sin
afectaciones, jugándosela, exponiendo la femoral al bruto. Y el bruto accedió a que surgiera la poesía, entre épica y lírica, entre la Chanson de Roland
y las Flores del Mal. Así de embriagador y embebido suele estar el de la
Puebla para destilar lances de ensueño mientras detiene el tiempo.
Curiosa paradoja: el toro no parecía toro (claro, era un juampedro) y singularmente aparecía el toreo. Estaba Morante por medio (ahora vuelvo a la feria
de Sevilla de 2009), un Morante ecléctico, torero de sí mismo, un Morante
atlético que corre cada día un maratón y que quizás se alimente sólo de ensaladas, tagarninas y humos de lanceros. Pero toreó como Dios en Sevilla y se
le atisba en La Maestranza armado de una fe como la Torre del Oro.
Morante en el clímax del toreo, (otros andan en la inopia). Él, en el escalafón de los divinos, a pesar de los juampedros, del sopor que provoca Ponce
y sus moléculas intactas, de Canorea, de los silentes maestrantes.
¡Viva Morante! ¡Viva la armonía!
¡Viva el cataclismo que provoca su muleta!
¡Abajo Juampedro y sus toros inhabitados!
¡Abajo Canorea y sus veedores!
Repito: ¡Viva Morante!
372
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
Nunca he visto un matador más valiente y entregado. Morante de la Puebla,
el artista, el hombre del pellizco, es un torero valiente para sí como ninguno, valiente para el toro, valiente para el buen aficionado. Su toreo no se
puede traer hecho desde el hotel; lo suyo no son las normas, ni un mecánico ejercicio de disciplina. Morante es Morante cuando se equivoca en los
inicios de faena y después recurre al macheteo para querer seguir soplando
naturales, como le ocurrió más de una vez en algún primero de la tarde.
Morante es Morante cuando le pillan de improviso, arreglando la muleta, y
un manso le acuchilla la cara en un lance de la lidia que no le sucedería ni
al más inexperto de los novilleros. Morante es Morante, tal vez, porque está
fuera de todo y más dentro que nadie. Y por eso es Morante, porque carece
de explicación, porque él se siente torero así, sin intermediarios, sin más
ropajes que su propia expresión. Y los toreros como Morante son tipos generosos que, cuando saben que llevan razón (su razón, la razón incorpórea
que habita exclusivamente en su alma), se entregan como nadie lo hace. De
ahí que cuando toma el capote no encuentre más medida que su apasionada
entrega. Mecidos lances por verónicas, despaciosos delantales enseñando
sutilmente al final de cada uno el piquito contrario del capote para fijar la
embestida, chicuelinas, largas perezosas, medias verónicas dictadas con un
rumor tan infantil que dan ganas de echarse a llorar. Y el torero, con la cara
marcada como un ángel, desprendido de sí, alejado de todo y entregado al
toro. Quizás sea ése su secreto, su verdadero lenguaje, su estremecimiento
interior por la belleza aquella que suele consumar.
Y si en Sevilla se lanzó a la puerta de toriles, en Madrid, más torero que
nunca, se llegó a gustar incluso poniendo banderillas de tiniebla y acero
en el lomo de aquel toro de Núñez del Cuvillo postrero que le dio la gana
de embestir. No sé qué pasó por su cabeza en ese inicio de ayudados por
bajo, en los que la cadera estaba completamente desencajada y el torero
hundido. Belleza épica, belleza sutil, belleza infinita. No había leyes. El toro
había sido exprimido con el capote y parecía misión imposible faena alguna.
Pero surgió, llena de imperfecciones, pero con lances entreverados en los
que daba tiempo a soñar, a deleitarse. Era el toreo, sencillamente el toreo.
A estas alturas no sé si tan bello como el de Paula en 1987 en aquella memorable faena suya en la que después también soñé con la mágica crónica
de Joaquín Vidal. No lo sé. Pero se vivieron lances oníricos en series que no
eran series porque ya el toro no se desplazaba. Morante estaba trasfigurado;
eternamente masculino, indefectiblemente torero. Toreó de frente al natural,
cruzó el río yéndose al pitón contrario y sorteó cada lance con cada una de
373
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
sus neuronas. Y lo hizo porque Morante es Morante. Y le dio la gana hacerlo.
Y lo dijo en silencio, acurrucado. Antes de cobrar la estocada sableó al toro
por abajo. Lástima. Pero es el sino de los genios, la belleza indómita de la
imperfección, el desgarro del grito, la soledad del torero también en su fracaso. ¿La oreja? ¿A quién le puede importar ahora? ¿Los avisos? ¿El desastre
de algunos toros? ¿El desperdicio del primero? No busquen explicaciones
porque son cosas de Morante. Y Morante es Morante porque es Morante.
Morante, me muero por tus huesos
Morante de la Puebla arrebatado. El tiempo detenido, el silencio de la maravilla; no hay quien toree mejor que él porque su sino es el precipicio, parecía
decirse para sí cuando ensimismado consigo mismo paseaba las orejas en el
círculo imperfecto de La Maestranza aquella tarde en la que se fue zaherido
a la puerta de chiqueros como un mártir. Morante resucitado e irregular,
Morante como un superviviente en el abismo de la ingratitud. Lo confieso:
nunca había sido partidario suyo y desde aquel momento comencé a morirme por sus huesos; nunca me lo había terminado de creer -aunque me
cegaran a veces sus fogonazos- y ahora me siento, no sé, como culpable por
no haber sido capaz de descifrar su mensaje, de entender que bajo su caparazón de torero artista, de sucesor engreído de no se sabe qué cosas ante
toros tantas veces arrasados, sencillamente latía el corazón de un hombre en
busca de su destino, alejado diametralmente de los cursis que lo veneran por
su fragilidad. Y es que Morante de la Puebla es torero, personaje y persona,
contradictorio como ese vino exquisito que mueve sus moléculas cuando
lo citan para transformarse en hilo de delicados aromas. Y qué dislate verle
hundido torear para sí, con la cabeza entreverada, con la misma testa que
antes le querían sesgar a los que un segundo después se hacían partidarios
suyos para la eternidad, como yo mismo. Y daba no sé qué verlo a porta gayola, pero no era una estratagema para anunciar nada: era el primer acto de
la transfiguración. Morante herido de sí -se ha visto- es un toreo rabioso, un
toreo que duele, un toreo macizo como ninguno. Por eso es capaz de irse al
más allá del pitón contrario con la muleta escondida detrás; que se ofusca
con muletazos maravillosos, legendarios, indescriptibles; con adornos tan
lentamente prolongados que hacen crepitar el corazón. Era Morante de la
374
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
Puebla destilado, reducido a la esencia, sin nada más que su desnudez y su
voluntad, sin otro aditamento que su alma luminosamente escarnecida. Era
Morante antes y después, y a pesar de los filólogos que han rebuscado en su
mito palabras y adjetivos para definirle, todo era más sencillo: simplemente
torero.
Y es que no me he sentido nunca un morantista al uso de los muchos que
conozco, tipos que depositan en el matador de la Puebla todas las esencias
desaparecidas del toreo. La verdad es que en muchas ocasiones Morante de
la Puebla me ha desesperado sin darme nada a cambio, una brizna quizá,
un manojito de ese alhelí que tan peculiarmente administra. La verdad es
que Morante me parecía un tanto bisutería, como muy de pitiminí aunque
sin llegar al amaneramiento rococó de Conde, que me parece bastante infumable, absurdo y sobreactuado. Hubo un Morante, eso sí es verdad, que
me interesó mucho: el que me cautivó tras su alternativa burgalesa, que me
enamoró de novillero en Arnedo. Pero llegó la cornada de Sevilla, las dudas,
los problemas y cuando volvió muchos revisteros y propagandistas le impusieron una especie de estola de un curroromero resucitado que me parecía
dañina e intrínsicamente perversa. Muchos dudamos de todo, nos parecía
un montaje. Me decepcionó especialmente en Madrid, el día del festival de
Paula y la suerte me llevó a perderme sus faenas de aquel año. Unos amigos
me hablaron de lo de México... Y puse el vídeo. Vale que el toro era un churrillo, pero no tengo palabras para explicar lo que me hizo sentir Morante
de la Puebla.
Ser Morante
Ser Morante (el toreo mismo). Así se paseó Morante por México D.F. una tarde que toreaba José Tomás, como una especie de dios semiótico, aspirando
375
SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
el humo oloroso de un puro para ver el toreo de otro genio. ¡Dios! Pero si
es él el toreo mismo. Morante de la Puebla podía parecer a los ojos de un
censor como una extravagancia de diseño: una pajarita negra, el sombrerito
de paja levemente inclinado hacia poniente y la americana entallada con
ribetes negros y un inmarcesible damero como fondo de aspereza. Ah, y una
colosal hebilla templaria para sujetar un narcisista pantalón de cuero. Dios
mío, Morante hecho un pincel afrodisíaco y masculino bajo el cemento de
las gradas de Insurgentes.
¿Qué pensaría José Tomás cuando le viera en su barrera, con el sombrerito levemente inclinado hacia poniente, con la simpar hebilla de trazados
cabalísticos y la pajarita negra como la noche amordazando el cuello más
torero de todas las constelaciones? Es Morante -se dirá- y planeará el natural como cuando sueña el de la Puebla con su cintura. Qué envidia, quién
pudiera haber estado en el embudo para ver a José Tomás y sentir de cerca a
Morante, ese hombre, ese tipo indefinible que es pura reminiscencia, imprevisible llamarada, compás contra la rutina, grito ante el hosco rumor de los
prohibicionistas; sentimiento, belleza, palabras sin gramática, redacción sin
pulso; vamos, el toreo mismo. Ser Morante, en dos palabras.
Morante de la Puebla, una pasión de luminarias
El toreo de Morante de la Puebla no sabe de estrategias; de trazos calculados ni de elucubraciones. El toreo de Morante de la Puebla surge de un
yo interior que responde sólo a una pasión de luminarias, a un equilibrio
humano insondable, magnífico y deliberadamente bello. Morante es la valentía misma, la entrega total, y basa su toreo en un valor intransigente, en
un valor que se asienta en un concepto inmaterial y sublime. Por eso su
toreo no tiene comparación; por eso es el fiel reflejo de ese yo interior que
le alumbra una tauromaquia esencialmente íntima, que busca complacer su
alma de creador. Morante, además, está en sazón porque aúna el complicadísimo equilibrio entre inspiración y poder, entre querer y arrebatarse con
desenfreno, pero sin perder la cabeza (o perdiéndola), aunque los demás la
perdamos cuando se hunde en torero, cuando dobla un poquito la pierna en
esos pases suyos de pecho que parecen retratados por Baldomero y Aguayo,
que se vislumbran surgidos de otro tiempo. Morante, decíamos, no sabe de
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
andré viard
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
estrategias porque su toreo no se puede calcular, ni medir, ni contar. Su toreo
se relata, se siente y a veces, se sueña.
Por ejemplo con Cubano, un toro de Victoriano del Río, un gran toro, pero
no un toro excepcional, un toro de verdad, con poder, que al final, cuando
se vio sometido por el sevillano, se fue rajado al abrigo de las tablas. Y se
puso Morante, de nuevo, al natural y se desplantó ante él con ese diapasón
suyo que es como un abanico de armonía. Y es que Morante es valiente
-muy valiente- y enciclopédico, sublime e impredecible. Su toreo de capote
es de una rara sutileza y todo su cuerpo acompaña el lance; no le importa
volver a tomar la muleta al natural a pesar del aviso y lo hace porque sabe
que domina el tiempo, que es capaz de pararlo y de poderlo, de hacer de
un lance sencillamente una eternidad. Es Morante, el torero que atesora el
sentido íntimo de la tauromaquia.
Además, Morante quebrado encierra dentro de sí todos los naufragios, y
las mareas dejan, como aquella tarde en la playa de la arena de Zaragoza,
sus avíos con la muleta sucia y descosida, con la espada rota y el capote hecho un bulto. Pero cuando Morante no se acierta a sí mismo, da la sensación
de que andaría pinchando a los toros todas las estaciones. Los toros de Morante, a veces, parecen mármol, impenetrables, inmortales. Morante mueve
el dedo índice con ansia y no sonríe más que en un esbozo de mueca feliz.
Su rictus, a veces, es un catálogo desconsuelos, anega los corazones y duele
tanto en los fracasos que da pena verlo por allí largando el capote sin alma.
A veces habita en él ese raro inconformismo que sólo entienden los genios:
un desvarío interior que lo ha convertido en un torero imprevisible, metafísico. Entonces, sucede lo inaudito y pide el sobrero. Los caballos de picar ya
estaban en el camión, las banderillas en sus cajas y mucha gente fuera de la
plaza. Se desata una tormenta de móviles, un rumor de miradas incrédulas
y unas prisas inauditas. Los de barrera, ya sin localidad, se agolpan en los
vomitorios mientras los que confiaban en el último suspiro tuvieron la fortuna de ver el acontecimiento a milímetros del maestro, en escaños ajenos.
Dibuja varias verónicas entreveradas de silencio, tres delantales esculpidos
al ralentí fijando la embestida con el envés del capotillo y una de esas medias que convierten al toreo en un acontecimiento artístico singular, único.
Toma los palos con desigual acierto y nos hace soñar después con la muleta.
Así que se sacó al toro a los medios barriendo con el engaño los lomos del
albero, arrastrando la bamba de la pañosa por el piso con una parsimonia
inaudita, con la lentitud que propiciaba la rítmica y pausada boyantía del
Núñez del Cuvillo. Dejó sitio, se echó la tela a la mano derecha y citó sin
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
ambages. Ligó un manojo de muletazos en una serie tan hermosa que parecía imposible: era el toreo, el toreo eterno, el que conmueve y apasiona, el
que no se puede describir porque la ilusión hay que soñarla para sentirla. Y
dio otra tan bella y tan sublime que cuando la banda arrancó el público sabía que el milagro ya se había producido. El toreo se dicta en silencio porque
la música suena por dentro. Mató recibiendo...
La cornada de El Puerto
A Morante le cogió un toro en el Puerto de Santa María; un sobrero de Mari
Carmen Camacho colorao y astifino que le pisó la muleta cuando ya arrastraba el alma con ese bisbiseo suyo que no se puede explicar, con esa forma
de hundirse en el centro geométrico de cada suerte para encardinar los muletazos con toda su anatomía rota de sí misma, desmadejada por ese inaudito
compás de gracia y misterio que tiene desde la primavera hasta lo que vaya
quedando de verano austral. Y no le pregunten de calendarios porque Morante es el torero espiritual por excelencia, aunque el sobrero aquel, en su
sino de toro, no supo ni quiso saber de literatura más que lo justo: cercenar
la faena y taladrar el muslo del artista hasta dejarlo tirado en ese abismo solitario y trágico de los medios como un pelele atribulado. Iba Morante vestido
con tonos grosellas y remates negros; un corbatín como el de Lord Byron y
esa coleta tan de Joselito El Gallo y tan del siglo XX, que ahora, en el XXI, a
muchos les parece una provocación estilosa o una pose sin más. Porque Morante, dicen, es un tipo raro: no habla mucho (más bien musita), fuma puros y
tiene un peluquero que le arregla la cabellera tipo Jim Morrison. Posee la rara
identidad de los artistas consumados y eso, en estos tiempos tremendistas y
huecos donde sólo valen los gritos y las desmesuras, provoca la ira contemporánea: el que no entre en el cliché determinado es que está loco; o peor
todavía, es un enfermo incurable que sólo pretende incordiar.
¡Ayúdenle! ¡Persuádanle! ¡Cúrenle! ¡Olvídenle! Morante herido con su
corbata de Lord Byron me recuerda a un libro que nunca empecé seriamente a leer: ‘El Ulises’, de Joyce, que decía que «un dolor, que no era todavía el
dolor del amor, le roía el corazón». Como a Morante el arte.
Entre Morante de la Puebla y el resto de la torería existe una distancia entre sideral y cuántica, una distancia insondable, fabulosa e inhumana. Entre
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
Morante y Cayetano, por ejemplo, cabe, tras lo visto en Carabanchel en
marzo de 2010, un escalafón completo, un inmenso vacío que no es capaz
de rellenar ni Talavante con un lote de insuperable calidad como el que le
cupo en suerte. Morante, todo fragancia, no se quedó en el aroma. Dio una
lección de temple, de sutileza y de gusto para torear con primor y largo a un
toro de media arrancada con el que compuso muletazos cadenciosos por su
temple e insultantes por su belleza. Se dice insultantes, y ahora se me antoja
escaso porque parece utópico su toreo por la candencia con la que maneja
la muleta, por abajo siempre, empapando al toro, sumiéndolo por completo,
arrebatando su voluntad casi desmayado, pero sin afectación, sin sombra de
desaliño o sobreactuación. Morante sin fragor; Morante sin arrebato, Morante caminando con el toro, haciéndole caminar un paso más allá de lo que
parecía posible, que no tenía más razón que el argumento del peso leve de
su muleta. Lección de temple y belleza, de compostura y de una sorprendente rara facilidad para que pareciese que todo lo que hacía le brotaba del
corazón pero sin el peaje del esfuerzo.
Ahí está Morante, como un derviche del toreo girando ensimismado para
buscar una y otra vez el toro. Morante como el Péndulo de Focault que no
se para nunca en mi cabeza como si fuera una obsesión que se me aparece
a cualquier hora, que supura dentro de mí para confundirme, para agitar esa
maravilla constante de su irremediable acento dramático. Torero de la irreverencia, paleta insondable su capote, esos andares como tropicales y lentos
con los que camina en el ruedo descifrando en cada toro una especie de catarsis. Qué indómito fulgor nos provoca su capote tan alejado de las contaminaciones de los artistas, de los fabulistas, de los críticos que todo lo enmarcan
y catalogan por no atreverse con su pereza a descifrar lo que no son capaces
de soñar. Morante, el derviche, el soñador, el cabalístico, se proclama cada
tarde ante el gentío como el poseedor de un don sencillamente memorable...
Morante con el capote no necesita ninguna palabra para que lo expliquen porque renuncia el arte a cualquier método que no sea su mismo
yo para expresar lo que imprime a esa forma suya tan sutil de desgarrarse.
Hay una expresión sumamente metafórica en la manera de concebir cada
lance: se explica a sí mismo pero es capaz de compendiar gran parte de
la historia del toreo en apenas unos inacabables instantes en los que se
citan la embestida del toro, el capote, la yema del torero, su corazón y su
cerebro.
Morante es cerebral. Le surge así el toreo porque lo ha estudiado, porque
lo ama y lo mama hasta convertirse a sí mismo en puro toreo, en una espe-
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
cialísima criatura que se mueve toreando al torearal toro en la distancia, en
la lejanía y en la prontitud de sus aromáticos cites en los que sobrevuela sin
apenas esfuerzo tantos años de evolución. Morante cambia la velocidad de
la embestida porque manda en el toro con la precisa y milimétrica fragilidad
de ese empaque gigante con el que acompaña con el pecho el último resquicio del capote.
Es la suya una arquitectura modélica, una construcción rocambolesca en
estos tiempos de destajismo, pero totalmente necesaria cuando se descubre
así, tan pura como en sus últimas corridas en Las Ventas.
O en Jerez, con un precioso jabonero de Núñez del Cuvillo. Morante de
la Frontera, torero en la frontera límite de la perfección y del sentimiento.
Faenón excelso, de insolente torería surcada por todas las armonías. Morante en su estado puro de levitación. Morante rayando el infinito, hasta
el extremo, bordando un toreo que no se puede explicar nada más que
viéndolo, un toreo insumiso, rebelde, creativo, a veces jovial, pero rotundo
de perfiles, de exquisita trama, de intrincadísima pero a la vez luminosa
urdimbre. Yo no he visto nada igual a Morante, a su frontera misma, a la
excelsitud de su figura rota, de su figura alada que parece caminar sin duelo en un alambre que no se ve pero que te rompe, por dentro y por fuera
también.
Morante, la revolución silenciosa
Morante de la Puebla es un caso extremo, un torero incomparable y quizás
el máximo esteta de la tauromaquia de las últimas décadas que, además,
se ha encargado de hacer literalmente añicos la imagen del torero artista:
el prototipo de tipo dotado para la belleza pero que rara vez hacía gala de
su arte; la más de las veces ir a una corrida de estos toreros era sumergirse
en el pozo de las frustraciones porque casi siempre afloraban los miedos,
la irregularidad y los desconsuelos. En muchas ocasiones gran parte de la
leyenda se forjaba en esas tardes del no absoluto porque, cuando amanecía,
cualquier rayito de sol era recibido con la fragancia de un anticiclón.
Con Morante no, con el torero de la Puebla ya casi nadie se conforma con
un detalle, aunque reconforte; a Morante se le pide la faena redonda, como
la de Jerez o la de Nimes del 22 de mayo de 2010, en la que se le ocurrió
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SantÍsima Trinidad. Morante, el torero puro
pedir una silla para torear sentado en los inicios o esperar la muerte del toro
mientras el animal le besaba con los ollares sus rodillas inquietas. ¿Qué
sucede con un torero que es capaz de jugar los vuelos de su capote con tal
soltura que ha hecho de un recorte como es la chicuelina un tratado de la
suavidad y el temple? ¿Qué clase de revolución silenciosa ha traído un torero ensimismado que utiliza muletas sin forros y que no engancha la espada
al engaño con cintas? Y torea tan delicadamente como un suspiro.
Morante ha ido creciendo en su personalidad y en su toreo a medida que
el mismo escalafón al que pertenece por cuestiones generacionales ha ido
unificando su mensaje. Es lo que han hecho, sin ir más lejos, Sebastián Castella y Miguel Ángel Perera, dos matadores diferentes en esencia pero que
plantean sus faenas casi como dos gotas de agua: cambiados, derechazos
-muchos-, naturales -pocos- y un espeluznante arrimón final. Así tarde tras
tarde, bien sea en Madrid, en Horcajillos del Monte o en Lima. El Juli se
ha encaramado arriba por su profundidad y es inimitable y Manzanares se
rodea de un empaque que tampoco admite espejos. Sólo José Tomás con su
limpieza de trazo se sale de la estela manierista del toreo. Y por encima de
todo, la belleza y la armonía de Morante, un diestro dotado de ese ángel
expresivo que no se puede explicar pero que ha rebuscado por dos caminos
que parecían heréticos para los tocados por el duende: la técnica, que ha
ahondado en su valor; y la búsqueda de inspiración en tauromaquias antiguas, con detalles de armonía, de colocación, remates gallistas como la faena de la silla de Rafael, o joselitistas (de Gallito) como las banderillas o esos
remates sevillanos por la espalda o por la cara, el toreo a dos manos, su forma de andar tan orteguiana, el aroma paulista de las verónicas. Es decir, una
búsqueda estilística sin parangón en las bellas artes, una búsqueda a la vez
interior que ha reforzado su valor hasta límites impensables en el manido
acervo de dogmas y tópicos de este arte. Morante es un torero profundamente técnico, aunque no se aprecien los botones como se les ven a la mayoría
de sus compañeros. Es decir, la técnica no se apodera de las faenas, la ven
y la aprecian los profesionales y los buenos conocedores del toro, pero pasa
casi desapercibida para una mayoría que se deslumbra con su rara facilidad,
con la ausencia total de alardes, aunque a veces, recurra a algo tan prosaico
como los zapatillazos para incitar las embestidas.
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juan andrés hermoso de mendoza
Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
Pablo Hermoso de Mendoza o la búsqueda de la belleza
Pablo Hermoso de Mendoza reconoce que el sol de México le ha llegado
al alma y, cuando arriba el mes de septiembre y se adivina el final de la
temporada con la feria de San Mateo de Logroño como último peldaño, los
días que salen grises y lluviosos en Estella ahondan todavía más en su ser
espiritual y reflexivo: «He logrado todos mis afanes mensurables, he triunfado en todos los sitios y creo que he conseguido cosas inimaginables para
un rejoneador apenas hace una década, pero el camino no ha terminado
porque a la búsqueda de la belleza no se le puede ni siquiera adivinar el
final; ya no me mueven las orejas ni medirme con otros toreros, el dinero ha
pasado a ser algo secundario, mi mayor competencia soy yo mismo y mis
avales siguen siendo mi entrega al toreo, mi ansia de superación, el respeto
del público, el amor al toro».
Quizás por todo esto el fabuloso jinete navarro se ha convertido en un seguro de vida por donde respiran los aficionados. Es un torero dotado de esa
grandeza mítica que no se puede rebuscar ni en las campañas de mercadotecnia de apoderados o empresarios, ni en el escaso ingenio de las obsoletas
estructuras de un espectáculo que ha de basar su grandeza en el toro íntegro
y en esa ambición innata de las grandes figuras, en ese ansia por crecer cada
día más y que en Pablo Hermoso se traduce en una búsqueda radical, casi
obsesiva, de la belleza más íntima de una tauromaquia que él, como muy
pocos, ha contribuido de forma decisiva a crear, a codificar y sedimentar.
Pablo Hermoso de Mendoza sabe que Chenel, su caballo refugio, su estrella insondable, el heredero natural del mítico Cagancho, debe de atisbar
el horizonte con su mirada porque contemplan juntos el Camino de Santiago (es decir, la vida misma) a su paso por Estella en esa finca en la que el
navarro ha encontrado su interior refugio, ese paraíso natural donde brota
su alquimia ganadera con los riscos de Montejurra al fondo, con una plaza
de tientas de aromas mediterráneos, casi frugal, en la que imprime su alma
a los equinos con los que le gusta perderse andando por esos caminos que
sólo un torero es capaz de recorrer, unas veredas repletas de precipicios y
desniveles del alma.
Pablo ha conseguido convencer a los aficionados de que si Chenel se lo
propusiera sería capaz de marcarse un sudoku entre toro y toro o enredarse
divagando con un libro de Ernst Jünger o Friedrich Nietzsche, ‘Así habló Zaratrusta’, por ejemplo. Y es que este precioso caballo reina en la plaza con su
prestancia, con su tersura de lino, con ese cabalgar de costado para llevar al
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
toro tan consentido en el estribo que, cuando parece que está todo resuelto y
que no se puede arriesgar ni una décima más, se enrosca en sí mismo con un
ademán flotante y lo vacía con un trincherazo pegado a tablas que a veces
tiene la firma y el aroma de Chenel Albadalejo; es decir, de Antoñete mismo,
aquel torero del mechón blanco con el que Pablo lo bautizó como una sugerente predestinación, sabiendo que a la torería había que redimirla hasta en
el nombre, que un caballo torero no es una herramienta, es la plasmación
de una obra antológica: el hombre le dota de una técnica milimétrica y se
aprovecha después de la virtud de su entrega, de lo fascinante de sus movimientos, de su miedo devorador con el que es capaz de revolverse para
sacar después al torero que lleva dentro.
El caballo recibe el caudal de la inteligencia y crece en sus sentidos, en su
armonía, en sus estrategias para volcar su corazón en una meta: torear toreando, precisa conjunción de dos tiempos verbales en una gramática a veces
sorprendente, mecanizada hasta el infinito pero siempre tan distinta como el
juego de luces, nubes y sombras de cada anochecida. Por eso cada una de
sus monturas es increíblemente diferente, porque aunque surgen de similar
trazo, el corazón se le vuelca con distinto compás en cada anatomía torera.
Me acuerdo, sin ir más lejos, de aquella yegua Giralda de sus inicios, fría
y granítica, pero temperamental como las cresterías de Azpiroz; o de Lord
Byron, un castaño pura sangre inglés con un incierto origen galo pero repleto de fragancias insumisas, como el Pablo juvenil y apolíneo, rebelde e
inconformista de sí mismo. O Labrit, el bellísimo tordo rodado de Arsenio
Cordero con el que descubrió que se podía torear con la misma majeza de
salida que en el tercio de banderillas, aguantando a los toros como jamás
había hecho nadie hasta el momento. He leído mucho de Cafetero, al que
apenas conocí, de sus miedos, de la inseguridad de sus quiebros abisales, de
todo lo que se aportaron caballo y torero mutuamente para emprender un
camino que todavía no ha terminado ni se le puede adivinar el final. El caballo más artista se llama Gallo, como el hijo de la señá Gabriela, que aunque
no torea por una lesión, vive en una especie de paraíso y su descendencia
ya roza los límites del mito, ese lugar habitado por Cagancho, sobre el que
conviene reflexionar tanto por el origen de su nombre como por haber sido,
quizás, el caballo más famoso de la historia, el caballo más popular y conocido del planeta.
Escribía Joaquín Vidal, en referencia al legendario matador con el que Pablo bautizó al singularísimo caballo portugués, que a este genial torero sevillano le adornaba un sentimiento inimitable que con el capote alcanzaba
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
calidades estéticas sorprendentes. Los mejores momentos de Cagancho (que
significa pájaro en caló, el idioma de los gitanos), en los que consiguió un
equilibrio entre la innata exhuberancia de su arte y el conocimiento de los
cánones de la tauromaquia, se produjeron cuando finalizaban los años veinte, y de ahí en adelante fue un torero en continua decadencia, cuya genialidad se producía muy de tarde en tarde. Y, sin embargo, ese brote era de tal
brillantez que de nuevo resurgía como figura cumbre y exclusiva.
Y Pablo bautizó así al negro cuatralbo del hierro de Joâo Batista, hijo de
Nilo, comprado casi por un impulso en una feria de Portugal y al que habían
rechazado otros compañeros por pensar que no era guapo. Hermoso lo hizo
bello, diría después la historia, y con cuatro años se lo llevó a su finca de
Acedo, donde depuró sus torpezas y le fue enseñando poco a poco a torear,
limándolo con una herramienta invisible, quitándole todo lo que le sobraba
para hacer de él nada más y nada menos que un tratado de filosofía, un mito,
un cielo de estrellas para el toreo.
Debutó Cagancho en Jaca en el verano de 1991, en el último tercio y sin
demasiada suerte. Y llegó la plaza de Ampuero, en Cantabria, unos meses
después, donde lo puso por vez primera en banderillas para darse cuenta
de algo sorprendente: se crecía en el compromiso, musitó para sí Pablo,
más acuciado que otra cosa pero con esa esperanza irredenta que todavía
conserva en su corazón. Poco a poco, el caballo fue madurando a base de
golpes, de ganaderías complicadas y duras, y de muchos ruedos irregulares,
y tres años después se colocó en la cúspide. Era perfecto para el nuevo toreo
que ambos trajeron de la mano, para el galope de costado, para el encuentro
con el toro en un palmo y para los brutales cambios de ritmo con los que
empezaron a construir el edificio singular e inimitable del toreo a caballo.
La verdad residía en Cagancho, antes de él hubo rejoneo, con él surgió el
verdadero toreo.
Pablo Hermoso rebusca como nadie en el instinto de sus caballos para
convencerles de la buena nueva de la tauromaquia. Las manos del hombre,
su inteligencia, los propios valores que rigen su conducta, se plasman en un
sinfín de detalles que hacen de sus caballos seres a los que les desborda un
especial sentido del rito.
Escuela de crecimiento en Silveti, el más bello de todos y uno de mis
caballos preferidos, que se sabía hermosamente inalcanzable en cuantos
paseíllos descubría el rumor impreciso y atosigante de las tardes de corrida.
Silveti, nombre de torero de sueños, de toreo caro de armonías de la luz y
la oscuridad mexicana, estuvo varios años postergado a la rutina de los pa-
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
seíllos hasta que se ganó el derecho al roce con los toros. He ahí el caballo
sin premio, me decía a mí mismo en las corridas aquellas en las que sólo lo
veía caminar como un faraón antes de la batalla. Caballo de nombre mexicano que tiene algo de egipcio en su cuello girado y expresivo como ninguno,
con sus cintas blancas adornando unas crines donde se refugia el toreo, con
una anatomía imponente pero tan equilibrada que, a veces, más que a un
equino me recuerda a una bailarina de Manet por su proverbial sencillez de
formas: torea sin recargarse y se mueve con la elegancia de un río embravecido pero sin desbordarse nunca. Por eso su toreo subyuga sin pesares; sin
deslumbrar con la hondura de Chenel, con la magnitud supina de un embroque que se resuelve siempre con la ligereza de un cristalino manantial que
brota al borde de cualquier camino. Silveti tiene algo de Zinedine Zidane en
su prestancia, en su mensaje de equilibrio, en su belleza...
Son dos lenguajes distintos que surgen del mensaje primigenio de Cagancho. A veces pienso que estos dos hijos de Gallo: Chenel, el arquitecto; y
Silveti, el bello emperador, han retomado el discurso del primer genio para
enfatizar sus geometrías hasta surgir el impresionismo de Chenel o el manierismo para nada exacerbado de Silveti. Los dos significan el paso más allá
de un estilismo que a estas alturas se antoja insuperable, la destilación más
exacta de lo que supone y significa torear a caballo, una delicadeza que en
Pablo no admite ningún barniz, no conlleva la más mínima pose. La naturalidad de este torero reside en su elegancia, en un empaque que no se adorna
ni una brizna, que surge de sí mismo con una fragancia tan misteriosa como
honda y depurada.
O Sármata, un equino más bien feucho y de pelaje ceniciento que se atrevía a morder los lomos de los toros, que se entregaba en cada cite como si
le fuera la vida en ello y que a pesar de ser un appendix (cruce entre pura
sangre inglés y cuarto de milla) había sido capaz de colocarse, bajo la batuta
de Pablo Hermoso de Mendoza, en lo más alto de la tauromaquia, revolucionar el toreo con su sangre fría y con una forma de pararse en la suerte
suprema que hasta entonces no había hecho ningún otro caballo; fue una
estrella breve pero intensísima.
«He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá
de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en
la lluvia. Es hora de morir». Así fue la vida corta de Sármata, tan corta pero
igualmente intensa como la del replicante Roy Batty (Rutger Hauer) en la
magistral película ‘Blade Runner’, de Ridley Scott; quizás no tan hermoso
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
como él, pero brutalmente torero y sencillamente inolvidable. Sármata se
destapó con una portentosa actuación en Las Ventas, plaza en la que, tras
una suerte suprema inaudita, le hizo un quite a su propio torero cuando
Pablo, una vez desmontado, se enfrontiló con el toro. El astado, que era de
Bohórquez, se le arrancó de forma inopinada y Sármata se metió en medio
para proteger con su propia anatomía la del torero estellés. La plaza entera
se volvió loca y entró de lleno al santuario equino del toreo a caballo, donde
permanecerá siempre por el indeleble recuerdo que dejó en el alma de los
aficionados. Era un guerrero con el corazón de un niño.
Me moría y muero por la cara de torero de Campo Grande, aquel tordo
luso-árabe de Manuel Vidrié que trotaba con el morro siempre colocado entre los pitones y que Pablo devolvió años después al maestro del que tomó la
alternativa y cierta escuela de clasicismo; o Merlín, aquella perla azteca de
los quiebros más frágiles del universo con el que nos hizo soñar en Madrid o
en una matinal inolvidable de Nimes con la de vez en cuando ahuyento mis
penas repitiéndola una y otra vez en YouTube.
Pero Chenel, el caballo por antonomasia, es la ciencia y la esencia, la
audacia y la abundancia, y en estos tiempos de crisis da gloria verlo con
ese derroche tan suyo de supina torería por el ruedo, con banderillas de
luz como espigas aladas, o con esa templanza infinita dando una vuelta
cosido a las tablas con el toro clavado en su sino, pero sin llegar a rozarle,
sin alcanzar ni por asomo la brillante piel castaña oscura donde se cobija.
Y cuando menos se lo espera, encogerse como un gato, y felino tan felino
como su naturaleza, ofrecer la grupa en un escorzo con el que para el aire
para convertirse como por ensalmo en una muleta y trazar un lance para
volver a coserse el toro otra vez en un ademán imposible, silencioso, sin un
aspaviento de su jinete, sin apenas un latido de espuela.
«Yo amo a los caballos y he sacado de ellos cosas impensables. Pero he
sido leal y lo he hecho con mis manos desnudas, sin falsos artilugios, sin castigos, con rotundidad sí, pero sin abusos o violencia. Creo en la templanza y
cuando me he peleado con un caballo lo he hecho de verdad, por derecho,
de tú a tú. Detesto las artimañas y por eso ni toreo por colleras ni mato novillos. Aunque existan pretendidas figuras que lo hagan. Yo no estoy aquí para
llevármelo crudo como hacen otros en esta profesión, tanto de los que van
a pie como los montados».
Por eso y porque es un genio, Hermoso de Mendoza cuaja por todas las
plazas del orbe taurino tercios de banderillas de caracteres churriguerescos.
Porque se antoja imposible o utópico llegar más cerca sin tocar; ajustar más
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
justo rodríguez
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SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
cada embroque entre toro y caballo dando la sensación de que entre ellos no
es capaz de colarse por la rendija ni un papelillo de fumar, ni un resquicio
para que corra el aire.
Y las plazas rugen enteras entre la admiración y la incredulidad. ¿Qué
aroma, dice? -Esencia de Chenel-. Pues eso, porque Chenel es un caballo
que aturde por su intelectualidad, por su alma de hoplita invencible, porque
se sabe torero y flota por los ruedos demostrando que es el rey, el rey de
los caballos, claro. Y es que por faenas como las suyas me gusta el torero a
caballo. Sí, ya lo sé, pero entre muchos aficionados que se consideran fetén
viste mucho decir (y menospreciar a la vez) el denominado número de los
caballitos. Y desde luego que todos no son Hermoso de Mendoza ni torean
así; faltaría más.
«En la vida me he ido marcando metas en cada momento. Cuando tomé la
alternativa ni me podía imaginar nada de lo que me sucede ahora. Llegaba
a las plazas con caballos mucho peores que los de los otros y con una preparación muy a distancia de las figuras del momento. Competía hacía mí,
me revelaba contra lo que yo hacía mal y, durante los once años durísimos
que pasé hasta llegar a los primeros grandes triunfos, se fueron forjando a la
vez mi toreo y también mis sentimientos. Ahora, desde la distancia, distingo
aquella época como inolvidable y lo de hoy no tendría sentido sin aquello,
a pesar de las fatigas, de los esfuerzos, de las locuras que hice y de los malos
ratos».
Pablo Hermoso de Mendoza ha convertido el arte del rejoneo en una disciplina alucinante porque es capaz de hacer con sus caballos y ante el toro
verdaderas faenas, cabriolas y piruetas, trincherazos, desplantes y contorsiones que parecen imposibles por inauditos. Se puede antojar inverosímil,
pero es verdad. Los caballos flotan sobre el ruedo ante la mirada atónita de
una afición que se contagia al momento de la expresividad que logra con sus
monturas. Y así lo hace, navega de costado por todo el anillo. Una y otra vez,
más templado por dentro cuando el caballo torero dibuja, con el estellés a
lomos, una preciosa sinfonía ecuestre, como esas media verónicas rebozadas por los adentros en el más puro estilo del maestro del mechón blanco
con cuyo apellido ha sido bautizado este maravilloso Chenel.
Porque los caballos de Pablo Hermoso de Mendoza saben de geometría,
de matemáticas y, si se les pregunta, seguro que se ponen a hablar latín y
traducen en un pispás la ‘Guerra de las Galias’ y la ‘Conjuración de Catilina’.
Y no sorprende, porque los caballos son así, listos como el hambre, hechos
a imagen y semejanza de su amo, rápidos, sin ambages y, cuando quiebran,
394
SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
jamás lo hacen a traición: entregan lo mejor de sí y si se sienten esa tarde
zalameros o píos -según convenga- no les importa lo más mínimo jugarse la
vida y sentir el fulminante roce de los pitones romos -pero terribles- por sus
femorales. ¿Tendrán acaso los caballos femorales? Quién sabe.
Pablo ha logrado la belleza más serena del toreo a caballo. Ha convertido
en sutil armonía la violencia misma del encuentro de dos animales antagónicos. De ahí Cagancho, Chenel, Silveti, Ícaro, Caviar, Gallo, Fusilero, Campo
Grande… como estrellas persistentes que siempre cuajan (o cuajaron) tardes
sublimes. Sin levantar una mota de polvo conjugan varios verbos taurinos sin
un solo estrambote: parar, templar, mandar y cargar la suerte, que decía el
maestro Domingo Ortega, hijo de Borox, paleto y amigo a la vez de Ortega
y Gasset, Cossío o Díaz Cañabate.
Para definir lo que es y lo que significa para la tauromaquia Pablo Hermoso
de Mendoza se han terminado los adjetivos, porque desde hace lustros, el
rejoneador estellés se ha convertido en el número uno del escalafón, en un
matador taquillero (por ejemplo, lleva ni se sabe cuántos años poniendo el
cartel de no hay billetes en el coso de La Ribera y logra las mejores entradas
en todas las ferias de La Rioja -y de medio mundo- convirtiéndose en sustento de la mayoría de ellas) y en un verdadero espectáculo con los caballos.
Probablemente, Pablo Hermoso de Mendoza no tenga nada que ver con
Ferdinand de Saussure, pero si el sabio suizo está considerado como el fundador de la moderna lingüística, el rejoneador navarro ha descubierto el
nuevo lenguaje en la tauromaquia. De hecho, sus códigos estilísticos están
aún por describir, el significado con el que aborda las faenas y el diálogo
que establece en el ruedo son efímeros como una metáfora, pero, cuando
sucede lo que tantas veces es capaz de hacer con un astado en un ruedo,
las palabras pierden el significante y no queda más remedio que recurrir a la
semiótica, a la pasión desnuda, al silencio ensimismado del signo que conmueve por una profundidad alejada de cualquier adjetivación, de cualquier
adorno insustancial: torea Pablo y se abre un abanico nuevo y desconocido
de sensaciones que van desde la desnuda fragilidad a la rotundidad más
descarnada.
Una de las principales virtudes técnicas de Pablo Hermoso de Mendoza
reside en los terrenos que pisa con unos caballos que en sus manos se convierten en verdaderos engaños toreros. De hecho, con Pablo Hermoso los
críticos taurinos empiezan a describir las faenas como si se tratara de toreros
de a pie, hablando de muletazos y de conceptos como el temple, el dominio
o la naturalidad, pero también del sentimiento. Y exactamente en este apar-
395
SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
justo rodríguez
tado radica una de sus principales aportaciones: más allá de bagaje técnico,
por encima de la codificación de una nueva arquitectura del toreo a caballo, Hermoso supera la técnica para imponer una prestancia que nace de
su indomable corazón, de su alma de guerrero sin violencia, de batallador
sin estrépitos, de un coloso fieramente humano que hace de la lidia no una
cuestión de supervivencia, como tantos otros, sino de creación, de entrega,
de responsabilidad.
Pablo Hermoso de Mendoza es el mejor rejoneador de toda la historia
del toreo, el más innovador, el de más recursos y el que más ha sabido hacer llegar a los aficionados su concepto del toreo a caballo, tanto por sus
cualidades como por su enorme capacidad para conectar con los tendidos,
porque Pablo torea con el alma y hace bello el toreo por inaudito, por inverosímil y porque parecen imposibles
cada uno de sus cites y la forma de resolver los embroques sin ninguna violencia, pero con un dominio que está
marcando esta época del rejoneo, la
suya, como la más grande.
Para mí, Pablo Hermoso de Mendoza es un extraterrestre que ha aterrizado por ventura en el planeta de
los toros. En más de una ocasión he
tenido la sensación de que Hermoso no es de este mundo y sus caballos,
definitivamente, tampoco. Resulta casi imposible describir la forma en la
que los maneja, cómo consiente las embestidas, a la vez que los equinos
entrometen el hocico casi en el cuello ofreciéndose de frente, poniendo -no
es ninguna exageración- cara de torero, y no en cabriolas y piruetas, sino
en verdaderos muletazos ligados y por derecho. Lo de este hombre no es
rejoneo, es el toreo mismo.
En estos tiempos en los que el toreo parece estar más pendiente de lamerse
las heridas, de peleas intestinas y de los numerosos ataques que recibe desde el exterior, Pablo Hermoso de Mendoza capitanea todos los escalafones,
porque, pese a quien pese, es el torero más deseado por las aficiones del
mundo y sólo José Tomás puede compararse en su grandeza.
Para Pablo Hermoso de Mendoza el toreo significa entrega absoluta: «Un
torero sale a la plaza consciente de lo que se juega, sabedor de lo que empeña cuando se pone de verdad y hay momentos en la vida en los que te
tienes que olvidar de todo para triunfar y eso es fácil, lo difícil es tenerlo
396
SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
claro. Hace unos años fui a Madrid y estaba convencido de que iba a pegar
el petardo por mi momento y por mis caballos. Y salí a la plaza desprovisto
de preocupaciones, entregado al toreo en cuerpo y alma y logré un gran
triunfo». El jinete navarro recuerda unas palabras que le dijo su anterior
apoderado, Enrique Martín Arranz, tras una seria voltereta en Las Ventas:
«Estaba en el hospital hundido, con un hueso roto porque pensaba que me
había equivocado apostando al máximo en un determinado lance. Y Enrique
me dijo que ese tipo de gestos son los que marcan diferencias y señalan a los
que van a ser figuras del toreo, que no me había equivocado y que el público
había captado todo lo que había arriesgado».
Pero una vez que echa pie a tierra, Hermoso de Mendoza solidifica su palabra y, de pronto, recuerda una conversación con uno de sus amigos: «Pablo, ya he llegado tan alto que no me das envidia», me contó un día que le
dijo el mismísimo Gabriel García Márquez en una de sus apoteósicas tardes
mexicanas, cuando las ovaciones se confunden con el aroma del tequila más
suave y primigenio del mundo o cuando el toreo se dice al ralentí de palabras vagas y arrastradas con la melancolía de una canción de José Alfredo
Jiménez, la del Jinete, por ejemplo. Y a pesar de que Gabo le diga semejantes
cosas, el estellés no levanta los pies del suelo ni un milímetro. Por eso admira a José Tomás: «Te arrebata porque hace que cada corrida sea un acontecimiento; tiene misterio, lo da todo y eso llega de una forma implacable a la
gente. El público huele cada pisada suya, cada lance», me subrayaba un día
el maestro desayunándose un sencillo emparedado de salami en su finca de
Estella mientras observaba y ayudada a cambiar las herraduras a uno de sus
caballos. «Chenelillo...», le dice cariñosamente estirando la i y acariciándolo en el bocado con un tacto frágil y perezoso, con una sutileza con la que
embriaga con la suavidad de la espuma y el acero de su mirada.
Me contó también un día que José Tomás llevaba tres orejas en San Sebastián y Pablo habló con él tras su primera tarde donostiarra: «Se subió a la
última fila de la grada y allí medio escondido me dijo que se embelesó con
Chenel y Sármata». Y entonces, más tomasista que nunca recuerda la tarde
de su reaparición de 2007 en Barcelona: «Fue maravilloso pero va más allá
del valor. Le salieron canas en dos meses, por su entrega, por su responsabilidad. Y por eso es José Tomás el torero más grande».
«La fuerza para superarme cada tarde la tengo que sacar del alma porque a
estas alturas del año ya estoy muy cansado. Llevo casi cien corridas esta temporada y sin mentalización es imposible salir al ruedo con el ansia necesaria
para triunfar. De hecho, hay muchas tardes que cuando voy hacia la plaza
397
SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
me pregunto a mí mismo si seré capaz de hacerlo otra vez, si volveré a estar
a esa altura que la gente espera. En esos momentos tan delicados es cuando
me asaltan todas las dudas, cuando dentro de mí... Pero al final, al llegar a la
plaza, veo a toda la gente esperándome y comienzo a calentarme, a querer
ser yo mismo otra vez», así explica Pablo Hermoso de Mendoza la increíble
fuerza mental de la que hace gala para contentar a las miles de personas que
acuden a su llamada cuando se anuncia en cualquier plaza de toros de La
Rioja o del resto del orbe taurino.
Mil setecientos festejos repartidos entre España, Francia, Portugal, Colombia, Perú, Ecuador, México y los Estados Unidos. Ésta es la impresionante
cifra a la que llegó en invierno de este año en Guadalajara, capital del estado de Jalisco en México, Pablo Hermoso de Mendoza como rejoneador
desde que tomó la alternativa el 18 de agosto de 1989 en Tafalla. Y es que
el torero navarro ha logrado pulverizar en el toreo a caballo toda suerte de
marcas, tanto las numéricas como las referidas a calidad y personalidad de
su toreo; ha revolucionado el rejoneo y ha cambiado los esquemas de esta
tauromaquia hasta llegar a límites que hace pocas temporadas parecían insospechados. Este año, en México, toreó un total de 27 tardes en plazas de
16 estados de la amplia geografía de aquel país y para ello se llevó un total
de 16 caballos. Obviamente entre los convocados por el jinete estellés no
faltaron clásicos como Chenel, Estella, Espartano, y Pirata, novedades del
año pasado como Dalí y o el maravilloso Caviar o novísimas incorporaciones desconocidas hasta hace muy poco por los aficionados españoles:
Baroja, Unamuno o Machado.
Pablo Hermoso de Mendoza suele sacar la tiza de profesor y llena las plazas
todas con el aroma de esa maestría suya insuperable, con esa elegancia desusada y supina con la que torea con hondura pero sin un atisbo de rubor, sin
una mota de esa afectación que suele inundar el rejoneo de saltos y quiebros,
de ovaciones huecas y de palmas por doquier tras tanto caballazo para la galería o para las estadísticas, cuestión que en el toreo cada vez es más banal.
Y es que en Pablo todo se resume en una torería esencial en la que cada
paso que da se materializa una intención y una estrategia para obtener de
cada toro la bravura más recóndita, esa embestida que estaba ahí pero que
se esconde para todos los demás. Por eso, el maestro carga de significados cada embroque y otorga a cada capítulo de la lidia una razón ritual y
pedagógica, con astados a los que suele ser necesario enseñar, domeñar y
templar para que aparezca después Chenel y nos demuestre que su toreo no
coquetea con lo sublime, es sencillamente sublime.
398
SantÍsima Trinidad. Pablo Hermoso de Mendoza, el torero sublime
Resulta complicado explicar la simbiosis que logra el jinete estellés con
esta bellísima montura que parece deslizarse entre los pitones con una armonía cautivadora. Porque Chenel no trota, se diría que flota galopando de
costado y ofreciendo a la vez su anatomía al toro en una danza sincopada
en la que una y otra vez reta a los astados para llegar a un final que se antoja
imposible. El maestro se hace uno con el propio caballo y entre los dos cincelan una escultura que se mueve delicadamente para componer un verdadero monumento a la plasticidad y a la hondura, una sinfonía emocionante
que no tiene parangón.
399
patxi cascante
Unas cuantas pinceladas más
En este último capítulo tauromáquico del libro expongo parte
de mi vida como periodista taurino, con mis ideas, algunas de
ellas tan precarias y rocambolescas que ni yo mismo comparto
a estas alturas de mi existencia. Pero no reniego de mí, aunque no me identifique del todo con algunas cosas que un día
escribí.
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
La cornada y la muerte
Hay un espanto de muerte por el callejón en la imagen de casi todas las
cornadas, como la brutal cogida de José Tomás en Aguascalientes. Hay una
turbamulta de manos en el crotal de la herida donde mana la sangre porfiando con la vida para no escaparse, para sujetarla en la tierra, para que no se
vaya a los altares. Es la alta verdad del toreo, la verdad que nos hace fuertes,
que dignifica y arropa cada lance, cada natural escarnecido al compás de un
misterioso enigma que da alas para dejarse morir embadurnado en su propia
sangre. Y es que el toreo es sanguinolento porque el caudal que nos recorre
por dentro existe para jugarse la femoral en un suspiro. Y es la muerte misma
a la que se burla y se consiente, a la que se domina y mima, a la que se recrea y crea para soñar con sobrevivirla. Porque el toreo sobrevive a la muerte, reina sobre ella como ningún otro arte. De ahí su intensa paradoja, de ahí
que alguna tarde algún osado pague con su sangre tamaño atrevimiento.
Sobrevivir a la muerte, aguantar el dolor, soñar, sufrir por adelantado, caerse y volver a levantarse, andando, buscando el estoque perdido mientras
del muslo brota un océano de plasma como un río, como una catarata. El
toreo se enfrenta a la muerte y atisba sobre ella todos los futuros, por eso
es tan hermosa su conmemoración extraña, el ritual primigenio y depurado
en el hombre que ofrece su vida para terminar arrebatándosela al toro. Por
eso confluyen en el toreo todas las éticas: la de la entrega, la de la superación, la del compromiso mismo y la de la derrota, como ese Manuel Jesús
El Cid en Sevilla, perdido el aliento entre un torbellino de embestidas que le
iban quitando todas las esperanzas sin apenas rozarle. El Cid derrotado es
transparente como un papelillo de fumar antes de ser liado; y eso se le nota
desde que hace el paseíllo con una mirada de nube entre gaseosa y pírrica,
con una mirada entrecortada que mira a los farolillos de la gente y que se
esconde tras los burladeros para ahuyentar los malos presagios.
Dos tragedias: El Ruso y Adrián Gómez
El arte del toreo no sería tal cosa sin el dolor y la amargura, sin la tragedia,
sin el peaje durísimo de la cornada. Todos los toreros (de oro o de plata)
saben que ese billete hay que pagarlo más tarde o más temprano. A unos
403
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
le llega con la gloria en los pitones: confían en que ese dolor tendrá una
recompensa; para otros, el fielato carece de oropeles, de entrevistas, de jaculatorias. En mayo de 2008, el banderillero Juan José Rueda El Ruso se llevó
en Las Ventas una cornada tremebunda, un tabaco terrible, una cuchillada
de amianto que le iba a tener postrado una larga temporada. Fue en el primero y toda la tarde sobrevoló la inconsistencia del miedo generado por los
tendidos: El Ruso estuvo más de dos horas en el quirófano, dos horas para
recomponerle todo, para suturar lo que un derrote certero partió como rompe el calendario las viejas certidumbres. Después, paciencia, ánimo, fuerza
y torería, la misma que tuvo tres años antes, cuando se vio en la tesitura de
tomar la alternativa un 2 de enero (¡2 de enero!) en Benalmádena. Juan José
Rueda se apoda El Ruso, pero es de Granada, una tierra pródiga, se siente
torero y salió adelante.
Parte médico: Durante la lidia del primer toro ha ingresado
en la enfermería el banderillero Juan José Rueda El Ruso que
presenta herida por asta de toro en la región anal con rotura
total del esfínter, desgarro del recto de 15 centímetros y lesión
isquiorectal de 20 centímetros. Fractura del cóccix y contusión
en región parietal izquierda. Pronóstico muy grave. Intervenido
con anestesia general para reparación del esfínter y se practica
colostomía de descarga sobre varilla en la enfermería de la
plaza. Trasladado a la Clínica La Fraternidad.
A finales de junio de 2008, la plaza de Torrejón de Ardoz acogió una tragedia. El banderillero Adrián Gómez fue volteado cerca de tablas cuando salía
apurado de un par de banderillas. El derrote seco del novillo de Antonio San
Román lo levantó por los aires como un pelele y al caer sobre el ruedo sucedió
lo peor. Todo su peso rebotó como un fardo sobre la cabeza y quedó inmóvil
al momento. Sus compañeros se dieron cuenta de la gravedad del percance y
con sumo cuidado trasladaron a Adrián Gómez a la enfermería. En la mente
de todos y cada uno de esos toreros se precipitaron las imágenes y los recuerdos de Julio Robles o Christian Montcouquiol Nimeño II, cuando sendos
toros de Cayetano Muñoz y Miura los dejaron parapléjicos en Bèziers y Arles.
El doctor Olmeda lo exploró y estabilizó en la misma enfermería del coso y
emitió un parte médico terrible en el que aparecía ya la tan temida tretraplejia,
producida al estrellarse contra la arena y sufrir un severísimo traumatismo
craneoencefálico y cérvico-torácico. Fue trasladado al hospital Doce de Oc-
404
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Toro
arsenio ramírez
tubre, donde le limpiaron las vértebras tercera, cuarta y quinta -dañadas- y se
intervino en la descompresión de la médula. Después, los doctores decidieron
posponer una segunda operación que se le iba a realizar de la quinta vértebra.
Adrián Gómez continuó largo tiempo en la UCI, sedado y con respiración
asistida. Aunque en este festejo iba con Miguel Luque, Adrián Gómez estaba
colocado como tercero con José Pedro Prados El Fundi, que habló en estos
términos en el Diario de Sevilla: «Los médicos dicen que se quedará inválido.
Aseguran que ahora mismo hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que no pueda volver a moverse y que existen muy pocas opciones de
que mejore». Y prosigue El Fundi: «Había ido suelto como banderillero. Sus
comienzos fueron en la Escuela de Madrid, donde coincidimos. Luego, probó
suerte como novillero sin picadores. Conmigo debutó el año pasado en la Feria de Abril y estaba loco de contento. Es un chaval con juventud, con ganas de
abrirse camino. Como persona es fenomenal, simpático y muy abierto. Ahora
se ha venido todo abajo. Han pensado en trasladarle al Hospital de Parapléjicos de Toledo. Adrián Gómez -que nació en Casarrubios del Monte y reside en
Villaverde- sólo tiene 41 años, mujer y un niño de tres años».
El toro bravo es la perfecta idealización de la naturaleza, la conjugación
exacta de una estirpe salvaje que la historia y el propio devenir del espectáculo han ido modelando. Es alucinante la labor del hombre para ir afinando la bravura y el tipo del toro hasta convertirlo en el animal que tenemos en
la actualidad, un toro que vive a caballo entre la incomprensión y el descrédito, entre la masificación y la decadencia de la bravura, entre la locura de
los kilos como ejemplificación del temor y las noticias del toro parado, del
toro nulo, de ese descastamiento general de la cabaña brava. Como se ha
dicho, se dicen y se dirán muchas cosas, merece la pena detenerse un poco
en este fabuloso animal y en su evolución en las últimas décadas.
405
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
El toro es un lienzo donde se pinta el toreo. Sin toro no hay lidia posible,
no hay capacidad para explicar ese modelo de irrealidad que es el toreo
y por eso, la evolución del toro de lidia está dramáticamente unida a las
exigencias artísticas de los matadores. No quiero hacer ahora un tratado
histórico del toro bravo, pero sí conviene depositar la mirada en varios de
los momentos fundamentales que han cambiado la singladura y el devenir
de este animal en los dos últimos siglos.
Desde la más remota antigüedad pastaba en las praderas de la península
ibérica un bóvido muy parecido al actual toro de lidia: el uro. Diversos naturalistas opinan que fue un animal que existió en el neolítico en abundancia
en la mayor parte de Europa, extendiéndose desde Inglaterra hasta España.
A su llegada al continente, los celtas encontraron grandes manadas de toros
salvajes, a los que denominaron auroch: aur, que significa salvaje y orch:
toro; estableciendo así la primera diferencia con el bisonte, con la que coinciden todos los naturalistas, quienes han encontrado estas diferencias en las
pinturas rupestres. Hay pruebas que evidencian que el uro no sólo vivió en
Europa, sino que se extendió hasta China y que en Asia fue domesticado, y
que en el neolítico fue el origen de otras razas como la suiza de Hereus, que
se utilizaba para las peleas y que procedía de Egipto, donde se criaba en la
época de los faraones. El toro de lidia actual procede del uro y se trata de
su propia evolución, consecuencia de sucesivas transformaciones, dado que
el uro primitivo era tan grande como el bisonte, con el que se le confundió
hasta la llegada de los celtas al viejo continente. Su alzada podía llegar hasta
los 1,85 metros, con pelo menos abundante que el bisonte, y a su vez más
liso; en cambio, la cola era mas larga y más poblada de pelo, y los cuernos
del uro más largos y menos arqueados.
El bos primigenius parece que llegó a España a través de los Pirineos y África. Por otra parte, el bos brachyceros europeo se ubica en el periodo glacial
en los Alpes, desde donde atravesó Francia y llegó hasta España, ubicándose
preferentemente en el sistema pirenaico y en las cimas de los sistemas Penibético y Central, concentrándose en la cornisa cantábrica, donde sobrevive
en las últimas etapas del terciario y primeras del cuaternario, dando lugar
a las razas del Pirineo, Asturias, Santander, León y Castilla la Vieja. El bos
brachyceros africano se establece en los sistemas Bético y Penibético, y su
capa, rojiza en principio, evoluciona hasta castaña y origina las razas de las
campiñas andaluzas y al final, la de lidia. El famoso cronista del siglo pasado
Pascual Millán afirmaba que el toro se escogía antiguamente entre las reses
que, destinadas al matadero, mostraban más bravura. Sin embargo, no es
406
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
hasta el siglo XVIII cuando empiezan a seleccionarse las características que
darán pie a las ganaderías actuales y a las diferentes castas primigenias. En
1776, José Daza notifica las características de las vacadas de cada región,
lo cual ha servido de base a los historiadores para reconocerlas en la actualidad: fueron las vacadas de José Gijón en Villarubia de los Ojos (Ciudad
Real), Hermanos Gallardo en El Puerto de Santa María y Rafael Cabrera,
José Vicente Vázquez y el conde de Vistahermosa, cuyas tres vacadas se criaban en los pastos de Utrera. Estas cinco divisas son el origen de todas las
ganaderías actuales y prácticamente la mayoría de los hierros de lidia de la
actualidad derivan de la del conde de Vistahermosa.
¿Significa esto que se ha perdido diversidad genética? Es posible, pero los
encastes que han sobrevivido son los que mejor se han adaptado a la afinación del propio toreo y los que más bravura han sido capaces de destilar.
Y aquí nos encontramos con una palabra, bravura, que no por manida y
utilizada precisa una urgente explicación. Bravura es luchar hasta la muerte,
es la cualidad que distingue a este maravilloso animal de cualquier otro. El
toro se crece en el castigo, el toro apura su fiereza hasta el último sorbo y su
entrega en la batalla de la lidia hace posible el toreo. Así de claro.
Hubo castas fundacionales de las que partió el toro bravo actual, algunas
se quedaron por el camino, otras perviven casi como recuerdo de una etapa
que es improbable que regrese pero se han perpetuado gracias al afán de ganaderos milagrosos que mantienen una semilla intacta a pesar de que su rendimiento en el mercado es prácticamente nulo. Ahí están los toros de Prieto
de la Cal, en su finca onubense de La Ruiza, como herederos legítimos de los
Veraguas de los descendientes de Cristóbal Colón, de los míticos jaboneros
vazqueños que impregnaron la fiesta decimonónica de su indómita bravura
pero que sucumbieron al estilismo de toreo como arte, al nacimiento del
sentimiento en los maestros cuando la faena de muleta basculó dramáticamente a su favor la balanza de la lidia. Para torear en redondo, para hacer
ir a los toros hasta detrás de la cadera, tal y como comenzó a hacer Joselito
El Gallo; o templar con la parsimonia de Juan Belmonte, era necesario otro
tipo de toro más depurado, más exquisito quizás, es cierto, y las ganaderías
fulgurantes en el caballo pero aplomadas en la muleta comenzaron a sucumbir ante el impulso de los toritos andaluces de Vistahermosa, que poco
a poco fueron desterrando de los carteles a hierros de la casta Jijona, a los
vazqueños y a los toricos navarros rojos y encendidos de origen Carriquiri
que triscaban a orillas del Ebro pero que todavía se corren por las calles en
festejos populares y a los que Miguel Reta sueña con hacerles embestir con
407
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
el fondo de bravura que atesoran, una bravura sin artificios, sin depurar, limpia y cristalina pero salvaje e inesperada.
El toro y el dolor
Juan Carlos Illera del Portal, director del Departamento de Fisiología Animal
de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid,
estuvo un día en mi programa ‘Sol y Sombra’ de Punto Radio La Rioja explicando un estudio científico que está realizando sobre la medición del
dolor y del estrés en el toro bravo durante la lidia. De este trabajo se desprende, entre otras cosas, que esta raza posee un mecanismo singular que
le hace liberar hormonas -entre ellas las betaendorfinas- de forma mucho
más rápida que otras especies cuando se encuentra en situaciones que son
estresantes; tanto es así que durante la lidia puede llegar a segregar diez
veces más sustancias de este tipo que un ser humano. Las betaendorfinas
son unas hormonas que tienden a bloquear los receptores de dolor, por lo
que pueden hacer que durante la corrida los umbrales de dolor sean para el
toro mucho más altos que lo normal. «Eso no significa que el toro no sufra»,
matiza el profesor, sino que su percepción del dolor es mucho menor y con
toda probabilidad más baja. Así, Juan Carlos Illera opina que el toro de lidia
es un animal especial porque ofrece unas respuestas totalmente distintas a
otros: «El toro es diferente endocrinológicamente hablando; porque el estrés
que sufre es mayor, por ejemplo, a la hora de saltar al ruedo que en la suerte
de varas, y ello se debe al papel de este tipo de hormonas». Illera también
puso de relieve que la glándula renal del toro tiene mayor tamaño que las de
otras razas bovinas y posee muchas más células productoras de hormonas.
Este estudio, realizado en su mayor parte en la plaza de Las Ventas, se ha
realizado sobre unos 3.000 ejemplares, entre cuatreños y novillos que han
sido devueltos tras la suerte de varas, banderillas e incluso sin haber sido
picados. Y he aquí una de las claves de esta investigación: ya que si el toro
posee un mecanismo hormonal especial para superar el estrés, se piensa
408
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
que también lo puede tener para matizar el dolor. Una de las cuestiones
más llamativas del toro bravo es que vuelve al caballo tras sentir el puyazo:
«El toro está dotado de un mecanismo que responde en milisegundos, con
la evacuación de cortisol y catecolaminas; así que en cuanto siente estrés
libera hormonas para contrarrestar esa situación».
El toro nulo
Lo dramático de la evolución del toro es que en los últimos años se está
comenzando a perder variedad de embestidas, estilos, comportamientos y
tipos, y se ha ido hacia una terrible uniformidad en el ruedo, desapareciendo
de las corridas las señas de identidad de múltiples ganaderías hasta imponerse un tipo único, una sola embestida, un toro las más de las veces monocorde y previsible que ha privado al espectáculo de una biodiversidad que se
antoja preciso recuperar para vivir el toreo en plenitud.
Las exigencias de las figuras -siempre ha sido así- se han decantado por
un tipo de toro muy particular, un toro que tenga duración, que sea bueno
en el sentido extenso de la palabra, pero que no plantee dificultades insoslayables; es más, que no plantee dificultades, simple y llanamente. Y claro,
ha sucedido que la balanza se ha cargado tanto en el apartado de la nobleza
y la ductilidad, que la fiereza del bravo ha pasado a la casta defensiva del
geniudo o a la indolencia de muchas ganaderías que han clonado hasta el
infinito el toro bobo, el toro nulo, el toro desaparecido de sí mismo, el que
o se asusta de su propia sombra o apenas aparece por el ruedo. Este sucedáneo se define porque no es nada. Sólo sabe que ha nacido para plantarse
en el ruedo como un marmolillo y de ahí no lo mueve nadie, ni el torero
más aguerrido ni la muleta más prodigiosa. Y quizás aquí radique uno de los
mayores peligros para la fiesta del toro: su ausencia.
Pero en el toreo, como en la vida, ejercer la libertad y la crítica es una
pasión tan dulce como complicada, tan apasionante como, a veces, desalentadora. En ocasiones los valores eternos de la tauromaquia pasan a la más oscuras bodegas de la memoria, a esos lugares donde el desaliento campa por
sus anchas, con la misma desvergüenza que los mal llamados veedores pisotean las ganaderías para que por encargo de ciertas figuras y de muchos que
no lo son, cercenen de raíz los pitones de los toros. No existe mayor vileza ni
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
tropelía contra un ser vivo que aniquilar su integridad y no digamos nada de
lo que este atentado significa para un toro bravo. Durante las innumerables
ferias que se han celebrado se han cortado orejas y rabos por doquier, se han
dado -sin que nadie lo remedie- cientos de miles de derechazos alevosos, de
esos en los que se ofrece la muleta perpendicular con la anatomía del torero
contorsionada hasta la desesperación y en la que los lances en vez de ser
rematados hacia adentro y por abajo, van hacia fuera.
La suerte de varas -eje fundamental por donde ha de crujir la lidia- no sirve
para ahormar al toro; más bien todo lo contrario. Si el animal sale con poder
-cosa extraña pero posible- los de castoreño, bien aleccionados por su jefe
de filas, le darán estopa. Si sale flojo, picarán trasero y caído para que se
mueva todavía menos. Ésta es la realidad de un espectáculo grandioso que
no tiene parangón y que varias generaciones de taurinos si escrúpulos están
desvirtuando hasta llegar a extremos insospechados. Veamos.
Hace unos años el apoderado de un torero de fama me dio la siguiente explicación sobre las razones del afeitado: «Se afeita a los toros porque
son personas humanas» (los toreros, se entiende). Y se quedó tan ancho. El
interlocutor le espetó que, desde su punto de vista, los toreros desde luego
que son personas humanas, como la mayoría de la personas, pero que como
tales, podían decidir que si no tenían valor para ser toreros además de personas humanas, pues que lo lógico es que se quedaran sólo con la condición
que les dio la naturaleza. Entonces, el apoderado del torero-persona-humana de fama decidió mirar a otro sitio. Uno cree que miró a ese reglamento
que permite el afeitado o quizás a esos otros apoderados tan humanitarios
que pululan por las plazas y que cuando pisan una ganadería lo hacen con
un solo argumento: «Señor ganadero, mire, Flamenquito de Usera (es un
decir), mi torero, además de tal, es una persona de humana condición y bajo
ningún concepto está en condiciones de estoquear su corrida a no ser que
le quite lo que hay que quitar». Así que el ganadero que se deja afeitar -por
lo que demuestra estar ahíto de escrúpulos- pasa por el aro y le permite al
apoderado hacer lo que haya que hacer o más todavía. En éstas, el empresario traga porque el tal Flamenquito de Usera podría ser una gran figura y sin
figuras en los carteles, las taquillas suelen ser un churro. Así que ya se sabe,
si se desean ver corridas de toros en puntas, en ocasiones hay que prescindir
de alguna que otra figura.
Uno de los principales dichos del acervo taurino asegura que «el toro pone
a cada uno en su sitio». Es decir, que al final la tauromaquia es como una
balanza que posee un hipotético fiel -de justicia- que coloca a cada torero
410
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
en el lugar que se merece. Quizás sea verdad, quizás no. De hecho, ese toro
que pone a cada uno en su sitio es un toro imaginario, un toro ideal que se
supone que es similar para todos y cada uno de los lidiadores. Sin embargo,
la realidad no se compadece con el dicho y el toro es radicalmente distinto
para cada clase de toreros.
Toros y filosofía
Francis Wolff, catedrático de Filosofía de la Universidad de París, ha trazado
en su libro ‘Filosofía de las corridas de toros’ la relación de la tauromaquia
con la muerte, el arte, la belleza y sus valores éticos. El arte del toreo nació
al mismo tiempo que el arte moderno. Cinco o seis años después de ‘Las
señoritas de Aviñón’, Juan Belmonte fundó los cánones estéticos del toreo y
definió sus formas creadoras. La coincidencia de fecha entre su famosa serie
de verónicas en Madrid en la primavera de 1913 y la ejecución de la ‘Consagración de la Primavera’, de Stravinski, es el tipo de azar con el que a veces
se complace la historia. Así comienza el sexto de los capítulos -titulado ‘Toreo, arte clásico e impuro’- de la citada obra de Francis Wolff. Este libro se ha
convertido ya en el mejor análisis de la ética de las corridas de toros, de sus
fundamentos y de los propios deberes de los hombres para con los animales
en general y con los toros de lidia en particular. Wolff asegura que la corrida
no es ni inmoral ni amoral en relación con las especies animales. La relación
del hombre con los toros durante su vida y su último combate es, desde
muchos puntos de vista, ejemplo de una ética general. Su primer principio
sería: hay que respetar a los animales, o al menos a algunos de ellos, pero no
en igualdad con el hombre. Los deberes que tenemos hacia otras especies,
incluso las más próximas a nosotros, están subordinados a los deberes que
tenemos hacia los demás hombres, incluso los más lejanos. Durante la lidia,
el torero puede expresarse pero también debe permitir al toro expresarse a sí
mismo, y lo que tiene por decir el toro bravo es algo así como: «Defenderé
mi terreno, todo el ruedo es mío, todo el espacio es mi espacio vital, haré
huir a cualquier extraño que lo pise, cogeré al que ose aventurarse, te expul-
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
saré seas quien seas, volveré sobre ti para coger, y más, y más...». Ésta es la
voz del toro bravo, tal como la hace oír el torero leal.
El respeto por el toro en la plaza consiste en comprender esta voz que
habla y finalmente hacerla cantar, en crear pues una obra de arte con esa
embestida natural y con su propio miedo de morir. Wolff también explica el
toreo de José Tomás y su compromiso con el arte: «El abandono de su cuerpo
inmóvil a la embestida del animal es a veces tan total que, como se ha dicho, parece querer inmolarse». Francis Wolff es catedrático de Filosofía de la
l'Ecole Normale Supérieure de la Universidad de París y miembro del grupo
de Notables de la Plataforma en el II Congreso Toros en el siglo XX. Publicó
un artículo en el periódico francés Libération sobre la ética de la corrida de
toros y en esta obra se puede llegar a descubrir cuestiones tan interesantes
como la posición de los padres de la Filosofía ante la tauromaquia: «Las
corridas de toros son también una escuela de sabiduría: ser torero es una
forma de estilizar la vida propia; exhibir el desapego respecto a los azares
de la existencia y prometer una victoria sobre lo imprevisible. Además, las
corridas de toros son un arte; dan forma a una materia bruta, la embestida de
un toro, y crean belleza».
Toros y periodismo
Crítico taurino. Expresión paradójica: o se es crítico o se es taurino. Así definían hace unos años, concretamente en 1998, Fernando G. Taboada y Ángel
Guillén a los periodistas (sic) taurinos en su alucinante ‘Diccionario Neotaurómaco’. Aquel que publicó El País acompañando las siempre magníficas
crónicas de Joaquín Vidal. Y es que el maestro ya estaba harto de que los
principios, valores y códigos que han sustentado desde siempre a la tauromaquia fueran sistemáticamente pisoteados por una masa crítica de taurinos
mediocres, de serviles prohombres acostumbrados a la reverencia vil, a la
palmada en la espalda y a dar sistemático esquinazo a algo tan grandioso
como es colocarse con una tela colorada frente a un toro, hacer así, arrebujase y parar el tiempo, a la vez que se detienen los corazones sobre el albero,
como Rafael de Paula o José Tomás, con esa parsimonia suya tan indefinible,
tan sutil y abrasadora que hace del rito algo majestuoso por inexplicable,
algo consustancialmente mágico que muchos mediocres están empeñados
412
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
en hacer desaparecer. Uno llega a la conclusión de que carecen de afición,
que sólo les importa la notoriedad y el breve éxito social que implica el pase
del callejón, el saludo de la figura de turno y, si se me apura, una confesión
de un apoderado incendiando la madrugada o suicidando un teléfono móvil
en un vaso de güisqui escocés, que de todo hay.
Miren, si alguien me pregunta si la tauromaquia es algo cruel, le diría
que sí. La crueldad es la base misma de la existencia del hombre y de la
naturaleza que nos rodea. ¿Es acaso cruel un león del Serenguetti cuando
se zampa a un ñu? ¿Es cruel levantar a los niños por la mañana (tan pronto
que ni es de día) para que les enseñen en los colegios la verdadera esencia de los triángulos isósceles, de los escalenos y la tabla periódica de los
elementos?
Probablemente todo esto sea verdaderamente cruel y tan cruel como matar a un toro en la plaza para solazarse con el espectáculo que se deriva. Y
eso es lo que se ve desde fuera. Un toro entra vivo y sale muerto. Un torero
le burla, otro le pincha y otro desde un caballo lo pica. El tipo del caballo,
suponiendo que sea un tipo, por lo general no tiene compasión porque ya
se sabe que el tipo del caballo tiene un jefe y al jefe, lo digo por propia experiencia, lo mejor es tenerlo contento. No vaya a ser que después, cuando
el toro ya tiene el alma bien partida, sale el torero, y cuida de que no se le
caiga cien veces al suelo, lo intenta desplazar a media altura y cuando lleva
como unos doce minutos y medio de faena, lo fulmina de un sartenazo o
un bajonazo y le dan las dos orejas del toro. Y en éstas, hay unos señores
por los callejones, armados de teléfonos móviles de última generación, con
rayos infrarrojos y cámara digital, que escriben unas maravillosas crónicas:
«Finito de Usera aborda el toreo», he llegado a leer. Estos críticos taurinos
dicen que los toros están sueltos de pechos y que tienen una condición
bondadosa aunque adolecen del defecto de reponer, aunque su toreabilidad haya sido exprimida una y otra vez por Trinconete de Badajoz, por
ambos pitones y sometiendo en todo momento a un animal bronco pero
de buen corazón. Hay que joderse, los toros de ahora tienen buen corazón
y seguro que si un periodista le arrea con la grabadora y le pregunta si están a favor de la discriminación positiva, los toros de ahora se van por las
ramas porque en el fondo son unos toros inseguros. El descastamiento ha
llegado a unos niveles intolerables, dice un amigo mío de Madrid que está
empeñado en asegurar que los taurinos han ganado de forma inmisericorde
la partida. Y encima ahora tienen ‘peirperviu’, o como se diga. Pero los críticos taurinos -hay que ver lo bien que suena la paradoja- no se enteraron
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
cuando a César Rincón en Madrid le dio por cruzar el río con los bolsillos
llenos de porvenir sólo porque amaba el toreo y quería reivindicar su clara
vocación de figura. Pero lo dicho, no se enteraron. Sólo saben decir lo duro
que es el siete con determinados toreos. A pesar de sus esfuerzos, sus ganas
y de vérselas con dos toros infumables. Son así y así continuarán mientras
sablean a los pobres de espíritu que les encienden los puros con el fuego
de la desesperación.
La información taurina es una de las especialidades periodísticas más antiguas de la profesión informativa en España. Curiosamente, en ninguna de
las múltiples facultades que han crecido como hongos, llenando la cola del
paro de miles de licenciados sin posibilidad alguna de ejercer su profesión,
dedican ni un minuto de su acervo académico para hablar de esta especialidad.
Lo más seguro es que los decanos no hayan pisado una redacción en su
vida y mucho menos una plaza de toros. Por eso, a la información taurina se
llega por vocación, por casualidad o para figurar, aunque no se sepa ni una
palabra ni de toros ni de periodismo.
Si en el periodismo existen géneros, en la información taurina, en la mayoría de los casos realizada por aficionados sin formación periodística, se
entremezcla la opinión con la información de una manera intolerable. El
’yo’ está hipergeneralizado y, salvando alguna extraordinaria excepción, la
calidad de la expresión (hablada o escrita) es nefasta, por no decir cosas
peores.
En los últimos años se han sumado a los medios tradicionales (radios y
periódicos) dos fenómenos nuevos y curiosos: internet, donde abunda la
noticia pero escasea la reflexión de calidad, ya que algo pensado para verlo
con un ‘clic’, difícilmente se presta a una lectura relajada y reflexiva. El otro
fenómeno es la aparición de las televisiones locales, donde impera la tertulia
y en las que los aficionados de a pie ven a sus críticos cercanos opinar sobre
corridas que ellos también han visto. Y es aquí, precisamente en las televisiones locales, donde reina un mayor ámbito de libertad de expresión y donde
se produce el feedback, tan deseado por los teóricos de la comunicación.
Se supone que los lectores, sean aficionados o no, se acercan a los medios de comunicación con el deseo de que se les informe, no de que se les
adoctrine de una forma barata, tan barata que a veces es peor que la mera
propaganda. La información ha de ser un concepto que para el profesional
no puede tener vuelta de hoja: se ha de describir la noticia ciñéndose lo
máximo posible a la realidad, sin verter opinión alguna.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Veamos tres ejemplos y tres circunstancias que acontecieron cuando se dio
por segura la reaparición de José Tomás.
a) Título: José Tomás anuncia que reaparecerá en Barcelona.
Subtítulo: Salvador Boix será el nuevo apoderado del diestro,
que hará su primer paseíllo el 17 de julio en Barcelona.
En este caso, el periodista da tres noticias: la reaparición, el apoderado, la
plaza y la fecha. Aquí no hay ninguna opinión, ya que se trata de informar.
Otro ejemplo:
a) Título: José Tomás vuelve
Subtítulo: El de Galapagar da por finalizado su año sabático y
cambia de apoderado.
Aquí se da menos información y además de forma incompleta, pero no hay
opinión.
El último ejemplo:
a) Título: Ya lo decía yo
Subtítulo: José Tomás abandona el fútbol sala y volverá para
engañarnos a todos toreando toros de Domecq afeitados.
Aquí sólo hay opinión, la noticia y la realidad en general le trae al pairo a esta
clase de ¿periodistas? que sólo atienden a la realidad cuando creen que ésta se
comparece con sus opiniones, de las que piensan que es lo único que le interesa a sus lectores. Fulano ha dicho esto y como lo ha dicho fulano será así.
En realidad a dicho fulano le da igual que José Tomás reaparezca porque lo
único que le interesa del diestro de Galapagar es su toque en el fútbol sala.
Antes, Fulano quizá lo acusó de homosexualidad, de ser republicano y de
no saber torear. Ahora le reprocha que viene a llevárselo crudo a costa de la
cartera de los aficionados, que como todo el mundo sabe van a la plaza con
grilletes a ver cómo «José Tomás hace el ridículo con toros afeitados».
Quizás todo esto sea una exageración de la realidad, pero el medio no
puede ser el mensaje, el medio ha de ser la forma de trasladar la realidad a
los lectores, sin más aditamentos que la credibilidad y la decencia personal
de cada periodista. La crítica es otra cosa, pero es la misma, ya que sin decencia ni se puede escribir honradamente ni se puede dar una calada a un
puro sin que se nos caiga la cara de vergüenza.
415
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Joaquín Vidal y El País
Joaquín Vidal no sólo fue un periodista ejemplar y un crítico sobresaliente,
sino también una persona generosa y afable que a mí me trató con un cariño
que nunca olvidaré. Un día de 1997, armándome de valor, llamé a El País
y pregunté por él. Se puso, le expliqué que era periodista, que solía escribir
de toros en La Rioja y que en El País llevaban sin cubrir la feria de Logroño
varios años. Vamos, que me ofrecí para el asunto. Joaquín Vidal -que me
escuchó muy amablemente- me pidió que le mandara algunos artículos para
ver el percal. A la vuelta de un mes -más o menos- me llamó y me dijo que
desde ese año se iba a cubrir la feria de San Mateo y que lo iba a hacer yo.
Jamás me dio ninguna instrucción, tan sólo que procurara sacar el título de
la crónica del primer párrafo. Siempre que tuve una duda le llamé; un problema o cualquier cosa, siempre -sin conocerme nada más que por teléfonome la resolvía con enorme ternura. Cuando le ofrecía una noticia o algo de
interés, siempre estaba dispuesto a escucharme, a tratarme bien, a ser una
persona cordial y afectuosa. Nunca olvidaré ni su maestría periodística ni la
oportunidad que me dio de escribir en el periódico en el que él firmaba.
Una de las razones por las que decidí estudiar periodismo fue porque deseaba ser capaz de describir una corrida de toros como lo hacía Joaquín Vidal.
Bueno, la verdad es que no tanto porque aquella empresa siempre me pareció
sencillamente inalcanzable. Y daba la casualidad -o quizás no tanto- de que
Joaquín Vidal escribía en El País, el periódico de información general con mayor difusión de España y en el que se cuidaba ejemplarmente la información
taurina, sobre todo cuando llegaban las principales ferias de la temporada,
con sus excelentes crónicas, los fotones aquellos e incluso, en San Isidro y
otros grandes abonos, con los apuntes-acuarelas de Onésimo Anciones, tan
personales e inconfundibles que se daban la mano con una naturalidad pasmosa con los artículos del maestro. Los aficionados sabíamos que en aquellas
columnas de la sección de La Lidia se guardaban como en un tesoro singulares piezas periodísticas, todas ellas con especial belleza, y con un compro-
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
miso irrenunciable con la mejor de las escuelas del periodismo: objetividad,
honestidad y discreción. De hecho, creo que Joaquín Vidal, como periodista,
no podía entender cualquier otro modelo. De ahí que fuera un mito para
los aficionados. ¿Qué dirá Vidal mañana...? nos preguntábamos al salir de la
plaza. El País con un café con leche y unos churros al gusto nos resolvía todas
aquellas dudas cada despertar. Pero se fue el maestro y las páginas de toros se
fueron marchitando hasta casi desaparecer. Dónde pararán los ordenadores
de la sección de La Lidia, dónde las sillas de sus redactores, dónde se apilarán las mesas, los libros de toros... No entiendo las razones por las que El
País, el primer periódico de España, silencia de tal manera las corridas (a no
ser que Cayetano tome la alternativa o cosas por el estilo). Unos dicen que
desde dentro del periódico se las confunde con una fiesta española y esto en
tiempos de las realidades nacionales diversas no parece políticamente muy
correcto. Otros se inclinan porque los toros son un espectáculo atroz y que el
diario independiente de la mañana ha tomado partido por la «defensa de los
animales». Sea como fuere, resulta claro que El País ha dado la espalda a la
fiesta de toros. Es comprensible que los responsables de dicho medio tengan
dudas a la hora de designar un crítico que ocupe la tribuna del maestro, pero
el tiempo de las dudas debería haber pasado ya. Lo cierto es que cualquiera
de los demás periódicos de difusión nacional dan mejor y más información
taurina que El País, el periódico en el que un día escribió Joaquín Vidal. Y eso,
se mire por donde se mire, es una desgracia para los aficionados y un hecho
irrespetuoso con la historia del propio diario.
Como periodista siempre recordaré una entrevista que concedió a Pla Ventura y en la que el propio Joaquín definía así la profesión: «El periodista se
debe a los lectores y tiene la obligación de ejercer con honestidad absoluta
la libertad de expresión, ha de estar preparado para la tarea, informado sobre
la materia que trata, ser veraz y comportarse con modestia. Una vez dicho (y
comprobado) lo que tiene que decir, con asunción inequívoca de lo publicado, deja de ser protagonista de nada. Y hasta la próxima».
La autoridad, ¿dónde está la autoridad?
También he decir que los presidentes de las plazas de toros suelen dejarme
casi siempre cariacontecido. Recuerdo a uno que solía subir al palco en Las
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Ventas y actuaba a guisa de vicetiple, con gestos ridículos en el palco y con
una media sonrisa ladeada inenarrable. Este señor vino a Logroño a sustituir a unos compañeros suyos fumigados. Alguien me dijo que se presentó
voluntario. No puedo decir quién es ese alguien pero la suya fue una feria
épica: hubo de ser escoltado un día para abandonar la plaza de La Ribera.
Pero parecía gozar en el marasmo, como después hizo en el callejón de
Madrid haciendo de cuarto árbitro o de espontáneo ante la hilaridad de
los aficionados mientras aconsejaba a los toreros lo que debían hacer en el
ruedo. En Logroño, el día de autos, el tipo se mantuvo firme, mayestático,
ante la bronca y la indignación, y parecía feliz después de haber estafado a
12.000 personas porque, sencillamente, el que mandaba era él. Desconozco
si seguirá, si se habrá ido de agregado cultural a las colonias o si continuará
en la capital del imperio a lo suyo, a lucir piernas de vicetiple, a demostrar
que manda mucho, que es un elemento poderoso que roza bien y sabe con
quien rozarse en cada momento.
Recuerdo lo que escribí en El País el 25 de septiembre de 2003 sobre su
comportamiento en una tarde bochornosa en la plaza de Logroño:
El sexto de la tarde salió de chiqueros con esa debilidad
congénita que asola la raza de lidia. Después del primer puyazo,
la debilidad se tradujo en invalidez y comenzó una pequeña
protesta, que iba creciendo cuando la res se trastabillaba.
El segundo encuentro fue un picotazo y la protesta tornó en
bronca, más ruidosa aún cuando el presidente -José Manuel
Sánchez- cambió el tercio. En banderillas la cosa no fue
mejor y César Jiménez recetó dos tandas con la derecha entre
gritos de una afición que se sentía estafada y, lo que es peor,
desprotegida por mantener en el ruedo a una res que apenas
se tenía en pie. Al final, cuando los toreros abandonaban la
plaza, José Manuel Sánchez se levantó, saludó uno por uno a
los coletudos y tuvo tiempo suficiente para aguantar impávido
en su palco -a lo Joan Gaspar- una pitada descomunal, de
las que hacen época, para salir segundos después escoltado
por la policía para que el altercado público no tuviera peores
consecuencias.
Un ejemplo más: un día en Calahorra seis picadores protagonizaron un conato de motín por querer salir al ruedo con los caballos cegados. Uno de
ellos, por lo bajini, amenazó con que si no les dejaban tapar los dos ojos,
les iban a dar Loctite en el descubierto. Así está esto. Ah, también sé de al-
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
gún presidente de fuera de La Rioja que ha decidido mandar algún que otro
pitón a analizar y desde la Consejería de turno lo han frenado en seco. Por
ahora puedo decir que en La Rioja les dejan trabajar con tranquilidad, con
independencia. ¿Por qué será?
El toreo no es una entelequia
Imaginémonos un toro hermoso como una catedral, con su nervioso corpachón saliéndose por los cuatro costados, pegando el rabo chicotazos, con la
mirada fija en una poderosa muleta. Lo citan por derecho, de forma cadenciosa, bella, ensimismada. Y justo ahí, cuando el diestro adelanta el engaño
para el cite, en el momento en que se unen la embestida y la muleta, cuando
el belfo se sobrecoge y el matador templa el lance, surge toda la belleza del
embroque. El torero, si tiene el suficiente valor, gana terreno al toro adelantando la pierna contraria y, una vez enviado el viaje de la res tras la cadera,
con un suave giro de cintura, se vuelve a quedar colocado en perfecta rectitud con el fin de acometer el siguiente muletazo.
Ha hecho lo que Domingo Ortega definió como cargar la suerte y el toro
ha descrito con su recorrido un imaginario signo de interrogación con el
lidiador situado en el eje geométrico de tan preciso y emocionante dibujo.
Esto es el toreo, a pesar de que muchos se inventen fascinantes retruécanos
para argumentar que la piedra angular de la tauromaquia es una falsedad
invocada por inmarcesibles críticos taurinos o por aficionados ilusos que, en
el fondo, desconocen cuanto describen. No. El toreo no es una entelequia,
es un ejercicio de valor inmenso que muy pocos diestros están capacitados
para ejecutar con semejante pureza.
Por eso, cuando surge el toreo, así sentido, tamizado por la personalidad
de cada maestro y conjugado según la condición y los pies del morlaco en
cuestión, todo resulta inundado por un desgarrador aroma, por una fuerza
vital que hace de la fiesta de los toros un espectáculo incomparable donde
tienen tanta importancia detalles tan aparentemente livianos como el juego
de muñecas, los leves y sutiles toques con la muleta o la elección de unos
terrenos determinados.
Porque aquí las matemáticas no tienen más sentido que dividir la lidia en
tercios. A partir de ahí, llega el turno del valor y de la inspiración, ya que no
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
El valor, me rindo ante el valor
arsenio ramírez
es posible hacer el toreo si el lidiador no posee ese resorte metafísico que le
impulse a colocarse en un lugar tan comprometido donde irremisiblemente
brota la emoción.
Decían de Juan Belmonte que se dieran prisa en ir a verlo porque, si seguía
toreando así y entrometiéndose en los terrenos del toro, pronto sería descuajeringado. Se equivocaron. Tuvo que ser precisamente Joselito, el maestro de
maestros, el lidiador más sabio y eficaz de la historia del toreo, el que vio
segada su vida en una aciaga tarde talaverana. Porque, como antes se decía,
el toreo no es como las matemáticas, ni tampoco una entelequia.
Belmonte supuso la mayor revolución técnica de la fiesta de los toros porque se olvidó de sus piernas para la lidia y se colocó en mitad de las vías del
tren (en esos terrenos casi imposibles). Así, cuando pasaba el ‘expreso’, lo
lanceaba sin moverse un ápice: primero lo descarrilaba cargándole la suerte
y después, llevado con la muleta, dejaba al toro dispuesto para el obligado
de pecho. Y Belmonte, sin moverse, volvía a quedarse cruzado con la res.
Sería por eso que José Bergamín le cantó: «La tarde que mataron / al Espartero / Belmonte, que era un niño / se quedó quieto. / Tan quieto que el torero /
que en él había / cuando veía a un toro / no se movía».
Hay dos cosas fundamentales para que un torero sea tal, además de la de
la humana condición, aspecto éste que se da por descontado en la mayoría
de las ocasiones. Una de ellas es el valor; la otra, la afición. Contaba Juan
Belmonte que cuando se inició por los vericuetos de la tauromaquia no
sentía el más mínimo interés por el arte de los toros. Es más, que las reglas
le traían sin cuidado y que la técnica le era tan ajena como la lectura de
420
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
El Capital. Cuenta el Pasmo que andando el tiempo, después de compartir
muchas tardes con Joselito, empezó a aficionarse, a leer sobre el toro, paladear los encastes. Cuando viejo, Belmonte amaba el toreo como nunca
antes lo había hecho. Pero ya no estaba a su lado el rey de los toreros y sus
años apenas le dejaban ponerse delante de ninguna eralilla cárdena que
tanto gustaba tentar a lomos de la Sierra Carbonera. Pero Belmonte tenía
valor, un valor inconsciente que asombró a una España que no podía creer
los terrenos que pisaba. Se quedaba quieto, ojo, no toreaba en redondo.
Sus primeras faenas se basaban en pases regulares y cambiados. Esto es,
mostraba la muleta al natural y los despedía después, sin girar los pies,
con pases de pecho a media altura con el dorso de su mano. Después, con
el paso del tiempo y por el influjo de Joselito, Belmonte hizo el toreo en
redondo por ambos pitones tras su reaparición antes de la Guerra Civil,
pero apenas nada más. Pero ése no era el Belmonte clásico, el Belmonte
de Gregorio Corrochano. Lo cierto es que Belmonte encontró en el toreo el
punto de fuga para abandonar la vida que le esperaba como peón caminero
o quincallero a la sombra de su padre. Su única arma, la desesperación y
un valor escalofriante.
Creo que el valor es la piedra angular del torero; si no hay valor es imposible torear. Lo que sucede es que al valor se puede llegar de muchas maneras,
incluso de manera inconsciente. Voy a tratar de explicarme.
Valor poético: Rafael de Paula es un torero medroso, frágil y capaz de
echarse de cabeza al callejón. Sin embargo, en el momento menos esperado, cuando la situación parece materialmente imposible, surge un arrebato
-inconsciente, intuitivo, inhumano también-, se encuentra con aquel toro de
Benavides y tras ser volteado desgrana la faena milagrosa. Fue como un sueño o una alucinación colectiva a pesar de que todos la vimos. Pero qué pasaba por la cabeza de Rafael en esos momentos. Yo creo que se dejó llevar, que
aquello no se lo dictaba la cabeza, no se lo podía dictar algo reflexivo. Pero
era el toreo. Sin embargo, lo que sabía Paula -un momento antes y un momento después, pero no cuando toreaba- es que en cualquier instante podía
ser empitonado. De ahí su magia, de ahí su valor inconsciente, irreflexivo...
Valor heroico: Otro tipo de valor. Pongo el ejemplo de José Tomás en su
estado puro, un valor que trasciende lo conocido, lo reflexivo y que llega a
cotas realmente inauditas. José Tomás es la perfecta representación del valor
más amplio del toreo. Pero a diferencia de Rafael de Paula, José Tomás sí es
plenamente consciente (antes, mientras y después) de que aquello le puede
costar la vida. Por eso y a pesar de eso, este tipo de valor es al que más im-
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
portancia le doy. Un torero que me alucina ahora es Miguel Ángel Perera,
que da la sensación de que disfruta meciéndose con el toro en una cercanía
inaudita, con su superación a través del riesgo.
Valor cartesiano: ¿Tiene valor Enrique Ponce? Hay muchos que apostarían su pierna a que no. Bueno, hace unos años en Logroño -procuro
hablar de lo que veo- se enfrentó a un marrajo sobrero de Adelaida Rodríguez. Y dio una lección. Tiró de todo su repertorio técnico para administrar
los terrenos del toro, sus distancias; fue consintiendo a un mulo que de
principio se negaba a embestir, quedándose siempre debajo de la barriga,
y sin tocarle ni una sola vez la muleta, fue capaz de dar dos muy buenas
tandas de naturales. A pesar de todo, le pitaron una y otra vez gritándole
«pico, pico, pico»...
No metió pico y se cruzó. Le he visto pocas veces en una tesitura similar,
cierto, pero no voy a negar lo que he visto, a pesar de que pueda parecer
que valorar a Ponce no sea de aficionado ‘pata negra’. Pero ésta es otra historia. A lo que voy. Ponce no tiene el valor de José Tomás, desde luego. Él
basa su valor en un conocimiento exhaustivo del toreo, de lo que necesita
el toro en cada momento, o el torero. Digamos que es el valor cartesiano,
el científico. De hecho, Enrique Ponce me parece un torero magnífico, un
portento de conocimientos, de colocación y de temple. Enrique Ponce (que
se autoproclama en su web como Torero de Época) me parece que anda
por la plaza con una guapeza grande, que se ha rodeado de una excelente
cuadrilla, de un mozo de espadas de primera división y le sobra valor para
hacer dos escalafones.
Sin embargo, Ponce me aburre y me desconsuela. No sé si será que le he
visto tantas veces o que tantas veces lo he dejado de ver que ya no tengo ganas
de acercarme a una plaza cuando hace el paseíllo. Ponce ha actuado de tal
manera que le achaco gran parte de la decadencia del escalafón, de ese ensimismamiento poncista, de ese no saber estar mal y buscar culpas hasta en el
planeta de los simios. Sale Ponce al ruedo y condición imprescindible es que
sobre la arena depositen sus pezuñas seis animales medio tontos, presumiblemente afeitados e indecorosamente inválidos. Es el rey de la pañosa hospital,
del engaño patológico, del pasito atrás. Y conste que le admiro, que pocos
toreros son capaces de destilar más dulzura cuando compone, con esos cambios de manos suyos al ralentí, con sus doblones de tiza en rodilla y de trasero
prieto. No me cabe ninguna duda de que Ponce es un torero tan grande como
aburrido. Ponce no me pone, aunque dé gusto verlo por la plaza quejándose
siempre de alguien o de algo, con la boca cerrá pero con su mano abierta.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Valor desesperado: Hay toreros como Fernando Robleño que en los momentos claves de la temporada -léase alguna tarde madrileña- salen sin freno, como llevados por una desesperación inconsolable. Eso les da motor
para unas cuantas tardes concretas, pero para poco más y luego, cuando
llega el momento de hacer temporada, la mayoría de las tardes resultan incapaces de apretar el acelerador. Esto sucede en ocasiones por su poco fondo o
porque el tipo de toro al que se enfrentan van minando el corazón del propio
matador hasta dejarlo vacío.
Falso valor: Es el de muchos toreros que aparentan o no tenerlo, pero que
la mayoría de las veces salen íntimamente derrotados a los ruedos. Este tipo
de toreros -que son mayoría- pueden aparentar valor, e incluso tenerlo al
principio, pero se les acaba muy pronto.
Torismo y propaganda
Pero también es verdad que a ciertos taurinos les chifla la propaganda. Sale
un torero y enseguida ponen un cartel: «Éste acaba con el cuadro», «Linares
nos lo quitó y ahora nos lo devuelve», «Horcajillos de la Sierra lo ha parido
para el arte puro». Sale un toro -bueno, eso es más difícil- y de pronto le
ponen cien kilos de más, unos cuernos superlativos y el apellido de torista.
Nada hay más redundante que un toro torista, sin duda, un gran apellido
que los taurinos ponen a las ganaderías que no embisten y que algunos
lelos se creen que sí embisten, aunque peguen bocados. Un toro es bravo
o manso, encastado, fiero, noble o como sea, pero no es torista ni torerista.
Lo mejor que tienen los toros toristas para los taurinos es que son baratos y
que los compran de saldo. Además, estos toros se las ven siempre frente a
diestros modestos a los que no les suelen dar ni la más mínima opción. Con
ellos se han enterrado tantas ilusiones como aficiones han roto. Yo lo digo
bien alto: me gusta el encaste Parladé y he visto corridas extraordinarias
de ganaderías de origen Domecq como Núñez del Cuvillo, Fuente Ymbro,
Jandilla, Torrestrella, Cebada Gago o algunas otras. Lo que no me gusta y
detesto es la masificación de estas ganaderías, o mejor dicho, de sucedáneos de estos hierros comprados por nuevos ricos que sólo quieren fardar
de toros, de hierro y de divisa, que seguro que confunden con la vitola de
los puros que se arrean.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Victorino, el mito
No he sido nunca un mitómano (bueno, un poco sí). No he seguido a ningún
torero de plaza en plaza en cuasi religiosa peregrinación como han hecho
muchos de mis amigos. Sólo me ‘culpo’ de haber buscado en un periódico
con afán las crónicas de Joaquín Vidal y siempre he creído en el toro bravo,
en ese no-sé-qué que me alucina cuando sale al ruedo y se muestra poderoso e invencible, arrogante y único, con su arboladura encampanada, con
su prestancia y claro, con su bravura. No soy muy viejo y de las leyendas
taurómacas sólo he sabido por la incansable lectura. He visto cientos, quizás
miles de corridas de toros y de vez en cuando ha salido uno de esos ejemplares que me hacen soñar. Amo a muchas ganaderías, me encantan los encastes raros, las procedencias ignotas, los pelajes indescifrables y siempre he
suspirado por conocer al dedillo los entresijos de cada línea ganadera. Vale.
Ahora no voy a hablar del monoencaste, de la peor de las globalizaciones en
la tauromaquia. Ahora, en este preciso momento, voy a hablar de Victorino
Martín, un tipo raro y controvertido, un maestro de la alquimia ganadera que
ha sido capaz de casi todo, por no decir de todo. Este señor, surgido desde
abajo -desde muy abajo- como Belmonte o El Cordobés, ha sido capaz de
criar el toro más cercano al ideal por el que suspiramos la mayoría de los aficionados. De acuerdo, a veces se pasa. Estoy seguro de que muchos toreros
prefieren a los núñez, con su berreíto, con su falsa modestia. Pero yo no soy
torero, ni ganas. A mí me gusta el toro bravo y el ganadero con personalidad
y ambición, con errores, con cara, con gusto. Y ése es Victorino Martín, un
tipo que a mí también, a veces, me ha defraudado. Nadie es perfecto... Pero
creo que tiene su ganadería en la mano, que cuando le da la gana pone el
toreo bocabajo y que es el único ganadero capaz de colocar él solito ‘No
hay billetes’ en una plaza. Dicho esto, conviene leer atentamente lo que
dijo Victorino Martín en un periódico de Asturias: «Soy una leyenda, cuando
muera me recordarán».
Hay una luz en Sevilla inmaterial, una luz que parece flotar, y que sin
embargo se puede tocar porque acaricia. Mantiene un contraste tenue, una
superposición de párpados que se cierran y se abren, dilatados, a compás
de un colorido que sólo surge en La Maestranza. Y no sé las razones, pero
sólo lo veo en ella, en su verdad, en el brillo de unos alamares que no deslumbran pero que imponen, que no arrebatan pero que dejan vislumbrar
su alegre y ceremonioso tintineo. La luz de los toros en Sevilla es incomparable. Y aparece de súbito, como las bellísimas fotos de Arsenio Ramírez y
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Gorka Azpilicueta, que lo bordan y la captan, que te la ponen, como diría
un castizo, a huevo. Pero esa luz se multiplica con el toro y resbala por sus
lomos de bravura, por esa mirada fija de animal encampanado, con las pezuñas quedas, con los lomos brevemente espigados para emprender carrera
cuando sea necesario.
El torazo de Victorino es gótico flamígero, con la penca del rabo enhiesta
y vigilante, con los ijares metidos, con un morrillo sin estridencias que se
monta sobre un cuello poderoso y atlético. La proa mira al horizonte y el
bello escorzo del gesto levemente inclinado deja contemplar unos pechos
profundos y la lontananza de un vientre recogido. Así es un Victorino clásico, pelín asaltillado, sin exageraciones, sin un gramo de más, con un fondo
en la mirada de auténtica nobleza, de orgullo de ser toro y sentirse el Dios
encendido de una fiesta incomparable.
Y me acuerdo ahora de la carta que escribí a Borgoñés, un toro de Victorino (ganadero legendario como antes había escrito) que se lidió en abril de
2007 en con esa luz inmaterial sevillana: «Acabo de ver tu lidia en diferido,
con la noche cálida asomada a mi corazón, con el soniquete de los tres
del Plus que no saben callar ni por un momento. Y me rindo ante tu fulgor,
hermoso Borgoñés, porque aunque no has sido un bravo de bandera, un
toro excepcional, has embestido con una hondura imborrable, con tu alma
entera, con tu sino de llevar la muerte prendida en ti desde que saliste como
huyendo, aunque humillado, del segundo encuentro con el grácil caballo
que antes habías derribado. No has sido exactamente un toro de bandera,
Borgoñés, pero a mí los toros de bandera me suelen asustar, como las mujeres de bandera o como los cuartos de bandera, que aunque nunca he pisado
ni por asomo, me suenan a guerras y a desconsuelos. Y aunque tú llevabas
tu muerte escrita en la frente, Borgoñés, cosida a tu pelo ceniciento, he visto
en tus ojos ese fulgor atávico por el que siempre me he rendido, por el que
siempre he devorado libros de estirpes ganaderas tratando de averiguar el
insondable secreto de la bravura. Y por eso me rindo ante tu fulgor, porque
lo tuyo no era geometría, lo tuyo era sentimiento, era algo parecido a la tibia
esperanza de los hombres que claman aventura. Y tu mirada siempre clara
con esa dudosa energía de los toros que no son exactamente de bandera
pero que tampoco gusta que les digan bonancibles. Pisabas el acelerador y
El Cid, que es un consumado maestro, apenas podía quedarse quieto entre
lance y lance, muy bueno alguno, pero con demasiadas carreras de por medio. Te ibas gastando y entonces, Borgoñés, embestías al ralentí y El Cid, con
su alquimista mano izquierda, logró templarte en algún natural infinito, de
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
esos con los que mi abuelo me enseñó a soñar. Pero tú seguías con la muerte
clavada en tu mirada, con tu muerte sabiéndose más poderosa que tu vida. Y
tu agonía, Borgoñés, también fue una de las cumbres de tu fulgor. Entiendo
la vida porque te has muerto y porque con tu sacrificio he recobrado el sentimiento trágico de la lidia. Eres la paradoja absoluta; la muerte recalcitrante, la vida ensimismada; eres, no sé cómo decírtelo Borgoñés, la negación
más preclara de la vulgaridad soez de esta tauromaquia taimada en la que
se sumen nuestros anhelos. Entiendo la vida porque te has muerto, amado
Borgoñés, pero te aseguro que siempre merodearás en mis sueños cuando
anhele el fulgor, tu infinito fulgor, ése con el que te has ido».
Manolete ha muerto
En 2007 se cumplieron sesenta años de la trágica cogida y controvertida
muerte en Linares de Manuel Rodríguez Manolete, el torero más universal
de la historia. «Manolete ya se ha muerto. Muerto está que yo lo vi», escribió
Ricardo García K-Hito, cronista taurino, humorista y director de Dígame,
la inolvidable revista desde la que bautizó a Manuel Rodríguez como El
Monstruo, quizás el torero más grandioso y admirado de todos los tiempos.
Ninguno como él tuvo tantos seguidores y en los años de la posguerra se
convirtió en el personaje español más universal, tanto es así que en México
llegaron a construir una plaza de 50.000 localidades para contemplar sus
singulares faenas, su toreo melancólico, su increíble valor. Sin embargo, su
muerte está repleta de recovecos, leyendas y espacios oscuros. La cornada
del celebérrimo Islero llegó al final de la segunda faena de la corrida de
Miura de aquella fatídica tarde del 28 de agosto en Linares. Entró a matar
lentamente y, a la vez que la espada penetró por el morrillo de Islero, su asta
derecha aspeó el muslo provocándole una herida de más de 35 centímetros
en el triángulo de Scarpa. Manolete cayó al suelo y el morlaco herido lo
pisoteó antes de huir despavorido. Un grupo de toreros y ayudas cogió al
diestro del albero y al trasladarlo a la enfermería se equivocaron de camino.
Quizás se perdieron valiosísimos segundos. Entró al quirófano en estado de
shock y tras reanimarlo fue operado. Después, y con demasiados curiosos
alrededor, fue depositado en una cama que se vino abajo al acoger el cuerpo
de Manolete. Allí recibió la primera transfusión, procedente de un policía
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
sergio urday
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
municipal. Fue trasladado al Hospital Marqueses de Linares en parihuelas,
por la noche, en un macabro y premonitorio cortejo. Volvió a ser operado
para fortalecer las ligaduras de sus venas y arterias y le suministraron tres
nuevas transfusiones, aunque cortaron la tercera porque el torero empezó
a quejarse de los riñones. Su novia, Lupe Sino, se quedó en una habitación
contigua a la de Manolete porque ni Álvaro Domecq ni su apoderado Camará le dejaron entrar: «Si le quieres, no pases», le espetó el ganadero andaluz
a su amada. Después, llegó el doctor Guinea y le volvió a trasfundir sangre
al torero, con la oposición del cirujano que le había operado momentos
antes. Según relata El Pipo en su libro ‘Así fue’, Manolete dijo: «No siento la
pierna», a lo que el médico le contesto: «Tiéndete, no pasa nada y cierra los
ojos». El diestro, con los ojos abiertos, susurró «los tengo cerrados». Ya no
veía. Al momento, agarró las manos a la cama y exclamó: «¡Ay, madre!», y
murió. Parece que el mal estado del plasma trasfundido -proveniente de la
II Guerra Mundial- acabó con su vida.
Manolete toreó en La Rioja once corridas de toros. Todas, excepto una
que se celebró en Calahorra el 31 de agosto de 1943, se dieron en Logroño
durante las fiestas de San Mateo. No fue muy afortunado el debut de El
Monstruo en La Manzanera, acontecimiento que se produjo el 22 de septiembre de 1941 en una feria en la que Camará, su sempiterno apoderado
de las gafas oscuras, apalabró dos corridas con los empresarios riojanos. El
primer día fue cogido sin consecuencias y el segundo volteado de más gravedad, lo que le ocasionó perder la corrida del día siguiente en Barcelona
al padecer un fuerte derrame sinovial. El entonces crítico de Nueva Rioja,
Migueliyo, dijo que «hasta el cuarto final de su segundo toro parecía que
había toreado su doble». La tercera corrida en nuestra región fue triunfal
y su esportón se rebosó con cuatro orejas, dos rabos y hasta una pata. El
cronista se sorprendió, incluso de su gesto porque «se mantuvo en sus dos
toros con una desacostumbrada sonrisa». Es más, tras el fiasco del año anterior, «había conquistado por sí y para sí la plaza logroñesa».
La mentada corrida de Calahorra se saldó con otra apoteosis a pesar de
que en el primer toro no estuvo muy afortunado. En San Mateo actuó un
día lluvioso y logró una oreja en cada toro, aunque fue protestada la del
segundo astado y la arrojó al suelo. En 1944 actuó otras dos tardes en Logroño, con Pepe Luis, Arruza y El Estudiante. El primer día cortó dos orejas
y un rabo y al día siguiente, cuatro orejas, dos rabos y una pata. En 1944
sólo pisó un día tierras riojanas, cortó una oreja y el público no sabía cómo
«expresar su agrado al gran torero logroñés».
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
A Manolete sólo le deparaba el destino dos últimas visitas a La Rioja. El
día de San Mateo de 1945 celebró un desafortunado mano a mano con el
mexicano Arruza, en el que sólo pudo saludar una pálida ovación. Al día
siguiente se completó la terna con Pepín, y el genio de Córdoba despechó
enseguida a sus enemigos, por lo que recibió dos «clamorosas broncas». Fue
su despedida. Al año siguiente no toreó y después la historia no permitió que
volviera a pisar la tierra del vino.
El Pana, el torero de las suripantas
«Brindo por las damitas, damiselas, princesas, vagas, salinas, zurrapas, suripantas, vulpejas, las de tacón dorado y pico colorado, las putas, las buñis,
pues mitigaron mi sed y saciaron mi hambre y me dieron protección y abrigo
en sus pechos y en sus muslos, y acompañaron mi soledad. Que Dios las
bendiga por haber amado tanto». Con este increíble brindis prologó el diestro mexicano Rodolfo Rodríguez El Pana la que iba a ser la última faena de
su vida (enero de 2007) y que minutos después se iba a convertir -a sus 56
años- en la obra que le iba a lanzar a la fama tras cortar dos orejas y provocar
tal conmoción en su país que incluso el presidente de la República, Felipe
Calderón Hinojosa, le pidió disculpas por no haber asistido a la corrida y le
invitó a su residencia.
Rodolfo Rodríguez es un tipo peculiar que habla de sí mismo en tercera
persona cuando se refiere al torero: «El Pana es un ente espiritual de fe inagotable, que nace antes de las cuatro de la tarde, cuando comienza a vestirse
el terno de luces y termina su ciclo de vida, esa imagen torera, cuando se
quita el traje. Ahí es cuando regresa a su dimensión terrenal, y viene la cosa
humana, ésa en la que se pide perdón por los errores cometidos». Nació en
Apizaco (Tlaxcala) y fue panadero -de ahí lo de pana-, paracaidista en las
tientas, sepulturero e, incluso, vendedor de golosinas. Se hizo torero para
mitigar sus pesadumbres: «Y mire lo que son las cosas, yo vengo de una
época en la que uno quería ser matador para triunfar y comprarle una casa
a su madre; ahora los chavales tienen que vender la casa de su madre para
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
El maestro Esplá
fernando díaz
ser toreros». Y aunque logró gran fama de novillero y en las primeras temporadas como matador, pronto cayó en el ostracismo debido a su adicción al
alcohol. Eso sí, antes se tiró como espontáneo a La México para conseguir
una oportunidad. En 1978 y con casi treinta años, tumbó dos orejas a un
novillo y llenó el circo más grande del mundo (40.000 localidades) compitiendo con César Pastor. Tras tomar la alternativa, prodigó los insultos a los
toreros más importantes y sufrió el veto de las empresas. Ha pasado más de
nueve veces por la cárcel y un día que el presidente de Francia visitaba el
país azteca, se volvió a tirar de espontáneo al ruedo con un cartel en el que
se leía: ‘Chirac, ya párale, cabrón, con tus bombitas’. El empresario de la
plaza no lo contrató más. Sin embargo, el entonces rector del coso de Insurgentes, José Antonio González Chiolín, le propuso que emprendiera una
recuperación de sus adicciones y, si lo conseguía, le dejaría volver al ruedo
de México D.F. y tener una despedida digna. Y así fue. La curiosidad se
apoderó de los tendidos desde que apareció montado en calesa, fumando
un puro, sujetando otro, con la coleta natural y embutido en un terno rosa.
Todos los periódicos y noticieros se hicieron eco del triunfo y a partir de ese
momento empezaron a lloverle los contratos: «Espero estar a la altura de El
Pana», manifestó el genial Rodolfo Rodríguez.
Luis Francisco Esplá es un torero diferente, un hombre singular dentro del
erial en el que los tiempos actuales han convertido la fiesta. Decía el maestro
Joaquín Vidal en el prólogo de un libro de Parmeno, ‘Lo que confiesas los
toreros’ que quien se juega la vida gallardamente vestido de fulgurantes alamares debería ser un valor esencial e indiscutido con proyección galáctica,
aunque sólo fuera por su naturaleza. Pero la decadencia en que ha caído la
personalidad del torero es culpa del propio torero, que ignora la grandeza de
su oficio. Por eso Esplá es diferente, porque se sabe y se siente torero, porque
él mismo dice que lo importante es el toro, desvelar todos sus secretos y exponerlos correctamente con el fin de no desperdiciarlo.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Luis Francisco Esplá, Bambino, tal y como lo llaman en su casa, dejó los
toros en 2009. Treinta años en la profesión siendo el más peculiar de los
matadores dan para muchas historias, guerras, victorias y también derrotas, pero su alma de torero no encuentra parangón en todos los lomos del
Cossío, un libro que, a pesar de todo, nunca llevó bajo su montera, sólo la
cabeza, que no es poco.
«Creo que he llevado la posmodernidad a la fiesta y he sido también
un artista conceptual; he tratado de hacer inteligible a los aficionados el
toreo y me he afanado por explicar a la vista de todos los públicos por qué
se hacen las cosas a los toros», así relataba su concepto el maestro a mi
amigo el periodista bilbaíno Alfredo Casas en El Correo. Tras más de treinta
temporadas en activo decidió poner fin a su carrera profesional y, afortunadamente, se pudo despedir de la afición de Logroño en una sustitución y
casi de penalti. Y es que su última actuación en la capital databa de 1999 y
su último paseíllo en La Rioja lo realizó en la feria de Alfaro en 2008, tarde
que compartió cartel con Diego Urdiales y Luis Bolívar para despachar
una seria corrida de Baltasar Ibán. Sea como fuere, este singular matador
se ha convertido en un personaje más que llamativo dentro de lo rutinario
que los tiempos actuales han convertido la fiesta del toreo. Luis Francisco
Esplá es diferente, porque se sabe y se siente torero, porque él mismo dice
que lo importante es el toro y desvelar todos sus secretos para exponerlos
correctamente con el fin de no despreciarlo. Es más, Esplá mantiene que
el torero se convierte en una especie de médium dentro de un espectáculo
al que concibe como una relación triangular entre el propio espectador,
el toro y el torero. Hacer asequibles a los aficionados las actitudes y las
posibilidades del toro es para él la clave de este arte. Y va más allá, ya que
mantiene -para mayor pasmo del noventa por ciento del mundo del toreoque todo lo que sea eclipsar los valores del toro no sólo va en contra del
espectáculo, sino en detrimento incluso del propio torero, de la grandeza
de la fiesta. Una de las grandes cumbres de Luis Francisco Esplá se produjo en la apoteósica tarde del 1 de junio de 1982, cuando se convirtió
en uno de los indiscutibles protagonistas de la llamada corrida de siglo,
aquel inolvidable festejo que paralizó el país gracias al gran juego de los
astados de Victorino Martín y a la sensacional tarde que tuvieron Francisco
Ruiz Miguel, el soriano José Luis Palomar y el propio Esplá, quien estuvo
especialmente inspirado con unos detalles de torería que cautivaron a los
aficionados. La corrida levantó tantas pasiones que TVE se vio obligada a
repetirla de forma íntegra varios días después.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Y es que el currículo del maestro Esplá ante estos toros de procedencia
Albaserrada es sencillamente espectacular: se anunció 66 tardes con ellos,
lidió 126 astados con un palmarés de 36 orejas, un rabo, más dos vueltas
al ruedo y seis salidas por la puerta grande. Esplá, además, tuvo en la plaza
de Las Ventas uno de sus grandes feudos. De hecho, en la Monumental madrileña dejó tardes memorables, como aquella de 1999, en la que desorejó
por partida doble a un Victorino monumental que momentos antes había
mandado a la enfermería a El Califa.
A principios de temporada convocó a los medios en Madrid y anunció que
se iba de los toros y que 2009 sería su último año. Las Ventas se preparó en
la Feria del Aniversario para la despedida. Y casi como un milagro volvió a
demostrarse que el toreo es la fiesta más hermosa y conmovedora del universo. Por eso suceden cosas increíbles y cargadas de justicia poética como su
indescriptible despedida de la afición de Madrid. Luis Francisco Esplá se fusionó con un toro bravo de Victoriano del Río llamado Beato y entre los dos
consumaron la más bella conjunción del toreo. Esplá por abajo (y como casi
nunca) templando la nobleza, cosiendo con un hilo que no se ve la muleta
al morro, por abajo la despedida de cada lance; preciso en el embroque y
en la distancia. Esplá en torero y en artista entregado a sí mismo y roto por el
toreo. Porque el toreo bueno rompe, desgarra, destroza pero sin inquina; escuece porque llega al alma y el alma es el verdadero patrimonio del artista.
Considerado como torero de Madrid, Luis Francisco Esplá siempre ha mantenido una relación especial con Las Ventas. Contando la corrida memorable
de su despedida, ha realizado el paseíllo en la Monumental un total de 89
corridas de toros, la primera de ellas en 1977, cuando confirmó la alternativa
de manos de Curro Romero, otro maestro esencial para entender las razones
íntimas del toreo, de esta fiesta que ya no será nunca la misma con la retirada
de Esplá, que deja un claro mensaje: «Hay que tener un concepto del torero
como espectáculo global, no como episodios aislados e inconexos. Ser un
lidiador es descubrir el argumento de la lidia, como una línea vertebrada de
capítulos concatenados. La lidia de un toro bravo es como una novela que
tiene un inicio, un nudo y un desenlace, quien sea capaz de construir la novela de la lidia de manera argumentada y concatenada es un lidiador».
No quiero terminar estas ideas que voy desparramando sobre el maestro
Luis Francisco Esplá sin recordar un poema que le compuse tras la espantosa
cornada que recibió en Céret (Francia) y que estuvo a punto de costarle la
vida cuando ya se empezaba a atisbar el espigón de su retirada.
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Mito y niño a la vez
Esplá, con la cara marcada;
agitador de causas imposibles
herido por la muerte que ni a rozarte se atreve
desmadejado en un suelo francés
donde eres mito y niño a la vez
espuma y arena
Esplá granítico
Esplá imposible
Esplá impenetrable
Has surgido triunfal, redimido,
peregrino en un tiempoque no parece el tuyo
y has reaparecido en una mesa redonda
para filosofar con la herida fresca de la cicatriz cosida
Esplá, idolatrado por la intelectualidad, mito y niño a la vez
y por la gente misma que entiende tu lenguaje
Esplá que no vuelve la cara al toro porque...
Esplá es granítico, imposible, impenetrable.
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françois bruschet
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
El Juli, un símbolo
Una mirada casi triste
fernando díaz
He de decir que a Julián López El Juli le respeto profundamente por su torería. Hace un tiempo un buen aficionado de Zaragoza me dijo que se había
hecho un hombre y que ahora le faltaba alegría. Puede ser, pero desde la
primera vez que tuve la suerte de entrevistarle me dio la sensación de ser ya
un hombre, a pesar de que apenas frisaba los 16 años. Recuerdo tardes antológicas suyas, tardes como su despedida de novillero en Las Ventas, aquella
de Bilbao con los victorinos se jugó las femorales en una tarde sencillamente
memorable. Creo que es un gran torero y cuando aparece su nombre en un
cartel me afano al máximo por no perderme la corrida.
La primera vez que lo entrevisté fue en 1999, en marzo y en Calahorra, en los
albores de su primera temporada completa en España. He aquí lo que me dijo
mientras se comía una galleta en la habitación de un hotel de la bimilenaria
ciudad:
Julián López, El Juli para la afición del ancho mundo, tiene
una mirada casi triste que revolotea entre la habitación del
hotel y el rostro del cronista con una firmeza impropia de un
adolescente: «Estoy disfrutando de esta presión porque cuando
consigo un triunfo sé lo que cuesta y puedo valorarlo el doble».
Ha revolucionado el mundo del toro y en México sólo con
mentar su nombre se le considera como al más grande desde
la mismísima muerte de Manolete. «Aquello es increíble y la
gente me trata con un calor muy especial». Su última actuación
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
paul white
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
en la Plaza México -el coliseo taurino más grande del planetacolapsó la ciudad y fue el espectáculo más visto por la audiencia
azteca. Pero tras el oropel del matador que ayer abarrotó el coso
de Calahorra, hay casi un niño, aunque maduro y de primeras
poco dado a jovialidades innecesarias: «Los toros y la vida
tan vertiginosa que llevo me han hecho crecer mucho. Me
considero una persona normal, nada serio, lo que pasa es que
no es lo mismo un día como hoy, que tengo que torear y estoy
muy centrado». La denominada prensa rosa se interesa cada
vez más por la vida íntima de las figuras, si tienen novia, si se
casan, o si la novia o esposa sufre con la profesión: «Yo de lo
que vivo es del toro y todo se lo debo a él -afirma tajante-. Me
da igual lo que escriban de mí y no les presto la menor atención
a esas revistas». El Juli prefiere hablar de toros: «En la plaza me
gusta hacer lo que siento y he aprendido de muchos, aunque mi
fuente de inspiración soy yo mismo».
Opina que la situación de la fiesta es muy interesante porque
«hay un ramillete de toreros muy curtidos; aunque buenos
aficionados, de los que entienden, no quedan demasiados». Pero
en este mundo hay un guión clave que hace que el castillo de
naipes de la lidia tenga sentido: el toro. Para El Juli la situación
de la cabaña de bravo «no está mal y hay que acoplarse a sus
circunstancias». Compartirá muchos carteles como el de ayer,
arropado por dos figuras del toreo que en la mayor parte de las
ocasiones le doblan en edad. «Cuando los veo en el patio de
caballos me dan el mismo respeto que cualquier persona. Los
admiro, pero estoy delante del toro y no me acuerdo de ninguno
y salgo a ganarles la partida». Dicen los taurinos que Victoriano
Valencia, su apoderado, tiene sobre la mesa doscientos contratos
para su torero, que parece menos ambicioso y desea torear la
mitad, «que es el número ideal y que estoy convencido que
no van a poder conmigo». Las interrogantes sobre su futuro
no están claras: «No hemos decidido si voy a ir a Madrid o a
Logroño». El Juli conoce a la afición riojana y se siente muy
a gusto con ella, aunque también señala que son los toros de
Domecq con los que mejor se acopla. Muchos aficionados se
preguntan la razón por la que las figuras prefieren no vérselas
con ganaderías como los Victorinos o Cebada Gago: «Yo nunca
he dicho que no a Victorino, pero de lo de Cebada creo que una
cosa es el toro bravo y otra el que embiste a la muleta. Si me dan
la oportunidad no la voy a lidiar hasta el día que no vea que su
embestida vaya más con mi toreo».
Una virtud definitoria de El Juli es su panoplia de quites en los
que convierte el toreo de capa en una deslumbrante filigrana
que cautiva por su belleza e improvisación: «Esas suertes nacen
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
de repente, como el que escribe una canción; nace la idea y un
día vas, te plantas frente a un toro y surge».
Julián López también tiene su opinión sobre el afeitado: «Me
da igual que vaya a una corrida y esté o no esté afeitada,
prefiero ir concentrado en torear y triunfar. Nunca exijo a mi
apoderado que los toros estén afeitados, aunque tampoco le
digo que no. Son cosas en las que no me meto ni por hombría
ni por orgullo personal». Pero hay otro Juli, el aficionado al
flamenco, Camarón y a la música española. Lo de la lectura
lo lleva peor: «Ahora estoy inmerso en un libro de anécdotas
taurinas, pero me cuesta leer otros».
Hace once años España se paralizó frente al televisor para contemplar la
alternativa de un muchacho de 16 años. El suceso fue en Nimes, el toro de la
ceremonia se llamaba Endiosado y el protagonista de esta historia le hizo un
quite por lopecinas inaudito en el que el capote volaba como una serpentina ante sus belfos una y otra vez para culminar el lance en una especie de
chicuelina invertida. «¡Ooooh!; ¡ooooh!», exclamaba una y otra vez la afición francesa que abarrotaba el milenario anfiteatro romano de Nimes ante
el desparpajo de un muchacho que se convirtió en figura el mismo día de
su alternativa. Antes, se había despedido en Madrid como novillero en una
tarde en la que se encerró ante seis utreros y en la que había abierto la puerta
grande de la plaza más importante del mundo tras cortar dos orejas al novillo
Afanes, de Alcurrucén, lidiado en quinto lugar. En México había llenado -y
triunfado- varias veces en el coso más grande del mundo y cuando en España
no lo conocía casi nadie ya se había hecho rico en el gigantesco país azteca.
Ahora, con 26 años, vive una espléndida madurez tras haber realizado su
particular travesía del desierto: era el torero más esperado, ponía banderillas
y concebía la lidia como un auténtico espectáculo en el que no había ni un
segundo para la relajación. Sin embargo, dentro de sí habitaba un íntimo
afán: torear cada día mejor, rebuscar la lentitud y la perfección de sus lances.
Cuajó de tal manera su tauromaquia que desarrolló un despliegue técnico
proverbial. Sin embargo, una de sus cumbres llegó de manos de Cantapájaros, un toro de Victoriano del Río con el que en Las Ventas se pudo disfrutar
de algo nuevo del joven maestro: el toreo abandonado de El Juli.
437
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
La tarde de Cantapájaros
Aunque andando el tiempo he visto tardes colosales de El Juli en los ruedos,
ninguna como aquella de 2007 en Las Ventas con el fabuloso toro Cantapájaros de Victoriano del Río en la que le robaron con descaro la segunda
oreja:
Julián López El Juli hizo ayer el toreo en Madrid. Se dice que
lo hizo pero lo más acertado sería decir que lo sintió, que
lo palpó, que lo tanteó con las manos primero para después
exhalarlo con su alma completamente entregada. El Juli, que
muchas veces ha pasado por las ferias con una facilidad tal que
se ha restado importancia a cuanto hacía, ayer se olvidó por
momentos de su acendrada técnica y de su canónica frialdad ésa que tanto le cantan algunos partidarios obsesivos y pelmaspara romperse a torear, para espatarrarse en una impresionante
faena en la que con la palma de la mano llevó una y otra
vez al toro hasta más atrás de la cadera con un temple y con
una cadencia tal que hasta este bloguero, que lo vio por la
televisión, se sintió embargado por aquella belleza, por la
entrega de un torero que demostró que tiene alma, ¡coño!
(porque soberbia y amor propio siempre hemos sabido que le
sobraban); y que sacó ese duende gitano que parecía estar sólo
en manos de los elegidos (y es uno de ellos. ¿O no?). El Juli
templó tanto que la faena tuvo, incluso, tintes de delicadeza y
el toro, que demostró una entrega supina, se rompió a embestir
sin un solo titubeo. El animal fue bondadoso, tuvo tanto temple
como escasas energías, pero conviene recordar que el torero lo
vio desde el primer capotazo y que encomendó la lidia a José
Antonio Carretero, que lo llevó siempre con mimo impecable.
No le picaron por una razón: para que durara, ya que el primero
de la tarde, que sangró demasiado, se acabó muy pronto en la
fina muleta de Uceda Leal, quien por cierto también se apuntó
cadenciosos lances al natural y dos estocadas superiores. Y al
final de la faena, el torero despenó por arriba y la estocada
quedo pelín trasera. Hubo una grandiosa petición y el presidente
se hizo el longuis. Dirán lo que quieran -en muchos portales lo
insultarán, se pitorrearán de él- pero la verdad es que no sacó
por segunda vez el pañuelo porque era El Juli, sencillamente por
eso. Escribía Joaquín Vidal en una de sus memorables crónicas
que en el palco de la plaza de Valencia se sentaban Pompoff
y Teddy; unos días Pompoff y otros Teddy, naturalmente. Pues
en Madrid, igual: aunque también anotamos a Trini, Bonete y
Churimán... Si llega a ser Castella le dan el toro entero... Pero
438
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
es lo que tiene ser figura; es la dureza y la crueldad de llevar la
púrpura y el cetro del toreo cosido en los alamares: le miden
más que a nadie, a los toros los miran con lupa y sus cheques,
como contrapartida, serán los más copiosos del escalafón. Y
además, después el presidente mofado y pitorreado le regaló
la oreja del quinto. ¿Dónde metió más la pata?
Unos días después toreó en Haro e hizo confesiones en las que se alió con la
sinceridad: «Necesitaba esa puerta grande de Madrid, la necesitaba con todas
mis fuerzas. Pero ahora, con la visión que dan los días, con el reposo, no la
cambio por la faena que hice al toro de Victoriano del Río. Había un tiempo en
el que me acuciaban más los números, las estadísticas, que buscaba el triunfo
por encima de cualquier circunstancia. Ahora no; ahora lo que busco es el toreo, es el disfrutar cada momento de la profesión». Y El Juli dio una de las claves
de ese cambio y la dijo sin ambages: «Es el sentimiento, es romperse a torear».
Dos años más tarde, concretamente en la pasada Feria de Abril de Sevilla, El
Juli lo volvió a bordar con otro toro y otro presidente, del que me ahorraré el
nombre, porque le arrebató de la misma manera la oreja ganada en buena lid.
Sin embargo, el toreo del diestro de San Blas fue sencillamente memorable:
torería pura, profundidad, hondura y temple; ambición, técnica, poder, orgullo, camino de perfección, listeza, imaginación, talento, recursos, precisión en
los toques, colocación medida, lidia, sencillez, finura, lujo, variedad, personalidad, estética, inteligencia, seriedad, entrega, compás, largura, sinceridad,
belleza.
Todo esto y mucho más derrochó El Juli bajo la lluvia en esa imperial
Maestranza mojada, calada hasta los huesos, pero feliz de ver a un torero
en su máxima expresión; a un matador redondo y pleno que puso sobre
la balanza del escalafón su montera, su alma, su mismo ser para hacerme
llorar viéndole roto de tanto torear, de tanto temple, de consumar al fin uno
de los retos más formidables que ha vivido un torero en la historia de la
tauromaquia: inventarse y sacar de dentro casi otro torero desprendiéndose
de cualquier oropel o, por decirlo de otra forma, de la más mínima ligereza,
que pudiera empañar su talla de maestro inconfundible.
Aquí El Juli, la depuración exacta de su íntima alma; aquí un perfeccionista
sin locuras, un torero que sabe llorar haciendo llorar a los demás por su genuina decisión de limpiar cualquier aspereza, cualquier limadura que ose tapar
su osamenta, su arquitectura de complejas realidades y de diáfana torería.
Pero no me hizo llorar por su convencimiento, me hizo llorar por ese temple
439
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
aristotélico con el que fue dialogando con los dos toros del Ventorrillo a los que
desorejó, al noble y rítmico con el que le robaron desde el palco el segundo
trofeo, y al más bravo cuarto, con el que puso una pica en Flandes sin apenas
despeinarse y haciendo de cada muletazo una teoría del toreo, una tauromaquia. El usía le ninguneó la primera faena; pero ésta ya es historia de la tauromaquia; a su pesar y para nuestro jolgorio. Así se cuaja un toro de principio a
fin, con el capote, con la lidia mecida, con la muleta en una sinfonía de conocimiento y templanza, de hondura, de guante de seda y puño de acero. Bueno
el toro, sin ambages, sin exageraciones; bella y armoniosa también su estampa
y una carita limpia de toro astifino con verdadero corazón de casta noble.
Y surgió el toreo pero no por empecinamiento; surgió porque había llegado
su hora; era el momento, el día señaladito para consagrar a este Juli torero
como indiscutible maestro, como edecán del toreo, como guardián de todas
las llaves y conjuros. Y lloré, claro que lloré, y no me arrepiento de no haber
sido nunca julista, pero confieso casi en el estribo del sueño y al final del folio, que no hay torero como a mil leguas a la redonda. Aquí El Juli, acullá los
demás; y si quisiera el-que-yo-me-sé, y quisiera El Juli, también, en dos días
ponían bocabajo entre los dos el país entero: desde Sabadell hasta Oropesa,
desde Cangas a Palos, desde San Sebastián a Sebastopol y Pernambuco.
San Fermín (Smirnoff con limón, recuerdo que tomaba)
Cuando llega San Fermín me entra una especie de arrebato melancólico. Por
un lado me gustaría sumarme a la fiesta, enredarme en ella, dejarme caer en
el abismo de la Pamplona inundada de guiris y estrambotes, de pasmarotes
que recorren sus arterias como zombies, de los ridículos antitaurinos en cueros, de los borrokas made in Kortatu, de los pijos de la zona nacional de la
ciudad con sus inmaculados trajes blancos y el pañuelico anudado como si
una corbata fuera, impecable, sin una sola arruga, sin un lamparón. Cuando
llega San Fermín (esto es mejor que el sexo, que escribió José Antonio Iturri) se agolpan en mi mente amores viejos, borracheras inauditas, sudores,
espasmos, polvos casi olvidados y sueño, mucho sueño. En San Fermín se
siente una modorra apocalíptica, un sueño que quema de madrugada y que
la noche no disipa a pesar de las copas (Smirnoff con limón, recuerdo que
440
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
tomaba), de lo insoportable de los garitos y de las mesnadas de individuos/as
que decidían cada segundo hacer lo mismo que tú. No recuerdo los sitios
-digo sitios, no casas, pensiones ni hoteles- en los que he dormido en esa
Pamplona de mis mocedades. Portales, jardines, bancos, soportales, pasillos,
bares, terrazas, zaguanes, coches, corrales, bares, encrucijadas... Cualquier
sitio era bueno para echar un sueño. Incluso me he quedado dormido en
los toros viendo lancear a Niño de la Capea. Qué siesta más reconfortante,
qué babilla por la comisura. Y eso, a pesar del estruendo del sol, de las gilipolleces que se oyen en la sombra. Capea en el ruedo, el alcalde Alfredo
Jaime por allí, los del sol a lo suyo y yo dormido en el hombro de una señora
de Estella que era la primera vez que iba a los toros. Ah, recuerdo haberme quedado dormido, incluso, en los corrales del Gas esperando a no sé
qué desembarque. El camión en la puerta, los mayorales en aquel cuchitril
asqueroso en el que descansaban y yo allí, dormido al lado de un cura de
Abarzuza que le gustaban los toros y que bajaba siempre a Pamplona con un
misal en la mano. En fin, en Pamplona, a pesar de todo, se duerme muy bien.
Me imagino que las cosas no habrán cambiando mucho desde 1994, último
año que pisé su Monumental. Ahora hay otros toreros y otros mayorales. Los
bares seguirán igual de atestados y por las calles el orín y las discrepancias
seguirán fluyendo como siempre: lentamente pero con un ritmo inexorable.
Pero seguiré sin pisar Pamplona en San Fermín (de momento).
El rabo de la señora presidenta (*)
La concesión de un rabo en una plaza de primera categoría
como se supone que debiera ser la Monumental de Pamplona
es un acto singular, irrepetible y de unas dimensiones
desconcertantes. La concesión de un rabo como el que
otorgó María Teresa Moreno a Jesulín de Ubrique es un
hecho ridículo, lamentable y coloca al taurinismo de nuestra
ciudad en el ojo del huracán. Un rabo trapisondista fue.
Un rabo que tiene que ponerse en letras de luto en todas
las crónicas que tras la tarde de ayer sean redactadas con
ecuanimidad. Este rabo es la esencia del despropósito, de la
incompetencia y del querer quedar bien con tirios y troyanos.
Y por ser condescendiente se hace el ridículo, el tonto y
hasta el imbécil. Lo del palco de Pamplona no tiene nombre
posible: se permiten todas las ventajas del mundo, léase los
puyazos traseros, los monosabios que arrean interminables
varazos a los jacos cuando sujetan las embestidas de los
astados, la deficiente colocación de los picadores en la
441
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
plaza cuando se ejecutan los puyazos, etc. Así, infinitas
negaciones del buen orden de la lidia, que ayer tuvieron su
total culminación, la más desgraciada y la más onerosa que
una ciudad como Pamplona pueda recibir. Fue la apoteosis
del taurinismo ramplón, del que no respeta ni la integridad
del toro ni el derecho de todo aficionado a contemplar un
espectáculo íntegro. Fue su victoria, y a la vez la amargura
del hombre que quiere la fiesta, que desea que las cosas se
hagan con despaciosidad. Y han vencido desgraciadamente
han sentado sus reales en una plaza en la que el toro era el
máximo protagonista. Los taurinos convencerán a las figuras
para que vengan a la Feria del Toro, paseen su palmito por La
Monumental y se lleven las 40.000 orejas que caben en el
coso, sin contar con las de los toros.
Una pena, pero es necesario que se
replantee el funcionamiento del cotarro
de la presidencia de la feria de una vez.
Se conceden orejas sin criterio, se impide
que se vea la suerte de varas con pureza.
Permite que se pique trasero, que sucedan
cosas en los corrales como los trasiegos que
se vivieron el día de los pablorromeros y
demás desmanes que colocan a Pamplona
a la altura de plazas de talanqueras. En fin,
ya nada importa. La feria se ha terminado
con una corona negra, en forma de rabo,
regaló la señora presidenta y todo el palco
al completo a la concepción más ventajista
y vulgar del arte del toreo. Menos mal que
nos queda la fragancia del sublime toreo de Emilio Muñoz. Yo,
cuando el espigado ubriqueño recetaba toda su colección de
mantazos, arrimones y demás floripondios de su repertorio,
cerraba los ojos y me dedicaba a recordar los sabios naturales del
trianero. Se lo juro: no había color. La muleta del diestro nacido
en la calle Pureza parecía una leve hoja de laurel comparada
con el telón del Teatro Gayarre que había pedido Jesulín para
su apoteosis. Me quedo con Muñoz, con Mora y con el nombre
de esos toreros que hacen las cosas con autenticidad y que
caben sus nombres en el envés de un billete de metro. Y no
sólo es una cuestión estética, es una cuestión de principios. Así
de claro. Una cuestión que o se pone con letras negritas o se
acabará con la fiesta en su integridad.
Los aficionados están de luto, y si se me apura, hasta de mala
leche. La corrida de ayer fue un despropósito de principio a
fin, una tarde triunfalista que se pagará cara. Seis toros sin
442
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
trapío suficiente para Pamplona que propiciaron gracias a su
descastamiento y su borreguez una tarde inolvidable para los
taurinos apócrifos pero de recuerdo desgraciado para los que
aman la feria de Pamplona y lo que debe ser la lidia de un toro
bravo. O los taurinos se plantean sus desvaídas aficiones o no
hay nada que hacer. El rabo que concedió la señora presidenta
ha sellado con una losa de granito el rito del toreo, de la afición
y de todos aquellos que sienten con nobleza la fiesta. Ya falta
menos para el próximo rabo.
(*) Este artículo fue publicado en Diario de Noticias el viernes 15 de julio de 1994 en la
página 43. Ese mismo día, Alfredo Jaime, a la sazón alcalde por UPN del Ayuntamiento
de Pamplona, llamó a Fernando Múgica, director de citado medio, y le exigió que el autor
de dicho artículo fuera desvinculado del periódico inmediatamente, cuestión a la que
Fernando Múgica accedió sin contemplaciones. Al autor del artículo se le impidió subir a
la redacción y el director de Diario de Noticias, ahora enrolado en El Mundo y firmante de
los ‘Agujeros Negros del 11-M’, no accedió a recibir al redactor fumigado, que tuvo que
rehacer su vida en otro lugar. Por cierto, María Teresa Moreno, concejala por UPN, siguió
presidiendo corridas de toros en Pamplona hasta que hace unos años desgraciadamente
falleció en un accidente de tráfico.
Javier Villán rescató esta historia de forma magistral en una crónica de los
Sanfermines de 2006 en el diario El Mundo, titulada ‘Miuras procelosos y
relojes parados’: «Doña Teresa Moreno es así de pródiga y yo la felicito, porque en un mundo tan cabrón e insolidario como el que nos ha tocado vivir,
ejerza de liberal y dadivosa. Hace algunos años le regaló un rabo a Jesulín de
Ubrique, que ya son ganas de regalar: caiga el oprobio sobre aquella nefasta
decisión. Lo digo, sobre todo, porque en el periódico Noticias, Carlos Polite,
Jaúregui y Pablo García Mancha la pusieron a caldo y se les cayó el poco
pelo que ya por entonces tenían: fueron fulminados y arrojados a las tinieblas exteriores. Jaúregui y Polite volvieron a recobrar tribuna y magisterio y
Pablo García-Mancha se quedó en Logroño como corresponsal taurino de El
País, muy próximo a la escuela del difunto Joaquín Vidal. O sea, que no hay
mal que por bien no venga, aunque sea preferible que doña Teresa Moreno
diese los avisos a su tiempo y no volviera a incurrir en el delito de rabo, cosa
que no parece probable».
Años después de este episodio, la ‘Enciclopedia Taurina Los Toros’, popularmente conocida como el ‘Cossio’, seleccionó este artículo en una recopilación de las mejores crónicas taurinas publicadas desde 1981 a 2007.
Y como un curioso retruécano del destino, el propio Diario de Noticias de
443
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Pamplona publicó una página el 18 de noviembre recogiendo el hecho y
contando gran parte -no toda- de lo que sucedió. He aquí:
'El Cossío' incluye en su antología 1981-2007
un artículo de Diario de Noticias
El texto de Pablo Garía-Mancha critica el rabo concedido a
Jesulín el 14 de julio de 1994
La última edición de la enciclopedia sobre tauromaquia contiene 10
volúmenes con las mejores crónicas de la historia.
pamplona.
La ultimísima edición del Cossío, enciclopedia
exhaustiva de todo lo relacionado con la tauromaquia, ya está
en la calle con sus nuevos 30 volúmenes actualizados hasta
el presente 2007, en lo que constituye una obra magna, de
referencia ineludible para todos los profesionales de la fiesta
y de consulta muy recomendable para cualquier aficionado.
En el último de esos 30 volúmenes, que salió a los kioskos el
pasado 4 de noviembre, se incluye entre los mejores artículos
periodísticos del periodo 1981-2007 una crítica taurina
aparecida en Diario de Noticias el 15 de julio de 1994. Firmada
por el periodista Pablo García Mancha, opinaba con dureza
sobre el rabo concedido a Jesulín de Ubrique en la última tarde
sanferminera.
El episodio, un rabo que trajo cola
Cortar un rabo en una plaza de toros siempre es un hecho
singular: este trofeo significa casi, casi, acercarse a la
perfección taurómaca en todos los tercios y eso requiere, de
manera implícita, que el toro sea un animal de calibre. Al
típico toro artista y tontorrón nunca se le debería cortar el rabo.
Si esto es así en una plaza normal, se multiplica notablemente
en plazas de espíritu torista, y Pamplona es una de ellas o la
más importante. Aquí cada vez que la presidencia otorga un
rabo es objeto de discusión en todo el orbe taurino. Siempre
se debate sobre esa concesión acaloradamente, y rara es la
ocasión en la que hay un acuerdo amplio. En el caso del rabo
que Teresa Moreno, concejala de UPN entonces y ahora,
concedió a Jesulín de Ubrique en los Sanfermines de 1994
hubo un acuerdo casi aplastante: la concesión de aquel trofeo
fue una vergüenza porque el de Ubrique, con una orejilla,
iba hasta demasiado bien servido. Pero la presidencia se dejó
contagiar del espíritu verbenero de la solanera en tarde de
despedida, del salero de un torero joven y guapo que llevaba
entonces una temporada penosa que, gracias a la señora
Moreno, remontó y de los efluvios de una juerga general que
llevó, incluso, a una pareja joven con un bebé a saltar al ruedo
con el toro recién despenado para fotografiarse con el héroe
444
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
mediático y revolucionario. En los últimos 40 años apenas se
han concedido cinco rabos en la Monumental de Pamplona.
Curiosamente, tres de ellos se entregaron en el último toro
de la última corrida de la Feria. Por algo será. Es como si el
presidente de turno se quisiese conceder un homenaje a sí
mismo despidiendo la fiesta y el ciclo taurino en plan campeón.
Pasó esto con el rabo que cortó Antonio José Galán a un toro
de Miura el 14 de julio de 1973 (arropado por cuatro orejas),
con el lamentable de Jesulín frente a un toro de Osborne el 14
de julio de 1994, y con el no menos lamentable de Antonio
Ferrera frente a un toro artista de Victorino Martín (que había
enviado un encierro impresentable) el 14 de julio de 2006.
Los tres eran el sexto de la tarde. El de Galán, eso sí, no sólo
no fue discutido, sino que hubo aclamación general en favor
del malogrado diestro. Los otros dos rabos que faltan en este
recuento fueron conseguidos por Antonio Ordóñez en 1968
y por Pablo Hermoso de Mendoza en la despedida del mítico
Cagancho, el 6 de julio de 2002. La pamplonesa Feria del Toro
tiene tantas singularidades que impresiona. Una de ellas es que
la prensa local escribe, mucho y bien, de lo que acontece en
cada tarde en la Monumental. Probablemente no haya ninguna
otra ciudad en el planeta taurino en el que se hace tanta crítica
(y crónica) y de tanta calidad. Un suceso como la concesión
de un rabo no puede pasar desapercibido. Y si esa concesión
no se sostiene, las plumas se afilan de modo notable. Y eso
es lo que pasó aquel 14 de julio de 1994 después de que
Jesulín engatusase a la presidencia de manera chabacana,
y ésta cayese en su celada de modo incomprensible. Las
plumas se afilaron y toda la prensa especializada era, al día
siguiente, un clamor. La local y la nacional. Este periódico,
como es habitual, publicó numerosas crónicas, redactadas
con mayor o menor fortuna. Todas ellas coincidían en que
la actuación de Tere Moreno, curiosamente procedente de
familia de ganaderos de bravo, había sido lamentable. Una,
sólo una de todas aquellas opiniones, ha merecido los honores
de ser incluida, ya para los restos, en el Cossío, que viene a
ser como la Biblia del mundo de los toros. La firmaba Pablo
García Mancha, en aquellos momentos crítico taurino de este
periódico, y se titulaba ‘El rabo de la señora presidenta’. Ahora
forma parte de una antología de la crítica taurina de los últimos
años, seleccionada de modo riguroso.
445
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
justo rodríguez
justo rodríguez
446
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
A veces la vieja Manzanera regresa a mi memoria
No me preguntéis las razones porque no las sé. El caso es que en ocasiones
me pongo más sentimental que de ordinario y me da por acordarme de la
vieja Manzanera; quizás sea porque hace unos días pasé muy cerca de donde se levantaba y vi una de esas moles arquitectónicas (muy redonda ella) a
las que tanto nos han acostumbrado en las ciudades multiplicadas hasta el
infinito y que brotan como setas. Y me dio pena. En esta plaza pasó de todo
y era singularmente bonita. No sé si llegaba a bella pero para mí era toda una
reina, con su puerta grande inspirada en la Puerta del Sol de Toledo, con su
trazo mudéjar, con su cemento armado, con su alma torera.
Exactamente 87 años después de que el arquitecto riojano Fermín Álamo
viera cómo Joselito y Belmonte hacían el paseíllo inaugural de la plaza que
acababa de construir, una enorme pala excavadora empezó a convertir en
memoria el viejo coso de Logroño, popularmente conocido como La Manzanera. Esta coqueta vasija arquitectónica fue sufragada por una sociedad
anónima logroñesa a mediados de 1915, después de quemarse el anterior
recinto. Tras sólo 104 días de obra, el nuevo inmueble se levantó flamante y
neomudéjar como un auténtico templo donde se iba a consumar buena parte de la intrahistoria de la ciudad de Logroño, y no sólo en el aspecto taurino,
ya que sus ahora desaparecidos graderíos vivieron con singular intensidad
los multitudinarios mítines de la transición y los conciertos reivindicativos de
la autonomía riojana. Además, de su parte más oscura, todavía se recuerda
su utilización durante la Guerra Civil como campo de prisioneros por parte
del ejército franquista. María Inmaculada Cerrillo, en su libro ‘Tradición y
modernidad en la arquitectura de Fermín Álamo’, describe este recinto como
«un anillo formado por planta baja y piso, del que sobresale un rectángulo
correspondiente al cuerpo de entrada, formado por dos torreones que albergan la puerta principal, concebida a modo de arco triunfal. El planteamiento
de esta fachada recuerda a la Puerta del Sol de Toledo, obra mudéjar muy
significativa». La novedad técnica que presentó esta plaza de toros fue la
pionera utilización del cemento armado en España para lograr, según indicaba el propio Fermín Álamo en la memoria del proyecto, que «los tendidos
vengan sostenidos por pilares de hormigón armado en dos órdenes concéntricos y un muro circular que es el de contrabarrera. Sobre estos pilares, y
sobre este muro, se apoyan jácenas de hormigón con la pendiente necesaria
que sirve de apoyo a las graderías y al tendido». La plaza tenía un aforo de
casi 10.000 espectadores, con la singularidad de que las localidades de som-
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Entrevista a Chopera, a Don Manuel
juan marín
bra eran cinco centímetros más amplias que las de sol. A finales de 1999, la
empresa del fallecido empresario donostiarra Manuel Martínez Flamarique
Chopera, que venía gestionando el coso desde mediados del pasado siglo,
compró la totalidad de las acciones de La Manzanera y firmó un convenio
urbanístico con el Ayuntamiento de Logroño, con el fin de recalificar el solar
y construir viviendas en el mismo. A cambio, el consistorio logroñés cedió
unos terrenos muy cercanos, donde la empresa de Chopera construyó la
nueva plaza cubierta. No fueron muchas las voces que se escucharon en la
ciudad cuestionando el derribo de La Manzanera teniendo en cuenta que la
obra de Fermín Álamo resultaba clave para entender el entramado arquitectónico de Logroño. Sin embargo, como recuerdo al espacio que desaparecía,
el nuevo edificio de 243 viviendas se ordenó en torno a una plaza circular
ajardinada que lleva el nombre de Manuel Martínez Flamarique Chopera,
en honor al empresario y en homenaje a la vieja plaza de toros, dondé eché
los dientes fascinado por el toreo y donde un día vi a Curro Vázquez dictar
una media verónica.
Y hablando de Manuel Martínez Flamarique, Chopera, traigo a este libro
una entrevista que tuve el honor de hacerle en su despacho mítico de San
Sebastián en 1999, al día siguiente de la encerrona que protagonizó El Juli
como novillero en Las Ventas antes de tomar la alternativa en Nimes en una
corrida sencillamente inolvidable.
Quedé con Don Manuel en un hotel de San Sebastián. Se presentó solo y
me encontró leyendo la crónica de Joaquín Vidal en El País de la memorable
tarde del diestro de San Blas. Me convidó al café y amablemente me invitó
a montarme con él en un pequeño utilitario para llegar a sus oficinas. Recuerdo con cariño aquel trayecto por la Bella Easo. En la oficina del padre
esperaban Pablo y Óscar, que estaban a punto de tomar el timón de la casa
Chopera pero que no abrieron la boca ni una sola vez mientras hice la entrevista. He aquí el resultado:
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
- ¿Cómo comenzó su familia a gestionar artísticamente la
plaza de toros de Logroño?
- La sociedad que se encargaba de organizar las corridas y
festejos taurinos que se celebraban en Logroño debía de tener
problemas económicos y en la temporada de 1949 decidieron
llamar a mi padre, Pablo Martínez Elizondo, para que se hiciera
cargo de su gestión, dado que organizaba corridas en varias
ciudades de nuestro entorno.
- La tradición empresarial de su familia viene de largo...
- Sí. Mi padre, que era de Tolosa, empezó a hacer sus primeros
pinitos arrendándole la plaza al que era empresario de San
Sebastián en aquellos años -Pagés- para dar corridas fuera de
temporada. Además, tenía el servicio de caballos de picar de
Pamplona, Bilbao y San Sebastián. Después de la Guerra Civil
comenzó a organizar corridas en Vitoria, Bayona y Mont de
Marsan.
- ¿Cuándo comenzó usted a gestionar directamente el coso?
- Bueno, mi padre quería que estudiase una carrera, y durante
todos aquellos años yo tuve poca relación directa con el
negocio taurino. Cuando terminé la carrera de Químicas
empecé a conocer la profesión. Yo diría que fue al final de la
década de los cincuenta el momento en que entré de lleno en
este trabajo.
- ¿Y cómo era el público de Logroño en aquellos años?
- Quizás era una gente con menos exigencias toristas que en
estos tiempos. Creo que ha sido la última época de esta plaza
la más difícil que hemos tenido como empresarios.
- ¿Es el torismo una moda de los últimos años en la
Manzanera?
- No, desde que la cogimos nosotros era torista, lo que sucede
es que desde los años ochenta subió la exigencia en cuanto a
presentación. Ahora bien, el comportamiento del público en
general no ha cambiado sustancialmente.
- ¿Quizás han cambiado más los toreros?
- Bastante más. A los matadores de ahora les cuesta muchísimo
anunciarse en una plaza como ésta, con el toro que sale en
Logroño y en las fechas en las que se celebran las corridas.
Antes, no sé la razón, esto no pasaba.
- ¿Y de aquellos toreros tendrá muchos grabados por sus
faenas en Logroño?
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
- Me es muy difícil nombrar alguno, ahí están los Ordóñez,
Camino y tantos otros. Pero sí recuerdo una faena de Luis
Miguel Dominguín en una tarde que llovía a mares.
- ¿Habrá vivido momentos difíciles en Logroño?
- He pasado muy malas tardes en Logroño, y siempre han
estado relacionadas con lo que más me ha preocupado de los
toros, la falta de fuerzas. Me duele y me pone nerviosísimo
que un toro claudique y se vaya al suelo. Lo más duro como
empresario es que el toro se caiga.
- ¿Qué es lo que define a la casa Chopera como empresa?
- La seriedad, sin duda. Tanto en la organización del espectáculo
como en su propia defensa para que no haya fraude.
- Usted con su aspecto físico, su altura, su voz profunda y con
todo el poder que tiene impone mucho respeto en el mundo
taurino, ¿Es usted tan serio?
- Bueno, yo soy serio cuando hay que serlo. Pero tengo muchos
amigos y me encanta disfrutar y reírme con ellos. Creo que
he sido justo con las personas y puedo decir que tengo muy
buenas relaciones con muchos profesionales. En cuanto a la
seriedad empresarial es una virtud que recogí de mi padre y
que se la he legado a mis hijos.
- ¿No cree que los empresarios taurinos de hoy en día son más
mercantilistas?
- Es verdad que antes había más bohemia; ahora todo está
mucho más sistematizado. Por ejemplo, se decía que con
dar la mano se llegaba a un acuerdo, que era sagrado y
que se respetaba. Ahora eso es igual. Antes también había
sinvergüenzas y honrados.
- ¿Y el toro, Don Manuel, ha cambiado mucho?
- Ha evolucionado y se ha conseguido más nobleza para que
las faenas sean perfeccionistas. Sin embargo, el toro ha perdido
mucho carácter. El toro de mi época tenía más movilidad,
aunque algunas veces se caía.
- Y vaya baraja de matadores.
- Fíjese, Ordóñez, Jaime Ostos, Girón, y me olvido de
tantos...
- ¿Es difícil que el toro vuelva por donde solía?
- Muy complicado, aunque me consta el esfuerzo que están
realizando muchos ganaderos.
- ¿Cómo definiría al aficionado de Logroño?
- Exigente.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
- ¿Y al toro de Logroño?
- Ejemplares con trapío, que no sacados fuera de tipo.
- ¿Cómo ha sido su relación con los presidentes?
- Digamos que normal.
- ¿Y con los veterinarios?
- A veces han surgido discrepancias duras, muy duras. Pero el
trato siempre ha sido cordial.
- Desde los tiempos de César Jalón Clarito, en La Rioja ha
habido muchos críticos taurinos. ¿Qué tal se ha llevado con
ellos?
- Je, je... Me han parecido todos muy bien, yo ya me
entiendo.
- ¿Qué le parece lo de su homenaje?
- Un poco fuerte. Agradezco el detalle a todo el mundo por el
cariño que me dan.
- ¿Va a hacer algo especial para la feria con motivo de los 50
años?
- Ya veremos a ver. No lo sé porque no hemos tratado el tema
y queda tiempo hasta septiembre.
El ambigú es cariño (una vieja historia de La Manzanera)
El ambigú es una historia de cariño que se remonta entre las generaciones
que han disfrutado de los toros en nuestra ciudad. Nadie duda de que fue
uno de los puntos claves del coso de La Manzanera y el centro neurálgico de
los mentideros taurinos de los Sanmateos, sobre todo por las mañanas y tras
el apartado, cuando las tertulias afloran, entre sabrosos pinchos y deliciosos
caldos riojanos, para hacer y deshacer cábalas sobre este torero o aquel picador que hace la carioca...
Su propio nombre -ambigú- lo hace de por sí atractivo, como si estuviera
cargado de viejas referencias coloniales, al igual que las tiendas de ultramarinos y las estampas en blanco y negro de una España de posguerra que se
afanaba en sacar la cabeza de la tristeza.
- ¡Gaseoooosas y cerveeezas, a una veinticinco, tengo!
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
«Aquellos eran otros tiempos y otras ilusiones», dice Jesús Fernández, hijo
de Jesús El Cojo, fundador del ambigú, hermano del fallecido Kulín, que lo
llevó hasta su muerte y tío de Miguelín, actual continuador de esta dinastía
y enorme aficionado, que como si fuera una auténtica estirpe de lidiadores,
ama y se entrega en cuerpo y alma con este espacio de sosiego y comunicación en el trasiego de la plaza, cuando allí siempre hierven las prisas para
coger el correspondiente escaño en el tendido o el afán «por salir en las fotos
de la página de Gastón».
Y buceando en la etimología, se observa que ambigú viene de ambiguo:
«Lugar donde se sirven comidas frías y calientes». Pero como casi siempre,
es María Moliner la que nos acerca a la referencia más certera: «Local para
tomar refacción ligera en estaciones de ferrocarriles y otros sitios». «Y qué
mejor sitio para reconstituirse en pleno ajetreo festivo que la plaza de toros»,
apunta Jesús Fernández cuando toma la palabra para acercar la historia de
tan entrañable lugar: «Hace más de 40 años mi padre, Jesús El Cojo, que tenía
muy mal genio pero que era muy buena persona, y gracias al Consejo de Administración de la plaza, puso en marcha el ambigú. Claro, en aquellos tiempos no había barra, ni refrigeradores, era algo mucho más humilde que ahora
y se servían gaseosas y cervezas. Además había unos doce vendedores por
los tendidos y en la meseta de toriles también se vendían más refrigerios».
- ¡Gaseoooosas y cerveeezas, a una veinticinco, tengo!
Y Jesús El Cojo se puso de acuerdo con Pablo Martínez, Chopera, padre de
Manuel y abuelo de Óscar y Pablo, y gracias a los pactos de caballeros que
firmaban todos los años, establecieron un acuerdo que se ha trasladado de
generación en generación como un tesoro de convivencia. Pero como dice
el hijo del Cojo, Jesús, la verdadera aglutinadora era su madre, Consuelo,
una cocinera extraordinaria que marcó el punto de inflexión: «Gracias a sus
guisos se labró el ambigú una excelente nómina de amigos como Pepe Maguregui, Marcos Rezola y tantos otros logroñeses de aquellas épocas». Por
la ‘biblioteca’, que así se denomina a una especie de comedor con aires de
rebotica sito en las trasera del bar, han pasado todos o casi todos los taurinos
que en la fiesta han sido, como El Pipo, que no pagaba nunca... Saltamos
una generación y llegó Miguel Fernández, «que como era muy grande le
llamaban Herculín y al final y para abreviar, se quedó en Culín».
Miguel estaba unido por edad a Manolo Chopera. Los dos cogieron el testigo
de sus progenitores y continuaron la colaboración hasta la muerte, hace pocos
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
años, de Miguel. Es ahora su hijo, Miguelín, el que continúa con el ambigú,
además de llevar la plaza de toros de Bilbao y los bares de Las Gaunas.
Jesús, el tío de Miguel, repasa con sosiego todas las imágenes que le revolotean por la memoria: «Me acuerdo mucho de cuando salió la Coca Cola;
aquello fue una verdadera revolución, nadie sabía lo que era y pensaban que
estaban bebiendo zarzaparrillas... Con ella se pasó de los baldes de agua a
los frigoríficos. En aquellos tiempos hay que darse cuenta que hasta el hielo
era un verdadero lujo al alcance de muy pocos...».
- ¡Gaseoooosas y cerveeezas, a una veinticinco, tengo!
Pero también conviene dejar las cosas claras. «Que a nadie se le ocurra pensar otra cosa. La bebida más taurina es el vino de Rioja, de eso no hay duda»,
advierte. Sobre la cocina del ambigú: «¡Ojo, que esto no es una casa de comidas!, -avisa Jesús- lo que prima es la exquisita cocina riojana hecha de manera
tradicional con los mejores productos». En el ambigú comen los miembros
de la empresa de la plaza. Eso sí, los pinchos del apartado son para todo el
mundo, como los Sanmateos, como las medias verónicas de Antoñete.
Con Sergio Domínguez en su finca
Había un montón de toreros mecidos por un sol de invierno espeso y frío, un
sol que acaricia, que resbala por la frente y que se confunde con el suspiro
leve de la peña Isasa. Estábamos en Calahorra, en la finca de Sergio Domínguez, rodeados de caballos y potros, de un novillo tosco y huesudo que se
alimentó hace unos años a biberón; también hay vaquitas pastueñas que se
mezclan incoloras con yegüas de todas las edades y de pelajes caramelo tostado, bayo e incluso café con leche. Es la finca de Sergio Domínguez, donde
habitan sus caballos y el toreo siempre tiene espacio en cada conversación.
En los amplios burladeros se apilan las muletas y las banderillas simuladas,
palos desnudos, sin papelillos y con un pequeño pinchito tan inocente que
me recuerda a los alfileres con los que cosen los vestidos los mozos de espadas. Suena el teléfono, llaman a Chomin, es una figura, no viene al caso
su nombre, que le pregunta por tal caballo. Sí hombre, aquel con el que
menganito armó un taco en Zaragoza hace unos años y casi se sube a las
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
justo rodríguez
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Aquella luminosa tarde de Joselito
juan marín
barbas de Pablo. Alto ahí. Primero, Pablo no tiene barbas y aunque las tuviera, se antoja empresa imposible para cualquiera. Era por la tarde, una vaquita recogida y noble esperaba su turno en el corralón amplio de la plaza.
Se dice corralón pero parece una antesala, con comedero y todo. Aparece
en el ruedo y le da por colarse en los burladeros. Sale Javier Gil y la fija con
enorme suavidad, con el capotillo tomado con una mano y recogido por el
envés con la otra, con la que no torea. La vaca corretea, embiste juguetona y
sin malicia, pero con ese punto inocente que desprende la bravura boyante.
Y aparece Sergio, con su nuevo caballo, uno que tiene nombre de río, que
muere en el mar Atlántico y que juguetea en cuatro sílabas que suenan y
huelen, que repuntan y se desvanecen en una consonante a veces imprevisible. Y empieza a dar vueltas y cuando menos te lo esperas, el equino parece
hincharse, ahueca el cuello, levanta las orejas y se pone guapo y farruco. Le
hace diabluras a la vaquita perezosa que no sabe cómo no puede alcanzar
a aquel carrusel tintado: dos pistas y le ofrece el pecho, después la grupa y
cuando menos se lo espera le ha clavado -metafóricamente- una banderilla
de invierno dúctil en su lomo de hiedra.
Fue en 1996. La tarde en la que Joselito cortó seis orejas en Las Ventas en
una encerrona histórica en la que hizo el toreo total con el capote y la muleta. Seis orejas, seis. Éste fue el increíble balance numérico de la corrida
del Dos de Mayo en Las Ventas, en la que José Miguel Arroyo Delgado,
Joselito, puso a sus pies el toreo entero tras una tarde absolutamente genial
en la que redibujó una tauromaquia de ribetes desconocidos hasta entonces
en un solo matador. Escribió Javier Villán que «su verdad y su tauromaquia
están ya dilucidadas. Y su hermosa imaginería con el capote; y su sentido
del rito y la ceremonia. Y la matemática de los terrenos. Y su valor seco sin
aspavientos ni gestualismos. Hoy por hoy, Joselito es el rey de la torería». Y
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
justo rodríguez
es que a mediados de los años noventa el joven madrileño no tenía rival en
el escalafón. Había tomado la alternativa en Málaga el 20 de abril de 1986 y
sabía que un mes después tenía su confirmación de alternativa en Las Ventas.
(El 11 de mayo de ese mismo año toreó su tercera corrida como matador
de toros y fue en Santo Domingo de la Calzada, plaza en la que cortó dos
orejas y compartió cartel con Dámaso González y Juan Mora frente a reses
de Mercedes Pérez-Tabernero y El Sierro). Tras la gravísima cornada que le
infirió en el cuello un torazo de 700 kilos en Madrid y después de enfrentarse con los principales poderes del toreo y superar la muerte en el ruedo
de uno de sus banderilleros, obtuvo un gran triunfo en San Isidro ante el
mismísimo Espartaco, líder en aquellos años del escalafón. Sin embargo,
1992 fue el año de su consagración definitiva, justo un año antes de la
corrida de Beneficencia en Madrid, en la que
cortó dos orejas tras despachar seis astados de
forma desinteresada tras un sueño que había
tenido en Cali (Colombia).
El mismo torero relató que, mientras en su
memoria se repetían los olés vividos en la plaza
de Cañaveralejo y notaba los huesos molidos,
sintió dentro de sí la necesidad de encerrarse
con seis toros gratis en Madrid. Joselito se había
instalado en la cima y su nombre se unía al de
la leyenda por su rebeldía ante los poderes fácticos de la fiesta, por su acusada personalidad
y porque toreaba como los ángeles. En aquella
tarde dio una dimensión increíble con el capote, vertebrada por una variedad de lances que no se ha vuelto a revivir: largas, medias, navarras, tafalleras, brionesas, crinolinas y revoleras. Y con la muleta, fajándose con los
toros, midiendo las distancias, templando y mandando. Y como remate, la
espadas: seis orejas en Las Ventas. Nadie lo ha superado y se antoja casi imposible que vuelva a suceder. Al acabar la corrida, desde la habitación 505
del Hotel Tryp Victoria de Madrid, recordaba lo que había sentido. «Ha sido
tremendo. Cuando me sacaban a hombros... sobre todo el jaleo que se ha
montado... pero creo que me queda mucho por ofrecer», dijo.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Joselito no afeita pero saca punta a los toros
«Los veterinarios y el presidente de la corrida me han engañado», así de rotundo se mostraba José Miguel Arroyo Delgado, Joselito, en referencia a los dos
toros de su ganadería lidiados en la cuarta corrida de la feria de San Mateo de
2006 que fueron enviados a analizar por presunta manipulación fraudulenta
de sus astas. El matador de toros, que había venido a esta feria como ganadero,
explicaba las razones por las que sentía engañado por la autoridad de la plaza
de La Ribera: «Antes de celebrarse la corrida nos dijeron que iban a enviar dos
toros a analizar. Entonces, nosotros contestamos que en ese caso retirábamos
la corrida entera. Nos dijeron que no. Y después los mandaron a analizar. Pero
yo lo único que les tengo que decir es que hagan lo que quieran».
Unos meses después, y tras confirmarse la sanción por el afeitado de ambos cornúpetas, Óscar Chopera, empresario de la plaza de toros de Logroño
dijo en el programa ‘Sol y Sombra’ de Punto Radio La Rioja que los dos toros
de la ganadería de Joselito sancionados estaban limpiados, no afeitados: «El
problema es el sistema y la presunción de inocencia. Yo hablé con el ganadero y me dijo que estaban limpiados; es decir que no estaban manipulados
en el sentido de afeitados sino arreglados como se hace en todas las ferias
de España, incluidas Madrid, Sevilla o Bilbao. Hay que tener en cuenta que
se limpian por el gran coste que tiene un toro de lidia y por el hecho de que
tener una astilla en un cuerno no signifique que se pierda todo el esfuerzo
que supone criarlos durante más de cuatro años». Óscar Chopera relató también cómo se sucedieron los acontecimientos antes de la corrida: «Tras el
reconocimiento, hablé primero con el mayoral y después con el ganadero
y me dijeron que se habían limpiado ambos astados. Yo les presioné para
que salieran los dos toros porque quería que se lidiara la corrida completa y
ellos, en un gesto de honradez y admitiendo que sólo los habían limpiado,
decidieron ir hacia adelante. Creo que esto demuestra que si hubieran creído que habían realizado un acto ilegal hubieran retirado los toros. Lo que yo
creo es que el ganadero pensó que limpiar una astilla estaba permitido».
Parecía que todo iba a quedar ahí, pero tres años después Óscar Chopera
volvió a contratar la divisa de José Miguel Arroyo y Enrique Martín Arranz.
Y volvió de nuevo la sombra del afeitado y la manipulación a Logroño. Tal
y como publiqué el 23 de septiembre de 2009 en el Diario La Rioja, dos astados de la ganadería de El Tajo y La Reina, propiedad de José Miguel Arroyo Joselito y de su apoderado Enrique Martín Arranz, dieron positivo por
manipulación fraudulenta en sus astas. Es decir, que estaban afeitados, o lo
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
que es lo mismo, que les habían cercenado sus puntas de forma antirreglamentaria, lo que constituye un auténtico fraude y atenta de raíz contra los
fundamentos éticos de la tauromaquia. Los astados afeitados, lidiados por
Morante de la Puebla y Rubén Pinar, fueron el que saltó en quinto lugar de
la tarde, de nombre Mantilla, nº 38 y de 541 kilos; y el que cerró el festejo,
Habilitado, nº 23, de 559 kg, y al que el torero de Tobarra cortó una oreja.
La resolución de la Dirección General de Justicia e Interior sancionó a la
ganadería con una multa de más de 12.000 euros y con la prohibición de
participar en los festejos taurinos en la Comunidad Autónoma de La Rioja
durante el plazo de dos meses. Esta infracción, prevista en el apartado b) del
artículo 15 de la Ley 10/1991 sobre potestades administrativas en materia de
espectáculos taurinos, fue detectada en el reconocimiento posmortem de las
astas que realizaron los veterinarios tras finalizar el festejo y que posteriormente confirmó el Laboratorio de Análisis de Astas de la Dirección General
de la Policía. El empresario de la plaza de toros de Logroño, Óscar Martínez
Chopera, declaró tras conocer el envío de las astas para analizar, que «no
creo que sean los más astigordos que han salido en la feria» y que se «han
mandado a analizar por lo que sucedió en 2006 con esta misma ganadería».
Ese mismo día traté, sin éxito, de ponerme en contacto tanto con el empresario donostiara como con el propio ganadero.
Sin embargo, al día siguiente, cuando trabajaba en mi despacho, me sonó
el móvil: «Soy Joselito y quiero hablar con Pablo García-Mancha». Me impresionó su llamada y miré hacia la pared de la oficina, donde tengo un inmenso natural suyo captado por mi amigo el fotógrafo Justo Rodríguez. Fue
muy amable, le conté lo que había publicado y accedió a que le entrevistara
en mi programa radiofónico.
Joselito: «No he afeitado nunca a ningún toro, aunque reconozco que en
2006 sí saqué punta a los toros para que se lidiaran en la plaza de Logroño,
pero en esta ocasión no he hecho nada».
«No he afeitado a ninguno de los dos toros que han dado positivo en Logroño; eso sí, reconozco que los he manipulado para ponerles y quitarles las
fundas, sólo eso, pero no les he tocado ni un milímetro de pitón con la idea
de reducir su peligro, de cercenar sus puntas de forma fraudulenta». Así de
rotundo se mostró José Miguel Arroyo Joselito en los micrófonos del programa ‘Sol y Sombra’, de Punto Radio La Rioja, para explicar su «incredulidad»
tras conocer «sólo por la prensa» los resultados de un análisis que con toda
probabilidad le ocasionará afrontar una multa superior a los 12.000 euros y
dos meses sin poder lidiar en La Rioja. El diestro madrileño no encuentra las
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
razones por las que en los análisis realizados en el Laboratorio de Astas de la
Dirección General de la Policía se ha verificado la manipulación: «En primer
lugar tengo que decir que no he recibido notificación alguna de que haya
sido sancionado; es más, tampoco me dijo nadie nada oficialmente el día
de la corrida con respecto a que iban a mandar a analizar las astas y cuando
se realizó la prueba definitiva, en Madrid, se habló de que los cuernos habían perdido color en la zona donde se habían puesto las fundas, pero poco
más y ni mucho menos que los había afeitado». Legalmente, el ganadero
implicado en un análisis tiene derecho a estar presente en el mismo a través
de un veterinario. Además, la Unión de Criadores de Toros de Lidia (UCTL)
también suele enviar a un representante de oficio. A pesar de todo, Joselito
mantuvo en la entrevista que nadie le notificó nada. «Sólo me dijeron que
los pitones perdieron color y que se habían reblandecido por el efecto de
llevar puestas las fundas más de un año. Nada más», sostuvo.
Sin embargo, José Miguel Arroyo sí reconoció la manipulación que realizó en esta misma plaza en 2006 y que le acarreó una sanción similar a la
que puede desembocar todo este proceso: «En aquella ocasión las cosas
fueron distintas; los toros se habían estropeado los cuernos en el campo y
para lidiarlos les sacamos punta, ya que en caso contrario los veterinarios
no los hubieran dado como aptos y los habrían desechado en los reconocimientos previos. Eso fue así hace dos años, pero esta temporada sólo he
sacado punta a un toro que iba para Málaga y que se astilló en un embarque.
En estos momentos, enfundo los cuernos de toda la camada para asegurar
que no se estropeen». Cuestionado por las razones por las que no retiró sus
toros en 2006 a sabiendas de que estaban manipulados de forma artificial
para superar el reconocimiento y que además habían despertado sospechas
entre los veterinarios, el ganadero lo achacó «a las circunstancias y a que la
empresa no tenía tiempo para reemplazar y buscar otros toros a gusto de los
toreros. Un día antes de la corrida se precipitaron todos los acontecimientos
y parecía imposible reaccionar a tiempo». Arroyo fue más allá: «Tengo el
convencimiento de que este año, como volvía a Logroño tras lo que había
sucedido en 2006, se me estaba esperando por parte de los veterinarios y el
presidente. Incluso Óscar Chopera manifestó que fueron dos de los astados
más astifinos de los que se habían lidiado en la feria. Además, también me
pregunto las razones por las que han analizado a mis toros y no los de otras
ganaderías porque me paseé por los corrales del coso y la verdad es que vi
algún toro con mucha menos cara que los míos». Y fue más allá. «Más del
noventa por ciento de los toros que se lidian sin haber sido enfundados se les
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
tiene que sacar punta. Es duro reconocerlo pero ésa es la verdad», aseguraba
el torero madrileño: «En mi finca el suelo es muy agreste y muy pizarroso y
por el comportamiento natural de los animales a la mayoría se les redondea
el pitón al darse contra los árboles y las pizarras. Entonces ¿qué hago?», lamentaba a la vez que cuestionaba dos cosas, la manera en la que se realizan
los análisis de astas porque «no son fiables», y las exigencias veterinarias en
las plazas de toros: «Al toro le pedimos tamaño, volumen y que tenga dos
cuernos afilados como dos leznas y que no pare de embestir. Creo que falta
realismo y equilibrio».
Alfonso Navalón: «Después de un
torero, lo más tonto del mundo es otro torero»
Aunque tuve algún que otro roce con él, la verdad es que lo echo de menos.
Me parece que Alfonso Navalón fue una persona irrepetible como aficionado y también como crítico. Desconozco cómo era en el trato más cercano,
pero su afán de polemista irredento suscitaba tantas pasiones como odios.
Amaba el toro, aunque reconocía sin tapujos que afeitaba tanto como Juan
Pedro Domecq. Una vez le hice una entrevista y me permito reproducirla en
esta obra por su interés humano y también taurino.
Alfonso Navalón, crítico y ganadero, vuelve a Logroño. Ahora para hablar
del legendario Antonio Ordóñez, con quien confiesa que se las tuvo tiesas
tras su reaparición: «Ya no era el mismo y pretendía que tapara con mis crónicas su destoreo. En Guadalajara me mandó a su cuadrilla para zurrarme,
aunque poco antes de morir nos reconciliamos».
- ¿Qué queda de la tauromaquia de Antonio Ordóñez?
- De su primera época, prácticamente nada. Ordóñez fue un
diestro majestuoso y profundo. Tras él sólo siguió El Viti, con
menos calidad pero también un excelente torero. Lo que hizo
tras la reaparición -pico y superficialidad- es la nota más común
de estos tiempos, en los que triunfa gente como Espartaco, que
es el colmo de la vulgaridad. Joaquín Vidal, cuando salió a
hombros de Sevilla, dijo de él que era el triunfo de los cabos.
Ordóñez era capitán general y los de ahora, cabos.
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
- ¿Y cómo era en su faceta humana Antonio Ordóñez?
- Era un ser caprichoso y volátil y tenía un trato muy complicado.
Muchos sólo saben de él por ser abuelo de Francisco Rivera
Ordóñez y padre de una mujer con mucha temperatura.
- ¿No cree que si usted hubiera ceñido su pluma a lo
estrictamente taurino su carrera como crítico le hubiera
llevado a una tribuna nacional?
- Mire, si se refiere a que me baje los pantalones, jamás lo he
hecho ni lo haré.
- Pero usted se mete en la vida privada de los toreros. ¿Le
parece lícito?
- Es que no me refiero a su vida privada, sino a aspectos
reflejados en documentos públicos. En el caso de Joselito, yo
buscaba la razón por la que era un ser tan mustio y por ahí
andaba Martín Arranz, que se llevaba todo su dinero. Álvaro
Domecq, ese caballero español y del Opus, se compró la
finca de Los Alburejos con el testamento de Manolete. Lo dije,
fuimos a juicio y no se presentó. Otro caso fue el de Jesulín. Su
padre se ha llevado todas sus ganancias.
- Muchos comparan a José Tomás con Antonio Ordóñez.
- No tienen ni idea. José Tomás tiene a su favor a la crítica y al
público de Madrid, pero el que llena las plazas es El Juli. Tomás
tiene grandes virtudes pero es mucho más superficial, aunque
con su toreo crea impacto en el público.
- ¿Qué le parece su estrategia de no torear en las ferias
televisadas?
- Ridícula. Su apoderado -Martín Arranz- pensaba que iba a
dominar el toreo con Joselito, Tomás y Pablo Hermoso. Ahora
están fuera de todas las ferias. En el fondo, sólo quería más
dinero. Y encima, el público ya lo sabe, por lo que les medirán
mucho más ya que desconfían de su postura.
- ¿Por qué cree que Tomás ha elegido a este apoderado?
- Por debilidad mental. Sólo hay algo más tonto en el mundo
que un torero: otro torero. Tomás se podía arreglar para mandar
en la fiesta con sólo un representante y un veedor. Pero ha
elegido otro camino y se ha equivocado de plano.
- ¿Sabe que van a hacer una plaza cubierta en Logroño?
- Sí, y no me gusta nada. Chopera ya es el amo. Y eso no es lo
peor, ya que su descendencia es nefasta. La plaza de Logroño
debería haberse quedado en manos riojanas. Lo siento, pero
no me gustan ni las plazas cubiertas ni los hijos de Manolo
Chopera. Además, con las plazas cubiertas, el riesgo de los
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
toreros es mínimo y la fiesta pierde y pierde. Todo se convertirá
definitivamente en un monopolio y la feria de Logroño será
una más en la que todo estará lleno de fraudes.
- Hablando de fraude, ¿afeita usted a sus toros?
- Aunque no me lo pidan, los afeito a todos para poder
venderlos. En esto estoy a la altura de Juan Pedro Domecq y
del resto de los ganaderos. Sólo los hierros que venden miedo
no afeitan. Yo lo afeito todo.
- ¿No le parece una falta de coherencia con sus posturas?
- No, porque lo digo. La diferencia es ésa. La verdad es que
estoy bastante cansado de esta lucha. No hay solución para
esta fiesta dominada por los medios de comunicación que sólo
aspiran a una tauromaquia enlatada, dirigida por el ‘palabrero’
Fernando Fernández Román y tipos como Manolo Molés. Todo
es un acto social y las plazas serias acaban derivando en cosos
como los de la Costa del Sol. Cuando echaba mis toros en
puntas o me los quedaba en la finca o los lidiaba en plazas de
ninguna relevancia con sólo toreros de tercera o cuarta fila. Por
eso afeito mis toros.
Manuel Molés
Manuel Molés, al que se refería Navalón como Manolo, es el crítico taurino
más poderoso del mundo. Un auténtico gurú que emite sus juicios, opiniones y dictámenes en la Cadena Ser y en Canal Plus. La verdad es que no me
cae nada bien; mejor dicho, me cae mal (para qué andarse con más vericuetos). Y como me cae mal le hice esta coplilla después de una corrida de la
pasada y fútil Feria de San Isidro:
Molés y Conde, perfecta conjunción de las últimas decadencias del toreo:
Javier Conde camina parsimonioso por la arena
Como si se hubiera tragado un palo
Recto de toda rectitud
Muerto de miedo
Desencajado, aprieta los dientes
Traga saliva, la boca echa esparto
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
La lengua de trapo
La muleta caída, alicaída, yerta
Javier Conde... en fin
Camina altivo, inopinado
El público mira sus chicotazos
Su mente de caracol
Para andar hacia el toro sin querer llegar nunca
No torea ni aunque lo aspen
Ni aunque quiera torear, que no quiere, puede
Y como no puede, y lo sabe
Llega Taurodelta y lo coloca
Lo coloca bien, como a un figurín
Javier Conde, de catafalco e hilo blanco
Aúna todas las desesperanzas
Torero de pitiminí
De tubo de ensayo en tentaderos de Juan Pedro
Javier, confíate, le dice Molés
Desde su palco, sin mover el bigote
Molés apremia al torero
Mas sabe que ni quiere ni puede
Y que aquello es un estrambote (su estrambote)
Sin prejuicios Molés
El rey de las cohortes televisivas
Pone paz en el ruedo con ese aprobar
Siempre lo que le parece bien
Lo que le suena y pesa
Lo que le conviene
Molés no asaetea a Conde
Prefiere zaherir banderilleros
O a los toreros que no le dicen Maestro
Reírse de los que pasan de gañote
Cómo si él pagara
Molés, juez supremo del toreo moderno
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
(entresdé, en abierto, en cerrao, de pago o de coloquio,
de conferencia, de mano a mano, radiofónico, televisivo,
en revistas, con Federico Jiménez Losantos, en El Larguero,
donde sea, siempre Molés, el del bigote ralo)
Se complace con Conde, al que no soporta
Pero que comprende que ande despacito para
No llegar jamás al toro, como él y sus verdades
¿Verdad Chenel? ¿A qué sí, Emilio? ¿Seguro Manolo?
Molés y Conde, perfecta conjunción de las últimas decadencias
del toreo
El viejo y el mar en una
barrera de La Manzanera
chapresto
(Y que me perdone en el cielo de los toros Santiago Amón).
Hemingway sentado en una barrera del ocho de la vieja plaza de Logroño.
A su derecha, Mary Welsh, su cuarta esposa. Más a la derecha, un aviador
británico de la RAF, míster Rupert Belleville, aficionado y medio torero, y en
el ruedo, Antonio Ordóñez. 21 de septiembre de 1956, San Mateo, llovizna
y el alcalde Julio Pernas preside la corrida.
Para Migueliyo, crítico taurino de Nueva Rioja (Diario La Rioja en la actualidad), la presencia de Ernest Hemingway en Logroño para disfrutar de las
dos corridas de aquella feria matea no tuvo más importancia que el faenón
de Antonio Ordóñez a un toro de María Montalvo. El crítico iba a lo suyo,
pero el nobel norteamericano, con su barba blanca y su corpachón, del que
él mismo se pavoneaba diciendo que si le sacaran toda la metralla que llevaba consigo sería posible carrozar un automóvil, no pasó desapercibido para
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
los miles de logroñeses que casi llenaron aquella tarde La Manzanera para
contemplar a los maestros que copaban el cartel: Litri, Ordóñez y Girón.
La academia sueca le había concedido el premio Nobel de Literatura dos
años antes y en 1953 había decidido reaparecer por España. Ya no era aquel
joven reportero ni el excombatiente de la I Guerra Mundial que había llegado a España treinta años antes para escribir ‘Fiesta’ y quedarse prendado
de los toros, del maestro de Ronda Cayetano Ordóñez, Niño de la Palma y
de Juan Gris.
El Hemingway que visitó Logroño siguiendo los pasos del hijo de Cayetano
ya había cazado el oso gris en las tierras de Canadá, probado el azúcar de
Cuba, pescado el pez espada en el Caribe e incluso se había asomado a Kenia desde las nieves del Kilimanjaro. Llegó a Logroño en grupo -Hemingway
nunca viajaba solo- y como si guardara un profundo miedo por la soledad se
había hecho acompañar de un hostelero de Pamplona, Juanito Quintana, un
piloto de la RAF que degustaba el arte de burlar a los toros quedándose más
o menos quieto y su mujer, también norteamericana, periodista y aficionada
a la fiesta gracias a sus viajes a México, donde había visto a Manolete en
alguna de sus apoteosis.
La fascinación que Hemingway sintió por los toros no fue acompañada
casi nunca por un conocimiento exhaustivo ni profundo de las suertes ni
del trabazón de la lidia. Hemingway buscaba la presencia constante de la
muerte en la fiesta, e incluso en el triunfo de los toreros a él le acompañaba
una brizna de muerte.
Hemingway y su séquito llegaron a Logroño con el tiempo justo para la
corrida. «Es que habían almorzado en Pamplona con Quintana», relata Esteban Chapresto, fotógrafo aquellos años del mítico y añorado semanario de
información taurina ‘El Ruedo’, y autor de las fotografías que acompañan
este reportaje y que vieron la luz en uno de los números de aquella revista
dedicada a las fiestas de Logroño. Juanito Quintana y uno de los hermanos
Chapresto consiguieron «no sin esfuerzo» alojamiento para el novelista y su
compaña en el Gran Hotel, junto a los toreros y los prohombres que visitaron esos días la ciudad.
Al día siguiente Hemingway dio un paseo por Logroño con Ordóñez y el
doctor Tamames. Se entretuvo en degustar vino de Rioja y pasear por el Ebro.
Y es que desde 1954, que estuvo en San Isidro y en la feria de Aranjuez,
Hemingway no había vuelto a pisar España. Ahora seguía al hijo del protagonista de su primera novela. Con Antonio Ordóñez mantuvo una amistad
mucho más serena que con Cayetano: «Eres mejor torero que tu padre», le
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
dijo. Quizás en el viejo escritor se habían apagado muchos de sus fuegos
vitales de antaño y se estableció entre ellos, como señala el biógrafo del
diestro, Antonio Abad Ojuel, una «pintoresca sociedad repleta de connotaciones paterno-filiales. Antonio, años adelante, habría de llamarle papá
Ernesto y pactó con él una fantástica asociación en la que uno se ocupaba
de la literatura y el otro de los toros.
Hemingway tras las corridas de Logroño fue a Zaragoza a disfrutar de El
Pilar, no sin antes confesar a Chapresto que el público riojano estaba muy
enterado y dejaba picar los toros como es preciso en el toreo moderno y «sin
dar coba ni dejársela dar».
«Los toros de Miura tienen un punto
humano y cuando miran, te analizan»
El ganadero Eduardo Miura, copropietario de la divisa más legendaria del
campo bravo, impartió en Logroño una conferencia sobre la leyenda de sus
miuras, el toro bravo por antonomasia.
- ¿Si existe un toro de leyenda ése es el de Miura?
- Después de más de cien años que lleva nuestra familia al
frente de la ganadería, sí que es verdad que nuestro hierro
posee unas connotaciones muy especiales porque es un toro
diferente.
- Tanto es así que incluso ha pasado al acervo cotidiano e
incluso al lenguaje. De ahí lo de decir que se vino como un
miura...
- No quiero ser presumido ni prepotente, pero llevar un apellido
así imprime una gran responsabilidad, porque incluso está en
el ‘Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia’.
Por eso todas las decisiones que se toman en la ganadería
tienen que ser muy premeditadas.
- ¿De dónde viene la familia de los Miura?
- Todo empezó en 1842 con mi tatarabuelo, que tenía un
oficio -el de sombrerero- que nada tenía que ver con el toreo.
Pero fue su hijo, Antonio, el que sacó adelante la ganadería.
Estoy seguro de que ni se podían imaginar hasta dónde ha
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
llegado la leyenda y que su legado iba a perdurar durante
tantos años. Según dicen, nuestro apellido viene de la zona
del Valle de Baztán (Navarra) o de Fuenterrabía en Guipúzcoa,
pero esa cuestión ha preocupado más a los historiadores que
a nosotros, que siempre nos hemos considerado del sitio en el
que estamos.
- ¿Cómo definiría a los miuras?
- Aparte de su especial configuración morfológica y de su
tamaño, yo hablaría de su actitud, de una forma de mirar que
tiene un punto de humano. Uno va por los cerrados de las
fincas y ves que desde que son becerros te analizan, que te
observan como si tuvieran un goterón de sentido casi humano.
Este aspecto es el que más molesta y preocupa a los toreros.
Además, se trata de un toro que tiene buena memoria y que
cuando no se le hacen las cosas como es debido, parece que
se acuerda.
Eduardo Miura analizó de esta forma el apoyo de varios parlamentarios españoles en Europa a la supresión de las ayudas a la cabaña brava: «No me
sorprende la actitud de los Verdes, pero me choca el voto de esos diputados
españoles que va en contra de una raza que es única en el mundo y que
aporta un patrimonio genético irremplazable».
Preguntado sobre si está influyendo en varios sectores nacionalistas periféricos el hecho de identificar las corridas de toros y el propio fenómeno
taurino con algo que ellos tachan como españolista, Eduardo Miura hizo la
siguiente reflexión: «No me gusta entrar en política porque no es mi campo,
pero tengo que decir que el toreo es algo universal, como demuestra que no
nace en España, sino en la Cuenca Mediterránea. Lo que está claro es que
nuestro país ha sido el último refugio del mito del toro. A partir de ahí se ha
irradiado a muchos lugares del mundo, como Francia o América Latina. De
hecho, nosotros hemos lidiado en Montevideo, en La Habana o en Camagüey. Yo creo que con estas actitudes se ataca algo tan importante como son
nuestra propias raíces culturales.
miura: (Definición del ‘Diccionario de la RAE’). Toro de la ganadería de
Miura, formada en 1848 por Eduardo Miura, famosa por la bravura e intención atribuida a sus reses. 2. coloq. Persona aviesa, de malas intenciones.
467
SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Curro Romero, el toreo mismo
A Curro Romero le han hecho y dicho todo lo imaginable en una vida. Cuenta
la leyenda que casi fue sacado a hombros por varias monjas de un convento;
también que se convirtió en el primer matador con página web -un torero con
dominio- y que, incluso, un día un magistrado dictaminó en una sentencia de
la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía que ser currista es un «sentimiento altruista» y «una forma de entender la vida», que justifica una ardorosa defensa del diestro de Camas ante cualquier tipo de ataque.
Y es que se trataba de una resolución que desestimaba las pretensiones de una
empresa frente a un trabajador cuyo despido por defender a Curro había sido
declarado improcedente. Sin embargo, a principios de 2008, se rizó el rizo y
el torero de Camas fue nombrado académico de honor de la Real Academia
de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla. Curro se convertía así
en el primer coletudo que entraba en esta institución tras más de cuatrocientos años de existencia. Fuentes de la Academia señalaron que en la votación
sobre la propuesta de nombrar académico a Curro Romero la aprobación fue
unánime y se aceptaba así la idea planteada por varios académicos de abrir
las puertas de esta institución a la tauromaquia. La satisfacción de Curro fue
muy honda: «Es bonito, sobre todo para premiar a los partidarios que me han
seguido todo este tiempo. Son muchos y muy buenos los curristas, y son ellos
quienes se lo merecen, porque han sabido estar en los momentos buenos y
en los malos. Para ellos todo». Esta academia tiene su origen en 1660, cuando
Bartolomé de Esteban Murillo, Francisco de Herrera el Mozo, Juan de Valdés,
Sebastián de Llanos y Valdés y otros pintores y artistas fundaron en la Casa
Lonja de Sevilla una Escuela para la enseñanza de las Bellas Artes.
Y como me dio la gana, le hice este poemita al gran maestro camero:
Curro Romero vuela
como las aves del mar
como la soledad, como la esperanza
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
Curro Romero huele como la flor de la jara
como sus sueños, como la alegría
El toreo era suyo porque conmovía el tiempo,
porque lo mecía en un compás
que de sus manos soñadoras brotaba infinito,
sin arrebatos pero tan pulcro que parecía de porcelana
Curro Romero hacía embestir al toro
como en una ensoñación
con una rara fragilidad de cristal sin tiempo, de nata,
de bosque de acebuches o de flor de almendro o loto
Curro apasionado,
Curro inerte ante las esporas violentas del toro malparido
Curro en la distancia y en la gramática de los terrenos
Curro en los juzgados, en las conversaciones,
mágico hasta en su tendido
Pero me quedo con el Curro de las contemplaciones
del si no soy yo no puede ser,
de Curro príncipe en las tardes de napalm
o de las broncas de estaño sin miramientos
ante los curristas zaheridos por lo que habían perdido
Mas aún,
me muero por el Curro poderoso de los días de tormenta
de esas tardes raras en las que ni quería ni podía estirarse
porque hacía un frío que atería el alma,
porque el anticiclón se escondía en su capote
Curro, siempre vivo, pegado a su cigarrillo
a sus papelillos que vuelan
como palomas por plazas imposibles
porque sabe que el tiempo embiste hacia adelante
Pero Curro me huele a emperador, a patricio,
a senador y a Averroes, a patriarca gitano
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SantÍsima Trinidad. Unas cuantas pinceladas más
que rechupetea un caramelo de menta
mientras pasa las hojas de los periódicos
sin interesarle apenas nada
Curro sin contrastes,
con toda la naturaleza a sus pies
Curro, cincuenta años del alternativa
Curro, siempre vivo, edecán de un misterio
al que ni siquiera me puedo acercar
pero al que admiro.
Porque mientras los demás andan, Curro Romero vuela.
470
adriana landaluce
Vino
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
Nunc est bibendum
El historiador griego Tucídides dijo en el siglo V antes de Cristo que los pueblos
del Mediterráneo emergieron del barbarismo cuando aprendieron a cultivar
la oliva y la vid. Sin embargo, la historia del vino se remonta casi mucho más
lejos de lo que puede abarcar el pensamiento de un solo hombre y por eso en
la nebulosa de la historia quedará para siempre el paso de la viña silvestre a la
viña cultivada, lo que bien se podría definir como domesticación del viñedo.
Algunos historiadores creen que el hombre tuvo noticia del vino antes, incluso,
de aprender a cultivarlo. Se supone que el género vitis -que comprende todas
las vides domésticas- apareció en la remota Era Terciaria. La vitis sezanensis,
una cepa fósil de más de cincuenta millones de años, se encontró en algún
lugar de Francia. Hace unos doce millones de años -antes de la aparición del
hombre- vivieron algunas variedades de vitis, la ausoniae y la vinífera selvática.
También se han encontrado restos de viñas silvestres en el centro de Francia,
Ucrania y España. Asimismo se han hallado losas de piedra de grandes proporciones -rematadas con forma de grandes vasijas- en las que se pisaban las uvas
para que el mosto se deslizara por un canal tallado sobre ellas. Estos hallazgos
aparecieron en Hungría, Oriente Próximo y en la Transcaucasia.
No sería aventurado afirmar que el vino aparece a la vez que la propia
civilización, ya que los primeros testimonios del cultivo de viñedos parecen
datar del año 7000 a. C., en una región ubicada al sur del Mar Negro, en las
fértiles llanuras de Sumeria, en la antigua Mesopotamia, cuya civilización
fue la verdadera cuna del vino en la Antigüedad. Algunos datos lingüísticos
revelan el origen de la palabra vino, que tiene su raíz en la antiquísima voz
caucásica voino, que quiere decir algo parecido a bebida intoxicante de
uvas. Después, los griegos la llamarían oinos; los romanos, vinum; oini, los
armenios; y wain, los abisinios.
En Lagash -ciudad sumeria en la cuenca baja del Tigris- existían zonas de
regadío donde crecían las viñas unos 3.000 años antes del nacimiento de
Cristo. En esta cultura, el vino era la bebida preferida de los reyes y comerciantes y además tenía un reconocimiento mítico de fertilidad. Por ejemplo,
475
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
una escultura hitita de uno de sus reyes representa al dios de la fertilidad con
racimos de uva en sus manos.
Uno de los primeros lugares del mundo donde se estableció el consumo
del vino fue el Egipto de los faraones. La producción vinícola egipcia no sólo
servía para las celebraciones religiosas sino también para fines terapéuticos
y, fundamentalmente, para su vida social. En su mítico delta se cultivaba la
vid; en el Bajo Nilo los viñedos compartían terrenos con los cereales y en el
Alto Nilo lo hacían con las datileras y los granados. Así, la palabra arp (vino)
fue la primera de las que descifraron los egiptólogos pioneros del siglo XIX
al desenmarañar los intrincados jeroglíficos egipcios.
Un cortesano del faraón Sesostris I (2.000 años a. C.) decía que «el vino
palestino era muy apreciado y abundaba más que el agua». La elaboración
se consumaba con un método muy sencillo: se recogían las uvas en grandes
canastos, se estrujaban con los pies y de ahí se obtenía el ansiado mosto. La
fermentación se llevaba a cabo en grandes jarras de barro, cuyo interior se
untaba con grasas de pescado para impermeabilizarlas. Los vinos egipcios
eran tintos y blancos y poseían un destacable espíritu licoroso. Sin embargo,
el pueblo llano no lo consumía apenas, ya que la costumbre pasaba por trasegar distintas bebidas obtenidas de palma. El vino era la bebida exclusiva
de los faraones, clérigos y guerreros, e incluso, sus caldos más delicados y
exquisitos los depositaban en los sepulcros como ofrenda a las divinidades.
En el caso de la India es bastante probable que el cultivo de la vid llegara de
la mano de las tribus nómadas arias, en el segundo milenio antes de Cristo,
aunque también se cree que pudo llegar más tarde, con las campañas de
Alejandro Magno. Al Imperio chino llegó la cultura del vino desde el oeste,
con casi toda probabilidad desde Persia, ya que incluso la etimología hace
derivar la palabra china putau (vino) del persa budawa (uva). Además, el
mito del vino no se limita a las culturas occidentales, ya que, por ejemplo,
la religión taoísta dice que los inmortales son los bebedores de vino, incluso
tienen su propio dios Baco, a quien llamaron Lan Tsai-Huo.
Los vinos griegos
Los poetas, dramaturgos y filósofos griegos glosaron con vehemencia la calidad de los vinos griegos. Sin embargo, se solían consumir disueltos con
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
agua caliente y por ello, hoy podrían resultar muy parecidos a algunos rosados excesivamente dulces, posiblemente ricos en aromas a moscatel y tal
vez con leves recuerdos a resina y con necesidad de disolución antes de
ser consumidos. Del siglo VIII al VI a. C. tomó en Grecia importancia el
desarrollo de la vid, ya que en este periodo se llevaron a cabo bastantes
desmontes para que la uva reemplazara el espacio de los árboles derribados.
Los griegos trabajaban y abonaban sus viñedos con esmero y Macedonia
tenía sus principales masas de vid en las provincias de Calcídica y, de mayor
reputación, de Acanthe en el Golfo de Pericles, así como en las ciudades de
Mendé y Schione. En la Grecia central no abundaban los grandes vinos; sin
embargo la considerada como la más griega de
las provincias, Ática -la cual no destacaba como
una región vitivinícola- pasó a la historia por un
vino, al que llamaron el vino de oro: el Chrysattikos. Fue tal el desarrollo de los viñedos griegos
que traspasaron las fronteras y llevaron la técnica
del cultivo por todo el Mediterráneo hasta alcanzar las costas de Francia y España. Así pues, los
vinos griegos resultaron ser un producto muy codiciado para la exportación a pesar de tener un
precio muy elevado. Además, Grecia ha sido uno
de los pueblos que más ha honrado al vino. Sus
tres comidas principales, incluyendo el desayuno,
estaban básicamente compuestas de pan, cordero
y abundante vino. Aunque también es verdad que
se aguaba, ya que en su estado puro sólo era consumido antes de los banquetes en honor a Dionisios. Tanto es así que Platón
decía que el vino hace a la persona que lo bebe más jovial de lo que estaba
antes y, cuanto más lo ingiere, más se siente henchido de grandes esperanzas y un sentido del poder, hasta que finalmente, plenamente envanecido,
abunda en todo tipo de oratoria y acciones y todo tipo de audacias. Debido
a la potencia de la bebida divina, la experiencia estableció con el tiempo
que el vino, el cual puede fortalecer tanto la mente como el cuerpo, era una
bendición sólo para aquellos que lo consumían con medida y por ello fue
que a Dionisios también se le conoció como el sanador o el que otorga la
salud. Algunos apoyan la idea de que fue el mismo dios quien estableció los
límites de la bebida, aconsejando únicamente tres cuencos de vino. El primero para la salud, el segundo para el amor y el placer, y el tercero para el
477
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
sueño. El cuarto llevaría a la violencia... y el décimo a la locura. En Rodas se
producían a gran escala buenos vinos, por lo que eran exportados en ánforas
sobre las cuales se imprimían unos racimos de uvas y el nombre del vino a
título de marca original.
Los vinos de la Roma imperial
Los vinos de Roma, al parecer, tenían extraordinarias propiedades para su
conservación y este dato por sí sólo sugiere su gran calidad. Las grandes
cosechas eran comentadas e incluso bebidas durante más tiempo del que
parece posible; el famoso vino Optidiano era consumido incluso 125 años
después de su elaboración. Los romanos poseían todo lo necesario para envejecer el vino. No se veían limitados, como les sucedía a los griegos, a las
ánforas de barro, aunque también ellos las utilizaban, sino que tenían barricas y botellas de cristal muy parecidas a las actuales. Es razonable suponer
que aquellos habitantes de la península Itálica bebían un vino bastante parecido al actual: joven y elaborado con métodos rudimentarios; seco o fuerte,
según el tiempo estival. El sistema romano de cultivo de las vides todavía se
practica en el sur de Italia y en el norte de Portugal. Y es que los romanos
-herederos del saber griego sobre el vino- le agregaron azúcar para aumentar
su contenido alcohólico, establecieron el uso de la poda, el refinamiento en
el proceso de fermentación, las ollas de cobre usadas en los mostos, la adición de yeso para controlar el exceso de acidez, e incluso, la decantación.
El viñedo más célebre de la época romana estaba en Falerne y fue motivo
de inspiración de varios poetas, en especial de Horacio. El palacio imperial
adoptó por mucho tiempo como su vino oficial el producido en este lugar,
ya que fue el viñedo más grande de la Antigüedad. Cada emperador tenía
su favorito y, naturalmente, lo ponía de moda. Los romanos mostraron incli-
478
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
nación por los vinos importados y acostumbraban a agregarles miel, por lo
que se deduce que los vinos dulces eran los más apreciados. Al vino se le
atribuían propiedades farmacéuticas e incluso mágicas. El mosto se fermentaba en ánforas de barro y, como los romanos deseaban producir vinos muy
concentrados, exponían las ánforas con el mosto al calor para obtener un
sabor más fuerte. Al consumirlo, para acompañar sus comidas, al vino se le
agregaba agua para suavizarlo.
El vino en España
No se conoce con exactitud quiénes introdujeron la vid en España. Algunos
tratadistas señalan que fueron los griegos, pero también es posible que fueran los púnicos. Lo que sí se conoce es que la historia vinícola de España es
muy antigua, ya que existen documentos como exportadora de vinos allá por
el siglo I a. C. Los primeros viñedos, posiblemente traídos por los púnicos
sobre el siglo VI o V a. C., llegaron a la península por dos vías de penetración, una por la costa catalana y otra por la bética localidad de Oinoússa,
cuya denominación alude al vino (oinos). Aquí se produjo una uva que los
hispanos denominaban coccolobis y que los romanos denominaron balisca.
Plinio, naturalista romano, decía que la coccolobis «cuanto más dulce es
tanto mejor, la que tiene gusto seco se hace dulce al envejecer y la que lo
tuvo dulce se convierte en seco al envejecer con el tiempo, eficaz contra las
afecciones de la vejiga». En otro lugar, comentaba Plinio, existe además una
uva negra, llamada aminnea o syriaca que era «la mejor entre las inferiores».
Los vinos de la Turdetania -bética occidental- llegaron a rivalizar con los más
famosos vinos de la Antigüedad y tal vez sean esos los que hoy degustamos
como vinos andaluces, corroborado por algunos yacimientos arqueológicos
submarinos donde se encontraron ánforas en las que estaba inscrita la denominación de vinus gaditanus. Y es que los primeros vinos españoles gozaron
de una fama más que aceptable. Plinio relataba que los legionarios romanos
llevaban varas de vid en sus equipos de campaña, que iban implantando
progresivamente en los lugares conquistados; no olvidemos que la vid es un
cultivo a largo plazo y, por lo tanto, colonizador. Cita en particular Plinio
la variedad llamada piccatum por su ligero sabor a petróleo y que se puede
razonablemente identificar con la petite syrah, tal vez procedente de Shiraz
479
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
Un paseo por el vino de Rioja
fernando díaz
(Siria), hoy cultivada en los aledaños del Ródano. Cabe señalar que ya hacia
el siglo III d. C. los romanos habían sentado las bases de todos los grandes
viñedos europeos actuales y que los límites de la viticultura clásica coinciden con los del Imperio romano en el momento de su máxima expansión.
Pero un hecho agrícola de gran consecuencia para la historia del vino fue la
implantación de la vid en las Galias. Cuando los romanos se retiraron de lo
que hoy es Francia, en el siglo V, ya habían sentado los fundamentos de casi
todos los mayores viñedos del mundo moderno.
A pesar de que la Denominación de Origen Calificada Rioja (DOCa) está
dividida en tres comunidades autónomas diferentes (sur de Álava, parte del
suroeste de Navarra y el norte de La Rioja, que es donde se encuentra la
mayor parte de la superficie del viñedo y el número más cuantioso de bodegas), su tradición vitivinícola configura un peculiar espacio con una acusada
personalidad que se vertebra a través del viaje que realiza el Ebro por esta
región -haciendo buena la tradición que asegura que no existe ninguna zona
noble de vinos sin su gran río- modulando paisajes, costumbres y un sentimiento de que el vino es una forma de vida, de relación del hombre con el
paisaje y con su entorno.
Y es que La Rioja es sinónimo de vino en el mundo a pesar de que en sus
algo más de 64.000 hectáreas sólo se produzca el dos por ciento del vino de
la Unión Europea. Y ahí reside una de las claves para entender esta región: la
declarada apuesta por la calidad que han realizado sus actores teniendo en
cuenta que sólo representa el cinco por ciento del viñedo español. Sin embargo, la voluntad de los vitivinicultores riojanos por reafirmar la nobleza de sus
caldos ha logrado consolidar una imagen de prestigio entre los consumidores
que ha traspasado fronteras, tal y como demuestra, por ejemplo, el hecho de
que La Rioja recibiera el premio Wine Star 2007 a la región vinícola del año
480
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
en los Estados Unidos, otorgada por la prestigiosa revista Wine Enthusiast,
una de las publicaciones especializadas más influyentes del planeta.
Un poco de historia
Los primeros vestigios del cultivo de la vid en La Rioja se remontan al siglo II
a. C. con los romanos y otros pueblos del Mediterráneo como introductores
de la vitis vinífera, por eso es posible ver en las tierras de esta región numerosos recipientes de aquella época tallados en piedra que se usaban como
lagares o para la fermentación de los mostos. Como en tantas otras zonas de
España, los romanos fueron los auténticos impulsores de la primerísima vitivinicultura. Los visigodos cultivaron diferentes variedades, y lo hacían tanto
para utilizarlas como alimento como para elaborar vinos. Después, con los
árabes llegó la prohibición coránica, situación que paralizó a La Rioja hasta
la Reconquista, hecho histórico que se tradujo en un gran impulso en el
mundo vitivinícola riojano.
En este sentido, el Camino de Santiago y el influjo de sus monasterios tuvo
una importancia capital. Tanto es así que las órdenes religiosas fueron los
principales difusores de la cultura vitivinícola. A través de diversos fondos documentales se ha conocido que el vino no era considerado como una simple
bebida, si no como una de las bases de la alimentación de la época. Como
ejemplo, se puede citar la regla monástica femenina, transcrita en el año 976
para ser observada en el Monasterio de las Santas Nunilo y Alodia, cerca de
Nájera, que permitía a las monjas trasegar la tercera parte de una emina, que
era la medida de la ración de vino marcada por San Benito para los frailes.
La tradición relata que un ermitaño, de nombre Pelayo, observó durante
varias noches unos misteriosos resplandores que se asemejaban a una lluvia
de estrellas sobre un montecillo. Impresionado, se presentó ante el obispo Teodomiro para comunicarle el raro fenómeno: un tremendo resplandor
iluminaba el espacio donde se encontraba un sepulcro de piedra en el que
reposaban tres cuerpos, identificados como el de Santiago el Mayor y sus
discípulos Teodoro y Atanasio. A partir del descubrimiento, el sepulcro se
convirtió en meta de peregrinación de todo el continente europeo a través de
las numerosas vías romanas que unían diferentes puntos de la península con
Europa. En este marco, las comunidades religiosas y los monasterios jugaron
481
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
Sustento y vino para el peregrino
justo rodríguez
un destacado papel en la repoblación de la España musulmana y en la plantación de viñedos, cuyo fruto resultaba imprescindible para la celebración
de la Eucaristía.
Las viñas se extendieron alrededor de los monasterios y se fueron alargando
hasta cubrir Navarra, La Rioja, la ribera del Duero, Lerma, Palencia, el Bierzo y
la cuenca del Sil, ya en tierras gallegas. El vino llegó a ser un símbolo religioso
de primer orden para el cristianismo y como consecuencia de las acciones
conjuntas de la corona y los monasterios -tal como señala Juan Ramón Corpas, de la Universidad de Navarra- a partir del siglo XI se produce una profunda transformación del paisaje, con un llamativo y espectacular aumento de la
cantidad de viñedo a lo largo de toda la Ruta Jacobea y del valle del Ebro.
Tras la deforestación que sufrió España a causa de la explosión demográfica de los siglos XI, XII y XIII, la masa forestal fue progresivamente sustituida
por grandes superficies de viñedos, muchas veces cultivados en sugestiva
hermandad con los campos de olivos. Un ejemplo es el modelo de Estella, con una estructura agraria organizada en sucesivos anillos concéntricos:
huertas, viñedo y cereal. Esta fórmula va a influir en todo el camino, en cuyas
márgenes se repetirá el fenómeno. El Camino de Santiago, como verdadera
ruta sagrada, se encontraba muy bien provisto de instituciones asistenciales
(como hospitales y conventos) para cubrir las dos necesidades materiales de
los caminantes -techo y sustento-, por eso surgió el largo elenco de instituciones hospitalarias del camino. Y no es de extrañar que haya llegado hasta
nuestros días una abundante cantidad de documentación que relata la forma
en la que la riqueza de estas instituciones guardaba una relación casi milimétrica con la presencia y la calidad del vino en la dieta.
En el Hospital de Roncesvalles (Navarra) la ración diaria jacobea constaba
de un pan de seiscientas onzas, media pinta de vino y suficiente pitanza
482
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
de caldo y carne, y los viernes, sábado de vigilia y cuaresmas, abadejo y
sardinas, huevos y queso con caldo y legumbre. En el Hospital de San Miguel, de Pamplona, se daba diariamente una ración de pan, más un plato
de verduras, carne o legumbres y una pinta de vino, además de un plato
de caldo en invierno. Gabriel Yravedra destaca que el trasiego de hombres
y mercancías que propició el Camino de Santiago hizo posible un gran intercambio de conocimientos sobre el vino y también sobre el transporte de
material vegetativo de la vid entre los países de origen de los peregrinos
y las regiones españolas. De hecho, Yravedra sostiene que es posible que
algunas afinidades de aroma que se encuentran en nuestros tiempos entre
vinos gallegos y vinos centroeuropeos provengan de variedades de un tronco
común que en el transcurso de los siglos se haya ido diferenciando genética
y ampelográficamente.
El antropólogo Luis Vicente Elías sostiene que en el caso de La Rioja fue
el Monasterio de San Millán el que se encargó de estructurar la población,
donde la primera cita sobre las viñas es del siglo X y se habla de su regadío. En el siglo XII, el sesenta por ciento de la superficie de los territorios
cultivados del monasterio eran viñedos. Los caldos que se producían no se
destinaban a ninguna clase de comercio, ya que se consumían en el propio
cenobio y en las hospederías repartiéndose entre la población. Por otra parte, las influencias de las órdenes religiosas galas que seguían el camino de
la peregrinación trajeron consigo tanto nuevas técnicas para el cultivo como
variedades nuevas de uva. En toda la Europa del Camino es vital la relación
de los caldos con los monasterios, que se sitúan en zonas vinícolas muy
importantes y desarrollan técnicas para elaborar vinos de altísima calidad
que con el paso de los años dieron paso a muchas de las más prestigiosas
denominaciones de origen europeas.
Los monasterios prosperaron en gran parte gracias a los viñedos y, además,
los monjes se esforzaron en elaborar el mejor de los vinos posibles desarrollando nuevas técnicas tanto en el cultivo como en la propia elaboración de
los caldos.
Pero el Camino no fue sólo una vía de peregrinación religiosa, ya que permitió una estrecha vinculación entre los reinos peninsulares y los del resto
de Europa, con la penetración de numerosas corrientes de pensamiento, tanto filosóficas como artísticas y literarias. También ejerció una gran influencia
en la vida económica y social con la llegada de artesanos y mercaderes,
conocidos como francos, que se fueron estableciendo en diferentes burgos.
El Camino de Santiago fue declarado Primer Itinerario Cultural Europeo en
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
1987 y en 2004 la Ruta Jacobea recibió el Premio Príncipe de Asturias de la
Concordia por ser «lugar de peregrinación y de encuentro entre personas y
pueblos y símbolo de fraternidad y vertebrador de una conciencia europea».
Los otros vinos del Camino
Navarra, los caldos forales
Aunque los orígenes más remotos del vino de Navarra se remontan a la
época de la romanización, es el cristianismo a través de los monasterios y
los hitos de acogida del Camino de Santiago el principal impulsor del vino
en la Comunidad Foral. De hecho, la Ruta Jacobea atraviesa diagonalmente
Navarra y está prácticamente franqueada por viñedos desde antes de Pamplona hasta Viana. El vino navarro primitivo era tinto y vermeyllo o clarete
y también se elaboraba un condimento llamado verjus, logrado a base de
fermentar uvas salvajes. La filoxera arrasó a finales del XIX el viñedo navarro,
que en pocos años pasó de 50.000 hectáreas a sólo 700. Los primeros años del
siglo XX se dedicaron a la reconstrucción del viñedo. Después, el movimiento
cooperativo agrario católico condujo al despegue de la viticultura gracias a la
creación de las cajas rurales y de las bodegas cooperativas. La primera de éstas
se fundó en Olite en 1991. La etapa más importante del vino navarro ocupa
las dos últimas décadas del siglo pasado, con la creación de la Estación de
Enología y Viticultura de Navarra (Evena), el nacimiento de muchas bodegas
particulares, la ampliación del marco varietal, el incremento de los vinos de
calidad y del número de barricas. Los vinos con Denominación de Origen
Navarra se elaboran con las uvas cosechadas en cinco comarcas muy distintas, como son Tierra Estella, Valdizarbe, Baja Montaña, Ribera Alta y Ribera
Baja. Los suelos de estas zonas son muy diferentes entre sí, al igual que la
altitud y la pluviosidad, que va desde los 448 litros por metro cuadrado
anuales en la Ribera Baja a los 683 de la Baja Montaña. De ellos, Valdizarbe
y Ribera Baja ofrecen la mayor producción, con un rendimiento de 6.000 a
6.700 kilogramos por hectárea en los últimos seis años.
La Denominación de Origen establece para los tintos de crianza la permanencia de un año como mínimo en barrica de roble y otro año en botella.
Para reserva, los tintos han de pasar un año mínimo en barrica de roble y
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
hasta tres años en botella. Los grandes reservas deben guardarse un mínimo
de dos años en barrica de roble y tres años más en botella. Los rosados y
blancos con madera, para crianza, han de estar seis meses en barrica y, para
reserva, como mínimo seis meses y el resto hasta los dos años en botella.
Para los grandes reservas, el envejecimiento es de cuatro años, con dos,
como mínimo, en barrica de roble. Estas características ofrecen unos vinos
tintos de entre diez y catorce grados; rosados de diez a trece y medio grados;
y blancos entre diez y doce grados y medio.
Los vinos de Castilla: Ribera de Duero
La Denominación de Origen Ribera de Duero ocupa una franja de territorio
-la del Alto Duero- que abarca los municipios de Burgos, Valladolid, Soria y
Segovia. El vino está ligado a Castilla desde la Antigüedad y la influencia de
los monjes cluniacenses durante los siglos XIII y XIV permitió el desarrollo
del viñedo y la elaboración de vinos en esta zona de España. El clima continental, una altitud media de 800 metros y un suelo arcilloso son un hábitat
muy apropiado para la variedad tinta del país -procedente del tronco del
tempranillo-, uva principal de esta denominación, que fue creada como tal
en julio de 1982, agrupando más de doce mil hectáreas de viñedos. Dos son
los tipos de vinos de Ribera del Duero. El primero es el de los rosados claros, frescos, de atractivo color y moderada graduación alcohólica, en cuya
elaboración han de contar como mínimo con el cincuenta por ciento de
las variedades tintas autorizadas y que fermentan en ausencia del hollejo.
El otro gran grupo es el de los vinos tintos, que se elaboran con un mínimo
del setenta y cinco por ciento de la variedad tempranillo y en todo caso el
coupage con la cabernet-sauvignon, merlot y malbec no debe superar el
noventa y cinco por ciento, lo que significa que la garnacha tinta y la albillo
no se puede utilizar más de un cinco por ciento. Pero no hay duda de que
la popularidad de que gozan estos vinos es imposible comprender sin la
influencia del Vega Sicilia, bodega fundada a mediados del siglo XIX, y que
curiosamente y a pesar de ser uno de los vinos más exclusivos y caros del
mundo, fue vino de mesa hasta la aprobación de la denominación que ahora
los acoge, que surgió en 1982 fruto del esfuerzo de un número creciente de
bodegueros que impulsaron la fundación de la DO y su Consejo Regulador.
485
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
La medida fue un éxito y sus vinos se encuentran en estos momentos entre
los más prestigiosos de España. Los vinos jóvenes tienen un marcado acento
frutal (con predominio de moras) y aguantan perfectamente hasta un año
después de la vendimia. Los vinos con crianza (crianzas, reservas y grandes
reservas) destacan por su elegancia y son cubiertos y especiados.
El Bierzo y Doña Mencía
Hace más de dos milenios que Plinio El Viejo y Estrabón se referían a la
existencia de viñedos en la comarca del Bierzo. Por otra parte, es sabido que
los romanos impulsaron de forma vital el desarrollo de la vitivinicultura en
esta zona. Sin embargo, la mayor y más importante expansión de los viñedos
estuvo vinculada a los monasterios medievales, por ser el vino parte central
del rito de la consagración y por su consideración como un alimento básico
de la dieta. Por si fuera poco, al amparo de la ruta jacobea nacieron nuevos
monasterios, surgieron pueblos y aldeas y a su calor se plantaron más y más
viñedos. Sin embargo, las constantes guerras sufridas y el progresivo distanciamiento de los centros de poder hicieron que el Bierzo cayera progresivamente en el olvido.
Los viñedos se extienden por 7.500 hectáreas de terreno, la mitad de las
cuales se encuentran amparadas por la DO, a una altura media de 500 a
650 metros por encima del nivel del mar y a lo largo de los diferentes valles
siguiendo los cauces de los ríos. En las zonas bajas predominan los suelos
aluviales y en las altas, los de contenido más pizarroso. Además, la montaña
protege a la región de los extremos climáticos y destaca por la belleza de su
paisaje, fundamentalmente en la zona de Las Médulas. El Bierzo se articula
en torno a dos centros de producción, Villafranca y Cacabelos, y obtuvo el
reconocimiento oficial como zona productora en 1989. Así, los bodegueros
comenzaron a incorporar tecnología para empezar a elaborar sus nuevos
vinos de calidad, cuando desapareció la práctica de mezclar con vinos procedentes de otras zonas. La variedad más apreciada es la mencía, una uva
tinta que parece que está emparentada con la cabernet francesa y con la
prieto picudo portuguesa, que produce vinos de color intenso y aptos para
la crianza. Es una uva productora de excelentes tintos y rosados y tiene una
gran potencia y diversidad en aromas primarios, ofreciendo vinos suaves y
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
aterciopelados. También está autorizada por el Consejo Regulador la garnacha. Además, para blancos se utilizan la godello y la doña blanca.
Galicia y la magia de sus vinos
Galicia posee cinco denominaciones: Monterrei, Rías Baixas, Ribeira Sacra, Ribeiro y Valdeorras, cada una de ellas con características diferentes
marcadas por factores como el suelo, el clima y las variedades empleadas.
Como en el resto de las denominaciones del Camino, el vino llegó a estas
tierras con los romanos y su presencia se vio reforzada por los monasterios y
después por el influjo de la Ruta Jacobea. A mediados del siglo XIX, Galicia
contaba con 50.000 hectáreas de viñedo. Sin embargo, el mildíu, el oídio y
finalmente la filoxera causaron daños irreparables y cambió de forma inexorable el paisaje de muchas comarcas. La solución llegó con nuevos pies más
resistentes que se conjugaron con las variedades autóctonas para dar paso a
los nuevos caldos gallegos. Ribeiro es una de las denominaciones más antiguas. Su ámbito de producción se centra en la parte occidental de Orense.
Sus vinos son jóvenes, moderadamente ácidos, ligeros y con combinaciones
de aromas afrutados y florales que casi siempre resultan sorprendentes. La
Denominación de Origen Valdeorras ocupa gran parte de la cuenca de los
ríos Sil y Jares. Hay que diferenciar, por su clara superioridad, los monovarietales, tanto a base de Godello como de mencía. Los blancos elaborados
con godello son de fino aroma afrutado, color amarillo rosado o pajizo, bien
equilibrados, estables y de retrogusto completo. Los monovarietales a base
de mencía se definen como vinos tintos de intenso color púrpura y elegante
aroma frutal. Los vinos de Rías Baixas son fundamentalmente blancos y están
considerados entre los mejores del mundo, gracias al influjo de la variedad
albariño, aunque hay otras de gran calidad como treixadoura, loureira, caiño
y espadeiro. Su zona de producción se extiende por la parte sur de Pontevedra, en tres subzonas, con suelos arenosos, poco profundos y con un clima
suave, templado y húmedo. Estos caldos han experimentado en los últimos
años un notable aumento en su calidad y presentación, aunque su Consejo
Regulador data de finales de la década de 1950. El albariño ocupa la mayor
parte de la superficie vitícola de la zona y la tradición recuerda que fueron
los monjes en el siglo XII quienes trajeron hasta Galicia las primeras cepas.
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
En los vinos de Ribeira Sacra las variedades más importantes son mencía,
albariño y godello, uvas con las que se elaboran vinos aromáticos de gran
calidad, mayoritariamente tintos. En esta zona, localidades como Pantón,
San Esteban o Bóveda recuerdan como pocas la vinculación de los vinos al
mundo románico. Monterrei tiene casi 3.000 hectáreas de viñedo en la zona
oriental de Orense. Sus caldos son equilibrados y de graduación media.
La Rioja, historia de un sueño
La preocupación permanente de La Rioja por la calidad de sus vinos hunde
sus raíces en el lento devenir de los siglos. Y como ejemplo se puede señalar
una orden promulgada por el alcalde de Logroño en 1635, por la que se prohibía el paso de carruajes por las calles contiguas a las bodegas «por temor
a que la vibración de estos vehículos pudiera alterar los mostos e influir en
la maduración de nuestros preciosos caldos».
El primer antecedente histórico de la Denominación de Origen Calificada
Rioja se sitúa en el siglo XVI, en 1560, cuando los cosecheros logroñeses
eligieron un símbolo que fuera testigo de la calidad: un anagrama que correspondía a un entrelazado de las iniciales de los apellidos de los componentes, que se grababa a fuego en los pellejos que se enviaban al exterior. La
aparición del oídio de la vid, una enfermedad de la cepa, preparó la fase de
renovación de los vinos.
La filoxera y la revolución del Rioja
En la segunda mitad del siglo XIX se produjo en Europa otra enfermedad: la
temible filoxera. Arrasó los viñedos franceses en 1867 y en La Rioja no se
detectó hasta 1889, lo que hizo que los viticultores galos se acercaran a lo
que entonces se denominaba provincia de Logroño en busca de vino riojano
para hacer sus burdeos. Para 1880, una gran parte de los municipios riojalteños, con Haro a la cabeza, habían conectado con empresas vinícolas de
Francia, fundamentalmente de la zona de Burdeos. Éstas adquirían vino con
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
el que abastecían a través del ferrocarril a las escasas producciones francesas, aportando a su vez a los viticultores riojanos el modelo bordelés para
la elaboración y envejecimiento, con lo que los caldos ganaban en aroma
y en sabor.
Viteus vitifolii fitch, la filoxera para el común de los mortales, es un homóptero que cuando alcanza su madurez apenas llega a medir un milímetro. Es
semejante a un pulgón -tiene forma de pera- de color amarillento y sus alas
cuando permanecen en reposo forman un plano horizontal. Con el empleo
de las medidas fitosanitarias actuales su importancia es escasa, sin embargo,
hace cien años se convirtió en la peor plaga que nunca ha padecido el viñedo
riojano y su incidencia fue tal que desde que se detectó en Sajazarra su primer brote el 5 de junio de 1899, las cosas nunca volvieron a ser iguales.
El periódico La Rioja se hizo eco inmediatamente de aquella primera aparición filoxérica en el ejemplar correspondiente al 6 de junio de 1899: «El
ingeniero señor Manso de Zúñiga comunica oficialmente el resultado del
conocimiento hecho en el término de Sajazarra, en el que ha encontrado
cuatro focos filoxéricos; el principal de sesenta áreas, otro de diez y los dos
restantes bastante menores (...). Al investigar la causa de la aparición del
insecto no encuentra otra explicación que el haber sido importado en sus
ropas o calzado por los trabajadores gallegos que se contratan en ciertas
épocas en toda la Rioja Alta».
Pero 36 años antes de que el viteus vitifolii fitch atacara sin piedad los campos españoles, ya había devastado gran parte del viñedo galo. Y aunque se
ha dicho muchas veces que los franceses arribaron a La Rioja por culpa de
la filoxera, Manuel Llano Gorostiza, en su libro ‘Los Vinos de Rioja’, señala
que llegaron en 1850, -10 años antes de sufrir la plaga- «por su creciente
vacío de hectolitros provocado por la podredumbre del oídio. No eran de
Burdeos, sino de Montpellier y Bruselas». París estaba preparando su Exposición Universal de 1855 y había que atender a sus clientes habituales. Más
tarde, la invasión filoxérica en Francia hizo el resto. La Rioja resultó momentáneamente beneficiada por la desgracia francesa, ya que se prodigaron por
nuestra tierra los negotiants comprando vino y embarcándolo con destino a
su tierra para «procurar acallar los estragos de la filoxera». La exportación de
caldos riojanos no fue fácil, incluso el Gobierno francés intervino gravando
a los vinos españoles con cinco francos por hectolitro, mientras que los de
otras naciones europeas sólo pagaban 0,30 francos.
Sin embargo, se abrió un mercado que parecía inagotable y los terrenos
dedicados a la viña se duplicaron en veinte años. Como indica el historiador
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
Andreas Oestreicher, La Rioja hacía el papel de suministrador de materia prima (uva y vino) para una industria extranjera que después la transformaba.
Más adelante, con la cada vez más acusada tendencia proteccionista francesa, la recuperación de su plaga y la crisis del mildiu repercutieron gravemente en el sector riojano: sobreproducción, caída de precios y paro agrícola. Y
en aquel momento, cerrados definitivamente los mercados franceses para el
vino riojano, la elaboración de un caldo de cierta calidad se demostró como
la única alternativa viable.
Llegó la hora de las bodegas industriales gracias a los bajos precios y su
capacidad de imponer criterios en las cotizaciones de los vinos. La acumulación de capitales tras aquellos veinte años dorados y la ausencia de
competencia francesa por las medidas arancelarias españolas en respuesta
a las del país vecino configuraban el marco de la viticultura riojana cuando
fallecía el siglo XIX.
Y en aquel caldo de cultivo apareció el temido insecto filoxérico en La
Rioja. La plaga redujo a menos de la tercera parte la superficie de viñedos
en sólo diez años. Oestreicher afirma que la única solución del problema
pasaba (como hicieron los franceses) por la replantación de la totalidad del
viñedo mediante injertos sobre pies de cepas americanas, las únicas resistentes. La introducción de estas plantas y el establecimiento de viveros encontró una oposición masiva entre los viticultores riojanos, quienes temían que
incluso favorecieran la invasión de la plaga en las zonas menos afectadas.
Además, estaba el alto coste de la replantación. Se dijo que aquello era ‘cosa
de ricos’ y algunos propietarios sufrieron diversas agresiones por parte de
pequeños agricultores y braceros, que creían que la repoblación iba a significar la desaparición de sus majuelos. Subyacía, sin duda, un conflicto de
clase: «¡Abajo la vid americana, que salga el riego!», gritaban desesperados
demandando soluciones reales para su situación, como la posibilidad de
cambiar de cultivo mediante proyectos de riego.
Un gallego, el viticultor Guillermo Varela, ofreció una barata extinción de
la plaga. Pidió que se depositaran 250.000 pesetas en el Banco de España,
y que si se demostraba que su antídoto acaba con la filoxera, a los tres años
y medio le sería entregada dicha suma. Hasta 69 localidades riojanas llegaron a un acuerdo con Varela. Se demostró que el procedimiento del gallego
fue nulo y se desplomaron las protestas contra las plantaciones americanas;
la repoblación del viñedo riojano comenzó su lenta andadura: primero los
grandes propietarios (1904-1910) y después, los pequeños agricultores con
el apoyo de la Caja Vitícola Provincial.
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
La filoxera llevó al sector vinícola riojano a dos cotas hasta aquel momento
inimaginables: un auge sin precedentes al principio y, cuando la plaga llegó
a la región, la mayor crisis de su historia. De aquellos años data el proceso
de emigración riojana hacia América; en 1910 más de 20.000 conciudadanos habían partido hacia el nuevo mundo buscando mejor fortuna. La Rioja
sufrió la filoxera en sus vides y sus gentes. Como siempre, las grandes crisis
afectan a las economías más débiles, de ahí que cuando se empezó a repoblar los viñedos riojanos con plantas americanas, los pequeños agricultores
y los braceros temblaron por el miedo que les suscitaban aquellos cambios.
«Eso es cosa de ricos», decían a la vez que gritaban lo del riego con la esperanza de no ver perdido del todo su medio de vida. La filoxera desató una
crisis social con manifestaciones como la de Cuzcurrita, donde aproximadamente 150 personas coreaban: «¡Abajo la vid americana!». Otros pequeños
agricultores incluso agredieron a los ricos propietarios que impulsaron las
plantas del nuevo mundo.
De hecho, la expresión más rotunda e inapelable provocada por la plaga
de la filoxera en La Rioja hay que buscarla en la emigración. Entre 1900
y 1910 más de 20.000 riojanos, jornaleros y escuetos propietarios en su
mayoría, se vieron obligados a hacer sus maletas, la mayoría con destino a
América. La Rioja Alta fue la zona más afectada por la emigración al carecer
de alternativas a la viticultura. Otras consecuencias fueron la grave crisis
financiera de las instituciones y la alta conflictividad social.
1899. En Sajazarra, el primer brote filoxérico
Se encienden las alarmas en La Rioja: en Sajazarra aparecen
las primeras viñas afectadas. Diario La Rioja señalaba en sus
páginas: «No quisimos creer los rumores alarmantes que corrían
respecto a haberse declarado esta terrible enfermedad en el
viñedo de la próxima viña de Sajazarra, pero por desgracia
para los viticultores y para todos, el hecho es cierto. En unas
cepas se apreció la presencia del parásito».
1903. El falso antídoto de Varela
Un viticultor de Orense propone una curación barata de los
viñedos riojanos afectados por la terrible plaga. Hasta 69
municipios apoyan a Varela y confían que devuelva la salud a
sus vides, creyendo que la replantación de cepas americanas
sería aún más ruinoso para ellos. Varela fracasa y La Rioja
se entrega a la repoblación siguiendo el ejemplo de los
agricultores franceses.
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
1910. La Diputación funda la Caja Vitícola
Desde 1904 hasta 1910 se realizan considerables esfuerzos
para reemplazar los viñedos riojanos por parte de los grandes
propietarios (algo más de 8.000 hectáreas). A partir de 1910,
cuando la Diputación de Logroño funda la Caja Vitícola,
se abren las posibilidades de replantar para los pequeños
propietarios y se generaliza, en un proceso lento, por toda La
Rioja.
Por la ruina hacia la catarsis
Joan Corominas, es su ‘Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana’, describe cómo la palabra catarsis hunde su raíz en el término griego
katharós, que significa limpio. Y quizás el fenómeno filoxérico posee un aspecto catártico para la viticultura riojana: de un lado provocó un gran auge
tras la crisis francesa para después, y tras sumir a nuestros viñedos en su
periodo más negro, propiciar la renovación y la limpieza con plantas americanas y la búsqueda de caldos de calidad para que el sector riojano sacara
la cabeza tras el arrumbamiento postrero provocado por la plaga.
Guillermo de Aranzábal, del grupo bodeguero Rioja Alta, señala que el
apasionado sector riojano recibió un jarro de agua fría con la filoxera. «Son
años duros en los que el espíritu empresarial de los bodegueros se pone a
prueba porque las inversiones se antojan muy importantes. Nuestros fundadores consiguieron salir de la crisis convencidos de la necesidad de ir
hacia vinos de gran calidad y aumentar la oferta de vino embotellado. Se
introdujeron los pies de cepa americana, inmunes a la filoxera, para después
injertarlos con cepas autóctonas como el tempranillo. Antes -continúa Guillermo de Aranzábal- y gracias a la filoxera francesa, nosotros conseguimos
la técnica que necesitábamos para mejorar la calidad de nuestros vinos. Ésa
fue la gran ventaja de la existencia de aquella plaga».
Otra firma, en este caso Bodegas Corral, relata que el «impacto de la filoxera supuso un paréntesis» en la producción de sus vinos: «Martín Corral
se desplazó a América en 1909 en busca de soluciones y allí estableció
nuevas relaciones comerciales que le permitieron retornar nuevamente a La
Rioja con nuevas vides -portainjertos- no sólo para replantar todos sus viñedos, sino para suministrar los nuevos pies a otros agricultores, actividad que
compatibilizó con la de viticultor y la de bodeguero».
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
Marcos Eguizábal, de Bodegas Franco-Españolas, relata que esta empresa
«nació como consecuencia de la grave plaga que asoló a los viñedos de
Burdeos en la segunda mitad del siglo XIX. Monsieur Anglade visitó La Rioja,
compró tierras, plantó viñedos y junto a varios empresarios de la región fundó esta bodega con el fin de elaborar vino, criarlo y ser enviado a Francia».
Según el ‘Prontuario Filoxérico’, escrito por Mariano de la Paz Graells en
1879, la filoxera penetró en España por haberse admitido imprudentemente
en Málaga plantas del comercio francés, «aunque la plaga no llegó a La Rioja
hasta 1899. En el verano de 1900 afectó a muchos de los viñedos que Bodegas Franco-Españolas poseía en Rioja Alta y Rioja Alavesa. Sin materia prima
no se podía abastecer el mercado de graneles que demandaba Burdeos. Esto
derivó en la necesidad de una mayor especialización en la producción, un
incremento importantísimo en los embotellados y fundamentalmente en la
búsqueda incesante de mercados alternativos; de alguna forma se puede resumir con la siguiente frase: llegaron los bordeleses y nos hicieron despertar;
se fueron los bordeleses y nos mantuvimos despiertos».
En las Bodegas López de Heredia-Viña Tondonia tuvo una especial importancia su parcela de vid americana: «de esas cepas madres sacó nuestro
abuelo la madera para injertar sobre ella las viníferas clásicas de nuestra
región». Cuenta Pedro López de Heredia que Rafael, su abuelo y fundador
de la bodega, «no pensaba ser viticultor porque temía la inexorable visita
de la plaga a La Rioja. Cuando adquirió y roturó fincas, hacia finales de la
primera década de este siglo, los franceses habían vencido a la filoxera y él,
a su vez, creó sus propios campos de experimentación para proseguir sus
estudios sobre la mejor adaptación de los diversos portainjertos a nuestros
terrenos y variedades productoras, consiguiendo así magníficas calidades en
sus caldos».
Desde Bodegas Marqués de Riscal se señala que la filoxera trajo consigo
la disminución de las cosechas por efecto de la enfermedad y la renovación
de los viñedos sobre los pies americanos: «En la zona de Elciego, lugar de
nuestros viñedos, no hay ninguna referencia escrita que sirva de documento
de consulta, si bien dentro de nuestro Archivo Histórico y analizando las vendimias, observamos que tal y como consta en el Registro de Vendimias, documento C-13, nº 1, que abarca el periodo 1888 al 1913, existe una disminución
en las recolecciones de uvas, que tiene su inicio en 1903, dato que se repite
durante varios años. Unido a que a partir de ese mismo año se inician labores
de arranque e implantaciones y que se realizan sobre patrones americanos,
nos hace presumir que fue en 1903 cuando llega la filoxera a Elciego».
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
El origen del Consejo Regulador
En 1892 fue fundada la Estación de Viticultura y Enología de Haro, que desarrolló estudios de mejora de la viticultura riojana y en 1902 se promulgó
una Real Orden que definía el ‘origen’ para su aplicación a los vinos de
Rioja. Fue en 1925 cuando se aprobó un sello de garantía con carácter
de marca colectiva y se delimitó la zona Rioja. Al año siguiente se creó
el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Rioja, que quedó
formalmente constituido en 1953. El 3 de abril de 1991 una Orden Ministerial otorgó el carácter de Calificada a la Denominación de Origen Rioja,
primera en España que posee este rango y que en la actualidad comparte
con Jerez.
Los pioneros del envejecimiento
El ascenso por antonomasia de La Rioja comenzó con la introducción de
tinas de madera, lo que permitió poder expresar uno de los rasgos diferenciadores de estos vinos: la gran aptitud que poseen para el envejecimiento.
En 1876 Manuel Esteban Quintano había realizado los primeros intentos
con estos envases tras su primer viaje a Burdeos, pero el gran pionero del
envejecimiento en barrica fue Luciano Murrieta, quien después de diferentes vicisitudes políticas y siendo coronel de Dragones del Ejército español,
acabó desterrado en Londres (1843-1848) por su apoyo declarado al general
Espartero. En aquel exilio comenzó a alentar la idea de explotar las potencialidades vinícolas de La Rioja porque no entendía que el vino se empleara,
por ejemplo, para fabricar mortero. Como todos los seres adelantados a su
tiempo, tuvo que soportar muchas incomprensiones, pero por ventura el propio Espartero y su mujer, la duquesa de la Victoria, le brindaron sus bodegas
y viñedos para que iniciara su sueño. Sus primeras elaboraciones se destinaron a la exportación y, aunque de los dos primeros envíos uno naufragó en
el golfo de México, el que llegó a Cuba lo hizo en perfecto estado y obtuvo
toda suerte de parabienes, lo que le dio alas para fundar su mítico Castillo
de Ygay en una finca bellísima en la que los viñedos emboscan un singular
edificio repleto de barricas donde se crían los memorables vinos del Mar-
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SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
qués de Murrieta. Por su parte, Camilo Hurtado de Amézaga, marqués de
Riscal, también empezó en 1850 a apostar por los vinos criados. En su exilio
de Burdeos se entusiasmó con los vinos del Médoc y en 1860 hizo construir
una bodega en Elciego (Álava) con viñedos propios en una cuarta parte de
las 200 hectáreas de su finca. Con el paso de los años, un gran número de
expertos franceses, encabezados por Jean Pineau, se instaló en La Rioja, lo
que a la postre significó el gran comienzo de la historia de un vino que hoy
goza de fama mundial.
La DOCa Rioja no está limitada por las fronteras políticas interiores de
España, de hecho trasciende y de divide en tres subzonas: la Rioja Alta, al
oeste, conocida por sus finos y elegantes vinos; la Rioja alavesa, con sus
afrutados y enérgicos productos y la Rioja Baja, que va desde un poco más
allá de Logroño navegando hacia el este con el Ebro hasta Navarra (ocho municipios de la Comunidad Foral están amparados por la DOCa) y que ofrece
uvas tintas con gran potencial fenólico, estructura, cuerpo y una delicadeza
en el paladar cada vez más sorprendente. De hecho, las temperaturas más
altas de esta subzona proporcionan una cosecha más temprana y la variedad
garnacha es la que acaparaba históricamente el cultivo.
En una campaña del Consejo Regulador de 1985, el escritor taurino y gastronómico Néstor Luján señalaba así las zonas productoras de vino de Rioja:
«La Rioja está dividida, según el Consejo, en tres comarcas menores o subzonas. La Rioja Alta tiene por capital Haro, la bien llamada catedral del vino.
El terreno de esta comarca es más bien accidentado y su clima se distingue
por una gran pluviosidad, los inviernos son crudos y largos; los veranos,
fogosos y cortos. La Rioja Alavesa, desde Haro a Logroño, está expuesta al
mediodía. La solanera hace que estos vinos alaveses sean espesos, alcohólicos, poco ácidos, de aroma muy pronunciado, de un color pleno y denso.
En la capital de la Rioja Alavesa, Laguardia, recordamos haber catado estos
mostos de la zona, vigorosos y autoritarios, importantísimos. Finalmente está
la Rioja Baja, con Calahorra por capital. También ésta es tierra soleada, y las
cepas de su viñedo, al que sirven de asiento varios afluentes del Ebro -como
el Alhama, el Cidacos, el Leza o el Iregua- , producen unos vinos de alta graduación (...). Son caldos de gran capa vinosa, de pastosa suavidad, de escasa
acidez y de exquisito bouquet».
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La vendimia y el otoño en La Rioja
fernando díaz
SantÍsima Trinidad. Nunc est bibendum
En La Rioja la vendimia es un proceso lento y tardío que suele comenzar
en la primera semana de octubre por la Rioja Baja (Alfaro, Aldeanueva y
Calahorra) y se va trasladando sin solución de continuidad hacia el oeste
-Tudelilla, Logroño, Fuenmayor y Cenicero- remontando el curso del Ebro,
para culminar en Haro (al abrigo de los montes Obarenes) en un mes magnífico en el que además los viñedos multiplican sus valores cromáticos. La
Rioja estalla multicolor tras la vendimia. Ha llegado el otoño del terruño y
por eso los lomos de las laderas afrontan el bazuqueo de los rayos del sol
en un singular crepitar de luz y brillo antes de rendirse al invierno, cuando
las hojas de los viñedos caigan al suelo para engordar la mineralidad de la
tierra.
Las viñas se alimentan a sí mismas en un círculo vegetativo que tiene un
momento de límpida belleza, de singular cromatismo entre octubre y noviembre, cuando la mayor parte de las uvas ya ha florecido entre la levadura
y los primeros y esperados caldos del año se trasiegan por mesones, casas,
fiestas y restaurantes de todas las geografías. Tras las vendimias llega la primavera a las bodegas a la vez que el otoño aflora en las laderas de San Vicente y la singular y rocosa Sonsierra de sus espaldas, en las herraduras como
hogazas de pan que dibujan los meandros del Ebro por Baños o San Asensio,
en Briones o en el Soto de los Americanos, cerca de la Finca Igay, donde dos
carreteras surcan un pequeño marecito colorado, ocre y limón maduro. Rugen los motores de los camiones y a su vera permanecen, ya casi dormidas,
las cepas en un incesante tintineo de colores. La civilización discurre entre
los renques a punto de aguardar a la primavera en el silencio del invierno.
Y es que las viñas, como los osos, hibernan, reponen fuerzas, se toman un
respiro para afrontar la nueva temporada con todo el corazón repleto. Dormir antes del vigor, la calma como preludio de la inexorable tempestad de
la que brotará en un año el magnífico elixir. Y entonces, antes de apagarse,
como en un singular canto de cisne, los viñedos entregan lo mejor de sí aun-
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que en la esfera de la belleza que cautiva por los ojos. Los hombres ya han
recogido los frutos: garnachas, tempranillos, viuras, mazuelos y malvasías
ofrecen sabores y aromas diferentes y envejecen distintas para las miradas.
Por eso es sencillamente deslumbrante el frenesí de tonalidades que se citan en La Rioja a medida de que el otoño avanza en el calendario. Y resulta
hermoso y paradójico pasear entre los viñedos y descubrir las variedades
por su forma de enrojecer: desde los tonos picotas y cerezas de los feraces
garnachos de Peña Isasa, a la suavidad de los pasteles ocres del tempranillo
peludo de las antañonas viníferas agrestes que se asoman a la bellísima carretera que discurre como un gólgota desde San Vicente a Ábalos.
El tempranillo se rinde al invierno con extrema dulzura, comprendiendo
sus razones, con una nobleza varietal que hace que los atardeceres desde
Cellórigo sean el remedo de un cuadro de Monet: luces perezosas que se
cuelan en el fondo de las viñas y que rebotan en unos cielos salidos de los
pinceles de Giotto: azules sin complejos, sin una nube, sin una mota que
empañe la insolencia de un sol que ha convertido el declinar del verano
en una inagotable sucesión de días iluminados, aún majados por un calor
tan tenue que sólo acariciaba la piel si se presentaba de frente al mediodía,
mirando a los ojos del horizonte, donde se confunde el carrasquedo o los
pinares con las últimas laderas agrestes, ésas donde sobreviven las cepas de
siempre, las que se retuercen sin corsés ni alambres, sin polisones, las que
dibujan leñosas ramas que parecen músculos ancianos, rústicos, empecinados, surcados por tremendos valles, por venas enrojecidas e hinchadas por
una savia vital que ahora regresa al corazón de la singular belleza de la vitis
vinífera riojana, la dura cepa de sarmientos hidalgos.
Y no se conoce muy bien si ha sido por la luz o por los efectos del cambio
climático el que La Rioja vitivinícola suele vivir unos finales de campaña
alucinantes; otoños madrugadores pero especialmente largos y secos, como
si las viñas no quisieran rendir definitivamente su fulgor a la entraña de la
tierra. Hay parajes en La Rioja donde los colores de los viñedos son especialmente caprichosos: cada majuelo un tono, casi cada renque, cada planta
dispone de su propia paleta para desafiar al repertorio inagotable del color, a
la intensidad de los marrones que desfilan en una increíble gama que se alza
carmesí o incluso rosa para resbalar con eficacia por la indescriptible traza
de violetas, añiles, cerezas, rosas palo, marrones mil veces entreverados,
ocres, rojos, anaranjados, amarillos pajizos, amarillos que coqueteaban con
el ámbar o con el negro más oscuro e indefinible en hojas que están a punto
de rodar yertas por el suelo a los pies de las vides.
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Un milagro cromático en Yerga
En la Sierra de Yerga, con el fondo de Alfaro a la derecha y Aldeanueva a los
pies, el otoño serpentea en un sinfín de tonos cada jornada. Hubo, incluso, un
día nublado en el que mientras llovía sin rencor cerca del pico de Gatún, las
viñas más altas de Quel y Autol (con La Pasada como testigo inalterable, a escasos cincuenta metros del amable alto de la Nevera) se refrescaban con una
nube que vino a visitarlas mientras aparecía el arco iris en el fondo de Castejón, con los pies en el valle madre de La Rioja. El paisaje era melodramático.
Un mar de viñas garnachas y tempranillas azotadas por el cierzo y el cielo gris
surcado por un arco multicolor abriendo el horizonte. Como en una película,
el espectáculo de la naturaleza se abría al afortunado espectador. Quizás no
duró más de cinco minutos; a lo más, seis o siete: tres capas de nubes altas
aliteraban tramas grises cobalto que se iban difuminando en el amplio cielo
del atardecer. Y debajo, las viñas, la inmensidad mediterránea del valle del
Ebro con la llanura navarra de Peralta, Azagra y San Adrián en el infinito.
Y aquí, en La Rioja, el paraíso de unos viñedos que parecen no tener
confines, que se desperdigan formando alfombras multicolores en el paisaje: suaves lomas verdes, sencillos alcores anaranjados o pequeños majuelos
amarillentos como las hojas de un libro castigado por los años. También, hileras perfectamente dirigidas para la vendimia mecanizada, desfile de viñas
quietas e inquietantes, unas todavía verdes refrescadas por un rayo de luz
solar que les venía desde el sur y otras casi naranjas, pero ya apagadas, sin
ese vigor de la primavera, sin esa savia que discurre hasta los pámpanos.
Algún frutal rompía la simpar rutina de los viñedos: manzanos estáticos y,
sobre todo, una gran profusión de novísimos olivos. Unos, sueltos y marcando el territorio del vino; y, otros, en oleadas de una docena al fondo.
Hay un agricultor, Gabriel Pérez Mazo (el fundador de Bodegas Ontañón),
al que le gusta rematar cada grupo de cepas con un olivo fortachón encaramado a un promontorio como si fuese un vigía del viñedo, una demostración
palpable de que ambos cultivos son muestras de civilización: donde campan
el vino y el aceite surge la literatura y la emoción, el sentido y el orgullo.
Y entre sinuosos valles, bancales de almendrucos (a veces, abandonados),
tablas de viñedos -unas grandes, otras más humildes- y olivos de muchas
generaciones, aunque mayoritariamente jóvenes que aguardan a mayo a su
esplendor blanquecino.
Los caminos polvorientos también se copan con extrañas viñas jóvenes
salvadas con conos blancos como si fuera un paisaje de sueños. Suelen di-
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fernando díaz
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visarse también tablitas sin recoger, con el fruto pendiente de un hilo. Y dan
tristeza porque parecen olvidadas, como si en mitad de la inmensidad un
niño no divisara a su madre y se sintiera alejado de algo tan proverbial y
necesario como la esperanza.
Es otoño en La Rioja y los paisajes de Cenicero o Fuenmayor se unen a la
piedra arenisca de sus iglesias, como la hermética Torre Fuerte de Torremontalbo o el monasterio de la Estrella de San Asensio, que preludia las lenguas
que deja el Ebro en sus fértiles riberas.
Nada que ver, por cierto, con la tierra colorada del Najerilla, donde los
viñedos son todavía más rojos, más intensos, más provocativos; desde Camprovín hasta Cárdenas o Cordovín. Sin olvidar las dos Arenzanas o ese rincón bellísimo que discurre desde Uruñuela siguiendo el curso del Najerilla
hasta los predios de Hormilleja y que muere en Torremontalbo.
Cerca de Logroño también hay una inmensidad de viñas de camino hacia
el oeste. La capital está rodeada de viñedos: los de los tres marqueses, los
que casi llegan hasta el Castillo de Clavijo; Jubera y Leza por detrás y el
Iregua a sus pies, los de Navarrete y el Cortijo con su montaña achatada en
una mesetilla que siluetean los meandros del río. Allí la luz no se an
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