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PROSISTAS MODERNOS
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TECA LITERARIA DEL ESTUDIANTE
DIRIGIDA
POR
RAMÓN
MENÉND'EZ
PIDAL
TOMO IV
A:
PROSISTAS
T_
MODERNOS
SELECCIÓN HECHA POR
ENRIQUE
Dibujos
DIEZ-CANEDO
de F.
MADRID,
I N S T I T U T O
JUNTA
PARA
Marco.
MCMXXII
—
E S C U E L A
AMPLIACIÓN
DE
ESTUDIOS
TIPOGRAFÍA DE LA " R E V I S T A D E A R C H I V O S " , OLÓZAGA,
J,
MADRID
DE LA MORA
L a dehesa de la Mora, situada cerca de la Pesqueruela, tiene, como ésta, una pradera sombreada de u n
bosque de robles, con varios manantiales y arroyuelos
que se deslizan por aquella colina
con un manso ruido.
que del oro y del cetro pone
olvido,
como dijo fray Luis de León.
E n tiempo que la dehesa de la Mora pertenecía
a un amigo mío, y en un día en que yo me hallaba
en casa de éste, dos niñas, de doce años la mayor,
hijas suyas, me mostraron dos plumitas, una de hermoso verde y otra del amarillo más brillante,
i Ave quizá la más hermosa de nuestro suelo. Tiene: el
pico encarnado, el cuerpo manchado de amarillo, verde y
negro, negras también las alas y la cola, y amarillas las
extremidades de sus plumas. Se mantiene de insectos y
bayas. (Nota
del
autor.)
JOSÉ
SOMOZA
• — Y ¿quién h a dado a ustedes estas plumas?
—pregunté.
— E l chico defl guarda de l a dehesa de la M o r a
— r e s p o n d i e r o n — . Como su p a d r e e s tan buen cazaragfa| ha cogido la pájara, pero sin herirla, que n o
[ S f i j i r ó , y el chico nos la ha traído; pero dice que n o
' caifta.\y que estas aves no saben otra cosa que silb o t e a T , y como tiene unas plumas tan bonitas, diji, mos ¿nclsotras que habíamos de hacer con ellas un*A*y<fehte, porque cuando jugásemos con las raquetas
'x!//MUgpa muy vistoso. Entonces el chico la arrancó
estas plumas antes de que la metiésemos en la jaula.
(
l
— L a s familias de los cazadores, siempre feroces—dije para mí—, a fuerza de mancharse con sangre,
se hacen insensibles. La agonía y el dolor de la inocencia les es indiferente. Meten en el morral al a v e
aliquebrada, y a la liebre la cuelgan de la pierna rota.
Conocí u n joven cazador de hurón que solía t r a e r
veinte conejos vivos, y se entretenía en soltarlos
dentro de su cuarto y ver cómo aquel bicho sanguinario los acometía y les roía los sesos.
— ¿ L a habrá dolido a la pájara el arrancarla est a s plumas? —preguntaron las niñas viéndome silencioso.
— M u c h o —les respondí—; tanto como si a nosotros nos arrancasen el pelo del cráneo, como si n o s
arrancasen las uñas d e los dedos, como si nos a r r a n casen la piel que nos cubre los miembros.
—I Qué h o r r o r ! —exclamaron ambas.
LA
DEHESA
DE
LA
MORA
Y marcharon y volvieron con la jaula en la mano
y las lágrimas en las mejillas.
—¡ Cúrenosla usted! ¡ Que sane! ¡ Que no se muera ! ¡ Que no tenga dolores la pobrecita!
Miré a la pobre oropéndola, que estaba anhelosa,
con las alas en arco, y abría y cerraba el pico como
para dar gemidos. La cogí, la registré, encontré la gotita de sangre de las dos heridas.
— Q u e traigan agua —dije— en una taza g r a n d e ;
que beba, que se b a ñ e : el agua es la primera necesidad en el dolor.
Mientras la una corrió a buscar agua, la otra me
arrebató el ave, y con s u s labios la enjugaba la sangre y la ofrecía saliva por el pico; pero dando sollozos que la ahogaban.
Cuando hubimos vuelto a meterla en la jaula, y
hubimos logrado verla bañar, sacudirse y sosegarse u n
poco, me ocurrió distraer a las niñas con un cuento.
— E s t a oropéndola —dije— se ha de volver a llevar esta tarde a la dehesa de la Mora, donde hay
aquella fuente.
— S í , señor —intefrumpieron—; de la Mora encantada, que la noche de San Juan sale a peinarse a
la luna.
— E s a fábula —les dije— no es tan entretenida
ni con mucho cómo la que voy a referir a ustedes.
N o era la Mora encantada, sino encantadora y
maga, y sólo dicen que se aparecía a los que se miraban en la fuente. Así es que los pastores y aldea7
JOSE
SOMOZA
nos se guardaban de acercarse; sólo una pobre muchacha, la más boba del contorno, obligada por la
sed y hostigada del calor, tuvo un día la temeridad
de penetrar en aquellas deliciosas sombras y a r r o jarse de pecho a beber en aquellas frescas aguas.
Miró en el terso espejo de la fuente, y vio, ¡qué portento!, una angélica hermosura de sonrisa irresistible, y cuyos negros cabellos ondeaban en torno de
un semblante y de u n cuello de alabastro. " ¡ A y !
¡Quién fuera tan hermosa!", e x d a m ó la muchacha.
" T ú tienes esa dicha y esa suerte", respondió la
encantadora presentándose. " S o y la maga del placer, y quiero que el mundo te admire y te goce."
E n aquel mismo instante se encuentra la muchacha
en un jardín de embalsamado ambiente, rodeada de
caballeros que la acatan, la siguen y enamoran. U n a
deliciosa música la conduce hasta ei salón de u n
suntuoso palacio donde le espera un delicado festín,
y en él consumen el día. La noche se pasa en danzas,
juegos y escénicos espectáculos.
Tal era la vida de la joven feliz, y las horas, los
días y los años se deslizaban sobre ella sin sentirlos.
P e r o su robustez y su salud comenzaron a debilitarse. Su pulso era frecuente, y sus sienes estaban
como comprimidas. Siempre un tedio insoportable
la acometía, la ahogaba y no la dejaba gozar. Suspiros involuntarios y lágrimas indiscretas salían de
sus labios de clavel'y de sus menguas pestañas. " ¡ Ay,
quién se viera pobre y con sailud!", exclamó abu8
"Tú tienes esa dicha y esa suerte",
respondió la encantadora presentándose.
DEHESA
DE
LA
MORA
rrida un día. Al momento la maga se lo concedió^
Volvió a hallarse en el corro de sus compañeras,
espadando lino y cantando al compás de la espadilla
en tono alegre las tonadas del p a í s ; comiendo las
sopas de ajo de pan de centeno y bailando al p a n d e ro los domingos.
E n uno de estos días bajó de su aldea a coger
zarzamoras y se halló cerca de la fuente encantada.
Quiso mirarse en sus aguas, pero se horrorizó ar
verse. Su cara estaba cubierta de pecas p a r d a s ; su
frente y su garganta, tostadas y despellejadas por et
sol y el aire, y su cabeza, toda cubierta de tamo y tascos de estopa. " ¡ A y ! —-gritó la desdichada—. ¡Yo l o
renuncié todo, pero no el ser h e r m o s a ! "
Al instante la.maga se la apareció y la dijo indignad a : " P u e s t o que no te bastan 'la salud y la paz de la
vida ganada con la espadilla, ve a ser la más h e r m o sa, como la más estúpida de las aves que cruzan los
aires. T u hermosura será t u desgracia; los hombres
te cazarán para su diversión, lo mismo que cuando
eras cortesana." Y dándoía con su vara la convirtió
en oropéndola.
Feliz hubiera vivido en el bosque sombrío a la
orilla de la fuente, picando zarzamoras y frambuesas, y silboteando, en fin, como las de su especie.
P e r o ¿ para qué había ella ansiado la hermosura, sino
para ostentarla, para ser admirada, envidiada y aplaudida? Se balanceó en las copas más altas de los álam o s ; fué vista, espiada, cogida en una red, llevada a
j -
rn ' "
JOSÉ
SOMOZA
l a ciudad y vendida a unos niños muy antojadizos y
m u y mal criados.
Estos se divertían en hacer mal, no sólo a los animales repugnantes a la vista, como acostumbra desgraciadamente todo muchacho, toda mujer o todo
hombre vulgar, para quien el murciélago inocente
tiene pena de ser crucificado, y el lagarto inofensivo
e s reo del suplicio de horca, sino que estos señoritos se complacían en atormentar hasta a los animales a quienes tenían cariño. A un doguillo muy
pequeño, a quien habían quebrado la nariz para que
n o creciese, le pusieron un día un cohete atado en
el lomo para que, dándole fuego, fuese a estrellarse
contra la pared. Tardes enteras pasaban en el corral
de su casa administrando al gallo lavativas. A un
asno que toleraba que montasen todos (eran tres los
chicos) sobre su lomo en pelo, y caminaba con ellos
adonde y como querían, le metieron debajo de la cola
un puñado de moscas de caballo; esto ya aquel estoico animal no lo sufrió sin levantarse en coces, y
-dejó sin un diente al mayorazgo. A tales manos vino
l a oropéndola.
F u é extraordinario el cariño que la tomaron los
tres. N o había de comer ni de beber cuando quería,
sino cuando querían ellos; no de lo que a ella le
gustaba más, sino de lo que a ellos mismos les g u s taba, y como eran tres, había de comer tres veces:
u n o le daba crema y café, otro prefería las pastas y
vinos y otro estaba por la pesca y los helados. L a
12
DEHESA
DE
LA
MORA
desgarraban eil pico para engargantárselo, y no l e
daban tiempo para hacer la digestión. L a interrumpían el sueño entre la noche para enseñarla a su»
amiguitos, y aun fué la admiración de la tertulia
muchas veces en que graves personajes y viejas del
o t r o hemisferio la prefirieron a sus guacamayos.
P e r o como ni hablaba, ni cantaba, ni tenía ninguna habilidad, cesó el entusiasmo y vino de repente
la catástrofe. Habían visto los chicos (por desgracia) un loro disecado, y me cogieron a la desgraciada, la abrieron de arriba abajo, la arrancaron las.
entrañas y, atravesada de alambres, sirvió de a d o r n o
en una rinconera, con aplauso del padre, que creyó
ver en cada uno de sus hijos otro conde de Buffon.
Tal fué la suerte de aquella h e r m o s u r a ; y asf
concluyó mi cuento, al cual habían estado las dos,
niñas sumamente atentas, sin dejar de mirar a menudo a su oropéndola.
—¡Pobrecilla! —exclamaron una y otra—. ¡ M e jor ha de ser soltarla en la dehesa de la Mora, donde nadie la vea ni la inquiete!
Así lo hicimos, encargándola mucho las dos niñas,.
con lágrimas en los ojos, "¡que no volviese a ser
boba! ¡Que no volviese a remontar el vuelo!
¡Que
no volviese a mirarse en la
fuente!"
(Obras de don José Somoza. Artículos
edición corregida y aumentada. Madrid,
prosa y verso de don José Somoza con
y un estudio preliminar, por don José R.
ja. Madrid, 1904.)
13
en prosa. Nueva,
1842.—uoras en
notas, apéndicesLomba y Pedra-
CECILIA B Ó H L DE
FABER
FERNÁN CABALLERO
1796-1877
LOS
DOS
AMIGOS
Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llan u r a de Andalucía árida y estéril. N o corrían por
ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban
allí algunos espinos, lentiscos y áloes, cuya dureza
resiste el rigor de las estaciones. U n furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava
d e volcán. El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera,
¿ellos durmiendo y él cantando!
Veíanse sobre esta llanura, el 20 de agosto de 1782,
las muestras de un reciente combate: caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de san-
CECILIA
BOEHL
DE
FABER
gre. A lo lejos desfilaba en buen orden u n destacamento inglés. A otro lado, el Comandante de u n escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se
retiraban con la calma de vencedores.
E n el que había sido campo de batalla, u n joven,
sentado en una piedra al pie de un acebuche» apoyaba
en el tronco su pálido r o s t r o ; mientras que otro j o ven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba
detener con un pañuelo la sangre que le corría del
pecho por una ancha herida.
— ¡ A h , Félix, Féllix! —exclamaba con la mayor
angustia—. ¡ V a s a morir, y por mi causa! H a s recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿ P o r qué, generoso amigo, me libraste de una
gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor ?
— N o te desesperes, Ramiro —le decía su amigo
con apagada voz—. Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal.
E n t r e tanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano,
que supo vengarme, está herida también?
— ¡ Socorros — decía Ramiro sin escucharle — ,
prontos socorros podrían sólo salvarte! P e r o aislados,
abandonados como estamos, ¿ cómo te los podré p r o curar? N o me encuentro capaz de separarme de t i ;
pero, Félix, ¡moriremos j u n t o s !
15
LOS
DOS
AMIGOS
E n este momento oyeron el galope de un caballo.
Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado
por donde el ruido se sentía, y descubrió a su fiel
criado, que, habiéndolos perdido en el combate, los.
buscaba lleno de inquietud.
Félix del Arahai y Ramiro de Lérida pertenecían!
a dos familias unidas mucho tiempo hacía por la
amistad más sincera. Educados juntos, servían en u n
mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron d e
capitanes, habiendo sido pajes del rey.
Félix, de alguna m á s edad que Ramiro, con u n
carácter más firme, con un temperamento más t r a n quilo y con razón más madura, tenía sobre su a m i g o
un ascendiente que, en vez de disminuir la t e r n u r a
de su amistad, añadía a este sentimiento, en el uno,
la consideración y reconocimiento que inspira la p r o tección que se recibe; en el otro, el interés y apego
que engendra ía protección que se concede. Después
de tan evidente prueba de afecto como la que Félix
acababa de dar a Ramiro, exponiéndose a morir por
salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia,
el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo
ya no tuvo límites. L e miraba como a su ángel tutelar, y extremoso como era, habría destruido sus fuerzas y su salud asistiendo a su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix
no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad
que le prestaban su amistad y su estado doliente.
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CECILIA
BOEHL
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DE
FABER
P o r las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibrakar, desfijaba el regimiento de la Princesa, precedido de una música militar,
irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban a los balcones para ver a los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con
sus miradas lisonjeras.
—'Mira allí, y verás ¡por vida m í a ! una hermosa
mujer —dijo Ramiro a Félix, que marchaba a su
lado.
Ailzó Félix la cabeza, pálida aún, y vio en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad a u n a
joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de
las macetas de flores que cubrían su balcón, como
una hora de felicidad precedida por las de la esperanza.
— E r e s buen hurón para descubrir muchachas lindas —respondió Félix sonriéndose.
P a s a r o n ; pero Ramiro volvía de cuando en cuando
la cabeza a ver de nuevo a aquella que había llamado
tanto su atención, mientras que ella seguía también
con sus miradas a los dos oficiales: el uno, alto,
pálido, de porte interesante y noble; el otro, m á s
pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo.
—Al menos, si no muy brillante, podemos decir
que estuvo bien alegre el baile de anoche —decía R a miro a un grupo de oficiales reunidos en la plaza de
la ciudad.
17
iv.—2
CECILIA
BOEHL
DE
FABER
—Debió parecerte así —contestó un teniente de
cazadores, cazador tan infatigable en el baile como
en el campo de batalla—, porque a fe mía que te divertiste en él muy bien.
—Basta ya de chanzas, señores —repuso Ramiro—. Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo
que ocasiona estas variedades y habladurías.
— Y a te veo en cuerpo y alma metido en una intriga —dijo Félix a su amigo al separarse de los demás—, pues te h a s formalizado. N o olvides, Ramiro,
la copla:
Yendo y viniendo,
fuíme enamorando;
empecé riendo,
1 y acabé llorando !
—¡ Reflexiones! ¡ Raciocinios! —respondió Ramiro—. Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡ Sabe Dios cuántas horas viviremos!
Además, pregunta a los viejos cuánto duraron sus
veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la
vida!
Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el
sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón,
miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el
horizonte, despertaba al universo como una campana
de luz. Vehemente como era, su amor había llegado
iS
LOS
DOS
AMIGOS
al último grado, por los insuperables obstáculos que
se le oponían. Mudas y temerosas entrevistas en la
iglesia; algunas palabras por la noche en la reja,
cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el
único alimento de su exaltada pasión; pasión en todo
joven, en todo lozana y en todo andaluza; sedienta
de lo futuro y sin pasado para vivir de recuerdos.
Maldecía Ramiro tantos obstáculos y se entregaba a
una verdadera desesperación. *
Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos,
que por dos veces fué necesario le advirtiera una
disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidente de Laura, pasaba por debajo de
su ventana, para que él lo notase. Apresuróse Ramiro
a bajar, y siguió a lo lejos a la buena mujer, n o atreviéndose a mirar a nadie por miedo de ser visto.
Después de muchos rodeos, María llegó a una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las
altas y severas paredes de un convento, y del otro,
las del jardín del Corregidor. Paróse entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él
abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas
palabras: " E s t o y libre esta noche y podré v e r t e . "
¡ Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento
de Ramiro careciendo de su ardiente alma y n o estando apasionado como él! Besó con d mayor ardor
el billete, que por esta vez no estaba empapado en
lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal traza19
IT"
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CECILIA
BOEHL
DE
FABER
das probaban la agitación con que se había escrito.
Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas
manos de la anciana María. Sacó después una bolsa
bien llena y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga benéfica. Mas la fisonomía
de María cambió de repente de expresión, enderezó
su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró a Ramiro de pies a cabeza con arrogancia e indignación.
—Señor, ¿quién ha creído usted que soy yo? —le
dijo—. Lo que acabo de hacer por amor de mi niña
puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia.
Y desapareció, entrándose por el postigo del j a r dín. Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para
desayunarse, quedóse espantado al encontrade entregado a la desesperación más violenta.
Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros
rizos, tiraba con rabia cuanto encontraba a la m a n o . . .
¡ rompía los muebles!
—¿ Qué tienes, Ramiro ? — l e preguntó.
Pero él sólo repetía:
—¡ Maldito sea el estado militar! ¡ Maldita esta d o rada esclavitud! ¡ Maldito el Coronel, tirano absoluto f
i Maldita la hora en que con estas charreteras recibí
una cadena que no me es posible romper!
— P e r o , hijo mío —le dijo Félix—, nada comprendo de tus arrebatos. ¿ H a s tenido algún disgusto con
el Coronel ?
20
¿ 0 5
DOÍ
AMIGOS
— i j A h ! —respondió Ramiro—. ¡ No se trata de
disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡ Nada teng o oculto para t i ! ¡ Toma y lee!
Dióle el billete de Laura, y Féúix, después que lo
leyó
— ¿ Y bien? —dijo.
—¡ Y bien! —replicó Ramiro—. ¿ N o soy yo el más
desgraciado de los hombres?
—Estos renglones —contestó Félix— me hacían
suponer lo contrario.
—I N o sabes, pues —exclamó Ramiro—, que estoy
nombrado de guardia para la avanzada ?
Félix se echó a reír.
— ¿ Y es ésa lia causa de tu desesperación? —le
dijo—. Eso sí que es propiamente lo que se llama
ahogarse en una gota de agua. Y o haré el servicio
p o r t i ; tú lo harás por mí cuando me toque.
Ramiro estrechó entre sus brazos a su amigo, diciéndole:
— F é l i x . . . Félix mío... naciste para mi felicidad;
eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra
d e flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu
ternura y tu amistad generosa?
— P e r o , ¿he hecho yo alguna cosa —contestaba
Félix— que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi
querido R a m i r o ?
Este no dio otra respuesta que estrechar a su
aimigo contra su corazón, tan lleno de amor y de
amistad como de esperanza y de gratitud.
21
CECILIA
BOEHL
DE
FABER
Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía.
¡ Qué dichoso se encuentra R a m i r o ! Estaba llena
de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su
ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el p r o fundo santuario de su corazón cuantas emociones p r o duce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. E n su éxtasis, n o
reparó en el Teniente de Cazadores, que salía a su
encuentro. Al verle quiso, haciendo el distraído, echar
por otro lado. Mas el Teniente se apresuró a unírsele,
diciendo:
—¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía
de servicio en la avanzada.
—Bien, ¿y qué? —contestó Ramiro.
—¡ E s una friolera! —respondió el de Cazadores—.
Los ingleses han hecho una salida, y el Comandante
del puesto ha sido muerto.
U n domingo del año 1833, muchas damas a d o r nadas con mantillas blancas, flores y cintas, muchos,
elegantes jóvenes, a pie y a caballo, se apresuraban
a llegar al paseo. Dirigíase la alegre multitud a la
izquierda, en tanto que a la derecha se observaba u n
contraste notable. U n misionero capuchino, subido
sobre el malecón, predicaba a un gran número de
gente del pueblo, que, en pie y con la cabeza descubierta, formaba en derredor suyo un círculo a ma22
O
LOS
DOS
"r
AMIGOS
ñera de abanico. A cierta distancia, u n inglés apoyado en un árbol dibujaba en su álbum el venerable
rostro del capuchino. U n paisano, mirando el dibujo
por encima del hombro del inglés, se sonrió y dijo
con la franca cordialidad española, a quien basta una
mirada para hacer conocimiento:
—¡ P o r vida mía, que se parece como un ojo de la
cara a su compañero! Usted es un gran pintor, señor,
y si usted es inglés, como pienso, muy ajeno estará,
al mirar a ese pacífico y santo varón, de que haya
echado quizá debajo de la tierra a algunos de los
abuelos de usted.
El inglés miró al español con admiración, y éste le
volvió a decir:
— S í , señor. ¡Valiente espada era la suya el año
de 1782! En el sitio de Gibraltar se distinguió m u cho, hasta que... P e r o es historia larga.
Suplicóle el inglés se la contara, y el buen h o m bre, que no deseaba otra cosa, le hizo la relación que
se ha leído.
—Viendo —añadió por último el español— con
tanta claridad el dedo de Dios, que le castigaba con
tan espantosa catástrofe, fuera de sí de dolor por
haber causado la muerte de su amigo, don R a m i r o
de Lérida sólo vio dos alternativas: morir o hacer
penitencia, j Gracias a Dios, era cristiano, y tuvo valor suficiente para escoger la última!
El inglés miró ya con un nuevo interés al misio23
CECILIA
BOEHL
DE
FABER
ñero. Tenía, por decirlo así, el microscopio que podía
penetrar aquella cubierta humilde y silenciosa.
Mas en vano buscó en aquel semblante envejecidos
surcos de lágrimas, un tinte de dolor o una mirada
que denotase un recuerdo. ¡ Todo había desaparecido
en aquella tranquila y venerable fisonomía! N o era
obra del tiempo esta total variación: una elevada
virtud había desprendido de este mundo su corazón y
conducídole a aquella altura en que, según el elocuente poeta Lamartine,
"¡Hasta el recuerdo huyó sin dejar huella!"
24
SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN
(EL SOLITARIO)
1796-1867
LOS
TESOROS
DE
LA
ALHAMBRA
L a carrera del D a r r o es la que, arrancando de la
Plaza Nueva, va a dar en la rambla del Chapizo,
subida del Sacro Monte de Granada.
P o r el siniestro lado se levantan edificios de magnífica traza, cortados por las fauces de las calles que
bajan de lo más alto del Albaicín, y a la derecha
mano, por su álveo profundo, copioso en invierno,
nunca exhausto en el estío y siempre sonante y clar o , viene el Darro ensortijándose por los anillos que
le ofrecen los puentes pintorescos que lo coronan.
D e ellos, el principal es el de Santa Ana, en cuyo
ámbito, y de la misma manipostería del puente, h a y
asientos o sitiales siempre llenos de curiosos, que en
las noches calurosas de junio y julio se empapan
allí del ambiente perfumado y voluptuoso que en pos
de sí lleva la corriente.
E r a n las vacaciones, y mi amigo y compañero don
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
Carlos, cerradas ya nuestras tertulias, nos citábamos
en tal sitio a cierta hora para ir juntos, y después d e
girar y vagar otros momentos al rayo de la luna,,
retirarnos a nuestra posada, a repasar los estudios
que tanto nos afanaban y que después tan poco nos
valieron.
Una noche (ya muy cercana a su partida para pasar el verano con sus padres) dieron las doce sin
haber acudido al sitio acostumbrado. Y a principiaba
yo a tomar cuidado por su tardanza, cuando lo vi
llegar más alegre y estruendosamente que nunca, y
apoderándose de mi mano con el afecto más cordial,
se me excusó de su descuido, y, como siempre, enderezamos hacia nuestra posada.
Aquella noche fuéme imposible hacerle entablar
discurso alguno de interés, y mucho menos de nuestras tareas académicas.
—Estudiemos por placer y no por obligación — m e
decía—. ¿Piensas que se apreciarán nuestros desvelos, aunque descollemos en la Universidad y logremos todos los lauros de Minerva? Si tal sucediera,,
¿cómo quedarían los necios?; y ya está decidido q u e
ellos han de campear siempre por el mundo.
Así diciendo, proseguía:
— D e hoy en adelante discurramos por pláticas
más sabias y no de tanto enfado, y ya que no p o demos atraer el sueño ahora, olvidemos las pandectas
y los códigos.
Diciendo esto, comenzó a presentarme sus proyec26
•j»
.
1
LOS
TESOROS
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DE
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LA
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n-
ALHAMBRA
tos, que no fueran mayores ni más espléndidos si
hubiera a mano un millón de pesos, y por sus a d q u i siciones futuras y por las haciendas que me había
de .regalar, y por los viajes que inseparablementehabíamos de emprender, lo dejé por loco o como»
hombre que se entretenía en fantasear las horas del¡
sueño y del descanso.
Al día siguiente, bien de mañana, estaba ya en subufete, sumando y figurando cantidades de un valorinmenso, y sin embargo de tener a mano el dinero
que su familia le envió para el viaje, me rogó que le
prestase tres monedas que fuesen de una a otra m a yores en otro tanto.
Respondíle que las monedas pocas que poseía n o
guardaban tad proporción, pero que para gastarlas
nada importaba aquella para mí circunstancia muy
extraña.
Se levantó sin replicarme ni un eco, y fuese p o r
la casa en demanda de monedas tan peregrinas, y a
poco volvió diciendo:
— E s mucho que nadie ha podido cumplirme el
gusto sino la persona que menos hubiera q u e r i d o ;
pero la fuerza ha sido contentarse con su buena
obra. L a vieja Car j a me ha dado tres monedas con
el requisito que yo pedía: son tres doblas; la primera,
de dos pesos; la segunda, de cuatro, y la tercera,
de ocho, y esta última preciso es que la tenga g u a r d a da muchos lustros ha, puesto que es de oro macuquino o cortado.
27
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
Y esto hablando me enseñó la dobla, que por el
reverso tenía los nombres de Fernando y de Isabel.
— L a vieja Carja —prosiguió mi camarada—, por
muy dulzaina que se muestre para conmigo, siempre
me es de mal agüero desde que el otro día, diciéndome la buenaventura cierta gitanilla que conoces,
me vaticinó que mis gustos se me habían de aguar
por manos viejas; pero en el asunto que ahora trato
no sé qué mal pueda inducirme.
Nos separamos sobre el anochecer y quedamos,
•como siempre, citados en el puente de Santa Ana.
Llegada la hora, y aún no había dado el cuarto para
las doce, cuando con paso vacilante y con él aire
más melancólico se me acercó, y tomándome por la
m a n o , fría como el granizo, tiró de mí para la posada, yendo yo tan confuso como espantado.
Sus suspiros me lastimaban sobremanera, y al t o c a r los umbrales de la puerta me dijo:
—¡ Qué maravillas vas a saber de m í !
Retirados a nuestro aposento, y yo más curioso
-que nunca, y temiendo el espíritu arriscado y de
aventuras de mi amigo, me senté sobre el borde de
la cama y esperé a que comenzase, como comenzó
así su razonamiento:
—Ayer, al asomar la noche, recogía el fresco por
el puente último que lleva al Avellano, y donde viene también a dar la senda que conduce a las espaídas
de la Alhambra. Solitario el sitio, y la hora a p r o pósito, me dejaba ir en alas de mis devaneos, cuando
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LOS
TESOROS
DE
LA
ALHAMBRA
una voz, cercana a mí en extremo, me sacó de misemsueños, diciéndome: '*jEres valiente? ¿Quiereshacer f o r t u n a ? . . . " Volví los ojos y me encontré a
dos pasos con un soldado de más que alta estatura,
con morrión d e cresta, con gola y vestes azules, cort
el rostro no desagradable, pero pálido y ceniciento,,
y con la voz, si bien honda y tristísima, nada desapacible. Llevaba terciada la espada del hombro, y en lamano apoyaba la pica obscura, pero de hierro muyluciente.
Considerándolo un breve espacio, y porque no d u dase de mi valor, le dije que estaba resuelto a todo, y
ordenándome que le siguiese, fuime en pos de él, ya
casi perdido todo recelo por haberme largado la pica
en que se apoyaba para que yo la condujese. El astil
era tan pesado, que casi la llevaba arrastrando, y sin
falta me prestaba la cualidad de invisible, puesto q u e
encontrándome con varios conocidos y amigos que
volvían de su paseo, ninguno hizo reparo en mi persona. Y a cercano aJ bosque, me dijo el soldado:
—Cuando lleguemos a las ruinas de los torreones(y cuenta con no equivocarte), haz lo contrario d e
lo que yo te mande.
Promedio así, y emparejamos con el baluarte de
la puerta de hierro, por donde se dice que Boabdil
salió huyendo de la furia de los caballeros Abencerrajes por la muerte de sus parientes.
Allí me dijo el misterioso guía que tocase cor*
la lanza, lo que me guardé mucho de ejecutar; p e r o
29
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
^cuando llegamos a la torre aislada de las almenas y
m e ordenó que no llamase, entonces la levanté y
-di con ella un gentil bote contra la muralla, la
cual maravillosamente se abrió de par en par, no
•dudando yo de seguir al soldado por aquellas obscuridades.
E n la estancia donde nos paramos no encontré más
^adornos que enormes tinajas enclavadas en la tierra,
y sentándose y haciéndome sentar el soldado sobre
las tapas de hierro que las cubría, me relató el encant o y prodigio más estupendo que puede forjar la
"imaginación más maravillosa.
Me dijo que desde la conquista de Granada est a b a preso en aquella torre, custodiando los crecidos
tesoros que los moros habían rescatado y escondido
d e los cristianos, cuyo empleo enojoso lo cumplía enfadosamente. Que le estaba permitido el salir de
t r e s en tres años para procurar su libertad, y que en
distintos trances se había dejado ver de algunos, para
que le facilitasen su rescate, pero que nunca logró
-el cabo y el fin deseado, pues de ellos, a unos les falt ó él valor, otros desmayaron en la mitad del camino
y muchos no llenaron los requisitos y condiciones
que se les habían impuesto, perdiendo así eJ premio
de su trabajo; y al decir eso levantó la tapa y sacó
d e la tinaja más cercana, como por muestra, el puño
lleno de 3a atena más fina de oro, que era lo que
reposaba en aquellos vasos.
— Y o entonces —prosiguió mi amigo— le aseguré
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LOS
TESOROS
DE
LA
ALHAMBRA
al soldado mi buen deseo y le ofrecí la fineza y esmero
más extremado, y que pudiera disponer de mí a su
t u e n albedrío, sin que los peligros pudieran arredrarme.
El soldado me respondió que no sería necesario
arriesgar mi persona, y que para dar comienzo a la
obra volviese a verle a la noche siguiente (por hoy),
•con tres monedas pedidas, pensadas y dobladas.
Pedíle la clave de este enigma, y me dijo que las
tres monedas habían de ser rogadas y tomadas de
u n amigo que, ignorando el fin misterioso de su destino, pensase que eran para el uso mío, y que últimamente fueran el doble la una de la otra. Bien encomendadas a mi memoria todas estas circunstancias,
me despedí del soldado, quien, para llamarlo cuando
{a ocasión llegase, me dio las señas de tres palmadas,
con tres palabras que hará una hora que recité y ya
las he olvidado con mayor espanto mío.
Separado de él anoche, tenía ante mis ojos la opulencia más rica, y en mi mano el hacerte feliz y poderoso, y ya reparaste la loca alegría que me dominaba.
N o perdiendo tiempo, me procuré las monedas misteriosas, que, al ver mío, llenaban los puntos acondicionados, y esta misma noche volé al torreón a r r u i nado, y dando las tres palmadas y pronunciando las
tres palabras que ya olvidé, se abrió al punto la m u r a lla, dejándose ver el soldado, con el rostro más triste y lastimado.
31
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
—Todo lo hemos perdido — m e d i j o — ; sé que h a s
hecho cuanto tu buen deseo te sugirió y cuanto estuvo en tu m a n o ; pero si bien las monedas son d o bladas, la mayor tiene el mal de pertenecer a los
reyes conquistadores de este suelo, Fernando e I s a bel, y para los usos que debieron servir no perdonan;
ios genios que aquí mandan ni el nombre ni la efigie
de entrambos héroes. Mira en prueba —me dijo— a
qué se redujo cuanto estos vasos contenían. Y destapándolos sucesivamente no me mostró sino ceniza. Y
estas urnas —prosiguió—, llenas de piedras preciosas,
que por fineza mía y adehala debida a tu buena v o luntad te destinaba, todas se han vuelto de carbón—>
Y era así como él decía, siendo las urnas como aquellos jarrones de porcelana que se conservan en los
Adarves, y fueron hallados en el aposento de la»
ninfas llenos de amatistas, topacios y esmeraldas.
El soldado se despidió tristemente de mí, diciéndome que aún pudiera tener esperanza dentro de tres
años, plazo necesario para que su visión pudiera
repetirse, sin temer yo nada por la seguridad de los
tesoros, pues estaban a salvo enteramente en t a n t o
que estuviesen en su custodia.
Salí de la muralla, y volviendo los ojos no vi sino
el lienzo liso y sin lesión alguna, yendo a buscarte
con el desconsuelo que puedes imaginar, pudiendodecir sólo que nada en el mundo podrá aliviarme el
pesar de haber perdido la mayor dicha y opulencia
32
LOS
TESOROS
DE
LA
ALHAMBRA
que puede esperar el hombre, habiéndolas tenido a
tiro de la mano.
P o r mucho que me parecieran disparatadas las razones de mi amigo, todavía lo vi tan cordialmente
afligido y con abatimiento tal, que tuve a mejor partido el consolarle con otros discursos no de más
compás que los suyos, y procuré que durmiendo recogiese con el sosiego algún poco de más de seso. Las
horas de la noche las pasó sin descanso alguno y
como en delirio, que llegó al frenesí más subido cuando a la siguiente mañana nos dijeron que la vieja
Carja había desaparecido, dejando muy mal olor
de sus acciones, que quién las calificaba de hechiceras, quién las presentaba por de un espíritu malo.
Con esta aventura, mi amigo no hacía sino repetir
el vaticinio de la gitana, y nada podía, no ya distraerle, pero ni aun picarle la curiosidad ni despertarle el gusto. En fin, partió para su país (cantón inmediato de las Alpujarras), donde le vi ir con gozo
mío, por parecerme que allí dejaría el peso de sus
cavilaciones, confesando la irritación de su fantasía.
Las cartas que me escribió casi me lo daban ya por
restablecido, cuando un veredero que llegó una tarde
a más andar me trajo de la parte de mi desgraciado
amigo el encargo encarecido de que fuese a darle
el último adiós, si es que quería verle antes de
morir.
P o r mucha diligencia que puse en mi viaje por
aquellas montañas, no llegué al lecho del moribundo
33
tf
SERAFÍN
ESTEVANEZ
SÍ
CALDERÓN
sino a la segunda tarde, cuando ya mi pobre y delirante compañero tocaba en la agonía. Al verme, m e
tendió la mano, y con lágrimas en los ojos me d i j o :
—Querido amigo, no he podido ser superior a mi
desgracia. El que tuvo ante la vista y destinadas para él tantas riquezas y tal poder y se le escaparon
de la mano, no debe sobrevivir. N o te olvides q u ;
la dicha tuya hubiera acompañado a la felicidad
de t u amigo. ¡Adiós!... ¡Adiós!...
Desde entonces no volvió a abrir los ojos, y a
pocos momentos expiró, siempre repitiendo:
— ¡ L o s tesoros de la Alhambra!... ¡ L o s tesoros
de la Alhambra!...
CATUR
O DOS
MINISTROS
Y
ALICAK
COMO
HAY
MUCHOS
Podrá el triste ser retirado
de su tristeza, pero nunca el
iralvado de su maldad.
Sentencia
árabe.
Caleb cabalgaba gentilmente en un magnífico asno
egipcio, dirigiéndose por el camino que, desde E s bilia, derecho guía a la ciudad de Córdoba, morada
entonces del Califa.
A proporción que la distancia del camino se abreviaba, el asno mostrábase muy ligero y andarín, como si el olor de una g r a n población y famosísima
34
CATVR
Y
ALICAK
corte Je anunciase el próximo encuentro de algunos
individuos de su numerosa familia.
El asno, digo, picaba tan sereno y con un pasitrot e tan reposado y suave, que el jinete, entregándose a su fantasía, iba diciendo en sus aderitros de
esta m a n e r a :
" E n las escuelas d e Cuf pocos igualaron, y ninguno descolló, sobre la reputación m í a : sé con puntos y comas las Suras ( i ) del Alcorán, las decisiones
d e la Zuna (2) y los dichos de los Cadís. Mis versos
se cantan por las hermosuras del harén, mis apuntes
d e historia el Visir los l e e ; nadie puede afrentarme
por mis acciones, y para mayor fortuna, los buenos
me quieren y los malos me odian. ¡ O h , buen A l á !
¡ Cuan bien hice de aplicarme al estudio y n o imit a r al imbécil C a t u r ! Y ¡cuánto mejor me fué el
seguir los principios del justo que no la perversidad
d e Alicak! ¡ O h , buen Alá, qué dicha tan completa
me espera!"
P o r mucha recreación que Caleb tuviese con sus
locos pensamientos, al entrar por una alameda que
sombreaba la senda por donde caminaba, le sacó de
su cavilación una voz que de es"te modo iba cantando :
Cada cual busca su igual:
tal para cual, tal para cual,
fortuna sentada adentro
al saber que un necio llega,
(1)
(2)
Son capítulos o párrafos.
Es el código civil.
35
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
sin duda vendrá a mi encuentro;
que el leño al leño se allega,
y todo busca su centro.
Cada cual busca su igual,
tal para cual, tal Para cual.
Caleb no tanto se sorprendió por el sentido filosófico de la cantinela cuanto por el acento del que cantaba, que le sonó como a cosa muy de su conocimiento y familiaridad; así quiso aguijar a su compañero
de viaje; pero ello no fué necesario, pues el asno,
por un superior instinto, se resolvió a trotar m u y
gentil y poderosamente.
A poco trecho se reunieron caminante y caminante, y cuál no seria la agradable sorpresa de entrambos cuando se reconocieron por dos antiguos compañeros de escuela, Caleb y Catur.
Desde los bergantines cuadrúpedos que montaban
se alargaron la mano con el mayor estrecho, y d e
pies cayeron en un diálogo, si instructivo, más edificante todavía, y que sentimos no poder trasladar
en su totalidad por no poderlo recoger a las márge
nes estrechas de este reducido cuadro. P e r o al último, nuestro Caleb, que se picaba de sentencioso y
moderador ajeno, enderezando la palabra al compañero, le dijo:
—Catur, ¡cuánto me place verte caminar p a r a
Córdoba! Prueba es ésta de que al fin te resolviste
a dejar tu pereza y flojedad, y que adelantando con
el ansia y sed laudable de ahora la desaplicación p a sada, vas a poner la última mano a tus estudios.
36
CATUR
Y Ahí
C AK
ganando a u n tiempo gloria y provecho. Catur,
jcuánto me agrada la resolución t u y a !
— ¡ O h , Caleb! —replicó el o t r o — ; yo pensé que
«1 conocimiento que dan los años te desviaría de la
mala senda por donde entraste, y senda que no te
llevará sino a tu perdición. ¿Estudios, e h ? ; más valiera que tomaras solimán corrosivo, pues si te hicieras superior a tan agradable horchata, todo el
m u n d o te miraría como ángel o diablo; pero con estudios te darán por loco y se burlarán en tus bart a s , y si es céfiro lo que necesita el bajel de tu fortuna, no te asaltarán sino los más recios vendavales. ¡ O h Caleb, cuánto me aflige la resolución t u y a !
—'Eres un necio, Catur.
— E s o , Caleb, que tú me das por apodo, lo tomo
yo de buen talante por alto título y dictado, y al
fin veremos quién se engaña. Mira, Caleb, no he
procedido de rebato para ser torito, sino que para ello
he caminado con u n tino y con un rigor lógico que
te pasmaría, pues no hay raciocinio más rígido que
el mío. O los estudios son fáciles o son dificultosos:
si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y
si lo segundo, ¿hemos nacido acaso para andar a
cachetes con los libros en el mundo? E s t o no tiene
vuelta; además, que aunque toda comparación es
odiosa, y que es género de argumentación que no te
agrada, según recuerdo cuando tú estudiabas, y yo
paseaba por la Dialéctica, ello es cierto que siempre
los necios...
37
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
—Calla, bárbaro...
E n este coloquio iban los dos antiguos estudiantes,
cuando hubieron de soltar un tanto la disputa para
atender y dar oídos a la aguda y penetrante voz d e
cierto caminante que picaba por alcanzarlos y que
cantaba de esta m a n e r a :
Con espuela y paso a paso
llega el asno a la jornada;
pero víbora o culebra
dando saltos más alcanza.
Ora se arrastra entre la hierba
verde,
luego sube, y por do subió más muerde.
E n esto llegó a los dos primeros otro interlocutor
de prolongadísima persona y mala catadura, color
entre cerote y hollín, y ojos hundidos, aunque relucientes, con ciertas binzas de sangre, que venía m o n tado en alta muía burdégana, tan aviesa y resabiada como su amo.
Los tres, al verse, prorrumpieron en un grito d e
admiración, conociendo el nuevo huésped en los dos
viandantes a nuestros Caleb y Catur, y éstos en él
al señor Alicak, célebre en sus primeros años p o r
sus malicias y enredos.
Alicak saltó de su cabalgadura así como r e p a r ó
en Catur, y aferrándose de la estribera siniestra, en>
actitud humilde y con eco melifluo, le d i j o :
— j O h mi caro, mi antiguo y único amigo, y o h
mi irremediable futuro e indefectible apoyo y favorecedor ! T ú caminas para Córdoba: tu frente la veo
de berroqueña, como antaño, y por último y feliz
38
CATUR
Y
ALICAK
horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni
un negro de la uña... ¡ O h qué suerte tan dichosa
te espera!; dame paz en el rostro y prométeme t n
gracia y favor...
Caleb, que, conociendo la condición maligna de
Alicak, no le caía en gracia aquella pantomima burlesca, pensó ejercitar su humor moralista y severo,
y así, con tono dogmático, le habló de este m o d o :
—Alicak, ya juzgué que tus inclinaciones al mal
se hubieran debilitado, cuando no destruido de todo
p u n t o ; por eso me aflijo al mirarte con tan poca
enmienda, siendo así que, donde vamos, tus artes te
harán mucho mal y bien ninguno. L a justicia, la sabiduría y la austeridad de costumbres allí presiden;
y ¿ qué será de ti si por ventura ?...
— P e r d ó n , perdón, y mil veces perdón —gritó
Alicak—; perdón, repito, sol de la sabiduría, fuente
de Ja doctrina, león contra el engaño, justo, sabio,
valiente Caleb; dame los pies para los besar.
Y así diciendo, dejando a Ca'tur, se acercó al doctor, haciendo las muecas y visajes más picarescos.
Catur renegaba porque le hubiesen interrumpido
el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra
la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la corona de la cabalgadura del orador moralista u n sendo aguijón,
que comenzó a lastimar al asno, y éste a brincar, y
el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como
fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del ca39
SERAFÍN
ESTEVANEZ
CALDERÓN
mino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas,
donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur,
sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak,
después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese
aliviado de los zequíes y doblas zahénes que llevaba.
Después de esta aventura (que por ser tan común
en el mundo no tiene nada de nuevo puesta en historia), Catur y el señor Alicak entraron en Córdoba,
y Caleb, como mejor supo y pudo, también llegó a la
gran ciudad, prometiendo en sus adentros, cuando
llegase al poder, que a Catur lo pondría en sitio tal
que pudiese comer y roncar potentemente, sus dos
favoritas distracciones, y que al señor Alicak lo
pondría encerrado en palacio tan espacioso y rico,
que sin pensar él que estaba en prisión, no pudiese
hacer el mal a que lo inclinaba su condición intrigante y picara.
Y ya en Córdoba, y antes de todo, comenzó a visitar las bibliotecas y curiosidades de la ciudad celeste.
Anduvo largos días Caleb en tales entretenimientos y recreaciones, cuando, dando punto en ellos,
trató de pensar en su futura suerte. Algún tiempo
estuvo meciéndose entre las más dulces esperanzas,
ya fiado en los títulos que él contaba tener en sí
propio (vanidad culpable), y ya contando en la benevolencia de ciertos favorecedores (confianza ne40
CATUR
Y
ALICAK
c í a ) ; pero viniendo semanas y andando meses nada
conseguía, sólo recogiendo humo entre sus brazos
cuando más cerca pensaba tener la fantasía de la
fortuna.
E n esto se le vino a recordar que desde Cuf traía
cierta carta para el sabio L o k m a n ( i ) , famoso en los
reinos muslímicos por las obras que escribía, y m á s
a ú n en Córdoba, por sus verídicos vaticinios; y se
propuso, sin falta, el visitarlo a la siguiente mañana.
Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada
•del sabio, que era un pequeño vergel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fué recibido muy cordial y amorosamente por u n anciano
•de faz venerable y de bellida y argentada barba.
A ú n no habían los dos recién conocidos finalizado
los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que
ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas
d e su estrella.
L o k m a n entonces hizo ocultar a Caleb entre unas
mosquetas del jardín, y mandó que entrasen los dos
curiosos, que para mayor maravilla del escondido,
n o eran otros que Catur y el señor Alicak.
El sabio, instruido d e la demanda de entrambos,
se acercó primero a Catur y luego al señor Alicak,
leyéndoles y observándoles la faz a cada cual con
( i ) Este Lokman no puede confundirse con el que tanta fama ganó en Oriente con sus apólogos o fábulas.
4i
SERAFÍN
ESTEV
ANEZ
CALDERÓN
escrupulosidad nimia, y de pronto, postrándose ante
los dos al uso oriental, exclamó:
— ¡ O h , poderoso Alá, tus juicios son insondablest
P e r o fuerza es adorar tu obra.
Levantándose después, le dijo a C a t u r :
—¡ O h , hijo mío, esta tarde y otra y otra pasea podías alamedas del río entre los otros á r a b e s ; lleva alzaba, muy alzada la frente y duerme con descanso r
al cuarro día serás E m i r y poseerás grandes riquez a s : sólo te pido, en premio de tal noticia, que m e
dejes en paz.
Y luego, volviéndose al señor Alicak, añadió, m i rándole con miedo a la frente:
— T ú , ser afortunado, retírate a tu casa y nada
más.
Catur y Alicak, oyendo estas palabras, se retiraron alegres, echando antes el primero una mirada
de antojo al vergel, y el segundo una mirada de codicia a los anillos de oro y piedras preciosas que
tenía Lokman en la mano.
Caleb, que observó toda esta escena, salió para
abrazar al sabio y pedirle que también a él le relatase su porvenir, contando sin falencia sacar mejor
partido que sus dos inferiores compañeros de estud i o ; Lokman le miró entre gozoso e incierto, y
abrazándole estrechamente, le dijo:
—¡ Oh hijo m í o ! Ninguna de las líneas de t u
frente te anuncian fortuna, al menos para la edad
en que vivimos. El letrero privilegiado no lo alcanzo
42
CATUR
Y
ALICAK
a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo— Y ¿cuál es ese letrero, padre mío? —repuso
afligido Caleb.
—Joven querido, son tal y tal — y pronunció d o s
palabras árabes desconocidas para nosotros.
— Y ¿qué quieren decir tales palabras?...
L a historia no dice si se llegó o no a saber la clave de estas dos misteriosas palabras; pero sí se
sabe, y consta por las crónicas de aquel tiempo, q u e
Catur y el señor Alicak llegaron al estado prometido por Lokman, siendo al propio tiempo nombrados visires por el Califa.
Cuál fuese el feliz régimen y honradas acciones
de estos dos ministros se concebirá fácilmente sabiéndose que desde aquel punto entró en los h a b i tantes tal prurito por peregrinar, que los pueblos,
quedaron casi desiertos.
Algunos viajeros, después de luengos años, relataron en sus escritos que cierto anciano de faz v e nerable y bellida y argentada barba, y otra persona
de menos edad, huyendo de los dos visires, vivieronsolos y apartadamente en una isla desierta.
Muchos sospecharon que tales solitarios no p u dieron ser sino L o k m a n y Caleb.
45
DOMINGO
FAUSTINO
(Argentino,
EL
SARMIENTO
1811-1888.)
RASTREADOR
Todos los gauchos del interior son r a s t r e a d o r e s .
~En llanuras t a n dilatadas en donde las sendas y
-caminos se cruzan en todas direcciones, y los camp o s en que pacen o t r a n s i t a n las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de u n animal y distinguirlas e n t r e m i l ; conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, c a r g a d o o de vacío.
E s t a es una ciencia casera y popular. U n a vez caía
yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires,
y el peón que me conducía echó, como de c o s t u m b r e , la vista al suelo.
—Aquí va —dijo luego— una mulita mora, m u y
buena... Esta es la tropa de don N . Zapata... es de
m u y buena silla... va ensillada... ha pasado a y e r . . .
E s t e hombre venía de la sierra de San Luis, la
t r o p a volvía de Buenos Aires, y hacía u n año que
«él había visto por última vez la mulita m o r a cuyo
-rastro estaba confundido con el de toda u n a t r o p a
EL
RASTREADOR
e n un sendero de dos pies de ancho. P u e s esto, q u e
p a r e c e increíble, es, con todo, la ciencia v u l g a r ;
é s t e e r a u n peón de arria, v no u n r a s t r e a d o r d e
profesión.
El r a s t r e a d o r es u n personaje grave, circunspect o , cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales
inferiores. L a conciencia del saber que posee le d a
c i e r t a dignidad reservada y misteriosa. T o d o s le
t r a t a n con consideración: el pobre, porque puede
hacerle mal, calumniándole o denunciándole; el p r o pietario, porque su testimonio puede fallarle. U n
r o b o se h a ejecutado d u r a n t e la n o c h e ; no bien se
nota, corren a buscar u n a pisada del ladrón, y, e n c o n t r a d a , se cubre con algo p a r a que el viento n o
la disipe. Se llama en seguida al r a s t r e a d o r , que
ve el r a s t r o , y lo sigue sin m i r a r sino de t a r d e en
t a r d e el suelo, como si sus ojos vieran de relieve
e s t a pisada, que p a r a o t r o es imperceptible. Sigue
e l curso de las calles, atraviesa los h u e r t o s , e n t r a
e n u n a casa, y señalando u n hombre que encuent r a , dice f r í a m e n t e : " E s t e e s . " E l delito e s t á p r o b a d o , y r a r o es el delincuente que resiste a e s t a
acusación. P a r a él, m á s que p a r a el juez, la deposición del r a s t r e a d o r es la evidencia m i s m a ; n e g a r l a sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a
e s t e testigo, que considera como el dedo de Dios
q u e le señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que
ha ejercido en u n a provincia su oficio d u r a n t e c u a r e n t a años consecutivos. Tiene a h o r a cerca de
47
DOMINGO
FAUSTINO
SARMIENTO
ochenta a ñ o s ; encorvado por la edad, conserva, sin.
embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa,
contesta:
— Y a no valgo n a d a ; ahí están lo? niños.
Los niños son sus hijos, que han aprendido era
la escuela de tan famoso m a e s t r o . Se c u e n t a de éí
que d u r a n t e un viaje a Buenos Aires le r o b a r o n
u n a vez su m o n t u r a de gala. Su mujer tapó el r a s t r o con una artesa. Dos meses después Calíbar r e gresó, vio el r a s t r o , y a b o r r a d o e imperceptible
p a r a o t r o s ojos, y no se habló m á s del caso. A ñ o
y medio después Calíbar m a r c h a b a cabizbajo p o r
una calle de los suburbios; entra en una casa y e n c u e n t r a su m o n t u r a , ennegrecida y a y casi i n u t i lizada por el uso. H a b í a e n c o n t r a d o el r a s t r o d e
su r a p t o r después de dos años. E l a ñ o 1830, u n r e o
condenado a m u e r t e se había escapado de la c á r cel. Calíbar fué e n c a r g a d o de buscarlo. El infeliz,
previendo que sería r a s t r e a d o , había t o m a d o t o d a s
las precauciones que la imagen del cadalso le s u girió. Precauciones inútiles. A c a s o sólo sirvieron
p a r a p e r d e r l e ; porque, comprometido Calíbar en s u
reputación, el a m o r propio ofendido le hizo d e s e m p e ñ a r con calor u n a t a r e a que perdía a un h o m b r e ,
p e r o que probaba su maravillosa vista. El prófugoaprovechaba todas las desigualdades del suelo p a r a
n o dejar h u e l l a s ; cuadras e n t e r a s había m a r c h a d a
pisando con la p u n t a del p i e ; t r e p á b a s e en seguida
48
EL
RASTREADOR
a las murallas bajas, cruzaba u n sitio, y volvía p a r a
a t r á s ; Calíbar le seguía sin perder la p i s t a ; si le
sucedía m o m e n t á n e a m e n t e extraviarse, al hallarla
de nuevo, e x c l a m a b a :
—¿ Dónde te mi-as-dir ?
Al fin, llegó a u n a acequia de a g u a en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél p a r a
burlar al r a s t r e a d o r . . . ¡ I n ú t i l ! Calíbar iba por las
orillas, sin inquietud, sin vacilar.
Al fin se detiene, examina u n a s hierbas, y d i c e :
— P o r aquí ha salido; no hay r a s t r o ; pero estas
gotas de agua en los pastos lo indican.
E n t r a en u n a viña. Calíbar reconoció las tapias
que la rodeaban, y dijo:
— D e n t r o está.
L a partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar c u e n t a de la inutilidad de las pesquisas.
— N o ha salido —fué la breve respuesta que, sin
moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el r a s treador. N o había salido, en efecto, y al día siguiente fué ejecutado.
E n 1830, algunos presos políticos intentaban una
evasión; todo estaba p r e p a r a d o ; los auxiliares de
afuera, prevenidos. E n el momento de efectuarla,
uno dijo:
— ¿ Y Calíbar?
— ¡ C i e r t o ! —contestaron los otros, anonadados,
aterrados—, ¡ Calíbar!
Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que
49
iv.—4
DOMINGO
FAUSTINO
SARMIENTO
estuviese enfermo c u a t r o días, contados desde la
evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿ Q u é misterio es este del r a s t r e a d o r ? ¿ Q u é poder microscópico se desenvuelve en el ó r g a n o de
la vista de estos hombres ? ¡ Cuan sublime c r i a t u r a
es la que Dios hizo a su imagen y s e m e j a n z a !
( Facundo.)
5Q
ANTONIO DE TRUEBA
1820-1889
EL
MÁS
LISTO
QUE
CARDONA
I
Comedia sin teatro, para maldita la cosa vale. A n tes de hacer la comedia, hagamos el teatro.
El teatro representa la plaza de un lugar de la
provincia de Madrid. A derecha e izquierda, bocacalles. E n el fondo, una casa grande con balcones.
Y hacia el lado del público, la concha del apuntador, donde el autor se mete y apunta en unas cuartillas de papel cuanto dicen y hacen los actores para
ir en seguida a parlárselo al público.
Acaba de amanecer y acaba la tía Bolera de plantarse en medio de la plaza con una cesta de higos
delante.
Sale Bartolo sin sombrero y mirando a todas
partes, como si se le hubiese perdido algo.
ANTONIO
DE
TRUEBA
Mucho oído, que comienzan a hablar Bartolo y
la tía Bolera.
—Buenos días, tía Bollera.
—Buenos te los dé Dios, Bartolo.
— H o y los mozos que salgan bien de la quinta,
de seguro la dejan a usted sin higos para regalar a
las novias. Yo que usted no hubiera madrugado tanto teniendo la venta segura.
— P u e s tú madrugas también.
— E s que anoche, andando por aquí de ronda, me
llevó el sombrero el aire, y no puedo dar con él por
más que le busco.
—Cabeza es lo que debes buscar, que esa te hace
más falta que el sombrero.
—Velay usted lo que tiene el ser uno tonto.
—Vamos, ¿no me compras higos?
—¡ Canasto, la pinta no es mala!
—Pruébalos, que son muy ricos.
— V a m o s a ver —dice Bartolo manducándose h i gos—. Este... estaba un poco duro. Este... estaba d e masiado blando. E s t e . . . amargaba un poco. E s t e . . .
estaba demasiado dulce.
— ¡ A n d a y prueba solimán de lo fino, que los h i gos están caros!
Y la tía Bolera amenazaba con una pesa a B a r tolo.
—¡ Pero, tía Bolera, si como soy tonto no sé lo
que me pesco!
52
EL
MAS
LISTO
QUE
CARDONA
— E s o te vale, que si no te rompía la cabeza con
una pesa. Vamos, ¿cuántos higos quieres?
—Aguarde usted, mujer, que antes de todo es ajustar. ¿ A cómo son?
— A cuatro cuartos la libra.
—Vamos, que algo menos serán.
— N o son un maravedí menos.
—¡ Canasto, no ha de tener usted palabra de r e y !
— V a y a , no muelas. ¿ Cuántos quieres ?
— E c h e usted cuatro o seis libras si me los da u s ted fiados.
— ¿ A h o r a salimos con eso?
—¡ Pero, tía Bolera, si no tengo un c u a r t o !
—¡ Anda, anda, lárgate de aquí o te descalabro!
— T í a Bolera, no me asuste usted, canasto, que
me van a hacer daño los higos que he comido.
—¡ Así reventaras!
— P e r o , ¿ tengo yo la culpa de ser tonto ?
—¡ T e he dicho que te largues!
Bartolo se retira a una esquina, y la tía Bolera
añade en tono muy sentimental:
— ¡ A y ! ¡ E l Señor nos conserve cabales los cinco
sentidos!
Cardona, que es un mozo cuya sonrisa burlona
va por todas partes diciendo: " E l que me la pegue
a mí, no ha de ser r a n a " , sale por la parte opuesta
a la esquina en que está Bartolo, y pregunta:
— ¿ Q u é es eso, tía Bolera?
53
ANTONIO
DE
TRUEBA
— ¡ Q u é ha de ser! Que si me descuido se zampa
todos los higos ese zoquete.
—¡ Canute! N o me hable usted de ese tonto, porque me tiene muy quemado... ¿Creerá usted, tía
Bolera, que pretende casarse con la J e r o m a ?
—¿Con la chica del señor Alcalde? En el nombre
del Padre y del Hijo. ¡Con la más rica del lugar!
—¡ Cabalito!
—'Pero ella no le hará caso.
—¡ Pues no se le ha de hacer, canute, si está chalad por él, y dice que aunque la hagan tajadas n o
se casa conmigo!
— P u e s ándate con cuidado, no sea que te la pegue.
—¡Pegármela a m í ! ¡A mí, canute! ¡ J a ! , ¡ja!, ¡ j a !
¡Que es tonto el muchacho!
— E s verdad que ya sabes tú dónde el zapato te
aprieta. Cardona te llaman, y te está pintiparado el
nombre.
Bartolo, que no quita ojo de los higos de la tía
Bolera, exclama:
—¡ Canasto, y qué ganas de comer higos me han
entrado!
—Vamos, ¿no me compras higos? —pregunta la
tía Bolera a Cardona.
— ¿ A cómo son?
— A cuatro.
— P u e s eche usted un par de libras para que r u mie el ganado.
— ¡ C a n a s t o ! —exclama B a r t o l o — ¡ Q u e no tuvie54
EL
MAS
LISTO
QUE
CARDONA
ra yo cuatro cuartos para comprar una libra de
higos!
—Apara el sombrero —dice a Cardona la tía Bolera—. T ú me estrenas, hijo.
—Con que son... cuatro y cuatro.;, doce —dice
Cardona, contando por los dedos—. Ahí tiene usted
los doce cuartos.
Cardona repara en Bartolo.
— ¡ C a n u t e ! —añade—. ¿Entuavía está ese tonto
ahí ? Verá usted, tía Bolera, cómo le apedreo! ¡ Anda,
Bartolo! ¡Anda, borrico! ¡Anda, bestia! ¡Anda, tonto!
Así diciendo, Cardona tira higos a Bartolo, éste
los va cogiendo y zampando con mucho g u s t o ; y el
uno tirando y el otro zampando sin más que decir: " D i m e tonto y dame higos", desaparecen por
una de las bocacalles.
—¡ Ja!, ¡ j a ! , ¡ j a ! ¡ Qué listo es este Cardona! — e x clama la tía Bolera desternillándose de risa—. Con
razón pasa por el más listo del pueblo. ¡ J a ! , ¡ ja!, ¡ j a !
II
Cardona vuelve inmediatamente, y dice enseñando el sombrero completamente desocupado:
— S e acabó la munición y me quedé desarmado.
El tío No-hay-Dios sale de casa del Alcalde, y
Cardona le g r i t a :
ss
ANTONIO
DE
TRUEBA
—¡ E h ! ¡ Alguacil! ¡ Tío No-hay-Dios!
— i M i r a , Cardona, que no pongas motes a nadie!
N o gastes bromas con nosotros los señores de j u s ticia, que te plarfto en el cepo como soy alguacil.
— P u e s ya puedes plantar en él a todo el lugar
—replica la tía Bolera—, porque no hay quien no
te llame tío No-hay-Dios.
— Y ¿por qué te lo llaman? —pregunta Cardona.
— P o r q u e cuando volví del servicio no quería ir
a misa, so pretexto de si había Dios o dejaba de haberle. Me casé poco después, se me perdió la cosecha,
se me murieron dos caballerías, y mi casa era una
perdición. U n día fui a Madrid a vender un borriqui11o, que era lo último que en mi casa quedaba por vender, y al llegar allá, le dio un torozón a la bestia y
se murió. Vendí en un duro la piel del borrico, y
volví a tomar eJ camino del pueblo, pensando si
aquello me sucedería por decir que no había Dios,
cuando cátate tú que encuentro un pobre con tres
chiquillos desnudos y muertos de hambre y me pide
limosna, diciendo que Dios me daría ciento por uno.
Yo tenía por jaula lo de Dios, pero tenía tres chiquillos como eü pobre y me puse a pensar que estaban a pique de pedir limosna. Pues, señor, que se
me ablanda el corazón, que doy el duro al pobre
echándome la cuenta del perdido, y que sigo mi camino oyendo las bendiciones de los que se quedaban
con el último duro de mi caudal. ¿ Q u é diréis que
encontré al llegar a casa?
56
EL
MAS
LISTO
QUE
CARDONA
—¿Alguna cuerda para ahorcarte?
— N o , eso hubiera sucedido si no hubiera D i o s ;
pero como le hay, me encontré con una carta en que
me decían que el coronel de mi regimiento, con quien
estuve de asistente, había muerto y me había dejado
mil duros. Salgo entonces por el pueblo gritando:
""¡Hay D i o s ! ¡ H a y D i o s ! " Mi casa comienza a
prosperar, la justicia me nombra alguacil, viendo
que me he hecho buen cristiano, y hoy sería el más
dichoso del pueblo si me llamaran el tío Hay-Dios,
en lugar de seguir llamándome el tío No-hay-Dios.
— P e r o oye, que para eso te llamaba: tú, que eres
ailgo de justicia, ¿no has olido algo de la causa que
el juez del partido nos sigue al tonto y a mí, por
los palos que llevaron los forasteros el día de la
función ?
—¡ Pues no he de haber olido! Justamente vengo
de entregar al señor Alcalde un oficio dei Juez que
han traído esta madrugada.
— ¿ Y sabes lo que dice?
—¡ Vaya si lo sé! Como que su merced le ha leído
alto delante de mí.
— ¡ C a n u t e ! Y ¿qué dice?
—Dice que a ti te han condenado por buenas
composturas a pagar mil reales de las costas.
— ¡ C a n u t e ! ¡ P o r vida d e . . . ! ¿ Y a Bartolo?
—Bartolo ha salido del todo libre.
— 1 ¡ Pero si él fué quien pegó los palos, y yo no
hice más que enzarzarle con los forasteros, y luego
57
ANTONIO
DE
TRUEBA
hacer que metía paz para que no rezara conmigo
la causa!
—¡ Y a ! Pero el Juez dice que como Bartolo es
tonto, no tiene pena, y te ha cargado a ti las costas
que el tonto debía pagar.
— ¡ C a n u t e ! ¡ Recanute! ¡ Que esto me suceda a mí \
— E a , con que diquiá luego, que hoy con la quinta estamos muy ocupados los señores' de justicia.
T ú , Cardona, no tengas miedo, que, como sois treinta los mozos útiles, y nada más que cuatro los soldados que piden, malo ha de ser que a ti te toque la
china. Mira, ya tocan a misa. Vete a oírla, que ¡ h a y
Dios!
El alguacil desaparece.
—¡ Canute! ¡ P a r a misas estoy y o ! —dice Cardona tirándose de los pelos.
— H o m b r e —le arguye la tía Bolera—, no te desesperes por mil reales más o menos.
III
Muchas gentes atraviesan la plaza en dirección a
la iglesia. El Alcalde y su hija salen de casa, llevando la Jeroma pañuelo a la cabeza.
Hablan el Alcalde y su hija.
—¡ Jesús, padre, qué empeño en ir a misa primera!
—¡ Picarona! ¿ Quieres que me quede sin misa,
para que al alcalde le llamen tío No-hay-Dios, como
al alguacil?
58
EL
MAS
LISTO
QUE
CARDONA
— P u e s oiga usted misa mayor.
— N o quiero, que me está esperando todo el A y u n tamiento para hacer el sorteo, y en seguida la declaración de soldados, p a r a salir del paso cuanto
antes.
— L a declaración de soldados es de hoy en ocho.
—¡ Qué sabes tú, habladora!
—Siempre ha sido así.
— E s o manda la ley; pero el Ayuntamiento h a
acordado hacerla hoy y poner la fecha del domingo
que viene, porque el domingo toda la justicia está
convidada a una borrachera que da ese señor que
ha venido de Madrid.
—¡ Vaya u n modo de cumplir la ley!
—'¡Qué ley ni qué calabazas! E n los pueblos no>
se anda con cumplimientos.
— P u e s bien: vayase usted solo a misa primera,
que yo me quedo para la mayor.
— ¡ Y a , ya te entiendo, pájara! Lo que tú quieres
es ir sola a misa para gastar palique con el tonto.
N o te verás en ese espejo. Y a te he dicho que con
quien te has de casar es con Cardona, que es el m á s
listo del pueblo.
— Y a los hombres, ¿de qué les sirve ser listos?
— ¡ Calla, habladora, que te voy a sacar la lengua 1
Si no fuera yo listo, ¿no me la hubieras tú pegado ya ?
— S i quisiera pegársela a usted...
—¡Pegármela tú a m í ! ¡Facilillo es!
59
ANTONIO
DE
TRUEBA
—Pues yo no me caso con Cardona, que me caso
-con Bartolo.
—Bartolo es tonto.
— P u e s a mí me sirve aunque lo sea.
—{Anda, e)l tercer toque! ¡Vamos a misa!
—¡ P u e s ! ¡ Y he de entrar en misa sin mantilla!
— ¡ Q u é mantilla ni q u é . . . ! E n los pueblos no se
a n d a con cumplimientos. ¡Vamos, vamos, picara!
¿ Q u é va a que por tu causa me ponen tío No-hayDios?
El Alcalde echa a correr, y al traspasar una esquina se le escapa su hija, que va a meterse por otra
-callejuela, diciendo:
—¡ Sí, ahora me iba yo a quedar sin hablar con
Bartolo, cuando no le he visto desde el domingo pagado !
E n el soportal de la casa de Ayuntamiento comienza el sorteo para la quinta.
Bartolo se retira del soportal, llorando como un
becerro porque ha sacado el número cuatro, y poco
después hace lo mismo Cardona, pero saltando de alearía, porque ha sacado el número cinco, y tocando
al pueblo sólo cuatro soldados, son útiles para coger
el chopo los que han sacado los cuatro primeros números.
iv
El juicio de exenciones y declaración de soldados
•comienza.
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EL
MAS
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LISTO
QUE-
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t
CARDONA
Los tres primeros números son declarados útiles—¡ Número cuatro! —grita el Secretario.
Y Bartolo se presenta.
—¿Tiene usted algo que alegar?
—Sí, señor: que soy tonto.
El Ayuntamiento delibera y declara inútil para eE
servicio a Bartolo por tonto de capirote.
—¡ Número cinco! —vuelve a gritar el Secretario..
Y comparece Cardona tan desesperado, que se tiraría de los pedos si no se los hubiera arrancado ya
de rabia.
— ¿ T i e n e usted alguna exención que alegar?
— S í , señor, que soy más tonto que una mata dehabas —contesta Cardona con profunda convicción..
E l Ayuntamiento y el respetable público se echart
a reír como quien dice: " ¡ Q u é pillo es ese muchacho!"
Cardona es declarado útil para poder manejar el'
chopo.
—¡ Canute! ¡ Recanute! —exclama Cardona arreándose puñetazos a sí mismo—. Que llamen al número seis, porque yo voy a matar al tonto y a a h o r carme en seguida en un árbol de mi huerto.
El respetable público vuelve a aplaudir.
— T í o No-hay-Dios —dice el Alcalde—, al c e p a
con ese quinto hasta que se haga la entriega en caja.
Cardona se defiende como un león; pero al fin e l
alguacil, ayudado por Bartolo y otros mozos, le sujetan.
61
ANTONIO
DE
TRUEBA
—Cardona —le dice el alguacil por lo bajo al soplarle en el cepo—, ¡hay D i o s !
—'¡Ya lo sé! —contesta Cardona, ya más manso
<que un cordero.
V
Esta comedia tiene su epílogo y todo.
El epílogo es pasados unos quince días.
Cardona, con los demás quintos, sale del pueblo
p a r a ir a entrar en caja. Al pasar junto a su huerto,
dirige la vista a los frutales, pesaroso de no ahorcarse en uno de ellos.
Jeroma y Bartolo salen de la iglesia, donde acab a n de casarse. ¡Ahora sí que el tonto se mete en
<asa del Alcalde!
E n t r e la multitud de gentes que acompañan a los
novios va el tío No-hay-Dios.
— B a r t o l o —dice el alguacil—, esto t e p r o b a r á
q u e ¡ hay D i o s !
—Sí —contesta Bartolo—, y por eso tengo un remordimiento.
—¿Cuál?
—Cardona va soldado por haber alegado yo que
•soy tonto.
•—¿ Y sospechas que no lo eres ?
— L o sospecho.
— Y o también sospecho que eres más listo que Cardona.
62
JUAN VALERA
1824-1905
EL
CABALLERO
DEL
AZOR
I
H a r á ya mucho más de mil años había en lo más
esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por u n
prodigio de virtud y de ciencia.
Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella
edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas
las regiones de Europa. P o r dondequiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba
sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos.
E n medio de aquel diluvio de males pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en
que se custodiaban el saber y las buenas costumbres
y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos
63
JUAN
VALERA
y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban l a
mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse d e
las invasiones de bandidos, de barones poderosos y
desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado
la abadía como casi inexpugnable castillo roquero,
y mantenían a su servicio centenares de hombres de
armas de los más vigorosos, probados y hábiles p a r a
la guerra.
La abadía era muy rica y famosa: rica por los
fértilísimos valles que en sus contornos los m o n jes habían desmontado, cultivándolos con esmero y
recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa
porque era como casa de educación, donde muchos
mozos de toda Francia y de la España que p e r m a necía cristiana acudían a instruirse en armas y en
letras. Entre los monjes había sabios filósofos y t e ó logos y no pocos que habían militado con gloria en
sus mocedades 'antes de retirarse del mundo. Estos
enseñaban indistintamente las artes de la paz y de
la g u e r r a ; cuanto a la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y h u mildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa salían de allí p a r a
ser guerreros y aun grandes capitanes.
Cincuenta novicios había en la abadía de continuo. Y todos, salvo en las horas consagradas a ejercicios caballerescos, vestían el hábito de la orden.
E n una tarde de abril, terminadas las vísperas,
salieron los novicios del coro, donde habían estado
64
EL
fe**
CABALLERO
DEL
AZOR
entonando salmos, y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en u n gran patío.
Había un novicio de origen obscuro, lo cual se
contraponía a la alta nobleza de que se jactaba con
razón la mayoría de los otros. Este novicio era español.
Seis años hacía que había venido a refugiarse en
el convento sin saber de dónde. El caritativo abad
le dio asilo, y él, con su humildad profunda, con
su aplicación constante, con la rara inteligencia que
desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad
que mostró en todos los ejercicios corporales, se
ganó la voluntad de aquel venerable siervo de Dios,
que le amaba como a un hijo y que candorosamente
le admiraba. De aquí la envidia que le tenían los
otros novicios y especialmente los franceses. T r a tábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le
dirigían improperios, que él sufría con resignación
evangélica. P o r esto le llamaban Plácido.
E n aquella ocasión la envidia de los otros novicios había llegado a su colmo. Plácido acababa de
alcanzar brillante triunfo. Había compuesto u n devoto e inspirado himno latino a la Santísima Virgen
María, tan lleno de bellezas y tan rico de amor místico, que, entusiasmados los monjes, le habían cantado en el coro, dando al joven poeta mil alabanzas
y bendiciones.
Sus malos compañeros, deseosos de humillarle, y
tal vez fiados en que Plácido era pacífico y sufrido,
65
ív.-S
JUAN
VA LE
RA
se encararon con él, aunque se apartaba de ellos con
mansedumbre y modestia, y llegaron dos de los más
insolentes al último extremo de la injuria. Recordando la obscuridad de su origen, se la echaron en
rostro y calificaron a su madre de la más infame
manera.
El cordero se convirtió entonces de repente en
bravo león. P o r dicha, no tenía armas, pero le valieron los puños. Con certero y fuerte golpe derribó
por tierra, maltrecho y con la boca ensangrentada,
al primero que le había ofendido. Después siguió
peleando él solo contra otros tres o cuatro, apoyado
contra el muro y acosado por ellos.
F u é todo tan rápido, que nadie había acudido a
interponerse y a restablecer la paz, cuando otro de
los novicios, de nobilísima alcurnia francesa, intervino en la contienda, diciendo:
— E s cobardía que vayáis tantos contra él; apartaos ; dejádmele a mí solo; yo le castigaré como
merece.
F u é tan imperiosa la voz, fué tan imponente el
ademán de aquel muchacho, que se apartaron todos,
formando ancho cerco en torno suyo.
Cayó entonces el francés sobre Plácido, el cual
paró los golpes que le asestaba, sin recibir ninguno,
y le ciñó con fuerza terrible en sus nervudos brazos.
Pasmosa fué la lucha. Firmes se mantenían ambos. Ninguno cejaba ni caía. Hubieran semejado dos
estatuas de bronce, si no se hubiera sentido el r e 66
EL
CABALLERO
DEL
AZOR
soplido de la fatigada ¡respiración de los combatientes y si no se hubiera visto correr abundante
sudor por sus encendidas mejillas.
¡ Quién sabe cómo hubiera terminado aquel combate ! Mal hubiera terminado, sin duda, si no llega
precipitadamente el abad y logra al punto separarlos.
Después de censurar con breves y enérgicas palabras la acción de todos, ordenó a Plácido que le siguíese, y le llevó a su celda.
II
— E n balde he esperado, hijo mío, hacer de ti un
dechado de santidad y de paciencia, para que con el
tiempo llegases a ser mi sucesor en el gobierno de
esta abadía. Sé todo lo ocurrido y no me atrevo a
culparte. La afrenta que te han hecho era difícil,
era casi imposible de tolerar. Está visto, Dios no
te quiere para la vida contemplativa. Imposible es,
además, que permanezcas ya ni una hora en esta
santa casa, donde has promovido u n escándalo feroz, aunque disculpable. P o r otra parte, el mozo con
quien luchabas es poderosísimo por su nacimiento y
riqueza y tú no puedes seguir viviendo donde él
está. No me queda más- recurso que el de obligarte a
salir inmediatamente de la abadía. P e r o no saldrás
desvalido y sin prendas de mi afecto hacia ti. L a
67
JUAN
VALERA
abadía es rica, el abad también lo es, y en nada m e jor puede emplear su dinero. Toma esta bolsa llena
de o r o ; Hugo, el capitán de los arqueros, tiene orden mía para entregarte enjaezado el mejor de los
corceles que hay en nuestras caballerizas. Corre, revístete a escape de tus armas, monta a caballo y
vete.
Vertiendo muchas lágrimas de gratitud y besándole respetuosamente las manos, Plácido se despidió
del abad y éste le abrazó y le bendijo.
Dos horas después cabalgaba Plácido, solo y a r mado, por medio de un pinar espeso y por senda
apenas trillada, que iba serpenteando junto a la o r i lla de un arroyo, entre cerros altísimos.
III
Llegó la noche medrosa y sombría. E n aquella s o ledad asaltaron a Plácido mil ideas tristes. Los r e cuerdos de la niñez surgieron en su mente con claridad extraña.
Recordó que, seis años hacía, le habían a r r o j a do de otro asilo con severidad y dureza harto diferentes. Desde muy niño, desde el albor de su vida,
de que no tenía sino muy confusas memorias, se
había criado en el castillo del terrible don Fruela,
poderoso magnate de la montaña. El castillo estaba
en una altura muy cerca de la costa. Desde allí, o r a
68
EL
CABALLERO
DEL
AZOR
salía don Fruela con buen golpe de gente a caballo
p a r a penetrar en tierra de moros y talar y saquear
cuanto podía, ora embarcaba a sus satélites en algunas fustas y galeras de su propiedad, e iba a piratear o a dar caza a otros más crueles piratas que
infestaban aquellos mares e invadían y asolaban a
menudo las costas de E s p a ñ a : eran los idólatras normandos de Noruega y de la última Tule.
Plácido, recogido por caridad en el castillo, e
hijo de padres desconocidos, había sido criado con
a m o r por doña Aldonza, la mujer de don Fruela.
H a s t a la edad de ocho años, vivió Plácido en fraternal familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco menor que él. Juntos
jugaban los niños, y juntos aprendieron a leer y
la doctrina cristiana.
Plácido y Elvira sintieron que sus almas se habían unido con el lazo del cariño más inocente.
Algo hubo de recelar o de prever don Fruela,
y ordenó a su mujer que alejase al expósito del
trato y de la convivencia de su hija.
Sumisa doña Aldonza, cumplió las órdenes de su
m a r i d o ; pero no hasta el extremo de evitar por
completo que el pajecillo y la niña se viesen y se
hablasen.
La menor frecuencia en el trato produjo un efect o contrario al que don Fruela deseaba. E n las mentes candorosas de él y de ella se trocó en adoración
el afecto, y se iluminó y hermoseó con las galas y el
69
a"
"t¡.
JUAN
VALERA
esplendor de los sueños la imagen de la persona
querida.
Así llegaron ambos a cumplir catorce años. E n
un día en que salieron de caza con don Fruela, el
caballo de Elvira corrió desbocado y fué a perderse
en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para
salvarla, y acertó a llegar cuando el caballo que ella
montaba tropezó y cayó, derribándola por el suelo.
Elvira, por fortuna, no se hizo el menor daño. P l á cido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y
la levantó en sus brazos.
Instintivamente, sin saber qué hacían, cediendo
ambos a un impulso irreflexivo, tal vez movidos
por los invisibles genios y espíritus de la selva, acercaron sus rostros y se dieron un beso. Plácido se
creyó por breves instantes transportado al p a r a í s o ;
pero la realidad más cruel hubo de mostrarle en
seguida que estaba en la dura y áspera tierra. U n a
lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. Don Fruela le había sorprendido, le castigaba
y le afrentaba furioso. La jauría de sus podencos
y lebreles y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo, aunque en edad tan tierna, no reflexionó
en el peligro ni en lo desigual de la lucha, y venablo
en mano se lanzó contra don Fruela para matarle.
Elvira se interpuso, dispuesta a recibir las heridas
y salvar a su padre. Plácido dejó caer al suelo eí
venablo. L a humillación le hizo verter amargas lágrimas.
"o
£L
C^B^LL£iíO
DEL
AZOR
E l feroz don Fruela, lejos de apiadarse, le azuzó
los perros para que le devoraran, y ordenó a los
monteros que disparasen contra él sus agudas flechas.
—¡Sálvate, Plácido, sálvate! —dijo entonces E l vira—. Si no huyes, mi cuerpo te servirá de escudo
y me matarán antes de que te maten.
Plácido conoció entonces lo peligroso, lo imposible de la defensa. Temió más por la vida de ella que
por la suya. E r a ágil y ligero como un g a m o ; conocía los más intrincados sitios y las más extraviadas
sendas del bosque, y pronto desapareció como por
encanto, no sin exclamar antes con su voz de niño,
que se contraponía a la firmeza del t o n o :
— S e r padre de ella te ha salvado de la muerte.
Ahora h u y o ; pero tal vez un día vuelva a buscarte
y a exigirte su mano como sola satisfacción de mi
afrenta.
Refugiado Plácido en la abadía, no olvidó la
afrenta jamás, pero guardó oculto su recuerdo en el
lastimado centro del alma. El horror que le causaba
volver de nuevo contra el padre de Elvira, la humildad y la resignación y otros sentimientos religiosos
inclinaron su espíritu y le excitaron a desistir de
vengarse. Y como afrentado y sin venganza no quería vivir en el mundo, se decidió a hacer la vida del
claustro. H a s t a el día en que el insulto hecho a su
madre despertó en él de nuevo la ingénita fiereza,
fué el más paciente y dulce de los cenobitas. Lan-
JUAN
VALERA
zado ya al mundo de nuevo, con veinte años de edad,
con aliento y brío y con caballo y armas, ¿ dónde había de ir Plácido sino al castillo de don Fruela a
pedirle estrecha cuenta de todo?
IV
Sin detenerse sino para tomar el indispensable
descanso, llegó Plácido a la moracja donde había
pasado la niñez. Confiado en Dios, en su derecho y
en su valentía, sin arredrarse, se acercó a la puerta
del castillo.
Todo cataba mudado. E n torno, soledad y silencio. Aunque era medio día, Plácido no vio ni hombres de armas ni campesinos. El puente levadizo,
tendido sobre el foso, dejaba franca la entrada. El
escudo de piedra berroqueña, que había sobre la
puerta principal, estaba cubierto de negro paño de
luto.
Pronto, por un anciano criado, única persona que
halló y que al desmontar le tuvo el estribo, se enteró de la inmensa desventura que abrumaba a aquella
familia. Don Fruela, acusado de alta traición, estaba
en Oviedo y debía ser condenado a muerte. Su acusador era don Raimundo, mayordomo de Palacio.
Tres caballeros de la casa de don Raimundo estaban
prontos a sostener la acusación en palenque abierto
contra los defensores de don Fruela, el cual había
72
EL
CABALLERO
DEL
AZOR
apelado al Juicio de Dios. Pero don Raimundo era.
tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia
era don Fruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo.
No bien Plácido supo todo esto, el rencor antiguo se
convirtió en lástima en su alma generosa, y resolvió
ser el campeón de quien tan rudamente le había ofendido, probar su inocencia y librarle de la muerte.
E n el castillo no había nadie, sino el anciano servidor.
Doña Aldonza y Elvira habían ido a Oviedo a echarse a los pies del Rey y pedirle el perdón, si biencon poquísima esperanza, por ser muy justiciero el
Soberano. De todos modos, la honra de la familia
quedaría manchada.
Sin demora se dispuso Plácido a salir para Oviedo, pero antes el anciano servidor le refirió y encareció lo mucho que doña Aldonza y Elvira habían
pensado en él durante su ausencia, y le dijo que habían dejado para él un presente a fin de que le recibiese y se le llevase si por dicha aparecía por el
castillo.
El anciano fué por el presente y se le entregó a
Plácido. E r a una fuerte rodela, en cuya plancha de
acero figuraba en esmalte, sobre campo de gules, un
azor, cubierta la cabeza por el capirote y asido p o r
la pihuela a una blanca mano que parecía de mujer.
— T ú tienes en el hombro derecho —dijo el a n ciano—, grabado con indeleble marca, un azor semejante al del escudo. P o r él serás u n día reconocido
75
JUAN
VALERA
y se sabrá quiénes son tus padres. E n t r e tanto mi señora y su hija te declaran y apellidan Caballero del
Azor, y te dan en testimonio de ello esa prenda. Concédate Dios, Caballero del Azor, la buena ventura
•en lides y amores que ellas y yo te deseamos.
V
A los 'tres días, pocas horas antes de expirar el pla:zo, después de reposar en Oviedo y de aprestarse
para el combate, sonaron las trompetas y entró en
el palenque el Caballero del Azor, con la visera calad a y la lanza en la cuja.
E n alta y sonora voz proclamó la inocencia de
don Fruela, llamó calumniadores a los que le acusaban, y retó a los tres, o sucesivamente o juntos contra
él solo. Los campeones de don Raimundo fueron
sucesivamente apareciendo. Los combates fueron muy
cortos.
El Caballero del Azor, con pasmosa destreza y
bizarría, logró que en menos de media hora los tres
mordiesen el polvo, muy mal herido uno de ellos.
El gentío que rodeaba el palenque rompió en estrepitosas aclamaciones y vítores. El Caballero del Azor
fué llevado en triunfo a palacio e introducido en la
regia cámara.
El Rey, informado de todo el suceso, ansiaba verle, y más lo ansiaba aún su noble y desventurada
76
£L
CABALLERO
DEL
AZOR
hermana, la infanta doña Ximena, que estaba con
el Rey en aquel momento.
—Caballero del Azor —dijo la Infanta antes deque el Rey hablase—, ¿por qué llevas un azor esmaltado en la rodela?
—Alta señora —contestó Plácido—, porque le t e n go también estampado en el hombro derecho, cornoindeleble marca.
Doña Ximena puso entonces los ojos con cariñoso<
ahinco en el rostro hermosísimo de Plácido, e imaginó que veía al Conde de Saldaña, como estaba en su
muy lozana juventud, veinte años hacía.
Y a no pudo contenerse doña X i m e n a ; se acercó af
joven, le estrechó en sus brazos y le cubrió el rostro»
de besos, exclamando:
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
El Rey depuso su severidad, y dirigiéndose al j o ven, le estrechó también en sus brazos y le dijo:
— Y o te reconozco; eres mi sobrino B e r n a r d o ; t e
hago merced de la Casa Fuerte y señorío del Carpió.
Como Bernardo del Carpió serás en adelante conocido y famoso en todos los países y en todas las
edades. Perdonado tu padre, saldrá de la prisión y
será el legítimo esposo de mi hermana.
En efecto; el Rey cumplió su promesa. El Conde
de Saldaña salió del castillo de Luna donde estaba
encerrado. Se aseó y se atavió con esmero, de suerte
que todavía tenía buen ver, a pesar de su prolongado
martirio.
77
JUAN
FALERA
Durante cinco días consecutivos hubo magníficas
fiestas en Oviedo. Las bodas de Bernardo del Carpió y de Elvira se celebraron al mismo tiempo que
Jas del Conde de Saldaña y doña Ximena.
Pocos días después pudo averiguarse que don
Raimundo, el mayordomo de Palacio, había sido
•quien robó al niño Bernardo y quien le mandó matar,
furioso, como desdeñado pretendiente que fué de doña
Ximena. Los sicarios, encargados de matar al niño,
habían tenido piedad de él y le habían expuesto a
la puerta del castillo de don Fruela. P o r ésta y por
otras muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que don Raimundo era un monstruo abominable, por lo cual el Rey pudo ejercer provechosamente su justicia mandándole ahorcar, como le ahorcaron con general regocijo de los ciudadanos de Oviedo, porque don Raimundo era muy aborrecido y porque en aquella edad tan ruda la filantropía no era
cosa mayor y no infundía repugnancia la pena de
muerte.
Sólo queda por decir que Bernardo fué felicísimo
con su Elvira y que vivieron siempre muy enamorados ella de él y él de ella.
P o r los antiguos romances y por la historia se
.sabe que aquella lucha a brazo partido, que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos se reanud ó más' tarde, no lejos de allí, y terminó gloriosamente, para Bernardo, muriendo ahogado entre sus
brazos hercúleos el paladín don Roldan, pues no
78
EL
CABALLERO
DEL
AZOR
era otro quien había luchado con él, cuando los dos
e r a n novicios.
Y aquí terminan los sucesos de la mocedad de
Bernardo del Carpió, ignorados hasta hace poco, y
recientemente descubiertos en ciertos vetustos e inéditos Anales de la orden de San Benito, escrito-s
en latín bárbaro en el siglo x y conservados en el
monasterio de la Cava, cerca de Ñapóles.
{De varios
colores, Madrid, 1898.)
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCON
1833-1891
LA
BUENAVENTURA
I
No sé qué día de agosto del año 1816 llegó a l a s
puertas de la Capitanía general de Granada cierto
haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad,
de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en flaquísimo y destartalado b u r r o
mohíno, cuyos arneses se reducían a una soga a t a d a
al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con
la mayor frescura que quería ver al Capitán generalExcuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas d e
los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del excelentísimo
señor don Eugenio Portocarrero, conde del Montijo,
a la sazón Capitán general del antiguo reino de Granada... P e r o como aquel procer era hombre de m u y
buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, cé80
LA
BUENAVENTURA
lebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su
amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño,
dio orden de que dejasen pasar al giíano.
Penetró éste en el despacho de Su Excelencia,
dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como
andaba en las circunstancias graves, y poniéndose
de rodillas exclamó:
— ¡ Viva María Santísima y viva su merced, que es
el amo de toitico el m u n d o !
— L e v á n t a t e ; déjate de zalamerías, y dime qué se
te ofrece... —respondió el Conde con aparente sequedad.
Heredia se puso también serio, y dijo con mucho
desparpajo:
— P u e s , señor, vengo a que se me den los mil
reales.
— ¿ Q u é mil reales?
— L o s ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.
— P u e s ¡ q u é ! ¿ tú lo conocías?
— N o , señor.
—Entonces...
— P e r o ya lo conozco.
—¡ Cómo!
— E s muy sencillo. Lo he buscado; lo he v i s t o ;
traigo las señas, y pido mi ganancia.
— ¿ E s t á s seguro de que lo has visto? —exclamó
el Capitán general con un interés que se sobrepuso
a sus dudas.
81
iv.—6
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
El gitano se echó a reír, y respondió:
—¡ Es claro! Su merced d i r á : este gitano es como
todos, y quiere engañarme.—¡No me perdone Dios
si miento!—Ayer vi a Parrón.
— P e r o ¿sabes tú la importancia de lo que dices?
¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese
monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los
días roba, en distintos puntos de estas sierras, a algunos pasajeros, y después los asesina, pues dice que
los muentos no hablan, y que ese es el único medio
de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin,
que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?
El gitano se volvió a reír, y dijo:
— Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la t i e r r a ?
¿ Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tañías picardías como nosotros?—Repito, mi General, que, no sólo he visto a Parrón, sino
que he hablado con él.
—¿ Dónde ?
— E n el camino de Tozar.
— D a m e pruebas de ello.
—Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho
días que caímos mi borrico y yo en poder de unos
ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron
por unos barrancos endemoniados hasta dar con una
plazoleta donde acampaban los bandidos. U n a cruel
82
LA
BU
ENAVENTURA
sospecha me tenía desazonado. "¿ Será esta gente de
Parrón? —me decía a cada instante—. ¡Entonces no
hay remedio, me m a t a n ! . . . , pues ese maldito se ha
empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna."
Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se
me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia me d i j o :
—Compadre, ¡ y o soy Parrón!
Oír esto y caerme de espaldas, todo fué una mism a cosa.
E l bandido se echó a reír.
Y o me levanté desencajado, me puse de rodillas,
y exclamé en ¡todos los tonos de voz que pude inventar : .
—¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!...
i Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡ Y que haya madre
q u e para tales hijos! ¡ J e s ú s ! ¡ Deja que te dé un abrazo, hijo m í o ! ¡ Que en mal hora muera si no tenía
gana de encontrarte el giítanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador!
¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos?
¿Quieres vender como potros tus caballos viejos?
¿Quieres que le enseñe el francés a una muía?
El Conde del Montijo no pudo contener la risa...
Luego preguntó:
83
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
—¿ Y qué respondió Parrón a todo eso ? ¿ Qué hizo ?
— L o mismo que su merced: reírse a todo trapo.
— ¿ Y tú?
— Y o , señorico, me reía también; pero me corrían
por las patillas lagrimones como naranjas.
—Continúa.
— E n seguida me alargó la mano y me dijo:
—Compadre, es usted el único hombre de talento
que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la
maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me
ponen de mal humor. Sólo usted me ha hecho r e í r :
y si no fuera por esas lágrimas...
— ¡ Q u é , señor, si son de alegría!
— L o creo. ¡Bien sabe el demonio que es la p r i mera vez que me he reído desde hace seis u ocho
a ñ o s ! Verdad es que tampoco h e llorado...
— P e r o despachemos.—>¡Eh, muchachos!
Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube
de trabucos, todo fué un abrir y cerrar de ojos.
—¡ Jesús me a m p a r e ! —empecé a gritar.
—¡ Deteneos! —exclamó Parrón—. N o se trata de
eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le h a béis tomado a este hombre.
— U n burro en pelo.
—¿ Y dinero ?
— T r e s duros y siete reales.
— P u e á dejadnos solos.
Todos se alejaron.
84
"*
LA
BUENAVENTURA
— A h o r a dime la buenaventura —exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.
Y o se la cogi; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con
todas las veras de mi a l m a :
—Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes... ¡morirás ahorcado!
— E s o ya lo sabía yo-- —respondió el bandido con
entera tranquilidad—. Dime cuándo.
M e puse a cavilar.
— E s t e hombre —pensé— me va a perdonar la vida;
mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después empezará la sumaria...
—¿Dices que cuándo? —le respondí en alta voz—.
Pues ¡ m i r a ! va a ser el mes que entra.
Parrón se estremeció, y yo también, conociendo
que el amor propio de adivino me podía salir por
la tapa de los sesos.
—iPues mira tú, gitano... —contestó Parrón muy
lentamente—. Vas a quedarte en mi poder... ¡Si en
todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo
a ti, tan cierto como ahorcaron a mi p a d r e ! Si muero
para esa fecha, quedarás libre.
— ¡ M u c h a s gracias! —dije yo en mi interior—.
¡ M e perdona... después de m u e r t o !
Y me arrepentí de haber echado tan corto el pla¡zo.
Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva,
donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua
y tomó el tole por aquellos breñales...
85
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PEDRO
ANTONIO
DE
r
't>
ALARCÓN
—Vamos, ya comprendo... —exclamó el Conde del
Montijo—. Parrón ha m u e r t o ; tú has quedado libre,
y por eso sabes sus señas...
—¡ Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y
aquí entra lo más negro de la presente historia.
II
Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a
verme. Según pude entender, no había parecido p o r
allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa
que nada tenía de raro, a lo que me contó u n o d e
mis guardianes.
—Sepa usted —me dijo— que el jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se
le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada d e
lo que hace durante sus largas ausencias.
A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de
haber dicho la buenaventura a todos los ladrones,
pronosticándoles que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido
que por las ¡tardes me sacasen de la cueva y me a t a sen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de
calor.
P e r o excuso decir que nunca faltaban a mi lado
un par de centinelas.
U n a tarde, a eso de las seis, los ladrones que h a bían salido de servicio aquel día a las órdenes del
86
•]»»
>»*CG3^
LA
r<
"u-
BUENAVENTURA
segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro P a dre Jesús Nazareno, a u n pobre segador de cuarenta
a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma.
—¡ Dadme mis veinte d u r o s ! —decía—. ¡ A h ! ¡ Si
supierais con qué afanes los h e g a n a d o ! ¡Todo un
verano segando bajo el fuego del sol!... ¡ T o d o un
verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos ! ¡ Así he reunido, con mil sudores y privaciones,
esa suma, con que podríamos vivir este invierno!...
¡ Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y
pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es
para mí u n tesoro? ¡Piedad, señores! ¡ D a d m e mis
veinte d u r o s ! ¡Dádmelos, por los dolores de María
Santísima!
U n a carcajada de burla contestó a las quejas del
pobre padre.
Y o temblaba de horror en el árbol a que estaba
a t a d o ; porque los gkanos también tenemos familia.
— N o seas loco... -—exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador—. Haces mal en pensar en tu
dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte...
—¡ Cómo! —dijo el segador, sin comprender que
hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus
hijos.
— ¡ E s t á s en poder de Parrón!
—Parrón...
¡ N o le c o n o z c o ! - Nunca lo he oído
87
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
nombrar... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante y he estado segando en Sevilla.
— P u e s , amigo mío, Parrón quiere decir la muerte.
Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡ P r e p a r e n ! ¡ A p u n t e n !
Tienes cuatro minutos.
—Voy a aprovecharlos... ¡ Oídme, por compasión!...
—Habla.
—Tengo seis hijos... y una infeliz... diré viuda...,
pues veo que voy a morir... Leo en vuestros ojos
que sois peores que fieras... ¡Sí, peores! Porque las
fieras de una misma especie no se devoran unas a
otras. ¡ A h ! ¡ P e r d ó n ! . . . N o sé lo que me digo. ¡Caballeros, alguno de ustedes será p a d r e ! . . . ¿ N o hay un
padre entre vosotros ? ¿ Sabéis lo que son seis niños
pasando un invierno sin pan ? ¿ Sabéis lo que es una
madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: "Tengo hambre..., tengo frío"? Señores, ¡yo
no quiero mi vida sino por ellos! ¿ Qué es para mí la
vida ? ¡ U n a cadena de trabajos y privaciones! ¡ P e r o
debo vivir para mis hijos!... ¡Hijos míos! ¡Hijos de
mi alma!
Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba
hacia los ladrones una cara... ¡ Q u é c a r a ! Se parecía
a la de los santos que el rey Nerón echaba a los t i gres, según dicen los padres predicadores...
Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su
pecho, pues se miraron unos a o t r o s . . . ; y viendo que
88
LA
BUENAVENTURA
todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos
se atrevió a decirla...
-—¿Qué dijo? —preguntó el Capitán general, profundamente afectado por aquel relato.
— D i j o : "Caballeros, lo que vamos a hacer no lo
sabrá nunca
Parrón..."
—Nunca..., nunca... —tartamudearon los bandidos.
—Márchese usted, buen hombre... —exclamó entonces uno que hasta lloraba.
Y o hice también señas al segador de que se fuese
al instante.
El infeliz se levantó lentamente.
— P r o n t o . . . ¡Márchese usted! —repitieron todos,
volviéndole la espalda.
E l segador alargó la mano maquinalmente.
—¿ T e parece poco ? —gritó uno—. ¡ Pues no quiere
su dinero! Vaya..., vaya... ¡ N o nos tiente usted la
paciencia!
El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció.
Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su
capitán que habían perdonado la vida a un hombre,
cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al seg a d o r en la grupa de su yegua.
Los bandidos retrocedieron espantados.
Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta
de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, d i j o :
—¡ Imbéciles! ¡ I n f a m e s ! ¡ N o sé cómo no os mato
89
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
a todos! ¡ P r o n t o ! ¡ Entregad a este hombre los d u ros que le habéis robado!
Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel
personaje que dominaba a los bandoleros y que tan
buen corazón tenía...
Parrón le dijo:
—¡ A la paz de Dios! Sin las indicaciones de usted,
nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve usted que d e s confiaba de mí sin motivo!... H e cumplido mi p r o m e sa... Ahí tiene usted sus veinte duros-- Conque... ¡en
marcha!
El segador ?o abrazó repetidas veces y se alejó
lleno de júbilo.
Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su
bienhechor lo llamó de nuevo.
El pobre hombre se apresuró a volver pies altrás.
—¿ Qué manda usted ? —le preguntó, deseando ser
útil al que había devuelto la felicidad a su familia.
—¿ Conoce usted a Parrón? —le preguntó él mismo.
— N o lo conozco.
—¡ Te equivocas! —replicó el bandolero—. Yo soy
Parrón.
El segador se quedó estupefacto.
Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó
los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al
suelo.
—¡ Maldito seas! —fué lo único que pronunció.
E n medio del terror que me quitó la vista, observé
90
LA
BUENAVENTURA
que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.
U n a de las balas, después de herir al segador, h a bía dado en la cuerda que me ligaba al tronco y l a
había roto.
Y o disimulé que esltaba libre, y esperé una ocasión
para escaparme.
E n t r e tanto decía Parrón a los suyos, señalandoai segador:
—.Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles...
¡ unos canallas! ¡ Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fué, dando gritos por los caminos r e a les!... Si conforme soy yo quien se lo encuentra y s e
entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes,
habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida,
como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en
la cárcel. ¡ Ved las consecuencias de robar sin matar f
Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver
para que no apeste.
Mientras las ladrones hacían el hoyo y Parrón s e
sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco
a poco del árbol y me descolgué al barranco p r ó ximo.
Y a era de noche. Protegido por sus sombras salí
a todo escape, y, a la luz de las estrellas, divisé mi
borrico, que comía allí tranquilamente, atado a u n a
encina. Mónteme en él, y no h e parado hasta llegar
aquí...
P o r consiguiente, señor, déme usted los mil reales,
91
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado
con mis tres duros y medio...
Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desd e luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía g e neral, dejando asombrados al Conde del Montijo y al
sujeto, allí presente, que nos h a contado todos estos
pormenores.
Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Here•dia al decir la buenaventura a Parrón.
III
Quince días después de la escena que acabamos de
referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San
J u a n de Dios y parte de la de San Felipe de aquella
•misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías,
había al fin averiguado el Conde del Montijo.
El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para m a r c h a r a tan importante empresa. ¡Tal espanto había
llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino !
— P a r e c e que ya vamos a formar... — d i j o u n miguelete a otro—, y no veo al cabo López...
92
LA
BUENAVENTURA
—I E x t r a ñ o es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca d e
Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!
— P u e s ¿ n o sabéis lo que pasa? —dijo u n itercer
miguelete, tomando parte en la conversación.
— ¡ H o l a ! es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo>
te va en nuestro Cuerpo?
—í Perfectamente! —respondió el interrogado.
E r a éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.
—Conque ¿decías?... —replicó el primero.
—>¡Ah! ¡ S í ! Q u e el cabo López h a fallecido..,
—respondió el miguelete pálido.
—Manuel...
¿ Q u é dices? ¡ E s o no puede ser!...
— Y o mismo h e visto a López esta mañana, comete veo a t i . . .
El llamado Manuel contestó fríamente:
— P u e s hace media hora que lo ha matado Parrón.
—¿Parrón?
¿Dónde?
— ¡ A q u í m i s m o ! ¡ E n G r a n a d a ! E n la Cuesta del
P e r r o se ha encontrado el cadáver de López.
Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó a
silbar una canción patriótica.
— ¡ V a n once migueletes en seis días! —exclamó
un sargento—. ¡Parrón se ha propuesto extermin a r n o s ! P e r o ¿cómo es que está en G r a n a d a ? ¿ N a
íbamos a buscarlo a la Sierra de L o j a ?
03
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrad a indiferencia:
— U n a vieja que presenció el delito dice que, luengo que mató a López, ofreció que, si íbamos a buscarlo, tendríamos el gusto de verlo...
—j Camarada! ¡ Disfrutas de una calma asombros a ! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...
— P u e s ¿ qué es Parrón más que un hombre ? — r e puso Manuel con altanería.
— A la formación! —gritaron en este acto varias
voces.
F o r m a r o n las dos compañías, y comenzó la lista
nominal.
E n tal momento acertó a pasar por allí el gitano
Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella
lucidísima tropa.
Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete,
-dio un retemblido y retrocedió un poco, como para
ocultarse detrás de sus compañeros...
Al propio tiempo
•dando un grito y un
-una víbora, arrancó
Jerónimo.
Manuel se echó la
¿gitano...
Heredia fijó en él sus ojos; y
salto como si le hubiese picado
a correr hacia la calle de San
carabina a la cara y apuntó al
P e r o otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el t,iro se perdió en el aire.
— ¡ E s t á loco! ¡Manuel
se ha vuelto loco! ¡ U n mi94
LA
BUENAVENTURA
guelete ha perdido el juicio! —exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.
Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a
aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que
p o r lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios,
q u e no le arrancaron contestación alguna.
Entre tanto Heredia había sido preso en la plaza
•de la Universidad por algunos transeúntes, que,
viéndole correr después de haber sonado aquel tiro,
l o tomaron por un malhechor.
—¡Llevadme a la Capitanía general! —decía el
gitano—. ¡ Tengo que hablar con el Conde del Montijo!
— ¡ Q u é Conde del Montijo ni qué niño m u e r t o !
— l e respondieron sus aprehensores—. ¡Ahí están
los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer
con tu persona!
—«Pues lo mismo me da... —respondió Heredia—.
P e r o tengan ustedes cuidado de que no me mate
Parrón...
—¿Cómo Parrón?...
¿ Q u é dice este hombre?
—Venid y veréis.
Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante
•del jefe de los migueletes, y, señalando a Manuel,
•dijo:
— M i Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el
gitano que dio hace quince días sue señas al Conde
•del Montijo!
95
PEDRO
ANTONIO
DE
ALARCÓN
—¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡ U n miguelete era
Parrón!... —gritaron muchas voces.
—'No me cabe duda... —decía entre tanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado e í
Capitán general—. ¡ A fe que hemos estado torpes?
P e r o ¿a. quién se le hubiera ocurrido buscar el capitán de ladrones entre los migueletes que iban a
prenderlo ?
—í Necio de m í ! —exclamaba al mismo tiempo
Parrón, mirando al gitano con ojos de león h e r i d o — .
¡ E s el único hombre a quien he perdonado la vida í
¡ Merezco lo que me pasa!
A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.
Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura
del
gitano...
Lo cual —dicho sea para concluir dignamente—
no significa que debáis creer en la infalibilidad d e
tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla
de conducta la de Parrón de matar a todos los que
llegaban a conocerle... Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables p a r a la
razón h u m a n a ; doctrina que, a mi juicio, no puede
ser más ortodoxa.
Guadix, 1853.
(Novelas cortas. Segunda serie: Historietas
nales, Madrid, 1881.)
96
nacio-
RICARDO PALMA
( P e r u a n o , 1833-1919.)
LA
PANTORRILLA
DEL
COM A N D A N T E
I
FRAGMENTO DE CARTA DEL TERCER JEFE DEL IMPERIAL
ALEJANDRO
AL SEGUNDO COMANDANTE DEL BATA-
LLÓN GERONA.
Cusco, 3 de diciembre de 1822.
Mi querido paisano y c o m p a ñ e r o : A p r o v e c h o
p a r a escribirte la oportunidad de ir el capitán don
P e d r o U r i o n d o con pliegos del V i r r e y p a r a el g e neral Valdés.
U r i o n d o es el m a l a g u e ñ o m á s e n t r e t e n i d o que
madre andaluza h a echado al mundo. T e lo r e c o miendo m u y m u c h o . Tiene la m a n í a de proponer
apuestas por todo y sobre todo, y lo particular es
que siempre las gana. ¡ P o r Dios!, h e r m a n o , no
vayas a incurrir en la debilidad de aceptarle a p u e s t a
alguna, y haz esta prevención caritativa a t u s ami97
RICARDO
PALMA
gos. Uriondo se jacta de que jamás ha perdido
apuesta, y dice verdad. Con que así, abre el ojo y
no te dejes a t r a p a r . . .
Siempre tuyo,
JUAN ECHERRY.
II
CARTA DEL SEGUNDO COMANDANTE DEL GERONA A SU
AMIGO DEL IMPERIAL ALEJANDRO.
Sama, 28 de diciembre
de 1822.
Mi inolvidable camarada y p a r i e n t e : T e escribo
sobre un t a m b o r en el m o m e n t o de alistarse el b a tallón p a r a emprender m a r c h a a Tacna, donde
t e n g o por s e g u r o que vamos a copar al g a u c h o
M a r t í n e z antes de que se j u n t e con las t r o p a s de
Alvarado, a quien después nos proponemos hacer
bailar el zorongo. El diablo se va a llevar de e s t a
hecha a los i n s u r g e n t e s . Ya es tiempo de que c a r g u e
Satanás con lo suyo y de que las c h a r r e t e r a s de
Coronel luzcan sobre los hombros de este t u invariable amigo.
Te doy las gracias por h a b e r m e proporcionado
la amistad del capitán Uriondo. E s un muchacho
que vale en oro lo que pesa, y en los pocos días
que le hemos tenido en el Cuartel general ha sido
98
LA
P ANTORRILLA
DEL
COMANDANTE
ia niña bonita de la oficialidad. ¡ Y lo bien que c a n t a
el diantre del m o z o ! ¡ Y v a y a si sabe hacer hablar
las cuerdas de una g u i t a r r a !
M a ñ a n a saldrá, de r e g r e s o p a r a el Cuzco, con
comunicaciones del General p a r a el Virrey.
Siento decirte que sus laureles como g a n a d o r de
a p u e s t a s van marchitos. Sostuvo esta m a ñ a n a que
el aire de vacilación que t e n g o al andar dependía,
no del balazo que me p l a n t a r o n en el Alto P e r ú ,
cuando lo de Guaqui, sino de un lunar, g r u e s o como
un g r a n o de arroz, que, según él afirmaba, como
si me lo hubiera visto y palpado, debía yo t e n e r en
la p a r t e baja de la pierna izquierda. A g r e g ó , con
un aplomo digno del físico de mi batallón, que ese
lunar era cabeza de vena y que, andando los tiempos, si no me lo hacía q u e m a r con piedra infernal,
me sobrevendrían a t a q u e s mortales al corazón. Yo,
que conozco los alifafes de mi agujereado cuerpo
y que no soy lunarejo, solté el trapo a reír. Picóse
un t a n t o Uriondo, y apostó seis onzas a que me
convencía de la existencia del lunar. Aceptarle,
equivalía a robarle la plata, y me n e g u é ; pero, insistiendo él t e r c a m e n t e en su afirmación, terciaron
el capitán M u r r i e t a , que fué alférez de Cosacos
d e s m o n t a d o s en el Callao; n u e s t r o paisano Goytizolo, que es a h o r a capitán de la q u i n t a ; el teniente
Silgado, que fué de H ú s a r e s y sirve hoy en D r a g o n e s ; el padre Marieluz, que e s t á de capellán de
tropa, y o t r o s oficiales, diciéndome t o d o s :
99
RICARDO
PALMA
— ¡ V a m o s , C o m a n d a n t e ! Gánese esas peluconas
que le caen de las nubes.
P o n t e en mí caso. ¿ Q u é habrías t ú hecho? L o
que y o hice, s e g u r a m e n t e . E n s e ñ a r la pierna d e s nuda, p a r a que todos viesen que en ella no había
ni sombra de lunar. U r i o n d o se puso m á s rojo q u e
camarón sancochado, y tuvo que confesar que s e
había equivocado. Y me pasó las seis onzas, q u e
se me hizo cargo de conciencia a c e p t a r ; pero q u e ,
al fin, tuve que g u a r d a r l a s , pues él insistió en d e clarar que las había perdido en toda regla.
C o n t r a t u consejo, tuve la debilidad (que de t a l
la calificaste") de aceptarle una a p u e s t a a t u c o n migo desventurado malagueño, quedándome, m á s
que el provecho de las seis amarillas, la gloria de
haber sido el primero en vencer al que t ú consider a b a s invencible.
T o c a n en este m o m e n t o llamada y t r o p a .
Dios te g u a r d e de u n a bala traidora, y a m í . . .
lo mesmo.
DOMINGO
ECHIZARRAGA.
III
CARTA DEL TERCER JEFE DEL IMPERIAL
AL SEGUNDO
COMANDANTE
ALEJANDRO
DEL GERONA.
Cusco, enero 10 de 1823.
C o m p a ñ e r o : M e . . . fundiste.
El capitán U r i o n d o había apostado conmigo t r e i n 100
PANTORRILLA
DEL
COMANDANTE
t a onzas a que te hacía e n s e ñ a r la pantorrilla el
día de Inocentes.
Desde a y e r hay, por culpa tuya, t r e i n t a pelucon a s de menos en el exiguo caudal de tu amigo, que
t e perdona el candor y te absuelve de la desobediencia al consejo.
JUAN ECHERRY.
IV
Y yo el infrascrito garantizo, con t o d a la seriedad que a un tradicionista incumbe, la autenticidad
de las firmas de E c h e r r y y E c h i z a r r a g a .
RICARDO PALMA.
(Tradiciones
peruanas.)
IOI
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
1836-1870
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
E n Sevilla y en mitad del camino que se dirige al
convento de San Jerónimo desde la puerta de la M a carena, hay, entre otros ventorrillos célebres, u n o
que, por el lugar en que esitá colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse
que era, si ya no lo es, el más neto y característico
de todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas, rojizas las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sinfín de
jaramagos y martas de reseda. U n cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa. E m p o t r a das en el muro, que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en
forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez o u n a
claraboya, se ven de trecho en ttrecho algunas estacas
IOC
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
y anillas de hierro, que sirven para atar las caballerías. U n a p a r r a añosísima que retuerce sus negruzcos
troncos por entre la armazón de maderas que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y
anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo
componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas, y hasta seis o siete mesas
cojas y hechas de itablas mal unidas. P o r uno de los
costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado,
de cuyo alero penden algunas guías que se mecen
con el aire> semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín que parece
una canastilla de juncos rebosando flores. L a s copas
de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas
del ventorrillo forman el fondo obscuro, sobre el cual
se destacan sus blancas chimeneas, completando la
decoración los vallados de las huertas llenos de pitas
y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del
agua, y el Guadalquivir, que se aleja arrastrando con
lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes, hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los
espesos olivares que lo rodean, y dibuja por obscuro
la negra silueta de sus torres sobre u n cielo azul
transparente.
Imaginaos este paisaje animado por una multitud
de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y anima103
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
les, formando grupos a cual más pintoresco y característico: aquí el ventero, rechoncho y coloradote,
sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre
las manos el 'tabaco para liar un cigarrillo y con el
papel en la boca; allí un regatón de la Macarena,
que canta entornando los ojos y acompañándose con
una guitarrilla, mientras otros le llevan el compás con
las palmas o golpeando las mesas con los v a s o s :
más allá una turba de muchachas, con su pañuelo de
espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y
ríen, y hablan a voces en itanto que impulsan como
locas el columpio colgado entre dos árboles; y los
mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de
manzanilla y platos de aceitunas; y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos
borrachos que disputan con un majo que requiebra al
pasar a una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un per r o que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén
donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de
los caleseros que llegan, levantando una nube de polvo ; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas,
y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y
mil y mil rumores extraños y discordes que forman
una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos
todo esto en una tarde templada y serena, en la t a r 104
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
de de uno de los días más hermosos de Andalucía,
donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea
del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera
vez que, guiado por su fama, fui a visitar aquel c é lebre ventorrillo.
D e esito hace ya muchos a ñ o s : diez o doce, lo m e nos. Y o estaba allí como fuera de mi centro n a t u r a l :
comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría.
Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara a
mirarme con el desagrado que se mira a u n i m portuno.
N o queriendo llamar la atención ni que nii presencia se hiciese objeto de burlas más o menos embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo,
pedí algo de beber, que n o bebí, y cuando todos se
olvidaron de mi extraña aparición, saqué u n papel de
la cartera de dibujo, que llevaba conmigo, afilé u n
lápiz y comencé a buscar con Ha vista u n tipo característico para copiarlo y conservarlo como un recuerdo de aquella escerta y de aquel día.
Desde luego mis ojos sé fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro alrededor del columpio. E r a alta, delgada, levemente morena, con
unas ojos adormidos, grandes y negros, y u n pelo
más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo,
u n grupo de 'hombres, entré los cuales había uno q u e
rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaban a
107
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
coro cantares alusivos a las prendas personales, los
secretillos de amor, las inclinaciones o las historias
d e celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su
vez respondían éstas con otros no menos graciosos,
picantes y ligeros.
La muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres, y componía las coplas y las decia, acompañada
del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.
P o r mi parte no necesité mucho tiempo para conocef que entre ambos existía algún sentimienito de
afección que se revelaba en sus cantares, llenos de
alusiones transparentes y frases enamoradas.
Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse de
noche. Y a en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y
sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante
d e argamasa y ladrillo que domina itoda la ciudad.
L o s grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del
crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y obscuro del cielo.
L a s muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus
voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta'
confundirse con los otros rumores indistintos y leja108
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
nos que temblaban en el aire. T o d o acababa a la v e z :
el día, el bullicio, la animación y la fiesta; y de todon o quedaba sino un eco en el oído y en el alma, c o m o
una vibración suavísima, como u n dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un s u e ñ o
agradable.
Luego que 'hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llarriécon una palmada al mozo, pagué el pequeño g a s t o
que había hecho, y ya me disponía a alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo».
E r a el muchacho de la g u i t a r r a que ya noté antes»
y que mientras dibujaba me miraba mucho y con
cierto aire de curiosidad. Y o no había reparado que,,
después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba, cori objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia;
a la mujer por quien él parecía interesarse.
—Señorito — m e dijo con un acento que él p r o curó suavizar todo lo posible—: voy a pedirle a usted
u n favor.
—¡ U n favor! —exclamé yo, sin comprender cuáles
podrían ser sus pretensiones—. Diga usted; que si
está en mi mano, es cosa hecha.
—¿ Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al oír sus últimas palabras, no pude menos dequedarme un rato perplejo; extrañaba por una p a r t e
la petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por
otra el tono, que no podía decirse a punto fijo si era.
1
;
109
s**5>
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
d e amenaza o de súplica. El hubo de comprender mi
d u d a , y se apresuró en el momento a a ñ a d i r :
— S e lo pido a usted por la salud de su madre,
por la mujer que más quiera en este mundo, si quieTe a alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo
pueda hacer en mi pobreza.
N o supe qué contestar para eludir el compromiso.
Casi casi hubiera preferido que viniese en son de quim e r a , a trueque de conservar «1 bosquejo de aquella
mujer, que tanto me había impresionado; pero sea
sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir que
no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo
alargué sin decir una palabra.
Referir las frases de agradecimiento del muchacho,
sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a la
iuz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo
dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos
que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que pond e r ó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba
un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima,
por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas
y otras se había hecho completamente de noche, que
quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la
puerta de la Macarena; y tanto dio en ello, que por
fin me determiné a que emprendiésemos el camino
juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró
-encontró forma de contarme de pe a pa toda la historia de sus amores.
La venta donde se había celebrado la función era
no
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
de su padre, quien le itenía prometido, para cuando
se casase, una huerta que lindaba con la casa, y que
también le pertenecía. E n cuanto a la muchacha objeto de su cariño, que me describió con los más vivos
colores y las frases más pintorescas, me dijo que se
llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde
muy pequeñita, y se ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso
interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte
apretón de manos, tornó a ofrecérseme, y se marchó
entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Y o permanecí un rato
viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me
sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre,
con una alegría, por decirlo así, de reflejo.
El siguió cantando a más np poder; uno de sus
cantares decía a s í :
Compañerito del alma,
mira qué bonita era:
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba
más lejos aún. E r a ella, ella que lo aguardaba impaciente. ..
Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron
muchos años sin que volviese a ella, y olvidé muchas
ni
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GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo d e
tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se m e
borró nunca de la memoria.
II
Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del t o d o
aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces
por mi imaginación como u n a brisa bienhechora que
refresca el ardor de la frente.
Cuando el azar me condujo de nuevo a la gran ciudad que con tanta razón es llamada reina de Andalucia, una de las cosas que más llamaron mi atención
fué el notable cambio verificado durante mi ausencia.
Edificios, manzanas de casas y barrios enteros habían
surgido al contacto mágico de la industria y el capital : por todas partes fábricas, jardines, posesiones d e
recreo, frondosas alamedas; pero, por desgracia, m u chas venerables antiguallas habían desaparecido.
Visité nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y artísticos; torné a v a g a r
y a perderme entre las mil y mil revueltas del curioso barrio de Santa C r u z ; extrañé en el curso de m i s
paseos muchas cosas nuevas que se han levantado n o
sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que h a n
desaparecido no sé por qué, y por último me dirigí
112
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
a lá orilla del río. L a orilla del rio ha sido siempre
en Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones.
Después que hube admirado el magnífico panorama
que ofrece en el punto por donde une sus opuestas
márgenes el puente de h i e r r o ; después que hube recorrido, con la mirada absorta, los mil detalles, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista a los
innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y
oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira
actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, m e trasladé hasta S a n J e r ó nimo.
:Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado
y luminoso en que la rica vegetación d é Andalucía
despliega sin aliño sus galas naturales. Como si h u biera ido en u n bote corriente arriba, vi desfilar otra
vez, con ayuda de la memoria, por u n lado la Cartuja
con sus arboledas y sus altas y delgadas t o r r e s ; por
otro, el barrio de los H u m e r o s , los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos; las
huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las
norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos, y, por último, San Jerónimo... Al llegar
aquí con la imaginación, se me representaron con
más viveza que nunca los recuerdos que a ú n conservaba de la famosa venta, y me figuré que asistía de
nuevo a aquellas fiestas populares, y oía cantar a las
muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los
"3
iv.—8
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados,
merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar
aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y
cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de
su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices, a todas las personas que más amaba
en el m u n d o : su mujer, sus hijos, su padre, que estaba
entonces como hacía diez años, sentado a la puerta de
su venta, liando impasible su cigarro de papel, sin
más variación que tener blanca como la nieve la cabeza que era gris.
U n amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con
esas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin
del brazo, preguntándome:
— ¿ E n qué piensas?
—Pensaba —le contesté— en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos
los agradables recuerdos que guardo de una tarde que
estuve en San Jerónimo... E n este instante concluía
una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan
a mi gusto, que creo no puede tener otro final que el
que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los
Gatos —proseguí, dirigiéndome a mi amigo—, ¿ cuándo nos vamos allí una tarde a merendar y a tener u n
rato de j a r a n a ?
— ¡ U n rato de j a r a n a ! —exclamó mi interlocutor,
114
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
con una expresión de asombro que yo no acertaba a
explicarme entonces—. ¡ U n rato de j a r a n a ! Pues digo que el sitio es aparente para el caso.
— Y ¿ por qué no ? —le repliqué, admirándome a mi
vez de sus admiraciones.
—ÍLa razón es muy sencilla — m e dijo por últim o — ; porque a cien pasos de la venta h a n hecho el
nuevo cementerio.
Entonces fui yo el que lo miré con ojos asombrados, y permanecí algunos instantes en silencio antes
de añadir una sola palabra.
Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron
algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del
todo la impresión que me había causado u n a noticia
tan inesperada. P o r más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues
el inventado no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.
U n a tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una
ligera indisposición para no acompañar a mi amigo
en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo
el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas
la Macarena y su pintoresco arrabal, y comencé a
cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de
huertas, ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.
Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclina"5
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
ba á las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí
frío y tristeza, y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la
muerte.
Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar
las huertas para abreviar la distancia, y entré en el
camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en
lontananza el convento de San Jerónimo.
Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que
por el camino que pasan los muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo u n color diferente.
P o r lo menos allí se me antojó que faltaban tonos
calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, a m biente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje
era monótono; las figuras, negras y aisladas.
P o r aquí un carro que marchaba pausadamente
cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de
látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá
un hombre de mala catadura con un azadón en el
hombro, o un sacerdote con su hábito talar y obscuro
o un grupo de ancianos mal vestidos o de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en
la tierra. Y o me creía transportado no sé adonde,
pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos
contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo así, no quedando
de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión
que experimentaba sólo puede compararse a la q u e
?
116
LA
VENTA
DE
LOS
GATOS
sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son a l a vez, y los s i tios en que creemos hallarnos se transforman en
parte de una manera estrambótica e imposible.
P o r último, llegué al ventorrillo: lo recordé más
por el rótulo, que aún conservaba escrito con grandes
letras en una de sus paredes, que por n a d a ; pues en
cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego puedo
asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado
y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en
el fondo, parecía extenderse hacia él, envolviéndolo en
u n a obscura proyección como en un sudario. El venter o estaba solo, completamente solo. Conocí que era el
mismo de hacía diez a ñ o s ; y lo conocí no sé por qué,
pues en este tiempo había envejecido hasta el punto
d e aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi rio representaba apenas cincuent a años, y rebosaba salud, satisfacción y vida;
Sentéme en una de las desiertas m e s a s ; pedí algo
d e beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra
palabra suelta vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores, cuyo
-último capítulo ignoraba todavía, a pesar de haber intentado adivinarlo V a r i a s veces.
— T o d o — m e dijo el pobre viejo—, todo parece
que se h a conjurado contra nosotros desde í a época
•que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era
l a niña de nuestros ojos, se- había criado aquí desde
117
-»u
"p>
'"res*"
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUER
que nació, casi; era la alegría de la casa; nunca p u d o
echar de menos el suyo, porque yo la quería como u n
p a d r e ; mi hijo se acostumbró ¡también a quererla d e s de niño, primero como un hermano, después con u n
cariño más grande todavía. Y a estaba en vísperas d e
casarse; yo les había ofrecido k> mejor de mi poca
hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia d e
nuestra felicidad, y la deshizo en un momento. P r i mero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta parte de San J e r ó n i m o : unos decían
que más acá, otros que más allá; y mientras todos
estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se
realizase este proyecto, una desgracia mayor y más
cierta cayó sobre nosotros.
U n día llegaron aquí en un carruaje dos señores.
Me hicieron mil y mil preguntas acerca de A m p a r o ,
a la cual saqué yo cuando pequeña de la Casa de E x pósitos ; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que
A m p a r o era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la justicia para arrancárnosla, y trabajó tanto,
que logró conseguirlo. N o quiero recordar siquiera el
día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena ; mi hijo quería hacer una locura; yo estaba como
atontado, sin comprender lo que me sucedía. ¡ Se fué ?
E s decir, no se fué, porque nos quería mucho para
i r s e ; pero se la llevaron, y una maldición cayó sobre
118
L¿
VENTA
DE
LOS
GATOS
esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en u n letargo; yo no sé
decir qué me p a s ó ; creí que se me había acabado e!
mundo.
Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el cementerio ; la gente huyó de estos contornos; se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó
toda la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas.
Y A m p a r o no era más feliz que nosotros: criada
aquí al aire libre, entre el bullicio y la animación de la
venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida, y se secó como se secan las flores
arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado.
Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez,
por hablarle un momento. Todo fué inútil: su familia
no quería. Al cabo la vio, pero la vio muerta. P o r
aquí pasó su entierro. Y o no sabía nada, y no sé por
qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. E l corazón,
que es muy leal, me decía a voces:
— E s a es joven como A m p a r o ; como ella sería también h e r m o s a ; ¿ quién sabe si será la misma ? Y e r a :
mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la caja dio un grito, cayó sin sentido en tierra, y
así me lo trajeron. Después se volvió loco, y loco
está.
Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su
narración entraron en la venta dos enterradores de
siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su
»9
GUSTAVO
ADOLFO
BECQUBR
tarea, venían a echar un trago o la salud de los muertos, como dijo uno d e ellos, acompañando el chiste
con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una
lágrima con el dorso de la mano, y fué a servirles.
La noche comenzaba a cerrar, obscura y tristísima.
El délo estaba negro, y el campo lo mismo. D e los
brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la
soga del columpio, agitada por el a i r e ; me pareció la
cuerda de una horca oscilando todavía después de
haber descolgado a un reo. Sólo llegaban a mis oídos
algunos rumores confusos: efl ladrido lejano de los
perros de las h u e r t a s ; el chirrido de una noria, largo,
quejumbroso y agudo como un lamento; las palabras
sueltas y horribles de los sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrilego... N o s é ; en mi
memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena
fantástica de desolación que de la otra escena de
alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de
reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo
escuché entonces, es este cantar que entonó una voz
plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos
lugares:
En el carro de los muertos
ha pasado per aquí,
llevaba una mano
fuera,
por ella la conocí.
E r a el pobre muchacho, que estaba encerrado en
una de la habitaciones de la ventana, donde pasaba
los días contemplando inmóvil el retrato de su aman120
LA
VENTA
DE
•
LOS
•
GATOS
'•• :
'V
te sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin
llorar, sin que se abriesen sus labios más que para
cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor, que yo aprendí a descifrar entonces.
121
BENITO
PEREZ
GALDOS
1843-1920
LA
MULA
Y
Cuento de
EL
BUEY
Navidad.
I
Cesó de quejarse la pobrecita; movió la cabeza,
fijando los tristes ojos en las personas que rodeaban
su lecho; extinguióse poco a poco su aliento, y expiró.
El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el
vuelo y se fué.
L a infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro de Celinina se fué poniendo
amarillo y diáfano como c e r a ; enfriáronse sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de u n a
muñeca. Entonces llevaron fuera de la alcoba a la
madre, al padre y a los más inmediatos parientes, y
dos o tres amigas y las criadas se ocuparon en cumplir el último deber con la pobre niña muerta.
L a vistieron con riquísimo traje de batista; la fal122
'"tai"'
LA
MU LA
Y
EL
í f nBUEY
da, blanca y ligera como una nube, toda llena de encajes y rizos, que la asemejaban a espuma. P u s i é r o n le Jos zapatos, blancos también y apenas ligeramente gastada la suela, señal de haber dado pocos p a sos, y después tejieron, con sus admirables Cabellos,
de color castaño obscuro, graciosas trenzas enlazadas con cintas azules. Buscaron flores n a t u r a l e s ;
mas no hallándolas, por ser tan impropia de ellas la
estación, tejieron una linda corona con flores de t e la, escogiendo las más bonitas y las que más se p a recían a verdaderas rosas frescas traídas del jardínU n hombre antipático trajo una caja algo m a yor que la de u n violín, forrada de seda azul con
galones de plata, y por dentro guarnecida de raso
blanco. Colocaron dentro a Ceünina, sosteniendo
su cabeza en preciosa y blanca almohada, para q u e
no estuviese en postura violenta, y después que l a
acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus
m a n e o t a s , atándolas con una cinta, y entre ellas p u siéronle un ramo d e rosas blancas, tan hábilmente h e chas por el artista, que parecían hijas del mismo
abril.
Luego las mujeres aquellas cubrieron de vistosos paños una mesa, arreglándola como u n altar,
y sobre ella fué colocada la caja. E n breve tiempo
armaron unos a) modo de doseles de iglesia, con r i cas cortinas blancas, que se recogían gallardamente a u n lado y o t r o ; trajeron d e otras piezas cantidad d e santos e imágenes, que ordenadamente di»123
BENITO
PÉREZ.GALDÓS
tribuyeron sobre el altar, como formando la corte
funeraria del ángel difunto, y, sin pérdida de tiemp o , encendieron algunas docenas de luces en los grandes candelabros de la sala, los cuales, en torno a Celi•nina, derramaban tristísimas claridades. Después de
•besar repetidas veces las heladas mejillas de la pobre
«iña, dieron por terminada su piadosa obra.
II
Allá, en lo más hondo de la casa, sonaban gemid o s de hombres y mujeres. E r a el triste lamentar de
los padres, que no podían convencerse de la verdad
•del aforismo angelitos al cielo, que los amigos administran como calmante moral en tales trances. L o s
p a d r e s creían entonces que la verdadera y más p r o pia morada d e los angelitos es la tierra; y tampoco
podían admitir la teoría de que es mucho más lamentable y desastrosa la muerte de los grandes que la
de los pequeños. Sentían, m e z d a d a a su dolor, la p r o fundísima lástima que inspira la agonía de u n niño,
y no comprendían que ninguna pena superase a aquella que destrozaba sus entrañas.
Mil recuerdos e imágenes dolorosas 'les herían, t o m a n d o forma de agudísimos puñales que les traspasaban el corazón. L a madre oía sitt cesar la encant a d o r a media lengua de Celinina, diciendo las cosas
-al revés, y haciendo de las palabras de nuestro idioma graciosas caricaturas filológicas; que afluían de
124
LA
M.ULA
Y
EL
BUEY
su linda boca como la música más tierna que puede:
conmover el corazón de una madre. N a d a carácterrizá a un niño como su estilo, a q u e l genuino modo deexpresarse y decirlo todo con cuatro letras, y aquella-;
gramática prehistórica, como los primeros vagidosde la palabra en los albores de la humanidad, y s *
sencillo arte de declinar y conjugar, que parece la
rectificación inocente de los idiomas regularizados;
por el uso. El vocabulario de un niño de tres años,
como Celinina, constituye el verdadero tesoro l i t e r a rio de las familias. ¿Cómo había de olvidar la madreaquella lengüecita de ttapo, que llamaba al sombrero>
tumeyo y al garbanzo babancho?
P a r a colmo de aflicción, vio la buena señora por
todas partes los objetos con que Celinina había alborozado los últimos d í a s ; y como éstos eran los que
preceden a Navidad, rodaban por el suelo pavos debarro con patas de alambre; u n San José sin m a n ó s e
u n pesebre con el Niño Dios, semejante a una bolita*,
de color de rosa; un Rey Mago montado en arrogante
camello sin cabeza. Lo que habían padecido aquellas,
pobres figuras en los últimos días, arrastradas deaquí para allí, puestas en esta o en la otra forma, s ó lo Dios, la mamá y el purísimo espíritu que había v o lado al Cielo lo sabían.
Estaban las rotas esculturas impregnadas, d i g á moslo así, del alma de Celinina, o vestidas, si se q u i e re, de una singular claridad m u y triste, que era l a
claridad de ella. L a pobre madre, al mirarlas, t e m 125
BENITO
PEREZ
GALDOS
biaba toda, sintiéndose herida en lo más delicado y
sensible de su íntimo ser. \ Extraña alianza de las cosas 11 Cómo lloraban aquellos pedazos de barro! | Llenos parecían de una aflicción intensa, y tan doloridos, que su vista soíla producía tanta amargura como el espectáculo de la misma criatura moribunda,
cuando miraba con suplicantes ojos a sus padres y
les pedía que le quitasen aquel horrible dolor de su
frente abrasada! La más triste cosa del mundo era
para la madre aquel pavo con patas de alambre clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes
•cambios de postura había perdido el pico y el moco.
III
Pero si era aflictiva la situación de espíritu de
la madre, éralo mucho más la del padre. Aquélla
-estaba traspasada de dolor; en éste, el dolor se agravaba con un remordimiento agudísimo. Contaremos
brevemente el peregrino caso, advirtiendo que esto
quizás parecerá en extremo pueril a algunos, pero a
los que tal crean les recordaremos que nada es tan
ocasionado a puerilidades como un íntimo y puro dolor, de esos en que no existe mezcla alguna de intereses de la tierra, ni el desconsuelo secundario del
egoísmo no satisfecho.
Desde que Célinina cayó enferma, sintió el afán
•de las poéticas fiestas que más alegran a los niños:
136
LA
MU LA
Y
EL
BUEY
las fiestas de Navidad. Ya se sabe con cuánta ansia
desean la llegada de estos risueños días, y cómo les
trastorna el febril anhelo de los regalitos, de los nacimientos, y las esperanzas del mucho comer y del
atracarse de pavo, mazapán, peladillas y turrón. Algunos se creen capaces, con la mayor ingenuidad, de
embuchar en sus estómagos cuanto ostentan la Plaza Mayor y calles adyacentes.
Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la
boca el tema de la Pascua; y como sus primitos, que
iban a acompañarla, eran de más edad y sabían cuanto hay que saber en punto a regalos y nacimientos,
se alborotaba más la fantasía de la pobre niña oyéndoles, y más se encendían sus afanes de poseer golosinas y juguetes. Delirando, cuando la metía en su
horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar
lo que de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era
golpear tambores, tañer zambombas, cantar villancicos. En la esfera tenebrosa que rodeaba su mente,
no había sino pavos haciendo clau clau; pollos que
gritaban pío pió; montes de turrón que llegaban al
Cielo formando un Guadarrama de almendras; nacimientos llenos de luces y que tenían lo menos cincuenta mil millones de figuras; ramos de dulce, árboles cargados de cuantos juguetes puede idear la
más fecunda imaginación tirolesa; el estanque del
Retiro lleno de sopa de almendras; besugos que miraban a las cocineras con sus ojos cuajados; naranjas que llovían del cielo, cayendo en más abundancia.
i37
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
que las gotas de agua en día de temporal, y otrosí
mil prodigios que no tienen número ni medida.
IV
E l padre, por no tener más chicos que Celinina
no cabía en sí de inquieto y desasosegado. Sus n e gocios le llamaban fuera de la c a s a ; pero muy a m e nudo entraba en ella para ver cómo iba la enfermita.
E l mal seguía su marcha con alternativas traidoras r
unas veces dando esperanzas de remedio; otras, q u i tándolas.
r
El buen hombre tenía presentimientos tristes. E t
lecho de Celiniha, con la tierna persona agobiada enél por la fiebre y loa dolores, no se apartaba de suimaginación. Atento a lo que pudiera contribuir a r e gocijar el espíritu de la niña, todas las noches, c u a n do regresaba a la casa, le traía algún regalito de P a s cua, variando siempre de objeto y especie, pero p r e s cindiendo siempre de toda golosina. Trájole u n día
una manada de pavos, tan al vivo hechos, que no Íesfaltaba más que g r a z n a r ; otro día sacó de sus bolsillos la mitad de ía Sacra Familia, y al siguiente a SanJosé con el pesebre y portal de Belén. Después v i no con unas preciosas ovejas, a quien conducían g a llardos pastores, y luego se hizo acompañar de u n a s
lavanderas que lavaban, y de un choricero que v e n día chorizos, y de un Rey Mago negro, al cual sucedió otro de barba blanca y corona de oro. P o r traer,.
128
LA
MU LA
Y
EL
BUEY
hasta trajo una vieja que daba azotes en cierta parte
a un chico por no saber la lección.
Conocedora Celinina, por do que charlaban sus primos, de todo lo necesario a la buena composición de
un nacimiento, conoció que aquella obra estaba incompleta por la falta de dos figuras muy principales:
la muía y el buey. Ella no sabía lo que significaba la
tal muía ni el tal b u e y ; pero atenta a que todas las
cosas fuesen perfectas, reclamó una y otra vez del
solícito padre el par de animales que se había quedado en Santa Cruz.
El prometió traerlos, y en su corazón hizo propósito firmísimo de n o volver sin ambas bestias; p e r o
aquel día, que era el 23, los asuntos y quehaceres se
le aumentaron de tal modo, que no tuvo un punto de
reposo. Además de esto, quiso el Cielo que se sacase
la lotería, que tuviera noticia de haber ganado u n
pleito, que dos amigos cariñosos le embarazaran toda
la mañana..., en fin, el padre entró en la casa sin la
muía, pero también sin el buey.
Gran desconsuelo mostró Celinina al ver que no
venían a completar su tesoro las dos únicas joyas que
en él faltaban. El padre quiso al punto remediar su
falta; mas la nena se había agravado considerablemente durante el d í a : vino el médico, y como sus palabras no eran tranquilizadoras, nadie pensó en bueyes, mas tampoco en muías.
E l 24 resolvió el pobre señor no moverse de la
casa. Celinina tuvo por breve rato un alivio tan pa129
IT.-9
BENITO.PÉREZ
CALDOS
tente, que todos concibieron esperanzas, y lleno de
alegría, dijo el p a d r e : " V o y al punto a buscar e s o . "
Pero como cae rápidamente un ave herida al r e montar el vuelo a lo más alto, así cayó Celinina en
las honduras de una fiebre muy intensa. Se agitaba
trémula y sofocada en los brazos ardientes de la enfermedad, que la constreñía sacudiéndola para expulsar la vida. E n la confusión de su delirio, y sobre el
revuelto oleaje de su pensamiento, flotaba, como el
único objeto salvado de un cataclismo, la idea fija del
deseo que no había sido satisfecho; de aquella codiciada muía y de aquel suspirado buey, que aún p r o seguían en estado de esperanza.
El papá salió medio loco, corrió por las calles;
pero en mitad de una de ellas se detuvo y d i j o :
" ¿ Q u i é n piensa ahora en figuras de nacimiento?"
Y , corriendo de aquí para allí, subió escaleras, y
tocó campanillas, y abrió puertas sin reposar un instante, hasta que hubo juntado siete u ocho médicos,
y les llevó a su casa. E r a preciso salvar a Celinina.
V
P e r o Dios no quiso que los siete u ocho (pues la
cifra no se sabe a punto fijo) alumnos de Esculapio contraviniesen la sentencia que Él había dado, y
Celinina fué cayendo, cayendo más a cada hora, y
llegó a estar abatida, abrasada, luchando con indescriptibles congojas, como la mariposa que ha sido
130
LA
MULA
Y
EL
BUEY
golpeada y tiembla sobre el suelo con las alas rotas.
Los padres se inclinaban junto a ella con afán insensato, cual si quisieran con la sola fuerza del mirar
detener aquella existencia que se iba, suspender la rápida desorganización humana, y con su aliento renovar el aliento de la pobre mártir, que se desvanecía
en un suspiro.
Sonaron en la calle tambores y zambombas y aleg r e chasquido de panderos. Celinina abrió los ojos,
que ya parecían cerrados para siempre; miró a su
padre, y con la mirada tan sólo y un grave murmullo
que no parecía venir ya de lenguas de este mundo,
pidió a su padre lo que éste no había querido traerle. Traspasados de dolor padre y madre, quisieron
engañarla, para que tuviese una alegría en aquel instante de suprema aflicción, y presentándole los pavos,
le dijeron:
— M i r a , hija de mi alma, aquí tienes la mulita y el
bueyecito.
P e r o Celinina, aun acabándose, tuvo suficiente claridad en su entendimiento para ver que los pavos no
eran otra cosa que pavos, y los rechazó con agraciado gesto. Después siguió con la vista fija en sus padres, y ambas manos en la cabeza señalando sus - g u dos dolores. Poco a poco fué extinguiéndose en ella
aquel acompasado son, que es el último vibrar de la
vida, y al fin todo calló, como calla la máquina del
reloj que se p a r a ; y la linda Celinina fué un g r a cioso bulto, inerte y frío como mármol, blanco y
131
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
transparente como la purificada cera que arde en los
altares.
¿ Se comprende ahora el remordimiento del padre ?
Porque Celinina tornara a la vida hubiera él recorrido la tierra entera para recoger todos los bueyes
y todas, absolutamente todas las muías que en ella
hay. La idea de no haber satisfecho aquel inocente
deseo era la espada más aguda y fría que traspasaba
su corazón. E n vano con el raciocinio quería a r r a n cársela ; pero ¿ de qué servía la razón, si era tan niño
entonces como la que dormía en el ataúd, y daba
más importancia a un juguete que a todas las cosas
de la tierra y del cielo?
VI
E n la casa se apagaron al fin los rumores de
desesperación, como si el dolor, internándose en
alma, que es su morada propia, cerrara las puertas
los sentidos para estar más solo y recrearse en
mismo.
la
el
de
sí
E r a Nochebuena, y si todo callaba en la triste
vivienda recién visitada de la muerte, fuera, en las
calles de la ciudad, y en todas las demás casas, r e sonaban placenteras bullangas de groseros instrumentos músicos, y vocería de chiquillos y adultos cantando la venida del Mesías. Desde la sala donde estaba
la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían
compañía oyeron espantosa algazara, que al través
132
LA
MU L A
Y
EL
BUEY
del pavimento del piso superior llegaba hasta ellas,
conturbándolas en su pena y devoto recogimiento.
Allá arriba, muchos niños chicos, congregados con
mayor número de niños grandes y felices papas y
alborozados tíos y tías, celebraban la Pascua, locos
de alegría ante el más admirable nacimiento que era
dado imaginar, y atentos al fruto de juguetes y dulces
q u e en sus ramas llevaba un frondoso árbol con mil
vistosas candilejas alumbrado.
H u b o momentos en que, con el grande estrépito de
arriba, parecía que retemblaba el techo de la sala, y
que la pobre muerta se estremecía en su caja azul, y
que las luces todas oscilaban, cual si, a su manera,
quisieran dar a entender también que estaban algo
peneques. De las tres mujeres que velaban, se retiraron d o s ; quedó una sola, y ésta, sintiendo en su cabeza grandísimo peso, a causa sin duda del cansancio
producido por tantas vigilias, tocó el pecho con la
barba y se durmió.
Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho,
a pesar de que no entraba aire en la habitación. Creeríase que invisibles alas se agitaban en el espacio
ocupado por el altar. Los encajes del vestido de Celinina se movieron también, y las hojas de sus flores
de trapo anunciaban el paso de una brisa juguetona
o de manos muy suaves. Entonces Celinina abrió
los ojos.
Sus ojos negros llenaron la sala con una mirada
viva y afanosa que echaron en derredor y d e arriba
133
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
abajo. Inmediatamente después separó las manos, sin
que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y
cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos,
como es costumbre en los niños al despertarse. Luego
se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo
alguno, y mirando al techo se echó a r e í r ; p e r o s u
risa, sensible a la vista, no podía oírse. El único r u mor que fácilmente se percibió era una bullanga d e
alas vivamente agitadas, cual si todas las palomas'
del mundo estuvieran entrando y saliendo en la sala
mortuoria y rozaron con sus plumas el techo y las
paredes.
Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia
arriba, y al punto le nacieron unas alitas cortas y
blancas. Batiendo con ellas el aire levantó el vuelo y
desapareció.
Todo continuaba lo m i s m o : las luces ardiendo, d e rramando en copiosos chorros la blanca cera sobre
las arandelas; las imágenes en el propio sitio, sin;
mover brazo ni pierna ni desplegar sus austeros labios'; la mujer sumida plácidamente en un sueño q u e
debía saberle a gloria; todo seguía lo mismo, menos la
caja azul, que se había quedado vacía.
VII
¡ H e r m o s a fiesta la de esta noche en casa de los
señores de ***!
L o s tambores atruenan la sala. N o hay quien haga
134
L/f
MU LA
Y
EL
BUEY
comprender a esos endiablados chicos que se divertirán más renunciando a la infernal bulla de aquel
instrumento de guerra. P a r a que ningún h u m a n o
oído quede en estado de funcionar al día siguiente,
añaden al tambor esa invención del Averno, llamada
zambomba, cuyo ruido semeja a gruñidos de Satanás. Completa la sinfonía el pandero, cuyo atroz chirrido de calderetería vieja alborota los nervios más
tranquilos. Y, sin embargo, esta discorde algazara
sin melodía y sin ritmo, más primitiva que la música
de los salvajes, es alegre en aquesta singular noche
y tiene cierto sonsonete lejano de coro celestial.
E l Nacimiento no es una obra.de arte a los ojos
de los adultos; pero los chicos encuentran tanta belleza en las figuras, expresión tan mística en el semblante de todas.ellas y propiedad tanta en sus trajes,
que no creen haya salido de manos de los hombres
obra más perfecta, y la atribuyen a la industria pe.culiar de ciertos ángeles dedicados a ganarse la vida
trabajando en barro. El portal, de corcho, imitando
un arco romano en ruinas, es monísimo, y el riachuelo, representado por un espejillo con manchas verdes
que remedan acuáticas hierbas y el musgo de las m á r genes, parece qué corre por la mesa adelante con
plácido murmurio. E l puente por do pasan los pastores es tal, que nunca se ha visto el cartón tan semejante a la p i e d r a ; al contrario de lo que pasa en mu^
chas obras de nuestros ingenieros modernos, los cuáles hacen puentes de piedra que parecen de cartón.
i35
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
El monte que ocupa el centro se confundiría con u n
pedazo de los Pirineos, y sus lindas casitas, más
pequeñas que las figuras, y sus árboles figurados con
ramitas de evónimus, dejan atrás a la misma N a t u raleza.
E n el llano es donde está lo más bello y las figuras
más características: las lavanderas que lavan en el
a r r o y o ; los paveros y polleros conduciendo sus man a d a s ; un guardia civil que lleva dos granujas presos ; caballeros que pasean en lujosas carretelas junto al camello de un Rey Mago, y Perico el ciego tocando la guitarra en un corrillo donde curiosean los
pastores que han vuelto del Portal. P o r medio a medio, pasa un tranvía lo mismito que el del barrio Salamanca, y como tiene dos rails y sus ruedas, a cada
instante le hacen correr de Oriente a Occidente, con
gran asombro del Rey Negro, que no sabe qué endiablada máquina es aquélla.
Delante del Portal hay una lindísima plazoleta, cuyo
centro lo ocupa una redoma de peces, y no lejos de
allí vende un chico La Correspondencia y bailan gentilmente dos majos. La vieja que vende buñuelos y
la castañera de la esquina son las piezas más graciosas de este maravilloso pueblo de barro, y ellas solas
atraen con preferencia las miradas de la infantil muchedumbre. Sobre todo, aquel chicuelo andrajoso que
en una mano tiene un billete de lotería, y con la otra
le roba bonitamente las castañas del cesto a la t í a
Lambrijas, hace desternillar de risa a todos.
136
LA
MULA
Y
EL
BUEY
E n s u m a : el Nacimiento número uno de Madrid
•es el de aquella casa, una de las más principales, y
h a reunido en sus salones a los niños más lindos y
m á s juiciosos de veinte calles a la redonda.
VIII
P u e s ¿ y el árbol ? E s t á formado de ramas de encina y cedro. El solícito amigo de la casa que lo ha
compuesto con gran trabajo, declara que jamás salió de sus manos obra tan acabada y perfecta. N o se
pueden contar los regalos pendientes de sus hojas.
S o n , según la suposición de un chiquitín allí present e , en mayor número que las arenas del mar. Dulces
envueltos en cascaras de papel rizado; mandarinas,
•que son los niños de pecho de las n a r a n j a s ; castañas
a r r o p a d a s en mantillas de papel de plata; cajitas que
contienen glóbulos de confitería homeopática; figurillas diversas a pie y a caballo: cuanto Dios crió
p a r a que lo perfeccionase luego la Mahonesa o lo
-vendiese Scropp, ha sido puesto allí por una mano
tan generosa como hábil. Alumbraban aquel árbol
de la vida candilejas en tal abundancia, que, según
la relación de un convidado de cuatro años, hay allí
m á s íucecitas que estrellas en el cielo.
E l gozo de la caterva infantil no puede comparars e a ningún sentimiento h u m a n o : es el gozo inefable
d e , los coros celestiales en presencia del Sumo Bien
y de la Belleza Suma. L a superabundancia de satisi37
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
facción casi les hace juiciosos y están como perplejos, en seráfico arrobamiento, con toda el alma en los
ojos, saboreando de an'emano lo que han de'comer,
y nadando, como los ángeles bienaventurados, err
éter puro de cosas dulces y deliciosas, en olor de
flores y de canela, en la esencia increada del jueg>
y de la golosina.
IX
Mas de repente sintieron un rumor que no p r o v e nía de ellos. Todos miraron al techo, y como no veíannada, se contemplaban los unos a los otros, riendo.
Oía^e gran murmullo de alas rozando contra la pared"
y chocando en el techo. Si estuvieran ciegos, habrían
creído que todas las palomas de todos los palomares
del universo se habían metido en la sala. P e r o nc>
veían nada, absolutamente nada.
Notaron, sí, de súbito, una cosa inexplicable y f e nomenal. Todas las figurillas del Nacimiento se m o vieron, todas variaron de sitio sin ruido. El coche der
tranvía subió a lo alto de los mon es, y los Reyes
se metieron de patas en el arroyo. Los pavos se colaron sin permiso dentro del Portal, y San José salió'
todo turbado, cual si quisiera saber el origen de tarr
rara confusión. Después, muchas figuras quedaron
tendidas en el suelo. Si al principio las traslaciones
se hicieron sin desorden, después se armó una b a r a ú n da tal, que parecían a n d a r por allí cien mil m a n o s
f
138
<***HB—ass-HS—HHHH^^
LA
MU LA
Y
EL
BUEY
afanosas de revolverlo todo. E r a un cataclismo u n i versal en miniatura. El monte se venía abajo, faltándole sus cimientos seculares; el riachuelo variaba de.
curso, y echando fuera del cauce sus espejillos inundaba espantosamente la llanura; las casas hundían e>
tejado en la a r e n a ; el Portal se estremecía cual sí
fuera combatido de horribles vientos, y como se a p a garon muchas luces, resultó nublado el sol y obscurecidas las luminarias del día y de la noche.
E n t r e el estupor que tal fenómeno producía, a l gunos pequeñuelos reían locamente, y otros lloraban..
U n a vieja supersticiosa les d i j o :
— ¿ N o sabéis quién hace este trastorno? Hácenlo
los niños muertos que están en el Cielo, y a los cuales
permite P a d r e Dios, esta noche, que vengan a j u g a r
con los Nacimientos.
Todo aquello tuvo fin, y se sintió otra vez el b a t i r
de alas alejándose.
Acudieron muchos de los presentes a examinar los
estragos, y un señor d i j o :
'
— E s que se ha hundido la mesa y todas las figuras se han revuelto.
Empezaron a recoger las figuras y a ponerlas en
orden. Después del minucioso recüeríto y de reconocer una por una todas las piezas se echó de menos
algo. Buscaron y rebuscaron; pero s!h resultado. F a l taban dos figuras: la müla y el buey.
139
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
X
Y a cercano el día iban los alborotadores camino
•del Cielo, más contentos que unas Pascuas, dando
brincos por esas nubes, y eran millones de millones,
"todos preciosos, puros, divinos, con alas blancas y cortas que batían más rápidamente que los más veloces
pájaros de la tierra. La bandada que formaban era
más grande que cuanto pueden abarcar los ojos en el
espacio visible, y cubría la luna y las estrellas, como
-cuando el firmamento se llena de nubes.
— A prisa, a prisa, caballeritos, que va a ser de
«día —dijo uno—, y el Abuelo nos va a reñir si llegamos tarde. N o valen nada los Nacimientos de este
a ñ o . . . ¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos...!
Celinina iba con ellos, y como por primera vez
andaba en aquellas altitudes, se atolondraba u n poco.
— V e n acá —le dijo uno—, dame la mano y volar á s más derecha... P e r o ¿qué llevas ahí?
— E s t o —repuso Celinina oprimiendo contra su
pecho dos groseros animales de b a r r o — . Son pa mí,
p a mi.
— M i r a , chiquilla, tira esos muñecos. Bien se con o c e que sales ahora de la tierra. H a s de saber que
aunque en el Cielo tenemos juegos eternos y siempre
•deliciosos, el Abuelo nos manda al mundo esta noche
para que enredemos un poco en los Nacimientos. Allá
a r r i b a se divierten también esta noche, y yo creo
140
'Ü*
***f23 ***
1
LA
MU LA
Y
EL
"0BUEY
que nos mandan abajo porque les mareamos con e t
ruido que metemos... P e r o si P a d r e Dios nos deja
bajar y andar por las casas, es a condición de que nohemos de coger nada, y tú has afanado eso.
Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más contra su pecho los dos animales, repitió:
— P a mí, pa mí.
— M i r a , tonta —añadió el otro—, que si no haces^
caso nos vas a dar un disgusto. Baja en un vuelo, y
deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar. E n un momento vas y vuelves, tonta. Y o te e s pero en esta nube.
Al fin Celinina cedió, y, bajando, entregó a la tierra su hurto.
XI
P o r eso observaron que el precioso cadáver de C e linina, aquello que fué su persona visible, tenía en
las manos, en vez del ramo de flores, dos animalillos
de barro. Ni las mujeres que la velaron, ni el padre,,
ni la madre, supieron explicarse esto; pero la linda
niña, tan llorada de todos, entró en la tierra a p r e t a n do en sus frías manecitas la muía y el buey.
Diciembre de i8"¡6.
141
RICARDO BECERRO DE
BENGOA
i845-1902
EL
RECIÉN
Historia
NACIDO
increíble.
I
U n a tarde de agosto del año pasado, 1870, llegué
T e n d i d o de correr p o r las' montañas a la barriada de
Berunegui, en las m i n a s de San Blas, cerca de la villa
•de Legutiano, a la sazón en que marchaba hacia el
cementerio un cortejo de aldeanos acompañando al
•cadáver de un niño que, rodeado de flores y recostado
-en una almohada, era llevado por una anciana, en un
cunacho sobre la cabeza, a estilo de aquella tierra.
—¿ De quién es la criatura ? —pregunté.
—Nadie lo sabe, señor —me contestó un aldeano—.
;¡ Cosa más rara no se ha visto nunca! L o hallaron
"vivo, desnudo, allá en la cañada, hace cosa como de
-dos a ñ o s ; lo recogieron en la casa de Gusurrandi,
.y poco a poco se ha ido encogiendo, dejando de ma142
EL
RECIÉN
NACIDO
mar y poniéndose colorado como si acabara de n a cer. ¡ Cosa r a r a ! Tiene arrugas en la cara como u n
viejo y los dedos de las manos quemados y manchados, como los que fumamos en pipa.
Excitada sobremanera mi curiosidad, me uní «tí
acompañamiento con objeto de ver el cadáver. A n tes de depositarlo en la fosa, mientras las mujeres
rezaban y lloraban, lo examiné. El aldeano tenía razón: aquella criatura presentaba un aspecto incomprensible. Suponeos un recién nacido con la frente
y las mejillas t o s t a d a s y llenas de a r r u g a s d u r a s y
callosas, con una expresión marcada de inteligencia
en sus ojos entreabiertos, y con la yema de los dedos índice y pulgar de ambas manos amarillentas y
ennegrecidas, cual la de los fumadores viejos.
Enterróse al niño, hicieron mil aspavientos las
mujeres, y volví a Berunegui con los del entierro,
p a r a pasar la noche en la casa de Gusurrandi.
— ¿ D e qué ha muerto ese niño? —pregunté a los
caseros.
— ¡ A h , señor R i c a r d o ! —contestó el ama de la
casa—, eso debe ser cosa de sorguiñas o brujas, porque cosa más rara nunca se ha visto en el mundo
entero. Cuando lo recog mos en el campo, comía bien
pan de maíz, carne picada y potaje; después se le
cayeron cuatro dientes que tenía, y dejó de comer,
y dejó de conocernos y de fijarse en las personas,
y tuvimos que darle de mamar, y hasta eso se le olvidó en estos últimos días que ha vivido. Antes era.
;
143
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
bastante grandecito, y poco a poco se ha ido q u e dando en la mitad. Lo más raro es que miraba c o m o
un hombre, y se movía como si quisiera hablar, y
estaba siempre agitado y parecía que entendía t o d o
lo que hablábamos.
— Y ¿no sospecha usted de dónde pudo venir?
— N o , señor. U n día, al volver del trabajo, le h a llamos desnudo entre un montón de ropas viejas.
Nos dio gran lástima y lo recogimos. E n t r e las r o pas tenía un rollo de papeles y una pipa.
—¿Dónde están esos objetos?
—iEn un baúl los tengo — a ñ a d i ó el casero—~
como yo no sé leer, jamás he pensado sacarlos
de allí. Además, u n día se los enseñé al señor cura
y me dijo que estaban escritos en un vascuence q u e
él no entendía.
—¡Vengan, vengan! —exclamé yo lleno de gozo.
—Los traeré, sí, señor; pero nos los leerá usted
a todos, ¿ e h ?
— S í , amigo Gusurrandi, a todos, y todo lo c l a r o
que se pueda.
—Cenemos primero —dijo el ama, levantándose
de su asiento.
Así lo hicimos, durante el crepúsculo, bajo el
hermoso emparrado de la huerta. Cuando anocheció,
encendieron un candil, lo pusieron a mi lado, cargaron y encendieron también los hombres sus p i pas, se arreglaron las mujeres las puntas de sus t o cas y los pliegues de los delantales, hicieron t o d o s
1
144
E L
RECIÉN
NACIDO
un ancho corro, sentándose en las sillas de madera
alrededor de mí, y yo, desarrollando el atado de papeles que me dio el casero, y que estaba compuesto
de múltiples hojas de diversas épocas, tamaños y
letra, los puse en orden y leí, con creciente curiosidad y asombro mío y de cuantos me escuchaban,
lo siguiente:
"Acababa de cumplir mis ochenta y cinco años
el 20 de agosto de 1785, y me hallaba en la cocina
de mi hermoso caserío, sentado a la mesa con don
Juan Manuel de Ursúbil, afamado. curandero del
país, hombre de muchos estudios, y al cual desde
muy joven traté con intimidad.
Mis hijos y mis nietos se habían retirado ya a su
casa, después de celebrar aquella noche el aniversario de mi nacimiento, y solos estábamos en mi vivienda el curandero y yo y una criada vieja que m e
servía. E r a la una de la mañana, y llevábamos fumadas ya' treinta y cuatro pipadas, y bebidos cinco
jarros de sagardúa o vino de manzanas. E r a yo entonces fuerte y valiente como un roble; animoso y
de privilegiada constitución; y, sin embargo, con
tanto beber y tanto fumar empezaba mi cabeza a
taml alearse y mis ojos a ver visiones. E l curandero
se encontraba'aúri peor que yo: M á s dé" una hora
h a d a que nó cesaba de habíár de Humores, clavículas, sistemas', emplastos y •otras o d s ^ de las cuáles
yo no entendía una palabra'. Y o te escuchaba callando.
•
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' "' '
:
145
;
r
::
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
— ¿ N o me contestas? —me preguntó.
— ¿ Q u é te he de contestar?
— D i m e algo, hombre. ¿ E n qué piensas?
— E n que ya soy muy viejo y duraré poco.
El curandero dio un puñetazo en la mesa; se echó
a reír y exclamó:
— ¡ P o c o ! ¡ Q u é barbaridad! ¡ P o c o ! T ú
vivir todo lo que se te antoje.
-—¿De veras?
puedes
— D e v e r a s ; yo tengo un secreto seguro para no
morirse nunca; pero temo a la Inquisición y a los
frailes; si lo supieran me tendrían por brujo y no
lo pasaría bien.
— J u a n Manuel, ¿me lo dices de veras?
— Y tan de v e r a s ; ¡oh, si encontrase yo uno que
n o se quisiera m o r i r !
— M u c h o s hallarás.
— E s t á s en un error. Los hombres son muy raros en su modo de discurrir; temen a la m u e r e ,
pero temen más la operación que tienen que sufrir
p a r a no morirse; es decir, que aun sabiendo que no
van a morir, quieren mejor morirse que no padecer
por algunos días. ¡ Son unos bárbaros!
Mi cabeza ardía. Aquel hombre sabio se expresaba con tal convicción, que se m e figuraba que la
muerte no existía ya. Sentía dentro de mí una satisfacción incomprensible. Los ojos de beodo del curandero me parecían los destellos de un ser supe146
EL
RECIÉN
NACIDO
Tior y maravilloso, que iba a lanzarme en una existencia sin fin.
Bebimos algunos vasos más. El humo de nuestras
pipas llenaba la habitación. L a criada dormía sentada en el suelo, junto al hogar, habiendo dejado
caer a un lado la calceta que tenía en las manos, y
con cuyo ovillo jugaban alegremente los gatos.
— Y ¿por qué no haces la prueba contigo? — p r e gunté al curandero.
— ¡ V a y a un disparate! ¿Cómo me he de operar
yo mismo si necesito para hacerlo el concurso de
toda mi observación, de toda mi salud y de toda mi
fuerza ?
Callamos un breve rato. Mis ochenta y cinco años
m e pesaban demasiado, conocía que me llamaba irremediablemente una vida nueva; me decidí.
—'¡Yo quiero no m o r i r ! —exclamé levantándom e de repente—. ¡Dispon de m í !
— t C o r r i e n t e ! —contestó Juan Manuel, frotándose placenteramente las manos—i. D e aquí a otros
ochenta u ochenta mil años, volveremos a beber sagardúa el 20 de agosto.
Después se levantó tambaleándose, me cogió del
brazo y d i j o :
—¡ Vamos!
147
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
II
—¿ Adonde ?
— A mi casa; esta misma noche quedará hecha
todo.
—Vamos.
Y en mangas de camisa, conforme me hallaba,
nos dimos el brazo, y pegando tropezones en todas,
partes, nos dirigimos a su casa.
Abrió la puerta de un empujón, encendió lumbre
con un pedernal, dio fuego a la mecha de un candil que había colgado en el primer poste de la escalera, y subimos a su habitación. El curandero colgó el candil, se quitó el sombrero y la chaqueta, tiró
del cajón de una mesa, del - cual sacó un aparato
compuesto de gruesos alambres, vendas y vejigas
con llaves de madera, y arremangándose los brazos,
trajo una cama desde la alcoba inmediata al centro
de la estancia; puso en di suelo, al lado de ella, u n a
enorme caldera de cobre, y me dijo sonriendo:
—Échate largo en esta cama y . . . no te muevas.
Apagué mi pipa, sacudiéndola boca abajo contra
la pared, la guardé en la faja y me tumbé en la.
cama, estirándome todo lo que pude. El curandero
sacó su lanceta, me tanteó el brazo izquierdo y m e
hizo una ancha incisión en una vena.
Empecé a oír el ruido del chorro de sangre q u e
caía en el caldero. Mientras tanto J u a n Manuel p r e 148
EL
RECIÉN
NACIDO
p a r ó su extraño aparato. E n esta operación debió
d e transcurrir más de u n cuarto de hora. Mi sangre
continuaba saliendo, y yo me sentía horriblemente
desfallecido. La borrachera del sagardúa se me había despejado por completo. De cuando en cuando
el curandero me tomaba el pulso y decía, prosiguiend o su t r a b a j o :
—¡Más! ¡Más!
¡ Y volvió a pasar qué sé yo cuánto tiempo!
Llegó al fin un instante en el que noté que no podía m o v e r m e : tenía sed; no acertaba a articular una
palabra, y sólo continuaba oyendo el monótono ruid o de la sangre que caía en el caldero. Veía bien:
veía extraordinariamente; tal era la extraña clarid a d que había acudido a mis ojos. El curandero volvió a pulsarme.
— ¡ B u e n o ! ¡ U n poco más... y basta! —exclamó.
Y se quedó mirándome por un buen rato.
Después ligó la herida, me puso su mano sobre
el corazón, se sonrió, y tomando u n trozo pequeño
de lienzo empapado en agua, me lo introdujo en la
boca hasta la garganta, empujándolo con el mango
de una cuchara de palo. Luego me tapó las narices
con unos pedazos de estopa húmeda.
—j A s í ! —decía—, así estamos bien. Ahora, a
respirar poco, muy poco, casi n a d a ; que no se mue^
va apenas el corazón; llegaremos hasta un paso
d e la muerte, pero sin tocarla.
Yo me encontraba en un estado indescriptibte;
149
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
no sentía dolor alguno; se me figuraba que no tenía
cuerpo, porque sólo en la cabeza notaba calor y vida,
y sufría una gran opresión en el pecho, como si las
costillas se me desgajaran y como si me punzaranen todas las articulaciones, cuando cada cinco m i nutos aspiraba un poco de aire aí través del t r a p o
humedecido. Mi cabeza abrasaba y las tardías pulsaciones del corazón se reflejaban en mis sienes y en'
mis oídos como golpes de martillo.
Juan Manuel, después de contemplarme, trajo u n
j a r r o lleno de sidra y bebió de él un gran trago.
— E s preciso —añadió— que mi pulso no tiemble.
¡ O h amigo! ¡Cuántos robles de doscientos años tendrás que ir echando al fuego después de haberlos
plantado tú mismo! Luego que hayas vivido unos
años yo te enseñaré mi secreto y me operarás y seré
también inmortal. ¡ Oh, los frailes! Esos lo oyen
todo. ¡ Si habrá por aquí alguno que me escuche!
Y al decir esto, miró por todos los rincones de la
habitación, abrió y cerró cuidadosamente la ventana,
y volvió a poner su mano sobre mi coraron.
— N o te falta para llegar a la muerte más que ef
grueso de un pelo, pero ese grueso no lo hemos de
pasar.
Salió de la habitación y volvió al poco r a o con
un nieto suyo de cuatro años en los brazos. El h e r moso niño parecía estar completamente adormecido.
L o acostó junto a mí, se hizo la señal de la cruz
y me tapó los ojos con un pañuelo. Luego debió sen+
150
L£3
EL
RECIÉN
boNACIDO
tarse en el borde de la cama, y mientras nos contemplaba, dijo con voz gangosa y en'recortada:
— ¡ E s t o va muy bien!... ¡ P u e s es claro!... E l
armazón de mi amigo es viejo, está carcomido por
el tiempo: tiende a la m u e r t e ; no en los huesos, que
duran siglos y siglos, sino en la sangre, que está
completamente gastada. Pues bien, renovemos'el armazón con otro nuevo, bien nu'rido, que tienda a
la vida. Buena savia y buen jugo producen buena
planta; la riqueza es la vida, la pobreza es la muerte ; en el hombre viejo el caudal está agotado y se
muere de pobreza. Si yo voy sin dinero a la taberna no me dan ni un sorbo; pues, es claro, si la carne y los huesos no cobran, se contraen, se arrugan y
se secan. La vida no cabe en un cuerpo estrecho,
roto y acartonado. ¡ T ú vivirás, amigo m í o ! Mi plan
se les habrá ocurrido a muchos, ¡ p e r o ! . . . Este ¡ p e r o !
es la fórmula de la ignorancia y de la timidez de la
humanidad. Yo soy un hombre muy g r a n d e ; es verdad que no he leído ningún libro, ni he estudiado con
nadie, ¡ p e r o ! . . . ¡Dale con el p e r o ! La sangre en movimiento es como el virus generador: si le toca el aire,
se esteriliza; es como el p e z : si se le saca al aire,
muere. Este es el problema actual; que el aire no toque a la sangre regeneradora; que pase pura, caliente, llena de vida, latiendo poderosa, desde el c o r a z ó n
del niño al del viejo, próximo a la muerte. ¡ A h !
Esto es prodigioso y no ofrece ningún peligro; el
151
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
viejo pierde su s a n g r e ; ahí está en el caldero y parece b a r r o ; esos son ochenta y cinco años, con todas
sus picardías y dolores; ese es el armazón carcomí do. El niño va a transmitirle la suya casi en totalid a d ; mas no importa; permanecerá débil por ocho
días, y, al cabo de ese tiempo, la poca que hoy le
quede se habrá multiplicado y el niño vivirá robusto.
La sangre es fuego; una sola gota sirve de base a
una vida, y ésta a una generación entera. ¡ Qué somos nosotros, más que una gota de sangre transform a d a ! . . . Y o ya sé que hay doctores en Salamanca,
en Oñate y en Alcalá que se reirían de mí. Ese es
uno de los privilegios de los hombres de ciencia: el
poderse reír impunemente de los demás, tengan o no
razón. Cuando mi amigo cumpla los dos mil años,
¿ dónde estarán los doctores de Salamanca ? ¡ Entonces sí que nos reiremos de ellos!...
Puso de nuevo la mano sobre mi pecho. Mi corazón
apenas latía; el ruido de mis oídos se había amortiguado.
—¡ Ya es h o r a ! —exclamó—. Y a no sentirá nada.
Y después de descubrir mis ojos, tomó el extraño
aparato que tenía sobre la mesa, y me envolvió el
cuello con sus vendas, haciendo la misma operación
con el niño, que continuaba inmóvil a mi lado. Sacó
de un puchero un unto negruzco, con el cual dio a
todas las llaves, y con el cual me circundó también
la garganta, excepto por un costado, donde por medio
152
EL
RECIÉN
NACIDO
•de una ventosa hizo un cucurucho con rhi piel. Las v e jigas estaban completamente estrujadas, y los tubos
e n que terminaban se habían adherido fuertemente
a mi cuello y al del niño. El unto negruzco adquirió
p r o n t o la consistencia de la goma seca. De entre los
alambres que constituían el aparato salían dos m u y
gruesos, largos y reforzados, los cuales agarró el curandero con ambas manos. Dio al fin un tirón como
queriendo separarlos, y entonces sentí en e¿ cuello, en
el lado de la ventosa, u n dolor agudo como si me
hubieran herido profundamente.
El niño hizo al mismo tiempo un terrible estremecimiento.
Después, ya no vi m á s ; una nube pasó por mis ojos
y me cegó. Sólo oí que Juan Manuel se frotaba las
m a n o s y decía:
—¡ Ya late, ya late! ¡ Veinte años de pensar y disc u r r i r en ello! j N o entra el a i r e ; el aire está vencido ; también venceré a los frailes y a los doctor e s ! ¡Ya late! Aquí hay dos cuerpos confundidos
en uno solo; una vida joven que resucita a otra ya
caduca. ¡ O h placer! ¡ U n a hora y cinco minutos
bastan!
Y cuando calló, sentí que cogía el j a r r o y volvía a
beber.
Al día siguiente me hallé tendido en el mismo lec h o y muy cuidadosamente tapado. Al abrir los ojos
vi ante mí al curandero que se sonreía: quise hablar
y no p u d e ; mi amigo se llevó el dedo índice a los
153
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
labios y meneó Ja cabeza como indicándome que m e
era imposible pronunciar una palabra. Luego me d i j o :
—¡Somos felices! Y a tienes dentro de ti la savia
regeneradora; ahora empiezas a vivir como si tuvieras sólo cuatro años.
Me pulsó con mucho detenimiento y continuó ha
blando:
—¡ Calentura terrible! La sangre nueva late en ese
cuerpo como el torrente en el canalón carcomido
del molino. ¡Ciento diez y ocho pulsaciones! ¡ O h ,
cuánta vida! La fiebre d u r a r á quince d í a s : hasta
entonces sólo tomarás leche, que te empezaré a dar
pasado mañana. Mi aparato es una maravilla y mi
saber un portento; mi pobre nieto también descansa,
y aún tardará seis días en volver a recobrar su salud
y su fuerza.
III
Llamaron a la puerta, y entró mi criada vieja,
Mari Antón.
— ¿ Q u é ha sido de mi a m o ? —preguntó.
—Aquí le tienes: está un poco indispuesto, porque anoche se empeñó en acompañarme, dio un t r o pezón y...
— ¡ L a sagardúa maldita!
— N o , señora; la obscuridad tuvo la culpa.
— ¡ P u e s ustedes bien alumbrados debieron v e n i r !
¿ Y es cosa de cuidado lo de mi amo?
154
EL
RECIÉN
NA
CIDO
—p¡ Poca cosa! Se le salieron dos costillas de sin
sitio. Dentro de unos quince días estará ya bien. No*
te apures, porque ya ves, ¿qué puede temer a m e
lado?
Mari Antón se fué tan conforme.
— ¡ P o b r e vieja! —dijo Juan Manuel—. ¡Cuárrtasr
nietas tuyas tendrán que servir a tu a m o ! ¡ L a s a gardúa ! ¡ J e ! Y a se puede convertir en sagardúa eF
mar de Bermeo, porque si no, no vamos a tener b a s tante para los dos.
Marchó a hacer sus visitas, y por espacio de m u chos días volvía de hora en hora a pulsarme, a h a blar consigo mismo y a darme leche, poniéndome err
la boca un trapo bien empapado, que yo chupaba corr
avidez. Mi estado era extraordinariamente r a r o : s e n tía gran calor en todo el cuerpo; me aquejaba ffn
estremecimiento general cuando aspiraba el aire, corr
ligeros dolores en el pecho, en los costados y en la
espalda, y quedaba descansado y satisfecho cuando
lo aspiraba. Poco a poco pude hablar y me i n c o r poré en la cama. A los veinte días volví a mi casa,,
acompañado de Juan Manuel. E n el camino me dijo v
—Creo que tu vida está ya asegurada para otra
nueva época; pero cuida mucho de no echarla a p e r d e r : porque ahora estás expuesto, lo mismo que a n tes, a que cualquiera enfermedad o accidente violenta
te mate. Y o no he hecho más que prolongar tus días,
renovando la causa o el sostén de la vida. L o que*
nos conviene es callar y aguardar.
i55
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
P a s ó algún iempo; mi salud y mi robustez eran
•envidiables, por más que continuaba persistente aquel
e x t r a ñ o padecimiento del pecho, al compás de la respiración. Jamás podía convencerme de que Juan M a nuel hubiera acertado en sus proyectos; así es que
consideraba la operación como una imprudencia cometida por ambos durante la embriaguez, y esperaba
m o r i r a la edad en que mueren los ancianos.
Cinco años más adelante mi rostro estaba más
•sonrosado; mi pulso, más fuerte, y ¡ cosa e x t r a ñ a ! la
-porción calva que tenía antes a la cabeza se había
vuelto a cubrir de hermosos cabellos blancos. Y o est a b a asombrado; mis fuerzas y mi apetito se reduplic a b a n , y las arrugas que tenía en las manos desaparecieron.
«Juan Manuel, que entonces acababa de cumplir
sesenta años, mostrábase loco de contento; pasaba
-conmigo horas enteras fumando y me contemplaba
•con todo el interés y cariño con que un artista mira
a su obra predilecta.
— L o que me asusta -Ae decía yo— es este r a r o
y constante malestar de mi pecho.
— Y a mí también — a ñ a d i ó — ; hace cuatro años
•que estoy pensando en ello y no atino la causa. Cuand o un hombre muda de casa, le extraña la nueva habitación por unos cuantos días, pero al fin se acostumbra a ella y vive perfectamente. ¡ H o m b r e , qué
diablo! Al cabo de cinco años ya podía la sangre de
m i nieto haberse acostumbrado a correr por tu cuerpo.
156
EL
RECIÉN
NACIDO
Transcurrieron otros tres años, y mi rostro a p a recía más colorado y mi salud y mis fuerzas eraremayores. A mis noventa y tres años iba a cazar corzos con todo el brío de un joven. El día que cúmplalos cien acudieron a mi mesa todos mis parientes, m e nos unos diez y ocho que habían fallecido de los queasistieron al convite de mis ochenta y cinco. E l curandero había avejentado m u c h o ; su salud decaía v i siblemente, y tan sólo en sus ojos brillaba una e x presión de vivacidad y satisfacción marcada, por 1*;
que calculaba yo cuánto era lo que gozaba y lo q u e
esperaba al contemplarme. El pobre apenas bebía y a
sagardúa; yo continuaba apurándola a vasos sirr
cuenta.
U n a mañana, muy temprano, vino a mi casa, seencerró en mi cuarto y me d i j o :
— ¿ T e has convencido y a ?
— S í , a m i g ó ; estoy completamente convencido.
— P u e s bien; si aguardamos más tiempo, se m a l o gra todo.'Yo me siento muy débil, y si te he de decirla verdad no me conformo con morirme, teniendrr
en mi mano la vida. Pero hay una dificultad: a q u í
no podemos continuar viviendo p a t a repetir y explotar mi descubrimiento. Nos perseguirán sin tregua.
Es, pues, preciso que hagas u n gran sacrificio p o r
m í ; vamonos a Francia.
:
,
'^A'Francfeif--;>
- •
i U-.SÍ.' Allí goSarerridá' dé tiuesfra 'maravillosa! c o n quistó; allí t e inicíate en mf 'secreto, me 'háTás lá o p e f l
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RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
ración, y si nos tiene cuenta, la daremos a conocer
•de aquí a cien años.
— T e debo esta segunda vida y te obedezco.
Recogí unos cuantos celemines de onzas de oro
•que tenía guardados, compramos dos soberbias muías
y con excusa de que íbamos a cumplir un voto a I3
"Virgen de A r r a t e , tomamos el portante hacia la f ronitera.
IV
Establecimos en Burdeos nuestro pabellón, y J u a n
^Manuel empezó a instruirme en su secreto. Mi intelig e n c i a , lejos de irse perdiendo, aparecía más clara, y
ani vista, d e présbita que había sido, se convirtió en
•serena y regular. P o r lo demás, a la verdad, sentía
yo así como una pena íntima al pensar que no me
-moriría nunca, y cuando divisaba algún entierro me
•ocultaba en una puerta o cambiaba de calle, como
«considerándome culpable d e no haber indicado, al
•que llevaban a cuestas, la manera de no morirse.
Mis cabellos se iban poco a poco volviendo negros,
y mi apetito era cada día mayor. J u a n Manuel estaba
•completamente asombrado. Y o parecía, a m i s ciento
•seis años, mucho más joven que él, y su espanto su"bió de punto cuando le confesé que me era muy simp á t i c a la hija de nuestra ama de huéspedes» mademoisselle Basurt, y que me-inclinaba a c a s a r m e con .ella.
C o m o en el m u n d o todo se sabe, la ciudad entera
158
EL
RECIÉN
NACIDO
se alarmó cuando corrió la noticia de que iba a tomar
esposa un hombre de ciento seis años. M e acosaron,
me sitiaron, me dibujaron, y mi casa se convirtió
en una Babel.
— T u locura puede costamos cara —dijo con gran
tristeza el curandero—. Ahora que me disponía a
que me operaras, se ha divulgado por todo el pueblo
la noticia de tu e d a d ; y en toda la Francia se h a blará muy pronto de ti. Estoy profundamente disgustado, y me he dispuesto a abandonarte y a morirm e de pena si no me escuchas.
El pobre viejo se puso a llorar y continuó:
—¿Quieres oírme?
— S í , soy todo tuyo.
— P u e s bien; abandona a mademoiselle B a s u r t ; olvida ese amor insensato, y huyamos, huyamos de
aquí.
—¿ Adonde ?
— A cualquiera de nuestros Estados de América.
E n cuanto lleguemos, me operas y viviremos en
aquella tierra tanto como el río Marañón.
Me despedí de mi acongojada madamita todo lo
diplomáticamente que pude¿ dejándola un lujoso regalo, y, casi en secreto, partimos en u n buque inglés
p a r a Veracruz.
'
Durante la travesía, mientras los marinos charlaban en su lengua, nosotros, terididbi en «¿(estro r e ducido camarote, departíamos amistosamente, siemp r e ocupados en el mismo tema.
i»
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
'—Lo que yo no me explico, lo que a mí me v u e l ve loco, es —decía el curandero— esa completa r e generación que se ópera en t i ; porque, después de m t
maravilloso trabajo, era muy natural que se conservaran tus facciones de viejo; que tu pelo canoso y
tu calva continuaran; que vieras lo mismo, y que t u
estómago y otros órganos no aumentaran en actividad, ya que, por mucho que pueda hacer la n u e v a
sangre, podrá ir sosteniendo indefinidamente tu actual estado; pero, ¡Dios mío!, ¡si sucede todo lo contrario ! ¡ Si tú cada día estás más joven, más robusto
y más lleno de v i d a !
:
— A mí —dije yo— lo que me tiene con cuidado
es esta revolución completa que tengo en el pecho.
— N o creas que lo echo yo en olvido, y muchas
noches, cuando me pongo a pensar en ella, tanto y
tanto revuelvo en mi cabeza, que temo llegar a la.
locura.
Y por no variar empezaba a hablarme de n u e v o
de su aparato, de su plan, de sus esperanzas, de su
gloriaU n a tarde, mientras,dormía yo la siesta, tendido
en mi angosto lecho ¿ vino a mí con los ojos desencajados, me sacudió fuertemente, me hizo levantar, m e
llevó, sobre- ieubjertá a u n o de los costados solitarios,
y, cogiéndome) deí,Cuello, empezó a 'examinar atentamente ila cicatriz qifce conservaba en .él, desde la hbch'e
famosa de la operaciónr A l cabo d e r t i n r á t o
dejó-
roo
a'*
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EL
RECIÉN
"*
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NACIDO
caer en mis brazos como anonadado, y enjugándose
una lágrima con el revés de la mano, me dijo:
—¡ Buena la hemos hecho!
— ¿ P o r qué?
—¡ Maldito v i n o !
—¿ P o r qué ?
— ¡ H o r r o r ! , ¡horror!, ¡ h o r r o r ! y ¡mil veces hor r o r ! Eres muy desgraciado, amigo mío.
— P e r o ¿qué estás diciendo? ¿ Q u é has descubierto en m í ?
—Ven, ven.
Y . cogiéndome con sus manos convulsas, volvimos
a bajar a nuestro camarote.
—¡Al fin —exclamó— he dado con la explicación
de tu dolor, del estado anormal de tu respiración y
de tu regeneración asombrosa! ¡ H o r r o r ! Cuando en
aquella inolvidable noche te inyecté la sangre de mi
nieto con mi maravilloso aparato, estaba yo un poco.,
¡ v a m o s ! así, un poco...
—Mirlis, ¿ e h ?
— ¡ E s o es, mirlis! ¡Maldito sagardúa! T ú estabas
vacío: tus venas y tus arterias, después d e la gran
sangría, estaban plegadas como un paraguas mojado,
e iban a recibir por inyección el torrente restaurado ,de la sangre de mi nieto. ¡ Maldita cena! Al verificar
la operación, yo herí con mi aparato a mi nieto en
una arteria, y a ti, ¡oh efectos de la borrachera!, ¡ y
a ti te abrí una v e n a ! P o r tus venas corre sanere arterial, y por tus arterias, sangre venosa. ¡ Q u é hacer
161
iv — 11
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1
f
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
sino regenerarte! ¡ Q u é ha de suceder sino dolerte el
pecho cuando respiras! T u circulación marcha al
revés. T ú vives también al revés que los demás hombres. T u organismo se va reconstruyendo, al contrario de lo que nos sucede a los demás. Toda la humanidad marcha hacia el día del juicio; tú, al contrario; tú caminas hacia el sexto día de la creación.
Ajustemos la cuenta.
Y se puso a contar con los dedos.
— E s t á b a m o s en un error — a ñ a d i ó — ; t ú no tienes hoy ciento seis años, tienes sesenta y cuatro nada
más, porque es preciso contar hacia atrás desde el día
de la operación; eres doce años más joven que yo.
¡ Maldito sagardúa! T ü corazón y tus pulmones funcionan al revés; cuando aspiras el aire es, como si lo
espiraras, y viceversa... ¡ J e s ú s ! ¡ J e s ú s ! Y o me vuelvo loco; ¡ perdóname!
— P e r o , hombre, y eso ¿qué importa?... —le dije—.
Y o me siento bien; ¿qué puede sucederme?
—¡Infeliz! ¡ Q u é ha de sucederte!... Q u e cumplirás sesenta años, y luego cincuenta, y después cuarenta... y...
— P e r o ¿ no se puede corregir eso ?
—Imposible; tú eres un caso q u e nadie ha estudiado, que ningún doctor ni médico han previsto,
que ninguna obra refiere, que nadie ha imaginado
siquiera, y del cual ningún hombre ha hablado, ni ha
oído hablar jamás.
D e ti se puede escribir lo m á s original que se ha
162
£L
RECIÉN
NACIDO
escrito en el mundo. P a r a ti no ¡hay práctica científica ; tú eres una paradoja viviente, u n absurdo positivo, u n imposible real. ¡ P e r d ó n a m e !
— D e modo que...
— D e modo que para mí eres un caso malogrado.
T ú me operarás, ¡sin beber sagardúa, ni vino, por
supuesto!, después de dos días de agua clara ¿entiendes? y luego, veremos si observándote bien, puedo curarte. P e r o , ¡quiá!, ¡imposible!, ¡imposible!
— Y ¿qué haremos?
—¿ Qué hemos de hacer ? ¡ L l o r a r !
Y J u a n Manuel se puso a soltar lágrimas como
puños, y yo creí deber llorar también, y lloré.
V
U n a noche, poco antes de llegar a Veracruz, ho^
rrible borrasca hizo pedazos nuestro buque. E l curandero, abrazado al cajón que contenía su aparato,
se ató a un madero que yo pude coger, y por espacio
de dos horas fuimos juguete de las enfurecidas olas.
— ¡ N o puedo m á s ! —exclamaba el pobre v i e j o — ;
j no puedo m á s !
—¡ A n i m o ! —le gritaba y o — : no te mueras ahora
que estás a punto de pasar el umbral de la nueva
v i d a ; ¡ á n i m o ! ¡ Mañana llegaremos a la playa, y
pronto serás inmortal!
—¡Imposible! — m e contestó—. Sé feliz. j T o r n a !
— y me alargó la caja.
163
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
—¡Animo, que aún es h o r a ! —añadí yo, al mismo,
tiempo que un golpe de agua nos sepultaba en los.
abismos.
Cuando volví a flotar, agarrado al madero, habían
desaparecido para siempre Juan Manuel y su caja.
Poco después una lancha de Veracruz recogió a t o dos los náufragos que sobrevivíamos.
Al día siguiente me haliaba sentado en una taberna
de la ciudad, con mi pipa entre los colmillos y con
la cabeza sostenida entre las manos, discurriendo
tristemente.
—¡ Pobre de m í ! Ciento seis, digo, no, sesenta y
cuatro años, y cada vez más joven; y ¡Juan Manuel
y su secreto en el fondo del m a r ! Solo en esta tierra
desconocida... es decir, solo no, porque aún conservo ceñido al cuerpo un cinto lleno de onzas de oro.
¡Si me volveré loco! El curandero tenía razón; y o
vivo al revés de todos los h o m b r e s ; mi imaginación
y mi modo de pensar deberán ir también al revés.
Consultaré a un médico; pero no me entenderá, n o
me creerá. ¿ Volveré a mi caserío ? Imposible; me t o marán por un alma en pena.
Así estuve luchando largo rato conmigo mismo,
hasta que, muerto de sueño, quedé dormido sobre el
mantel, lleno de migajas, que tenía delante.
Algunos días después me ajusté con una caravana
de arrieros y salí para Méjico. ¿ A qué? A n a d a ; a
vivir, pensando en mi triste fortuna. Cuán as veces,
al atravesar de noche aquellas hermosas y fértiles c a +
i«4
EL
RECIÉN
NACIDO
nadas llenas de vida y de vegetación, mientras mis
compañeros de viajé cantaban al compás de las campanillas de la recua, pensaba yo, al vislumbrar en el
horizonte los primeros fulgores del día, enjugándom e una furtiva lágrima:
— ¡ A h , el sol!, cuando vuelva a salir seré un día
m á s joven; mañana será para mí ayer, y el año que
viene, el año pasado!
En Méjico compré una hacienda y dos criados, y
viví quince años entretenido en la lectura y en la contemplación.
Tamas trabajé en nada. ¿ P a r a qué había de trabaj a r ? Y o oía decir cons* antemente a mis vecinos:
" C u a n d o yo llegue a viejo habré reunido un capitalito que hoy formo con mi trabajo, y lo pasaré b i e n " :
y en cambio pensaba yo para m í : " C u a n d o yo llegue
a joven no faltará un ciego a quien servir de lazarillo, y cuando sea muy niño también encontraré alguna buena mujer que me dé que m a m a r . "
A mis cuarenta y nueve años, es decir, a mis cient o veintiuno, mi transformación era completa. H e r mosa barba negra rne caía hasta el pecho; mis ojos
brillaban llenos de calor y animación; mi musculatur a redoblaba en fuerza y actividad, y mientras que
mis criados indios iban envejeciendo, había yo perdido por completo mi joroba naciente de anciano y mi
a r r u g a d o conjunto.
— ¡ A m o español se tiñe el pelo y se plancha la cafa'!
—decía un criado que me conoció de sesenta años.
165
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
— E l vizcaíno párese que está cada día más joven
y más guapo —repetían a menudo las vecinas de mi
barrio.
Había, por cierto, entre ellas, una morena de treinta años que me tenía muerto con sus encantos. N o s
obsequiábamos de cuando en cuando con regalitos. y
al fin descubrí que nos teníamos amor, que nos queríamos mucho. Pensé en casarme, y ¡triste de m i l
me declaré vencido como siempre.
— D e aquí a poco tiempo —discurría yo— tendré
su edad y ella la mía, y poco después nuestros hijos
serán más viejos que yo. ¡ Si ella conociera mi verdadera edad! P e r o , mi verdadera edad ¿cuál e s ?
¿Tengo la que se cuenta desde que nací? ¿ T e n g o
la que tengo hoy o la que me falta para volver a
empezar? ¿Cómo se cuenta esto? ¡ N o puedo amar,
ni casarme, ni tener ilusiones, ni vivir! Mi tormento
moral es insufrible, y es preciso que termine.
Decidido a hacerme matar, fui en calidad de v o luntario con los soldados que envió el Virrey en 1821
contra los indios insurrectos del río Guirrimani; peleé siempre en los puestos de mayor peligro; p e r o
las flechas, las balas, los lazos y las piedras del enemigo me respetaron.
Terminada la insurrección hice amistad con los
indios y me dediqué a la vida de cazador, con otros
cuantos compañeros, en aquellas selvas. Bien p r o n t o
aquellas pobres gentes me tuvieron por u n sabio. Mi
larga experiencia, mis aventuras, mis recetas y, so166
EL
RECIÉN
NACIDO
bre todo, mis muchos conocimientos, que yo les demostré tener, sin explicarles el secreto de mi vida,
les maravillaban en extremo. Mirábanme, sin embargo, con mucha desconfianza, porque no acertaban a
entender cómo sabía tanto y daba tantas noticias de
todo, y cómo siendo tan viejo aparecía yo tan joven
y tan robusto. Entre ellos cada cual llevaba su mote
y a mí me lo aplicaron p r o n t o ; llamáronme Y h o k e rroytcho; esto es, ¡El gran
mentiroso!
Veinte años permanecí en las selvas. L a extraña
mezcla de emociones de aquella vida salvaje, que si la
escribiera formaría un libro admirable, y mis continuas abstracciones contemplativas sobre mi estado
fisiológico, habían variado completamente mi carácter. Se agriaba en demasía mi genio, conforme me iba
haciendo joven, y vivía en creciente impaciencia y excitación nerviosa y en perpetua calentura, a juzgar
por el estado de mi pulso.
H a b í a reunido, sin trabajo, cerca de medio millón
de duros, y los miraba con la misma indiferencia que
si fueran una fanega de castañas. Sólo en una ilusión hallaba complacencia, porque me ligaba con el entretenimiento y con la historia de toda mi v i d a : en la
costumbre de fumar en mi vieja y mugrienta pipa
del caserío de Gusurrandi.
Aburrido del mundo salvaje, determiné trasladarme a los Estados Unidos, presentarme al médico más
sabio; explicarle todo lo que yo recordaba del aparato de J u a n Manuel, y someterme a una nueva inyec167
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
ción, bien hecha, en cuanto diéramos con el secreto.
Me despedí de mis buenos compañeros de las selvas,
que me llenaron de regalos, abrazos y recuerdos:
dejé los hermosos e inolvidables horizontes del Ke*suho, atravesé a Kansas, Kentuncki, el Ohio y la
Pensilvania, y el día 5 de junio de 184.1 tomé posesión de un lujoso cuarto en el New-Haven Streethill, sección 8.*, calle 18, de N e w - Y o r k .
IV
Tenía entonces, contando hacia el juicio final, ciento cuaren a y un años, y contando hacia la creación
del mundo, veintinueve.
Me presentaron al doctor P h . R. Clerk-Maxwell,
quien, al oír el objeto de mi consulta, puso la cara
más extraña que puede ofrecer un yanqui cuando le
dan un puntapié. Examinó todo mi cuerpo, mis papeles, mis recuerdos de tantas edades; me palpó mi cicatriz de m a r r a s ; hizo que le dibujara una semejanza
del aparato del curandero, y concluyó por quedarse
contemplándome extático por espacio de un cuarto
de hora. Después se encogió de hombros, arqueó las
cejas, es iró los labios, sacando la lengua al mismo
tiempo, y concluyó diciéndome:
+
—¡Vuelva usted m a ñ a n a !
Volví, en efecto, y hallé en su gabinete otros dos
graves doctores, que, al verme entrar, clavaron en
mí sus ojos, mirándome al través de sus dorados
168
EL
RECIÉN
NACIDO
lentes. Les expliqué de nuevo mi historia, mientras
u n o de ellos tomaba notas, y, cuando terminé, se
miraron unos a otros haciendo gestos de extraordinaria admiración. E l dibujo del aparato de Juan
Manuel fué el objeto predilecto de su discusión. E l
honorable Q e r k - M a x w e l l me ordenó que quedara
en su casa para verificar la observación y las experiencias acerca de mi estado.
D u r a r o n éstas quince o veinte días, durante los
cuales me alimentó, ya con agua sola, ya con manteca
y pechugas de pichón o ya con féculas y grandes
trozos de carne asada, que me hacía tragar casi a
la fuerza. Practicó en mis brazos tres grandes sangrías y sometió la sangre a un sinnúmero de análisis y pruebas. Cada día venían a verme cinco o seis
doctores nuevos. Clerk tenía en su casa un verdadero
anfiteatro, al cual me condujo al cabo de los veinte
días, y en él encontré reunido una especie de congreso médico que presidía un míster viejo y respetable.
Me senté frente a ellos como u n reo en un tribunal, y Clerk leyó un informe científico declarando
que realmente mi existencia era un misterio y que
debía sometérseme a una observación de cinco o seis
años, en obsequió a la ciencia. U n murmullo confuso
acogió sus últimas palabras. Después se levantó el
venerable sir Dówn-Sehouard y dio lectura de otro
contrainforme sosteniendo que yo estaba loco, de u n a
clase de demencia no determinada todavía, y que mis
169
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
noticias y mis recuerdos eran producto de u n a imaginación enredada y fatal.
Protestaron varios doctores; apoyó el Presidente
el último dictamen; discutieron por espacio de dos h o ras, y después de una algarabía infernal de gritos,
campanillazos, insultos, amenazas y alguno que otro
coscorrón, se votó el punto, y . . . fui declarado loco,
y conmigo el doctor Clerk, por ocho votos contra
cinco, en esta f o r m a :
Dijeron que sí: G. Klein, Rass, Nilhewer, P r e t s wich, Rham, Thompson, D o w n y Ghothars.
Dijeron que n o : Clerk-Maxwell, Fhiis, Williams,
Fegel y Thieppe.
Y no dijeron n a d a : Freffield, N . Feeldt y T u r glion.
Al llegar a la fonda me encontré con la cuenta del
doctor.
Sus experiencias, tratamiento, alimentación y dictamen estaban valuados en ocho mil pesos. Las visitas, consulta y dictamen de sus colegas, lo mismo d e
los que habían votado en pro que en contra, que d e
los que se callaron, importaba en suma (apareciendo
en esta cuestión perfectamente unánimes), veinte mil
pesos. ¡ M e había descuidado en confesar a míster
Clerk que era millonario! Le pagué religiosamente,
y m e encontré peor que antes de la consulta, con
mi estado más abatido, con mi existencia anormal
sin remedio alguno, y con mí bolsillo algo más e x hausto: T o m é pasaje en un buque p a r a España, con170
EL
RECIÉN
NACIDO
vencido de que el pobre curandero Juan Manuel s a bía más que todos estos doctores juntos, y no penséen otra cosa que en realizar mi sueño de toda la vida t
el de morir en mi patria, en mi caserío de G u s u rrandi.
VII
Cuando puse el pie en el puerto de G... me rodearon dos agentes y me condujeron a la cárcel.
¿ P o r qué ?
U n compañero de viaje, cumplido caballero al p a recer, y al cual presté durante la travesía algún d i n e ro, intimando con él, me había delatado al capitán del
buque, diciendo que yo era un famoso ladrón, que ve^
nía a España con los fondos de una gran sociedad
americana. Protesté ante el tribunal y di pruebas demi inocencia; pero como no pude presentar testigos,
y como, en cambio, me encontraron mucho dinero,
cerró la justicia los ojos, o los abrió demasiado, corrió por entre la curia el hallazgo del gran filón, m e
encerraron en un calabozo, empezaron a amontonar
papel sellado, no me oyeron mientras enviaban inútiles exhortos a todas partes, y continué sepultado p o r
largo, muy largo tiempo.
Contáronse de mí cien aventuras supuestas, y hasta
los ciegos cantaron en las coplas la mentida procedencia de los millones que trata conmigo. E l ruido q u e
metió mi causa al principio fué enorme, y tomar©»
171
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
p a r t e en ella, y o n o sé para qué, tantos jurisconsultos
ucomo médicos mé habían estudiado en New-York.
P e n s é algunas veces eácribir a mi tierra a fin de que
se presentaran algunas personas que respondieran de
la mía... pero ¡quién viviría de los que yo conocí! Y
si vivía alguno, ¡cómo había de conocerme! El carcelero me miró siempre con gran prevención, y a duras penas logré que me diera papel y útiles para es«eribir mis memorias. Llevó los primeros pliegos de
ellas al juez, y como estaban redactadas en vascuence, no logró ni aun empezar a leerlas, y me las devolvió, diciendo a mi severo guardián que allí no decía
nada y que aquello era la obra de un loco. Concluyó
<el carcelero por redoblar sus medidas de precaución,
-poniéndome dobles puertas a mi calabozo y haciéndom e el servicio por u n agujero situado al nivel más
"bajo de la entrada.
Y o no sé a quién se le ocurrió mandar hacer una
-visita de cárceles. Cuando llegaron a mi estancia, el
^carcelero, dando un grito de asombro, retrocedió asus-tado. E l había encerrado a un hombre de treinta años,
^alto, colorado y con toda la barba, y se encontró a
u n mozalbete de unos diez y ocho a veinte, sin u n
p e l o casi en la cara, y envuelto en los harapos de su
.antiguo traje, que, a la verdad, me estaba muy hol^jado.
Lleváronme de nuevo ante el juez, y entonces supe
•que Había estado encerrado más de diez años, y que
•de mi dinero de América ya no quedaba u n ochavo.
172
EL
RECIÉN
NACIDO
La justicia lo había empleado todo " e n depurar l a
v e r d a d " . La que resultó de la nueva investigación**
hecha con motivo de esta oportuna visita, fué: q u e
yo n o era yo, y que el preso de Jos millones se habíaescapado, dejándome a mí en su lugar. E l carcelero
fué declarado cómplice de tal sustitución, y le e n c e rraron, dejándome a mí en libertad, después de no p o der averiguar quién era aquel nuevo yo que encontraron en mí. Mandaron requisitorias a todas p a r t e s ;
para encontrar a aquel yo que había desaparecido, y
no le hallaron.
¡ Qué le habían de hallar!
A pie, y casi pidiendo limosna, vine a mi tierra.
Pregunté, sin decir quién era, por los que debíarr
ser mis hijos, y me enseñaron a mis nietos, ya c a s a dos. Recorrí mi casa y mi huerta', y besé cien vecesaquellas piedras que hacía un siglo fueron testigos d e mis alegrías.
Lleno de profunda tristeza, y como avergonzado,
huí. Si hubiera dicho y sostenido quién era yo, ¿ quién lo hubiese creído? Seguramente al hacerlo hubiera
dado de nuevo en la cárcel o en la casa de locos, p e r seguido por los míos.
Volví a Madrid, donde por espacio de doce años fuicriado, monaguillo, fosforero, vendedor de periódicos, limpiabotas, arenero y no sé cuántas cosas más.
Durante ese tiempo continué escribiendo mis m e morias y fumando en mi querida pipa de b a r r o . M *
inteligencia se conservó y se conserva aún clara„
173
RICARDO
BECERRO
DE
BENGOA
p e r o cada día tengo peor forma de letra, y creo que
•concluiré por no saber y por no poder escribir; es
¡natural.
E n 1863 tenía yo siete años, o sean ciento sesenta
y tres. H o y tengo seis, me he reducido a mucho meónos de mi altura total; se me h a n caído los dientes
•de adulto y me han salido los primeros. Hermosos
•cabellos rubios cubren mi cabeza, y el poder de mi
-entendimiento se va aniquilando con mis fuerzas y
mis tendencias de niño...
Andando, andando y sufriendo mucho, he vuelto
a mi país; digo que soy huérfano y pobre, y me dan
limosna en todas las casas. P e r o estoy contento,
p o r q u e aun pidiendo limosna, ¡cuan consolador es
e l vivir al lado de la casa donde uno ha n a c i d o ! "
(Aquí estaba muy emborronado el manuscrito, y
anas adelante decía, en una letra apenas inteligible:)
" M e es imposible sostener la pluma ni acertar a
•escribir unas letras al lado de otras. N o sé lo que
:será de mí. Sólo ruego al que me encuentre algún
•día, cuando ya no pueda pedir, ni comer, si lee estos
papeles, que me recoja y me lleve a mi casa de
•Gusurrandi, porque deseo morir en ella.
JOSÉ A N T Ó N . "
Mientras yo leía, se habían puesto en pie, como
espantadas, las mujeres que me rodeaban, y hacien•do signos de admiración y de horror, se santiguaban
-a.menudo. Cuando terminé, exclamaron en coro.
i74
i
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EL
»»».££5)'"
RECIÉN
flNACIDO
—¡ J e s ú s ! ¡ J e s ú s ! ¡ Santa Bárbara bendita! ¡ I m posible es creer e s o ! ¡Imposible!
E l ama de la casa se había desmayado en brazos
d e su marido.
—¡ Satanás era esa criatura, señor! — m e dijo Gusurrandi en su lengua semivascongada.
— N o , amigo mío —le contesté—, era su bisabuelo de usted.
Las mujeres se santiguaron de nuevo y echaron
a correr. Gusurrandi me consultó acerca de lo que
convenía hacer.
— ¡ P u e s n a d a ! —le d i j e — ; tranquilizar a su esposa y darlo todo al olvido.
Al día siguiente me despedí de ellos.
T o d a s las mujeres de la reunión habían soñado
aquella noche que J u a n Manuel el curandero, completamente embriagado, les había puesto su aparato
a la garganta.
(Escrito en 187...) Madrid, 1900, Bibl.
Mignon,
tomo
IX.
EMILIA
PARDO
BAZAN
1851-1921
NIETO
DEL
CID
El anciano Cura del santuario de San Clemente
de Boán cenaba sosegadamente, sentado a la mesa, en
un rincón de su ancha cocina. La luz del triple m e chero del velón señalaba las acentuadas líneas del
rostro del Párroco, Jas espesas cejas canas, el cráneotonsurado, pero revestido aún de blancos mechones, la
piel roja, sanguínea, que en robustas dobleces r e b o saba del alzacuello.
Ocupaba el Cura la cabecera de la mesa; en el c e n tro, su sobrino, guapo mozo de veintidós años, d e s pachaba con buen apetito la ración, y al extremo, el
criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en
un enorme tazón de caldo humeante, y lo trasegaba
silenciosamente al estómago.
Servía a todos una moza aldeana, que aprovechaba
la ocasión de meter también la cucharada, ya que no>
en los platos, en las conversaciones.
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NIETO
DEL
CID
El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose a colocar ante los comensales
un mollete de pan gigantesco, a sacar de la alacena
vino y platos, a empujar descuidadamente sobre el
mantel el tarterón de barro colmado de patatas con
unto.
—Señorito Javier —preguntó en una de estas manio b r a s — : ¿qué oyó de la gavilla que anda por a h í ?
— ¿ D e la gavilla, chica? A g u á r d a t e . . . —contestó
el mancebo, alzando su cara animada y morena...—
¿ Q u é oí yo de la gavilla? No, pues algo me contaron en la feria... Sí, me contaron...
—Dice que al señor abad de Lubrego le robaron
barbaridá de cuartos... cien onzas. Estuvieron esperando a que vendiese el centeno de la tulla y los
bueyes en la feria del quince, y ala que te cojo.
— ¿ N o se defendió?
—>¿Y no sabe que es un señor viejecito? A u n
para más aquellos días estaba encamado en dolor
de huesos.
El P á r r o c o , que hasta entonces había guardado
silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus
cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó:
—¡ Qué defenderse ni q u é . . . ! E n toda su vida
supo Lubrego por dónde se agarra una escopeta.
— E s viejo.
— ¡ B a h ! , lo que es por viejo... Sesenta y cinco
años cumplo yo para Pentecostés, y sesenta y seis
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IV.—12
EMILIA
PARDO
BAZAN
hará él en Corpus: lo sé de buena tinta; me lo dijo
él mismo. De modo que la edad..., lo que es a mí
no me ha quitado la puntería, alabado sea Dios.
Asintió calurosamente el sobrino.
— ¡ V a y a ! Y si no que lo digan las perdices de
ayer, ¿eh? Me remendó usted la última.
— Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz?
— Y el raposo del domingo —intervino el criado,
apartando el hocico de los vapores del caldo—. ¡ Cuando el señor abad lo trajo arrastrando con una soga,
así — y se apretaba el gaznate—, gañía de D i o s !
Ouú... Ouú...
—Allí está el maldito — m u r m u r ó el Cura señalando hacia la puerta, donde se extendía, clavada
por las cuatro extremidades, una sanguinolenta piel.
— N o comerá más gallinas — a g r e g ó la criada,
amenazando con el puño aquel despojo.
Esta conversación venatoria devolvió la serenidad
a la asamblea, y Javier no pensó en referir lo que
sabía de la gavilla. El Cura, después de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó
una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo, y alargando a su sobrino un periódico doblado m u r m u r ó
entre dos chupadas:
— A ver luego qué trae La Fe, hombre.
Dio principio Javier a la lectura de un artículo
de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa,
sacó para sí del pote una taza de caldo y sentóse a
comerla en un banquillo al lado del hogar. D e pron178
NIETO
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to cubrió la voz sonora del lector un aullido recio
y prolongado. L a criada se quedó con la cuchara
enarbolada sin llevarla a la boca, Javier aplicó un
segundo el oído y luego prosiguió leyendo, mientras
el Cura, indiferente, soltaba bocanadas de humo y
despedía de lado frecuentes salivazos. Transcurrieron
dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguieron ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. E s t a vez
el lector dejó el periódico, y la criada se levantó tartamudeando :
—Señorito Javier... Señor a m o . . . , señor amo.
—'Calla —ordenó Javier. Y de puntillas acercóse
a la ventana, bajo la cual parecía que sonaba el alboroto de los p e r r o s ; mas éste se aquietó de repente.
E l Cura, haciendo con la diestra pabellón a la oreja, atendía desde su sitio.
— T í o —siseó Javier.
—Muchacho.
— L o s perros callaron; pero juraría que oigo voces.
—Entonces, ¿cómo callaron?
N o contestó el mozo, ocupado en quitar la tranca
de la ventana con el menor ruido posible. Entreabrió
suavemente las maderas, resolvióse á empujar la vidriera. U n gran frío penetró en la habitación; vióse
un trozo de cielo negro tachonado de estrellas, y se
indicaron en el fondo los vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al
mismo tiempo rasgó el aire un silbido agudo, se oyó
una detonación, y una bala, rozando la cima del pelo
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de Javier, fué a clavarse en la pared de enfrente. J a vier cerró por instinto la ventana, y el Cura, abalanzándose a su sobrino, comenzó a palparlo con afán.
— ¡ R e . . . condenados! ¿ T e tocó, rapaz?
— ¡ S i aciertan a tirar con munición lobera... m e
divierten! —pronunció Javier algo inmutado.
— ¿ E s t á n ahí?
—Detrás de los primeros castaños del soto.
— P o n la tranca... así... Anda volando por la escopeta... las balas... el frasco de la pólvora... T r a e t a m bién el Lafuché...
¿oyes?
Aquí el Párroco tuvo que elevar la voz como si
mandase una maniobra militar, porque el desesperado
ladrido de los perros resonaba cada vez más fuerte.
—Ahora, ahí, a ladrar... ¿ P o r qué callarían a n tes, mal rayo?
—Conocerían a alguno de la gavilla; les silbaría o
les hablaría —opinó el gañán, que estaba de pie, empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la
criada, acurrucada junto a la lumbre, temblaba con
todos sus miembros y de cuando en cuando exhalaba
una especie de chillido ratonil.
El Cura, abriendo un ventanillo, practicado en las
maderas de la ventana, metió por él el puño y rompió
u n cristal; en seguida pegó la boca a la abertura, y
con voz potente gritó a los p e r r o s :
—¡ A ellos, Chucho, Morito, L i n d a . . . ! Chucho,
duro en ellos; ahí, ahí..., ánimo. Linda, hazlos pedazos.
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Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéticos;
oyóse al pie de la misma ventana ruido de lucha;
amenazas sordas, un ¡ a y ! de dolor, una imprecación,
y luego quejas como de animal agonizante.
— ¡ E l pobre Morito... ya no dará más el raposo ! — m u r m u r ó el gañán.
E n t r e tanto el Cura, tomando d e manos de Javier
su escopeta, la cargaba con maña singular.
— A mí déjame con mi escopeta de las perdices,
vieja y tronada... T ú entiéndete con el
Lafuché...
¿Yo esas novedades...? ¡ B a h ! , estoy por la antigua
española. ¿Tienes cartuchos?
— S i , señor —contestó Javier disponiéndose a carg a r la carabina.
— ¿ E s t á n ya debajo?
—Al pie mismo de la ventana... Puede que estén
poniendo las escalas.
— ¿ P o r el portón hay peligro?
—Creo que no. Tienen que saltar la tapia del corral, y los podemos fusilar desde la solana.
— ¿ Y por la puerta de la bodega?
— S i le plantan fuego... Romper no la rompen.
— P u e s vamos a divertirnos u n r a t o . . . Aguarday,
aguarday, amiguitos.
Javier miró a la cara de su tío. Tenía éste las narices dilatadas, la boca sardónica, la punta de la lengua asomando entre los dientes, las mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más ni menos que cuando en el monte el perdiguero favorito se paraba se181
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ñalando un bando de perdices oculto entre los retamares. P o r lo que hace a Javier, horrorizábanle a q u e llos preparativos de caza humana. E n tan supremos
instantes, mientras deslizaba en la recámara el p r o yectil, pensaba que se hallaría mucho más a gusto en
los claustros de la Universidad, en el café o en 1*
feria del quince, comprándoles rosquillas y caramelos
a las señoritas del Pazo de Valdomar. Volvió a ver en
su imaginación la feria, los relucientes ijares de los
bueyes, la mansa mirada de las vacas, el triste p e laje dé los rocines, y oyó la fresca voz de Casildiñrt
del Pazo, que le decía, con el arrastrado y mimoso
acento del p a í s :
—'¡Ay, déme el brazo, por Dios, que aquí no se
anda con tanta gente!
Creyó sentir la presión de u n bracito... N o : era
la mano peluda y musculosa del Cura que le impulsaba hacia la ventana.
— A apagar el velón... (hízolo de tres valientes soplidos). A empezar la fiesta. Y o cargo, tú dispar a s . . . ; tú cargas, yo disparo. ¡ E h , T o m a s a ! — g r i tó a la criada—; no chilles, que pareces la comadreja... P o n a hervir agua, aceite, vino, cuanto h a y a . . .
T ú —añadió dirigiéndose al gañán—, a la solana.
Si montan a caballo de la muralla, me avisas.
Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, d e jando sólo un resquicio por donde cupiese el cañón
de tina escopeta y el ojo avizor de u n hombre. J a vier sé estremeció al sentir el helado ambiente n o c 182
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t u r n o ; pero se rehizo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró abajo. U n grupo negro hormigueaba:
se oía como una deliberación, en voz misteriosa.
—1¡ F u e g o ! —le dijo al oído su tío.
— S o n veinte o más —respondió Javier.
— ¡ Y q u é ! —gruñó el Cura, al mismo tiempo que
apartaba a su sobrino con impaciente ademán; y apoyando en el alféizar de la ventana el cañón de la escopeta, disparó.
H u b o un remolino en el grupo, y el Cura se frotó
las manos.
—¡ U n o cayó patas arriba..., quoniam! — m u r m u r ó ,
pronunciando la palabra latina con la cual, desde los
tiempos del Seminario, reemplazaba todas las interjecciones que abundan en la lengua española—. A h o ra tú, rapaz. Tienen una escala: al primero que suba...
Los dedos de Javier se crisparon sobre su hermosa
carabina Lefaucheux, mas al punto se aflojaron.
— T í o —atrevióse a murmurar—, entre ésos hay
gente conocida; me acuerdo ahora de lo que decían
en la feria. Aseguran que viene eí cirujano de Solas,
el cohetero de Gunsende, el hermano del médico de
Doas. ¿Quiere usted que les hable? Con un poco de
dinero puede que se conformen y nos dejen en paz, sin
tener que matar gente.
—¡Dinero, dinero! —exclamó roncamente el Cura—. ¿ T ú sin duda piensas que en casa hay millones ?
— ¿ Y los fondos del Santuario?
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— S o n del Santuario, quoniam, y antes me dejaré tostar los pies como le hicieron al Cura de Solas
el año pasado, que darles un ochavo. P e r o mejor
será que le agujereen a uno la piel de una vez y
no que se la tuesten, j Fuego en ellos! Si tienes miedo, iré yo.
—Miedo, no —declaró Javier, y descansó la carabina en el alféizar.
—Lárgales los dos tiros —mandó su tío.
Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, y a
las dos detonaciones contestó desde abajo formidable clamoreo; no había tenido tiempo el mancebo
de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas
de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándolas; componían su terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro retumbo de carabinas y estampido de
trabucos y tercerolas. Javier retrocedió, vacilando;
su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo.
— ¿ Q u é tienes, rapaz?
—Deben de haberme roto la muñeca —gimió J a vier, yendo a sentarse casi exánime en el banco.
El Cura, que cargaba su escopeta, se sintió entonces asido por los faldones del levitón, y a la dudosa
luz del fuego del hogar vio u n espectro pálido que
se arrastraba a sus pies. E r a la criada, que silabeaba, con voz apenas inteligible:
—Señor..., señor a m o . . . , ríndase, señor..., por el
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alma de quien lo parió... Señor, que nos matan...,
que aquí morimos todos...
—í Suelta, quoniam!
se a la ventana.
—profirió el Cura lanzándo-
Javier, inutilizado, exhalaba ayes, tratando de atarse con la mano izquierda un pañuelo; la criada no se
levantaba, paralizada de t e r r o r ; pero el Cura, sin hacer caso de aquellos inválidos, abrió rápidamente las
-maderas y vio una escala apoyada en el muro, y casi
tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella,
ascendían. Disparó a boca de j a r r o y se desprendió
el de a b a j o ; alzó luego la escopeta, la blandió por el
cañón y de u n culatazo echó a rodar al de arriba. Sonaron varios disparos, pero ya el Cura estaba retirado
adentro, cargando el arma.
Javier, reanimándose, se le acercó resuelto.
— A este paso, tío, no resiste usted ni un cuarto
de hora. V a n a entrar por ahí o por el patio. H e notado olor a petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Y o no puedo disparar. Quisiera servirle a usted
de algo.
•—Viérteles encima aceite hirviendo con la mano
izquierda.
— V o y a sacar la Rabona de la cuadra por el portón, y echar un galope hasta Doas.
—¿ Al puesto de la Guardia ?
— A l ' p u e s t o de la Guardia.
— N o es tiempo ya. Me encontrarás difunto. R a 185
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BAZAN
paz, adiós. Rézame un Padrenuestro y que me digan
misas. ¡ E n t r a taco, si quieres!
— ¡ H a g a usted que se r i n d e - . , entreténgalos...!
Y o iré por el aire.
L a silueta negra del mancebo cubrió un instante
el fondo rojo de la pared del hogar, y luego se h u n dió en las tinieblas de la solana* El tío se encogía
de hombros, y, asomándose, descargó una vez más
la escopeta a bulto. Luego corrió al lar y descolgóbriosamente el pesado pote que, pendiente de larga
cadena de hierro, hervía sobre las brasas. Abrió de
par en par la ventana, y, sin precaverse ya, alzó el
pote y lo volcó de golpe encima de los enemigos. Se
oyó un aullido inmenso, y como si aquel rocío a b r a sador fuese incentivo de la rabia que les causaba tart
heroica defensa, todos se arrojaron a la escala, t r e pando unos sobre los hombros de o t r o s ; y a la vez
que por las tapias se descolgaban dos o tres h o m b r e s
y luchaban con el gañán, una masa humana cayó
sobre el Cura, que aún resistía a culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse, a
la luz del velón que encendieron, al viejo, tendido en
el suelo, maniatado.
Venían los ladrones tiznados de carbón, con b a r bas postizas, pañuelos liados a la cabeza, s o m b r e rones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada catadura. Mandábales u n h o m b r e
alto, resuelto y lacónico, que en dos segundos hizo
cerrar la puerta y a m a r r a r y poner mordazas al cria186
NIETO
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do y a la criada. U n o de sus compañeros le dijo algoen voz baja. El jefe se acercó al Cura vencido.
— ¡ E h , señor abad... no se haga el m u e r t o ! . . .
H a y ahí un hombre herido por usted y quiere c o n fesión...
P o r la escalera interior de la bodega subían p e sadamente conduciendo algo; así que llegaron a la
cocina vióse que eran cuatro hombres que traían err
vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre.
La cabeza del herido se balanceaba suavemente p
sus ojos, que empezaban a vidriarse, parecían d e
porcelana en su rostro t i z n a d o ; la boca estaba e n treabierta.
— ¡ Q u e confesión, n i . . . —dijo el jefe—i ¡Si yai
está dando las boqueadas!
P e r o el moribundo, apenas le sentaron en el b a n co, sosteniéndole la cabeza, hizo un movimiento, y
su mirada se reanimó.
—¡ Confesión! —clamó en voz alta y clara.
Desataron al C u r a y le empujaron al pie del b a n co. Los labios del herido se movían como recitando el Acto de Contrición; el Cura conoció el estertor
de la muerte y distinguió una espuma color de r o s a
que asomaba a los cantos de la boca. Alzó la m a n o
y pronunció: Ego te absoVvo, en el momento en q u e
la cabeza del herido caía por última vez sobre e r
pecho.
—Llevádselo —ordenó el jefe—. Y ahora, digas
el señor abad dónde tiene los cuartos.
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— N o tengo nada que darles a ustedes —respond i ó con firmeza el Cura.
Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicund a , sino que mostraba la palidez biliosa de la cólera,
y sus manos, lastimadas, estranguladas por los cord e l e s , temblaban con temblaqueteo senil.
— Y a dirá usted otra cosa dentro de diez minut o s . . . ¡Le vamos a freír a usted los dedos en aceite
del que usted nos echó. Le vamos a sentar en las
^brasas. A la una..., a las dos.
El Cura miró alrededor y vio, sobre la mesa dond e habían cenado, el cuchillo de partir el pan. Con
-un salto de tigre se lanzó a asir el arma, y derriband o de un puntapié la mesa y el velón, parapetado
i r a s de aquella barricada, comenzó a defenderse a
tientas, a obscuras, sin sentir los golpes, sin pensar
m á s que en morir noblemente, mientras a quemarrop a le acribillaban a balazos...
El sargento d e la Guardia civil de Doas, que lleg ó al teatro del combate media hora después, cuando
-aún los salteadores buscaban inútilmente bajo las
-vigas, entre la hoja de maíz del jergón, y hasta en el
Breviario, los cuartos del Cura, me aseguró que el
<adáver de éste no tenía forma humana, según qued ó de agujereado, magullado y contuso. También
m e dijo el mismo sargento que desde la muerte del
C u r a de Boán abundaban las perdices, y me enseñó
en la feria a Javier, que no persigue caza alguna,
p o r q u e es manco de la mano derecha.
(La dama joven, 1885.)
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DESDE ALLÁ
Don Javier d e Campuzano iba acercándose a la.
muerte, y la veía llegar sin t e m o r ; arrepentido de
sus culpas, confiaba en la misericordia de Aquel quemurió por tenerla de todos los hombres. Sólo una
inquietud le acuciaba, algunas noches de esas en queel insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, f a l tando él, entre sus dos hijos y únicos herederos n a cerían disensiones, acerbas pugnas y litigios p o r
cuestión de hacienda. E r a don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor, pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero l a s
traban siempre los ricos. Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus
aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largotiempo con su hermano m a y o r ; pleito intrincado, encarnizado, interminable, que empezó entibiando el*
cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haberle injuriado y difamado, y
hasta — ¡ t r e m e n d a memoria!— de haberle esperado
una noche en las umbrías de un robledal con objeto
de retarle a espantosa lucha, era el peso que p o r
muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier.
Con la intención había sido fratricida, y temblaba zf
imaginar que sus hijos, a quienes amaba tiernamente, llegasen a detestarse por u n puñado de oro. Lanaturaleza había dado a don Javier elocuente ejem189
EMILIA
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pío y severa lección: sus dos hijos, varón y hembra,
e r a n mellizos; al reunirles desde su origen en un
¿mismo vientre, al enviarles al mundo a la misma
'hora, Dios les había mandado imperativamente que
s e amasen; y herida desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que dos gotas
•de sangre de las mismas venas, cuajadas a un tiemp o en un seno de mujer, podían, sin embargo, aborrecerse hasta el crimen. P a r a evitar que celos de la
-ternura paternal engendrasen el odio, don Javier
-dio a su hijo la carrera militar y le tuvo casi siemp r e apartado de sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques le empujaban a la tumba, llamó
a José M a r í a y permitió qué sus cuidados filiales
alternasen con los de María Josefa. A fuerza de
reflexiones, el viejo había formado un propósito, y
empezó a cumplirlo llamando aparte a su hija, en
g r a n secreto, y diciéndola con solemnidad:
— H i j a mía, antes que llegue tu hermano tengo
q u e enterarte de algo que te importa. Óyeme bien,
•y no olvides ni una sola de mis palabras. N o necesito
afirmar que te quiero m u c h o ; pero, además, tu sexo
'debe ser protegido de un modo especial y recibir may o r favor. H e pensado en mejorarte, sin que nadie
te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre
i o s ojos..., así que reces u n poco por mí..., te irás
,al cortijo de Guadeluz, y en la sala baja, donde está
a q u e l arcón muy viejo y muy pesado que dicen es
¿gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta, diez
NIETO
DEL
CID
y seis ladrillos —fíjate, diez y seis—, una onza de
ladrillos, ¿entiendes?, y levantarás el qué hace el
diez y siete, que tiene como la señal de una cruz, y
algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una
piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra, y aparecerá un escondrijo, y en él, un millón de
reales en peluconas y centenes de oro. j Son mis
ahorros de muchos a ñ o s ! El millón es tuyo, sólo
t u y o ; a ti te lo dejo en plena propiedad. Y ahora,
chitón, y no volvamos a tratar de este asunto. ¡ Cuando yo falte...!
María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas,' y aseguró que deseaba no tener
jamás ocasión de recoger el cuantioso legado. Llegó
José María aquella misma noche, y ambos hermanos,
relevándose por turno, velaron a don Javier, que
decaía a ojos vistas. N o tardó en presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa
que el moribundo apretaba su mano de un modo significativo, y creyó que los ojos, vidriosos ya, sin luz
interior, decían claramente a los suyos: "Acuérdate,
diez y seis ladrillos... U n millón de reales en peluconas..."
Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al duelo y a las lágrimas, a
los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos
hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambia191
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ban pocas palabras, y ninguna que se refiriese a
asuntos de interés. Sin embargo, fué preciso abrir el
testamento; hubo que conferenciar con escribanos,
apoderados y albaceas, y una noche en que José M a ría y María Josefa se encontraban solos en el v a s t o
salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué h a cía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana s e
aproximó al hermano, le tocó en el hombro, y mur^
muró tímidamente, en voz muy q u e d a :
—-José María, he de decirte una cosa..., una cosa
r a r a . . . , de papá.
— D i , querida... ¿ U n a cosa r a r a ?
— S í , verás... N o te admires... Hay un millón de
reales en monedas de oro, escondido en el cortijo d e
Guadeluz.
— N o , tonta —exclamó sobrecogido y con súbita
vehemencia José María—. N o has entendido bien,
j Ni poco ni m u c h o ! Donde está oculto ese millón es.
en la dehesa de la Corchada.
—í P o r Dios, Joselillo! P e r o si papá me lo explicó
divinamente, con pelos y señales... E s en la s a l í
b a j a ; hay que contar diez y seis ladrillos a la izquierda, desde la puerta, y al diez y siete está la piedra
con argolla, que cubre el tesoro.
—¡ T e aseguro que te equivocas, mujer! P a p á m e
dio tales pormenores, que no cabe dudar. E n la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se a b a n donó, existe una especie de pilón donde bebía el g a nado. D e t r á s hay una arqueta medio arruinada, y a l
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pie de la arqueta, una losa rota por la esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo,
y en él un millón en peluconas y centenes...
— H i j o del alma, ¡ pero si es imposible! Créeme a
mí. Cuando papá te llamó estaba ya peor, muy en los
últimos; quizás la cabeza suya no andaba firme, i p o brecitol Y o tengo sus palabras aquí, esculpidas...
— M a r í a —declaró José cogiendo la mano de la
joven, después de meditar un instante—, lo cierto
es que hay dos depósitos, y sólo así nos entenderemos. P a p á me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamenrtie a mí...
— Y a mí que el de Guadeluz era únicamente m í o . . .
—¡ Pobre papá! — m u r m u r ó conmovido el oficial—.
¡ Q u é cosa más e x t r a ñ a ! P u e s . . . si te parece, lo que
debe hacerse es ir a Guadeluz primero y a la Corchada después. Así saldremos de dudas. ¡ Q u é gracioso
seria que no hubiese sino u n o !
—'Dices bien —confirmó María Josefa triunfante^—. Primero adonde yo digo, ¡porque verás como
allí está el tesoro!
— Y también porque tuviste el acierto de hablar
antes, ¿verdad, chiquilla? H a s de saber... que yo no
te lo decía porque temía afligirte; podías creer que
papá te excluía, que me prefería a mí... ¿qué sé yo?
Pensaba sacar el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui u n tonto.
— N o , n o ; tenías razón —repuso María confusa y
apurada—. Soy una parlanchína, una imprudente.
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PARDO
BAZAN
Debió prevenírseme eso... Debí buscar el tesoro v
hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡ Q u é falta de pesquis!
— P u e s yo deploro que te hayas adelantado —contestó sinceramente José, apretando los finos dedos
de su hermana.
De allí a pocos días los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz, y encontraron todo puntualmente
como lo había anunciado María Josefa. E l tesoro se
guardaba en un cofrecillo de hierro c e r r a d o ; la llave
no pareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo
siguieron el viaje a la Corchada, donde al pie da
la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también, de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta, encerráronse de noche, y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las abrió, o, mejor dicho,
forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas, brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y
las doblillas, que los dos hermanos, sin contarlas,
uniendo ambos raudales, derramaron sobre la mesa,
donde se mezclaron como Pactólos que confunden
sus aguas maravillosas. De pronto María se estremeció.
— E n el fondo de mi caja hay u n papel.
— Y otro en la mía -—observó el hermano.
— E s letra de papá.
—'Letra suya es.
— E l tuyo, ¿qué dice?
194
NIETO
DEL
CID
— A g u a r d a . . . , acerca la luz... Dice a s í : " H i j o mío,
si lees esto a solas, te compadezco y te perdono; si
lo lees en compañía de t u hermana, salgo del sepulcro
para bendecirte..."
— E l sentido del mío es idéntico —exclamó, después de un instante, sollozando y riendo a la vez,
María Josefa.
Los mellizos soltaron los papeles, y por encima
del montón de oro, pisando monedas esparcidas en
la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron
abrazados buen trecho.
(Cuentos sacroprofanos,
Madrid, 1899.)
LEOPOLDO ALAS
(CLARÍN)
1852-1901
¡ADIÓS,
CORDERA!
¡ E r a n t r e s : siempre los t r e s ! Rosa, Pinín y la
Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular de t e r ciopelo verde, tendido, como una colgadura, cuesta
abajo por la loma. U n o de sus ángulos, el inferior,
lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. U n palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaros blancas y sus a l a m bres paralelos, a derecha e izquierda, representaba
para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días
y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano,
con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y
parecerse todo lo posible a u n árbol seco, fué a t r e viéndose con él, llevó la confianza al extremo de a b r a zarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres.
P e r o nunca llegaba a tocar la porcelana de a r r i b a ,
196
I Eran tres: siempre los tres I Rosa,
Pinín y la Cordera.
¡ADIÓS,
CORDERA!
que le recordaba las jicaras que había visto en la rectoral de P u a o . Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía u n pánico de respeto y se dejaba resbalar de prisa, hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo
desconocido, se contentaba con arrimar el oído al
palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de
hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino
seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,
aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las
cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorad o ; ella no tenía curiosidad por entender lo que lóU
de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del
mundo. ¿ Q u é le importaba? Su interés estaba en el
ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también
mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos ei palo del telégrafo, como lo que era p a r a ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. E r a una vaca que había vivido
mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pas199
LEOPOLD
O
ALAS
tos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que
comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta
el alma, que también tienen los b r u t o s ; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de
la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados
de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en
el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡ Qué había de saltar!
¡ Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día
menos, pero con atención, sin perder el tiempo en
levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo
sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse
sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida,
a gozar el deleite del no padecer, del dejarse exist i r : esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo
demás, aventuras peligrosas. Y a no recordaba cuándo
le había picado la mosca.
" E l xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan l e j o s ! "
Aquella paz sólo se había turbado en los días de
prueba de la inauguración del ferrocarril. L a primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió
200
¡ ADIÓS,
CORDERA
!
loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte; corrió
por prados ajenos; el terror d u r ó muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco
se fué acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo
sus precauciones a ponerse en pie y_ a mirar de frente,
con la cabeza erguida, al formidable m o n s t r u o ; más
adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren
siquiera.
E n Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si
al principio e r a una alegría loca, algo mezclada de
miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les
hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fué un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. T a r d ó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra
de hierro, -que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
P e r o telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de m e nos': ü n accidente pasajero que se ahogaba en el mar
de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí
no se veía vivienda h u m a n a ; allí no llegaban ruidos
del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin,
bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los
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insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad
del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo p r a d o ,
hasta venir la noche, con el lucero vespertino p o r
testigo mudo en la altura. Rodaban Jas nubes allá
arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas
en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros,
empezaban a brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma d e
la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria
Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus
juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de
la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de
tarde en t a r d e con un blando son de perezosa e s quila.
E n este silencio, en esta calma inactiva, había a m o res. Se amaban los dos hermanos como dos mitade»
de un fruto verde, unidos por la misma vida, con
escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, d e
cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz
parecía una cuna. L a Cordera recordaría a un poeta
la zavala de Ramayana, la vaca s a n t a ; tenía en la
amplitud de sus formas, en la solemne serenidad d e
sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos
de ídolo destronado, caído, contento con su suerte,
más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso.
L a Cordera, hasta donde es posible adivinar estas co202
/ADIÓS,
CORDERA
!
sas, puede decirse que también quería a los gemelosencargados de apacentarla.
E r a poco expresiva; pero la paciencia con que los¿
toleraba cuando en sus juegos ella les servía de a l mohada, de escondite, de montura y para otras cosas
que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba t á citamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
E n tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho*
por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado.
N o siempre Antón de Chinta había tenido el prado^
Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva^
Años atrás, da Cordera tenía que salir a la gramática,.
esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura^
de los caminos y callejas de las rapadas y escasas
praderías del común, que tanto tenían de vía públicacomo de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de p e n u ria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajesmás tranquilos y menos esquilmados, y la libraban delas mil injurias a que están expuestas las pobres r e ses que tienen que buscar su alimento en los azaresde un camino.
E n los días de hambre, en el establo, cuando e í
heno escaseaba y el narvaso para estrar el lecho caliente de ila vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín;
debía la Cordera mil industrias que la hacían más
suave la miseria. ¡ Y qué decir de los tiempos heroicosdel parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación, y eí
interés de los Chintos, que consistía en robar a last
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LEOPOLDO
ALAS
«ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera
absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre est a b a n de parte de la Cordera, y en cuanto había oca«ión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y
•como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el
-amparo de la madre, que le albergaba bajo su vient r e , volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciend o a su m a n e r a :
— D e j a d a los niños y a los recentales que vengan
a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se
«olvidan.
A ñ á d a s e a todo que la Cordera tenía la mejor pas•*ta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía empar e j a d a bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a
4a gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y
•horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la
-cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie
tmientras la pareja dormía en tierra.
***
Antón de Chinta comprendió que había nacido para
»pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel
.sueño dorado suyo de tener u n corral propio con dos
y u n t a s por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros,
•que eran mares de sudor y purgatorios de privacio-nes, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de
a h í ; antes de poder comprar la segunda se vio obli204
[ADIÓS,
CORDERA
!
gado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a a q u e l
pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus>
hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la
Cordera en casa. E l establo y la c a m a del m a t r i m o nio e s t a b a n p a r e d p o r medio, llamando p a r e d a ur*
tejido de r a m a s de c a s t a ñ o y de cañas de maíz. L a :
Chinta, m u s a de la economía en aquel h o g a r m i s e rable, había m u e r t o mirando a la vaca p o r u n b o q u e t e del d e s t r o z a d o tabique de ramaje, s e ñ a l á n d o la como salvación de la familia.
—'Cuidadla; es vuestro sustento —parecían d e c i r
los ojos de la pobre moribunda, que m u r i ó e x t e n ú a - '
da de h a m b r e y de trabajo.
E l a m o r de los gemelos se había c o n c e n t r a d o en*
la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial,
que el p a d r e n o puede reemplazar, estaba al calorde la vaca, en el establo, y allá, en el S o m o n t e .
T o d o e s t o lo comprendía A n t ó n a su m a n e r a
confusamente. De la verita necesaria no había quedecir palabra a los neños. U n sábado de julio, afc
ser de día,. de m a l h u m o r A n t ó n , echó a a n d a r h a cia Gijón, llevando la Cordera p o r delante, sin m á s atavío que el collar de esquila. Pinín y R o s a d o r mían. O t r o s días había que d e s p e r t a r l o s a a z o t e s El padre los dejó tranquilos. Al l e v a n t a r s e se e n c o n t r a r o n sin la Cordera.
— S i n duda, mío pá la había llevado al xatu.
N o cabía o t r a conjetura. P i n í n y R o s a opinaban;
205
LEOPOLDO
ALAS
-que la vaca iba de mala g a n a ; creían ellos que n o
deseaba m á s hijos, pues todos acababa por p e r d e r l o s p r o n t o , sin saber cómo ni cuándo.
Al obscurecer, A n t ó n y la Cordera e n t r a b a n p o r
J a corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo.
E l padre no dio explicaciones, pero los hijos adivin a r o n el peligro.
N o había vendido, porque nadie había querido
J l e g a r al precio que a él se le había p u e s t o en la ca¿>eza. E r a excesivo: u n sofisma del cariño. Pedía
m u c h o por la vaca p a r a que nadie se atreviese a \\&vársela. L o s que se habían acercado a i n t e n t a r fort u n a se habían alejado p r o n t o echando p e s t e s de
a q u e l hombre que miraba con ojos de rencor y des-afío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo
e n que él se abroquelaba. H a s t a el último m o m e n t o
•del mercado e s t u v o A n t ó n de Chinta en el H u m e • dal, dando plazo a la fatalidad.
— N o se dirá — p e n s a b a — que yo no quiero vend e r : son ellos que no me p a g a n la Cordera en lo
q u e vale.
Y, por fin, suspirando, si n o satisfecho, con
^cierto consuelo, volvió a e m p r e n d e r el camino p o r
la c a r r e t e r a de Candas adelante, e n t r e la confusión
y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que
los aldeanos de m u c h a s p a r r o q u i a s del c o n t o r n ó
-conducían con m a y o r o m e n o r trabajo, s e g ú n e r a n
«de a n t i g u o las relaciones e n t r e dueños y bestias.
E n el N a t a h o y o , en el cruce de dos caminos, t o 206
'"123"'
/ ADIÓS,
CORDERA
1
davía e s t u v o expuesto el de Chinta a quedarse sin
la Cordera; u n vecino de Carrió que le había r o n d a d o todo el día ofreciéndole pocos duros m e n o s
de los que pedía, le dio el último a t a q u e , algo b o rracho.
E l de Carrió subía, subía, luchando e n t r e la c o dicia y el capricho de llevar la vaca. A n t ó n , c o m o
u n a roca. L l e g a r o n a t e n e r las m a n o s enlazadas,
p a r a d o s en medio de la c a r r e t e r a , interrumpiendo
e l p a s o . . . P o r fin, la codicia pudo m á s ; el pico de
los cincuenta los separó como un a b i s m o ; se solt a r o n las manos, cada cual tiró por su l a d o ; A n tón, por una calleja que, e n t r e madreselvas que
a ú n no florecían y z a r z a m o r a s en flor, le condujo
h a s t a su casa.
*
* *
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, P i t a n y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el m a y o r d o m o en el corral de A n t ó n . E r a o t r o
aldeano de la misma parroquia, de malas p u l g a s ,
c r u e l con los caseros a t r a s a d o s . A n t ó n , que n o adm i t í a r e p r i m e n d a s , se puso lívido a n t e las a m e n a zas del desahucio.
E l amo no esperaba m á s . B u e n o , vendería la
"vaca a vil precio, p o r u n a merienda. H a b í a q u e
p a g a r o quedarse en la calle.
El sábado inmediato a c o m p a ñ ó al H u m e d a l P i n í n a su p a d r e . E l niño m i r a b a con h o r r o r a los
207
LEOPOLDO
ALAS
c o n t r a t i s t a s de carnes, que e r a n los tiranos d e l
mercado. L a Cordera fué c o m p r a d a en su j u s t o
precio por u n r e m a t a n t e de Castilla. Se la hizo u n a
señal en la piel y volvió a su establo de P u a o , y a
vendida, ajena, t a ñ e n d o t r i s t e m e n t e la esquila. D e t r á s caminaban A n t ó n de Chinta, t a c i t u r n o , y P i nín, con ojos como puños. Rosa, al saber la v e n t a , se a b r a z ó al t e s t u z de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al y u g o .
—¡ Se iba la vieja! —pensaba con el alma d e s t r o z a d a A n t ó n el h u r a ñ o .
Ella ser, era una bestia; pero sus hijos no t e nían o t r a m a d r e ni o t r a abuela.
Aquellos días en el p a s t o , en la v e r d u r a del S o m o n t e , el silencio era fúnebre. L a Cordera, q u e
i g n o r a b a su s u e r t e , descansaba y pacía como siempre su specie aeternitatis, como descansaría y com e r í a u n m i n u t o a n t e s de que el b r u t a l p o r r a z o
la derribase m u e r t a . P e r o R o s a y Pinín yacían d e solados, tendidos sobre la hierba, inútil en a d e l a n t e . M i r a b a n con r e n c o r los t r e n e s que pasaban, los
alambres del telégrafo. E r a aquel m u n d o d e s c o nocido, t a n lejos de ellos p o r u n lado, y por otroel que les llevaba su Cordera.
E l viernes, al obscurecer, fué la despedida. Vino
u n e n c a r g a d o del r e m a t a n t e de Castilla por la r e s .
P a g ó ; bebieron u n t r a g o A n t ó n y el comisionado,
y se sacó a la quintana la Cordera. A n t ó n h a b í a
a p u r a d o la b o t e l l a ; e s t a b a e x a l t a d o ; el peso d e l
208
¡ ADIÓS,
CORDERA
I
dinero eri el bolsillo le animaba también. Quería
a t u r d i r s e . H a b l a b a mucho, alababa las excelencias
de la vaca. E l o t r o sonreía, p o r q u e las alabanzas
de A n t ó n e r a n impertinentes. ¿ Q u e daba la res t a n t o s y t a n t o s xarros de leche? ¿ Q u e e r a noble en
el y u g o , fuerte con la c a r g a ? ¿ Y qué, si d e n t r o
de pocos días había de e s t a r reducida a chuletas
y o t r o s bocados suculentos? A n t ó n no quería imaginar e s t o ; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a o t r o labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz. Pinín y Rosa, sentados sobre
el m o n t ó n de cucho, r e c u e r d o p a r a ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos
p o r las manos, miraban al enemigo con ojos de
espanto. E n el supremo i n s t a n t e se a r r o j a r o n sobre su a m i g a ; besos, a b r a z o s : hubo de todo. N o
podían separarse de ella. A n t ó n , a g o t a d a de p r o n to la excitación del vino, cayó como en un m a r a s m o ; cruzó los brazos y e n t r ó en el corral obscuro.
L o s hijos siguieron un buen t r e c h o por la calleja, de altos setos, el t r i s t e g r u p o del indifer e n t e comisionado y la Cordera, que iba de mala
g a n a con un desconocido y a tales h o r a s . P o r fin,
hubo que separarse. A n t ó n , m a l h u m o r a d o , clamab a desde c a s a :
— ¡ B a h , bah, neños, acá vos d i g o ; b a s t a de pame mes!
A s í g r i t a b a de lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la n o c h e ; p o r la calleja obscura que h a 209
iv.—14
LEOPOLDO
ALAS
cían casi n e g r o s los altos setos, formando casi b ó veda, se perdió el bulto de la Cordera, que p a r e cía n e g r a de /lejos. Después no quedó de ella m á s
q u e el tintím pausado de la esquila, desvanecido
con la distancia, e n t r e los chirridos melancólicos
de c i g a r r a s infinitas.
—¡Adiós, Cordera! — g r i t a b a R o s a deshecha en
llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío a l m a !
—¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno.
—Adiós — c o n t e s t ó , por último, a su modo, la
esquila, perdiéndose su l a m e n t o t r i s t e , resignado,
e n t r e los demás sonidos de la noche de julio en
la aldea...
•
Al día siguiente, m u y t e m p r a n o , a la h o r a de
siempre, Pinín y R o s a fueron al prao S o m o n t e .
Aquella soledad no había sido nunca p a r a ellos
t r i s t e ; aquel día, el S o m o n t e sin la Cordera p a recía el desierto.
D e r e p e n t e silbó la máquina, apareció el h u m o ,
luego el tren. E n un furgón cerrado, en u n a s e s t r e c h a s v e n t a n a s altas o respiraderos, vislumbraron los h e r m a n o s gemelos cabezas de vacas que,
p a s m a d a s , m i r a b a n p o r aquellos t r a g a l u c e s .
—¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí
a su amiga, a la vaca abuela.
—¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la m i s 310
m
•i»»
1 ADIÓS,
o
a
CORDERA
"t
!
m a fe, enseñando los puños al tren, q u e volaba
camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, m á s e n t e r a d o que
su h e r m a n a de las picardías del m u n d o :
— L a llevan al M a t a d e r o . . . C a r n e de vaca, p a r a
comer los señores, los c u r a s . . . los indianos.
—¡Adiós, Cordera!
—¡Adiós, Cordera!
Y R o s a y Pinín m i r a b a n con r e n c o r la vía, el
telégrafo, los símbolos de aquel m u n d o enemigo,
que les a r r e b a t a b a , que les devoraba a su compañ e r a de t a n t a s soledades, de t a n t a s t e r n u r a s silenciosas, p a r a sus apetitos, p a r a convertirla en
m a n j a r e s de ricos g l o t o n e s . . .
—¡Adiós,
Cordera!...
—¡Adiós,
Cordera!...
P a s a r o n m u c h o s a ñ o s . P i n í n se hizo mozo y
se lo llevó el rey. A r d í a la g u e r r a carlista. A n t ó n
de Chinta e r a casero de u n cacique de los vencidos ; no h u b o influencia p a r a declarar inútil a P i nín, que, por ser, era como u n roble.
Y u n a t a r d e t r i s t e de octubre, Rosa, en el prao
Somonte, sola, esperaba el paso del t r e n c o r r e o
de Gijón, que le llevaba a sus únicos a m o r e s : su
h e r m a n o . Silbó a lo lejos la máquina, apareció el
t r e n en la trinchera, pasó como u n r e l á m p a g o . Rosa,
casi m e t i d a en las r u e d a s , p u d o v e r u n i n s t a n t e
LEOPOLDO
ALAS
en u n coche de t e r c e r a multitud de cabezas de p o b r e s quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la
p a t r i a familiar, a la pequeña, que dejaban p a r a ir
a m o r i r en las luchas fratricidas de la patria g r a n de, al servicio de u n rey y de u n a s ideas que n o
conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de u n a v e n t a n i lla, tendió los b r a z o s a su h e r m a n a : casi se tocaron. Y Rosa pudo oír e n t r e el estrépito de las r u e das y la g r i t e r í a de los reclutas la voz distinta de
su h e r m a n o , que sollozaba exclamando, como i n s pirado p o r u n recuerdo de dolor l e j a n o :
—¡Adiós, R o s a ! . . . ¡Adiós, Cordera!
—¡Adiós, P i n í n ! ¡ P i n í n de mío a l m a ! . . .
" A l l á iba, como la o t r a , como la vaca abuela.
Se lo llevaba el m u n d o . C a r n e de vaca p a r a los
glotones, p a r a los i n d i a n o s ; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, p a r a las
ambiciones a j e n a s . "
E n t r e confusiones de dolor y de ideas, p e n s a ba así la pobre h e r m a n a viendo al t r e n p e r d e r s e
a lo lejos, silbando triste, con silbido que r e p e r cutían los c a s t a ñ o s , las v e g a s y los p e ñ a s c o s . . .
¡ Q u é sola se q u e d a b a ! A h o r a sí, a h o r a sí q u e
e r a un desierto el prao S o m o n t e .
¡Adiós, P i n í n ! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio m i r a b a R o s a la vía m a n c h a d a d e
carbones a p a g a d o s ; con qué ira los alambres del
212
1 ADIÓS,
CORDERA
t
telégrafo. ¡ O h ! , bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que
se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, R o s a apoyó la
cabeza sobre el palo clavado como u n pendón en
la p u n t a del S o m o n t e . El viento cantaba en las
e n t r a ñ a s del pino seco su canción metálica. A h o r a y a lo comprendía Rosa. E r a canción de lágrim a s , de abandono, de soledad, de m u e r t e .
E n las vibraciones rápidas, como quejidos, creía
oír, m u y lejana, la voz q u e sollozaba p o r la vía
adelante:
—i Adiós, R o s a ! ¡Adiós,
Cordera!
(El Señor y lo demás, son cuentos, Madrid, 1892).
213
JOSE MARTI
(Cubano, 1853-1895.)
UN
CUENTO
DE
ELEFANTES
P a r t i d a s e n t e r a s de g e n t e europea e s t á n por
África cazando e l e f a n t e s ; y a h o r a c u e n t a n los
libros de u n a g r a n cacería, donde e r a n m u c h o s los
cazadores. C u e n t a n que iban sentados a la mujeriega en sus sillas de m o n t a r , hablando de la g u e r r a que hacen en el bosque las serpientes al león,
y de u n a mosca venenosa que les chupa la piel a
los bueyes h a s t a que se la seca y los m a t a , y de lo
lejos que saben t i r a r la a z a g a y a y la flecha los
cazadores africanos^ y en eso e s t i b a n , y en calcular
cuándo llegarían a las t i e r r a s de Tippu Tib, que
siempre tiene muchos colmillos que vender, c u a n d o
salieron de p r o n t o a u n claro de esos que h a y e n
África en medio de los bosques, y vieron u n a m a nada de elefantes allá al fondo del claro, unos d u r miendo de pie contra los tronces de los árboles, otros
paseando juntos y meciendo el cuerpo de u n lado
a otro, otros echados sobre la yerba, con las pa214
UN
CUENTO
DE
ELEFANTES
tas de atrás estiradas. Les cayeron encima todas
las balas de los cazadores. Los echados se levantaron de un impulso. Se juntaron la* parejas. L o s
dormidos vinieron trotando donde estaban los demás. Al pasar junto a la poza, se llenaban de u n
sorbo la trompa. Gruñían y tanteaban el aire con
la trompa. Todos se pusieron alrededor de su jefe.
Y la caza fué larga: los negros les tiraban lanzas y azagayas y flechas: los europeos, escondidos en los yerbales, les disparaban de cerca los
fusiles: las hembras huían, despedazando los cañaverales como si fueran yerbas d e hilo: los elefantes huían de espaldas, defendiéndose con los
colmillos cuando les venía encima u n cazador. E l
m á s b r a v o le vino a u n cazador encima, a u n cazador que e r a casi un niño, y e s t a b a solo a t r á s , p o r que cada u n o había ido siguiendo a su elefante.
M u y colmilludo era el bravo, y venía feroz. E l cazador se subió a u n árbol, sin que lo viese el elefante, pero él lo olió en seguida y vino mugiendo;
alzó la t r o m p a como p a r a sacar de la r a m a al h o m b r e ; con la trompa rodeó el tronco, y lo sacudió
como si fuera u n r o s a l : n o lo pudo a r r a n c a r , y se
echó de ancas c o n t r a el t r o n c o . E l cazador, que y a
estaba al caerse, disparó su fusil, y lo hirió en la
raíz de la t r o m p a . Temblaba el aire, dicen, de los
mugidos terribles, y deshacía el elefante el cañaveral con las pisadas, y sacudía los árboles jóvenes, h a s t a que de u n impulso vino c o n t r a el del
JOSÉ
MARTI
cazador, y lo echó abajo, j Abajo el cazador, sin
tronco a que s u j e t a r s e ! C a y ó sobre las p a t a s de
a t r á s del elefante, y se le a g a r r ó , en el miedo de
la m u e r t e , de u n a p a t a de a t r á s . Sacudírselo n o
podía el animal rabioso, porque la c o y u n t u r a de la
rodilla la tiene el elefante t a n cerca del pie que
apenas le sirve para doblarla. ¿ Y cómo se salva de
allí el cazador? Corre bramando el elefante. Se sacude la p a t a c o n t r a el t r o n c o m á s fuerte, sin que
el cazador se le ruede, porque se le corre a d e n t r o
y no hace más que magullarle las m a n o s . ¡ P e r o se
c a e r á por fin, y de u n a colmillada v a a morir el
c a z a d o r ! Saca su cuchillo, y se lo clava en la p a t a .
L a s a n g r e corre a chorros, y el animal enfurecido,
aplastando el m a t o r r a l , va al río, al río de a g u a q u e
cura. Y se llena la trompa muchas veces, y la vacía
sobre la herida, la echa con fuerza que le a t u r d e ,
sobre el cazador. Y a va a e n t r a r m á s a la h o n d a
el elefante. El cazador le dispara las cinco balas de
su revólver en el vientre, y corre, por si se puede
salvar, a un árbol cercano, m i e n t r a s el elefante, con
la t r o m p a colgando, sale a la orilla, y se d e r r u m b a .
(Cuentos de elefantes.
ro I V ; 1889.)
La Edad de Oro.
21*
Núme-
ARMANDO PALACIO
VALDES
1853
POLIFEMO
E l coronel Toledano, p o r mal n o m b r e Polifemo,
e r a u n h o m b r e feroz, que g a s t a b a levita larga, p a n t a l ó n de cuadros y s o m b r e r o de copa de alas a n c h u r o s a s , reviradas. E s t a t u r a g i g a n t e s c a , paso rígido, imponente, e n o r m e s bigotes blancos, voz de
t r u e n o y corazón de bronce. P e r o a ú n más que
e s t o , infundía pavor y g r i m a la m i r a d a torva, sed i e n t a de s a n g r e , de su ojo único. E l coronel e r a
t u e r t o . E n la g u e r r a de África había dado m u e r t e
a muchísimos m o r o s , y se había gozado en a r r a n carles las e n t r a ñ a s aún palpitantes. E s t o creíamos
al m e n o s c i e g a m e n t e todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a j u g a r al p a r q u e de San
Francisco, en la m u y noble y heroica ciudad de
Oviedo.
P o r allí paseaba también metódicamente, los días
claros, de doce a dos de la t a r d e , el implacable g u e r r e r o . Desde m u y lejos columbrábamos e n t r e los
217
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ARMANDO
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PALACIO-
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VALDÉS
árboles su a r r o g a n t e figura, que infundía e s p a n t o en n u e s t r o s infantiles c o r a z o n e s ; y cuando n o ,
escuchábamos su voz fragosa, resonando e n t r e el
follaje como un t o r r e n t e que se despeña.
El Coronel era sordo también, y no podía h a blar sino a g r i t o s .
— V o y a comunicarle a usted un secreto — d e cía a cualquiera que le acompañase en el p a s e o — .
Mi sobrina J a c i n t a no quiere casarse con el chico de N a v a r r e t e .
Y de este secreto se e n t e r a b a n c u a n t o s se h a llasen a doscientos pasos en redondo.
P a s e a b a g e n e r a l m e n t e s o l o ; pero cuando a l g ú n
amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizá a c e p tase de buen g r a d o la compañía p o r t e n e r ocasión
de abrir el odre donde g u a r d a b a aprisionada su
voz p o t e n t e . L o cierto es que en c u a n t o t e n í a i n terlocutor, el parque de San F r a n c i s c o se e s t r e mecía. N o era ya un paseo público; e n t r a b a en los
dominios exclusivos del Coronel. E l gorjeo de los
pájaros, el s u s u r r o del viento y el dulce m u r m u r a r de las fuentes, todo callaba. N o se oía m á s
que el g r i t o imperativo, a u t o r i t a r i o , severo, del g u e r r e r o de África. De tal modo, que el clérigo q u e
le acompañaba (a tal h o r a , sólo algunos clérigos
a c o s t u m b r a b a n a p a s e a r p o r el p a r q u e ) , parecía
e s t a r allí ú n i c a m e n t e p a r a abrir, a h o r a u n o , d e s pués o t r o , todos los r e g i s t r o s que la voz del C o ronel poseía. ¡ C u á n t a s veces, oyendo aquellos g r i 218
POLIFEMO
t o s terribles, fragorosos, viendo su ademán a i r a do y su ojo encendido, pensamos que iba a a r r o j a r s e sobre el desgraciado sacerdote que había t e nido la imprevisión de acercarse a é l !
E s t e h o m b r e pavoroso t e n í a u n sobrino de o c h o
o diez años, como n o s o t r o s . ¡ D e s d i c h a d o ! N o p o díamos verle en el paseo sin sentir hacia él c o m pasión infinita. Andando el tiempo, he visto a u n
d o m a d o r de fieras introducir u n cordero en la j a u la del león. T a l impresión me produjo, como la d e
Gasparito Toledano paseando con su tío. N o e n tendíamos cómo aquel infeliz m u c h a c h o podía c o n servar el apetito y desempeñar r e g u l a r m e n t e s u s
funciones vitales, cómo n o enfermaba del corazón o m o r í a consumido por u n a fiebre lenta. Si
t r a n s c u r r í a n algunos días sin que apareciese p o r
el p a r q u e , la misma duda a g i t a b a n u e s t r o s c o r a z o n e s : " ¿ S e lo h a b r á m e r e n d a d o y a ? " Y c u a n d o
al cabo le hallábamos s a n o y salvo en cualquier
sitio, e x p e r i m e n t á b a m o s a la p a r sorpresa y c o n suelo. P e r o e s t á b a m o s s e g u r o s de que u n día u
o t r o concluiría p o r ser víctima de a l g ú n c a p r i cho sanguinario de Polifemo.
L o r a r o del caso e r a que Gasparito n o ofrecía
en su r o s t r o vivaracho aquellos signos de t e r r o r
y abatimiento que debían de ser los únicos e n él
impresos. Al c o n t r a r i o , brillaba c o n s t a n t e m e n t e e n
sus ojos u n a alegría cordial que nos dejaba e s tupefactos. C u a n d o iba con su tío m a r c h a b a c o n
219
ARMANDO
PALACIO
V
ALDÉS
la m a y o r soltura, sonriente, feliz, brincando u n a s
veces, o t r a s compasadamente, llegando su audacia
-o su inocencia h a s t a a hacernos muecas a espaldas
-de él. Nos causaba el mismo efecto a n g u s t i o s o que
si le viésemos bailar sobre la flecha de la t o r r e de
la catedral. " ¡ G a s p a r ! " E l aire vibraba y t r a n s m i t í a aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí e s t á b a m o s nos quedaba el color e n t e r o . Sólo G a s p a r i t o a t e n d í a como si le llam a r a u n a s i r e n a : " ¿ Q u é quiere usted, t í o ? " , y ven í a hacia él ejecutando algún paso complicado de
baile.
A d e m á s de este sobrino, el m o n s t r u o e r a p o seedor de un p e r r o que debía vivir en la misma
infelicidad, aunque tampoco lo parecía. E r a un herm o s o danés, de color azulado, g r a n d e , suelto, vig o r o s o , que respondía al n o m b r e de Muley, en r e c u e r d o sin duda de a l g ú n m o r o infeliz sacrificad o p o r su amo. E l Muley, como Gasparito, vivía
e n poder de Polifemo lo mismo que en el r e g a z o
d e u n a odalisca. Gracioso, j u g u e t ó n , campechano,
i n c a p a z de falsía, era, sin ofender a nadie, el p e r r o menos espantadizo y m á s t r a t a b l e de c u a n t o s
lie conocido en mi vida.
Con e s t a s p a r t e s no es milagro que todos los
«chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que
e r a posible hacerlo, sin peligro de que el Coronel
lo advirtiese, nos d i s p u t á b a m o s el h o n o r de r e g a l a r l e con pan, bizcocho, queso y o t r a s golosinas
220
•-toPOLIFEMO
que n u e s t r a s m a m a s nos daban p a r a merendar. E t
Muley lo aceptaba todo con no fingido regocijo,
y nos daba m u e s t r a s inequívocas de simpatía y
reconocimiento. M a s a fin de que se vea h a s t a q u 6
p u n t o e r a n nobles y desinteresados los sentimient o s de e s t e memorable can, y p a r a que sirva d e
ejemplo perdurable a p e r r o s y h o m b r e s , diré q u e
no m o s t r a b a m á s afecto a quien más le regalaba..
Solía j u g a r con n o s o t r o s a l g u n a s veces (en p r o vincias y en aquel tiempo, e n t r e los niños, n o e x i s tían clases sociales) u n pobrecito hospiciano, l l a mado A n d r é s , que nada podía darle, porque n a d a
tenía. P u e s b i e n : las preferencias de Muley e s t a ban por él. ( L o s r a b o t a z o s m á s vivos, las c a r o cas m á s subidas y v e h e m e n t e s , a él se c o n s a g r a ban, en menoscabo de los demás.) ¡ Q u é ejemplop a r a cualquier diputado de la m a y o r í a !
¿Adivinaba el Muley que aquel niño desvalido,,
siempre silencioso y t r i s t e , necesitaba m á s de s u
cariño que n o s o t r o s ? L o i g n o r o ; pero así parecía..
P o r su p a r t e , A n d r e s i t o había llegado a c o n c e bir u n a v e r d a d e r a pasión por este animal. C u a n do nos hallábamos j u g a n d o en lo m á s alto del p a r que al m a r r o o a las chapas y se p r e s e n t a b a porallí de improviso Muley, y a se sabía, llamaba a p a r te a A n d r e s i t o y se e n t r e t e n í a con él l a r g o r a t o ,
como si tuviese q u e comunicarle algún secreto. Lac
silueta colosal de Polifemo s e columbraba allá e n t r e los árboles.
221
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ARMANDO
PALACIO
VALDÉS
P e r o e s t a s e n t r e v i s t a s rápidas y llenas de zozob r a fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Com o u n verdadero e n a m o r a d o , ansiaba disfrutar de
la presencia de su ídolo largo r a t o y a solas.
P o r eso, u n a t a r d e , con osadía increíble, se llev ó a presencia n u e s t r a el p e r r o h a s t a el Hospicio,
•como en Oviedo se denomina la Inclusa, y n o volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de
dicha. £1 Muley parecía también satisfechísimo.
P o r fortuna, el Coronel a ú n no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su p e r r o .
Repitiéronse u n a t a r d e y o t r a tales e s c a p a t o r i a s . L a amistad de A n d r e s i t o y Muley se iba consolidando. A n d r e s i t o no hubiera vacilado en d a r
s u vida por el Muley. Si la ocasión se p r e s e n t a s e ,
s e g u r o e s t o y de que éste n o sería m e n o s .
P e r o a ú n no e s t a b a c o n t e n t o el hospiciano. E n
s u m e n t e g e r m i n ó la idea de llevarse el Muley a
d o r m i r con él a la Inclusa. Como a y u d a n t e que e r a
d e l cocinero, dormía en u n o de los c o r r e d o r e s al
lado del c u a r t o de éste, en u n j e r g ó n fementido
d e hoja de maíz. U n a tarde condujo al perro al
Hospicio y no volvió. ¡ Q u é noche deliciosa p a r a
e l desgraciado n i ñ o ! N o había sentido en su vida
o t r a s caricias que las del Muley. L o s m a e s t r o s
primero, el cocinero después, le habían hablado
s i e m p r e con el látigo en la m a n o . D u r m i e r o n a b r a c a d o s como dos novios. Allá al amanecer, el niño
s i n t i ó el escozor de u n palo que el cocinero le h a 223
POLIFEMO
bía dado en la espalda la t a r d e anterior. Se despojó de la c a m i s a :
— M i r a , Muley —dijo en voz baja, mostrándole
el cardenal.
E l perro, más compasivo que el hombre, lamió
su carne a m o r a t a d a .
L u e g o que abrieron las p u e r t a s lo soltó. E l M u ley corrió a casa de su d u e ñ o ; pero a la t a r d e y a
e s t a b a en el p a r q u e dispuesto a seguir a A n d r e sito. Volvieron a d o r m i r j u n t o s aquella noche y
la siguiente, y la o t r a también. P e r o la dicha es
breve en este m u n d o . A n d r e s i t o e r a feliz al borde de u n a sima.
U n a tarde, hallándonos todos en a p r e t a d o g r u p o j u g a n d o a los botones, oímos d e t r á s dos formidables estampidos.
—¡Alto! ¡Alto!
T o d a s las cabezas se volvieron como movidas
p o r un r e s o r t e . F r e n t e a n o s o t r o s se alzaba la t a lla ciclópea del coronel Toledano.
— ¿ Q u i é n de v o s o t r o s es el pillüelo que secuest r a mi p e r r o todas las noches, vamos a v e r ?
Silencio sepulcral en la asamblea. El t e r r o r nos
tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
O t r a vez sonó la t r o m p e t a del juicio final.
— ¿ Q u i é n es el s e c u e s t r a d o r ? ¿Quién es el b a n dido? ¿Quién es el miserable?...
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a u n o
en pos de o t r o . El Muley, que le acompañaba, nos
223
ARMANDO
PALACIO
VALDÉS
miraba también con los suyos, leales, inocentes, y
movía el rabo v e r t i g i n o s a m e n t e en señal de i n quietud.
E n t o n c e s Andresito, m á s pálido que la cera, a d e l a n t ó un paso y dijo:
— N o culpe a nadie, señor. Y o he sido.
—¿ Cómo ?
— Q u e he sido y o —repitió el chico en voz m á s
alta.
— ¡ H o l a ! ¡ H a s sido t ú ! —dijo el Coronel s o n riendo ferozmente—. ¿ Y t ú no sabes a quién p e r tenece este p e r r o ?
A n d r e s i t o permaneció mudo.
— ¿ N o sabes de quién e s ? —volvió a p r e g u n t a r a grandes gritos.
—Sí, señor.
— ¿ C ó m o ? . . . H a b l a m á s alto.
Y se ponía la m a n o en la oreja p a r a reforzar s u
pabellón.
— Q u e sí, señor.
— ¿ D e quién es, vamos a v e r ?
—'Del señor Polifemo.
C e r r é los ojos. C r e o que mis c o m p a ñ e r o s debier o n hacer o t r o t a n t o . C u a n d o los abrí, pensé que
Andresillo e s t a r í a y a b o r r a d o del libro de los v i vos. N o fué así, por fortuna. E l Coronel le m i r a ba fijamente, con m á s curiosidad que cólera.
—¿ Y p o r qué te lo llevas ?
224
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'"13'"
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POÍIFBMO
— P o r q u e es mi amigo y me quiere —dijo el niñ o con voz firme.
E l Coronel volvió a mirarle fijamente.
— E s t á bien —dijo al cabo—. ¡ P u e s cuidado con
q u e o t r a vez te lo lleves! Si lo haces, t e n por seg u r o que t e a r r a n c o las orejas.
Y g i r ó majestuosamente sobre los talones. P e r o a n t e s de dar un paso, se llevó la m a n o al chaleco, sacó u n a moneda de medio duro, y dijo volviéndose :
— T o m a , g u á r d a t e l o p a r a dulces. ¡ P e r o cuidado
con que vuelvas a s e c u e s t r a r el p e r r o ! ¡Cuidado!
Y se. alejó. A los c u a t r o o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. A n d r e s i t o había dejado c a e r
la moneda al suelo y sollozaba, tapándose l a x a r a
con las m a n o s . E l Coronel se volvió r á p i d a m e n t e .
— ¿ E s t á s llorando? ¿ P o r q u é ? N o llores, hijo
mío.
— P o r q u e le quiero m u c h o . . . , porque es el único
que me quiere en el m u n d o —gimió A n d r é s .
— ¿ P u e s de quién eres hijo? — p r e g u n t ó el C o ronel sorprendido.
— S o y de la Inclusa.
— ¿ C ó m o ? — g r i t ó Polifemo.
— S o y hospiciano.
E n t o n c e s vimos al Coronel d e m u d a r s e . A b a l a n zóse al niño, le separó las m a n o s de la cara, le enj u g ó las l á g r i m a s con su pañuelo, le abrazó, le b e só, repitiendo con a g i t a c i ó n :
235
iv.—15
ARMANDO
PALACIO
VALDÉS
— ¡ P e r d o n a , hijo mío, p e r d o n a ! N o h a g a s caso de lo que te he dicho... Llévate el p e r r o c u a n do se te a n t o j e . . . T e n l o contigo el tiempo que quieras, ¿sabes?... T o d o el tiempo que quieras...
Y después que le hubo serenado con e s t a s y
o t r a s razones, proferidas con u n r e g i s t r o de voz
que n o s o t r o s no sospechábamos en él, se fué de
nuevo al paseo volviéndose repetidas veces p a r a
gritarle:
— P u e d e s llevártelo cuando quieras, ¿sabes, h i j o m í o ? . . . Cuando q u i e r a s . . .
Dios me p e r d o n e ; pero j u r a r í a h a b e r visto u n a
lágrima en el ojo s a n g r i e n t o de Polifemo.
Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su
a m i g o , que ladraba de gozo.
{Aguas fuertes,
Madrid, 1884.)
226
M A R I A N O D E CAVIA
1855-1920
LAS
DOS
MULTAS
I
Muel es un pueblo de moriegos —como se llam a b a en A r a g ó n a los moriscos— situado e n t r e
Z a r a g o z a y Cariñena.
Guárdase en él todavía, si bien con mucho m e nos e s m e r o y pulcritud q u e en. el pueblo valenciano de Manises, la tradición de u n a de las a r t e s
m á s características de la E s p a ñ a musulmana, cual
es la construcción de la loza con reflejos m e t á licos.
Y g u á r d a s e t a m b i é n o t r a tradición de igual a b o lengo ( ¡ é s t a sí que se g u a r d a con v e r d a d e r o t e són y a m o r c o n s t a n t e ! ) , que v e m o s i g u a l m e n t e
g u a r d a d a e n las nueve décimas p a r t e s del r e s t o de
la E s p a ñ a actual, cual es la típica y g e n u i n a t r a d i ción de la alcaldada.
N o son los de M u e l alcaldes de monterilla — p o r
la n a t u r a l razón de n o e s t a r m u y en uso p o r a q u e llas latitudes semejante " a r t e f a c t o " — ; p e r o la
227
MARIANO
DE
CAVIA
m a n t a m o r u n a en que se envuelve el cuerpo y el
ancho cachirulo con que se ciñe la cabeza, r e c u e r dan con h a r t a m á s viveza y exactitud que las p r e n das de vestir usadas en o t r o s lugares, el alquicel
y el t u r b a n t e del alcadí de o t r o s tiempos, p a d r e
y modelo del alcalde de n u e s t r o s días.
Bien puede ocurrir, p u e s t o que no h a y c u e n t o
ni chascarrillo al cual no le saquen los eruditos la
p u n t a de su estirpe, buscándosela allá en los r e m o t o s tiempos de la India, la P e r s i a y la China,
que el c u e n t o de Las dos multas sea u n " s u c e d i d o "
real y efectivo, y a que n o en épocas y regiones
t a n lejanas, al m e n o s en los días en que Alfonso
el Batallador se aprestaba a poner la férrea mano
sobre aquellas c o m a r c a s ; p e r o como y o n o he oído
atribuir el lance a n i n g ú n Abdallá ni a n i n g ú n M u ley de los que m a n d a r a n en Muel " p o r aquel e n t o n c e s " , sino al tío Goticaceite, que imperaba allá
p o r los p r i m e r o s años del reinado de Isabel I I (de
felice m e m o r i a ) , claro e s t á que al tío Goticaceite
me he de referir.
—¿ Quién era el tío Goticaceite ?
—j El h o m b r e m á s a g u d o de M u e l — r e s p o n d í a n
en el a c t o sus admiradores, cuando oían tal p r e gunta.
A lo cual replicaban o t r o s , m e n o s a d m i r a d o r e s
del tío G o t i c a c e i t e :
— M i á t ú que como a g u d o . . . ¡ T a m i é n es a g u d o
el tío M o s t i l l o !
228
LAS
DOS
MULTAS
Y sobre cuál lo e r a m á s o k> era menos se a r m a b a n discusiones y disputas, q u e dejaban t a m a ñitas las del omousios y el omoiusios de los teólog o s de Bizancio.
M i e n t r a s t a n t o , el tío Goticaceite y el tío M o s tillo e r a n los mejores amigos, n o digo del m u n d o ,
sino de M u e l . . . ¡que vale m á s !
E l tío Mostillo e r a el juez de p a z ; y el tío G o ticaceite, alcalde.
J ú p i t e r y César compartiendo el mando.
II
Y ocurrió u n a tarde, " e n t r e clara y e n t r e yer
m a " , que ambos tíos — o si se quiere deidades—
e s t a b a n en la Casa Consistorial de Muel, acomp a ñ a d o s de t r e s compinches de la misma laya, t r a z a n d o h o n r a d a m e n t e el plan... de u n a merienda.
— ¿ A m o s a juála al g u i ñ ó t e ? —dijo el tío M o s tillo.
(Juála es el equivalente mudejar de " j u g a r l a " . )
— P a ese viaje —respondió el tío Goticaceite—
n o s e necesitan alforjas. L o que es a mí, n o me
hacen bondá las alifaras, si n o son a c u e n t a de
otri.
—¿Dé,otri?
—De otri.
— ¿ Y de ande vas a sacar las cuadernas?
229
MARIANO
DB
CAVIA
— ¡ A u r a lo veris! —dijo con majestuosa e n t o nación aquel A g r a j e s municipal y a r a g o n é s .
— T ú , Sopleta —añadió dirigiéndose al s e c r e t a rio del A y u n t a m i e n t o , que también e r a de la p a r tida—, ¿cómo está ese fondo de m u l t a s ?
—Medianicamente.
— ¿ A cuánto llegará?
— A ocho ríales, y eso en chavos.
—¡ Muchos que me diás, S o p l e t a ! P e r o a lo q u e
estamos, maños. ¿Como cuánto más h a r á falta p a
el corderico, las olivicas, el queso y el p a n ?
— D e un d u r o no baja.
— P u s ¡ v o y a p o r el d u r o !
Y diciendo y haciendo, arreó pa alante el tío G o ticaceite, seguido del tío Pachón, alguacil, s a c r i s t á n y " v o z p ú b l i c a " de Muel.
M o m e n t o s después hallábanse ambos en la p l a za, olfateando la pieza, cuando vino de u n a callejuela inmediata e s t e g r i t o que alegró el corazón
de Goticaceite:
— ¡ M i e l , a la rica miel! ¡Miel, a la güeña, g ü e ña miel!
— T í o g ü e n o —dijo el alcalde al, s e r r a n o , a t i e m p o que éste desembocaba en la plaza—, ¿ m e l a
quiusté e n s e ñ a r ?
—¡ Y que v a u s t é a e n a m o r a s e d e e l l a ! — r e s pondió el melero, levantando el lienzo que c u b r í a
la c á n t a r a .
:
,
230
L^fS
DOS
MULTAS
—¡ R e d i ó s ! —exclamó Goticaceite, haciendo u n
gesto de asco—. ¡ E s a miel tiene viruelas!
—¿Viruelas?
—Sí, h o m b r e , s í ; y si no, ¿ q u é concho son esos
punticos n e g r o s ?
—Moscas.
—¿Cómo moscas?...
— M o s c a s , sí, s i ñ o r ; porque y a s a b u s t é que las
moscas...
— ¡ A l t o a la reina, r e d i ó s ! ¡Gorrino, m á s que
g o r r i n o ! ¿ C ó m o s a t r e v u s t é a venir a vender a los
de Muel esa cochinada?
—-Pero...
— A ver, tío P a c h ó n , ¿ c u á n t a s moscas t r á i la
miel ?
— U n a , dos, t r e s , c u a t r o , seis, nueve, doce, quince..., ¡veinte j u s t i c a s !
— P u s a rial p o r mosca, son veinte ríales de m u l ta. ¡A p á g a l a u a la cárcel.
Y el melero, después de nuevas p r o t e s t a s suyas
y n u e v a s a m e n a z a s del alcalde, n o t u v o m á s r e m e dio que aflojar el duro, con el cual p e n e t r a b a t r i u n fante a los pocos m i n u t o s el tío Goticaceite en la
C a s a Consistorial de Muel.
231
MARIANO
DE
CAVIA
III
— T a n t o pa el corderico... T a n t o p a las olivioais... T a n t o pa el queso... T a n t o pa el pan... ¡ L a
cuenta está j u s t a ! —decía él bueno del Alcalde.
—Y el vino, ¿ande lo pones? —preguntó el soc a r r ó n del J u e z de paz.
— ¡ O t r a ! P u s el tío Mostillo tié r a z ó n . . .
— L o que es a por la miaja de la bebía no irnos
dir al c h a r c o . . .
—Ni a la j u e n t e . . .
E l tío Goticaceite cortó todas estas exclamaciones, diciendo a m o s t a z a d o :
— ¡ A ú n querís que v a y a y le saque o t r o d u r o
al tío de la miel!
— N o ; porque el que va a sacárselo, soy yo.
— ¿ T ú , Mostillo?
—¡Yo!
— ¡ A u r a lo veris! —dijo el rival de Goticaceite
e n m a ñ a s y agudezas, t o m a n d o el p o r t a n t e en el
acto, y seguido, como el o t r o , p o r el indispensable tío P a c h ó n .
—¡ Miel, a la rica miel! ¡ Miel, a la g ü e ñ a , g ü e ñ a m i e l ! — s e g u í a g r i t a n d o el s e r r a n o en la plaza, no sin dejar traslucir en su a c e n t o la rabia que
el lance y a n a r r a d o le había producido.
— ¿ S e pué ver, tío g ü e n o ? — p r e g u n t ó el j u e z
de paz.
232
LAS
DOS
MULTAS
D e s t a p ó el h o m b r e la c á n t a r a , y el tío M o s t i llo empezó a m i r a r y r e m i r a r la miel, haciendo g e s t o s de e x t r a ñ e z a .
— ¿ Q u é es lo que busca usté?
— ¡ Q u é he de b u s c a r ! ¡ L a s m o s c a s !
— ¿ L a s moscas?
—Sí, h o m b r e , s í ; paice u s t é el t o n t o de L u m piaque... ¿ C ó m o es que e s t a miel no tié m o s c a s ?
¿No sabusté que miel sin moscas es miel de m e n udeas ?
— S í , s i ñ o r ; p e r o como el siñor alcalde mi h a
m a n d a u q u i t a r las moscas que t r a í a mi miel...
— ¡ E s o n o p u é s e r ! Y p o r faltar a la autoridá.
corr calumnias, a m á s de venir a e n g a ñ a r a los d e
Muel con miel mala, v a u s t é a p a g a r a u r a m i s m i co v e i n t e ríales de m u l t a .
—Pero...
— ¡ A págalos, r e d i ó s ! ¡ A págalos, u a la c á r c e l í
Y excusado es decir que las autoridades de M u e l
remojaron "el corderico", "el queso" y "las oliv i c a s " , con líquido que no se t r a j o del charco n i
de la juente, sino de la famosa y acreditada t a b e r na de la seña Agustina, vulgarmente llamada la
Barrigona.
(Cuentos
en guerrilla.
Sin a ñ o
235
[1896.])
J
JOSE NOGALES
1856-1908
LAS
TRES
COSAS
DEL
TÍO
JUAN
T o d o el pueblo sabía que Apolinar se e s t a b a d e r r i t i e n d o vivo por Lucía, y que, aunque é s t a n o
-se d e r r e t í a p o r nadie, no ponía mala cara a las sol i c i t u d e s del mozo. M a t r i m o n i o i g u a l : ella, joven,
g u a p a , r o b u s t a y, de añadidura, r i c a ; él, en los
linderos de los veinticinco, no pobre, medio señoTitín, p o r lo que iba p a r a alcalde, y e n t r a m b o s hij o s únicos. N o faltaba al naciente afecto m á s que
«el sacramento de la confirmación, y p a r a eso no
l i a b í a o t r o obispo sino t í o J u a n el Plantao, p a d r e
y s e ñ o r n a t u r a l de la d a m a requerida.
E l ilustre linaje de los Plantaos distinguióse d e s d e m u y a n t i g u o tiempo por u n a t e r q u e d a d n a t i v a , de que e s t a b a j u s t a m e n t e orgulloso, y, de h a l ) e r querido proveerse de heráldica, su escudo n o
f u e r a o t r o que u n clavo clavado por el revés en
tina pared de gules. Apolinar sentíase cohibido p o r
•esta t e s t a r u d e z hereditaria, y recelaba que el tío
236
LAS
TRES
COSAS
DEL
TÍO
JUAN
J u a n saliese con u n a g a i t a de las suyas, p o r q u e
e r a h o m b r e que n o se a p a r t a b a de sus síes o susnoes así lo hicieran pedazos.
N o hubo m á s remedio q u e p a s a r el R u b i c ó n . . ,
y t i r a r s e de cabeza en aquellas h o n d u r a s i n s o n dables de la voluntad p a t e r n a . E l tío J u a n h a b í a
dicho u n a v e z : " ¿ Q u é t r a e ése p o r a q u í ? " Y p a r a ,
los que le conocían el genio, era b a s t a n t e .
— A h o r a que e s t á t u p a d r e en la bodega, v o y y
se lo espeto, y Dios quiera que pueda salir con»
c a r a a l e g r e . . . P e r o a n t e s dime, p a r a que lleve fuerza, que me quieres como y o te quiero, con l o s r e daños del alma.
—Apolinar, que me a b u r r e s con t u s q u e r e r e s y
t o n t e o s . Si quieres decírselo, a n d a ; y lo que s a ques a mi p a d r e del buche eso será, p o r q u e y o t a m b i é n soy planta.
R e n e g a n d o de aquellos bravios r i g o r e s de la c a s ta, encaminóse Apolinar a la bodega, p a s a n d o p r i m e r o bajo la llorosa p a r r a , que tendía sus s a r mientos como cuerdas secas, y después p o r el a n g o s t o corral a t e s t a d o de aperos de labranza y c a chivaches de vendimia. E n la p u e r t a de la bódega*enredósele u n manojo de t e l a r a ñ a s en "el bombín-,,
y t r a g a n d o saliva e n t r ó e n la o b s c u r a pieza. ' '
—I T í o J u a n ; eh, t í o J u a n . . . !
— ¡ A q u í l ¿ E r e s t ú ? C o n este jinojo de tiriglaon o se ve g o t a .
E s t a b a el h o m b r e m u y metido en faena, en man—
237
JOSÉ
NOGALES
g a s de camisa, despechugado, con u n a pelambre
d e pecho que parecía una maceta de albahaca.
E r a más que medianamente apersonado, canoso y
fuerte; y sudando, como es-taba, parecía u n oso
polar.
— ¿ N o se figura usted a lo que v e n g o ?
— A t o m a r u n jarrillo.
— N o , s e ñ o r ; a t o m a r u n parecer.
— P u e s no es lo mesmo. P e r o , anda, s u é l t a l a ;
•que no h a y hombre sin h o m b r e .
— C o n esa licencia... n o sé cómo le diga que L u cía me t i r a u n poco, u n pocazo, si se h a n de decir
las cosas conforme son. Y como me parece a mí
•que y o también le tiro u n a migaja, venía, p o r q u e
e s razón, a decirle qué le parece a u s t e d de e s t e
:liraero, q u e va por buen fin y p o r derecho camino.
Dióse tío J u a n c u a t r o rasconazos en el t e s t u z ,
y , volviendo las espaldas, fué a b u s c a r el jarrillo
y la venencia, y con a m b a s cosas en las m a n o s , c o m o quien echa el Dominus vobiscum se abrió de
t r a z o s , diciendo:
— T o d o el toque del h o m b r e e s t á e n t r e u n sí y
u n no. Así es que, a n t e s de soltar u n o u o t r o , h a y
•que r u m i a r bien las cosas. T o m a r e m o s u n p a r de
a l u m b r a d o r e s y que Dios sea con todos.
Y después de beber p o r r i g u r o s o t u r n o , q u e d ó l e tío J u a n rumiando aquel escopetazo, como u n
h e r m o s o y p r u d e n t e buey, que no pone la p a t a sino
e n t e r r e n o firme.
238
LAS
TRES
COSAS
DEL
TÍO
JUAN
— P u e s , a t e n t o a eso, digo que me parece a m í
q u e la mujer se hizo p a r a el h o m b r e y el h o m b r e
p a r a la mujer... y que por eso t i r a n el u n o del o t r o .
P e r o como ni el h o m b r e ni la mujer son siempre
libres, o t r o s h a n de a g a r r a r s e a la m a n c e r a p a r a
q u e el surco salga bien hecho y la simiente n o se
desperdicie. Yo, que por lo de a h o r a soy el g a ñ á n en este negocio, t e digo que quien quiera a y u n t a r s e con mi cordera h a de hacer t r e s cosas, sin
q u e n i n g u n a le p e r d o n e ; no haciéndolas, y a se p u e d e ir con viento fresco y levantar la parva.
— A u n q u e sean t r e s c i e n t a s h a r é yo, con tal de
m e t e r m e debajo del y u g o . E c h e usted, tío J u a n ,
p o r esa boca, que y a se m e hace t a r d e , y a u n q u e
m e mande c a r g a r con la bodega, todavía me había
d e p a r e c e r m a n d a t o ligero, s e g ú n lo encalabrinado
y e m p e r r a d o que e s t o y con el aquel del t i r a e r o que
y a le he dicho.
— N o soy t a n b á r b a r o p a r a m a n d a r lo que e s t á
fuera de las fuerzas del h o m b r e , p o r animal q u e
sea. L a s t r e s cosas que pido son é s t a s : que me
t r a i g a n todos los días la p r i m e r a gallinaza que suelt e el gallo al r o m p e r el alba, p a r a h a c e r un r e m e dio de este dolor de ijares que m e q u i t a el r e s u e llo de cuando en c u a n d o ; que al que t e n g a ese q u e r e r , véalo y o u n a vez siquiera t r i n c a r u n bocado
d e hierba sin doblar los corvejones, ni acularse, ni
t e n d e r s e ; que el tal me dé candela en la palma de
la m a n o el día de mi s a n t o p o r la m a ñ a n a , y e s t o
239
JOSE
NO
GALES
h a de ser con sosiego, sin hacer bailes, ni m e n e o s ,
ni soplar, ni sacudir.
—¿Nada más?
— E n eso me he plantao, y h a de ser a lo j u s t o ; que ni sobre ni falte.
— T í o J u a n , v a y a u s t e d p r e p a r a n d o el y u g o m á s
fuerte que haya en casa, porque yo me lo echo
encima, si Dios no dispone o t r a cosa.
Y Apolinar salió de allí con la c a r a r a d i a n t e ,
bailándole los ojos en u n a r á f a g a de alegría loca
y dando al viento como r o m á n t i c a pluma aquel
jirón de t e l a r a ñ a s que se p e g ó en el s o m b r e r o .
— ¡ T r o n c h o , qué s u e r t e ! Lucía, me ha dicho tu
p a d r e que t e v a y a s p r e p a r a n d o , que t e n e m o s q u e
abrir u n surco.
— Q u é tonto eres. ¿ D e qué surco hablas? M e
parece que viene su merced algo r e p u n t a d o y q u e
el j a r r o habló m á s que las p e r s o n a s .
— T e hablo del s u r c o que h a n de h a c e r en el m u n do t o d a s las y u n t a s h u m a n a s . V e r á s qué labor m á s
dulce.
—¡ P e r o q u é borrico t e h a s v u e l t o !
* *
" L a del alba s e r í a " cuando Apolinar acudió s o lícitamente a su corral sin q u i t a r ojo del gallo h a s t a que dio dé sí el e x t r a ñ o remedio del mal de ijar e s , que en caliente recogió, bien así como si llev a s e d e n t r o u n a preciosa esmeralda. Cumplida p o r
240
LAS
TRES
COSAS
DEL
TÍO
JUAN
aquel día la p r i m e r a condición y no sabiendo qué
hacer a tales h o r a s , t a n desacostumbradas p a r a
su vigilia, fuese con los cavadores a su majuelo a
matar el tiempo h a s t a que el e s t ó m a g o le avisase.
Al llegar a la viña, dijo a los j o r n a l e r o s :
— V a m o s a ver, m u c h a c h o s : un cuartillo de vino
h a y p a r a quien sin doblar los corvejones, ni acularse, ni t e n d e r s e trinque un bocado de sarmientos.
— ¿ P e r o eso q u é tiene que h a c e r ? ¡Valiente
hombría!
Y c u a t r o o cinco, los m á s jóvenes, salieron del
g r u p o y doblándose y enderezándose, sacó cada
cual un s a r m i e n t o del modo y m a n e r a que los p a lomos cogen pajitas p a r a hacer el nido.
— A ver y o . . .
¡ Que si q u i e r e s ! C u a n t a s veces quiso probar, dio
de cabeza en el m o n t ó n . U n a risa franca y noblot a alegró el majuelo, y h a s t a el sol de color de cereza que subía por la cuesta azul parecía u n a g r a n
cara hinchada de risa.
— P a r a hacer eso h a y que criar m u c h a fuerza
de espinazo y que las p a t a s n o se blandeen. E s
m e n e s t e r cavar viñas y darle al cuerpo buenos r e mojones de sudor.
— ¿ S í ? V e n g a un azadón. E s t e no pesa, o t r o . . .
Y como general que arenga sus tropas, dijo, blandiendo el i n s t r u m e n t o :
— H o y seré u n o de t a n t o s . H a y que a p r e t a r . . . ,
241
iv.—16
JOSÉ
NOGALES
y no os compadezcáis de mí sd veis que reviento,
porque necesito echar un espinazo que sea a la v e z
t r o n c o de olivo y v a r a de mimbre.
Aquella fué u n a jornada heroica. L o s cavadores,
viendo cuan g a l l a r d a m e n t e t r a b a j a b a Apolinar,
m e r m a r o n cigarros, a h o r r a r o n coloquios, a p r e s u r a r o n meriendas y sacaron el u n t o a sus b r a z o s .
Al ponerse el sol, n o p r e s e n t a b a aquella c a r a b u r lona, henchida de risa, con que apareció e n t r e las
brumas de la mañana, sino otra muy grave, casi
a u s t e r a , que parecía complacida con la ofrenda del
sudor h u m a n o que riega el t e r r ó n y fecundiza el
mundo.
Al dar de mano, dijo el jefe de la c u a d r i l l a :
— ¿ N o h a s visto la s e m e n t e r a ?
—No.
Y Apolinar sintió u n a v e r g ü e n z a m u y h o n d a p o r
aquella confesión hecha e n pleno campo.
— P u e s , vamos, h o m b r e ; h a y día p a r a todo. T e n g o u n a disputa con t u primo E p i f a n i o ; él, que lo
suyo es m e j o r ; yo, que lo t u y o . Como s e m e n t e r a
t e m p r a n a , la cebada nos llega a la rodilla; el t r i g o parece un forrajal.
Y fueron al sembrado, que con su v e r d o r aleg r a b a el alma, y en ella sintió Apolinar u n a voz
g o z o s a que parecía b r i n c a r en o t r a m a n c h a verde
y lozana, g r i t á n d o l e : " j T o d o es t u y o ; regocíjate,
o n o eres h o m b r e ! "
Y se regocijó h o n r a d a m e n t e , p a t e r n a l m e n t e , c o 242
•an
logg*«!
LAS
TRES
COSAS
DEL
o ,
B
TIO
JUAN
m o si toda aquella vigorosa fuerza germinativa hubiese salido de sus propias entrañas.
— ¡ Y o , que no había visto e s t o ! ¡Maldito sea el
casino y las cartas y quien las inventó! ¡ Malditos
los tabernáculos, que nos chupan el tiempo y no
n o s dejan ver e s t a gloria, e s t a bendición de Dios
d e r r a m a d a por los c a m p o s !
L o s sembrados del primo Epifanio no resistían
la comparación. L a t i e r r a e r a la m i s m a ; p e r o r u t i n a s , codicias, caprichos, ignorancia y necesidad
la habían esquilmado y empobrecido. E l viejo jornalero explicaba el caso:
— D a l e a u n trabajador carne y v i n o ; a o t r o , pap a s y t o m a t e s . E s o es la t i e r r a : u n trabajador.
S e g ú n le eches, así produce.
Apolinar sintió que o t r o a m o r sano y fuerte se
le e n t r a b a en el a l m a : el a m o r a la tierra, el a m o r
a lo suyo, el gozo íntimo y callado del que posee,
del que se conforta al calor del surco, como semilla que germina, b r o t a , crece y se reproduce.
— ¿ E n qué e s t a r í a yo p e n s a n d o ? Tío A g a p i t o ,
u s t e d me hace un h o m b r e . V o y a e c h a r m e al camp o como u n a fiera.
— ¡ A l campo, al c a m p o ! E s a es la u b r e . . . ¡Si
vieras a c u á n t o g a n d u l m a n t i e n e el c a m p o !
— Y o soy el p r i m e r o . Mejor dicho, le fui. Y a soy
o t r o . M e duelen los pies..., z a p a t o s de v a c a . . . M e
duele la cabeza..., t i r a r é e s t e apestoso bombín y
c o m p r a r é u n s o m b r e r o de esos fuertes, como »
243
JOSÉ
NO
GALES
los hicieran de cerdas de cochino. N o m á s v e s t i d o s
de Carnaval. Tío A g a p i t o , u n abrazo, y pídale u s ted a Dios que allá, por la primavera, pueda y o
comer hierba sin doblar los corvejones.
N o durmió bien, porque el excesivo c a n s a n c i o
riñe con el sueño. E n las m a n o s parecían a r d e r sushuesos desencajados; el espinazo se le e n g a r r o taba... y en medio de sus dolores, o t r o sentimiento nuevo lo iba conquistando m a n s a m e n t e ; u n s e n timiento de infinita piedad hacia el jornalero d e s heredado, que todos los días, a cambio de u n o s
c u a r t o s roñosos, a u m e n t a el caudal ajeno con b á r b a r o derroche de su propia vida. Y como a la m a drugada oyese cantar al gallo, pregonero de s u
deber y compromiso, volvió a ver la claridad del
naciente día, y o t r a vez cogieron sus doloridas m a nos el azadón lustroso, y el sudor del a m o c a y ó
como lluvia fecunda en la heredad, que parecía e s t r e m e c e r s e de a m o r y agradecimiento.
Y un día t r a s o t r o se fué curtiendo al sol y a l
aire, y m i e n t r a s m á s se endurecía la corteza, m á s
nobles blanduras aparecían por d e n t r o .
—'Como la viña de Apolinar n o h a y n i n g u n a . L a
sementera de Apolinar es la capitana. ¡ Q u é suerte
de h o m b r e !
E s t e e r a el t e m a de conversación e n t r e la g e n t e
labradora. L o s jornaleros se disputaban la casa,
p o r q u e había formalidad y t r a g o de vino, y allí n o
se hacía el agio v e r g o n z o s o p a r a la baja de j o r n a 244
LAS
TRES
COSAS
DEL
TIO
JUAN
les. Con Apolinar trabajaban los sanos, los h o m b r e s de empuje, estimulados con su ejemplo.
P a s ó el invierno y el sol primaveral vistió el
c a m p o de gala. L o s h a b a r e s en flor henchían el
a i r e de a r o m a s p u r í s i m o s ; los t r i g o s azuleaban,
los cebadales se mecían o r g u l l o s a m e n t e a compás
del viento; las yemas del higueral, reventando al
esfuerzo de las p r i m e r a s hojas, t e n d í a n al sol u n a
espléndida g a s a de o r o v e r d e . . . y los viñedos e x t e n d í a n sobre la rojiza t i e r r a o t r a g a s a de p á m p a n o s , y y a el olor t e m p r a n e r o del cierne se esp a r c í a como u n a caricia dulce y vivificante.
L l e g ó el día de la p r u e b a ; el día temido y des e a d o en que Apolinar t e n í a puestos todos los g r a n d e s anhelos de su vida. A n t e s que el canticio de los
gallos s o n a r o n las c a m p a n a s de la t o r r e con u n
repique de gloria, de alegría, como voces de u n
c o r o nupcial que celebrase las bodas del cielo y de
ía t i e r r a .
N o pudo Lucía convencer a su padre de que,
a l menos aquel día, debiera pasarlo con la c h a q u e t a puesta.
— M e ajogaría.
Y p o r parecerle e s t a razón de suficiente peso,
n o daba o t r a . Con orgullo hereditario cubría su
b u s t o de oso polar con limpísima camisa de lienzo,
p o r entre la cual se desbordaba la crespa pelambre
como m a c e t a frondosísima. Cuando e n t r ó Apolin a r , y a e s t a b a n allí el p r i m o Clímaco, la h e r m a n a
245
JOSE
NOGALES
Bella con su dilatada prole, los trabajadores de l a
casa y varios vecinos, a t r a í d o s por aquellos olores
de cocina y fritanga, fieros despertadores de la
gula.
— Q u e los t e n g a u t e d m u y felices, tío J u a n y
la compaña.
—Apolinar, t a n t a s gracias, y lo m e s m o digo.
—Vaya, aquí tiene usted la gallinaza de h o y ,
que parece un b r u ñ o .
Y sin pedir permiso, fuese a la cuadra y t r a j o
un b r a z a d o de amapolas, que tiró al suelo.
— T í o J u a n , eche usted cuenta.
Y más ágil que u n pájaro, doblóse y pescó u n
manojo de hierba en flor que le caía sobre el p e cho como u n a llama.
—Si usted quiere, me la como.
— N o tienes que comerla. E l toque e s t á en t r i n carla.
—Lucía, coge el ascua m á s g r a n d e que h a y a en l a
h o r n i l l a : hala, y a está. T í o J u a n , encienda u s t e d
su cigarro, y si quiere liar o t r o , p o r mí n o h a y
a p u r o : que ni me meneo, ni bailo, ni soplo, ni s a cudo... ¡Como que t e n g o aquí u n callo que p a r e ce u n a onza de o r o !
— Y a está. A h o r a . . . j u s t o , las t r e s cosas. A h o ra, t ú Lucía, a b r a z a a este b r u t o .
El b r u t o no esperó a L u c í a : él la a b r a z ó c o n
toda su fuerza.
— T í o J u a n , ¿de v e r a s que es p a r a m í ?
246
LAS
TRES
COSAS
DEL
TIO
JUAN
— P a r a ti, cernícalo. Y dale gracias al gallo que
t e c u r ó ; p o r q u e ni y o t e n g o dolor de ijares ni cosa
q u e se le parezca.
—¿ Entonces?...
— N o seas borrico —dijo Lucía—. P a d r e quería
que m a d r u g a s e s ; si no m a d r u g a s , no me a b r a z a s .
Apolinar soltó u n relincho e s t r e p i t o s o ; u n r e lincho de salud, de amor, de fortaleza y de ventura.
— ¿ S a b é i s lo que soñé e s t a n o c h e ? —dijo el
tío J u a n — . P u e s que y o e r a el P a d r e E t e r n o , y
e s t a mi cordera e r a la E s p a ñ a , y y o se la daba a
u n a g e n t e nueva, recién venía no sé de aónde, con
la b a r r i g a llena, los ojos relucientes, con callos
en las m a n o s y el azaón al h o m b r o . . .
U n alarido triunfal hendió como dardo sonoro
el aire azul de aquella s e r e n a m a ñ a n a del estío.
El sol, d e s l u m b r a n t e , caía en lluvia de o r o sobre
los aperos de l a b r a n z a ; dos mariposas de color de
fuego volaban bajo el fresco toldo de p á m p a n o s ,
y el alegre repique de las c a m p a n a s parecía r e s ponder, allá, en lo alto, al alborozo de la raza n u e va, de la raza fuerte, que abría su fecundo surco
de a m o r en la llanura h u m a n a .
(Publicado en El Liberal,
247
de Madrid, en 1900).
FRANCISCO NAVARRO Y LEDESMA
1859-1905
ÉGLOGA
" ¡ L á a a . . . , láaa..., l á a a ! " Desde hacía siglos los
ecos a l e t a r g a d o s e n t r e las frondas de aquellas alamedas que Garcilaso pintó, no despertaban oyendo u n a canción t a n dulce y llorona. E l ruiseñor
que en los anocheceres p u n t e a b a sus falsetas j u n t o a los derruidos palacios de Galiana, atendió sob r e s a l t a d o ; los silbadores mirlos comprendieron
que aquel canto no e r a cosa de su tierra, y el
g r a n músico i g n o t o que a r m o n i z a el gemido de
la c a n t u é r g a n a en la noria o en la azuda con el
c r o a r de las r a n a s y con el m a n s o bullir del a g u a
en los atalaques, suspendió p o r u n m o m e n t o su
himno de creación, que lo es por serlo de c o r r u p ción p r i m e r a m e n t e . " ¡ L á a a . . . , láaa..., l á a a ! " , r e petía el quejido. L a voz e r a caliente y h o n d a ; la
modulación, l e n t a ; desconocidas las palabras, que
e n la anchurosidad del valle se perdían.
248
ÉGLOGA
E l a r r e a d o r de u n a h u e r t a lindera con la del R e y ,
conoció quién era el cantor, y no teniendo p e r s o n a a su alcance, comunicó la noticia a la muía
ciega que t i r a b a del carrillo y hacía rechinar la
rueda de p u n t o s :
— E s X a n el Maestrín, el gallego e n a m o r a d o .
L a muía o y ó e s t a declaración y sin hacer de
ella m é r i t o prosiguió cumpliendo su deber s a g r a do, pisando sus huellas, que rehundían el andel const a n t e m e n t e , t r a z a n d o círculos fatales, idénticos, p a r a m o v e r todo el artilugio de la azuda.
X a n el Maestrín vino a t i e r r a de Toledo como
s e g a d o r de cabeza o " p r i m e r a h o z " en la cuadrilla de Rouco. E r a de F o n t a o , e n t r e P a s t o r i z a y
B r e t o n a : g u a p o mozo que, a t e n t o a su faena, n o
se afeitaba desde que salió de la t e r r i n a , y p a r a
S a n t i a g o lucía rizosa b a r b a rubia que casaba m u y
bien con el color de maíz t o s t a d o de sus mejillas.
P a r a S a n B a r t o l o m é , la b a r b a le llegaba a la m i tad del p e c h o : e r a u n a cascada de o r o al sol y s o b r e ella blanqueaba u n a sonrisa halaguera, q u e a
mozas y casadas del c o n t o r n o hacía tilín. C u a n d o
a p r i m e r o s de septiembre los segadores del R o u c o
a j u s t a r o n c u e n t a s , quedáronle en limpio a X a n sesenta y cinco d u r o s : p r e s o de a m o r e s se bailaba
ya como su paisano M acias. N o subió al t r e n con
los demás segadores, ni siguió a los que volvían a
sus lares u n pie t r a s o t r o . Se r e z a g ó de todos ellos
y t r a s m u c h o pensarlo y comedirlo, resolvió p a 249
FRANCISCO
NAVARRO
LEDESMA
sar el invierno r e c u e s t a n d o blandamente a la h o r telana del Tajo.
C o m o el s o b r e n o m b r e denunciaba, X a n era m a e s t r o de p r i m e r a s l e t r a s : poseía el g r a d o elemental, y el bizarro y suntuoso r a s g u e o de la l e t r a
cursiva y de la b a s t a r d a española e r a t a n familiar p a r a su diestra como el temple y manejo de
la hoz. Espíritu amante de la simetría, su existencia se sujetaba obediente al desarrollo de u n a s
c u a n t a s líneas p a r a l e l a s : e r a n los " c a í d o s " de la
p a u t a en la escritura, como las h o n d a s r a y a s d e
los surcos en la siega, líneas misteriosas que p l a neaban su vida intelectual de m a e s t r o y su vida h e r cúlea y m a t e r i a l de segador. E l paralelismo le p a recía el m á s amable y n a t u r a l e n t r e todos los s i s t e m a s de relacionar líneas con l í n e a s ; porque el a l m a del Maestrín e r a dulce y melosa, indulgente e n
sus inclinaciones, firme en sus q u e r e r e s , y p e n s a b a
él que no h a b r í a cosa t a n g u s t o s a y regalada en el
p l a n e t a como el m a r c h a r parejo con o t r o ser p o r
el l a r g o camino del vivir, amándose cual a m a r s e
deben las dos orillas de u n río que e t e r n a m e n t e s e
contemplan benévolas y en el buen tiempo se lanzan g r a t a s sonrisas de v e r d o r que el espejo del
a g u a comunica.
Buscando, buscando, pues, su paralela, X a n el
Maestrín creyó e n c o n t r a r l a no lejos de la f a m o s a
h u e r t a del R e y , al pie de los famosísimos c i g a r r a les. E r a u n a mocita p o r quien debió c a n t a r s e u n a
350
tonada como la arcaica villanesca de " l a criadas
del c u r a " , que aún recuerdan los s e t e n t o n e s t o ledanos :
"Mirala,
Mirala,
qué serenità v a . . . "
Serena, tiesa, espigada, el semblante inmóvil, s o lemne, como de virgen en a l t a r ; callada la boca,,
p a r l a n t e s los ojos, t e r c a m e n t e negados a toda adm i r a c i ó n ; con todo y por todo esto, s a n a y a p e tecible ; dotada, sin saberlo, del seco, agridulce, p e n e t r a n t e a r o m a del membrillo, que perfuma los b a ú les y las arcas y alborota las pasiones.
X a n el Maestrín e r a p o e t a : c a n t a b a requiebros^
largos y sentimentales en castellano almibarado cort.
dejos gallegos, y arpeaba en la vihuela m u y d e s pacio resabios de la g a i t a lejana. A X a n le p a r e cían h e r m o s o s los árboles, y le acontecía q u e d a r se embobado oyendo el c a n t a r de los álamos b l a n cos al viento, o suspendido y a b s o r t o m i r a n d o aK
anochecer el cárdeno c o n t o r n o de la ciudad, " p e ñascosa p e s a d u m b r e " , como dijo el O t r o .
E s t a s boberías e r a n cosa risible p a r a la m u c h a cha, que n o había mirado j a m á s al cielo, ni p e n sado n u n c a en que los álamos cantasen. ¡Pa c h a s co ! P e r o X a n r e a n u d a b a la canción con m á s brío r
contaba historias de la luna, de los cipreses n o c t u r n o s , de duendes, f a n t a s m a s y aparecidos.
251
FRANCISCO
NAVARRO
LEDESMA
— E n r e d o s p a r a e n g a t u s a r a los muchachos — p e n c a b a ella.
Y el Maestrín paladeaba gozoso la incredulidad
-de fe mujer amada. Bueno e r a que no creyese a q u e l l a s m e n t i r a s ; y a llegaría la h o r a de las verdades.
Se e n g a ñ a b a el d e s v e n t u r a d o . L a m u c h a c h a n o
podía q u e r e r a u n h o m b r e de o t r a tierra, de ext r a ñ o acento. L a s b a r b a s le caían bien, pero ¿ c u á n d o había sucedido casarse h o r t e l a n a o c i g a r r a l e i a con novio barbado? L u e g o X a n el Maestrín n o
-trabajaba. Cierto que g u a r d ó algunos c u a r t o s de
:1a s i e g a ; pero ¿ y q u é ? N o sabía volver las t o r n a s ,
•no sabía a p a ñ a r u n a r t e , ni apisonar y nivelar u n
-alcornoque, ni sacar p a t a t a s , ni siquiera a r r e a r la
-muía, porque lo hacía con t a n t o mimo y en t o n o
•tan dulzón y soñoliento, que el pobre animal se
•quedaba dormido en el andel. N o e r a h o m b r e de
.arado ni de azadón y claro estaba que no iba a viv i r de escribirles c a r t a s y sobres m u y historiados
A los parientes de los p a t a t e r o s y meloneros de la
v e g a . C a n t a r y t o c a r sí que lo hacía b i e n : p e r o
.¿de qué servía u n a música a cuyo son no e r a p o sible bailar? Sin conocerlo había caído el Maes'
4rín en lo mismo que a n h e l a b a ; él m i r a b a a ella
y ella le m i r a b a a él como se m i r a n las dos riber a s del rio. N o se j u n t a r í a n j a m á s . P o r eso, con
•gran escándalo del ruiseñor y con e x t r a ñ e z a del
•mirlo, sonaba melancólico el ¡ L á a a ! ¡ L á a a ! p o r e n 4 r e las frondas.
252
ÉGLOGA
Y y a en el camino de su perdición amorosa, X a r f
el Maestrín c r e y ó resolver el problema, y lo hizode la m a n e r a m e n o s acertada. ¿ P a r a q u é e n t e n día él de l e t r a ? , pensó u n a v e z ; y cavilando que^
en todos los cigarrales y h u e r t a s de los alrededores no había m a e s t r o ni escuela comenzó, con granéxito y fortuna, la áspera t a r e a de d e s a s n a r a loschicos de aquellos lugares, cobrando en cada casa*
diez o doce reales y en la que m á s u n d u r o al m e s por tan bienhechora tarea.
r
—-¡ L o que discurren los h o m b r e s p a r a n o t r a b a - j a r ! —dijeron algunos y a l g u n a s — . P e r o el Maestrín, cuya ciencia n o pasaba de la tabla de dividir,ni de la historia de F a r a ó n y su p r i m e r ministro>,
no t a r d ó en t e n e r u n a clientela n u m e r o s a .
D e h u e r t a en h u e r t a y de cigarral en c i g a r r a l se le veía c a r g a d o con u n a s alforjas, donde llevaba los m e n e s t e r e s de la ciencia: papel, t i n t e r o , ,
plumas, pizarra, catecismos y catones. M u c h o s le
despreciaban, s e g ú n es uso y c o s t u m b r e hacer contado trabajador t r a s h u m a n t e , y a sea b a r b e r o , esquilador, lanero, recobero, o cosa por el ordenapero X a n e r a b u e n o ; leía g u a p a m e n t e , plumeaban
mejor que el m á s pintado escribano y sacaba c u e n t a s como un gerifalte. E r a , a d e m á s , paciente y
considerado, y en los r a t o s de v a g a r c o n t a b a i n ú t i les p e r o b o n i t a s p a t r a ñ a s .
r
P e r o el a m o r sirve p a r a t o d o menos p a r a m a e s t r o de p r i m e r a s l e t r a s . D e s d e que empezó a des—
253
FRANCISCO
NAVARRO
LEDESMA
a s n a r muchachos, la hortelanilla le volvió decidid a m e n t e la espalda. Se había convencido de que
X a n era un h o m b r e inepto, u n pamplinero, u n e m 'baucador. N o le hizo caso y a en la vida y se casó
•con el mozo m á s b r u t o que h a a r r e a d o muías por
el camino de Illescas.
E s t o pasó hace muchos a ñ o s . N o hace t a n t o s
•vi al Maestrín. L e reconocí en el láaa..., láaa...,
-<jue iba cantando, con acento de infinita y h o n d a
t r i s t e z a , por una de las veredas que conducen a la
Sisla. E s t a b a m u y c a m b i a d o : se había quitado la
foarba, y al faltarle aquel m a r c o de o r o que a n t a ñ o le ennoblecía el semblante, las facciones r e c o b r a b a n su tosquedad primitiva. E l a n d a r y a n o
e r a g a l l a r d o y s u e l t o ; la espalda se le había corc o v a d o de s e n t a r s e en sillas bajas p a r a d a r lección
-de cartilla a los rapacejos. X a n el Maestrín y a n o
i n s p i r a b a desprecio, sino compasión. Seguía en su
p o b r e tráfico de l e t r a s , malviviendo, cobrando t a r -de, mal y n u n c a ; pero n o podía a r r a n c a r s e del sitio. Y a r a r a vez le a t a c a b a u n ramalazo de m o r r i ñ a . M e hablaba de esto, según íbamos bajando
-de los cigarrales a la h u e r t a del Rey. L e p r e g u n t é p o r sus a m o r e s .
—'Allá voy — m e dijo sonriendo y lagrimeando.
L e seguí h a s t a la h u e r t a de su a m a d a . R o b u s t a
y tranquila, como u n a C e r e s de m á r m o l rubio, la
~bella mujer, s e n t a d a en u n poyo, d e s g r a n a b a m a j o r c a s para cebar los capones. Al llegar X a n el
254
ÉGLOGA
Maestrtn, el perrillo alzó las orejas y latió alegrem e n t e ; t r e s chicuelos, el m a y o r de unos diez a ñ o s ,
a c u d i e r o n de mala g a n a al llamamiento del deber.
L a sosegada m a d r e sonrió y alargó u n a silleta.
S e n t ó s e X a n , acuciáronse los m u c h a c h o s y comenz ó la lección.
D e vez en cuando el Maestrín alzaba la vista
d e l l i b r o : la m a t r o n a le contemplaba, condescend i e n t e , dejando que los ojos de él le acariciasen el
cuello, dorado a fuego de sol y de brasa. E n f r e n t e ,
l a s dos orillas del m a n s o río se miraban a m o r o s a s ,
c o n u n a m o r de c e n t e n a r e s de siglos, y no se a t r e v í a n a besarse.
255
MIGUEL DE UNAMUNO
1864
JUAN
MANSO
Cuento de
muertos.
Y va de cuento.
E r a J u a n M a n s o en esta picara t i e r r a un b e n dito de Dios, u n mosquita m u e r t a que en su vida
rompió un plato. D e niño, cuando j u g a b a n al b u r r o sus compañeros, de b u r r o hacía é l ; m á s t a r d e
fué el confidente de los amoríos de sus c a m a r a d a s ,
y cuando llegó a h o m b r e hecho y derecho le s a ludaban sus conocidos con u n c a r i ñ o s o : ¡Adiós,.
Juanito!
Su m á x i m a s u p r e m a fué siempre la del c h i n o :
n o c o m p r o m e t e r s e y a r r i m a r s e al sol que m á s c a lienta.
A b o r r e c í a la política, odiaba los negocios, r e p u g n a b a todo lo que pudiera t u r b a r la calma chic h a de su espíritu.
Vivía de u n a s rentillas, consumiéndolas í n t e g r a s
256
JUAN
MANSO
y conservando e n t e r o el capital. E r a b a s t a n t e devoto, no llevaba la c o n t r a r í a a nadie y como p e n saba mal de t o d o el mundo, de todos hablaba bien.
Si le hablabas de política, d e c í a :
— Y o no soy n a d a ; ni fu ni f a ; lo mismo m e d a
R e y que R o q u e : soy u n pobre pecador que quiere
vivir en paz con todo el m u n d o .
N o le valió, sin e m b a r g o , su m a n s e d u m b r e y al
cabo se murió, que fué el único a c t o c o m p r o m e t e d o r que efectuó en su vida.
*
* *
U n ángel a r m a d o de flamígero espadón hacía el
a p a r t a d o de las almas, fijándose en el señuelo con
que las m a r c a b a n en un r e g i s t r o o a d u a n a por d o n de t e n í a n que p a s a r al salir del m u n d o y donde,
a modo de m e s a electoral, ángeles y demonios, en
a m o r y compaña, escudriñaban los papeles por sí
venían en regla.
L a e n t r a d a al r e g i s t r o parecía taquilla de e x pendeduría en día de corrido m a y o r . E r a tal el r e molino de g e n t e , t a n t o s los empellones, t a n t a la:
prisa que t e n í a n todos p o r conocer su destino e t e r no y tal el barullo que imprecaciones, r u e g o s , d e nuestos y disculpas en las mil y una lenguas, dialectos y j e r g a s del m u n d o a r m a b a n , que J u a n M a n so se d i j o :
— ¿ Q u i é n me m a n d a m e t e r m e en líos? Aquí d e be de h a b e r h o m b r e s m u y b r u t o s .
257
iv.—17
MIGUEL
DE
UNAMUNO
E s t o lo dijo p a r a el cuello de su camisa, no fuera que se lo oyesen.
E l caso e s que el á n g e l del flamígero e s p a d ó n
maldito el caso que hizo de él, y así pudo colarse
camino de la Gloria.
Iba solo y pian pianito. De vez en vez p a s a b a n
alegres g r u p o s , c a n t a n d o letanías y bailando a m á s
y mejor algunos, cosa que le pareció poco decente
en futuros bienaventurados.
Cuando llegó al a l t o se e n c o n t r ó con u n a l a r g a
cola de g e n t e a lo l a r g o d e las tapias del P a r a í s o ,
y unos cuantos ángeles que, cual guindillas en la
t i e r r a , velaban p o r el orden.
Colócase J u a n M a n s o a la cola de la cola. A poco
llegó u n humilde franciscano, y t a l m a ñ a se d i o ,
t a n conmovedoras razones adujo sobre la prisa q u e
le corría por e n t r a r c u a n t o a n t e s , que n u e s t r o J u a n
M a n s o le cedió su puesto, diciéndose:
— B u e n o es h a c e r s e a m i g o s h a s t a e n la Gloria
eterna.
E l que vino después, q u e y a n o e r a franciscano,
n o quiso ser menos, y sucedió lo mismo.
E n resolución, n o h u b o a l m a piadosa q u e n o b i r lara el p u e s t o a J u a n M a n s o , la fama de c u y a m a n s e d u m b r e corrió por toda la cola y se t r a n s m i t i ó
como tradición flotante sobre el continuo fluir de
g e n t e p o r ella. Y J u a n M a n s o , esclavo de su b u e n a fama.
Así p a s a r o n siglos al p a r e c e r dé J u a n M a n s o ,
258
JUAN
MANSO
q u e n o menos tiempo e r a preciso p a r a que el cord e r i t o e m p e z a r a a p e r d e r la paciencia. T o p ó p o r
fin cierto día con u n s a n t o y sabio obispo, que r e s u l t ó ser t a t a r a n i e t o de u n h e r m a n o de M a n s o . E x p u s o éste sus quejas a su t a t a r a s o b r i n o y el sant o y sabio obispo le ofreció interceder por él j u n t o al E t e r n o P a d r e , p r o m e s a en cuyo cambio cedió J u a n su p u e s t o al obispo s a n t o y sabio.
E n t r ó éste en la Gloria y, como e r a de rigor, fué
d e r e c h i t o a ofrecer sus respetos al P a d r e E t e r n o .
C u a n d o h u b o r e m a t a d o el discursillo, que oyó el
O m n i p o t e n t e distraído, díjole é s t e :
— ¿ N o t r a e s p o s t d a t a ? — m i e n t r a s le sondeaba
el corazón con su mirada.
— S e ñ o r , permitidme que interceda por u n o de
sus siervos que allá, a la cola de la cola...
— B a s t a de r e t ó r i c a s —dijo el Señor con voz de
trueno—. ¿Juan Manso?
— E l mismo, S e ñ o r ; J u a n M a n s o q u e . . .
—¡ Bueno, b u e n o ! Con su pan se lo coma, y t ú
n o vuelvas a m e t e r t e en camisa de once v a r a s .
Y volviéndose al ángel i n t r o d u c t o r de
añadió:
almas,
—¡Que pase o t r o l
Si hubiera algo capaz de t u r b a r la alegría inseparable de u n b i e n a v e n t u r a d o , diríamos q u e se t u r bó la del s a n t o y sabio obispo. P e r o , por lo m e n o s ,
movido de piedad, acercóse a las tapias de la G l o 2 »
MIGUEL
DE
UNAMUNO
ría, j u n t o a las cuales se extendía la cola, t r e p ó
a aquéllas, y llamando a J u a n M a n s o , le dijo:
—¡ T a t a r a t í o , cómo lo s i e n t o ! ¡ Cómo lo siento,
hijito m í o ! E l Señor m e h a dicho que t e lo c o m a s
con t u pan y que n o vuelva a m e t e r m e en camisa
de once v a r a s . P e r o . . . ¿sigues todavía en la cola
de la cola? Ea, ¡hijito m í o ! , á r m a t e de valor y n o
vuelvas a ceder t u p u e s t o .
—¡ A buena hora, m a n g a s v e r d e s ! —exclamó J u a n
M a n s o , d e r r a m a n d o lagrimones como g a r b a n z o s .
E r a tarde, porque pesaba sobre él la tradición
fatal y ni le pedían y a el puesto, sino que se lo
tomaban.
Con las orejas g a c h a s abandonó la cola y e m pezó a r e c o r r e r las soledades y baldíos de u l t r a tumba, h a s t a que topó con un camino donde iba
mucha g e n t e , cabizbajos todos. Siguió sus pasos y
se halló a las p u e r t a s del P u r g a t o r i o .
—Aquí será m á s fácil e n t r a r —se dijo—, y u n a
vez d e n t r o y purificado me expedirán d i r e c t a m e n te al cielo.
— E h , amigo, ¿adonde v a ?
Volvióse J u a n M a n s o y hallóse cara a cara con
un ángel, cubierto con u n a g o r r i t a de borla, con
una pluma de escribir en la oreja, y que le m i r a ba p o r encima de las gafas. Después que le h u b o
examinado de alto a bajo, le hizo d a r vuelta, f r u n ció e l entrecejo y le d i j o :
— j H u m , malorum
causa! E r e s g r i s h a s t a los t u e rto
JUAN
MANSO
t a ñ o s . . . T e m o m e t e r t e en n u e s t r a lejía, no sea que
t e derritas. Mejor h a r á s ir al Limbo.
—¡Al Limbo!
P o r primera~*vez se indignó J u a n M a n s o al oír
e s t o , pues no h a y v a r ó n t a n paciente y sufrido que
a g u a n t e el que un á n g e l le t r a t e de t o n t o de capirote.
Desesperado t o m ó camino del Infierno. N o había
e n éste cola ni cosa que lo valga. E r a u n a n c h o
p o r t a l ó n de donde salían bocanadas de h u m o e s peso y n e g r o y u n estrépito infernal. E n la p u e r t a
u n pobre diablo tocaba u n organillo y se d e s g a ñ i taba gritando:
— P a s e n ustedes, señores, p a s e n . . . Aquí v e r á n
u s t e d e s la comedia h u m a n a . . . Aquí e n t r a el que
quiere...
J u a n M a n s o cerró los ojos.
—¡ E h , mocito, a l t o ! —le g r i t ó el pobre diablo.
— ¿ N o dices que e n t r a el que q u i e r e ?
—Sí, p e r o y a ves —dijo el pobre diablo poniéndose serio y acariciándose el rabo—, a ú n nos q u e d a u n a chispita de conciencia... y la verdad... t ú . . .
— ¡ B u e n o ! ¡ B u e n o ! —dijo J u a n M a n i ó volvién- dose p o r q u e n o podía a g u a n t a r el h u m o .
Y oyó que el diablo decía p a r a su c a p o t e :
—¡ Pobrecillo!
—¡ Pobrecillo! H a s t a el diablo m e compadece.
Desesperado, loco, empezó a recorrer, como t a p ó n de corcho en medio del Océano, los inmensos
1
361-
MIGUEL
DE
UNA
MUÑO
baldíos de ultratumba, cruzándose de cuando e n
cuando con el alma de Garibay.
U n día que atraído por el apetitoso olorcillo que
salía de la Gloria se acercó a las tapias de ésta a
oler lo que guisaban dentro, vio que el Señor, a
eso de la caída de la tarde, salía a tomar el fresco
por los jardines del Paraíso. Le esperó junto a latapia, y cuando vio su augusta cabeza, abrió sus
brazos en ademán suplicante y con tono un t a n t o
despechado le dijo:
—jSeñor, Señor! ¿ N o prometiste a los mansos
vuestro reino?
— S í ; pero a los que embisten, no a los e m b o lados.
Y le volvió la espalda.
*
U n a antiquísima tradición cuenta que el Señor,
compadecido de Juan Manso, le permitió volver a
este picaro mundo; que de nuevo en él, empezó a
embestir a diestro y siniestro con toda la intención
de un pobrecito infeliz; que muerto de segunda
vez atropello la famosa cola y se coló de rondón
en el Paraíso.
Y que en él no cesa de repetir:
—¡ Milicia es la vida del hombre sobre la tierra!
(El Espejo
de la Muerte,
96a
Madrid, 1913.)
VICENTE
BLASCO
IBAÑEZ
1867
LOBOS
DE
MAR
Retirado de los negocios después de cuarenta años
de navegación con toda clase de riesgos y aventuras, el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de casas blancas
de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardient e s de sol, semejante a una pequeña ciudad americana.
La gente de Valencia que veraneaba allí, miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado
en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que
sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años
pasados a la intemperie, en la cubierta de su buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje,
le habían infiltrado la humedad hasta los mismos
huesos, y esclavo del reuma, permanecía los más
de los días inmóvil en su sillón, prorrumpiendo en
quejidos y juramentos cada v e z que se ponía eri
pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y
263
a»
*»*E9"'
VICENTE
BLASCO
Mc>
IBAÑEZ
caído sobre las piernas, la c a r a bronceada p o r el
sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía
u n cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la
p u e r t a de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija
e imperativa, ojos de hombre habituado al mando,
e r a n lo único que justificaba la fama del capitán
Llovet, la leyenda sombría que flotaba en t o r n o
de su n o m b r e .
H a b í a pasado su vida en continua lucha con la
M a r i n a Real Inglesa, burlando la persecución de
los cruceros en su famoso b e r g a n t í n repleto de
carne n e g r a , que t r a n s p o r t a b a desde la costa de
Guinea a las Antillas. A u d a z y de u n a frialdad inalterable, j a m á s le vieron oscilar sus m a r i n e r o s .
C o n t á b a n s e de él cosas horripilantes. C a r g a m e n t o s e n t e r o s de n e g r o s arrojados al a g u a p a r a lib r a r s e del crucero que le daba c a z a ; los t i b u r o nes del Atlántico acudiendo a bandadas, haciendo hervir las olas con su fúnebre coleteo, cubriendo el m a r de m a n c h a s de s a n g r e , repartiéndose a
dentelladas los esclavos, q u e a g i t a b a n con desesperación sus b r a z o s fuera del a g u a ; sublevaciones de
tripulación contenidas p o r él solo a tiros y h a c h a z o s ; r a p t o s de ciega cólera, en los que corría p o r
cubierta como u n a fiera; h a s t a se hablaba de ciert a mujer que le a c o m p a ñ a b a en sus viajes, la cual
desde el p u e n t e fué a r r o j a d a al m a r por el i r a cundo capitán, después de u n a disputa por celos,
Y j u n t o con e s t o inesperados a r r a n q u e s de g e n e 264
LOBOS
DE
MAR
r o s i d a d : socorros a m a n o s llenas a las familias de
s u s m a r i n e r o s . E n u n a r r e b a t o de cólera e r a capaz
d e m a t a r a u n o de los s u y o s ; p e r o si alguien caía
al a g u a se arrojaba p a r a salvarle, sin miedo al
m a r ni a sus voraces bestias. Enloquecía de furor
si los compradores de n e g r o s le e n g a ñ a b a n en u n a s
c u a n t a s pesetas, y en la misma noche g a s t a b a t r e s
o c u a t r o mil duros celebrando una de aquellas o r g í a s que le habían hecho famoso en la H a b a n a .
" P e g a a n t e s que habla —decían de él los m a r i n e r o s — . Y recordaban que en alta mar, sospechando
q u e su segundo conspiraba c o n t r a él, le había d e s h e c h o el cráneo de u n pistoletazo. A p a r t e de e s t o ,
u n h o m b r e divertidísimo, a pesar de su cara fosca
y su mirada dura. E n la playa del Cabañal la g e n te, reunida a la sombra de las barcas, reía recordando sus b r o m a s . U n a vez dio un convite a bordo al reyezuelo africano que le vendía los esclavos,
y viendo borrachos a la n e g r a majestad y sus cort e s a n o s , hizo como el n e g r e r o de M é r i m é e : d e s plegó velas y los vendió como esclavos. O t r a vez,
tésanos, hizo como ell negrero de M é r i m é e : desfiguró su buque en u n a sola noche, pintándolo de
o t r o color y cambiando la arboladura. L o s capit a n e s ingleses tenían d a t o s en abundancia p a r a c o n o c e r el buque del audaz n e g r e r o ; p e r o como si
n o t u v i e r a n nada. E l capitán Llovet, como decían
e n la playa, e r a u n g i t a n o de m a r y t r a t a b a su b a r 265
VICENTE
BLASCO
1BAÑEZ
co como a un b u r r o de feria, haciéndole sufrir t r a n s formaciones maravillosas.
Cruel y generoso, pródigo de su s a n g r e y de la
ajena, d u r o p a r a el negocio y m a n i r r o t o p a r a el
placer, los negociantes de Cuba le habían apodado
el Capitán Magnífico, y así seguían llamándole los
pocos m a r i n e r o s de su a n t i g u a tripulación que a ú n
a r r a s t r a b a n p o r la playa las piernas r e u m á t i c a s , t o siendo y encorvando el pecho.
Casi a r r u i n a d o por e m p r e s a s comerciales, al r e t i r a r s e de la trata se había metido en su casa del
Cabañal, viendo p a s a r la vida a n t e su p u e r t a , sin
o t r a distracción que j u r a r como u n condenado c u a n do el r e u m a le hacía p e r m a n e c e r inmóvil en su
asiento. P o r u n a r e s p e t u o s a admiración venían a
sentarse en la acera algunos de aquellos vejestorios que habían recibido de él en o t r o tiempo ó r denes y palos, y j u n t o s hablaban con cierta melancolía de la gran calle, como el capitán llamaba al
A t l á n t i c o , contando las veces que habían p a s a d o
de u n a acera a otra, de África a América, c o r r i e n d o temporales y chasqueando a los polizontes del
m a r . E n verano, los días que n o a p r e t a b a el dolor
y las piernas e s t a b a n fuertes, bajaban a la playa,
y el capitán, enardecido a la vista del m a r , d e s a h o g a b a sus dos odios. Odiaba a I n g l a t e r r a p o r h a b e r oído silbar m á s de u n a vez las balas de s u s
c a ñ o n e s . Odiaba la navegación a v a p o r como u n
sacrilegio m a r í t i m o . Aquellos penachos de h u m o
366
LOBOS
DE
MAR
que p a s a b a n por el horizonte e r a n los funerales dela marina. Y a no quedaban sobre el a g u a hombresde oficio: a h o r a el m a r e r a de los fogoneros.
E n los días t e m p e s t u o s o s del invierno, siemprele veían en la playa con la nariz palpitante o l f a t e a n d o la t o r m e n t a como si aún estuviera s o b r e
cubierta p r e p a r á n d o s e a resistir el tiempo.
U n a m a ñ a n a lluviosa vio c o r r e r la g e n t e hacia e t
mar, y allá fué él, c o n t e s t a n d o con g r u ñ i d o s a la
familia, que le hablaba de su r e u m a . E n t r e lasn e g r a s b a r c a s encalladas e n la orilla d e s t a c á b a n se sobre el mar, lívido y cubierto de espumarajos*
los g r u p o s de blusas azules, las faldas o n d e a n t e »
p o r el vendaval, con las q u e se r e s g u a r d a b a n dela lluvia las mujeres. Lejos, e n la b r u m a que c e r r a b a el h o r i z o n t e , c o r r í a n como ovejas asustadaslas b a r c a s pescadoras, con la vela casi recogida y
n e g r u z c a por el a g u a , sosteniendo u n a lucha deterribles saltos, e n s e ñ a n d o la quilla en cada c a b r i o la, a n t e s de doblar la p u n t a del p u e r t o , a m o n t o n a m i e n t o de peñascos rojos barnizados por las olas,,
e n t r e los cuales hervía u n a e s p u m a a m a r i l l e n t a *
bilis del i r r i t a d o m a r .
U n a b a r c a desarbolada iba como pelota de o l a
en ola hacia la siniestra p u n t a . L a g e n t e g r i t a b a
en la playa viendo a los t r i p u l a n t e s tendidos en la
cubierta, a n o n a d a d o s p o r la proximidad de la muert e . Se hablaba de ir h a s t a la barca, de e c h a r l a un
cabo, de a t r a e r l a a la p l a y a ; p e r o los más a u d a c e s ,
*7
VICBNTB
BLASCO
IBAÑEZ
m i r a n d o las olas que se desplomaban llenando el
•espacio de polvo de agua, callábanse atemorizados.
L a barca que saliera daría la v o l t e r e t a a n t e s de
<anover un remo.
— A v e r : ¡ g e n t e que me s i g a ! H a y q u e salvar
A esos pobres.
E r a la voz ruda e imperiosa del capitán Llovet.
:Se e r g u í a sobre sus t o r p e s piernas, la m i r a d a b r i l l a n t e y fiera, las m a n o s temblorosas por la coleara que le infundía el peligro. L a s mujeres le mir a b a n a s o m b r a d a s ; los h o m b r e s retrocedían, form a n d o ancho corro en t o r n o de él, que p r o r r u m p i ó en j u r a m e n t o s , a g i t a n d o sus m a n o s como si fuera a c e r r a r a golpes con t o d a la chusma. Le enfurec í a el silencio de aquella g e n t e como si estuviera
a n t e u n a tripulación insubordinada.
— ¿ D e s d e cuándo el capitán Llovet no e n c u e n t r a
•en su pueblo h o m b r e s que le sigan al m a r ?
L o dijo rugiendo como u n t i r a n o que se ve d e s obedecido: como un dios que contempla kt huida
d e sus fieles. H a b l a b a en castellano, lo que e r a e n
•él señal de ciega cólera.
—Presente,
Capitá — g r i t a r o n a u n t i e m p o u n a s
c u a n t a s voces temblonas.
Y abriéndose paso, aparecieron en el c e n t r o del
c o r r o cinco viejos, cinco esqueletos roídos p o r el
t n a r y las t e m p e s t a d e s , a n t i g u o s m a r i n e r o s del c a p i t á n Llovet, a r r a s t r a d o s p o r la subordinación y el
a f e c t o que crea el peligro afrontado en c o m ú n .
268
LOBOS
DE
MAR
A v a n z a r o n unos a r r a s t r a n d o los pies, o t r o s con s a l titos de pájaro, alguno con los ojos m u y abiertos*
mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguer a senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpaforrado de b a y e t a amarilla y la g o r r a calada s o b r e
dobles pañuelos arrollados a las sienes. E r a la v i e ja g u a r d i a corriendo a m o r i r j u n t o a su ídolo. Délos g r u p o s salían mujeres y niños, que se a r r o j a ban sobre ellos queriendo detenerles.
—¡Agüelo! — g r i t a b a n los nietos.
—¡Padre! — g e m í a n las m o c e t o n a s .
Y los animosos vejetes, irguiéndose como los r o cines moribundos al oír el clarín de las batallas, r e pelían los b r a z o s que se anudaban a sus cuellos y
piernas, y g r i t a b a n , c o n t e s t a n d o a la voz de su jefe i
—Presente,
Capitá.
L o s lobos de mar, con su ídolo al frente, a b r i é ronse paso p a r a e c h a r al m a r u n a de las barcas».
Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado p o r la rabia, sólo consiguieron m o v e r
la b a r c a y que se deslizara algunos pasos. I r r i t a dos c o n t r a su vejez, i n t e n t a r o n u n nuevo esfuerz o ; p e r o la m u c h e d u m b r e p r o t e s t a b a c o n t r a su l o cura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los v i e jos a r r e b a t a d o s p o r sus familias.
—¡ Dejadme, c o b a r d e s ! ¡ Al que m e toque lo m a to ! — r u g í a el capitán Llovet.
P e r o p o r p r i m e r a vez aquel pueblo, que le a d o raba, puso la m a n o en él. L e sujetaron como a un>
269
VICENTE
loco, sordos
BLASCO
IBAÑEZ
a sus súplicas, indiferentes a sus mal-,
-«liciones.
L a barca, abandonada de todo auxilio, corría a
la m u e r t e dando t u m b o s sobre las olas. Y a e s t a tfoa p r ó x i m a a los peñascos, y a iba a estrellarse ent r e torbellinos de e s p u m a ; y aquel h o m b r e que t a n to había despreciado la vida del semejante, q u e hab í a nutrido a los tiburones con tribus e n t e r a s y
-que llevaba un n o m b r e a t e r r a d o r como u n a leyend a lúgubre, revolvíase furioso, sujeto por cien m a n o s , blasfemando porque no le dejaban a r r i e s g a r
la existencia socorriendo a unos desconocidos, h a s ta que, a g o t a d a s sus fuerzas, acabó llorando c o <no u n niño.
270
RAMON D E L VALLE INCLAN
1870
¡MALPOCADO !
L a vieja m á s vieja de la aldea camina con su
nieto de la m a n o p o r u n sendero de verdes orillas,
t r i s t e y desierto, que parece aterido bajo la luz
del alba. C a m i n a encorvada y suspirante, dando
consejos al niño, que llora en silencio.
— A h o r a que comienzas a g a n a r l o , has de s e r
humildoso, que es ley de Dios.
— S í , s e ñ o r a , sí...
— H a s de r e z a r p o r quien te hiciere bien y p o r
el alma de sus difuntos.
— S í , señora, s í . . .
— E n la feria de San Gundián, si logras reunir
p a r a ello, h a s de c o m p r a r t e u n a capa de juncos,
q u e las lluvias son muchas.
—Sí, señora, s í . . .
— P a r a c a m i n a r p o r las v e r e d a s h a s de descalz a r t e los zuecos.
— S í , señora, s í . . .
271
RAMON
DEL
VALLE
INCLAN
Y la abuela y el nieto v a n anda, anda, a n d a . . .
L a soledad del camino h a c e m á s t r i s t e aquella
salmodia infantil, que parece un voto de humildad,
de resignación y de pobreza hecho al c o m e n z a r
la vida. L a vieja a r r a s t r a p e n o s a m e n t e las m a d r e ñ a s que choclean en las piedras del camino, y s u s pira bajo el m a n t e o que lleva echado por la c a b e za. El nieto llora y tiembla de f r í o : v a vestido de
h a r a p o s ; es un zagal albino, con las mejillas a s o leadas y p e c o s a s ; lleva trasquilada sobre la frente,
como u n siervo de o t r a edad, la guedeja lacia y
pálida, que recuerda las b a r b a s del maíz.
E n el cielo lívido del a m a n e c e r a ú n brillan a l g u n a s estrellas m o r t e c i n a s . U n raposo que viene
h u i d o de la aldea, a t r a v i e s a corriendo el s e n d e r o .
Oyese lejano el ladrido de los p e r r o s y el c a n t o de
los g a l l o s . . . L e n t a m e n t e el sol comienza a d o r a r
la cumbre de los m o n t e s , brilla el rocío sobre l a
h i e r b a ; revolotean en t o r n o de los árboles, con t í mido aleteo, los pájaros nuevos que a b a n d o n a n el
nido por vez p r i m e r a ; ríen los a r r o y o s , m u r m u r a n
las arboledas, y aquel camino de verdes orillas, t r i s te y desierto, despiértase como viejo camino de
g e ó r g i c a s . R e b a ñ o s de ovejas suben p o r la falda del
m o n t e ; mujeres c a n t a n d o vuelven de la f u e n t e ; u n
aldeano de blancas guedejas pica la y u n t a de sus
bueyes, que se detienen mordisqueando en los vallad o s : es u n viejo p a t r i a r c a l ; desde l a r g a distancia
deja oír su v o z :
272
ir'
JI
O
"Ti
. ,
"p
¡MALPOCADO1
— ¿ V a i s p a r a la feria de B a r b a n z ó n ?
— V a m o s p a r a S a n Amedio buscando a m o p a r a
el rapaz.
—¿Qué tiempo tiene?
— E l tiempo de g a n a r l o . N u e v e a ñ o s hizo p o r el
mes de S a n t i a g o .
Y la abuela y el nieto van anda, anda, a n d a . . .
Bajo aquel sol amable que luce sobre los m o n t e s cruza por los caminos la g e n t e de las aldeas.
U n chalán asoleado y brioso t r o t a con a l e g r e fanfarria de espuelas y de h e r r a d u r a s ; viejas l a b r a d o r a s de Cela y de L e s t r o v e van p a r a la feria con
gallinas, con lino, con centeno. Allá, en la h o n d o nada, u n zagal alza los b r a z o s y vocea p a r a a s u s t a r a las cabras, que se g a l l a r d e a n e n c a r a m a d a s
en los peñascales. L a abuela y el nieto se a p a r t a n
p a r a dejar p a s o al señor arcipreste de L e s t r o v e ,
que se dirige a predicar en u n a fiesta de a l d e a :
—¡ S a n t o s y b u e n o s días nos dé Dios 1
E l señor arcipreste refrena su y e g u a , de a n d a d u r a m a n s a y doctoral.
— ¿ V a i s de feria?
— ¡ L o s p o b r e s n o t e n e m o s q u é h a c e r e n la fer i a ! V a m o s a S a n Amedio buscando a m o p a r a el
rapaz.
— ¿ Y a sabe la d o c t r i n a ?
— S a b e , sí, señor. L a p o b r e z a n o quita el s e r
cristiano.
Y la abuela y el nieto v a n anda, anda, a n d a . . .
273
iv.—18
RAMÓN
DEL
VALLE
INCLAN
E n u n a lejanía de niebla azul divisan los cipreses de San Amedio, que se alzan en t o r n o del s a n tuario, obscuros y pensativos, con las cimas m u s tias, ungidas p o r u n reflejo dorado y matinal. E n
la aldea y a e s t á n abiertas t o d a s las p u e r t a s , y el
h u m o indeciso y blanco que sube de los h o g a r e s
se disipa en la luz como salutación de paz. L a a b u e la y el nieto llegan al atrio. Sentado en la p u e r t a ,
u n ciego pide limosna y levanta al cielo los ojos,
que parecen dos á g a t a s b l a n q u e c i n a s :
—¡ S a n t a L u c í a bendita vos conserve la amable
vista y salud en el m u n d o p a r a g a n a r l o ! . . . ¡ D i o s
vos o t o r g u e que d a r y que t e n e r ! . . . ¡ Salud y s u e r te en el m u n d o p a r a g a n a r l o ! . . . T a n t a s buenas alm a s del S e ñ o r como pasan, ¿ n o d e j a r á n al p o b r e
u n bien de c a r i d a d ? . . .
Y el ciego tiende hacia el camino la palma seca
y amarillenta. L a vieja se acerca con s u n i e t o d e
la mano, y m u r m u r a t r i s t e m e n t e :
— ¡ S o m o s o t r o s pobres, h e r m a n o ! . . . Dijéronme
que buscabas un criado...
—Dijéronte verdad. Al que t e n í a e n a n t e s a b r i é ronle la cabeza en la r o m e r í a de S a n t a B a y a de
Cela. E s t á q u e loquea...
— Y o v e n g o con mi nieto.
—Vienes bien.
E l ciego extiende los brazos palpando en el a i r e :
—Llégate, rapaz.
L a abuela empuja al niño, que tiembla como u n a
274
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*fQ
/MALPOCADO!
oveja acobardada y m a n s a , a n t e aquel viejo hosco,
envuelto en u n r o t o capote de soldado. L a m a n o
amarillenta y pedigüeña del ciego se posa sobre los
h o m b r o s del niño, a n d a a t i e n t a s por la espalda,
c o r r e a lo l a r g o de las piernas.
—¿ T e c a n s a r á s de a n d a r con las alforjas a cuestas?
— N o , s e ñ o r ; e s t o y hecho a eso.
— P a r a llenarlas h a y que c o r r e r muchas p u e r t a s . ¿ T ú conoces bien los caminos de las aldeas?
— D o n d e no conozca, p r e g u n t o .
— E n las romerías, cuando y o eche u n a copla,
t ú tienes de r e s p o n d e r m e con o t r a . ¿ S a b r á s ?
— E n aprendiendo, sí, señor.
— S e r criado de ciego es acomodo que m u c h o s
quisieran.
—Sí, señor, sí.
— P u e s t o que h a s venido v a m o s h a s t a el P a z o
de Cela. Allí h a y caridad. E n e s t e paraje n o se r e coge u n a t r i s t e limosna.
E l ciego se incorpora entumecido, y a p o y a la
m a n o en el h o m b r e del niño, que contempla t r i s t e m e n t e el l a r g o camino y la campiña verde y h ú meda, que sonríe en la paz de la m a ñ a n a , con el c a serío de las aldeas disperso y los molinos lejanos,
desapareciendo bajo el e m p a r r a d o de las p u e r t a s ,
y las m o n t a ñ a s azules, y la nieve en las c u m b r e s .
A lo l a r g o del camino, u n zagal anda encorvado
s e g a n d o hierba, y la vaca de t r é m u l a s y r o s a d a s
275
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'"TES!"'
RAMON
DEL
VALLE
INCLAN
u b r e s pace m a n s a m e n t e a r r a s t r a n d o el ronzal. E l
ciego y el niño se alejan l e n t a m e n t e , y la a b u e l a
m u r m u r a enjugándose los o j o s :
—'¡ M a l p o c a d o ; nueve años y g a n a el p a n q u e
c o m e ! . . . ¡Alabado sea D i o s ! . . .
EL MIEDO
E s e l a r g o y a n g u s t i o s o escalofrío que p a r e c e
mensajero de la m u e r t e , el v e r d a d e r o escalofrío
del miedo, sólo lo he sentido una vez. F u é hace
muchos años, en aquel h e r m o s o tiempo de los m a y o r a z g o s , cuando se hacía información de n o b l e za p a r a ser militar. Y o acababa de o b t e n e r los
cordones de Caballero C a d e t e . H u b i e r a preferido
e n t r a r en la Guardia de la Real P e r s o n a ; pero mi
m a d r e se oponía, y siguiendo la tradición familiar
fui g r a n a d e r o en el R e g i m i e n t o del Rey. N o r e c u e r do con certeza los a ñ o s que hace, p e r o e n t o n c e s
apenas me a p u n t a b a el bozo, y h o y ando cerca d e
ser u n viejo caduco.
A n t e s de e n t r a r en el R e g i m i e n t o , mi m a d r e q u i so e c h a r m e su bendición. L a pobre s e ñ o r a vivía r e tirada en el fondo de u n a aldea, donde e s t a b a n u e s t r o P a z o solariego, y allá fui sumiso y obediente.
L a misma t a r d e que llegué m a n d ó en busca del
P r i o r de B r a n d e s o p a r a que viniese a c o n f e s a r m e
en la capilla del P a z o . Mis h e r m a n a s M a r í a Isabel
y M a r í a F e r n a n d a , que e r a n u n a s niñas, b a j a r o n
276
/M
ALPOCADO1
a coger rosas al jardín, y mi m a d r e llenó con ellas
los floreros del altar. Después m e llamó en voz b a j a p a r a d a r m e su devocionario y decirme que hiciese e x a m e n de conciencia.
— V e t e a la tribuna, hijo m í o . . . Allí e s t a r á s m e jor...
L a t r i b u n a señorial e s t a b a al lado del Evangelio
y comunicaba con la biblioteca. L a capilla e r a h ú meda, tenebrosa, r e s o n a n t e . Sobre el retablo c a m p e a b a el escudo concedido por ejecutorias de los
R e y e s Católicos al señor de Bradamín, P e d r o A g u i a r
de T o r , llamado el Chiva y también 'el
ViejoAquel caballero e s t a b a e n t e r r a d o a la derecha del
a l t a r ; el sepulcro tenía la e s t a t u a o r a n t e de un
guerrero.
L a l á m p a r a del presbiterio alumbraba día y n o che a n t e el retablo, labrado como joyel de r e y e s ;
los áureos racimos de la vid evangélica parecían
ofrecerse c a r g a d o s de fruto. E l s a n t o t u t e l a r e r a
aquel piadoso R e y M a g o qué ofreció m i r r a al Niño
D i o s : su túnica de seda b o r d a d a de o r o brillaba
c o n el resplandor devoto d e u n milagro oriental.
L a luz de la lámpara, e n t r e las c a d e n a s de plata,
t e n í a tímido aleteó de pájaro prisionero, como si
s e afanase p o r volar hacia el S a n t o .
Mi m a d r e quiso que -fuesen sus m a n o s las q u e
dejasen aquella t a r d e a los pies del R e y M a g o
los floreros c a r g a d o s ' d e rosas, como ofrenda de
s u alma devota. Después, a c o m p a ñ a d a de mis h e r ^
277
RAMÓN
DEL
VALLE
INCLAN
m a n a s , se arrodilló a n t e el altar. Y o , desde la t r i buna, solamente oía el m u r m u l l o de su voz, q u e
guiaba moribunda las A v e m a r i a s ; p e r o cuando a
las niñas les t o c a b a responder, oía t o d a s las p a labras rituales de la oración.
L a t a r d e agonizaba y los rezos r e s o n a b a n en la
silenciosa obscuridad de la capilla, hondos, t r i s t e s
y a u g u s t o s , como u n eco de la P a s i ó n . Y o m e a d o r mecía en la tribuna. L a s n i ñ a s fueron a s e n t a r s e
en las g r a d a s del a l t a r ; sus vestidos e r a n albos
como el lino de los p a ñ o s litúrgicos. Y a sólo dist i n g u í a u n a s o m b r a q u e rezaba bajo la l á m p a r a del
p r e s b i t e r i o : e r a mi m a d r e ; sostenía e n t r e sus m a nos u n libro a b i e r t o y leía con la cabeza inclinada.
De t a r d e en t a r d e , el viento mecía la c o r t i n a de u n
alto v e n t a n a l ; y o entonces veía e n el cielo, y a o b s curo, la faz de la luna, pálida y s o b r e n a t u r a l , c o m o u n a diosa que tiene su a l t a r e n los bosques y
en los l a g o s . . .
Mi m a d r e c e r r ó el libro d a n d o u n suspiro, y d e
n u e v o llamó a las n i ñ a s . Vi p a s a r sus s o m b r a s
blancas a t r a v é s del presbiterio y c o l u m b r é que s e
arrodillaban a los lados de mi m a d r e . L a luz de la
l á m p a r a temblaba con u n débil resplandor sobre
las m a n o s , que volvían a s o s t e n e r a b i e r t o el libro.
E n el silencio, la voz leía piadosa y lenta. L a s n i ñ a s escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas
sobre la albura del ropaje, y c a y e n d o a los lados
del r o s t r o iguales, t r i s t e s y n a z a r e n a s . H a b í a m e
278
IMALPOCADO!
adormecido, y de p r o n t o m e sobresaltaron los g r i t o s de mis h e r m a n a s . M i r é y las vi en medio del
presbiterio a b r a z a d a s a mi m a d r e . Gritaban despavoridas. Mi m a d r e las asió de la m a n o y h u y e r o n las t r e s . Bajé p r e s u r o s o . I b a a seguirlas, y
quedé sobrecogido de t e r r o r . E n el sepulcro del
g u e r r e r o se entrechocaban los huesos del e s q u e leto. L o s cabellos se erizaron en mi frente. L a capilla había quedado en el m a y o r silencio, y oíase
d i s t i n t a m e n t e el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. T u v e miedo
como n o lo he tenido j a m á s , pero no quise que mi
m a d r e y mis h e r m a n a s me creyesen cobarde, y
p e r m a n e c í inmóvil en medio del presbiterio, con los
ojos fijos en la p u e r t a e n t r e a b i e r t a . L a luz de la
l á m p a r a oscilaba. E n lo alto mecíase la cortina de
u n ventanal, y las n u b e s p a s a b a n sobre la luna, y
las estrellas se encendían y se a p a g a b a n como n u e s t r a s vidas. De p r o n t o , allá lejos, resonó festivo lad r a r de p e r r o s y música de cascabeles. U n a voz
g r a v e y eclesiástica l l a m a b a :
— ¡ A q u í , C a r a b e l ! ¡Aquí, C a p i t á n ! . . .
E r a el P r i o r de B r a n d e s o que llegaba p a r a confesarme. Después oí la voz de mi m a d r e t r é m u l a
y a s u s t a d a , y percibí d i s t i n t a m e n t e la c a r r e r a r e t o z o n a de los p e r r o s . L a voz g r a v e y eclesiástica se elevaba l e n t a m e n t e , como u n c a n t o g r e goriano :
— A h o r a v e r e m o s qué h a sido ello... Cosa del
279
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RAMÓN
DEL
VALLE
INCLAN
o t r o mundo no lo es, s e g u r a m e n t e . . . ¡Aquí, C a r a b e l ! . . . ¡Aquí, C a p i t á n ! . . .
Y el P r i o r de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla.
— ¿ Q u é sucede, señor G r a n a d e r o del R e y ?
Y o repuse con la voz a h o g a d a :
—¡ S e ñ o r Prior, he oído temblar el esqueleto d e n t r o del sepulcro!...
E l P r i o r a t r a v e s ó l e n t a m e n t e la capilla. E r a u n
h o m b r e a r r o g a n t e y erguido. E n sus a ñ o s juveniles también había sido G r a n a d e r o del Rey. L l e g ó
h a s t a mí, sin r e c o g e r el vuelo de sus h á b i t o s blancos, y afirmándome u n a m a n o en el h o m b r o y mir á n d o m e la faz descolorida, pronunció g r a v e m e n t e :
— j Que n u n c a pueda decir el P r i o r de B r a n d e s o
q u e h a visto t e m b l a r a u n G r a n a d e r o del R e y ! . . .
N o levantó la m a n o de mi h o m b r o y p e r m a n e c i m o s inmóviles, contemplándonos sin hablar. E n
aquel silencio oímos rodar la calavera del g u e r r e r o . L a m a n o del P r i o r n o tembló. A n u e s t r o lado
los p e r r o s enderezaban las orejas con el cuello e s peluznado. D e nuevo oímos r o d a r la calavera s o b r e su almohada de piedra. E l P r i o r m e s a c u d i ó :
— ¡ S e ñ o r G r a n a d e r o del Rey, h a y q u e saber si
son t r a s g o s o b r u j a s ! . . .
Y se acercó al sepulcro, y asió las dos anillas de
bronce e m p o t r a d a s en u n a de las losas, aquella q u e
t e n í a el epitafio. M e a c e r q u é temblando. E l P r i o r
me miró sin desplegar los labios. Y o puse mi m a n o
280
***
¡ MALPOCADO
!
s o b r e la suya en u n a anilla y tiré. L e n t a m e n t e alzam o s la piedra. El hueco n e g r o y frío quedó a n t e n o s o t r o s . Y o vi que la árida y amarillenta calavera a ú n
s e movía. E l P r i o r a l a r g ó un brazo d e n t r o del sepulcro p a r a cogerla. Después, sin u n a palabra y
sin un g e s t o , me la e n t r e g ó . L a recibí temblando.
Y o e s t a b a en medio del presbiterio, y la luz de la
l á m p a r a caía sobre mis m a n o s . Al fijar los ojos,
la sacudí con h o r r o r . T e n í a e n t r e ellas u n nido de
c u l e b r a s que se desanillaron silbando, m i e n t r a s la
calavera rodaba con hueco y liviano son, todas las
g r a d a s del presbiterio. E l P r i o r m e miró con sus
ojos de g u e r r e r o , que fulguraban bajo la capucha
c o m o bajo la visera de un casco.
— S e ñ o r G r a n a d e r o del R e y , no h a y absolución...
j Y o no absuelvo a los c o b a r d e s ! . . .
Y salió de la capilla a r r a s t r a n d o sus hábitos t a l a r e s . L a s palabras del P r i o r de B r a n d e s o resonar o n m u c h o tiempo en mis oídos. R e s u e n a n aún.
¡ T a l vez por ellas he sabido más tarde sonreír a
la m u e r t e como a u n a m u j e r ! . . .
(Jardín
Umbrío.)
281
PIÓ
BAROJA
1872
EL
TRASGO
E l comedor de la v e n t a de A r i s t o n d o , sitio e n
donde nos reuníamos después de cenar, t e n í a e n
el pueblo los h o n o r e s de casino. E r a u n a h a b i t a ción g r a n d e , m u y l a r g a , s e p a r a d a de la cocina p o r
u n tabique, cuya p u e r t a casi n u n c a se cerraba, l o
que p e r m i t í a llamar a cada p a s o p a r a pedir café
o u n a copa a la simpática Maintoni, la d u e ñ a d e
la casa, o a sus hijas, dos m u c h a c h a s a cual m á s
b o n i t a s ; u n a de ellas, seria, abstraída, con esa m i r a d a dulce que da la contemplación del c a m p o ; la
o t r a , vivaracha y de mal genio.
L a s paredes del c u a r t o , blanqueadas con cal, t e n í a n p o r todo a d o r n o varios n ú m e r o s de La Lidia,
p u e s t o s con m u c h a simetría y sujetos a la p a r e d
con tachuelas, que dejaron de ser d o r a d a s p a r a q u e darse negras y mugrientas.
L a m a n o del p a t r ó n , J o s é Ona, se veía en a q u e llo ; su carácter, r e c t o y al mismo tiempo b o n a c h ó n
282
EL
TRASGO
y dulce como su apellido (Ona, en vascuence, s i g n i fica b u e n o ) , se traslucía en el orden, en la simetría,,
en la bondad, si se me p e r m i t e la palabra, que h a bían inspirado la o r n a m e n t a c i ó n del c u a r t o .
Del t e c h o del comedor, cruzado por l a r g a s vigasn e g r u z c a s , colgaban dos quinqués de petróleo, de
esos de cocina, que, aunque daban algo m á s humo»
que luz, iluminaban b a s t a n t e bien la mesa del c e n t r o , como si dijéramos, la m e s a redonda, y b a s t a n t e m a l o t r a s mesas pequeñas, diseminadas p o r él
cuarto.
T o d a s las noches t o m á b a m o s allí c a f é ; a l g u n o *
preferían vino, y c h a r l á b a m o s u n r a t o el médico, j o ven ; el m a e s t r o , el empleado de la fundición, P a c h i
el c a r t e r o , el cabo de la Guardia civil y algunoso t r o s de m e n o r c a t e g o r í a y r e p r e s e n t a c i ó n socialC o m o p a r r o q u i a n o s y además g e n t e d i s t i n g u i d a ,
nos s e n t á b a m o s en la m e s a del c e n t r o .
Aquella noche e r a víspera de feria y, p o r t a n t o ,
m a r t e s . S u p o n g o que nadie i g n o r a r á que las feria»
en A r r i g o t i a se celebran los p r i m e r o s miércoles d e
cada m e s ; p o r q u e , al fin y al cabo, A r r i g o t i a e s u n
pueblo i m p o r t a n t e , con sus s e s e n t a y t a n t o s v e c i nos, sin c o n t a r los caseríos inmediatos. Con motive»
de la feria había m á s g e n t e que de ordinario en l a
venta.
E s t a b a n j u g a n d o su p a r t i d a de t u t e el d o c t o r y
el m a e s t r o , cuando e n t r ó la p a t r o n a , la obesa y s o n riente M a i n t o n i , y d i j o :
283
PIÓ
BAROIA
—Oiga su merced, señor médico, ¿cómo siguen
las hijas de Aspillaga el h e r r a d o r ?
,
— ¿ C ó m o han de e s t a r ? M a l — c o n t e s t ó el médico incomodado—, locas de r e m a t e . L a menor, que
e s u n a histérica tipo, t u v o anteanoche u n a t a q u e ; la
vieron las o t r a s dos h e r m a n a s reír y llorar sin m o tivo, y e m p e z a r o n a h a c e r lo mismo. U n caso de
•contagio nervioso. N a d a m á s .
— Y oiga su merced, señor médico —siguió di-ciendo la p a t r o n a — : ¿ e s verdad que le h a n llamad o a la curandera de Elisabide ?
—Creo que s í ; y esa curandera, que es o t r a loca,
les ha dicho que en la casa debe h a b e r un duende,
y han sacado en consecuencia que el duende es un
.gato n e g r o de la vecindad, que se p r e s e n t a por allí
*de vez en cuando. ¡ Sea usted médico con semejant e s imbéciles!
— P u e s si estuviera usted en Galicia, vería usted
l o que era bueno —saltó diciendo el empleado de
l a fundición—. N o s o t r o s t u v i m o s u n a criada e n
M o n f o r t e que cuando se le q u e m a b a a l g ú n guiso
o echaba mucha sal al puchero decía que había
sido o trasgo; y m i e n t r a s mi mujer la r e g a ñ a b a
p o r su descuido ella decía que e s t a b a oyendo al
t r a s g o que se reía en u n rincón.
— P e r o , en fin —dijo el médico—, se conoce q u e
los t r a s g o s de allá no son t a n fieros como los de
aquí.
—¡ O h ! N o lo crea usted. L o s h a y de todas cla284
EL
TRASGO
s e s ; así, aj menos, nos decía a n o s o t r o s la criadade M o n f o r t e . U n o s son buenos, y llevan a casa e l
t r i g o y el maíz que roban en los g r a n e r o s , y cuidan de v u e s t r a s t i e r r a s y h a s t a os cepillan las b o t a s ; o t r o s son perversos y d e s e n t i e r r a n c a d á v e r e s
de niños en los c e m e n t e r i o s ; y o t r o s , por último,
son unos g u a s o n e s completos y se beben las b o tellas de vino de la despensa o quitan las tajadasdel p u c h e r o y las s u s t i t u y e n con piedras, o se ent r e t i e n e n en dar la g r a n t a b a r r a por las noches^
sin dejarle a u n o dormir, haciéndole cosquillas odándole pellizcos.
—¿Y eso es v e r d a d ? — p r e g u n t ó el c a r t e r o c a n didamente.
Todos nos echamos a r e í r de la inocente salida
del c a r t e r o .
— A l g u n o s dicen que sí — c o n t e s t ó el e m p l e a d o
de la fundición, siguiendo la broma.
— Y se citan personas que han visto los trasgos—añadió uno.
—Sí — r e p u s o el médico en tono doctoral—. E n
eso sucede como en todo. Se le p r e g u n t a a u n o :
" ¿ U s t e d lo vio?", y dicen: " Y o , n o ; p e r o el h i j o
de la tía Fulana, que estaba de p a s t o r en tal p a r t e ,
sí que lo vio." Y resulta que todos a s e g u r a n u n a
cosa que nadie h a visto.
—Quizá sea eso mucho decir, señor — m u r m u r ó
una voz humilde a n u e s t r o lado.
Nos volvimos a ver quién hablaba. E r a u n b u h o 285
JKn»
•II"
PIÓ
BAROJA
*iero que había llegado por la t a r d e al pueblo, y q u e
•estaba comiendo en u n a m e s a próxima a la n u e s t r a .
— P u e s qué, ¿ u s t e d h a visto a l g ú n duende de
«ésos? —dijo el c a r t e r o con curiosidad.
— S í , señor.
— Y ¿ c ó m o fué eso? — p r e g u n t ó el empleado,
g u i ñ a n d o un ojo con malicia—. C u e n t e usted, h o m b r e , cuente usted, y siéntese aquí si ha concluido
-<le comer. Se le convida a café y copa, a cambio de
l a historia, por supuesto.
Y el empleado volvió a g u i ñ a r el ojo.
— P u e s v e r á n ustedes —<iijo el buhonero, s e n t á n d o s e a n u e s t r a mesa—. H a b í a salido p o r la t a r d e
•de un pueblo y me había obscurecido en el camino.
L a noche e s t a b a fría, tranquila, s e r e n a ; ni u n a
r á f a g a de viento movía el aire.
E l paraje infundía r e s p e t o ; y o era la p r i m e r a
v e z que viajaba p o r esa p a r t e de la m o n t a ñ a de
A s t u r i a s , y, la verdad, tenía miedo.
E s t a b a m u y cansado de a n d a r con el cuévano en
-la e s p a l d a ; p e r o no me a t r e v í a a d e t e n e r m e . M e
«daba el corazón que por los sitios que recorría n o
-estaba seguro.
D e repente, sin saber de dónde ni cómo, veo a
«mi lado un p e r r o escuálido, todo de u n mismo color,
«obscuro, que se pone a seguirme.
—¿ D e dónde podía h a b e r salido aquel animal t a n
<eo? —me pregunté.
S e g u í adelante, ¡ h a l a ! ¡ h a l a ! , y el p e r r o d e t r á s ,
286
EL
TRASGO
p r i m e r o g r u ñ e n d o y luego aullando, aunque por lo
bajo.
L a verdad, los aullidos de los p e r r o s n o me g u s t a n . M e iba c a r g a n d o el acompañante, y, p a r a
librarme de él, pensé sacudirle u n g a r r o t a z o ; pero
c u a n d o me volví con el palo en la m a n o p a r a d á r s e lo, u n a r á f a g a de viento me llenó los ojos de t i e r r a
y me cegó por completo.
Al mismo tiempo, el p e r r o empezó a reírse d e t r á s
d e mí, y desde entonces y a no pude hacer cosa a
d e r e c h a s : tropecé, m e caí, rodé p o r u n a cuesta, y
el p e r r o ríe que ríe a mi lado.
Y o empecé a r e z a r y me encomendé a San R a fael, abogado de toda necesidad, y San Rafael me
sacó de aquellos parajes y m e llevó a u n pueblo.
Al llegar aquí, el p e r r o y a n o me siguió, y se
q u e d ó aullando con furia delante de u n a casa blanca con u n jardín. Recorrí el pueblo, u n pueblo de sier r a , con los tejados m u y bajos y las tejas n e g r u z cas, que n o tenía m á s que u n a calle. T o d a s las cas a s e s t a b a n cerradas. Sólo a u n lado de la calle
había u n cobertizo con luz. E r a como u n portalón
g r a n d e , con vigas en el techo, con las paredes blanq u e a d a s con cal. E n el interior, u n h o m b r e d e s a r r a pado, con u n a boina, hablaba con u n a mujer vieja,
calentándose en u n a h o g u e r a . E n t r é allí, y les conté
lo que me había sucedido.
— ¿ Y el p e r r o se h a quedado aullando? — p r e g u n t ó con interés el h o m b r e .
287
P/0
BAROJA
— S í ; aullando j u n t o a esa casa blanca que h a y
a la e n t r a d a de la calle.
— E r a o trasgo — m u r m u r ó la vieja—, y h a v e nido a anunciarle la m u e r t e .
— ¿ A quién? — p r e g u n t é yo, asustado.
—Al amo de esa casa blanca. H a c e una media
h o r a que está el médico ahí. P r o n t o volverá.
Seguimos hablando, y al poco r a t o vimos venir
al médico a caballo, y por delante u n criado con
un farol.
— ¿ Y el enfermo, señor médico? — p r e g u n t ó la
vieja, saliendo al umbral del cobertizo.
— H a m u e r t o — c o n t e s t ó u n a voz secamente.
—¡ E h ! —dijo la vieja—; era o trasgo.
E n t o n c e s cogió un palo y m a r c ó en el suelo, a
su alrededor, u n a figura como la de los ochavos
m o r u n o s , una estrella de cinco p u n t a s . Su hijo l a
imitó, y yo hice lo mismo.
— E s p a r a librarse de los t r a s g o s —añadió la
vieja.
Y, efectivamente, aquella noche no nos m o l e s t a r o n y dormimos p e r f e c t a m e n t e . . .
Concluyó el b u h o n e r o de hablar, y nos l e v a n t a m o s todos p a r a ir a casa.
LA
SIMA
E l paraje e r a severo, de a d u s t a severidad. E n el
t é r m i n o del horizonte, bajo el cielo inflamado p o r
LA
SIMA
nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol,
se extendía la cadena de montañas de la sierra,
c o m o una muralla azuladoplomiza, coronada en la
cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo
por blancas estrías de nieve.
El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de
cabras en el monte, en la sima del alto de las P e drizas, donde se yergue como gigante centinela de
granito el pico de la Corneja.
El pastor llevaba anguarina de paño amarillento
sobre los hombros, zajonas de cuero en las rodillas,
una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la
mano negruzca, como la garra de un águila, s o s tenía un cayado blanco de espino silvestre. Era
hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas
como la corteza de una vieja encina, estaban en
parte cubiertas por la barba naciente no afeitada
en varios días, blanquecina y sucia.
El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido
del mastín, hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y
de los vaqueros con un grito estridente, como un
relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces
por el eco de las montañas.
El pastor y su nieto veían desde la cumbre del
monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los mato289
iv.—19
PIÓ
B ARO
J
A
rrales de r e t a m a y macizos violetas y m o r a d o s d e
los tomillos y de los c a n t u e s o s en flor...
E n la hondonada del m o n t e , j u n t o al lecho de
u n a t o r r e n t e r a llena de hojas secas, crecían a r b o liüos de follaje verde n e g r u z c o y m a t a s de b r e z o ,
de carrascas y de roble bajo.
C o m e n z a b a a anochecer, corría ligera b r i s a ; el
sol iba ocultándose t r a s de las c r e s t a s de la m o n t a ñ a sierpes y d r a g o n e s rojizos n a d a b a n p o r los
m a r e s de azul n a c a r a d o del cielo, y al r e t i r a r s e el
sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores,
y las sierpes y los d r a g o n e s se c o n v e r t í a n en inm e n s o s cocodrilos y gigantescos cetáceos. L o s
m o n t e s se a r r u g a b a n a n t e la vista, y los valles y
las hondonadas parecían ensancharse y a g r a n d a r s e
a la luz tibia del crepúsculo.
Se oía a lo lejos el ruido d e los cencerros de las
vacas, que p a s a b a n p o r la cañada, y el ladrido de
los p e r r o s , el ulular del a i r e ; y todos estos r u m o res, unidos a los murmullos indefinibles del c a m p o ,
r e s o n a b a n en la inmensa desolación del paraje como
voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.
—Volvamos, m u c h a c h o —dijo el p a s t o r — . E l sol
s e esconde.
E l zagal corrió p r e s u r o s o de u n lado a o t r o , a g i t ó
sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio
g r i t o s y a r r o j ó piedras, h a s t a que fué reuniendo
las cabras en u n a rinconada del m o n t e . E l viejo las
290
LA
SIMA
puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el r e baño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse
el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada
negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba
igual, acompasado, el alegre campanilleo de las
esquilas.
— ¿ H a s visto, zagal, si el macho cabrío de la tía
Remedios va en el rebaño ? —preguntó el pastor.
— L o vide, abuelo —repuso el muchacho.
— H a y que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia
a esa bestia.
— ¿ Y eso por qué vos pasa, abuelo?
— ¿ N o sabes que la tía Remedios tié fama de
bruja en tó el lugar?
— ¿ Y eso será verdad, abuelo?
—Así lo hay dicho el sacristán la otra vegada
que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que
la veyeron por los aires entre bandadas de culebros.
El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con
su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda
a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse
junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí
hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos
brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivi291
PIÓ
BAROJA
liábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores
del pueblo.
—Abre el zarzo, muchacho —gritó el pastor al
zagal.
Este retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado,
estrujándose unas con otras. Asustóse en esto uno
de los animales, y apartándose del camino, echó a
correr monte abajo velozmente.
—IRecontra!
E s el chivo de la tía Remedios
—dijo el zagal.
—Corre, corre tras él, muchacho —gritó el viej o ; y luego azuzó al mastín, para que persiguiera
al animal huido.
—¡ Anda, Lobo! V e s a buscallo.
El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como
una flecha.
—¡ Anda! ¡ Alcánzale! —siguió gritando el pastor—. ¡Anda ahí!
El macho cabrío saltaba de piedra en piedra
como una pelota de g o m a ; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras
y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los
matorrales de zarza y de retama, e iba haciendo
cabriolas y dando saltos.
El perro iba tras él; ganaba terreno con dificult a d ; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que
292
LA
SIMA
la persecución había de concluir pronto, pues la
parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, v i o
el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le v i o acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre
ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según
algunos, era muy profunda, y sospechando que el
animal se habría caído allí, el muchacho se asomó
a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano
de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el
macho cabrío.
El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero
viendo lo imposible del intento, volvió al lugar
donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.
—¡ Maldita bestia! —murmuró el viejo—. Agora
volveremos, zagal. Habernos primero de meter el
rebaño en el redil.
Encerraron entre los dos las cabras, y después
de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el
descampado y se acercaron al borde de la sima. E l
chivo seguía de pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.
—Dadme vos la mano, abuelo. Y o me abajaré
•—dijo el zagal.
—¡ Cuidiao, muchacho 1 T e n g o gran miedo de que
te vayas a caer.
—Descuidad vos, abuelo.
293
PIÓ
BAROJA
E l zagal a p a r t ó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso u n a vuelta h a s t a
sostenerse con las m a n o s en el borde mismo de l a
oquedad, y resbaló con los pies p o r la pared de la
misma, h a s t a afianzarlos en u n o de los tajos s a lientes de su e n t r a d a . E m p u ñ ó el cuerno de la b e s tia con u n a mano, y tiró de él. E l animal, al v e r s e
a g a r r a d o , dio t a n t r e m e n d a sacudida hacia a t r á s ,
que perdió sus p i e s ; cayó, y en su caída a r r a s t r ó
al muchacho al fondo del abismo. N o se oyó ni u n
g r i t o , ni u n a queja, ni el r u m o r m á s leve.
El viejo se asomó a la boca de la caverna.
— ¡ Z a g a l , z a g a l ! — g r i t ó con desesperación.
Nada, no se oía nada.
—¡Zagal! ¡Zagal!
P a r e c í a oírse, mezclado con el m u r m u l l o d e l
viento, un balido doloroso, que subía desde el fondo
de la caverna.
Loco, t r a s t o r n a d o d u r a n t e algunos i n s t a n t e s , el
p a s t o r vacilaba en t o m a r u n a resolución; luego se
le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y
echó a c o r r e r hacia el castillo.
E s t e parecía hallarse a u n p a s o ; pero estaba a
media h o r a de camino, a u n m a r c h a n d o a c a m p o
t r a v i e s a ; e r a u n castillo ojival d e r r u i d o ; se levant a b a sobre el descampado de u n m o n t e ; la p e n u m b r a ocultaba su devastación y su ruina, y e n el a m biente del crepúsculo parecía e r g u i r s e y t o m a r
proporciones fantásticas.
294
LA
SIMA
E l viejo caminaba j a d e a n t e . Iba avanzando la n o che ; el cielo se llenaba de e s t r e l l a s ; u n lucero b r i llaba con su luz de p l a t a por encima de u n m o n t e ,
dulce y soñadora pupila que contemplaba el valle.
E l viejo, al llegar j u n t o al castillo, subió a él p o r
u n a estrecha c a l z a d a ; a t r a v e s ó la derruida e s c a r pa, y por la gótica p u e r t a e n t r ó en u n patio lleno
de escombros, formado por c u a t r o paredones a g r i e tados, únicos r e s t o s de la a n t i g u a mansión s e ñ o rial.
E n el hueco de la escalera de la t o r r e , d e n t r o de
u n cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a
la luz de u n candil h u m e a n t e diez o doce h o m b r e s ,
rústicos p a s t o r e s y cabreros, a g r u p a d o s en d e r r e dor de u n o s c u a n t o s tizones encendidos.
E l viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. L e v a n t á r o n s e los h o m b r e s , cogió u n o de ellos
u n a soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos
p o r el viejo, fueron camino del descampado en donde se hallaba la cueva.
L a coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja
hechicera el que había a r r a s t r a d o al zagal al fondo
de la cueva t o m a b a en la imaginación de los cabrer o s g r a n d e s y e x t r a ñ a s proporciones.
—¡ Y si esa bestia fuera el d i m o ñ o ! —dijo u n o .
— B i e n podría ser — r e p u s o o t r o .
T o d o s se m i r a r o n e s p a n t a d o s .
Se había levantado la l u n a ; densas nubes n e g r a s ,
como r e b a ñ o de seres m o n s t r u o s o s , corrían p o r el
295
PIÓ
B ARO
I
A
cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban
en la lejanía las hogueras de los pastores.
Llegaron al descampado, y fueron acercándose a
la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de
ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la
boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes
erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.
—¿Quién abaja? —preguntó el pastor con voz
apagada.
Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se
ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha
encendida de ramas de abeto, que cogió de una
mano, se acercó a la sima y desapareció en ella.
Los de arriba fueron bajándole poco a p o c o ; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba
cuerda sin que el mozo diera señal de haber llegado.
1
De repente la cuerda se agitó bruscamente; o y é ronse gritos en el fondo del agujero; comenzaron
los de arriba a tirar de la soga y subieron al mozo
más muerto que vivo. La antorcha en su mano
estaba apagada.
— ¿ Q u é viste? ¿Qué viste? —le preguntaron,
todos.
—Vide al diablo, todo vermeyo, todo vermeyo.
El terror de éste se comunicó a los demás c a breros.
206
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•"Gfrjgfe
LA
SIMA
— N o abaja nadie —murmuró desolado el pastor—. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?
—Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dirnojío —dijo uno—. Abajad vos, si queréis.
El viejo se ató decidido la cuerda a la cintura y
s e acercó al borde del negro agujero.
* Oyóse en aquel momento vago y lejano, como la
v o z de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo
vacilaron.
— N o me atrevo... Y o tampoco me atrevo —dijo.
Y comenzó a sollozar amargamente.
Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al
viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que les guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, y al enterarse de lo
ocurrido, rezaban en silencio, se persignaban varías
veces y seguían su camino hacia el pueblo.
Se habían reunido junto a los pastores mujeres
y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca neg r a de la caverna y absortos oían el murmullo que
escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.
Iba entrando la noche. La gente permanecía allí,
presa aún de la mayor curiosidad.
Oyóse de pronto el sonido de una campanilla, y
la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo
que era. Vieron al cura del pueblo, que ascendía
por el monte, acompañado del sacristán, a la luz
de un farol que llevaba este último. U n cabrero
297
PIÓ
B ARO
J
A
les había e n c o n t r a d o en el camino, y les contó l o
que pasaba.
Al ver al Viático, los hombres y las mujeres e n cendieron a n t o r c h a s y se arrodillaron todos. A la
luz s a n g r i e n t a de las t e a s se v i o al sacerdote a c e r carse hacia el abismo. E l viejo p a s t o r lloraba coi»
u n hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia •
el pecho, el cura empezó a r e z a r él oficio de difunt o s ; contestábanle m u r m u r a n d o a coro hombres y
mujeres u n a triste salmodia; chisporroteaban y c r e pitaban las t e a s h u m e a n t e s , y a veces, en u n m o m e n t o de silencio, se oía el quejido misterioso q u e
escapaba de la cueva, v a g o y lejano.
Concluidas las oraciones, el c u r a se retiró, y t r a s
de él las mujeres y los h o m b r e s , que iban s o s t e niendo al viejo, p a r a alejarle de aquel l u g a r m a l d i t o .
«
* *
Y en t r e s días y en t r e s noches se o y e r o n l a m e n t o s y quejidos, v a g o s , lejanos y misteriosos, q u e
salían del fondo de la sima.
(Vidas
sombrías,
Madrid, 1900.)
298
... el cura empezó a rezar el oficio
de difuntos...
JOSE MARTÍNEZ
RUIZ
(azorín)
1876
DE
"EL
CONDE
LUCANOR"
Don Hlán el Mágico.—Don Illán el Mágico v i v e
en Toledo. U n mágico es un hombre sencillo y respetable. Tenéis una idea errada de lo que es ur*
mágico. U n mágico no es un señor barbado y h o s co que lleva en la cabeza un cucurucho con e s t r e llas pintadas; un mágico es un hombre silencioso,.
discreto, de una mirada inteligente y dulce, de u n a s
maneras suaves. Don Ulan vive en Toledo; habita en una casa silenciosa y limpia. Grande es su
renombre de sabiduría; a todos los ámbitos de E s paña se extiende. Allá en Santiago de Galicia, un
deán de la catedral ha entrado en deseos de c o n o cer los secretos del arte mágico. ¿Para qué querrá
conocer tales misterios este deán? Y ¿quién m e jor que don Ulan podrá —si quiere— enseñárse301
JOSÉ
MARTÍN
EZ
RUIZ
l o s ? P u e s a Tol edo se encamina n u e s t r o deán. C u a n ­
d o l l ega a Tol edo endereza sus pasos a l a casa de
«don Il l án. A éste "fal l ól o que estaba l eyendo en
ч т а c á m a r a m u y a p a r t a d a " ; es decir, ta l vez en
ain desván, en un c u a r t i t o l ejos de l os ruidos de l a
­calle, y que tiene por p a n o r a m a —que se atal aya
«desde l a ventana— u n a v a s t a extensión de tejados
y de torrecil l as, que se destacan bajo el ciel o azu l ,
¡un ciel o por el que caminan u n a s nubes b l ancas.
D o n Il l án recibe cordial mente al viajero. Con ex­
q u i s i t a amabil idad se dispone a e n s e ñ a r su ciencia
a l deán de S a n t i a g o . E n e l col oquio que acaban de
t e n e r , el d e á n ha manifestado que él es h o m b r e an­
t e quien se abre u n h a l a g ü e ñ o p o r v e n i r : a h o r a es
d e á n ; d e n t r o de unos años, s e g u r a m e n t e l l egará
­a arzobispo, a cardenal , a papa. E l deán, en c a m ­
hio de l a ciencia que l e iba a comunicar don Il l án,
" l e p r o m e t i ó y l e a s e g u r ó que de cual quier bien que
d e él oviere, que nunca faría sino l o que é l m a n d a ­
s e " . N o hay, por t a n t o , m á s que habl ar. Don Il l án
manifiesta que l a ciencia que él h a de e n s e ñ a r " n o n
~se podía a p r e n d e r sino en un l u g a r m u y a p a r t a d o " .
E s t a misma noche t e n d r á n l os dos l a misteriosa
•conferencia. A n t e s , don Il l án l l ama a su cocinera
y l e ordena que p r e p a r e unas perdices p a r a l a се­
л а . Don Il l án desea obsequiar con e s t e y a n t a r al
viajero.
L l e g a l a n o c h e ; se dirigen ambos a esa c á m a r a
.secreta donde don Il l án h a de dar su conferencia.
302
DE
"EL
CONDE
LUCANOR"
" E n t r a r o n ambos por u n a escalera de piedra m u y
bien labrada, y fueron descendiendo por ella m u y
g r a n pieza en guisa que parescían t a n bajos que
p a s a b a el río Tajo sobre e l l o s ; é desque fueron en
c a b o de la escalera, fallaron u n a posada m u y b u e n a en u n a c á m a r a mucho apuesta que ahí havía,
•do e s t a b a n los libros y el estudio en que habían de
l e e r . " N o os imaginéis r e t o r t a s , m a t r a c e s , hornillos y redomas. N o u n g r a n caimán p u e s t o colgand o de u n a pared (como vemos en las ilustraciones
d e l Fausto). N o tibias h u m a n a s ni u n ancho infolio y u n reloj de a r e n a colocados encima de u n a
m e s a . E s t a c á m a r a s u b t e r r á n e a , t a n h o n d a que sob r e ella quizá pase el río T a j o ; e s t a c á m a r a n o es
m á s que u n a biblioteca henchida de r a r o s y p r e ciosos libros. L a estancia n o e s t á a l u m b r a d a por
el resplandor rojo de los hornillos (como también
v e m o s en las e s t a m p a s p o p u l a r e s ) . D o n Illán debía de ser u n o de estos h o m b r e s que, viviendo en
su siglo (el X I I o el x x ) , viven r e a l m e n t e en u n fut u r o en que fuerzas misteriosas que h o y desconocemos — p e r o que p r e s e n t i m o s — h a r á n que sea p o sible lo que h o y j u z g a m o s irrealizable. Cuando h a
e n t r a d o p o r su p u e r t a el deán de Santiago, don
lllán, a t r a v é s de la m a t e r i a y a t r a v é s del tiempo, h a leído el alma de este h o m b r e . E s t e h o m b r e
es un ingrato.
Y a se dispone don Illán a comenzar su conferencia, cuando aparecen u n o s mensajeros que le
303
JOSÉ
MARTÍNEZ
RUIZ
t r a e n u n a c a r t a al deán. H e m o s olvidado decir que
el deán es sobrino del arzobispo de S a n t i a g o . E n
la c a r t a se le notifica u n a g r a v e enfermedad d e l
arzobispo. E l deán c o n t e s t a con o t r a epístola, d i ciendo que siente mucho n o poder ir a a c o m p a ñ a r a su tío. " D e n d e a c u a t r o días llegaron o t r o s
h o m b r e s a pie, que t r a í a n o t r a s c a r t a s al deán, en.
que le fazía saber que el arzobispo e r a finado." S e
p r e p a r a b a en aquellos m o m e n t o s en S a n t i a g o l a
elección de nuevo a r z o b i s p o ; t o d o s deseaban eleg i r al deán. T r a n s c u r r e n siete u ocho días m á s y
aparecen " d o s escuderos m u y bien vestidos y m u y
bien a p a r e j a d o s " ; los cuales escuderos se llegan
h a s t a el deán, le besan r e v e r e n t e m e n t e las m a n o s
y le e n t r e g a n u n a c a r t a en que se le notifica q u e
h a sido elegido arzobispo de S a n t i a g o .
Y a t e n e m o s a n u e s t r o deán hecho arzobispo elect o . Y a rebosa de satisfacción. Y a se ve en su p a lacio de S a n t i a g o sentado en u n o de esos sillones
de terciopelo, con bordados ricos de sedas e n q u e
— m á s t a r d e — había de poner A n t o n i o M o r o a l g u n o s de sus personajes regios. D o n Illán da la e n h o r a b u e n a al electo arzobispo. Y como don Illán h a
sido g e n e r o s o con él enseñándole su ciencia m i s t e riosa, don Ulan r u e g a al arzobispo que el d e a n a z g o v a c a n t e lo provea en u n hijo suyo. E l arzobispo, cortés y a t e n t o , se dispone a acceder a la petición de don I l l á n ; sin e m b a r g o , deseaba exponerle u n a cierta consideración. E l "le r o g a v a que q u i 304
DE
"EL
CONDE
LUCANOR"
siese consentir que aquel deanazgo lo hubiese «n
su hermano"... Nótese la irreprochable cortesía
del electo arzobispo; el deanazgo es paía el hi-r
j o de don Illán; no hay más que hablar de e l l o ;
mas él, el arzobispo, ruega a don Illán que quiera
consentir que sea para un hermano del arzobispo
con quien el arzobispo tiene un grande y antiguo
compromiso. Y añade: "Más que él le faría bien
en la Iglesia en guisa que él fuese pagado, y que
le rogava que se fuese con él a Santiago y que llevase con él a aquel su fijo."
Y a están todos e n Santiago. £1 arzobispo es un
buen arzobispo; todos le quieren bien; él es bondadoso con todos. Al cabo de algún tiempo llegan
unos mandaderos del papa. H a vacado el obispado de Tolosa; para esa sede nombra el papa al
arzobispo de Santiago. Entonces don Illán pide con
mucho encarecimiento que el arzobispado vacante
de Santiago sea para su hijo; de nuevo torna a
darle la razón el antiguo deán a su amigo y bienhechor; pero le ruega que permita que este arzobispado sea para un tío suyo, hermano de su padre. " Y don Illán dijo que bien entendía que le
faría muy gran tuerto, pero que lo consentía en
tal que fuese seguro que ge lo enmendaría en adelante." D e muy buen grado se lo prometió el arzobispo, y rogóle que fuese con él a Tolosa y que
llevase a su hijo. Ya están todos en Tolosa. A los
dos años llegan otra vez mandaderos del papa. E l
305
iv.—2©
JOSÉ
MARTÍNEZ
RUIZ
papa ha nombrado cardenal al obispo; el obispado
de Tolosa puede darlo a quien quiera. Aquí tene­
mos a don Illán de nuevo solicitando la vacante
para su hijo; tantas veces han fallado sus preten­
siones, tantas veces el favor le ha sido deneg ado,
que parece absurdo que ahora no se le cumplan sus
afanes y el obispo le dé una nueva excusa. Pero
así es, desg raciadamente. El nuevo cardenal rue­
g a —tan cortés como siempre— que el obispado va­
cante de Tolosa sea para un tío suyo, hermano de
su madre. "Y don Illán quejóse mucho, pero con­
sintió en lo que el cardenal quiso, y fuese con él
para la corte."
Ya están todos en Roma. El nuevo cardenal des­
empeña admirablemente su c a r g o ; g ran conside­
ración le g uardan los demás cardenales. Ocurrió
que el papa falleció; los cardenales elig ieron por
papa al antig uo deán de Santiag o. H a lleg ado la
ocasión —jpor fin!— d e q u e don Illán pueda ver
colmados sus deseos. Su amig o n o podrá tener
efugio alg uno para hacerlo. Al papa representa
don Illán lo que espera de él. " Y el papa dijo que
no le afincase tanto, que siempre habría lug ar en
que le hiciese merced seg ún fuere razón." Enton­
ces don Illán, amarg ado, desesperanzado, se la­
mentaba con palabras ardientes. Estas palabras
pusieron en indig nación al papa. Ы papa, apura­
da la paciencia, reprochó su pesadez y pertinacia
a don Illán. Más hizo: le amenazó con meterle en
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CONDE
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prisión si persistía en su actitud;, puesto que él,
d o n Illán, era un hereje y un nigromántico, ejercitador de reprobadas y diabólicas artes. Cuando
é s t o o y ó don Illán,; no quiso permanecer más en
Roma. Ni para el camino le d i o el papa, su antig u o amigo, un viático..;
Lector: Todo esto que nos cuenta un gran aristócrata, nieto de un santo y rey a la vez - r d o n
Fernando—^ no tiene nada de irreverente. .iTodo
e s una ingeniosa ficción, Al llegar el relato al- punt o én qué lo hemos interrumpido, bruscamente,
mágicamente, el deán de Santiago y! don Illán se
encuentran los dos' e n la cámara subterránea. de
Toledo. Don Illán ha. visto, en un segundo, a trav é s de la materia y el tiempo. Despide al deán y
el se come solo l a s perdices preparadas para la cena. D o n Illán había adivinado que.si él tuviera con
este hombre la generosidad de ensenarle su ciencia, este hombre luego rio sería agradecido con él.
Seamos buenos, corteses, afables: que nuestro
corazón esté siempre dispuesto al bien. Pero cuando vayamos a poner toda nuestra alma, nuestro
trabajo, nuestro porvenir, la paz de los nuestros
y aun nuestra propia vida al servicio de un hombre
o de una causa, miremos si ese hombre y si esa
causa son dignos de nuestro supremo sacrificio.
La raposa mortecina.—Una raposita ha salido
de su manida y se ha dirigido hacia la aldea. Todo
duerme; es media noche. E n la obscuridad no se
307
JOSÉ
MARTIN
EZ
RUIZ
percibe más que —allá lejos—», la raya: negruzca
de las montañas sobre la foscura del cielo.. Brillan
las estrellas': brillan con e s e titileo radiante de las
noches de invierno. E n esas noches» a la madrugada, en el profundo reposo de: la tierra, ese relumbrar vivo, radiante, de los astros trae a n u e s -tro espíritu una profunda nostalgia
oh fray Luis
de L e ó n l — de silgo que no sabemos... D e cuando en cuando un vientecillo ligero trae de la aldea un olor particular que. nuestra raposita recog e en sus narices. E l ejido del poblado está y a
aquí; luego las casas; detrás de una de ellas se
extienden las largas tapias de un corral. N o se
sabe cómo la raposita ha entrado en el corral. E n
los travesanos de un cobertizo están acurrucadas
las gallinas, los galios. L o s gallos, tan vigilantes,
no se han percatado de nada. Lentamente, pasit o a paso, mirando a todos los lados, venteando
todos los olores, avanza la buena raposita.
— U n momento, querido cronista. ¿¡Por qué llama usted buena a esta raposa inquietadora, sanguinaria, que va a poner el espanto y la destrucción en la república de las gallinas?
—Perdón, querido lector. Todo es relativo, y
ta. raposa, comparada con el taciturno y violento
lobo, es buena, es excelente. Hace mucho tiempo
que un gran naturalista —Buffón— ha hecho en
pocas líneas el elogio de la raposa. "La raposa n o
es un animal vagabundo, sino un animal domici308
'"Ofr
ni
DE
"EL
mu MI m i
CONDE
LUCANOR
liado ^-escribe B t a f f ó n — . E s t a diferencia, q u e se
hace sentir aun e n t r e los hombres, tiene m á s g r a n d e eficiencia y supone- m á s g r a n d e s causas e n t r e
los animales. L a idea sola del domicilio; p r e s u p o n e u n a singular atención sobre sí m i s m o ; l u e g o ,
la elección del lugar, el a r t e de fabricar la guarí-"
d a y de solapar la e n t r a d a a ella, son t a n t o s ' o t r o s
indicios de u n sentimiento superior."
Tiene, pueSj n u e s t r a raposita un sentimiento s u perior de la vida y del mundo. Sólo q u e . . . L a ' v i - d a es d u r a ; se tienen hijos; los inviernos no ofrec e n g r a n d e s recursos en el campo. N o h a y nidose n t r e los a t o c h a r e s ; las cepas dé los-majuelos aparecen desnudas y secas. ¿ Q u é ha de hacer u n a r a p o s a sino ir a los corrales donde las gallinas r e p o s a n ? E n ello a v e n t u r a la vida, que no es poco.
Y a e s t á en ei gallinero n u e s t r a z o r r i t a ; las g a llinas' se h a n dado' cuenta —•-un poco t a r d e — del
h u é s p e d que Viene a visitarlas. L a h o r a n o es m u y
a propósito p a r a cortesías. Se h a p r o d u c i d o ü n rüi-i
d o s o remolino en el cobertizo a la vista de la r a p o s a . T o d a s las gallinas cacareaban y los gallos
c a n t a b a n despavoridos. L a raposa ha cogido u n a
g a l l i n a e n t r e los dientes y la h á zarandeado col?
violencia. Gon una tierna y g o r d a gallina tendría
la raposita p a r a su yant&ir. P é r ó cuando h a sentido
l a raposa c o r r e r e n t r e sus fauces la s a n g r e tibia,
h u m e a n t e , dé la gallina, há perdido lá cabeza. ' C ó m o brillan a h o r a sus ojósl í C ó m o va de u n a £ a r 1
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t e a otra furiosa, abstraída, tambaleándose, c o m o
ciega, como borracha!
N o se harta de destrozar gallinas; /tendidas quedan muchas por tierra. E n l a c a s a deben de tener
el sueño muy pesado; nadie se mueve. (O ¿qué.
sabemos? E s t o s labriegos que trabajan a costa de
un a m o son muy ladinos. Pensad en las matanzas
que hacen los pastores y se las achacan a los l o bos. Tal vez ahora saben que la zorra está destrozando el gallinero; pero como la raposa no ha de
poder llevarse todas las gallinas y han de quedar
algunas muertas...) Entusiasmada, encarnizada e n
su labor siniestra, la raposita no ve que una claror
blanquecina aparece por Oriente. La aurora c o mienza a anunciarse.
;
Tiene este momento único de la madrugada u n
encanto profundo. N o s atrae misteriosamente e s ta palidez que en el cielo se inicia. Todavía es d e
noche... y ya está ahí el día que llega. En este minuto supremo las luces que han velado toda la
noche van a borrarse en la claridad del día; su
rnisión ha terminado.
,. j u r a n t e las tinieblas han puesto sus resplandor e s s o b r e una mesa en que una cabeza se inclinaba
sobre Jos Jibros; o han iluminado tenuemente la
cara blanca, sobre ropas blancas, de un enfermo;
o, se; han destacado, como puntitos rojos y verdes,
en el horizonte, e n tanto que las locomotoras lanzaban agudos chillidos y pasaban raudos los tre310
DE
"EL
CONDE
LUVANOR"
nes. Cuando la claridad del día va aumentando, las
luces, todas las luces, luees trágicas o luces de e s peranza, sé retiran, se esfuman, se disuelven, se
recogen en una tregua, de reposo hasta la noche
venidera. A esta hora de la madrugada, las montañas ya comienzan a destacarse más vivamente
sobre el cielo; el- cielo, es de una claridad vaga y
lívida. Dentro, en las casas, se hace una densa y
confusa penumbra. Las cosas van a surgir a la
vida; las ventanas van a recobrar su espíritu de
luz y sol.
A nuestra rapbsita se Je ha hecho tarde. N o pue-<
de salir sin peligro del gallinero; van y vienen g e n t e s por la aldea. Otros gallos lejanos cantan; un
can ladra. N o tiene más recurso nuestra raposa
que salir a la calle y tenderse en medio, haciéndose la muerta. Porque si la vieran correr por las
calles del pueblo, ¿qué sería de ella? ( S o n muchos
los animalitos que se hacen los muertos para librarse de las trazas sanguinarias del;hombre. Se
hace la muerta esta arañita que, en el campo, ha
bajado desde un árbol, por un hilillo sutil, hasta
las páginas blancas de este libro que estamos leyendo. Se hace *el muerto, replegando sus patitas,
este cetonio que nuestros dedos han tropezado e n
el fondo de una rosa, lecho fresco y fragante. Se
hace el muerto este gloméridq que encontramos
debajo de una piedra y que se convierte e n una
bolita de acero, ¿ P o i q u é se hacen loa njufirtos?
311
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JOSÉ
MARTÍNEZ
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RUIZ
¿ H e m o s dicho que p a r a defenderse del h o m b r e ?
P e r o ¿ saben ellos del h o m b r e ? E s t a es u n a idea
antropocéntrica. N o sabemos siquiera si lo que h a cen es hacerse los m u e r t o s . ) N u e s t r a r a p o s i t a se
hace la m u e r t a ; en medio de la calle e s t á tendida.
N o es cosa rara, donde h a y m u c h a s z o r r a s , v e r
tina z o r r a m u e r t a en medio del a r r o y o . V a p a s e a n d o la g e n t e . " A cabo de u n a pieza, passó por bi u n
home, y dixo que los cabellos de la frente del r a poso que e r a n m u y buenos p a r a poner en las frent e s de los mozos pequeños, porque no los a h o j e n . "
Con u n a s tijeras, e s t e h o m b r e curioso trasquila la
frente de la zorrita. L a zorrita se estuvo quieta.
Después o t r o t r a n s e ú n t e vio la raposa y dijo lo
m i s m o de los pelos del lomo. L e trasquiló los pe*
los del lomo. L a raposita se e s t u v o quieta. L u e g o
o t r o hizo la misma observación respecto del pelo
de las ijadas. Le trasquiló las ijadas. L a raposita
se estuvo quieta. " N u n c a se movió el raposo, p o r q u e entendía q u e aquellos cabellos n o n le -farían
g r a n daño en los p e r d e r . " O t r o viandante llegó
m á s t a r d e y dijo que la u ñ a del raposo es b u e n a
p a r a c u r a r los panadizos. Tajóle las u ñ a s a l a r a posita. L a raposita no se movió. D e s p u é s o t r o dijo
q u e el diente de la z o r r a c u r a los males de dient e s . Quitóle u n diente a la raposita. L a r a p o s i t a
n o se movió. A seguida vino o t r o y manifestó q u e
e l c o f a z ó n del r a p o s o e s conveniente p a r a n u e s t r o s dolores de c o r a z ó n . M e t i ó m a n o a u n cuchi313
DE
"EL
CONDE
LU
CAN
O
R"
lio p a r a sacarle al raposo su corazón. " Y el raposo
vio que le q u e r í a n sacar el corazón y que si ge lo
sacasen, que n o n e r a cosa que se pudiese c o b r a r . "
E n t o n c e s la raposita dio u n salto, echó a c o r r e r y
se perdió a lo lejos.
. . . E n n u e s t r a s casas, en la vida cotidiana debem o s p a s a r por alto indulgentemente las pequeñas
cosas. E n la vida pública, a la vista de todos, de
igual manera, no debemos de ponernos fieros ant e lo que en sí tiene escasa importancia. N o coloq u e m o s n u e s t r o n a t u r a l y legítimo deseo de dignificación y de reivindicación en u n plano demasiado alto. Si el puntillo de h o n o r lo ponemos m u y
subido, a cada m o m e n t o t e n d r e m o s que e s t a r en
altercaciones, porfías y denuedos. N u e s t r a vida
se h a r á imposible. U n a palabra, un g e s t o , u n ademán, u n ligero desdén, u n a inflexión de cólera, u n
m a t i z de irritación en los demás t e n d r á n p a r a n o s o t r o s u n a importancia decisiva. N o ; sepamos p a s a r
p o r todo esto. L a raposita no se movía cuando le
trasquilaban el lomo y la f r e n t e ; aquello no t e n í a
p a r a ella importancia. P e r o cuando se t r a t e de cosa g r a n d e , cuando se t r a t e del corazón — c o m o en
el caso de la raposa—, entonces p o n g a m o s t o d a s
n u e s t r a s fuerzas, todo n u e s t r o ardor, todo n u e s t r o
í m p e t u en defender la esencialidad de n u e s t r o ser
m o r a l : las ideas, los procedimientos, la conducta,
la honradez, la sinceridad.
(Los valores
literarios,
Madrid, 1913.)
313
INDICE
Págs.
JOSÉ SOliOZA
La
oropéndola en la
fuente de la Dehesa de la Mora.
cecilia B ö h l de faber (FERNÁN
5.
CABALLERO).
Los dos amigos
14
SERAFÍN ESTÉBANEZ CALDERÓN (EL SOLITARIO).
Los tesoros de la Alhambra
35.
Catur y Alicak o dos Ministros como hay muchos
34
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO
El rastreador
46ANTONIO DE TRUEBA
£1 más listo que Cardona
5'
JUAN VALEKA
El caballero del Azor
63.
FEDRO ANTONIO DE ALARCÓN
L a Buenaventura
,«
315
8»
I N D I C E
'
,r
iL ; f t t w M i i í
-*
ria». :
MCARDO..PAÌMA
¿ é j ^ ^ t M M d i i i i t g . . .
GUSTAVO
t ;.-.. .v.... ;..-
ADOLFO
97
BÉC&UER
La venta de los gatos
loa
BENITO
PÉREZ
GALDÓS
122
La mula y el buey
RICARDO
BECERRO D E BENGOA
14»
El recién nacido
EMILIA
PARDO
BAZÁN
176
Kioto del Qd
LEOPOLDO
{Clarín).
ALAS
106
3 Adiós, Cordera!
JOSE
MARTÍ
214
Un cuento de elefante»
ARMANDO
PALACIO
VALDÉS
217
Polífemo
MARIANO
D E CAVIA
227
l a s do» muljas
JOSÉ
NOGALES
Las tres cosas del tío Juan
FRANCISCO
236
NAVARRO
Y
LEDESMA
348
Egloga
MIGUEL S E
UNAMUNO
Juan Manso
»$6
316
I N D I
CE
PÁCS.
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Lobo* de mar
363,
KAIIÓN DEL VALLE INCLÍN
¡ Malpocado!
ají
PÍO BAROJA
El trasgo
La sima
josé Martínez ruiz
De "El Conde Lucanor"
282
28*
(A z orín).
30*
Descargar