Esta obra es una reproducción digital de un ejemplar conservado en la Biblioteca de la Residencia de Estudiantes. Madrid Podrá ser utilizada con fines de consulta, estudio o investigación, siempre que se respete la autoría y la integridad de la obra, en los términos previstos por la legislación vigente. No se permite en ningún caso el uso comercial de la obra, ni en todo ni en parte. Cualquier otra utilización deberá ser autorizada expresamente por La Fundación Residencia de Estudiantes. Madrid •* ^ л­ ­ 1? • ' " , Л: , ¿ 4 \ \ * •' > • ­ ^ PROSISTAS MODERNOS Л) B I B L I O)1*E TECA LITERARIA DEL ESTUDIANTE DIRIGIDA POR RAMÓN MENÉND'EZ PIDAL TOMO IV A: PROSISTAS T_ MODERNOS SELECCIÓN HECHA POR ENRIQUE Dibujos DIEZ-CANEDO de F. MADRID, I N S T I T U T O JUNTA PARA Marco. MCMXXII — E S C U E L A AMPLIACIÓN DE ESTUDIOS TIPOGRAFÍA DE LA " R E V I S T A D E A R C H I V O S " , OLÓZAGA, J, MADRID DE LA MORA L a dehesa de la Mora, situada cerca de la Pesqueruela, tiene, como ésta, una pradera sombreada de u n bosque de robles, con varios manantiales y arroyuelos que se deslizan por aquella colina con un manso ruido. que del oro y del cetro pone olvido, como dijo fray Luis de León. E n tiempo que la dehesa de la Mora pertenecía a un amigo mío, y en un día en que yo me hallaba en casa de éste, dos niñas, de doce años la mayor, hijas suyas, me mostraron dos plumitas, una de hermoso verde y otra del amarillo más brillante, i Ave quizá la más hermosa de nuestro suelo. Tiene: el pico encarnado, el cuerpo manchado de amarillo, verde y negro, negras también las alas y la cola, y amarillas las extremidades de sus plumas. Se mantiene de insectos y bayas. (Nota del autor.) JOSÉ SOMOZA • — Y ¿quién h a dado a ustedes estas plumas? —pregunté. — E l chico defl guarda de l a dehesa de la M o r a — r e s p o n d i e r o n — . Como su p a d r e e s tan buen cazaragfa| ha cogido la pájara, pero sin herirla, que n o [ S f i j i r ó , y el chico nos la ha traído; pero dice que n o ' caifta.\y que estas aves no saben otra cosa que silb o t e a T , y como tiene unas plumas tan bonitas, diji, mos ¿nclsotras que habíamos de hacer con ellas un*A*y<fehte, porque cuando jugásemos con las raquetas 'x!//MUgpa muy vistoso. Entonces el chico la arrancó estas plumas antes de que la metiésemos en la jaula. ( l — L a s familias de los cazadores, siempre feroces—dije para mí—, a fuerza de mancharse con sangre, se hacen insensibles. La agonía y el dolor de la inocencia les es indiferente. Meten en el morral al a v e aliquebrada, y a la liebre la cuelgan de la pierna rota. Conocí u n joven cazador de hurón que solía t r a e r veinte conejos vivos, y se entretenía en soltarlos dentro de su cuarto y ver cómo aquel bicho sanguinario los acometía y les roía los sesos. — ¿ L a habrá dolido a la pájara el arrancarla est a s plumas? —preguntaron las niñas viéndome silencioso. — M u c h o —les respondí—; tanto como si a nosotros nos arrancasen el pelo del cráneo, como si n o s arrancasen las uñas d e los dedos, como si nos a r r a n casen la piel que nos cubre los miembros. —I Qué h o r r o r ! —exclamaron ambas. LA DEHESA DE LA MORA Y marcharon y volvieron con la jaula en la mano y las lágrimas en las mejillas. —¡ Cúrenosla usted! ¡ Que sane! ¡ Que no se muera ! ¡ Que no tenga dolores la pobrecita! Miré a la pobre oropéndola, que estaba anhelosa, con las alas en arco, y abría y cerraba el pico como para dar gemidos. La cogí, la registré, encontré la gotita de sangre de las dos heridas. — Q u e traigan agua —dije— en una taza g r a n d e ; que beba, que se b a ñ e : el agua es la primera necesidad en el dolor. Mientras la una corrió a buscar agua, la otra me arrebató el ave, y con s u s labios la enjugaba la sangre y la ofrecía saliva por el pico; pero dando sollozos que la ahogaban. Cuando hubimos vuelto a meterla en la jaula, y hubimos logrado verla bañar, sacudirse y sosegarse u n poco, me ocurrió distraer a las niñas con un cuento. — E s t a oropéndola —dije— se ha de volver a llevar esta tarde a la dehesa de la Mora, donde hay aquella fuente. — S í , señor —intefrumpieron—; de la Mora encantada, que la noche de San Juan sale a peinarse a la luna. — E s a fábula —les dije— no es tan entretenida ni con mucho cómo la que voy a referir a ustedes. N o era la Mora encantada, sino encantadora y maga, y sólo dicen que se aparecía a los que se miraban en la fuente. Así es que los pastores y aldea7 JOSE SOMOZA nos se guardaban de acercarse; sólo una pobre muchacha, la más boba del contorno, obligada por la sed y hostigada del calor, tuvo un día la temeridad de penetrar en aquellas deliciosas sombras y a r r o jarse de pecho a beber en aquellas frescas aguas. Miró en el terso espejo de la fuente, y vio, ¡qué portento!, una angélica hermosura de sonrisa irresistible, y cuyos negros cabellos ondeaban en torno de un semblante y de u n cuello de alabastro. " ¡ A y ! ¡Quién fuera tan hermosa!", e x d a m ó la muchacha. " T ú tienes esa dicha y esa suerte", respondió la encantadora presentándose. " S o y la maga del placer, y quiero que el mundo te admire y te goce." E n aquel mismo instante se encuentra la muchacha en un jardín de embalsamado ambiente, rodeada de caballeros que la acatan, la siguen y enamoran. U n a deliciosa música la conduce hasta ei salón de u n suntuoso palacio donde le espera un delicado festín, y en él consumen el día. La noche se pasa en danzas, juegos y escénicos espectáculos. Tal era la vida de la joven feliz, y las horas, los días y los años se deslizaban sobre ella sin sentirlos. P e r o su robustez y su salud comenzaron a debilitarse. Su pulso era frecuente, y sus sienes estaban como comprimidas. Siempre un tedio insoportable la acometía, la ahogaba y no la dejaba gozar. Suspiros involuntarios y lágrimas indiscretas salían de sus labios de clavel'y de sus menguas pestañas. " ¡ Ay, quién se viera pobre y con sailud!", exclamó abu8 "Tú tienes esa dicha y esa suerte", respondió la encantadora presentándose. DEHESA DE LA MORA rrida un día. Al momento la maga se lo concedió^ Volvió a hallarse en el corro de sus compañeras, espadando lino y cantando al compás de la espadilla en tono alegre las tonadas del p a í s ; comiendo las sopas de ajo de pan de centeno y bailando al p a n d e ro los domingos. E n uno de estos días bajó de su aldea a coger zarzamoras y se halló cerca de la fuente encantada. Quiso mirarse en sus aguas, pero se horrorizó ar verse. Su cara estaba cubierta de pecas p a r d a s ; su frente y su garganta, tostadas y despellejadas por et sol y el aire, y su cabeza, toda cubierta de tamo y tascos de estopa. " ¡ A y ! —-gritó la desdichada—. ¡Yo l o renuncié todo, pero no el ser h e r m o s a ! " Al instante la.maga se la apareció y la dijo indignad a : " P u e s t o que no te bastan 'la salud y la paz de la vida ganada con la espadilla, ve a ser la más h e r m o sa, como la más estúpida de las aves que cruzan los aires. T u hermosura será t u desgracia; los hombres te cazarán para su diversión, lo mismo que cuando eras cortesana." Y dándoía con su vara la convirtió en oropéndola. Feliz hubiera vivido en el bosque sombrío a la orilla de la fuente, picando zarzamoras y frambuesas, y silboteando, en fin, como las de su especie. P e r o ¿ para qué había ella ansiado la hermosura, sino para ostentarla, para ser admirada, envidiada y aplaudida? Se balanceó en las copas más altas de los álam o s ; fué vista, espiada, cogida en una red, llevada a j - rn ' " JOSÉ SOMOZA l a ciudad y vendida a unos niños muy antojadizos y m u y mal criados. Estos se divertían en hacer mal, no sólo a los animales repugnantes a la vista, como acostumbra desgraciadamente todo muchacho, toda mujer o todo hombre vulgar, para quien el murciélago inocente tiene pena de ser crucificado, y el lagarto inofensivo e s reo del suplicio de horca, sino que estos señoritos se complacían en atormentar hasta a los animales a quienes tenían cariño. A un doguillo muy pequeño, a quien habían quebrado la nariz para que n o creciese, le pusieron un día un cohete atado en el lomo para que, dándole fuego, fuese a estrellarse contra la pared. Tardes enteras pasaban en el corral de su casa administrando al gallo lavativas. A un asno que toleraba que montasen todos (eran tres los chicos) sobre su lomo en pelo, y caminaba con ellos adonde y como querían, le metieron debajo de la cola un puñado de moscas de caballo; esto ya aquel estoico animal no lo sufrió sin levantarse en coces, y -dejó sin un diente al mayorazgo. A tales manos vino l a oropéndola. F u é extraordinario el cariño que la tomaron los tres. N o había de comer ni de beber cuando quería, sino cuando querían ellos; no de lo que a ella le gustaba más, sino de lo que a ellos mismos les g u s taba, y como eran tres, había de comer tres veces: u n o le daba crema y café, otro prefería las pastas y vinos y otro estaba por la pesca y los helados. L a 12 DEHESA DE LA MORA desgarraban eil pico para engargantárselo, y no l e daban tiempo para hacer la digestión. L a interrumpían el sueño entre la noche para enseñarla a su» amiguitos, y aun fué la admiración de la tertulia muchas veces en que graves personajes y viejas del o t r o hemisferio la prefirieron a sus guacamayos. P e r o como ni hablaba, ni cantaba, ni tenía ninguna habilidad, cesó el entusiasmo y vino de repente la catástrofe. Habían visto los chicos (por desgracia) un loro disecado, y me cogieron a la desgraciada, la abrieron de arriba abajo, la arrancaron las. entrañas y, atravesada de alambres, sirvió de a d o r n o en una rinconera, con aplauso del padre, que creyó ver en cada uno de sus hijos otro conde de Buffon. Tal fué la suerte de aquella h e r m o s u r a ; y asf concluyó mi cuento, al cual habían estado las dos, niñas sumamente atentas, sin dejar de mirar a menudo a su oropéndola. —¡Pobrecilla! —exclamaron una y otra—. ¡ M e jor ha de ser soltarla en la dehesa de la Mora, donde nadie la vea ni la inquiete! Así lo hicimos, encargándola mucho las dos niñas,. con lágrimas en los ojos, "¡que no volviese a ser boba! ¡Que no volviese a remontar el vuelo! ¡Que no volviese a mirarse en la fuente!" (Obras de don José Somoza. Artículos edición corregida y aumentada. Madrid, prosa y verso de don José Somoza con y un estudio preliminar, por don José R. ja. Madrid, 1904.) 13 en prosa. Nueva, 1842.—uoras en notas, apéndicesLomba y Pedra- CECILIA B Ó H L DE FABER FERNÁN CABALLERO 1796-1877 LOS DOS AMIGOS Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llan u r a de Andalucía árida y estéril. N o corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y áloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. U n furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava d e volcán. El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera, ¿ellos durmiendo y él cantando! Veíanse sobre esta llanura, el 20 de agosto de 1782, las muestras de un reciente combate: caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de san- CECILIA BOEHL DE FABER gre. A lo lejos desfilaba en buen orden u n destacamento inglés. A otro lado, el Comandante de u n escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores. E n el que había sido campo de batalla, u n joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche» apoyaba en el tronco su pálido r o s t r o ; mientras que otro j o ven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida. — ¡ A h , Félix, Féllix! —exclamaba con la mayor angustia—. ¡ V a s a morir, y por mi causa! H a s recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿ P o r qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor ? — N o te desesperes, Ramiro —le decía su amigo con apagada voz—. Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal. E n t r e tanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano, que supo vengarme, está herida también? — ¡ Socorros — decía Ramiro sin escucharle — , prontos socorros podrían sólo salvarte! P e r o aislados, abandonados como estamos, ¿ cómo te los podré p r o curar? N o me encuentro capaz de separarme de t i ; pero, Félix, ¡moriremos j u n t o s ! 15 LOS DOS AMIGOS E n este momento oyeron el galope de un caballo. Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado por donde el ruido se sentía, y descubrió a su fiel criado, que, habiéndolos perdido en el combate, los. buscaba lleno de inquietud. Félix del Arahai y Ramiro de Lérida pertenecían! a dos familias unidas mucho tiempo hacía por la amistad más sincera. Educados juntos, servían en u n mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron d e capitanes, habiendo sido pajes del rey. Félix, de alguna m á s edad que Ramiro, con u n carácter más firme, con un temperamento más t r a n quilo y con razón más madura, tenía sobre su a m i g o un ascendiente que, en vez de disminuir la t e r n u r a de su amistad, añadía a este sentimiento, en el uno, la consideración y reconocimiento que inspira la p r o tección que se recibe; en el otro, el interés y apego que engendra ía protección que se concede. Después de tan evidente prueba de afecto como la que Félix acababa de dar a Ramiro, exponiéndose a morir por salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia, el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo ya no tuvo límites. L e miraba como a su ángel tutelar, y extremoso como era, habría destruido sus fuerzas y su salud asistiendo a su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad que le prestaban su amistad y su estado doliente. 16 J' '»»t£3' 1 CECILIA BOEHL "o- F< DE FABER P o r las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibrakar, desfijaba el regimiento de la Princesa, precedido de una música militar, irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban a los balcones para ver a los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con sus miradas lisonjeras. —'Mira allí, y verás ¡por vida m í a ! una hermosa mujer —dijo Ramiro a Félix, que marchaba a su lado. Ailzó Félix la cabeza, pálida aún, y vio en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad a u n a joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de las macetas de flores que cubrían su balcón, como una hora de felicidad precedida por las de la esperanza. — E r e s buen hurón para descubrir muchachas lindas —respondió Félix sonriéndose. P a s a r o n ; pero Ramiro volvía de cuando en cuando la cabeza a ver de nuevo a aquella que había llamado tanto su atención, mientras que ella seguía también con sus miradas a los dos oficiales: el uno, alto, pálido, de porte interesante y noble; el otro, m á s pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo. —Al menos, si no muy brillante, podemos decir que estuvo bien alegre el baile de anoche —decía R a miro a un grupo de oficiales reunidos en la plaza de la ciudad. 17 iv.—2 CECILIA BOEHL DE FABER —Debió parecerte así —contestó un teniente de cazadores, cazador tan infatigable en el baile como en el campo de batalla—, porque a fe mía que te divertiste en él muy bien. —Basta ya de chanzas, señores —repuso Ramiro—. Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo que ocasiona estas variedades y habladurías. — Y a te veo en cuerpo y alma metido en una intriga —dijo Félix a su amigo al separarse de los demás—, pues te h a s formalizado. N o olvides, Ramiro, la copla: Yendo y viniendo, fuíme enamorando; empecé riendo, 1 y acabé llorando ! —¡ Reflexiones! ¡ Raciocinios! —respondió Ramiro—. Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡ Sabe Dios cuántas horas viviremos! Además, pregunta a los viejos cuánto duraron sus veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la vida! Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón, miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el horizonte, despertaba al universo como una campana de luz. Vehemente como era, su amor había llegado iS LOS DOS AMIGOS al último grado, por los insuperables obstáculos que se le oponían. Mudas y temerosas entrevistas en la iglesia; algunas palabras por la noche en la reja, cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el único alimento de su exaltada pasión; pasión en todo joven, en todo lozana y en todo andaluza; sedienta de lo futuro y sin pasado para vivir de recuerdos. Maldecía Ramiro tantos obstáculos y se entregaba a una verdadera desesperación. * Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos, que por dos veces fué necesario le advirtiera una disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidente de Laura, pasaba por debajo de su ventana, para que él lo notase. Apresuróse Ramiro a bajar, y siguió a lo lejos a la buena mujer, n o atreviéndose a mirar a nadie por miedo de ser visto. Después de muchos rodeos, María llegó a una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las altas y severas paredes de un convento, y del otro, las del jardín del Corregidor. Paróse entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas palabras: " E s t o y libre esta noche y podré v e r t e . " ¡ Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento de Ramiro careciendo de su ardiente alma y n o estando apasionado como él! Besó con d mayor ardor el billete, que por esta vez no estaba empapado en lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal traza19 IT" "D CECILIA BOEHL DE FABER das probaban la agitación con que se había escrito. Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas manos de la anciana María. Sacó después una bolsa bien llena y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga benéfica. Mas la fisonomía de María cambió de repente de expresión, enderezó su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró a Ramiro de pies a cabeza con arrogancia e indignación. —Señor, ¿quién ha creído usted que soy yo? —le dijo—. Lo que acabo de hacer por amor de mi niña puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia. Y desapareció, entrándose por el postigo del j a r dín. Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para desayunarse, quedóse espantado al encontrade entregado a la desesperación más violenta. Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros rizos, tiraba con rabia cuanto encontraba a la m a n o . . . ¡ rompía los muebles! —¿ Qué tienes, Ramiro ? — l e preguntó. Pero él sólo repetía: —¡ Maldito sea el estado militar! ¡ Maldita esta d o rada esclavitud! ¡ Maldito el Coronel, tirano absoluto f i Maldita la hora en que con estas charreteras recibí una cadena que no me es posible romper! — P e r o , hijo mío —le dijo Félix—, nada comprendo de tus arrebatos. ¿ H a s tenido algún disgusto con el Coronel ? 20 ¿ 0 5 DOÍ AMIGOS — i j A h ! —respondió Ramiro—. ¡ No se trata de disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡ Nada teng o oculto para t i ! ¡ Toma y lee! Dióle el billete de Laura, y Féúix, después que lo leyó — ¿ Y bien? —dijo. —¡ Y bien! —replicó Ramiro—. ¿ N o soy yo el más desgraciado de los hombres? —Estos renglones —contestó Félix— me hacían suponer lo contrario. —I N o sabes, pues —exclamó Ramiro—, que estoy nombrado de guardia para la avanzada ? Félix se echó a reír. — ¿ Y es ésa lia causa de tu desesperación? —le dijo—. Eso sí que es propiamente lo que se llama ahogarse en una gota de agua. Y o haré el servicio p o r t i ; tú lo harás por mí cuando me toque. Ramiro estrechó entre sus brazos a su amigo, diciéndole: — F é l i x . . . Félix mío... naciste para mi felicidad; eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra d e flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu ternura y tu amistad generosa? — P e r o , ¿he hecho yo alguna cosa —contestaba Félix— que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi querido R a m i r o ? Este no dio otra respuesta que estrechar a su aimigo contra su corazón, tan lleno de amor y de amistad como de esperanza y de gratitud. 21 CECILIA BOEHL DE FABER Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía. ¡ Qué dichoso se encuentra R a m i r o ! Estaba llena de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el p r o fundo santuario de su corazón cuantas emociones p r o duce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. E n su éxtasis, n o reparó en el Teniente de Cazadores, que salía a su encuentro. Al verle quiso, haciendo el distraído, echar por otro lado. Mas el Teniente se apresuró a unírsele, diciendo: —¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía de servicio en la avanzada. —Bien, ¿y qué? —contestó Ramiro. —¡ E s una friolera! —respondió el de Cazadores—. Los ingleses han hecho una salida, y el Comandante del puesto ha sido muerto. U n domingo del año 1833, muchas damas a d o r nadas con mantillas blancas, flores y cintas, muchos, elegantes jóvenes, a pie y a caballo, se apresuraban a llegar al paseo. Dirigíase la alegre multitud a la izquierda, en tanto que a la derecha se observaba u n contraste notable. U n misionero capuchino, subido sobre el malecón, predicaba a un gran número de gente del pueblo, que, en pie y con la cabeza descubierta, formaba en derredor suyo un círculo a ma22 O LOS DOS "r AMIGOS ñera de abanico. A cierta distancia, u n inglés apoyado en un árbol dibujaba en su álbum el venerable rostro del capuchino. U n paisano, mirando el dibujo por encima del hombro del inglés, se sonrió y dijo con la franca cordialidad española, a quien basta una mirada para hacer conocimiento: —¡ P o r vida mía, que se parece como un ojo de la cara a su compañero! Usted es un gran pintor, señor, y si usted es inglés, como pienso, muy ajeno estará, al mirar a ese pacífico y santo varón, de que haya echado quizá debajo de la tierra a algunos de los abuelos de usted. El inglés miró al español con admiración, y éste le volvió a decir: — S í , señor. ¡Valiente espada era la suya el año de 1782! En el sitio de Gibraltar se distinguió m u cho, hasta que... P e r o es historia larga. Suplicóle el inglés se la contara, y el buen h o m bre, que no deseaba otra cosa, le hizo la relación que se ha leído. —Viendo —añadió por último el español— con tanta claridad el dedo de Dios, que le castigaba con tan espantosa catástrofe, fuera de sí de dolor por haber causado la muerte de su amigo, don R a m i r o de Lérida sólo vio dos alternativas: morir o hacer penitencia, j Gracias a Dios, era cristiano, y tuvo valor suficiente para escoger la última! El inglés miró ya con un nuevo interés al misio23 CECILIA BOEHL DE FABER ñero. Tenía, por decirlo así, el microscopio que podía penetrar aquella cubierta humilde y silenciosa. Mas en vano buscó en aquel semblante envejecidos surcos de lágrimas, un tinte de dolor o una mirada que denotase un recuerdo. ¡ Todo había desaparecido en aquella tranquila y venerable fisonomía! N o era obra del tiempo esta total variación: una elevada virtud había desprendido de este mundo su corazón y conducídole a aquella altura en que, según el elocuente poeta Lamartine, "¡Hasta el recuerdo huyó sin dejar huella!" 24 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN (EL SOLITARIO) 1796-1867 LOS TESOROS DE LA ALHAMBRA L a carrera del D a r r o es la que, arrancando de la Plaza Nueva, va a dar en la rambla del Chapizo, subida del Sacro Monte de Granada. P o r el siniestro lado se levantan edificios de magnífica traza, cortados por las fauces de las calles que bajan de lo más alto del Albaicín, y a la derecha mano, por su álveo profundo, copioso en invierno, nunca exhausto en el estío y siempre sonante y clar o , viene el Darro ensortijándose por los anillos que le ofrecen los puentes pintorescos que lo coronan. D e ellos, el principal es el de Santa Ana, en cuyo ámbito, y de la misma manipostería del puente, h a y asientos o sitiales siempre llenos de curiosos, que en las noches calurosas de junio y julio se empapan allí del ambiente perfumado y voluptuoso que en pos de sí lleva la corriente. E r a n las vacaciones, y mi amigo y compañero don SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN Carlos, cerradas ya nuestras tertulias, nos citábamos en tal sitio a cierta hora para ir juntos, y después d e girar y vagar otros momentos al rayo de la luna,, retirarnos a nuestra posada, a repasar los estudios que tanto nos afanaban y que después tan poco nos valieron. Una noche (ya muy cercana a su partida para pasar el verano con sus padres) dieron las doce sin haber acudido al sitio acostumbrado. Y a principiaba yo a tomar cuidado por su tardanza, cuando lo vi llegar más alegre y estruendosamente que nunca, y apoderándose de mi mano con el afecto más cordial, se me excusó de su descuido, y, como siempre, enderezamos hacia nuestra posada. Aquella noche fuéme imposible hacerle entablar discurso alguno de interés, y mucho menos de nuestras tareas académicas. —Estudiemos por placer y no por obligación — m e decía—. ¿Piensas que se apreciarán nuestros desvelos, aunque descollemos en la Universidad y logremos todos los lauros de Minerva? Si tal sucediera,, ¿cómo quedarían los necios?; y ya está decidido q u e ellos han de campear siempre por el mundo. Así diciendo, proseguía: — D e hoy en adelante discurramos por pláticas más sabias y no de tanto enfado, y ya que no p o demos atraer el sueño ahora, olvidemos las pandectas y los códigos. Diciendo esto, comenzó a presentarme sus proyec26 •j» . 1 LOS TESOROS > »KS3' DE f l LA rr n- ALHAMBRA tos, que no fueran mayores ni más espléndidos si hubiera a mano un millón de pesos, y por sus a d q u i siciones futuras y por las haciendas que me había de .regalar, y por los viajes que inseparablementehabíamos de emprender, lo dejé por loco o como» hombre que se entretenía en fantasear las horas del¡ sueño y del descanso. Al día siguiente, bien de mañana, estaba ya en subufete, sumando y figurando cantidades de un valorinmenso, y sin embargo de tener a mano el dinero que su familia le envió para el viaje, me rogó que le prestase tres monedas que fuesen de una a otra m a yores en otro tanto. Respondíle que las monedas pocas que poseía n o guardaban tad proporción, pero que para gastarlas nada importaba aquella para mí circunstancia muy extraña. Se levantó sin replicarme ni un eco, y fuese p o r la casa en demanda de monedas tan peregrinas, y a poco volvió diciendo: — E s mucho que nadie ha podido cumplirme el gusto sino la persona que menos hubiera q u e r i d o ; pero la fuerza ha sido contentarse con su buena obra. L a vieja Car j a me ha dado tres monedas con el requisito que yo pedía: son tres doblas; la primera, de dos pesos; la segunda, de cuatro, y la tercera, de ocho, y esta última preciso es que la tenga g u a r d a da muchos lustros ha, puesto que es de oro macuquino o cortado. 27 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN Y esto hablando me enseñó la dobla, que por el reverso tenía los nombres de Fernando y de Isabel. — L a vieja Carja —prosiguió mi camarada—, por muy dulzaina que se muestre para conmigo, siempre me es de mal agüero desde que el otro día, diciéndome la buenaventura cierta gitanilla que conoces, me vaticinó que mis gustos se me habían de aguar por manos viejas; pero en el asunto que ahora trato no sé qué mal pueda inducirme. Nos separamos sobre el anochecer y quedamos, •como siempre, citados en el puente de Santa Ana. Llegada la hora, y aún no había dado el cuarto para las doce, cuando con paso vacilante y con él aire más melancólico se me acercó, y tomándome por la m a n o , fría como el granizo, tiró de mí para la posada, yendo yo tan confuso como espantado. Sus suspiros me lastimaban sobremanera, y al t o c a r los umbrales de la puerta me dijo: —¡ Qué maravillas vas a saber de m í ! Retirados a nuestro aposento, y yo más curioso -que nunca, y temiendo el espíritu arriscado y de aventuras de mi amigo, me senté sobre el borde de la cama y esperé a que comenzase, como comenzó así su razonamiento: —Ayer, al asomar la noche, recogía el fresco por el puente último que lleva al Avellano, y donde viene también a dar la senda que conduce a las espaídas de la Alhambra. Solitario el sitio, y la hora a p r o pósito, me dejaba ir en alas de mis devaneos, cuando 28 LOS TESOROS DE LA ALHAMBRA una voz, cercana a mí en extremo, me sacó de misemsueños, diciéndome: '*jEres valiente? ¿Quiereshacer f o r t u n a ? . . . " Volví los ojos y me encontré a dos pasos con un soldado de más que alta estatura, con morrión d e cresta, con gola y vestes azules, cort el rostro no desagradable, pero pálido y ceniciento,, y con la voz, si bien honda y tristísima, nada desapacible. Llevaba terciada la espada del hombro, y en lamano apoyaba la pica obscura, pero de hierro muyluciente. Considerándolo un breve espacio, y porque no d u dase de mi valor, le dije que estaba resuelto a todo, y ordenándome que le siguiese, fuime en pos de él, ya casi perdido todo recelo por haberme largado la pica en que se apoyaba para que yo la condujese. El astil era tan pesado, que casi la llevaba arrastrando, y sin falta me prestaba la cualidad de invisible, puesto q u e encontrándome con varios conocidos y amigos que volvían de su paseo, ninguno hizo reparo en mi persona. Y a cercano aJ bosque, me dijo el soldado: —Cuando lleguemos a las ruinas de los torreones(y cuenta con no equivocarte), haz lo contrario d e lo que yo te mande. Promedio así, y emparejamos con el baluarte de la puerta de hierro, por donde se dice que Boabdil salió huyendo de la furia de los caballeros Abencerrajes por la muerte de sus parientes. Allí me dijo el misterioso guía que tocase cor* la lanza, lo que me guardé mucho de ejecutar; p e r o 29 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN ^cuando llegamos a la torre aislada de las almenas y m e ordenó que no llamase, entonces la levanté y -di con ella un gentil bote contra la muralla, la cual maravillosamente se abrió de par en par, no •dudando yo de seguir al soldado por aquellas obscuridades. E n la estancia donde nos paramos no encontré más ^adornos que enormes tinajas enclavadas en la tierra, y sentándose y haciéndome sentar el soldado sobre las tapas de hierro que las cubría, me relató el encant o y prodigio más estupendo que puede forjar la "imaginación más maravillosa. Me dijo que desde la conquista de Granada est a b a preso en aquella torre, custodiando los crecidos tesoros que los moros habían rescatado y escondido d e los cristianos, cuyo empleo enojoso lo cumplía enfadosamente. Que le estaba permitido el salir de t r e s en tres años para procurar su libertad, y que en distintos trances se había dejado ver de algunos, para que le facilitasen su rescate, pero que nunca logró -el cabo y el fin deseado, pues de ellos, a unos les falt ó él valor, otros desmayaron en la mitad del camino y muchos no llenaron los requisitos y condiciones que se les habían impuesto, perdiendo así eJ premio de su trabajo; y al decir eso levantó la tapa y sacó d e la tinaja más cercana, como por muestra, el puño lleno de 3a atena más fina de oro, que era lo que reposaba en aquellos vasos. — Y o entonces —prosiguió mi amigo— le aseguré 30 LOS TESOROS DE LA ALHAMBRA al soldado mi buen deseo y le ofrecí la fineza y esmero más extremado, y que pudiera disponer de mí a su t u e n albedrío, sin que los peligros pudieran arredrarme. El soldado me respondió que no sería necesario arriesgar mi persona, y que para dar comienzo a la obra volviese a verle a la noche siguiente (por hoy), •con tres monedas pedidas, pensadas y dobladas. Pedíle la clave de este enigma, y me dijo que las tres monedas habían de ser rogadas y tomadas de u n amigo que, ignorando el fin misterioso de su destino, pensase que eran para el uso mío, y que últimamente fueran el doble la una de la otra. Bien encomendadas a mi memoria todas estas circunstancias, me despedí del soldado, quien, para llamarlo cuando {a ocasión llegase, me dio las señas de tres palmadas, con tres palabras que hará una hora que recité y ya las he olvidado con mayor espanto mío. Separado de él anoche, tenía ante mis ojos la opulencia más rica, y en mi mano el hacerte feliz y poderoso, y ya reparaste la loca alegría que me dominaba. N o perdiendo tiempo, me procuré las monedas misteriosas, que, al ver mío, llenaban los puntos acondicionados, y esta misma noche volé al torreón a r r u i nado, y dando las tres palmadas y pronunciando las tres palabras que ya olvidé, se abrió al punto la m u r a lla, dejándose ver el soldado, con el rostro más triste y lastimado. 31 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN —Todo lo hemos perdido — m e d i j o — ; sé que h a s hecho cuanto tu buen deseo te sugirió y cuanto estuvo en tu m a n o ; pero si bien las monedas son d o bladas, la mayor tiene el mal de pertenecer a los reyes conquistadores de este suelo, Fernando e I s a bel, y para los usos que debieron servir no perdonan; ios genios que aquí mandan ni el nombre ni la efigie de entrambos héroes. Mira en prueba —me dijo— a qué se redujo cuanto estos vasos contenían. Y destapándolos sucesivamente no me mostró sino ceniza. Y estas urnas —prosiguió—, llenas de piedras preciosas, que por fineza mía y adehala debida a tu buena v o luntad te destinaba, todas se han vuelto de carbón—> Y era así como él decía, siendo las urnas como aquellos jarrones de porcelana que se conservan en los Adarves, y fueron hallados en el aposento de la» ninfas llenos de amatistas, topacios y esmeraldas. El soldado se despidió tristemente de mí, diciéndome que aún pudiera tener esperanza dentro de tres años, plazo necesario para que su visión pudiera repetirse, sin temer yo nada por la seguridad de los tesoros, pues estaban a salvo enteramente en t a n t o que estuviesen en su custodia. Salí de la muralla, y volviendo los ojos no vi sino el lienzo liso y sin lesión alguna, yendo a buscarte con el desconsuelo que puedes imaginar, pudiendodecir sólo que nada en el mundo podrá aliviarme el pesar de haber perdido la mayor dicha y opulencia 32 LOS TESOROS DE LA ALHAMBRA que puede esperar el hombre, habiéndolas tenido a tiro de la mano. P o r mucho que me parecieran disparatadas las razones de mi amigo, todavía lo vi tan cordialmente afligido y con abatimiento tal, que tuve a mejor partido el consolarle con otros discursos no de más compás que los suyos, y procuré que durmiendo recogiese con el sosiego algún poco de más de seso. Las horas de la noche las pasó sin descanso alguno y como en delirio, que llegó al frenesí más subido cuando a la siguiente mañana nos dijeron que la vieja Carja había desaparecido, dejando muy mal olor de sus acciones, que quién las calificaba de hechiceras, quién las presentaba por de un espíritu malo. Con esta aventura, mi amigo no hacía sino repetir el vaticinio de la gitana, y nada podía, no ya distraerle, pero ni aun picarle la curiosidad ni despertarle el gusto. En fin, partió para su país (cantón inmediato de las Alpujarras), donde le vi ir con gozo mío, por parecerme que allí dejaría el peso de sus cavilaciones, confesando la irritación de su fantasía. Las cartas que me escribió casi me lo daban ya por restablecido, cuando un veredero que llegó una tarde a más andar me trajo de la parte de mi desgraciado amigo el encargo encarecido de que fuese a darle el último adiós, si es que quería verle antes de morir. P o r mucha diligencia que puse en mi viaje por aquellas montañas, no llegué al lecho del moribundo 33 tf SERAFÍN ESTEVANEZ SÍ CALDERÓN sino a la segunda tarde, cuando ya mi pobre y delirante compañero tocaba en la agonía. Al verme, m e tendió la mano, y con lágrimas en los ojos me d i j o : —Querido amigo, no he podido ser superior a mi desgracia. El que tuvo ante la vista y destinadas para él tantas riquezas y tal poder y se le escaparon de la mano, no debe sobrevivir. N o te olvides q u ; la dicha tuya hubiera acompañado a la felicidad de t u amigo. ¡Adiós!... ¡Adiós!... Desde entonces no volvió a abrir los ojos, y a pocos momentos expiró, siempre repitiendo: — ¡ L o s tesoros de la Alhambra!... ¡ L o s tesoros de la Alhambra!... CATUR O DOS MINISTROS Y ALICAK COMO HAY MUCHOS Podrá el triste ser retirado de su tristeza, pero nunca el iralvado de su maldad. Sentencia árabe. Caleb cabalgaba gentilmente en un magnífico asno egipcio, dirigiéndose por el camino que, desde E s bilia, derecho guía a la ciudad de Córdoba, morada entonces del Califa. A proporción que la distancia del camino se abreviaba, el asno mostrábase muy ligero y andarín, como si el olor de una g r a n población y famosísima 34 CATVR Y ALICAK corte Je anunciase el próximo encuentro de algunos individuos de su numerosa familia. El asno, digo, picaba tan sereno y con un pasitrot e tan reposado y suave, que el jinete, entregándose a su fantasía, iba diciendo en sus aderitros de esta m a n e r a : " E n las escuelas d e Cuf pocos igualaron, y ninguno descolló, sobre la reputación m í a : sé con puntos y comas las Suras ( i ) del Alcorán, las decisiones d e la Zuna (2) y los dichos de los Cadís. Mis versos se cantan por las hermosuras del harén, mis apuntes d e historia el Visir los l e e ; nadie puede afrentarme por mis acciones, y para mayor fortuna, los buenos me quieren y los malos me odian. ¡ O h , buen A l á ! ¡ Cuan bien hice de aplicarme al estudio y n o imit a r al imbécil C a t u r ! Y ¡cuánto mejor me fué el seguir los principios del justo que no la perversidad d e Alicak! ¡ O h , buen Alá, qué dicha tan completa me espera!" P o r mucha recreación que Caleb tuviese con sus locos pensamientos, al entrar por una alameda que sombreaba la senda por donde caminaba, le sacó de su cavilación una voz que de es"te modo iba cantando : Cada cual busca su igual: tal para cual, tal para cual, fortuna sentada adentro al saber que un necio llega, (1) (2) Son capítulos o párrafos. Es el código civil. 35 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN sin duda vendrá a mi encuentro; que el leño al leño se allega, y todo busca su centro. Cada cual busca su igual, tal para cual, tal Para cual. Caleb no tanto se sorprendió por el sentido filosófico de la cantinela cuanto por el acento del que cantaba, que le sonó como a cosa muy de su conocimiento y familiaridad; así quiso aguijar a su compañero de viaje; pero ello no fué necesario, pues el asno, por un superior instinto, se resolvió a trotar m u y gentil y poderosamente. A poco trecho se reunieron caminante y caminante, y cuál no seria la agradable sorpresa de entrambos cuando se reconocieron por dos antiguos compañeros de escuela, Caleb y Catur. Desde los bergantines cuadrúpedos que montaban se alargaron la mano con el mayor estrecho, y d e pies cayeron en un diálogo, si instructivo, más edificante todavía, y que sentimos no poder trasladar en su totalidad por no poderlo recoger a las márge nes estrechas de este reducido cuadro. P e r o al último, nuestro Caleb, que se picaba de sentencioso y moderador ajeno, enderezando la palabra al compañero, le dijo: —Catur, ¡cuánto me place verte caminar p a r a Córdoba! Prueba es ésta de que al fin te resolviste a dejar tu pereza y flojedad, y que adelantando con el ansia y sed laudable de ahora la desaplicación p a sada, vas a poner la última mano a tus estudios. 36 CATUR Y Ahí C AK ganando a u n tiempo gloria y provecho. Catur, jcuánto me agrada la resolución t u y a ! — ¡ O h , Caleb! —replicó el o t r o — ; yo pensé que «1 conocimiento que dan los años te desviaría de la mala senda por donde entraste, y senda que no te llevará sino a tu perdición. ¿Estudios, e h ? ; más valiera que tomaras solimán corrosivo, pues si te hicieras superior a tan agradable horchata, todo el m u n d o te miraría como ángel o diablo; pero con estudios te darán por loco y se burlarán en tus bart a s , y si es céfiro lo que necesita el bajel de tu fortuna, no te asaltarán sino los más recios vendavales. ¡ O h Caleb, cuánto me aflige la resolución t u y a ! —'Eres un necio, Catur. — E s o , Caleb, que tú me das por apodo, lo tomo yo de buen talante por alto título y dictado, y al fin veremos quién se engaña. Mira, Caleb, no he procedido de rebato para ser torito, sino que para ello he caminado con u n tino y con un rigor lógico que te pasmaría, pues no hay raciocinio más rígido que el mío. O los estudios son fáciles o son dificultosos: si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y si lo segundo, ¿hemos nacido acaso para andar a cachetes con los libros en el mundo? E s t o no tiene vuelta; además, que aunque toda comparación es odiosa, y que es género de argumentación que no te agrada, según recuerdo cuando tú estudiabas, y yo paseaba por la Dialéctica, ello es cierto que siempre los necios... 37 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN —Calla, bárbaro... E n este coloquio iban los dos antiguos estudiantes, cuando hubieron de soltar un tanto la disputa para atender y dar oídos a la aguda y penetrante voz d e cierto caminante que picaba por alcanzarlos y que cantaba de esta m a n e r a : Con espuela y paso a paso llega el asno a la jornada; pero víbora o culebra dando saltos más alcanza. Ora se arrastra entre la hierba verde, luego sube, y por do subió más muerde. E n esto llegó a los dos primeros otro interlocutor de prolongadísima persona y mala catadura, color entre cerote y hollín, y ojos hundidos, aunque relucientes, con ciertas binzas de sangre, que venía m o n tado en alta muía burdégana, tan aviesa y resabiada como su amo. Los tres, al verse, prorrumpieron en un grito d e admiración, conociendo el nuevo huésped en los dos viandantes a nuestros Caleb y Catur, y éstos en él al señor Alicak, célebre en sus primeros años p o r sus malicias y enredos. Alicak saltó de su cabalgadura así como r e p a r ó en Catur, y aferrándose de la estribera siniestra, en> actitud humilde y con eco melifluo, le d i j o : — j O h mi caro, mi antiguo y único amigo, y o h mi irremediable futuro e indefectible apoyo y favorecedor ! T ú caminas para Córdoba: tu frente la veo de berroqueña, como antaño, y por último y feliz 38 CATUR Y ALICAK horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni un negro de la uña... ¡ O h qué suerte tan dichosa te espera!; dame paz en el rostro y prométeme t n gracia y favor... Caleb, que, conociendo la condición maligna de Alicak, no le caía en gracia aquella pantomima burlesca, pensó ejercitar su humor moralista y severo, y así, con tono dogmático, le habló de este m o d o : —Alicak, ya juzgué que tus inclinaciones al mal se hubieran debilitado, cuando no destruido de todo p u n t o ; por eso me aflijo al mirarte con tan poca enmienda, siendo así que, donde vamos, tus artes te harán mucho mal y bien ninguno. L a justicia, la sabiduría y la austeridad de costumbres allí presiden; y ¿ qué será de ti si por ventura ?... — P e r d ó n , perdón, y mil veces perdón —gritó Alicak—; perdón, repito, sol de la sabiduría, fuente de Ja doctrina, león contra el engaño, justo, sabio, valiente Caleb; dame los pies para los besar. Y así diciendo, dejando a Ca'tur, se acercó al doctor, haciendo las muecas y visajes más picarescos. Catur renegaba porque le hubiesen interrumpido el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la corona de la cabalgadura del orador moralista u n sendo aguijón, que comenzó a lastimar al asno, y éste a brincar, y el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del ca39 SERAFÍN ESTEVANEZ CALDERÓN mino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas, donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur, sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak, después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese aliviado de los zequíes y doblas zahénes que llevaba. Después de esta aventura (que por ser tan común en el mundo no tiene nada de nuevo puesta en historia), Catur y el señor Alicak entraron en Córdoba, y Caleb, como mejor supo y pudo, también llegó a la gran ciudad, prometiendo en sus adentros, cuando llegase al poder, que a Catur lo pondría en sitio tal que pudiese comer y roncar potentemente, sus dos favoritas distracciones, y que al señor Alicak lo pondría encerrado en palacio tan espacioso y rico, que sin pensar él que estaba en prisión, no pudiese hacer el mal a que lo inclinaba su condición intrigante y picara. Y ya en Córdoba, y antes de todo, comenzó a visitar las bibliotecas y curiosidades de la ciudad celeste. Anduvo largos días Caleb en tales entretenimientos y recreaciones, cuando, dando punto en ellos, trató de pensar en su futura suerte. Algún tiempo estuvo meciéndose entre las más dulces esperanzas, ya fiado en los títulos que él contaba tener en sí propio (vanidad culpable), y ya contando en la benevolencia de ciertos favorecedores (confianza ne40 CATUR Y ALICAK c í a ) ; pero viniendo semanas y andando meses nada conseguía, sólo recogiendo humo entre sus brazos cuando más cerca pensaba tener la fantasía de la fortuna. E n esto se le vino a recordar que desde Cuf traía cierta carta para el sabio L o k m a n ( i ) , famoso en los reinos muslímicos por las obras que escribía, y m á s a ú n en Córdoba, por sus verídicos vaticinios; y se propuso, sin falta, el visitarlo a la siguiente mañana. Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada •del sabio, que era un pequeño vergel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fué recibido muy cordial y amorosamente por u n anciano •de faz venerable y de bellida y argentada barba. A ú n no habían los dos recién conocidos finalizado los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas d e su estrella. L o k m a n entonces hizo ocultar a Caleb entre unas mosquetas del jardín, y mandó que entrasen los dos curiosos, que para mayor maravilla del escondido, n o eran otros que Catur y el señor Alicak. El sabio, instruido d e la demanda de entrambos, se acercó primero a Catur y luego al señor Alicak, leyéndoles y observándoles la faz a cada cual con ( i ) Este Lokman no puede confundirse con el que tanta fama ganó en Oriente con sus apólogos o fábulas. 4i SERAFÍN ESTEV ANEZ CALDERÓN escrupulosidad nimia, y de pronto, postrándose ante los dos al uso oriental, exclamó: — ¡ O h , poderoso Alá, tus juicios son insondablest P e r o fuerza es adorar tu obra. Levantándose después, le dijo a C a t u r : —¡ O h , hijo mío, esta tarde y otra y otra pasea podías alamedas del río entre los otros á r a b e s ; lleva alzaba, muy alzada la frente y duerme con descanso r al cuarro día serás E m i r y poseerás grandes riquez a s : sólo te pido, en premio de tal noticia, que m e dejes en paz. Y luego, volviéndose al señor Alicak, añadió, m i rándole con miedo a la frente: — T ú , ser afortunado, retírate a tu casa y nada más. Catur y Alicak, oyendo estas palabras, se retiraron alegres, echando antes el primero una mirada de antojo al vergel, y el segundo una mirada de codicia a los anillos de oro y piedras preciosas que tenía Lokman en la mano. Caleb, que observó toda esta escena, salió para abrazar al sabio y pedirle que también a él le relatase su porvenir, contando sin falencia sacar mejor partido que sus dos inferiores compañeros de estud i o ; Lokman le miró entre gozoso e incierto, y abrazándole estrechamente, le dijo: —¡ Oh hijo m í o ! Ninguna de las líneas de t u frente te anuncian fortuna, al menos para la edad en que vivimos. El letrero privilegiado no lo alcanzo 42 CATUR Y ALICAK a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo— Y ¿cuál es ese letrero, padre mío? —repuso afligido Caleb. —Joven querido, son tal y tal — y pronunció d o s palabras árabes desconocidas para nosotros. — Y ¿qué quieren decir tales palabras?... L a historia no dice si se llegó o no a saber la clave de estas dos misteriosas palabras; pero sí se sabe, y consta por las crónicas de aquel tiempo, q u e Catur y el señor Alicak llegaron al estado prometido por Lokman, siendo al propio tiempo nombrados visires por el Califa. Cuál fuese el feliz régimen y honradas acciones de estos dos ministros se concebirá fácilmente sabiéndose que desde aquel punto entró en los h a b i tantes tal prurito por peregrinar, que los pueblos, quedaron casi desiertos. Algunos viajeros, después de luengos años, relataron en sus escritos que cierto anciano de faz v e nerable y bellida y argentada barba, y otra persona de menos edad, huyendo de los dos visires, vivieronsolos y apartadamente en una isla desierta. Muchos sospecharon que tales solitarios no p u dieron ser sino L o k m a n y Caleb. 45 DOMINGO FAUSTINO (Argentino, EL SARMIENTO 1811-1888.) RASTREADOR Todos los gauchos del interior son r a s t r e a d o r e s . ~En llanuras t a n dilatadas en donde las sendas y -caminos se cruzan en todas direcciones, y los camp o s en que pacen o t r a n s i t a n las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de u n animal y distinguirlas e n t r e m i l ; conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, c a r g a d o o de vacío. E s t a es una ciencia casera y popular. U n a vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de c o s t u m b r e , la vista al suelo. —Aquí va —dijo luego— una mulita mora, m u y buena... Esta es la tropa de don N . Zapata... es de m u y buena silla... va ensillada... ha pasado a y e r . . . E s t e hombre venía de la sierra de San Luis, la t r o p a volvía de Buenos Aires, y hacía u n año que «él había visto por última vez la mulita m o r a cuyo -rastro estaba confundido con el de toda u n a t r o p a EL RASTREADOR e n un sendero de dos pies de ancho. P u e s esto, q u e p a r e c e increíble, es, con todo, la ciencia v u l g a r ; é s t e e r a u n peón de arria, v no u n r a s t r e a d o r d e profesión. El r a s t r e a d o r es u n personaje grave, circunspect o , cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. L a conciencia del saber que posee le d a c i e r t a dignidad reservada y misteriosa. T o d o s le t r a t a n con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándole o denunciándole; el p r o pietario, porque su testimonio puede fallarle. U n r o b o se h a ejecutado d u r a n t e la n o c h e ; no bien se nota, corren a buscar u n a pisada del ladrón, y, e n c o n t r a d a , se cubre con algo p a r a que el viento n o la disipe. Se llama en seguida al r a s t r e a d o r , que ve el r a s t r o , y lo sigue sin m i r a r sino de t a r d e en t a r d e el suelo, como si sus ojos vieran de relieve e s t a pisada, que p a r a o t r o es imperceptible. Sigue e l curso de las calles, atraviesa los h u e r t o s , e n t r a e n u n a casa, y señalando u n hombre que encuent r a , dice f r í a m e n t e : " E s t e e s . " E l delito e s t á p r o b a d o , y r a r o es el delincuente que resiste a e s t a acusación. P a r a él, m á s que p a r a el juez, la deposición del r a s t r e a d o r es la evidencia m i s m a ; n e g a r l a sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a e s t e testigo, que considera como el dedo de Dios q u e le señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido en u n a provincia su oficio d u r a n t e c u a r e n t a años consecutivos. Tiene a h o r a cerca de 47 DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO ochenta a ñ o s ; encorvado por la edad, conserva, sin. embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: — Y a no valgo n a d a ; ahí están lo? niños. Los niños son sus hijos, que han aprendido era la escuela de tan famoso m a e s t r o . Se c u e n t a de éí que d u r a n t e un viaje a Buenos Aires le r o b a r o n u n a vez su m o n t u r a de gala. Su mujer tapó el r a s t r o con una artesa. Dos meses después Calíbar r e gresó, vio el r a s t r o , y a b o r r a d o e imperceptible p a r a o t r o s ojos, y no se habló m á s del caso. A ñ o y medio después Calíbar m a r c h a b a cabizbajo p o r una calle de los suburbios; entra en una casa y e n c u e n t r a su m o n t u r a , ennegrecida y a y casi i n u t i lizada por el uso. H a b í a e n c o n t r a d o el r a s t r o d e su r a p t o r después de dos años. E l a ñ o 1830, u n r e o condenado a m u e r t e se había escapado de la c á r cel. Calíbar fué e n c a r g a d o de buscarlo. El infeliz, previendo que sería r a s t r e a d o , había t o m a d o t o d a s las precauciones que la imagen del cadalso le s u girió. Precauciones inútiles. A c a s o sólo sirvieron p a r a p e r d e r l e ; porque, comprometido Calíbar en s u reputación, el a m o r propio ofendido le hizo d e s e m p e ñ a r con calor u n a t a r e a que perdía a un h o m b r e , p e r o que probaba su maravillosa vista. El prófugoaprovechaba todas las desigualdades del suelo p a r a n o dejar h u e l l a s ; cuadras e n t e r a s había m a r c h a d a pisando con la p u n t a del p i e ; t r e p á b a s e en seguida 48 EL RASTREADOR a las murallas bajas, cruzaba u n sitio, y volvía p a r a a t r á s ; Calíbar le seguía sin perder la p i s t a ; si le sucedía m o m e n t á n e a m e n t e extraviarse, al hallarla de nuevo, e x c l a m a b a : —¿ Dónde te mi-as-dir ? Al fin, llegó a u n a acequia de a g u a en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél p a r a burlar al r a s t r e a d o r . . . ¡ I n ú t i l ! Calíbar iba por las orillas, sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina u n a s hierbas, y d i c e : — P o r aquí ha salido; no hay r a s t r o ; pero estas gotas de agua en los pastos lo indican. E n t r a en u n a viña. Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: — D e n t r o está. L a partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar c u e n t a de la inutilidad de las pesquisas. — N o ha salido —fué la breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el r a s treador. N o había salido, en efecto, y al día siguiente fué ejecutado. E n 1830, algunos presos políticos intentaban una evasión; todo estaba p r e p a r a d o ; los auxiliares de afuera, prevenidos. E n el momento de efectuarla, uno dijo: — ¿ Y Calíbar? — ¡ C i e r t o ! —contestaron los otros, anonadados, aterrados—, ¡ Calíbar! Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que 49 iv.—4 DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO estuviese enfermo c u a t r o días, contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente. ¿ Q u é misterio es este del r a s t r e a d o r ? ¿ Q u é poder microscópico se desenvuelve en el ó r g a n o de la vista de estos hombres ? ¡ Cuan sublime c r i a t u r a es la que Dios hizo a su imagen y s e m e j a n z a ! ( Facundo.) 5Q ANTONIO DE TRUEBA 1820-1889 EL MÁS LISTO QUE CARDONA I Comedia sin teatro, para maldita la cosa vale. A n tes de hacer la comedia, hagamos el teatro. El teatro representa la plaza de un lugar de la provincia de Madrid. A derecha e izquierda, bocacalles. E n el fondo, una casa grande con balcones. Y hacia el lado del público, la concha del apuntador, donde el autor se mete y apunta en unas cuartillas de papel cuanto dicen y hacen los actores para ir en seguida a parlárselo al público. Acaba de amanecer y acaba la tía Bolera de plantarse en medio de la plaza con una cesta de higos delante. Sale Bartolo sin sombrero y mirando a todas partes, como si se le hubiese perdido algo. ANTONIO DE TRUEBA Mucho oído, que comienzan a hablar Bartolo y la tía Bolera. —Buenos días, tía Bollera. —Buenos te los dé Dios, Bartolo. — H o y los mozos que salgan bien de la quinta, de seguro la dejan a usted sin higos para regalar a las novias. Yo que usted no hubiera madrugado tanto teniendo la venta segura. — P u e s tú madrugas también. — E s que anoche, andando por aquí de ronda, me llevó el sombrero el aire, y no puedo dar con él por más que le busco. —Cabeza es lo que debes buscar, que esa te hace más falta que el sombrero. —Velay usted lo que tiene el ser uno tonto. —Vamos, ¿no me compras higos? —¡ Canasto, la pinta no es mala! —Pruébalos, que son muy ricos. — V a m o s a ver —dice Bartolo manducándose h i gos—. Este... estaba un poco duro. Este... estaba d e masiado blando. E s t e . . . amargaba un poco. E s t e . . . estaba demasiado dulce. — ¡ A n d a y prueba solimán de lo fino, que los h i gos están caros! Y la tía Bolera amenazaba con una pesa a B a r tolo. —¡ Pero, tía Bolera, si como soy tonto no sé lo que me pesco! 52 EL MAS LISTO QUE CARDONA — E s o te vale, que si no te rompía la cabeza con una pesa. Vamos, ¿cuántos higos quieres? —Aguarde usted, mujer, que antes de todo es ajustar. ¿ A cómo son? — A cuatro cuartos la libra. —Vamos, que algo menos serán. — N o son un maravedí menos. —¡ Canasto, no ha de tener usted palabra de r e y ! — V a y a , no muelas. ¿ Cuántos quieres ? — E c h e usted cuatro o seis libras si me los da u s ted fiados. — ¿ A h o r a salimos con eso? —¡ Pero, tía Bolera, si no tengo un c u a r t o ! —¡ Anda, anda, lárgate de aquí o te descalabro! — T í a Bolera, no me asuste usted, canasto, que me van a hacer daño los higos que he comido. —¡ Así reventaras! — P e r o , ¿ tengo yo la culpa de ser tonto ? —¡ T e he dicho que te largues! Bartolo se retira a una esquina, y la tía Bolera añade en tono muy sentimental: — ¡ A y ! ¡ E l Señor nos conserve cabales los cinco sentidos! Cardona, que es un mozo cuya sonrisa burlona va por todas partes diciendo: " E l que me la pegue a mí, no ha de ser r a n a " , sale por la parte opuesta a la esquina en que está Bartolo, y pregunta: — ¿ Q u é es eso, tía Bolera? 53 ANTONIO DE TRUEBA — ¡ Q u é ha de ser! Que si me descuido se zampa todos los higos ese zoquete. —¡ Canute! N o me hable usted de ese tonto, porque me tiene muy quemado... ¿Creerá usted, tía Bolera, que pretende casarse con la J e r o m a ? —¿Con la chica del señor Alcalde? En el nombre del Padre y del Hijo. ¡Con la más rica del lugar! —¡ Cabalito! —'Pero ella no le hará caso. —¡ Pues no se le ha de hacer, canute, si está chalad por él, y dice que aunque la hagan tajadas n o se casa conmigo! — P u e s ándate con cuidado, no sea que te la pegue. —¡Pegármela a m í ! ¡A mí, canute! ¡ J a ! , ¡ja!, ¡ j a ! ¡Que es tonto el muchacho! — E s verdad que ya sabes tú dónde el zapato te aprieta. Cardona te llaman, y te está pintiparado el nombre. Bartolo, que no quita ojo de los higos de la tía Bolera, exclama: —¡ Canasto, y qué ganas de comer higos me han entrado! —Vamos, ¿no me compras higos? —pregunta la tía Bolera a Cardona. — ¿ A cómo son? — A cuatro. — P u e s eche usted un par de libras para que r u mie el ganado. — ¡ C a n a s t o ! —exclama B a r t o l o — ¡ Q u e no tuvie54 EL MAS LISTO QUE CARDONA ra yo cuatro cuartos para comprar una libra de higos! —Apara el sombrero —dice a Cardona la tía Bolera—. T ú me estrenas, hijo. —Con que son... cuatro y cuatro.;, doce —dice Cardona, contando por los dedos—. Ahí tiene usted los doce cuartos. Cardona repara en Bartolo. — ¡ C a n u t e ! —añade—. ¿Entuavía está ese tonto ahí ? Verá usted, tía Bolera, cómo le apedreo! ¡ Anda, Bartolo! ¡Anda, borrico! ¡Anda, bestia! ¡Anda, tonto! Así diciendo, Cardona tira higos a Bartolo, éste los va cogiendo y zampando con mucho g u s t o ; y el uno tirando y el otro zampando sin más que decir: " D i m e tonto y dame higos", desaparecen por una de las bocacalles. —¡ Ja!, ¡ j a ! , ¡ j a ! ¡ Qué listo es este Cardona! — e x clama la tía Bolera desternillándose de risa—. Con razón pasa por el más listo del pueblo. ¡ J a ! , ¡ ja!, ¡ j a ! II Cardona vuelve inmediatamente, y dice enseñando el sombrero completamente desocupado: — S e acabó la munición y me quedé desarmado. El tío No-hay-Dios sale de casa del Alcalde, y Cardona le g r i t a : ss ANTONIO DE TRUEBA —¡ E h ! ¡ Alguacil! ¡ Tío No-hay-Dios! — i M i r a , Cardona, que no pongas motes a nadie! N o gastes bromas con nosotros los señores de j u s ticia, que te plarfto en el cepo como soy alguacil. — P u e s ya puedes plantar en él a todo el lugar —replica la tía Bolera—, porque no hay quien no te llame tío No-hay-Dios. — Y ¿por qué te lo llaman? —pregunta Cardona. — P o r q u e cuando volví del servicio no quería ir a misa, so pretexto de si había Dios o dejaba de haberle. Me casé poco después, se me perdió la cosecha, se me murieron dos caballerías, y mi casa era una perdición. U n día fui a Madrid a vender un borriqui11o, que era lo último que en mi casa quedaba por vender, y al llegar allá, le dio un torozón a la bestia y se murió. Vendí en un duro la piel del borrico, y volví a tomar eJ camino del pueblo, pensando si aquello me sucedería por decir que no había Dios, cuando cátate tú que encuentro un pobre con tres chiquillos desnudos y muertos de hambre y me pide limosna, diciendo que Dios me daría ciento por uno. Yo tenía por jaula lo de Dios, pero tenía tres chiquillos como eü pobre y me puse a pensar que estaban a pique de pedir limosna. Pues, señor, que se me ablanda el corazón, que doy el duro al pobre echándome la cuenta del perdido, y que sigo mi camino oyendo las bendiciones de los que se quedaban con el último duro de mi caudal. ¿ Q u é diréis que encontré al llegar a casa? 56 EL MAS LISTO QUE CARDONA —¿Alguna cuerda para ahorcarte? — N o , eso hubiera sucedido si no hubiera D i o s ; pero como le hay, me encontré con una carta en que me decían que el coronel de mi regimiento, con quien estuve de asistente, había muerto y me había dejado mil duros. Salgo entonces por el pueblo gritando: ""¡Hay D i o s ! ¡ H a y D i o s ! " Mi casa comienza a prosperar, la justicia me nombra alguacil, viendo que me he hecho buen cristiano, y hoy sería el más dichoso del pueblo si me llamaran el tío Hay-Dios, en lugar de seguir llamándome el tío No-hay-Dios. — P e r o oye, que para eso te llamaba: tú, que eres ailgo de justicia, ¿no has olido algo de la causa que el juez del partido nos sigue al tonto y a mí, por los palos que llevaron los forasteros el día de la función ? —¡ Pues no he de haber olido! Justamente vengo de entregar al señor Alcalde un oficio dei Juez que han traído esta madrugada. — ¿ Y sabes lo que dice? —¡ Vaya si lo sé! Como que su merced le ha leído alto delante de mí. — ¡ C a n u t e ! Y ¿qué dice? —Dice que a ti te han condenado por buenas composturas a pagar mil reales de las costas. — ¡ C a n u t e ! ¡ P o r vida d e . . . ! ¿ Y a Bartolo? —Bartolo ha salido del todo libre. — 1 ¡ Pero si él fué quien pegó los palos, y yo no hice más que enzarzarle con los forasteros, y luego 57 ANTONIO DE TRUEBA hacer que metía paz para que no rezara conmigo la causa! —¡ Y a ! Pero el Juez dice que como Bartolo es tonto, no tiene pena, y te ha cargado a ti las costas que el tonto debía pagar. — ¡ C a n u t e ! ¡ Recanute! ¡ Que esto me suceda a mí \ — E a , con que diquiá luego, que hoy con la quinta estamos muy ocupados los señores' de justicia. T ú , Cardona, no tengas miedo, que, como sois treinta los mozos útiles, y nada más que cuatro los soldados que piden, malo ha de ser que a ti te toque la china. Mira, ya tocan a misa. Vete a oírla, que ¡ h a y Dios! El alguacil desaparece. —¡ Canute! ¡ P a r a misas estoy y o ! —dice Cardona tirándose de los pelos. — H o m b r e —le arguye la tía Bolera—, no te desesperes por mil reales más o menos. III Muchas gentes atraviesan la plaza en dirección a la iglesia. El Alcalde y su hija salen de casa, llevando la Jeroma pañuelo a la cabeza. Hablan el Alcalde y su hija. —¡ Jesús, padre, qué empeño en ir a misa primera! —¡ Picarona! ¿ Quieres que me quede sin misa, para que al alcalde le llamen tío No-hay-Dios, como al alguacil? 58 EL MAS LISTO QUE CARDONA — P u e s oiga usted misa mayor. — N o quiero, que me está esperando todo el A y u n tamiento para hacer el sorteo, y en seguida la declaración de soldados, p a r a salir del paso cuanto antes. — L a declaración de soldados es de hoy en ocho. —¡ Qué sabes tú, habladora! —Siempre ha sido así. — E s o manda la ley; pero el Ayuntamiento h a acordado hacerla hoy y poner la fecha del domingo que viene, porque el domingo toda la justicia está convidada a una borrachera que da ese señor que ha venido de Madrid. —¡ Vaya u n modo de cumplir la ley! —'¡Qué ley ni qué calabazas! E n los pueblos no> se anda con cumplimientos. — P u e s bien: vayase usted solo a misa primera, que yo me quedo para la mayor. — ¡ Y a , ya te entiendo, pájara! Lo que tú quieres es ir sola a misa para gastar palique con el tonto. N o te verás en ese espejo. Y a te he dicho que con quien te has de casar es con Cardona, que es el m á s listo del pueblo. — Y a los hombres, ¿de qué les sirve ser listos? — ¡ Calla, habladora, que te voy a sacar la lengua 1 Si no fuera yo listo, ¿no me la hubieras tú pegado ya ? — S i quisiera pegársela a usted... —¡Pegármela tú a m í ! ¡Facilillo es! 59 ANTONIO DE TRUEBA —Pues yo no me caso con Cardona, que me caso -con Bartolo. —Bartolo es tonto. — P u e s a mí me sirve aunque lo sea. —{Anda, e)l tercer toque! ¡Vamos a misa! —¡ P u e s ! ¡ Y he de entrar en misa sin mantilla! — ¡ Q u é mantilla ni q u é . . . ! E n los pueblos no se a n d a con cumplimientos. ¡Vamos, vamos, picara! ¿ Q u é va a que por tu causa me ponen tío No-hayDios? El Alcalde echa a correr, y al traspasar una esquina se le escapa su hija, que va a meterse por otra -callejuela, diciendo: —¡ Sí, ahora me iba yo a quedar sin hablar con Bartolo, cuando no le he visto desde el domingo pagado ! E n el soportal de la casa de Ayuntamiento comienza el sorteo para la quinta. Bartolo se retira del soportal, llorando como un becerro porque ha sacado el número cuatro, y poco después hace lo mismo Cardona, pero saltando de alearía, porque ha sacado el número cinco, y tocando al pueblo sólo cuatro soldados, son útiles para coger el chopo los que han sacado los cuatro primeros números. iv El juicio de exenciones y declaración de soldados •comienza. •mi i»> EL MAS flagri LISTO QUE- rr » t CARDONA Los tres primeros números son declarados útiles—¡ Número cuatro! —grita el Secretario. Y Bartolo se presenta. —¿Tiene usted algo que alegar? —Sí, señor: que soy tonto. El Ayuntamiento delibera y declara inútil para eE servicio a Bartolo por tonto de capirote. —¡ Número cinco! —vuelve a gritar el Secretario.. Y comparece Cardona tan desesperado, que se tiraría de los pedos si no se los hubiera arrancado ya de rabia. — ¿ T i e n e usted alguna exención que alegar? — S í , señor, que soy más tonto que una mata dehabas —contesta Cardona con profunda convicción.. E l Ayuntamiento y el respetable público se echart a reír como quien dice: " ¡ Q u é pillo es ese muchacho!" Cardona es declarado útil para poder manejar el' chopo. —¡ Canute! ¡ Recanute! —exclama Cardona arreándose puñetazos a sí mismo—. Que llamen al número seis, porque yo voy a matar al tonto y a a h o r carme en seguida en un árbol de mi huerto. El respetable público vuelve a aplaudir. — T í o No-hay-Dios —dice el Alcalde—, al c e p a con ese quinto hasta que se haga la entriega en caja. Cardona se defiende como un león; pero al fin e l alguacil, ayudado por Bartolo y otros mozos, le sujetan. 61 ANTONIO DE TRUEBA —Cardona —le dice el alguacil por lo bajo al soplarle en el cepo—, ¡hay D i o s ! —'¡Ya lo sé! —contesta Cardona, ya más manso <que un cordero. V Esta comedia tiene su epílogo y todo. El epílogo es pasados unos quince días. Cardona, con los demás quintos, sale del pueblo p a r a ir a entrar en caja. Al pasar junto a su huerto, dirige la vista a los frutales, pesaroso de no ahorcarse en uno de ellos. Jeroma y Bartolo salen de la iglesia, donde acab a n de casarse. ¡Ahora sí que el tonto se mete en <asa del Alcalde! E n t r e la multitud de gentes que acompañan a los novios va el tío No-hay-Dios. — B a r t o l o —dice el alguacil—, esto t e p r o b a r á q u e ¡ hay D i o s ! —Sí —contesta Bartolo—, y por eso tengo un remordimiento. —¿Cuál? —Cardona va soldado por haber alegado yo que •soy tonto. •—¿ Y sospechas que no lo eres ? — L o sospecho. — Y o también sospecho que eres más listo que Cardona. 62 JUAN VALERA 1824-1905 EL CABALLERO DEL AZOR I H a r á ya mucho más de mil años había en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por u n prodigio de virtud y de ciencia. Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. P o r dondequiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos. E n medio de aquel diluvio de males pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos 63 JUAN VALERA y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban l a mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse d e las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles p a r a la guerra. La abadía era muy rica y famosa: rica por los fértilísimos valles que en sus contornos los m o n jes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que p e r m a necía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras. Entre los monjes había sabios filósofos y t e ó logos y no pocos que habían militado con gloria en sus mocedades 'antes de retirarse del mundo. Estos enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la g u e r r a ; cuanto a la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y h u mildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa salían de allí p a r a ser guerreros y aun grandes capitanes. Cincuenta novicios había en la abadía de continuo. Y todos, salvo en las horas consagradas a ejercicios caballerescos, vestían el hábito de la orden. E n una tarde de abril, terminadas las vísperas, salieron los novicios del coro, donde habían estado 64 EL fe** CABALLERO DEL AZOR entonando salmos, y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en u n gran patío. Había un novicio de origen obscuro, lo cual se contraponía a la alta nobleza de que se jactaba con razón la mayoría de los otros. Este novicio era español. Seis años hacía que había venido a refugiarse en el convento sin saber de dónde. El caritativo abad le dio asilo, y él, con su humildad profunda, con su aplicación constante, con la rara inteligencia que desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad que mostró en todos los ejercicios corporales, se ganó la voluntad de aquel venerable siervo de Dios, que le amaba como a un hijo y que candorosamente le admiraba. De aquí la envidia que le tenían los otros novicios y especialmente los franceses. T r a tábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le dirigían improperios, que él sufría con resignación evangélica. P o r esto le llamaban Plácido. E n aquella ocasión la envidia de los otros novicios había llegado a su colmo. Plácido acababa de alcanzar brillante triunfo. Había compuesto u n devoto e inspirado himno latino a la Santísima Virgen María, tan lleno de bellezas y tan rico de amor místico, que, entusiasmados los monjes, le habían cantado en el coro, dando al joven poeta mil alabanzas y bendiciones. Sus malos compañeros, deseosos de humillarle, y tal vez fiados en que Plácido era pacífico y sufrido, 65 ív.-S JUAN VA LE RA se encararon con él, aunque se apartaba de ellos con mansedumbre y modestia, y llegaron dos de los más insolentes al último extremo de la injuria. Recordando la obscuridad de su origen, se la echaron en rostro y calificaron a su madre de la más infame manera. El cordero se convirtió entonces de repente en bravo león. P o r dicha, no tenía armas, pero le valieron los puños. Con certero y fuerte golpe derribó por tierra, maltrecho y con la boca ensangrentada, al primero que le había ofendido. Después siguió peleando él solo contra otros tres o cuatro, apoyado contra el muro y acosado por ellos. F u é todo tan rápido, que nadie había acudido a interponerse y a restablecer la paz, cuando otro de los novicios, de nobilísima alcurnia francesa, intervino en la contienda, diciendo: — E s cobardía que vayáis tantos contra él; apartaos ; dejádmele a mí solo; yo le castigaré como merece. F u é tan imperiosa la voz, fué tan imponente el ademán de aquel muchacho, que se apartaron todos, formando ancho cerco en torno suyo. Cayó entonces el francés sobre Plácido, el cual paró los golpes que le asestaba, sin recibir ninguno, y le ciñó con fuerza terrible en sus nervudos brazos. Pasmosa fué la lucha. Firmes se mantenían ambos. Ninguno cejaba ni caía. Hubieran semejado dos estatuas de bronce, si no se hubiera sentido el r e 66 EL CABALLERO DEL AZOR soplido de la fatigada ¡respiración de los combatientes y si no se hubiera visto correr abundante sudor por sus encendidas mejillas. ¡ Quién sabe cómo hubiera terminado aquel combate ! Mal hubiera terminado, sin duda, si no llega precipitadamente el abad y logra al punto separarlos. Después de censurar con breves y enérgicas palabras la acción de todos, ordenó a Plácido que le siguíese, y le llevó a su celda. II — E n balde he esperado, hijo mío, hacer de ti un dechado de santidad y de paciencia, para que con el tiempo llegases a ser mi sucesor en el gobierno de esta abadía. Sé todo lo ocurrido y no me atrevo a culparte. La afrenta que te han hecho era difícil, era casi imposible de tolerar. Está visto, Dios no te quiere para la vida contemplativa. Imposible es, además, que permanezcas ya ni una hora en esta santa casa, donde has promovido u n escándalo feroz, aunque disculpable. P o r otra parte, el mozo con quien luchabas es poderosísimo por su nacimiento y riqueza y tú no puedes seguir viviendo donde él está. No me queda más- recurso que el de obligarte a salir inmediatamente de la abadía. P e r o no saldrás desvalido y sin prendas de mi afecto hacia ti. L a 67 JUAN VALERA abadía es rica, el abad también lo es, y en nada m e jor puede emplear su dinero. Toma esta bolsa llena de o r o ; Hugo, el capitán de los arqueros, tiene orden mía para entregarte enjaezado el mejor de los corceles que hay en nuestras caballerizas. Corre, revístete a escape de tus armas, monta a caballo y vete. Vertiendo muchas lágrimas de gratitud y besándole respetuosamente las manos, Plácido se despidió del abad y éste le abrazó y le bendijo. Dos horas después cabalgaba Plácido, solo y a r mado, por medio de un pinar espeso y por senda apenas trillada, que iba serpenteando junto a la o r i lla de un arroyo, entre cerros altísimos. III Llegó la noche medrosa y sombría. E n aquella s o ledad asaltaron a Plácido mil ideas tristes. Los r e cuerdos de la niñez surgieron en su mente con claridad extraña. Recordó que, seis años hacía, le habían a r r o j a do de otro asilo con severidad y dureza harto diferentes. Desde muy niño, desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy confusas memorias, se había criado en el castillo del terrible don Fruela, poderoso magnate de la montaña. El castillo estaba en una altura muy cerca de la costa. Desde allí, o r a 68 EL CABALLERO DEL AZOR salía don Fruela con buen golpe de gente a caballo p a r a penetrar en tierra de moros y talar y saquear cuanto podía, ora embarcaba a sus satélites en algunas fustas y galeras de su propiedad, e iba a piratear o a dar caza a otros más crueles piratas que infestaban aquellos mares e invadían y asolaban a menudo las costas de E s p a ñ a : eran los idólatras normandos de Noruega y de la última Tule. Plácido, recogido por caridad en el castillo, e hijo de padres desconocidos, había sido criado con a m o r por doña Aldonza, la mujer de don Fruela. H a s t a la edad de ocho años, vivió Plácido en fraternal familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco menor que él. Juntos jugaban los niños, y juntos aprendieron a leer y la doctrina cristiana. Plácido y Elvira sintieron que sus almas se habían unido con el lazo del cariño más inocente. Algo hubo de recelar o de prever don Fruela, y ordenó a su mujer que alejase al expósito del trato y de la convivencia de su hija. Sumisa doña Aldonza, cumplió las órdenes de su m a r i d o ; pero no hasta el extremo de evitar por completo que el pajecillo y la niña se viesen y se hablasen. La menor frecuencia en el trato produjo un efect o contrario al que don Fruela deseaba. E n las mentes candorosas de él y de ella se trocó en adoración el afecto, y se iluminó y hermoseó con las galas y el 69 a" "t¡. JUAN VALERA esplendor de los sueños la imagen de la persona querida. Así llegaron ambos a cumplir catorce años. E n un día en que salieron de caza con don Fruela, el caballo de Elvira corrió desbocado y fué a perderse en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para salvarla, y acertó a llegar cuando el caballo que ella montaba tropezó y cayó, derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no se hizo el menor daño. P l á cido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó en sus brazos. Instintivamente, sin saber qué hacían, cediendo ambos a un impulso irreflexivo, tal vez movidos por los invisibles genios y espíritus de la selva, acercaron sus rostros y se dieron un beso. Plácido se creyó por breves instantes transportado al p a r a í s o ; pero la realidad más cruel hubo de mostrarle en seguida que estaba en la dura y áspera tierra. U n a lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. Don Fruela le había sorprendido, le castigaba y le afrentaba furioso. La jauría de sus podencos y lebreles y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo, aunque en edad tan tierna, no reflexionó en el peligro ni en lo desigual de la lucha, y venablo en mano se lanzó contra don Fruela para matarle. Elvira se interpuso, dispuesta a recibir las heridas y salvar a su padre. Plácido dejó caer al suelo eí venablo. L a humillación le hizo verter amargas lágrimas. "o £L C^B^LL£iíO DEL AZOR E l feroz don Fruela, lejos de apiadarse, le azuzó los perros para que le devoraran, y ordenó a los monteros que disparasen contra él sus agudas flechas. —¡Sálvate, Plácido, sálvate! —dijo entonces E l vira—. Si no huyes, mi cuerpo te servirá de escudo y me matarán antes de que te maten. Plácido conoció entonces lo peligroso, lo imposible de la defensa. Temió más por la vida de ella que por la suya. E r a ágil y ligero como un g a m o ; conocía los más intrincados sitios y las más extraviadas sendas del bosque, y pronto desapareció como por encanto, no sin exclamar antes con su voz de niño, que se contraponía a la firmeza del t o n o : — S e r padre de ella te ha salvado de la muerte. Ahora h u y o ; pero tal vez un día vuelva a buscarte y a exigirte su mano como sola satisfacción de mi afrenta. Refugiado Plácido en la abadía, no olvidó la afrenta jamás, pero guardó oculto su recuerdo en el lastimado centro del alma. El horror que le causaba volver de nuevo contra el padre de Elvira, la humildad y la resignación y otros sentimientos religiosos inclinaron su espíritu y le excitaron a desistir de vengarse. Y como afrentado y sin venganza no quería vivir en el mundo, se decidió a hacer la vida del claustro. H a s t a el día en que el insulto hecho a su madre despertó en él de nuevo la ingénita fiereza, fué el más paciente y dulce de los cenobitas. Lan- JUAN VALERA zado ya al mundo de nuevo, con veinte años de edad, con aliento y brío y con caballo y armas, ¿ dónde había de ir Plácido sino al castillo de don Fruela a pedirle estrecha cuenta de todo? IV Sin detenerse sino para tomar el indispensable descanso, llegó Plácido a la moracja donde había pasado la niñez. Confiado en Dios, en su derecho y en su valentía, sin arredrarse, se acercó a la puerta del castillo. Todo cataba mudado. E n torno, soledad y silencio. Aunque era medio día, Plácido no vio ni hombres de armas ni campesinos. El puente levadizo, tendido sobre el foso, dejaba franca la entrada. El escudo de piedra berroqueña, que había sobre la puerta principal, estaba cubierto de negro paño de luto. Pronto, por un anciano criado, única persona que halló y que al desmontar le tuvo el estribo, se enteró de la inmensa desventura que abrumaba a aquella familia. Don Fruela, acusado de alta traición, estaba en Oviedo y debía ser condenado a muerte. Su acusador era don Raimundo, mayordomo de Palacio. Tres caballeros de la casa de don Raimundo estaban prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los defensores de don Fruela, el cual había 72 EL CABALLERO DEL AZOR apelado al Juicio de Dios. Pero don Raimundo era. tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era don Fruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo. No bien Plácido supo todo esto, el rencor antiguo se convirtió en lástima en su alma generosa, y resolvió ser el campeón de quien tan rudamente le había ofendido, probar su inocencia y librarle de la muerte. E n el castillo no había nadie, sino el anciano servidor. Doña Aldonza y Elvira habían ido a Oviedo a echarse a los pies del Rey y pedirle el perdón, si biencon poquísima esperanza, por ser muy justiciero el Soberano. De todos modos, la honra de la familia quedaría manchada. Sin demora se dispuso Plácido a salir para Oviedo, pero antes el anciano servidor le refirió y encareció lo mucho que doña Aldonza y Elvira habían pensado en él durante su ausencia, y le dijo que habían dejado para él un presente a fin de que le recibiese y se le llevase si por dicha aparecía por el castillo. El anciano fué por el presente y se le entregó a Plácido. E r a una fuerte rodela, en cuya plancha de acero figuraba en esmalte, sobre campo de gules, un azor, cubierta la cabeza por el capirote y asido p o r la pihuela a una blanca mano que parecía de mujer. — T ú tienes en el hombro derecho —dijo el a n ciano—, grabado con indeleble marca, un azor semejante al del escudo. P o r él serás u n día reconocido 75 JUAN VALERA y se sabrá quiénes son tus padres. E n t r e tanto mi señora y su hija te declaran y apellidan Caballero del Azor, y te dan en testimonio de ello esa prenda. Concédate Dios, Caballero del Azor, la buena ventura •en lides y amores que ellas y yo te deseamos. V A los 'tres días, pocas horas antes de expirar el pla:zo, después de reposar en Oviedo y de aprestarse para el combate, sonaron las trompetas y entró en el palenque el Caballero del Azor, con la visera calad a y la lanza en la cuja. E n alta y sonora voz proclamó la inocencia de don Fruela, llamó calumniadores a los que le acusaban, y retó a los tres, o sucesivamente o juntos contra él solo. Los campeones de don Raimundo fueron sucesivamente apareciendo. Los combates fueron muy cortos. El Caballero del Azor, con pasmosa destreza y bizarría, logró que en menos de media hora los tres mordiesen el polvo, muy mal herido uno de ellos. El gentío que rodeaba el palenque rompió en estrepitosas aclamaciones y vítores. El Caballero del Azor fué llevado en triunfo a palacio e introducido en la regia cámara. El Rey, informado de todo el suceso, ansiaba verle, y más lo ansiaba aún su noble y desventurada 76 £L CABALLERO DEL AZOR hermana, la infanta doña Ximena, que estaba con el Rey en aquel momento. —Caballero del Azor —dijo la Infanta antes deque el Rey hablase—, ¿por qué llevas un azor esmaltado en la rodela? —Alta señora —contestó Plácido—, porque le t e n go también estampado en el hombro derecho, cornoindeleble marca. Doña Ximena puso entonces los ojos con cariñoso< ahinco en el rostro hermosísimo de Plácido, e imaginó que veía al Conde de Saldaña, como estaba en su muy lozana juventud, veinte años hacía. Y a no pudo contenerse doña X i m e n a ; se acercó af joven, le estrechó en sus brazos y le cubrió el rostro» de besos, exclamando: —¡Hijo mío! ¡Hijo mío! El Rey depuso su severidad, y dirigiéndose al j o ven, le estrechó también en sus brazos y le dijo: — Y o te reconozco; eres mi sobrino B e r n a r d o ; t e hago merced de la Casa Fuerte y señorío del Carpió. Como Bernardo del Carpió serás en adelante conocido y famoso en todos los países y en todas las edades. Perdonado tu padre, saldrá de la prisión y será el legítimo esposo de mi hermana. En efecto; el Rey cumplió su promesa. El Conde de Saldaña salió del castillo de Luna donde estaba encerrado. Se aseó y se atavió con esmero, de suerte que todavía tenía buen ver, a pesar de su prolongado martirio. 77 JUAN FALERA Durante cinco días consecutivos hubo magníficas fiestas en Oviedo. Las bodas de Bernardo del Carpió y de Elvira se celebraron al mismo tiempo que Jas del Conde de Saldaña y doña Ximena. Pocos días después pudo averiguarse que don Raimundo, el mayordomo de Palacio, había sido •quien robó al niño Bernardo y quien le mandó matar, furioso, como desdeñado pretendiente que fué de doña Ximena. Los sicarios, encargados de matar al niño, habían tenido piedad de él y le habían expuesto a la puerta del castillo de don Fruela. P o r ésta y por otras muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que don Raimundo era un monstruo abominable, por lo cual el Rey pudo ejercer provechosamente su justicia mandándole ahorcar, como le ahorcaron con general regocijo de los ciudadanos de Oviedo, porque don Raimundo era muy aborrecido y porque en aquella edad tan ruda la filantropía no era cosa mayor y no infundía repugnancia la pena de muerte. Sólo queda por decir que Bernardo fué felicísimo con su Elvira y que vivieron siempre muy enamorados ella de él y él de ella. P o r los antiguos romances y por la historia se .sabe que aquella lucha a brazo partido, que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos se reanud ó más' tarde, no lejos de allí, y terminó gloriosamente, para Bernardo, muriendo ahogado entre sus brazos hercúleos el paladín don Roldan, pues no 78 EL CABALLERO DEL AZOR era otro quien había luchado con él, cuando los dos e r a n novicios. Y aquí terminan los sucesos de la mocedad de Bernardo del Carpió, ignorados hasta hace poco, y recientemente descubiertos en ciertos vetustos e inéditos Anales de la orden de San Benito, escrito-s en latín bárbaro en el siglo x y conservados en el monasterio de la Cava, cerca de Ñapóles. {De varios colores, Madrid, 1898.) PEDRO ANTONIO DE ALARCON 1833-1891 LA BUENAVENTURA I No sé qué día de agosto del año 1816 llegó a l a s puertas de la Capitanía general de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en flaquísimo y destartalado b u r r o mohíno, cuyos arneses se reducían a una soga a t a d a al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura que quería ver al Capitán generalExcuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas d e los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del excelentísimo señor don Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán general del antiguo reino de Granada... P e r o como aquel procer era hombre de m u y buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, cé80 LA BUENAVENTURA lebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dio orden de que dejasen pasar al giíano. Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó: — ¡ Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el m u n d o ! — L e v á n t a t e ; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece... —respondió el Conde con aparente sequedad. Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo: — P u e s , señor, vengo a que se me den los mil reales. — ¿ Q u é mil reales? — L o s ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón. — P u e s ¡ q u é ! ¿ tú lo conocías? — N o , señor. —Entonces... — P e r o ya lo conozco. —¡ Cómo! — E s muy sencillo. Lo he buscado; lo he v i s t o ; traigo las señas, y pido mi ganancia. — ¿ E s t á s seguro de que lo has visto? —exclamó el Capitán general con un interés que se sobrepuso a sus dudas. 81 iv.—6 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN El gitano se echó a reír, y respondió: —¡ Es claro! Su merced d i r á : este gitano es como todos, y quiere engañarme.—¡No me perdone Dios si miento!—Ayer vi a Parrón. — P e r o ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras, a algunos pasajeros, y después los asesina, pues dice que los muentos no hablan, y que ese es el único medio de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte? El gitano se volvió a reír, y dijo: — Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la t i e r r a ? ¿ Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tañías picardías como nosotros?—Repito, mi General, que, no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con él. —¿ Dónde ? — E n el camino de Tozar. — D a m e pruebas de ello. —Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. U n a cruel 82 LA BU ENAVENTURA sospecha me tenía desazonado. "¿ Será esta gente de Parrón? —me decía a cada instante—. ¡Entonces no hay remedio, me m a t a n ! . . . , pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna." Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia me d i j o : —Compadre, ¡ y o soy Parrón! Oír esto y caerme de espaldas, todo fué una mism a cosa. E l bandido se echó a reír. Y o me levanté desencajado, me puse de rodillas, y exclamé en ¡todos los tonos de voz que pude inventar : . —¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!... i Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡ Y que haya madre q u e para tales hijos! ¡ J e s ú s ! ¡ Deja que te dé un abrazo, hijo m í o ! ¡ Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el giítanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos? ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una muía? El Conde del Montijo no pudo contener la risa... Luego preguntó: 83 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN —¿ Y qué respondió Parrón a todo eso ? ¿ Qué hizo ? — L o mismo que su merced: reírse a todo trapo. — ¿ Y tú? — Y o , señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas. —Continúa. — E n seguida me alargó la mano y me dijo: —Compadre, es usted el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo usted me ha hecho r e í r : y si no fuera por esas lágrimas... — ¡ Q u é , señor, si son de alegría! — L o creo. ¡Bien sabe el demonio que es la p r i mera vez que me he reído desde hace seis u ocho a ñ o s ! Verdad es que tampoco h e llorado... — P e r o despachemos.—>¡Eh, muchachos! Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fué un abrir y cerrar de ojos. —¡ Jesús me a m p a r e ! —empecé a gritar. —¡ Deteneos! —exclamó Parrón—. N o se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le h a béis tomado a este hombre. — U n burro en pelo. —¿ Y dinero ? — T r e s duros y siete reales. — P u e á dejadnos solos. Todos se alejaron. 84 "* LA BUENAVENTURA — A h o r a dime la buenaventura —exclamó el ladrón, tendiéndome la mano. Y o se la cogi; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi a l m a : —Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes... ¡morirás ahorcado! — E s o ya lo sabía yo-- —respondió el bandido con entera tranquilidad—. Dime cuándo. M e puse a cavilar. — E s t e hombre —pensé— me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después empezará la sumaria... —¿Dices que cuándo? —le respondí en alta voz—. Pues ¡ m i r a ! va a ser el mes que entra. Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos. —iPues mira tú, gitano... —contestó Parrón muy lentamente—. Vas a quedarte en mi poder... ¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti, tan cierto como ahorcaron a mi p a d r e ! Si muero para esa fecha, quedarás libre. — ¡ M u c h a s gracias! —dije yo en mi interior—. ¡ M e perdona... después de m u e r t o ! Y me arrepentí de haber echado tan corto el pla¡zo. Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales... 85 IJ" »»tg?'" PEDRO ANTONIO DE r 't> ALARCÓN —Vamos, ya comprendo... —exclamó el Conde del Montijo—. Parrón ha m u e r t o ; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas... —¡ Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia. II Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido p o r allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó u n o d e mis guardianes. —Sepa usted —me dijo— que el jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada d e lo que hace durante sus largas ausencias. A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho la buenaventura a todos los ladrones, pronosticándoles que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las ¡tardes me sacasen de la cueva y me a t a sen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor. P e r o excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas. U n a tarde, a eso de las seis, los ladrones que h a bían salido de servicio aquel día a las órdenes del 86 •]»» >»*CG3^ LA r< "u- BUENAVENTURA segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro P a dre Jesús Nazareno, a u n pobre segador de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma. —¡ Dadme mis veinte d u r o s ! —decía—. ¡ A h ! ¡ Si supierais con qué afanes los h e g a n a d o ! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!... ¡ T o d o un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos ! ¡ Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma, con que podríamos vivir este invierno!... ¡ Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí u n tesoro? ¡Piedad, señores! ¡ D a d m e mis veinte d u r o s ! ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima! U n a carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre. Y o temblaba de horror en el árbol a que estaba a t a d o ; porque los gkanos también tenemos familia. — N o seas loco... -—exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador—. Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte... —¡ Cómo! —dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos. — ¡ E s t á s en poder de Parrón! —Parrón... ¡ N o le c o n o z c o ! - Nunca lo he oído 87 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN nombrar... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante y he estado segando en Sevilla. — P u e s , amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡ P r e p a r e n ! ¡ A p u n t e n ! Tienes cuatro minutos. —Voy a aprovecharlos... ¡ Oídme, por compasión!... —Habla. —Tengo seis hijos... y una infeliz... diré viuda..., pues veo que voy a morir... Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras... ¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡ A h ! ¡ P e r d ó n ! . . . N o sé lo que me digo. ¡Caballeros, alguno de ustedes será p a d r e ! . . . ¿ N o hay un padre entre vosotros ? ¿ Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan ? ¿ Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: "Tengo hambre..., tengo frío"? Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿ Qué es para mí la vida ? ¡ U n a cadena de trabajos y privaciones! ¡ P e r o debo vivir para mis hijos!... ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma! Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara... ¡ Q u é c a r a ! Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los t i gres, según dicen los padres predicadores... Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a o t r o s . . . ; y viendo que 88 LA BUENAVENTURA todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla... -—¿Qué dijo? —preguntó el Capitán general, profundamente afectado por aquel relato. — D i j o : "Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón..." —Nunca..., nunca... —tartamudearon los bandidos. —Márchese usted, buen hombre... —exclamó entonces uno que hasta lloraba. Y o hice también señas al segador de que se fuese al instante. El infeliz se levantó lentamente. — P r o n t o . . . ¡Márchese usted! —repitieron todos, volviéndole la espalda. E l segador alargó la mano maquinalmente. —¿ T e parece poco ? —gritó uno—. ¡ Pues no quiere su dinero! Vaya..., vaya... ¡ N o nos tiente usted la paciencia! El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció. Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al seg a d o r en la grupa de su yegua. Los bandidos retrocedieron espantados. Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, d i j o : —¡ Imbéciles! ¡ I n f a m e s ! ¡ N o sé cómo no os mato 89 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN a todos! ¡ P r o n t o ! ¡ Entregad a este hombre los d u ros que le habéis robado! Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía... Parrón le dijo: —¡ A la paz de Dios! Sin las indicaciones de usted, nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve usted que d e s confiaba de mí sin motivo!... H e cumplido mi p r o m e sa... Ahí tiene usted sus veinte duros-- Conque... ¡en marcha! El segador ?o abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo. Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo. El pobre hombre se apresuró a volver pies altrás. —¿ Qué manda usted ? —le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia. —¿ Conoce usted a Parrón? —le preguntó él mismo. — N o lo conozco. —¡ Te equivocas! —replicó el bandolero—. Yo soy Parrón. El segador se quedó estupefacto. Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo. —¡ Maldito seas! —fué lo único que pronunció. E n medio del terror que me quitó la vista, observé 90 LA BUENAVENTURA que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban. U n a de las balas, después de herir al segador, h a bía dado en la cuerda que me ligaba al tronco y l a había roto. Y o disimulé que esltaba libre, y esperé una ocasión para escaparme. E n t r e tanto decía Parrón a los suyos, señalandoai segador: —.Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles... ¡ unos canallas! ¡ Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fué, dando gritos por los caminos r e a les!... Si conforme soy yo quien se lo encuentra y s e entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes, habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel. ¡ Ved las consecuencias de robar sin matar f Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste. Mientras las ladrones hacían el hoyo y Parrón s e sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco p r ó ximo. Y a era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape, y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a u n a encina. Mónteme en él, y no h e parado hasta llegar aquí... P o r consiguiente, señor, déme usted los mil reales, 91 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio... Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desd e luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía g e neral, dejando asombrados al Conde del Montijo y al sujeto, allí presente, que nos h a contado todos estos pormenores. Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Here•dia al decir la buenaventura a Parrón. III Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San J u a n de Dios y parte de la de San Felipe de aquella •misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el Conde del Montijo. El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para m a r c h a r a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino ! — P a r e c e que ya vamos a formar... — d i j o u n miguelete a otro—, y no veo al cabo López... 92 LA BUENAVENTURA —I E x t r a ñ o es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca d e Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos! — P u e s ¿ n o sabéis lo que pasa? —dijo u n itercer miguelete, tomando parte en la conversación. — ¡ H o l a ! es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo> te va en nuestro Cuerpo? —í Perfectamente! —respondió el interrogado. E r a éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado. —Conque ¿decías?... —replicó el primero. —>¡Ah! ¡ S í ! Q u e el cabo López h a fallecido.., —respondió el miguelete pálido. —Manuel... ¿ Q u é dices? ¡ E s o no puede ser!... — Y o mismo h e visto a López esta mañana, comete veo a t i . . . El llamado Manuel contestó fríamente: — P u e s hace media hora que lo ha matado Parrón. —¿Parrón? ¿Dónde? — ¡ A q u í m i s m o ! ¡ E n G r a n a d a ! E n la Cuesta del P e r r o se ha encontrado el cadáver de López. Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó a silbar una canción patriótica. — ¡ V a n once migueletes en seis días! —exclamó un sargento—. ¡Parrón se ha propuesto extermin a r n o s ! P e r o ¿cómo es que está en G r a n a d a ? ¿ N a íbamos a buscarlo a la Sierra de L o j a ? 03 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrad a indiferencia: — U n a vieja que presenció el delito dice que, luengo que mató a López, ofreció que, si íbamos a buscarlo, tendríamos el gusto de verlo... —j Camarada! ¡ Disfrutas de una calma asombros a ! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!... — P u e s ¿ qué es Parrón más que un hombre ? — r e puso Manuel con altanería. — A la formación! —gritaron en este acto varias voces. F o r m a r o n las dos compañías, y comenzó la lista nominal. E n tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa. Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, -dio un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros... Al propio tiempo •dando un grito y un -una víbora, arrancó Jerónimo. Manuel se echó la ¿gitano... Heredia fijó en él sus ojos; y salto como si le hubiese picado a correr hacia la calle de San carabina a la cara y apuntó al P e r o otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el t,iro se perdió en el aire. — ¡ E s t á loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡ U n mi94 LA BUENAVENTURA guelete ha perdido el juicio! —exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena. Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que p o r lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios, q u e no le arrancaron contestación alguna. Entre tanto Heredia había sido preso en la plaza •de la Universidad por algunos transeúntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, l o tomaron por un malhechor. —¡Llevadme a la Capitanía general! —decía el gitano—. ¡ Tengo que hablar con el Conde del Montijo! — ¡ Q u é Conde del Montijo ni qué niño m u e r t o ! — l e respondieron sus aprehensores—. ¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona! —«Pues lo mismo me da... —respondió Heredia—. P e r o tengan ustedes cuidado de que no me mate Parrón... —¿Cómo Parrón?... ¿ Q u é dice este hombre? —Venid y veréis. Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante •del jefe de los migueletes, y, señalando a Manuel, •dijo: — M i Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dio hace quince días sue señas al Conde •del Montijo! 95 PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN —¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡ U n miguelete era Parrón!... —gritaron muchas voces. —'No me cabe duda... —decía entre tanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado e í Capitán general—. ¡ A fe que hemos estado torpes? P e r o ¿a. quién se le hubiera ocurrido buscar el capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo ? —í Necio de m í ! —exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león h e r i d o — . ¡ E s el único hombre a quien he perdonado la vida í ¡ Merezco lo que me pasa! A la semana siguiente ahorcaron a Parrón. Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano... Lo cual —dicho sea para concluir dignamente— no significa que debáis creer en la infalibilidad d e tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón de matar a todos los que llegaban a conocerle... Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables p a r a la razón h u m a n a ; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa. Guadix, 1853. (Novelas cortas. Segunda serie: Historietas nales, Madrid, 1881.) 96 nacio- RICARDO PALMA ( P e r u a n o , 1833-1919.) LA PANTORRILLA DEL COM A N D A N T E I FRAGMENTO DE CARTA DEL TERCER JEFE DEL IMPERIAL ALEJANDRO AL SEGUNDO COMANDANTE DEL BATA- LLÓN GERONA. Cusco, 3 de diciembre de 1822. Mi querido paisano y c o m p a ñ e r o : A p r o v e c h o p a r a escribirte la oportunidad de ir el capitán don P e d r o U r i o n d o con pliegos del V i r r e y p a r a el g e neral Valdés. U r i o n d o es el m a l a g u e ñ o m á s e n t r e t e n i d o que madre andaluza h a echado al mundo. T e lo r e c o miendo m u y m u c h o . Tiene la m a n í a de proponer apuestas por todo y sobre todo, y lo particular es que siempre las gana. ¡ P o r Dios!, h e r m a n o , no vayas a incurrir en la debilidad de aceptarle a p u e s t a alguna, y haz esta prevención caritativa a t u s ami97 RICARDO PALMA gos. Uriondo se jacta de que jamás ha perdido apuesta, y dice verdad. Con que así, abre el ojo y no te dejes a t r a p a r . . . Siempre tuyo, JUAN ECHERRY. II CARTA DEL SEGUNDO COMANDANTE DEL GERONA A SU AMIGO DEL IMPERIAL ALEJANDRO. Sama, 28 de diciembre de 1822. Mi inolvidable camarada y p a r i e n t e : T e escribo sobre un t a m b o r en el m o m e n t o de alistarse el b a tallón p a r a emprender m a r c h a a Tacna, donde t e n g o por s e g u r o que vamos a copar al g a u c h o M a r t í n e z antes de que se j u n t e con las t r o p a s de Alvarado, a quien después nos proponemos hacer bailar el zorongo. El diablo se va a llevar de e s t a hecha a los i n s u r g e n t e s . Ya es tiempo de que c a r g u e Satanás con lo suyo y de que las c h a r r e t e r a s de Coronel luzcan sobre los hombros de este t u invariable amigo. Te doy las gracias por h a b e r m e proporcionado la amistad del capitán Uriondo. E s un muchacho que vale en oro lo que pesa, y en los pocos días que le hemos tenido en el Cuartel general ha sido 98 LA P ANTORRILLA DEL COMANDANTE ia niña bonita de la oficialidad. ¡ Y lo bien que c a n t a el diantre del m o z o ! ¡ Y v a y a si sabe hacer hablar las cuerdas de una g u i t a r r a ! M a ñ a n a saldrá, de r e g r e s o p a r a el Cuzco, con comunicaciones del General p a r a el Virrey. Siento decirte que sus laureles como g a n a d o r de a p u e s t a s van marchitos. Sostuvo esta m a ñ a n a que el aire de vacilación que t e n g o al andar dependía, no del balazo que me p l a n t a r o n en el Alto P e r ú , cuando lo de Guaqui, sino de un lunar, g r u e s o como un g r a n o de arroz, que, según él afirmaba, como si me lo hubiera visto y palpado, debía yo t e n e r en la p a r t e baja de la pierna izquierda. A g r e g ó , con un aplomo digno del físico de mi batallón, que ese lunar era cabeza de vena y que, andando los tiempos, si no me lo hacía q u e m a r con piedra infernal, me sobrevendrían a t a q u e s mortales al corazón. Yo, que conozco los alifafes de mi agujereado cuerpo y que no soy lunarejo, solté el trapo a reír. Picóse un t a n t o Uriondo, y apostó seis onzas a que me convencía de la existencia del lunar. Aceptarle, equivalía a robarle la plata, y me n e g u é ; pero, insistiendo él t e r c a m e n t e en su afirmación, terciaron el capitán M u r r i e t a , que fué alférez de Cosacos d e s m o n t a d o s en el Callao; n u e s t r o paisano Goytizolo, que es a h o r a capitán de la q u i n t a ; el teniente Silgado, que fué de H ú s a r e s y sirve hoy en D r a g o n e s ; el padre Marieluz, que e s t á de capellán de tropa, y o t r o s oficiales, diciéndome t o d o s : 99 RICARDO PALMA — ¡ V a m o s , C o m a n d a n t e ! Gánese esas peluconas que le caen de las nubes. P o n t e en mí caso. ¿ Q u é habrías t ú hecho? L o que y o hice, s e g u r a m e n t e . E n s e ñ a r la pierna d e s nuda, p a r a que todos viesen que en ella no había ni sombra de lunar. U r i o n d o se puso m á s rojo q u e camarón sancochado, y tuvo que confesar que s e había equivocado. Y me pasó las seis onzas, q u e se me hizo cargo de conciencia a c e p t a r ; pero q u e , al fin, tuve que g u a r d a r l a s , pues él insistió en d e clarar que las había perdido en toda regla. C o n t r a t u consejo, tuve la debilidad (que de t a l la calificaste") de aceptarle una a p u e s t a a t u c o n migo desventurado malagueño, quedándome, m á s que el provecho de las seis amarillas, la gloria de haber sido el primero en vencer al que t ú consider a b a s invencible. T o c a n en este m o m e n t o llamada y t r o p a . Dios te g u a r d e de u n a bala traidora, y a m í . . . lo mesmo. DOMINGO ECHIZARRAGA. III CARTA DEL TERCER JEFE DEL IMPERIAL AL SEGUNDO COMANDANTE ALEJANDRO DEL GERONA. Cusco, enero 10 de 1823. C o m p a ñ e r o : M e . . . fundiste. El capitán U r i o n d o había apostado conmigo t r e i n 100 PANTORRILLA DEL COMANDANTE t a onzas a que te hacía e n s e ñ a r la pantorrilla el día de Inocentes. Desde a y e r hay, por culpa tuya, t r e i n t a pelucon a s de menos en el exiguo caudal de tu amigo, que t e perdona el candor y te absuelve de la desobediencia al consejo. JUAN ECHERRY. IV Y yo el infrascrito garantizo, con t o d a la seriedad que a un tradicionista incumbe, la autenticidad de las firmas de E c h e r r y y E c h i z a r r a g a . RICARDO PALMA. (Tradiciones peruanas.) IOI GUSTAVO ADOLFO BECQUER 1836-1870 LA VENTA DE LOS GATOS E n Sevilla y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la M a carena, hay, entre otros ventorrillos célebres, u n o que, por el lugar en que esitá colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces. Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas, rojizas las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y martas de reseda. U n cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa. E m p o t r a das en el muro, que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez o u n a claraboya, se ven de trecho en ttrecho algunas estacas IOC LA VENTA DE LOS GATOS y anillas de hierro, que sirven para atar las caballerías. U n a p a r r a añosísima que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderas que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas, y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de itablas mal unidas. P o r uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire> semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando flores. L a s copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo obscuro, sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir, que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes, hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo rodean, y dibuja por obscuro la negra silueta de sus torres sobre u n cielo azul transparente. Imaginaos este paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y anima103 GUSTAVO ADOLFO BECQUER les, formando grupos a cual más pintoresco y característico: aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el 'tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla, mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con los v a s o s : más allá una turba de muchachas, con su pañuelo de espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en itanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles; y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas; y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un per r o que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan, levantando una nube de polvo ; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas, y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la t a r 104 LA VENTA DE LOS GATOS de de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fui a visitar aquel c é lebre ventorrillo. D e esito hace ya muchos a ñ o s : diez o doce, lo m e nos. Y o estaba allí como fuera de mi centro n a t u r a l : comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a u n i m portuno. N o queriendo llamar la atención ni que nii presencia se hiciese objeto de burlas más o menos embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que n o bebí, y cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué u n papel de la cartera de dibujo, que llevaba conmigo, afilé u n lápiz y comencé a buscar con Ha vista u n tipo característico para copiarlo y conservarlo como un recuerdo de aquella escerta y de aquel día. Desde luego mis ojos sé fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro alrededor del columpio. E r a alta, delgada, levemente morena, con unas ojos adormidos, grandes y negros, y u n pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, u n grupo de 'hombres, entré los cuales había uno q u e rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaban a 107 GUSTAVO ADOLFO BECQUER coro cantares alusivos a las prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias d e celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros. La muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres, y componía las coplas y las decia, acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio. P o r mi parte no necesité mucho tiempo para conocef que entre ambos existía algún sentimienito de afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas. Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse de noche. Y a en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante d e argamasa y ladrillo que domina itoda la ciudad. L o s grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y obscuro del cielo. L a s muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta' confundirse con los otros rumores indistintos y leja108 LA VENTA DE LOS GATOS nos que temblaban en el aire. T o d o acababa a la v e z : el día, el bullicio, la animación y la fiesta; y de todon o quedaba sino un eco en el oído y en el alma, c o m o una vibración suavísima, como u n dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un s u e ñ o agradable. Luego que 'hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llarriécon una palmada al mozo, pagué el pequeño g a s t o que había hecho, y ya me disponía a alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo». E r a el muchacho de la g u i t a r r a que ya noté antes» y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Y o no había reparado que,, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba, cori objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia; a la mujer por quien él parecía interesarse. —Señorito — m e dijo con un acento que él p r o curó suavizar todo lo posible—: voy a pedirle a usted u n favor. —¡ U n favor! —exclamé yo, sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones—. Diga usted; que si está en mi mano, es cosa hecha. —¿ Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho? Al oír sus últimas palabras, no pude menos dequedarme un rato perplejo; extrañaba por una p a r t e la petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por otra el tono, que no podía decirse a punto fijo si era. 1 ; 109 s**5> GUSTAVO ADOLFO BECQUER d e amenaza o de súplica. El hubo de comprender mi d u d a , y se apresuró en el momento a a ñ a d i r : — S e lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quieTe a alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza. N o supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi casi hubiera preferido que viniese en son de quim e r a , a trueque de conservar «1 bosquejo de aquella mujer, que tanto me había impresionado; pero sea sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir que no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra. Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a la iuz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que pond e r ó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena; y tanto dio en ello, que por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró -encontró forma de contarme de pe a pa toda la historia de sus amores. La venta donde se había celebrado la función era no LA VENTA DE LOS GATOS de su padre, quien le itenía prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa, y que también le pertenecía. E n cuanto a la muchacha objeto de su cariño, que me describió con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita, y se ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme, y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Y o permanecí un rato viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. El siguió cantando a más np poder; uno de sus cantares decía a s í : Compañerito del alma, mira qué bonita era: se parecía a la Virgen de Consolación de Utrera. Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. E r a ella, ella que lo aguardaba impaciente. .. Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella, y olvidé muchas ni •II»» i»»?g?f ' rrp» r GUSTAVO ADOLFO BECQUER cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo d e tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se m e borró nunca de la memoria. II Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del t o d o aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como u n a brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente. Cuando el azar me condujo de nuevo a la gran ciudad que con tanta razón es llamada reina de Andalucia, una de las cosas que más llamaron mi atención fué el notable cambio verificado durante mi ausencia. Edificios, manzanas de casas y barrios enteros habían surgido al contacto mágico de la industria y el capital : por todas partes fábricas, jardines, posesiones d e recreo, frondosas alamedas; pero, por desgracia, m u chas venerables antiguallas habían desaparecido. Visité nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y artísticos; torné a v a g a r y a perderme entre las mil y mil revueltas del curioso barrio de Santa C r u z ; extrañé en el curso de m i s paseos muchas cosas nuevas que se han levantado n o sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que h a n desaparecido no sé por qué, y por último me dirigí 112 LA VENTA DE LOS GATOS a lá orilla del río. L a orilla del rio ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones. Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de h i e r r o ; después que hube recorrido, con la mirada absorta, los mil detalles, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, m e trasladé hasta S a n J e r ó nimo. :Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso en que la rica vegetación d é Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si h u biera ido en u n bote corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la memoria, por u n lado la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas t o r r e s ; por otro, el barrio de los H u m e r o s , los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos; las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos, y, por último, San Jerónimo... Al llegar aquí con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que a ú n conservaba de la famosa venta, y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas populares, y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los "3 iv.—8 GUSTAVO ADOLFO BECQUER corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices, a todas las personas que más amaba en el m u n d o : su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años, sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarro de papel, sin más variación que tener blanca como la nieve la cabeza que era gris. U n amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con esas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome: — ¿ E n qué piensas? —Pensaba —le contesté— en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... E n este instante concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto, que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos —proseguí, dirigiéndome a mi amigo—, ¿ cuándo nos vamos allí una tarde a merendar y a tener u n rato de j a r a n a ? — ¡ U n rato de j a r a n a ! —exclamó mi interlocutor, 114 LA VENTA DE LOS GATOS con una expresión de asombro que yo no acertaba a explicarme entonces—. ¡ U n rato de j a r a n a ! Pues digo que el sitio es aparente para el caso. — Y ¿ por qué no ? —le repliqué, admirándome a mi vez de sus admiraciones. —ÍLa razón es muy sencilla — m e dijo por últim o — ; porque a cien pasos de la venta h a n hecho el nuevo cementerio. Entonces fui yo el que lo miré con ojos asombrados, y permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra. Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había causado u n a noticia tan inesperada. P o r más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo. U n a tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal, y comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba. Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclina"5 GUSTAVO ADOLFO BECQUER ba á las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza, y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte. Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia, y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo. Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo u n color diferente. P o r lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, a m biente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono; las figuras, negras y aisladas. P o r aquí un carro que marchaba pausadamente cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con su hábito talar y obscuro o un grupo de ancianos mal vestidos o de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en la tierra. Y o me creía transportado no sé adonde, pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede compararse a la q u e ? 116 LA VENTA DE LOS GATOS sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son a l a vez, y los s i tios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera estrambótica e imposible. P o r último, llegué al ventorrillo: lo recordé más por el rótulo, que aún conservaba escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por n a d a ; pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hacia él, envolviéndolo en u n a obscura proyección como en un sudario. El venter o estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez a ñ o s ; y lo conocí no sé por qué, pues en este tiempo había envejecido hasta el punto d e aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi rio representaba apenas cincuent a años, y rebosaba salud, satisfacción y vida; Sentéme en una de las desiertas m e s a s ; pedí algo d e beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores, cuyo -último capítulo ignoraba todavía, a pesar de haber intentado adivinarlo V a r i a s veces. — T o d o — m e dijo el pobre viejo—, todo parece que se h a conjurado contra nosotros desde í a época •que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era l a niña de nuestros ojos, se- había criado aquí desde 117 -»u "p> '"res*" GUSTAVO ADOLFO BECQUER que nació, casi; era la alegría de la casa; nunca p u d o echar de menos el suyo, porque yo la quería como u n p a d r e ; mi hijo se acostumbró ¡también a quererla d e s de niño, primero como un hermano, después con u n cariño más grande todavía. Y a estaba en vísperas d e casarse; yo les había ofrecido k> mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia d e nuestra felicidad, y la deshizo en un momento. P r i mero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta parte de San J e r ó n i m o : unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros. U n día llegaron aquí en un carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de A m p a r o , a la cual saqué yo cuando pequeña de la Casa de E x pósitos ; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que A m p a r o era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la justicia para arrancárnosla, y trabajó tanto, que logró conseguirlo. N o quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena ; mi hijo quería hacer una locura; yo estaba como atontado, sin comprender lo que me sucedía. ¡ Se fué ? E s decir, no se fué, porque nos quería mucho para i r s e ; pero se la llevaron, y una maldición cayó sobre 118 L¿ VENTA DE LOS GATOS esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en u n letargo; yo no sé decir qué me p a s ó ; creí que se me había acabado e! mundo. Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el cementerio ; la gente huyó de estos contornos; se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas. Y A m p a r o no era más feliz que nosotros: criada aquí al aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida, y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, por hablarle un momento. Todo fué inútil: su familia no quería. Al cabo la vio, pero la vio muerta. P o r aquí pasó su entierro. Y o no sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. E l corazón, que es muy leal, me decía a voces: — E s a es joven como A m p a r o ; como ella sería también h e r m o s a ; ¿ quién sabe si será la misma ? Y e r a : mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la caja dio un grito, cayó sin sentido en tierra, y así me lo trajeron. Después se volvió loco, y loco está. Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su »9 GUSTAVO ADOLFO BECQUBR tarea, venían a echar un trago o la salud de los muertos, como dijo uno d e ellos, acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano, y fué a servirles. La noche comenzaba a cerrar, obscura y tristísima. El délo estaba negro, y el campo lo mismo. D e los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio, agitada por el a i r e ; me pareció la cuerda de una horca oscilando todavía después de haber descolgado a un reo. Sólo llegaban a mis oídos algunos rumores confusos: efl ladrido lejano de los perros de las h u e r t a s ; el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento; las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrilego... N o s é ; en mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces, es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares: En el carro de los muertos ha pasado per aquí, llevaba una mano fuera, por ella la conocí. E r a el pobre muchacho, que estaba encerrado en una de la habitaciones de la ventana, donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su aman120 LA VENTA DE • LOS • GATOS '•• : 'V te sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor, que yo aprendí a descifrar entonces. 121 BENITO PEREZ GALDOS 1843-1920 LA MULA Y Cuento de EL BUEY Navidad. I Cesó de quejarse la pobrecita; movió la cabeza, fijando los tristes ojos en las personas que rodeaban su lecho; extinguióse poco a poco su aliento, y expiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el vuelo y se fué. L a infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro de Celinina se fué poniendo amarillo y diáfano como c e r a ; enfriáronse sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de u n a muñeca. Entonces llevaron fuera de la alcoba a la madre, al padre y a los más inmediatos parientes, y dos o tres amigas y las criadas se ocuparon en cumplir el último deber con la pobre niña muerta. L a vistieron con riquísimo traje de batista; la fal122 '"tai"' LA MU LA Y EL í f nBUEY da, blanca y ligera como una nube, toda llena de encajes y rizos, que la asemejaban a espuma. P u s i é r o n le Jos zapatos, blancos también y apenas ligeramente gastada la suela, señal de haber dado pocos p a sos, y después tejieron, con sus admirables Cabellos, de color castaño obscuro, graciosas trenzas enlazadas con cintas azules. Buscaron flores n a t u r a l e s ; mas no hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una linda corona con flores de t e la, escogiendo las más bonitas y las que más se p a recían a verdaderas rosas frescas traídas del jardínU n hombre antipático trajo una caja algo m a yor que la de u n violín, forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de raso blanco. Colocaron dentro a Ceünina, sosteniendo su cabeza en preciosa y blanca almohada, para q u e no estuviese en postura violenta, y después que l a acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus m a n e o t a s , atándolas con una cinta, y entre ellas p u siéronle un ramo d e rosas blancas, tan hábilmente h e chas por el artista, que parecían hijas del mismo abril. Luego las mujeres aquellas cubrieron de vistosos paños una mesa, arreglándola como u n altar, y sobre ella fué colocada la caja. E n breve tiempo armaron unos a) modo de doseles de iglesia, con r i cas cortinas blancas, que se recogían gallardamente a u n lado y o t r o ; trajeron d e otras piezas cantidad d e santos e imágenes, que ordenadamente di»123 BENITO PÉREZ.GALDÓS tribuyeron sobre el altar, como formando la corte funeraria del ángel difunto, y, sin pérdida de tiemp o , encendieron algunas docenas de luces en los grandes candelabros de la sala, los cuales, en torno a Celi•nina, derramaban tristísimas claridades. Después de •besar repetidas veces las heladas mejillas de la pobre «iña, dieron por terminada su piadosa obra. II Allá, en lo más hondo de la casa, sonaban gemid o s de hombres y mujeres. E r a el triste lamentar de los padres, que no podían convencerse de la verdad •del aforismo angelitos al cielo, que los amigos administran como calmante moral en tales trances. L o s p a d r e s creían entonces que la verdadera y más p r o pia morada d e los angelitos es la tierra; y tampoco podían admitir la teoría de que es mucho más lamentable y desastrosa la muerte de los grandes que la de los pequeños. Sentían, m e z d a d a a su dolor, la p r o fundísima lástima que inspira la agonía de u n niño, y no comprendían que ninguna pena superase a aquella que destrozaba sus entrañas. Mil recuerdos e imágenes dolorosas 'les herían, t o m a n d o forma de agudísimos puñales que les traspasaban el corazón. L a madre oía sitt cesar la encant a d o r a media lengua de Celinina, diciendo las cosas -al revés, y haciendo de las palabras de nuestro idioma graciosas caricaturas filológicas; que afluían de 124 LA M.ULA Y EL BUEY su linda boca como la música más tierna que puede: conmover el corazón de una madre. N a d a carácterrizá a un niño como su estilo, a q u e l genuino modo deexpresarse y decirlo todo con cuatro letras, y aquella-; gramática prehistórica, como los primeros vagidosde la palabra en los albores de la humanidad, y s * sencillo arte de declinar y conjugar, que parece la rectificación inocente de los idiomas regularizados; por el uso. El vocabulario de un niño de tres años, como Celinina, constituye el verdadero tesoro l i t e r a rio de las familias. ¿Cómo había de olvidar la madreaquella lengüecita de ttapo, que llamaba al sombrero> tumeyo y al garbanzo babancho? P a r a colmo de aflicción, vio la buena señora por todas partes los objetos con que Celinina había alborozado los últimos d í a s ; y como éstos eran los que preceden a Navidad, rodaban por el suelo pavos debarro con patas de alambre; u n San José sin m a n ó s e u n pesebre con el Niño Dios, semejante a una bolita*, de color de rosa; un Rey Mago montado en arrogante camello sin cabeza. Lo que habían padecido aquellas, pobres figuras en los últimos días, arrastradas deaquí para allí, puestas en esta o en la otra forma, s ó lo Dios, la mamá y el purísimo espíritu que había v o lado al Cielo lo sabían. Estaban las rotas esculturas impregnadas, d i g á moslo así, del alma de Celinina, o vestidas, si se q u i e re, de una singular claridad m u y triste, que era l a claridad de ella. L a pobre madre, al mirarlas, t e m 125 BENITO PEREZ GALDOS biaba toda, sintiéndose herida en lo más delicado y sensible de su íntimo ser. \ Extraña alianza de las cosas 11 Cómo lloraban aquellos pedazos de barro! | Llenos parecían de una aflicción intensa, y tan doloridos, que su vista soíla producía tanta amargura como el espectáculo de la misma criatura moribunda, cuando miraba con suplicantes ojos a sus padres y les pedía que le quitasen aquel horrible dolor de su frente abrasada! La más triste cosa del mundo era para la madre aquel pavo con patas de alambre clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes •cambios de postura había perdido el pico y el moco. III Pero si era aflictiva la situación de espíritu de la madre, éralo mucho más la del padre. Aquélla -estaba traspasada de dolor; en éste, el dolor se agravaba con un remordimiento agudísimo. Contaremos brevemente el peregrino caso, advirtiendo que esto quizás parecerá en extremo pueril a algunos, pero a los que tal crean les recordaremos que nada es tan ocasionado a puerilidades como un íntimo y puro dolor, de esos en que no existe mezcla alguna de intereses de la tierra, ni el desconsuelo secundario del egoísmo no satisfecho. Desde que Célinina cayó enferma, sintió el afán •de las poéticas fiestas que más alegran a los niños: 136 LA MU LA Y EL BUEY las fiestas de Navidad. Ya se sabe con cuánta ansia desean la llegada de estos risueños días, y cómo les trastorna el febril anhelo de los regalitos, de los nacimientos, y las esperanzas del mucho comer y del atracarse de pavo, mazapán, peladillas y turrón. Algunos se creen capaces, con la mayor ingenuidad, de embuchar en sus estómagos cuanto ostentan la Plaza Mayor y calles adyacentes. Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la boca el tema de la Pascua; y como sus primitos, que iban a acompañarla, eran de más edad y sabían cuanto hay que saber en punto a regalos y nacimientos, se alborotaba más la fantasía de la pobre niña oyéndoles, y más se encendían sus afanes de poseer golosinas y juguetes. Delirando, cuando la metía en su horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar lo que de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era golpear tambores, tañer zambombas, cantar villancicos. En la esfera tenebrosa que rodeaba su mente, no había sino pavos haciendo clau clau; pollos que gritaban pío pió; montes de turrón que llegaban al Cielo formando un Guadarrama de almendras; nacimientos llenos de luces y que tenían lo menos cincuenta mil millones de figuras; ramos de dulce, árboles cargados de cuantos juguetes puede idear la más fecunda imaginación tirolesa; el estanque del Retiro lleno de sopa de almendras; besugos que miraban a las cocineras con sus ojos cuajados; naranjas que llovían del cielo, cayendo en más abundancia. i37 BENITO PÉREZ GALDÓS que las gotas de agua en día de temporal, y otrosí mil prodigios que no tienen número ni medida. IV E l padre, por no tener más chicos que Celinina no cabía en sí de inquieto y desasosegado. Sus n e gocios le llamaban fuera de la c a s a ; pero muy a m e nudo entraba en ella para ver cómo iba la enfermita. E l mal seguía su marcha con alternativas traidoras r unas veces dando esperanzas de remedio; otras, q u i tándolas. r El buen hombre tenía presentimientos tristes. E t lecho de Celiniha, con la tierna persona agobiada enél por la fiebre y loa dolores, no se apartaba de suimaginación. Atento a lo que pudiera contribuir a r e gocijar el espíritu de la niña, todas las noches, c u a n do regresaba a la casa, le traía algún regalito de P a s cua, variando siempre de objeto y especie, pero p r e s cindiendo siempre de toda golosina. Trájole u n día una manada de pavos, tan al vivo hechos, que no Íesfaltaba más que g r a z n a r ; otro día sacó de sus bolsillos la mitad de ía Sacra Familia, y al siguiente a SanJosé con el pesebre y portal de Belén. Después v i no con unas preciosas ovejas, a quien conducían g a llardos pastores, y luego se hizo acompañar de u n a s lavanderas que lavaban, y de un choricero que v e n día chorizos, y de un Rey Mago negro, al cual sucedió otro de barba blanca y corona de oro. P o r traer,. 128 LA MU LA Y EL BUEY hasta trajo una vieja que daba azotes en cierta parte a un chico por no saber la lección. Conocedora Celinina, por do que charlaban sus primos, de todo lo necesario a la buena composición de un nacimiento, conoció que aquella obra estaba incompleta por la falta de dos figuras muy principales: la muía y el buey. Ella no sabía lo que significaba la tal muía ni el tal b u e y ; pero atenta a que todas las cosas fuesen perfectas, reclamó una y otra vez del solícito padre el par de animales que se había quedado en Santa Cruz. El prometió traerlos, y en su corazón hizo propósito firmísimo de n o volver sin ambas bestias; p e r o aquel día, que era el 23, los asuntos y quehaceres se le aumentaron de tal modo, que no tuvo un punto de reposo. Además de esto, quiso el Cielo que se sacase la lotería, que tuviera noticia de haber ganado u n pleito, que dos amigos cariñosos le embarazaran toda la mañana..., en fin, el padre entró en la casa sin la muía, pero también sin el buey. Gran desconsuelo mostró Celinina al ver que no venían a completar su tesoro las dos únicas joyas que en él faltaban. El padre quiso al punto remediar su falta; mas la nena se había agravado considerablemente durante el d í a : vino el médico, y como sus palabras no eran tranquilizadoras, nadie pensó en bueyes, mas tampoco en muías. E l 24 resolvió el pobre señor no moverse de la casa. Celinina tuvo por breve rato un alivio tan pa129 IT.-9 BENITO.PÉREZ CALDOS tente, que todos concibieron esperanzas, y lleno de alegría, dijo el p a d r e : " V o y al punto a buscar e s o . " Pero como cae rápidamente un ave herida al r e montar el vuelo a lo más alto, así cayó Celinina en las honduras de una fiebre muy intensa. Se agitaba trémula y sofocada en los brazos ardientes de la enfermedad, que la constreñía sacudiéndola para expulsar la vida. E n la confusión de su delirio, y sobre el revuelto oleaje de su pensamiento, flotaba, como el único objeto salvado de un cataclismo, la idea fija del deseo que no había sido satisfecho; de aquella codiciada muía y de aquel suspirado buey, que aún p r o seguían en estado de esperanza. El papá salió medio loco, corrió por las calles; pero en mitad de una de ellas se detuvo y d i j o : " ¿ Q u i é n piensa ahora en figuras de nacimiento?" Y , corriendo de aquí para allí, subió escaleras, y tocó campanillas, y abrió puertas sin reposar un instante, hasta que hubo juntado siete u ocho médicos, y les llevó a su casa. E r a preciso salvar a Celinina. V P e r o Dios no quiso que los siete u ocho (pues la cifra no se sabe a punto fijo) alumnos de Esculapio contraviniesen la sentencia que Él había dado, y Celinina fué cayendo, cayendo más a cada hora, y llegó a estar abatida, abrasada, luchando con indescriptibles congojas, como la mariposa que ha sido 130 LA MULA Y EL BUEY golpeada y tiembla sobre el suelo con las alas rotas. Los padres se inclinaban junto a ella con afán insensato, cual si quisieran con la sola fuerza del mirar detener aquella existencia que se iba, suspender la rápida desorganización humana, y con su aliento renovar el aliento de la pobre mártir, que se desvanecía en un suspiro. Sonaron en la calle tambores y zambombas y aleg r e chasquido de panderos. Celinina abrió los ojos, que ya parecían cerrados para siempre; miró a su padre, y con la mirada tan sólo y un grave murmullo que no parecía venir ya de lenguas de este mundo, pidió a su padre lo que éste no había querido traerle. Traspasados de dolor padre y madre, quisieron engañarla, para que tuviese una alegría en aquel instante de suprema aflicción, y presentándole los pavos, le dijeron: — M i r a , hija de mi alma, aquí tienes la mulita y el bueyecito. P e r o Celinina, aun acabándose, tuvo suficiente claridad en su entendimiento para ver que los pavos no eran otra cosa que pavos, y los rechazó con agraciado gesto. Después siguió con la vista fija en sus padres, y ambas manos en la cabeza señalando sus - g u dos dolores. Poco a poco fué extinguiéndose en ella aquel acompasado son, que es el último vibrar de la vida, y al fin todo calló, como calla la máquina del reloj que se p a r a ; y la linda Celinina fué un g r a cioso bulto, inerte y frío como mármol, blanco y 131 BENITO PÉREZ GALDÓS transparente como la purificada cera que arde en los altares. ¿ Se comprende ahora el remordimiento del padre ? Porque Celinina tornara a la vida hubiera él recorrido la tierra entera para recoger todos los bueyes y todas, absolutamente todas las muías que en ella hay. La idea de no haber satisfecho aquel inocente deseo era la espada más aguda y fría que traspasaba su corazón. E n vano con el raciocinio quería a r r a n cársela ; pero ¿ de qué servía la razón, si era tan niño entonces como la que dormía en el ataúd, y daba más importancia a un juguete que a todas las cosas de la tierra y del cielo? VI E n la casa se apagaron al fin los rumores de desesperación, como si el dolor, internándose en alma, que es su morada propia, cerrara las puertas los sentidos para estar más solo y recrearse en mismo. la el de sí E r a Nochebuena, y si todo callaba en la triste vivienda recién visitada de la muerte, fuera, en las calles de la ciudad, y en todas las demás casas, r e sonaban placenteras bullangas de groseros instrumentos músicos, y vocería de chiquillos y adultos cantando la venida del Mesías. Desde la sala donde estaba la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían compañía oyeron espantosa algazara, que al través 132 LA MU L A Y EL BUEY del pavimento del piso superior llegaba hasta ellas, conturbándolas en su pena y devoto recogimiento. Allá arriba, muchos niños chicos, congregados con mayor número de niños grandes y felices papas y alborozados tíos y tías, celebraban la Pascua, locos de alegría ante el más admirable nacimiento que era dado imaginar, y atentos al fruto de juguetes y dulces q u e en sus ramas llevaba un frondoso árbol con mil vistosas candilejas alumbrado. H u b o momentos en que, con el grande estrépito de arriba, parecía que retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía en su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, a su manera, quisieran dar a entender también que estaban algo peneques. De las tres mujeres que velaban, se retiraron d o s ; quedó una sola, y ésta, sintiendo en su cabeza grandísimo peso, a causa sin duda del cansancio producido por tantas vigilias, tocó el pecho con la barba y se durmió. Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho, a pesar de que no entraba aire en la habitación. Creeríase que invisibles alas se agitaban en el espacio ocupado por el altar. Los encajes del vestido de Celinina se movieron también, y las hojas de sus flores de trapo anunciaban el paso de una brisa juguetona o de manos muy suaves. Entonces Celinina abrió los ojos. Sus ojos negros llenaron la sala con una mirada viva y afanosa que echaron en derredor y d e arriba 133 BENITO PÉREZ GALDÓS abajo. Inmediatamente después separó las manos, sin que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos, como es costumbre en los niños al despertarse. Luego se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo alguno, y mirando al techo se echó a r e í r ; p e r o s u risa, sensible a la vista, no podía oírse. El único r u mor que fácilmente se percibió era una bullanga d e alas vivamente agitadas, cual si todas las palomas' del mundo estuvieran entrando y saliendo en la sala mortuoria y rozaron con sus plumas el techo y las paredes. Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia arriba, y al punto le nacieron unas alitas cortas y blancas. Batiendo con ellas el aire levantó el vuelo y desapareció. Todo continuaba lo m i s m o : las luces ardiendo, d e rramando en copiosos chorros la blanca cera sobre las arandelas; las imágenes en el propio sitio, sin; mover brazo ni pierna ni desplegar sus austeros labios'; la mujer sumida plácidamente en un sueño q u e debía saberle a gloria; todo seguía lo mismo, menos la caja azul, que se había quedado vacía. VII ¡ H e r m o s a fiesta la de esta noche en casa de los señores de ***! L o s tambores atruenan la sala. N o hay quien haga 134 L/f MU LA Y EL BUEY comprender a esos endiablados chicos que se divertirán más renunciando a la infernal bulla de aquel instrumento de guerra. P a r a que ningún h u m a n o oído quede en estado de funcionar al día siguiente, añaden al tambor esa invención del Averno, llamada zambomba, cuyo ruido semeja a gruñidos de Satanás. Completa la sinfonía el pandero, cuyo atroz chirrido de calderetería vieja alborota los nervios más tranquilos. Y, sin embargo, esta discorde algazara sin melodía y sin ritmo, más primitiva que la música de los salvajes, es alegre en aquesta singular noche y tiene cierto sonsonete lejano de coro celestial. E l Nacimiento no es una obra.de arte a los ojos de los adultos; pero los chicos encuentran tanta belleza en las figuras, expresión tan mística en el semblante de todas.ellas y propiedad tanta en sus trajes, que no creen haya salido de manos de los hombres obra más perfecta, y la atribuyen a la industria pe.culiar de ciertos ángeles dedicados a ganarse la vida trabajando en barro. El portal, de corcho, imitando un arco romano en ruinas, es monísimo, y el riachuelo, representado por un espejillo con manchas verdes que remedan acuáticas hierbas y el musgo de las m á r genes, parece qué corre por la mesa adelante con plácido murmurio. E l puente por do pasan los pastores es tal, que nunca se ha visto el cartón tan semejante a la p i e d r a ; al contrario de lo que pasa en mu^ chas obras de nuestros ingenieros modernos, los cuáles hacen puentes de piedra que parecen de cartón. i35 BENITO PÉREZ GALDÓS El monte que ocupa el centro se confundiría con u n pedazo de los Pirineos, y sus lindas casitas, más pequeñas que las figuras, y sus árboles figurados con ramitas de evónimus, dejan atrás a la misma N a t u raleza. E n el llano es donde está lo más bello y las figuras más características: las lavanderas que lavan en el a r r o y o ; los paveros y polleros conduciendo sus man a d a s ; un guardia civil que lleva dos granujas presos ; caballeros que pasean en lujosas carretelas junto al camello de un Rey Mago, y Perico el ciego tocando la guitarra en un corrillo donde curiosean los pastores que han vuelto del Portal. P o r medio a medio, pasa un tranvía lo mismito que el del barrio Salamanca, y como tiene dos rails y sus ruedas, a cada instante le hacen correr de Oriente a Occidente, con gran asombro del Rey Negro, que no sabe qué endiablada máquina es aquélla. Delante del Portal hay una lindísima plazoleta, cuyo centro lo ocupa una redoma de peces, y no lejos de allí vende un chico La Correspondencia y bailan gentilmente dos majos. La vieja que vende buñuelos y la castañera de la esquina son las piezas más graciosas de este maravilloso pueblo de barro, y ellas solas atraen con preferencia las miradas de la infantil muchedumbre. Sobre todo, aquel chicuelo andrajoso que en una mano tiene un billete de lotería, y con la otra le roba bonitamente las castañas del cesto a la t í a Lambrijas, hace desternillar de risa a todos. 136 LA MULA Y EL BUEY E n s u m a : el Nacimiento número uno de Madrid •es el de aquella casa, una de las más principales, y h a reunido en sus salones a los niños más lindos y m á s juiciosos de veinte calles a la redonda. VIII P u e s ¿ y el árbol ? E s t á formado de ramas de encina y cedro. El solícito amigo de la casa que lo ha compuesto con gran trabajo, declara que jamás salió de sus manos obra tan acabada y perfecta. N o se pueden contar los regalos pendientes de sus hojas. S o n , según la suposición de un chiquitín allí present e , en mayor número que las arenas del mar. Dulces envueltos en cascaras de papel rizado; mandarinas, •que son los niños de pecho de las n a r a n j a s ; castañas a r r o p a d a s en mantillas de papel de plata; cajitas que contienen glóbulos de confitería homeopática; figurillas diversas a pie y a caballo: cuanto Dios crió p a r a que lo perfeccionase luego la Mahonesa o lo -vendiese Scropp, ha sido puesto allí por una mano tan generosa como hábil. Alumbraban aquel árbol de la vida candilejas en tal abundancia, que, según la relación de un convidado de cuatro años, hay allí m á s íucecitas que estrellas en el cielo. E l gozo de la caterva infantil no puede comparars e a ningún sentimiento h u m a n o : es el gozo inefable d e , los coros celestiales en presencia del Sumo Bien y de la Belleza Suma. L a superabundancia de satisi37 BENITO PÉREZ GALDÓS facción casi les hace juiciosos y están como perplejos, en seráfico arrobamiento, con toda el alma en los ojos, saboreando de an'emano lo que han de'comer, y nadando, como los ángeles bienaventurados, err éter puro de cosas dulces y deliciosas, en olor de flores y de canela, en la esencia increada del jueg> y de la golosina. IX Mas de repente sintieron un rumor que no p r o v e nía de ellos. Todos miraron al techo, y como no veíannada, se contemplaban los unos a los otros, riendo. Oía^e gran murmullo de alas rozando contra la pared" y chocando en el techo. Si estuvieran ciegos, habrían creído que todas las palomas de todos los palomares del universo se habían metido en la sala. P e r o nc> veían nada, absolutamente nada. Notaron, sí, de súbito, una cosa inexplicable y f e nomenal. Todas las figurillas del Nacimiento se m o vieron, todas variaron de sitio sin ruido. El coche der tranvía subió a lo alto de los mon es, y los Reyes se metieron de patas en el arroyo. Los pavos se colaron sin permiso dentro del Portal, y San José salió' todo turbado, cual si quisiera saber el origen de tarr rara confusión. Después, muchas figuras quedaron tendidas en el suelo. Si al principio las traslaciones se hicieron sin desorden, después se armó una b a r a ú n da tal, que parecían a n d a r por allí cien mil m a n o s f 138 <***HB—ass-HS—HHHH^^ LA MU LA Y EL BUEY afanosas de revolverlo todo. E r a un cataclismo u n i versal en miniatura. El monte se venía abajo, faltándole sus cimientos seculares; el riachuelo variaba de. curso, y echando fuera del cauce sus espejillos inundaba espantosamente la llanura; las casas hundían e> tejado en la a r e n a ; el Portal se estremecía cual sí fuera combatido de horribles vientos, y como se a p a garon muchas luces, resultó nublado el sol y obscurecidas las luminarias del día y de la noche. E n t r e el estupor que tal fenómeno producía, a l gunos pequeñuelos reían locamente, y otros lloraban.. U n a vieja supersticiosa les d i j o : — ¿ N o sabéis quién hace este trastorno? Hácenlo los niños muertos que están en el Cielo, y a los cuales permite P a d r e Dios, esta noche, que vengan a j u g a r con los Nacimientos. Todo aquello tuvo fin, y se sintió otra vez el b a t i r de alas alejándose. Acudieron muchos de los presentes a examinar los estragos, y un señor d i j o : ' — E s que se ha hundido la mesa y todas las figuras se han revuelto. Empezaron a recoger las figuras y a ponerlas en orden. Después del minucioso recüeríto y de reconocer una por una todas las piezas se echó de menos algo. Buscaron y rebuscaron; pero s!h resultado. F a l taban dos figuras: la müla y el buey. 139 BENITO PÉREZ GALDÓS X Y a cercano el día iban los alborotadores camino •del Cielo, más contentos que unas Pascuas, dando brincos por esas nubes, y eran millones de millones, "todos preciosos, puros, divinos, con alas blancas y cortas que batían más rápidamente que los más veloces pájaros de la tierra. La bandada que formaban era más grande que cuanto pueden abarcar los ojos en el espacio visible, y cubría la luna y las estrellas, como -cuando el firmamento se llena de nubes. — A prisa, a prisa, caballeritos, que va a ser de «día —dijo uno—, y el Abuelo nos va a reñir si llegamos tarde. N o valen nada los Nacimientos de este a ñ o . . . ¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos...! Celinina iba con ellos, y como por primera vez andaba en aquellas altitudes, se atolondraba u n poco. — V e n acá —le dijo uno—, dame la mano y volar á s más derecha... P e r o ¿qué llevas ahí? — E s t o —repuso Celinina oprimiendo contra su pecho dos groseros animales de b a r r o — . Son pa mí, p a mi. — M i r a , chiquilla, tira esos muñecos. Bien se con o c e que sales ahora de la tierra. H a s de saber que aunque en el Cielo tenemos juegos eternos y siempre •deliciosos, el Abuelo nos manda al mundo esta noche para que enredemos un poco en los Nacimientos. Allá a r r i b a se divierten también esta noche, y yo creo 140 'Ü* ***f23 *** 1 LA MU LA Y EL "0BUEY que nos mandan abajo porque les mareamos con e t ruido que metemos... P e r o si P a d r e Dios nos deja bajar y andar por las casas, es a condición de que nohemos de coger nada, y tú has afanado eso. Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más contra su pecho los dos animales, repitió: — P a mí, pa mí. — M i r a , tonta —añadió el otro—, que si no haces^ caso nos vas a dar un disgusto. Baja en un vuelo, y deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar. E n un momento vas y vuelves, tonta. Y o te e s pero en esta nube. Al fin Celinina cedió, y, bajando, entregó a la tierra su hurto. XI P o r eso observaron que el precioso cadáver de C e linina, aquello que fué su persona visible, tenía en las manos, en vez del ramo de flores, dos animalillos de barro. Ni las mujeres que la velaron, ni el padre,, ni la madre, supieron explicarse esto; pero la linda niña, tan llorada de todos, entró en la tierra a p r e t a n do en sus frías manecitas la muía y el buey. Diciembre de i8"¡6. 141 RICARDO BECERRO DE BENGOA i845-1902 EL RECIÉN Historia NACIDO increíble. I U n a tarde de agosto del año pasado, 1870, llegué T e n d i d o de correr p o r las' montañas a la barriada de Berunegui, en las m i n a s de San Blas, cerca de la villa •de Legutiano, a la sazón en que marchaba hacia el cementerio un cortejo de aldeanos acompañando al •cadáver de un niño que, rodeado de flores y recostado -en una almohada, era llevado por una anciana, en un cunacho sobre la cabeza, a estilo de aquella tierra. —¿ De quién es la criatura ? —pregunté. —Nadie lo sabe, señor —me contestó un aldeano—. ;¡ Cosa más rara no se ha visto nunca! L o hallaron "vivo, desnudo, allá en la cañada, hace cosa como de -dos a ñ o s ; lo recogieron en la casa de Gusurrandi, .y poco a poco se ha ido encogiendo, dejando de ma142 EL RECIÉN NACIDO mar y poniéndose colorado como si acabara de n a cer. ¡ Cosa r a r a ! Tiene arrugas en la cara como u n viejo y los dedos de las manos quemados y manchados, como los que fumamos en pipa. Excitada sobremanera mi curiosidad, me uní «tí acompañamiento con objeto de ver el cadáver. A n tes de depositarlo en la fosa, mientras las mujeres rezaban y lloraban, lo examiné. El aldeano tenía razón: aquella criatura presentaba un aspecto incomprensible. Suponeos un recién nacido con la frente y las mejillas t o s t a d a s y llenas de a r r u g a s d u r a s y callosas, con una expresión marcada de inteligencia en sus ojos entreabiertos, y con la yema de los dedos índice y pulgar de ambas manos amarillentas y ennegrecidas, cual la de los fumadores viejos. Enterróse al niño, hicieron mil aspavientos las mujeres, y volví a Berunegui con los del entierro, p a r a pasar la noche en la casa de Gusurrandi. — ¿ D e qué ha muerto ese niño? —pregunté a los caseros. — ¡ A h , señor R i c a r d o ! —contestó el ama de la casa—, eso debe ser cosa de sorguiñas o brujas, porque cosa más rara nunca se ha visto en el mundo entero. Cuando lo recog mos en el campo, comía bien pan de maíz, carne picada y potaje; después se le cayeron cuatro dientes que tenía, y dejó de comer, y dejó de conocernos y de fijarse en las personas, y tuvimos que darle de mamar, y hasta eso se le olvidó en estos últimos días que ha vivido. Antes era. ; 143 RICARDO BECERRO DE BENGOA bastante grandecito, y poco a poco se ha ido q u e dando en la mitad. Lo más raro es que miraba c o m o un hombre, y se movía como si quisiera hablar, y estaba siempre agitado y parecía que entendía t o d o lo que hablábamos. — Y ¿no sospecha usted de dónde pudo venir? — N o , señor. U n día, al volver del trabajo, le h a llamos desnudo entre un montón de ropas viejas. Nos dio gran lástima y lo recogimos. E n t r e las r o pas tenía un rollo de papeles y una pipa. —¿Dónde están esos objetos? —iEn un baúl los tengo — a ñ a d i ó el casero—~ como yo no sé leer, jamás he pensado sacarlos de allí. Además, u n día se los enseñé al señor cura y me dijo que estaban escritos en un vascuence q u e él no entendía. —¡Vengan, vengan! —exclamé yo lleno de gozo. —Los traeré, sí, señor; pero nos los leerá usted a todos, ¿ e h ? — S í , amigo Gusurrandi, a todos, y todo lo c l a r o que se pueda. —Cenemos primero —dijo el ama, levantándose de su asiento. Así lo hicimos, durante el crepúsculo, bajo el hermoso emparrado de la huerta. Cuando anocheció, encendieron un candil, lo pusieron a mi lado, cargaron y encendieron también los hombres sus p i pas, se arreglaron las mujeres las puntas de sus t o cas y los pliegues de los delantales, hicieron t o d o s 1 144 E L RECIÉN NACIDO un ancho corro, sentándose en las sillas de madera alrededor de mí, y yo, desarrollando el atado de papeles que me dio el casero, y que estaba compuesto de múltiples hojas de diversas épocas, tamaños y letra, los puse en orden y leí, con creciente curiosidad y asombro mío y de cuantos me escuchaban, lo siguiente: "Acababa de cumplir mis ochenta y cinco años el 20 de agosto de 1785, y me hallaba en la cocina de mi hermoso caserío, sentado a la mesa con don Juan Manuel de Ursúbil, afamado. curandero del país, hombre de muchos estudios, y al cual desde muy joven traté con intimidad. Mis hijos y mis nietos se habían retirado ya a su casa, después de celebrar aquella noche el aniversario de mi nacimiento, y solos estábamos en mi vivienda el curandero y yo y una criada vieja que m e servía. E r a la una de la mañana, y llevábamos fumadas ya' treinta y cuatro pipadas, y bebidos cinco jarros de sagardúa o vino de manzanas. E r a yo entonces fuerte y valiente como un roble; animoso y de privilegiada constitución; y, sin embargo, con tanto beber y tanto fumar empezaba mi cabeza a taml alearse y mis ojos a ver visiones. E l curandero se encontraba'aúri peor que yo: M á s dé" una hora h a d a que nó cesaba de habíár de Humores, clavículas, sistemas', emplastos y •otras o d s ^ de las cuáles yo no entendía una palabra'. Y o te escuchaba callando. • • ' " ' ' "' ' : 145 ; r :: RICARDO BECERRO DE BENGOA — ¿ N o me contestas? —me preguntó. — ¿ Q u é te he de contestar? — D i m e algo, hombre. ¿ E n qué piensas? — E n que ya soy muy viejo y duraré poco. El curandero dio un puñetazo en la mesa; se echó a reír y exclamó: — ¡ P o c o ! ¡ Q u é barbaridad! ¡ P o c o ! T ú vivir todo lo que se te antoje. -—¿De veras? puedes — D e v e r a s ; yo tengo un secreto seguro para no morirse nunca; pero temo a la Inquisición y a los frailes; si lo supieran me tendrían por brujo y no lo pasaría bien. — J u a n Manuel, ¿me lo dices de veras? — Y tan de v e r a s ; ¡oh, si encontrase yo uno que n o se quisiera m o r i r ! — M u c h o s hallarás. — E s t á s en un error. Los hombres son muy raros en su modo de discurrir; temen a la m u e r e , pero temen más la operación que tienen que sufrir p a r a no morirse; es decir, que aun sabiendo que no van a morir, quieren mejor morirse que no padecer por algunos días. ¡ Son unos bárbaros! Mi cabeza ardía. Aquel hombre sabio se expresaba con tal convicción, que se m e figuraba que la muerte no existía ya. Sentía dentro de mí una satisfacción incomprensible. Los ojos de beodo del curandero me parecían los destellos de un ser supe146 EL RECIÉN NACIDO Tior y maravilloso, que iba a lanzarme en una existencia sin fin. Bebimos algunos vasos más. El humo de nuestras pipas llenaba la habitación. L a criada dormía sentada en el suelo, junto al hogar, habiendo dejado caer a un lado la calceta que tenía en las manos, y con cuyo ovillo jugaban alegremente los gatos. — Y ¿por qué no haces la prueba contigo? — p r e gunté al curandero. — ¡ V a y a un disparate! ¿Cómo me he de operar yo mismo si necesito para hacerlo el concurso de toda mi observación, de toda mi salud y de toda mi fuerza ? Callamos un breve rato. Mis ochenta y cinco años m e pesaban demasiado, conocía que me llamaba irremediablemente una vida nueva; me decidí. —'¡Yo quiero no m o r i r ! —exclamé levantándom e de repente—. ¡Dispon de m í ! — t C o r r i e n t e ! —contestó Juan Manuel, frotándose placenteramente las manos—i. D e aquí a otros ochenta u ochenta mil años, volveremos a beber sagardúa el 20 de agosto. Después se levantó tambaleándose, me cogió del brazo y d i j o : —¡ Vamos! 147 RICARDO BECERRO DE BENGOA II —¿ Adonde ? — A mi casa; esta misma noche quedará hecha todo. —Vamos. Y en mangas de camisa, conforme me hallaba, nos dimos el brazo, y pegando tropezones en todas, partes, nos dirigimos a su casa. Abrió la puerta de un empujón, encendió lumbre con un pedernal, dio fuego a la mecha de un candil que había colgado en el primer poste de la escalera, y subimos a su habitación. El curandero colgó el candil, se quitó el sombrero y la chaqueta, tiró del cajón de una mesa, del - cual sacó un aparato compuesto de gruesos alambres, vendas y vejigas con llaves de madera, y arremangándose los brazos, trajo una cama desde la alcoba inmediata al centro de la estancia; puso en di suelo, al lado de ella, u n a enorme caldera de cobre, y me dijo sonriendo: —Échate largo en esta cama y . . . no te muevas. Apagué mi pipa, sacudiéndola boca abajo contra la pared, la guardé en la faja y me tumbé en la. cama, estirándome todo lo que pude. El curandero sacó su lanceta, me tanteó el brazo izquierdo y m e hizo una ancha incisión en una vena. Empecé a oír el ruido del chorro de sangre q u e caía en el caldero. Mientras tanto J u a n Manuel p r e 148 EL RECIÉN NACIDO p a r ó su extraño aparato. E n esta operación debió d e transcurrir más de u n cuarto de hora. Mi sangre continuaba saliendo, y yo me sentía horriblemente desfallecido. La borrachera del sagardúa se me había despejado por completo. De cuando en cuando el curandero me tomaba el pulso y decía, prosiguiend o su t r a b a j o : —¡Más! ¡Más! ¡ Y volvió a pasar qué sé yo cuánto tiempo! Llegó al fin un instante en el que noté que no podía m o v e r m e : tenía sed; no acertaba a articular una palabra, y sólo continuaba oyendo el monótono ruid o de la sangre que caía en el caldero. Veía bien: veía extraordinariamente; tal era la extraña clarid a d que había acudido a mis ojos. El curandero volvió a pulsarme. — ¡ B u e n o ! ¡ U n poco más... y basta! —exclamó. Y se quedó mirándome por un buen rato. Después ligó la herida, me puso su mano sobre el corazón, se sonrió, y tomando u n trozo pequeño de lienzo empapado en agua, me lo introdujo en la boca hasta la garganta, empujándolo con el mango de una cuchara de palo. Luego me tapó las narices con unos pedazos de estopa húmeda. —j A s í ! —decía—, así estamos bien. Ahora, a respirar poco, muy poco, casi n a d a ; que no se mue^ va apenas el corazón; llegaremos hasta un paso d e la muerte, pero sin tocarla. Yo me encontraba en un estado indescriptibte; 149 RICARDO BECERRO DE BENGOA no sentía dolor alguno; se me figuraba que no tenía cuerpo, porque sólo en la cabeza notaba calor y vida, y sufría una gran opresión en el pecho, como si las costillas se me desgajaran y como si me punzaranen todas las articulaciones, cuando cada cinco m i nutos aspiraba un poco de aire aí través del t r a p o humedecido. Mi cabeza abrasaba y las tardías pulsaciones del corazón se reflejaban en mis sienes y en' mis oídos como golpes de martillo. Juan Manuel, después de contemplarme, trajo u n j a r r o lleno de sidra y bebió de él un gran trago. — E s preciso —añadió— que mi pulso no tiemble. ¡ O h amigo! ¡Cuántos robles de doscientos años tendrás que ir echando al fuego después de haberlos plantado tú mismo! Luego que hayas vivido unos años yo te enseñaré mi secreto y me operarás y seré también inmortal. ¡ Oh, los frailes! Esos lo oyen todo. ¡ Si habrá por aquí alguno que me escuche! Y al decir esto, miró por todos los rincones de la habitación, abrió y cerró cuidadosamente la ventana, y volvió a poner su mano sobre mi coraron. — N o te falta para llegar a la muerte más que ef grueso de un pelo, pero ese grueso no lo hemos de pasar. Salió de la habitación y volvió al poco r a o con un nieto suyo de cuatro años en los brazos. El h e r moso niño parecía estar completamente adormecido. L o acostó junto a mí, se hizo la señal de la cruz y me tapó los ojos con un pañuelo. Luego debió sen+ 150 L£3 EL RECIÉN boNACIDO tarse en el borde de la cama, y mientras nos contemplaba, dijo con voz gangosa y en'recortada: — ¡ E s t o va muy bien!... ¡ P u e s es claro!... E l armazón de mi amigo es viejo, está carcomido por el tiempo: tiende a la m u e r t e ; no en los huesos, que duran siglos y siglos, sino en la sangre, que está completamente gastada. Pues bien, renovemos'el armazón con otro nuevo, bien nu'rido, que tienda a la vida. Buena savia y buen jugo producen buena planta; la riqueza es la vida, la pobreza es la muerte ; en el hombre viejo el caudal está agotado y se muere de pobreza. Si yo voy sin dinero a la taberna no me dan ni un sorbo; pues, es claro, si la carne y los huesos no cobran, se contraen, se arrugan y se secan. La vida no cabe en un cuerpo estrecho, roto y acartonado. ¡ T ú vivirás, amigo m í o ! Mi plan se les habrá ocurrido a muchos, ¡ p e r o ! . . . Este ¡ p e r o ! es la fórmula de la ignorancia y de la timidez de la humanidad. Yo soy un hombre muy g r a n d e ; es verdad que no he leído ningún libro, ni he estudiado con nadie, ¡ p e r o ! . . . ¡Dale con el p e r o ! La sangre en movimiento es como el virus generador: si le toca el aire, se esteriliza; es como el p e z : si se le saca al aire, muere. Este es el problema actual; que el aire no toque a la sangre regeneradora; que pase pura, caliente, llena de vida, latiendo poderosa, desde el c o r a z ó n del niño al del viejo, próximo a la muerte. ¡ A h ! Esto es prodigioso y no ofrece ningún peligro; el 151 RICARDO BECERRO DE BENGOA viejo pierde su s a n g r e ; ahí está en el caldero y parece b a r r o ; esos son ochenta y cinco años, con todas sus picardías y dolores; ese es el armazón carcomí do. El niño va a transmitirle la suya casi en totalid a d ; mas no importa; permanecerá débil por ocho días, y, al cabo de ese tiempo, la poca que hoy le quede se habrá multiplicado y el niño vivirá robusto. La sangre es fuego; una sola gota sirve de base a una vida, y ésta a una generación entera. ¡ Qué somos nosotros, más que una gota de sangre transform a d a ! . . . Y o ya sé que hay doctores en Salamanca, en Oñate y en Alcalá que se reirían de mí. Ese es uno de los privilegios de los hombres de ciencia: el poderse reír impunemente de los demás, tengan o no razón. Cuando mi amigo cumpla los dos mil años, ¿ dónde estarán los doctores de Salamanca ? ¡ Entonces sí que nos reiremos de ellos!... Puso de nuevo la mano sobre mi pecho. Mi corazón apenas latía; el ruido de mis oídos se había amortiguado. —¡ Ya es h o r a ! —exclamó—. Y a no sentirá nada. Y después de descubrir mis ojos, tomó el extraño aparato que tenía sobre la mesa, y me envolvió el cuello con sus vendas, haciendo la misma operación con el niño, que continuaba inmóvil a mi lado. Sacó de un puchero un unto negruzco, con el cual dio a todas las llaves, y con el cual me circundó también la garganta, excepto por un costado, donde por medio 152 EL RECIÉN NACIDO •de una ventosa hizo un cucurucho con rhi piel. Las v e jigas estaban completamente estrujadas, y los tubos e n que terminaban se habían adherido fuertemente a mi cuello y al del niño. El unto negruzco adquirió p r o n t o la consistencia de la goma seca. De entre los alambres que constituían el aparato salían dos m u y gruesos, largos y reforzados, los cuales agarró el curandero con ambas manos. Dio al fin un tirón como queriendo separarlos, y entonces sentí en e¿ cuello, en el lado de la ventosa, u n dolor agudo como si me hubieran herido profundamente. El niño hizo al mismo tiempo un terrible estremecimiento. Después, ya no vi m á s ; una nube pasó por mis ojos y me cegó. Sólo oí que Juan Manuel se frotaba las m a n o s y decía: —¡ Ya late, ya late! ¡ Veinte años de pensar y disc u r r i r en ello! j N o entra el a i r e ; el aire está vencido ; también venceré a los frailes y a los doctor e s ! ¡Ya late! Aquí hay dos cuerpos confundidos en uno solo; una vida joven que resucita a otra ya caduca. ¡ O h placer! ¡ U n a hora y cinco minutos bastan! Y cuando calló, sentí que cogía el j a r r o y volvía a beber. Al día siguiente me hallé tendido en el mismo lec h o y muy cuidadosamente tapado. Al abrir los ojos vi ante mí al curandero que se sonreía: quise hablar y no p u d e ; mi amigo se llevó el dedo índice a los 153 RICARDO BECERRO DE BENGOA labios y meneó Ja cabeza como indicándome que m e era imposible pronunciar una palabra. Luego me d i j o : —¡Somos felices! Y a tienes dentro de ti la savia regeneradora; ahora empiezas a vivir como si tuvieras sólo cuatro años. Me pulsó con mucho detenimiento y continuó ha blando: —¡ Calentura terrible! La sangre nueva late en ese cuerpo como el torrente en el canalón carcomido del molino. ¡Ciento diez y ocho pulsaciones! ¡ O h , cuánta vida! La fiebre d u r a r á quince d í a s : hasta entonces sólo tomarás leche, que te empezaré a dar pasado mañana. Mi aparato es una maravilla y mi saber un portento; mi pobre nieto también descansa, y aún tardará seis días en volver a recobrar su salud y su fuerza. III Llamaron a la puerta, y entró mi criada vieja, Mari Antón. — ¿ Q u é ha sido de mi a m o ? —preguntó. —Aquí le tienes: está un poco indispuesto, porque anoche se empeñó en acompañarme, dio un t r o pezón y... — ¡ L a sagardúa maldita! — N o , señora; la obscuridad tuvo la culpa. — ¡ P u e s ustedes bien alumbrados debieron v e n i r ! ¿ Y es cosa de cuidado lo de mi amo? 154 EL RECIÉN NA CIDO —p¡ Poca cosa! Se le salieron dos costillas de sin sitio. Dentro de unos quince días estará ya bien. No* te apures, porque ya ves, ¿qué puede temer a m e lado? Mari Antón se fué tan conforme. — ¡ P o b r e vieja! —dijo Juan Manuel—. ¡Cuárrtasr nietas tuyas tendrán que servir a tu a m o ! ¡ L a s a gardúa ! ¡ J e ! Y a se puede convertir en sagardúa eF mar de Bermeo, porque si no, no vamos a tener b a s tante para los dos. Marchó a hacer sus visitas, y por espacio de m u chos días volvía de hora en hora a pulsarme, a h a blar consigo mismo y a darme leche, poniéndome err la boca un trapo bien empapado, que yo chupaba corr avidez. Mi estado era extraordinariamente r a r o : s e n tía gran calor en todo el cuerpo; me aquejaba ffn estremecimiento general cuando aspiraba el aire, corr ligeros dolores en el pecho, en los costados y en la espalda, y quedaba descansado y satisfecho cuando lo aspiraba. Poco a poco pude hablar y me i n c o r poré en la cama. A los veinte días volví a mi casa,, acompañado de Juan Manuel. E n el camino me dijo v —Creo que tu vida está ya asegurada para otra nueva época; pero cuida mucho de no echarla a p e r d e r : porque ahora estás expuesto, lo mismo que a n tes, a que cualquiera enfermedad o accidente violenta te mate. Y o no he hecho más que prolongar tus días, renovando la causa o el sostén de la vida. L o que* nos conviene es callar y aguardar. i55 RICARDO BECERRO DE BENGOA P a s ó algún iempo; mi salud y mi robustez eran •envidiables, por más que continuaba persistente aquel e x t r a ñ o padecimiento del pecho, al compás de la respiración. Jamás podía convencerme de que Juan M a nuel hubiera acertado en sus proyectos; así es que consideraba la operación como una imprudencia cometida por ambos durante la embriaguez, y esperaba m o r i r a la edad en que mueren los ancianos. Cinco años más adelante mi rostro estaba más •sonrosado; mi pulso, más fuerte, y ¡ cosa e x t r a ñ a ! la -porción calva que tenía antes a la cabeza se había vuelto a cubrir de hermosos cabellos blancos. Y o est a b a asombrado; mis fuerzas y mi apetito se reduplic a b a n , y las arrugas que tenía en las manos desaparecieron. «Juan Manuel, que entonces acababa de cumplir sesenta años, mostrábase loco de contento; pasaba -conmigo horas enteras fumando y me contemplaba •con todo el interés y cariño con que un artista mira a su obra predilecta. — L o que me asusta -Ae decía yo— es este r a r o y constante malestar de mi pecho. — Y a mí también — a ñ a d i ó — ; hace cuatro años •que estoy pensando en ello y no atino la causa. Cuand o un hombre muda de casa, le extraña la nueva habitación por unos cuantos días, pero al fin se acostumbra a ella y vive perfectamente. ¡ H o m b r e , qué diablo! Al cabo de cinco años ya podía la sangre de m i nieto haberse acostumbrado a correr por tu cuerpo. 156 EL RECIÉN NACIDO Transcurrieron otros tres años, y mi rostro a p a recía más colorado y mi salud y mis fuerzas eraremayores. A mis noventa y tres años iba a cazar corzos con todo el brío de un joven. El día que cúmplalos cien acudieron a mi mesa todos mis parientes, m e nos unos diez y ocho que habían fallecido de los queasistieron al convite de mis ochenta y cinco. E l curandero había avejentado m u c h o ; su salud decaía v i siblemente, y tan sólo en sus ojos brillaba una e x presión de vivacidad y satisfacción marcada, por 1*; que calculaba yo cuánto era lo que gozaba y lo q u e esperaba al contemplarme. El pobre apenas bebía y a sagardúa; yo continuaba apurándola a vasos sirr cuenta. U n a mañana, muy temprano, vino a mi casa, seencerró en mi cuarto y me d i j o : — ¿ T e has convencido y a ? — S í , a m i g ó ; estoy completamente convencido. — P u e s bien; si aguardamos más tiempo, se m a l o gra todo.'Yo me siento muy débil, y si te he de decirla verdad no me conformo con morirme, teniendrr en mi mano la vida. Pero hay una dificultad: a q u í no podemos continuar viviendo p a t a repetir y explotar mi descubrimiento. Nos perseguirán sin tregua. Es, pues, preciso que hagas u n gran sacrificio p o r m í ; vamonos a Francia. : , '^A'Francfeif--;> - • i U-.SÍ.' Allí goSarerridá' dé tiuesfra 'maravillosa! c o n quistó; allí t e inicíate en mf 'secreto, me 'háTás lá o p e f l ; ! ! ! !_ r ri *57 r ! RICARDO BECERRO DE BENGOA ración, y si nos tiene cuenta, la daremos a conocer •de aquí a cien años. — T e debo esta segunda vida y te obedezco. Recogí unos cuantos celemines de onzas de oro •que tenía guardados, compramos dos soberbias muías y con excusa de que íbamos a cumplir un voto a I3 "Virgen de A r r a t e , tomamos el portante hacia la f ronitera. IV Establecimos en Burdeos nuestro pabellón, y J u a n ^Manuel empezó a instruirme en su secreto. Mi intelig e n c i a , lejos de irse perdiendo, aparecía más clara, y ani vista, d e présbita que había sido, se convirtió en •serena y regular. P o r lo demás, a la verdad, sentía yo así como una pena íntima al pensar que no me -moriría nunca, y cuando divisaba algún entierro me •ocultaba en una puerta o cambiaba de calle, como «considerándome culpable d e no haber indicado, al •que llevaban a cuestas, la manera de no morirse. Mis cabellos se iban poco a poco volviendo negros, y mi apetito era cada día mayor. J u a n Manuel estaba •completamente asombrado. Y o parecía, a m i s ciento •seis años, mucho más joven que él, y su espanto su"bió de punto cuando le confesé que me era muy simp á t i c a la hija de nuestra ama de huéspedes» mademoisselle Basurt, y que me-inclinaba a c a s a r m e con .ella. C o m o en el m u n d o todo se sabe, la ciudad entera 158 EL RECIÉN NACIDO se alarmó cuando corrió la noticia de que iba a tomar esposa un hombre de ciento seis años. M e acosaron, me sitiaron, me dibujaron, y mi casa se convirtió en una Babel. — T u locura puede costamos cara —dijo con gran tristeza el curandero—. Ahora que me disponía a que me operaras, se ha divulgado por todo el pueblo la noticia de tu e d a d ; y en toda la Francia se h a blará muy pronto de ti. Estoy profundamente disgustado, y me he dispuesto a abandonarte y a morirm e de pena si no me escuchas. El pobre viejo se puso a llorar y continuó: —¿Quieres oírme? — S í , soy todo tuyo. — P u e s bien; abandona a mademoiselle B a s u r t ; olvida ese amor insensato, y huyamos, huyamos de aquí. —¿ Adonde ? — A cualquiera de nuestros Estados de América. E n cuanto lleguemos, me operas y viviremos en aquella tierra tanto como el río Marañón. Me despedí de mi acongojada madamita todo lo diplomáticamente que pude¿ dejándola un lujoso regalo, y, casi en secreto, partimos en u n buque inglés p a r a Veracruz. ' Durante la travesía, mientras los marinos charlaban en su lengua, nosotros, terididbi en «¿(estro r e ducido camarote, departíamos amistosamente, siemp r e ocupados en el mismo tema. i» RICARDO BECERRO DE BENGOA '—Lo que yo no me explico, lo que a mí me v u e l ve loco, es —decía el curandero— esa completa r e generación que se ópera en t i ; porque, después de m t maravilloso trabajo, era muy natural que se conservaran tus facciones de viejo; que tu pelo canoso y tu calva continuaran; que vieras lo mismo, y que t u estómago y otros órganos no aumentaran en actividad, ya que, por mucho que pueda hacer la n u e v a sangre, podrá ir sosteniendo indefinidamente tu actual estado; pero, ¡Dios mío!, ¡si sucede todo lo contrario ! ¡ Si tú cada día estás más joven, más robusto y más lleno de v i d a ! : — A mí —dije yo— lo que me tiene con cuidado es esta revolución completa que tengo en el pecho. — N o creas que lo echo yo en olvido, y muchas noches, cuando me pongo a pensar en ella, tanto y tanto revuelvo en mi cabeza, que temo llegar a la. locura. Y por no variar empezaba a hablarme de n u e v o de su aparato, de su plan, de sus esperanzas, de su gloriaU n a tarde, mientras,dormía yo la siesta, tendido en mi angosto lecho ¿ vino a mí con los ojos desencajados, me sacudió fuertemente, me hizo levantar, m e llevó, sobre- ieubjertá a u n o de los costados solitarios, y, cogiéndome) deí,Cuello, empezó a 'examinar atentamente ila cicatriz qifce conservaba en .él, desde la hbch'e famosa de la operaciónr A l cabo d e r t i n r á t o dejó- roo a'* '^€S3 EL RECIÉN "* "n> NACIDO caer en mis brazos como anonadado, y enjugándose una lágrima con el revés de la mano, me dijo: —¡ Buena la hemos hecho! — ¿ P o r qué? —¡ Maldito v i n o ! —¿ P o r qué ? — ¡ H o r r o r ! , ¡horror!, ¡ h o r r o r ! y ¡mil veces hor r o r ! Eres muy desgraciado, amigo mío. — P e r o ¿qué estás diciendo? ¿ Q u é has descubierto en m í ? —Ven, ven. Y . cogiéndome con sus manos convulsas, volvimos a bajar a nuestro camarote. —¡Al fin —exclamó— he dado con la explicación de tu dolor, del estado anormal de tu respiración y de tu regeneración asombrosa! ¡ H o r r o r ! Cuando en aquella inolvidable noche te inyecté la sangre de mi nieto con mi maravilloso aparato, estaba yo un poco., ¡ v a m o s ! así, un poco... —Mirlis, ¿ e h ? — ¡ E s o es, mirlis! ¡Maldito sagardúa! T ú estabas vacío: tus venas y tus arterias, después d e la gran sangría, estaban plegadas como un paraguas mojado, e iban a recibir por inyección el torrente restaurado ,de la sangre de mi nieto. ¡ Maldita cena! Al verificar la operación, yo herí con mi aparato a mi nieto en una arteria, y a ti, ¡oh efectos de la borrachera!, ¡ y a ti te abrí una v e n a ! P o r tus venas corre sanere arterial, y por tus arterias, sangre venosa. ¡ Q u é hacer 161 iv — 11 o» "D. >»HC3* ' 1 f RICARDO BECERRO DE BENGOA sino regenerarte! ¡ Q u é ha de suceder sino dolerte el pecho cuando respiras! T u circulación marcha al revés. T ú vives también al revés que los demás hombres. T u organismo se va reconstruyendo, al contrario de lo que nos sucede a los demás. Toda la humanidad marcha hacia el día del juicio; tú, al contrario; tú caminas hacia el sexto día de la creación. Ajustemos la cuenta. Y se puso a contar con los dedos. — E s t á b a m o s en un error — a ñ a d i ó — ; t ú no tienes hoy ciento seis años, tienes sesenta y cuatro nada más, porque es preciso contar hacia atrás desde el día de la operación; eres doce años más joven que yo. ¡ Maldito sagardúa! T ü corazón y tus pulmones funcionan al revés; cuando aspiras el aire es, como si lo espiraras, y viceversa... ¡ J e s ú s ! ¡ J e s ú s ! Y o me vuelvo loco; ¡ perdóname! — P e r o , hombre, y eso ¿qué importa?... —le dije—. Y o me siento bien; ¿qué puede sucederme? —¡Infeliz! ¡ Q u é ha de sucederte!... Q u e cumplirás sesenta años, y luego cincuenta, y después cuarenta... y... — P e r o ¿ no se puede corregir eso ? —Imposible; tú eres un caso q u e nadie ha estudiado, que ningún doctor ni médico han previsto, que ninguna obra refiere, que nadie ha imaginado siquiera, y del cual ningún hombre ha hablado, ni ha oído hablar jamás. D e ti se puede escribir lo m á s original que se ha 162 £L RECIÉN NACIDO escrito en el mundo. P a r a ti no ¡hay práctica científica ; tú eres una paradoja viviente, u n absurdo positivo, u n imposible real. ¡ P e r d ó n a m e ! — D e modo que... — D e modo que para mí eres un caso malogrado. T ú me operarás, ¡sin beber sagardúa, ni vino, por supuesto!, después de dos días de agua clara ¿entiendes? y luego, veremos si observándote bien, puedo curarte. P e r o , ¡quiá!, ¡imposible!, ¡imposible! — Y ¿qué haremos? —¿ Qué hemos de hacer ? ¡ L l o r a r ! Y J u a n Manuel se puso a soltar lágrimas como puños, y yo creí deber llorar también, y lloré. V U n a noche, poco antes de llegar a Veracruz, ho^ rrible borrasca hizo pedazos nuestro buque. E l curandero, abrazado al cajón que contenía su aparato, se ató a un madero que yo pude coger, y por espacio de dos horas fuimos juguete de las enfurecidas olas. — ¡ N o puedo m á s ! —exclamaba el pobre v i e j o — ; j no puedo m á s ! —¡ A n i m o ! —le gritaba y o — : no te mueras ahora que estás a punto de pasar el umbral de la nueva v i d a ; ¡ á n i m o ! ¡ Mañana llegaremos a la playa, y pronto serás inmortal! —¡Imposible! — m e contestó—. Sé feliz. j T o r n a ! — y me alargó la caja. 163 RICARDO BECERRO DE BENGOA —¡Animo, que aún es h o r a ! —añadí yo, al mismo, tiempo que un golpe de agua nos sepultaba en los. abismos. Cuando volví a flotar, agarrado al madero, habían desaparecido para siempre Juan Manuel y su caja. Poco después una lancha de Veracruz recogió a t o dos los náufragos que sobrevivíamos. Al día siguiente me haliaba sentado en una taberna de la ciudad, con mi pipa entre los colmillos y con la cabeza sostenida entre las manos, discurriendo tristemente. —¡ Pobre de m í ! Ciento seis, digo, no, sesenta y cuatro años, y cada vez más joven; y ¡Juan Manuel y su secreto en el fondo del m a r ! Solo en esta tierra desconocida... es decir, solo no, porque aún conservo ceñido al cuerpo un cinto lleno de onzas de oro. ¡Si me volveré loco! El curandero tenía razón; y o vivo al revés de todos los h o m b r e s ; mi imaginación y mi modo de pensar deberán ir también al revés. Consultaré a un médico; pero no me entenderá, n o me creerá. ¿ Volveré a mi caserío ? Imposible; me t o marán por un alma en pena. Así estuve luchando largo rato conmigo mismo, hasta que, muerto de sueño, quedé dormido sobre el mantel, lleno de migajas, que tenía delante. Algunos días después me ajusté con una caravana de arrieros y salí para Méjico. ¿ A qué? A n a d a ; a vivir, pensando en mi triste fortuna. Cuán as veces, al atravesar de noche aquellas hermosas y fértiles c a + i«4 EL RECIÉN NACIDO nadas llenas de vida y de vegetación, mientras mis compañeros de viajé cantaban al compás de las campanillas de la recua, pensaba yo, al vislumbrar en el horizonte los primeros fulgores del día, enjugándom e una furtiva lágrima: — ¡ A h , el sol!, cuando vuelva a salir seré un día m á s joven; mañana será para mí ayer, y el año que viene, el año pasado! En Méjico compré una hacienda y dos criados, y viví quince años entretenido en la lectura y en la contemplación. Tamas trabajé en nada. ¿ P a r a qué había de trabaj a r ? Y o oía decir cons* antemente a mis vecinos: " C u a n d o yo llegue a viejo habré reunido un capitalito que hoy formo con mi trabajo, y lo pasaré b i e n " : y en cambio pensaba yo para m í : " C u a n d o yo llegue a joven no faltará un ciego a quien servir de lazarillo, y cuando sea muy niño también encontraré alguna buena mujer que me dé que m a m a r . " A mis cuarenta y nueve años, es decir, a mis cient o veintiuno, mi transformación era completa. H e r mosa barba negra rne caía hasta el pecho; mis ojos brillaban llenos de calor y animación; mi musculatur a redoblaba en fuerza y actividad, y mientras que mis criados indios iban envejeciendo, había yo perdido por completo mi joroba naciente de anciano y mi a r r u g a d o conjunto. — ¡ A m o español se tiñe el pelo y se plancha la cafa'! —decía un criado que me conoció de sesenta años. 165 RICARDO BECERRO DE BENGOA — E l vizcaíno párese que está cada día más joven y más guapo —repetían a menudo las vecinas de mi barrio. Había, por cierto, entre ellas, una morena de treinta años que me tenía muerto con sus encantos. N o s obsequiábamos de cuando en cuando con regalitos. y al fin descubrí que nos teníamos amor, que nos queríamos mucho. Pensé en casarme, y ¡triste de m i l me declaré vencido como siempre. — D e aquí a poco tiempo —discurría yo— tendré su edad y ella la mía, y poco después nuestros hijos serán más viejos que yo. ¡ Si ella conociera mi verdadera edad! P e r o , mi verdadera edad ¿cuál e s ? ¿Tengo la que se cuenta desde que nací? ¿ T e n g o la que tengo hoy o la que me falta para volver a empezar? ¿Cómo se cuenta esto? ¡ N o puedo amar, ni casarme, ni tener ilusiones, ni vivir! Mi tormento moral es insufrible, y es preciso que termine. Decidido a hacerme matar, fui en calidad de v o luntario con los soldados que envió el Virrey en 1821 contra los indios insurrectos del río Guirrimani; peleé siempre en los puestos de mayor peligro; p e r o las flechas, las balas, los lazos y las piedras del enemigo me respetaron. Terminada la insurrección hice amistad con los indios y me dediqué a la vida de cazador, con otros cuantos compañeros, en aquellas selvas. Bien p r o n t o aquellas pobres gentes me tuvieron por u n sabio. Mi larga experiencia, mis aventuras, mis recetas y, so166 EL RECIÉN NACIDO bre todo, mis muchos conocimientos, que yo les demostré tener, sin explicarles el secreto de mi vida, les maravillaban en extremo. Mirábanme, sin embargo, con mucha desconfianza, porque no acertaban a entender cómo sabía tanto y daba tantas noticias de todo, y cómo siendo tan viejo aparecía yo tan joven y tan robusto. Entre ellos cada cual llevaba su mote y a mí me lo aplicaron p r o n t o ; llamáronme Y h o k e rroytcho; esto es, ¡El gran mentiroso! Veinte años permanecí en las selvas. L a extraña mezcla de emociones de aquella vida salvaje, que si la escribiera formaría un libro admirable, y mis continuas abstracciones contemplativas sobre mi estado fisiológico, habían variado completamente mi carácter. Se agriaba en demasía mi genio, conforme me iba haciendo joven, y vivía en creciente impaciencia y excitación nerviosa y en perpetua calentura, a juzgar por el estado de mi pulso. H a b í a reunido, sin trabajo, cerca de medio millón de duros, y los miraba con la misma indiferencia que si fueran una fanega de castañas. Sólo en una ilusión hallaba complacencia, porque me ligaba con el entretenimiento y con la historia de toda mi v i d a : en la costumbre de fumar en mi vieja y mugrienta pipa del caserío de Gusurrandi. Aburrido del mundo salvaje, determiné trasladarme a los Estados Unidos, presentarme al médico más sabio; explicarle todo lo que yo recordaba del aparato de J u a n Manuel, y someterme a una nueva inyec167 RICARDO BECERRO DE BENGOA ción, bien hecha, en cuanto diéramos con el secreto. Me despedí de mis buenos compañeros de las selvas, que me llenaron de regalos, abrazos y recuerdos: dejé los hermosos e inolvidables horizontes del Ke*suho, atravesé a Kansas, Kentuncki, el Ohio y la Pensilvania, y el día 5 de junio de 184.1 tomé posesión de un lujoso cuarto en el New-Haven Streethill, sección 8.*, calle 18, de N e w - Y o r k . IV Tenía entonces, contando hacia el juicio final, ciento cuaren a y un años, y contando hacia la creación del mundo, veintinueve. Me presentaron al doctor P h . R. Clerk-Maxwell, quien, al oír el objeto de mi consulta, puso la cara más extraña que puede ofrecer un yanqui cuando le dan un puntapié. Examinó todo mi cuerpo, mis papeles, mis recuerdos de tantas edades; me palpó mi cicatriz de m a r r a s ; hizo que le dibujara una semejanza del aparato del curandero, y concluyó por quedarse contemplándome extático por espacio de un cuarto de hora. Después se encogió de hombros, arqueó las cejas, es iró los labios, sacando la lengua al mismo tiempo, y concluyó diciéndome: + —¡Vuelva usted m a ñ a n a ! Volví, en efecto, y hallé en su gabinete otros dos graves doctores, que, al verme entrar, clavaron en mí sus ojos, mirándome al través de sus dorados 168 EL RECIÉN NACIDO lentes. Les expliqué de nuevo mi historia, mientras u n o de ellos tomaba notas, y, cuando terminé, se miraron unos a otros haciendo gestos de extraordinaria admiración. E l dibujo del aparato de Juan Manuel fué el objeto predilecto de su discusión. E l honorable Q e r k - M a x w e l l me ordenó que quedara en su casa para verificar la observación y las experiencias acerca de mi estado. D u r a r o n éstas quince o veinte días, durante los cuales me alimentó, ya con agua sola, ya con manteca y pechugas de pichón o ya con féculas y grandes trozos de carne asada, que me hacía tragar casi a la fuerza. Practicó en mis brazos tres grandes sangrías y sometió la sangre a un sinnúmero de análisis y pruebas. Cada día venían a verme cinco o seis doctores nuevos. Clerk tenía en su casa un verdadero anfiteatro, al cual me condujo al cabo de los veinte días, y en él encontré reunido una especie de congreso médico que presidía un míster viejo y respetable. Me senté frente a ellos como u n reo en un tribunal, y Clerk leyó un informe científico declarando que realmente mi existencia era un misterio y que debía sometérseme a una observación de cinco o seis años, en obsequió a la ciencia. U n murmullo confuso acogió sus últimas palabras. Después se levantó el venerable sir Dówn-Sehouard y dio lectura de otro contrainforme sosteniendo que yo estaba loco, de u n a clase de demencia no determinada todavía, y que mis 169 RICARDO BECERRO DE BENGOA noticias y mis recuerdos eran producto de u n a imaginación enredada y fatal. Protestaron varios doctores; apoyó el Presidente el último dictamen; discutieron por espacio de dos h o ras, y después de una algarabía infernal de gritos, campanillazos, insultos, amenazas y alguno que otro coscorrón, se votó el punto, y . . . fui declarado loco, y conmigo el doctor Clerk, por ocho votos contra cinco, en esta f o r m a : Dijeron que sí: G. Klein, Rass, Nilhewer, P r e t s wich, Rham, Thompson, D o w n y Ghothars. Dijeron que n o : Clerk-Maxwell, Fhiis, Williams, Fegel y Thieppe. Y no dijeron n a d a : Freffield, N . Feeldt y T u r glion. Al llegar a la fonda me encontré con la cuenta del doctor. Sus experiencias, tratamiento, alimentación y dictamen estaban valuados en ocho mil pesos. Las visitas, consulta y dictamen de sus colegas, lo mismo d e los que habían votado en pro que en contra, que d e los que se callaron, importaba en suma (apareciendo en esta cuestión perfectamente unánimes), veinte mil pesos. ¡ M e había descuidado en confesar a míster Clerk que era millonario! Le pagué religiosamente, y m e encontré peor que antes de la consulta, con mi estado más abatido, con mi existencia anormal sin remedio alguno, y con mí bolsillo algo más e x hausto: T o m é pasaje en un buque p a r a España, con170 EL RECIÉN NACIDO vencido de que el pobre curandero Juan Manuel s a bía más que todos estos doctores juntos, y no penséen otra cosa que en realizar mi sueño de toda la vida t el de morir en mi patria, en mi caserío de G u s u rrandi. VII Cuando puse el pie en el puerto de G... me rodearon dos agentes y me condujeron a la cárcel. ¿ P o r qué ? U n compañero de viaje, cumplido caballero al p a recer, y al cual presté durante la travesía algún d i n e ro, intimando con él, me había delatado al capitán del buque, diciendo que yo era un famoso ladrón, que ve^ nía a España con los fondos de una gran sociedad americana. Protesté ante el tribunal y di pruebas demi inocencia; pero como no pude presentar testigos, y como, en cambio, me encontraron mucho dinero, cerró la justicia los ojos, o los abrió demasiado, corrió por entre la curia el hallazgo del gran filón, m e encerraron en un calabozo, empezaron a amontonar papel sellado, no me oyeron mientras enviaban inútiles exhortos a todas partes, y continué sepultado p o r largo, muy largo tiempo. Contáronse de mí cien aventuras supuestas, y hasta los ciegos cantaron en las coplas la mentida procedencia de los millones que trata conmigo. E l ruido q u e metió mi causa al principio fué enorme, y tomar©» 171 RICARDO BECERRO DE BENGOA p a r t e en ella, y o n o sé para qué, tantos jurisconsultos ucomo médicos mé habían estudiado en New-York. P e n s é algunas veces eácribir a mi tierra a fin de que se presentaran algunas personas que respondieran de la mía... pero ¡quién viviría de los que yo conocí! Y si vivía alguno, ¡cómo había de conocerme! El carcelero me miró siempre con gran prevención, y a duras penas logré que me diera papel y útiles para es«eribir mis memorias. Llevó los primeros pliegos de ellas al juez, y como estaban redactadas en vascuence, no logró ni aun empezar a leerlas, y me las devolvió, diciendo a mi severo guardián que allí no decía nada y que aquello era la obra de un loco. Concluyó <el carcelero por redoblar sus medidas de precaución, -poniéndome dobles puertas a mi calabozo y haciéndom e el servicio por u n agujero situado al nivel más "bajo de la entrada. Y o no sé a quién se le ocurrió mandar hacer una -visita de cárceles. Cuando llegaron a mi estancia, el ^carcelero, dando un grito de asombro, retrocedió asus-tado. E l había encerrado a un hombre de treinta años, ^alto, colorado y con toda la barba, y se encontró a u n mozalbete de unos diez y ocho a veinte, sin u n p e l o casi en la cara, y envuelto en los harapos de su .antiguo traje, que, a la verdad, me estaba muy hol^jado. Lleváronme de nuevo ante el juez, y entonces supe •que Había estado encerrado más de diez años, y que •de mi dinero de América ya no quedaba u n ochavo. 172 EL RECIÉN NACIDO La justicia lo había empleado todo " e n depurar l a v e r d a d " . La que resultó de la nueva investigación** hecha con motivo de esta oportuna visita, fué: q u e yo n o era yo, y que el preso de Jos millones se habíaescapado, dejándome a mí en su lugar. E l carcelero fué declarado cómplice de tal sustitución, y le e n c e rraron, dejándome a mí en libertad, después de no p o der averiguar quién era aquel nuevo yo que encontraron en mí. Mandaron requisitorias a todas p a r t e s ; para encontrar a aquel yo que había desaparecido, y no le hallaron. ¡ Qué le habían de hallar! A pie, y casi pidiendo limosna, vine a mi tierra. Pregunté, sin decir quién era, por los que debíarr ser mis hijos, y me enseñaron a mis nietos, ya c a s a dos. Recorrí mi casa y mi huerta', y besé cien vecesaquellas piedras que hacía un siglo fueron testigos d e mis alegrías. Lleno de profunda tristeza, y como avergonzado, huí. Si hubiera dicho y sostenido quién era yo, ¿ quién lo hubiese creído? Seguramente al hacerlo hubiera dado de nuevo en la cárcel o en la casa de locos, p e r seguido por los míos. Volví a Madrid, donde por espacio de doce años fuicriado, monaguillo, fosforero, vendedor de periódicos, limpiabotas, arenero y no sé cuántas cosas más. Durante ese tiempo continué escribiendo mis m e morias y fumando en mi querida pipa de b a r r o . M * inteligencia se conservó y se conserva aún clara„ 173 RICARDO BECERRO DE BENGOA p e r o cada día tengo peor forma de letra, y creo que •concluiré por no saber y por no poder escribir; es ¡natural. E n 1863 tenía yo siete años, o sean ciento sesenta y tres. H o y tengo seis, me he reducido a mucho meónos de mi altura total; se me h a n caído los dientes •de adulto y me han salido los primeros. Hermosos •cabellos rubios cubren mi cabeza, y el poder de mi -entendimiento se va aniquilando con mis fuerzas y mis tendencias de niño... Andando, andando y sufriendo mucho, he vuelto a mi país; digo que soy huérfano y pobre, y me dan limosna en todas las casas. P e r o estoy contento, p o r q u e aun pidiendo limosna, ¡cuan consolador es e l vivir al lado de la casa donde uno ha n a c i d o ! " (Aquí estaba muy emborronado el manuscrito, y anas adelante decía, en una letra apenas inteligible:) " M e es imposible sostener la pluma ni acertar a •escribir unas letras al lado de otras. N o sé lo que :será de mí. Sólo ruego al que me encuentre algún •día, cuando ya no pueda pedir, ni comer, si lee estos papeles, que me recoja y me lleve a mi casa de •Gusurrandi, porque deseo morir en ella. JOSÉ A N T Ó N . " Mientras yo leía, se habían puesto en pie, como espantadas, las mujeres que me rodeaban, y hacien•do signos de admiración y de horror, se santiguaban -a.menudo. Cuando terminé, exclamaron en coro. i74 i <J»» EL »»».££5)'" RECIÉN flNACIDO —¡ J e s ú s ! ¡ J e s ú s ! ¡ Santa Bárbara bendita! ¡ I m posible es creer e s o ! ¡Imposible! E l ama de la casa se había desmayado en brazos d e su marido. —¡ Satanás era esa criatura, señor! — m e dijo Gusurrandi en su lengua semivascongada. — N o , amigo mío —le contesté—, era su bisabuelo de usted. Las mujeres se santiguaron de nuevo y echaron a correr. Gusurrandi me consultó acerca de lo que convenía hacer. — ¡ P u e s n a d a ! —le d i j e — ; tranquilizar a su esposa y darlo todo al olvido. Al día siguiente me despedí de ellos. T o d a s las mujeres de la reunión habían soñado aquella noche que J u a n Manuel el curandero, completamente embriagado, les había puesto su aparato a la garganta. (Escrito en 187...) Madrid, 1900, Bibl. Mignon, tomo IX. EMILIA PARDO BAZAN 1851-1921 NIETO DEL CID El anciano Cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba sosegadamente, sentado a la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz del triple m e chero del velón señalaba las acentuadas líneas del rostro del Párroco, Jas espesas cejas canas, el cráneotonsurado, pero revestido aún de blancos mechones, la piel roja, sanguínea, que en robustas dobleces r e b o saba del alzacuello. Ocupaba el Cura la cabecera de la mesa; en el c e n tro, su sobrino, guapo mozo de veintidós años, d e s pachaba con buen apetito la ración, y al extremo, el criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme tazón de caldo humeante, y lo trasegaba silenciosamente al estómago. Servía a todos una moza aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter también la cucharada, ya que no> en los platos, en las conversaciones. 176 NIETO DEL CID El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose a colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, a sacar de la alacena vino y platos, a empujar descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con unto. —Señorito Javier —preguntó en una de estas manio b r a s — : ¿qué oyó de la gavilla que anda por a h í ? — ¿ D e la gavilla, chica? A g u á r d a t e . . . —contestó el mancebo, alzando su cara animada y morena...— ¿ Q u é oí yo de la gavilla? No, pues algo me contaron en la feria... Sí, me contaron... —Dice que al señor abad de Lubrego le robaron barbaridá de cuartos... cien onzas. Estuvieron esperando a que vendiese el centeno de la tulla y los bueyes en la feria del quince, y ala que te cojo. — ¿ N o se defendió? —>¿Y no sabe que es un señor viejecito? A u n para más aquellos días estaba encamado en dolor de huesos. El P á r r o c o , que hasta entonces había guardado silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó: —¡ Qué defenderse ni q u é . . . ! E n toda su vida supo Lubrego por dónde se agarra una escopeta. — E s viejo. — ¡ B a h ! , lo que es por viejo... Sesenta y cinco años cumplo yo para Pentecostés, y sesenta y seis 177 IV.—12 EMILIA PARDO BAZAN hará él en Corpus: lo sé de buena tinta; me lo dijo él mismo. De modo que la edad..., lo que es a mí no me ha quitado la puntería, alabado sea Dios. Asintió calurosamente el sobrino. — ¡ V a y a ! Y si no que lo digan las perdices de ayer, ¿eh? Me remendó usted la última. — Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz? — Y el raposo del domingo —intervino el criado, apartando el hocico de los vapores del caldo—. ¡ Cuando el señor abad lo trajo arrastrando con una soga, así — y se apretaba el gaznate—, gañía de D i o s ! Ouú... Ouú... —Allí está el maldito — m u r m u r ó el Cura señalando hacia la puerta, donde se extendía, clavada por las cuatro extremidades, una sanguinolenta piel. — N o comerá más gallinas — a g r e g ó la criada, amenazando con el puño aquel despojo. Esta conversación venatoria devolvió la serenidad a la asamblea, y Javier no pensó en referir lo que sabía de la gavilla. El Cura, después de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo, y alargando a su sobrino un periódico doblado m u r m u r ó entre dos chupadas: — A ver luego qué trae La Fe, hombre. Dio principio Javier a la lectura de un artículo de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo y sentóse a comerla en un banquillo al lado del hogar. D e pron178 NIETO DEL CID to cubrió la voz sonora del lector un aullido recio y prolongado. L a criada se quedó con la cuchara enarbolada sin llevarla a la boca, Javier aplicó un segundo el oído y luego prosiguió leyendo, mientras el Cura, indiferente, soltaba bocanadas de humo y despedía de lado frecuentes salivazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguieron ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. E s t a vez el lector dejó el periódico, y la criada se levantó tartamudeando : —Señorito Javier... Señor a m o . . . , señor amo. —'Calla —ordenó Javier. Y de puntillas acercóse a la ventana, bajo la cual parecía que sonaba el alboroto de los p e r r o s ; mas éste se aquietó de repente. E l Cura, haciendo con la diestra pabellón a la oreja, atendía desde su sitio. — T í o —siseó Javier. —Muchacho. — L o s perros callaron; pero juraría que oigo voces. —Entonces, ¿cómo callaron? N o contestó el mozo, ocupado en quitar la tranca de la ventana con el menor ruido posible. Entreabrió suavemente las maderas, resolvióse á empujar la vidriera. U n gran frío penetró en la habitación; vióse un trozo de cielo negro tachonado de estrellas, y se indicaron en el fondo los vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al mismo tiempo rasgó el aire un silbido agudo, se oyó una detonación, y una bala, rozando la cima del pelo 179 EMILIA PARDO BAZAN de Javier, fué a clavarse en la pared de enfrente. J a vier cerró por instinto la ventana, y el Cura, abalanzándose a su sobrino, comenzó a palparlo con afán. — ¡ R e . . . condenados! ¿ T e tocó, rapaz? — ¡ S i aciertan a tirar con munición lobera... m e divierten! —pronunció Javier algo inmutado. — ¿ E s t á n ahí? —Detrás de los primeros castaños del soto. — P o n la tranca... así... Anda volando por la escopeta... las balas... el frasco de la pólvora... T r a e t a m bién el Lafuché... ¿oyes? Aquí el Párroco tuvo que elevar la voz como si mandase una maniobra militar, porque el desesperado ladrido de los perros resonaba cada vez más fuerte. —Ahora, ahí, a ladrar... ¿ P o r qué callarían a n tes, mal rayo? —Conocerían a alguno de la gavilla; les silbaría o les hablaría —opinó el gañán, que estaba de pie, empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la criada, acurrucada junto a la lumbre, temblaba con todos sus miembros y de cuando en cuando exhalaba una especie de chillido ratonil. El Cura, abriendo un ventanillo, practicado en las maderas de la ventana, metió por él el puño y rompió u n cristal; en seguida pegó la boca a la abertura, y con voz potente gritó a los p e r r o s : —¡ A ellos, Chucho, Morito, L i n d a . . . ! Chucho, duro en ellos; ahí, ahí..., ánimo. Linda, hazlos pedazos. 180 NIETO DEL CID Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéticos; oyóse al pie de la misma ventana ruido de lucha; amenazas sordas, un ¡ a y ! de dolor, una imprecación, y luego quejas como de animal agonizante. — ¡ E l pobre Morito... ya no dará más el raposo ! — m u r m u r ó el gañán. E n t r e tanto el Cura, tomando d e manos de Javier su escopeta, la cargaba con maña singular. — A mí déjame con mi escopeta de las perdices, vieja y tronada... T ú entiéndete con el Lafuché... ¿Yo esas novedades...? ¡ B a h ! , estoy por la antigua española. ¿Tienes cartuchos? — S i , señor —contestó Javier disponiéndose a carg a r la carabina. — ¿ E s t á n ya debajo? —Al pie mismo de la ventana... Puede que estén poniendo las escalas. — ¿ P o r el portón hay peligro? —Creo que no. Tienen que saltar la tapia del corral, y los podemos fusilar desde la solana. — ¿ Y por la puerta de la bodega? — S i le plantan fuego... Romper no la rompen. — P u e s vamos a divertirnos u n r a t o . . . Aguarday, aguarday, amiguitos. Javier miró a la cara de su tío. Tenía éste las narices dilatadas, la boca sardónica, la punta de la lengua asomando entre los dientes, las mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más ni menos que cuando en el monte el perdiguero favorito se paraba se181 EMILIA PARDO BAZAN ñalando un bando de perdices oculto entre los retamares. P o r lo que hace a Javier, horrorizábanle a q u e llos preparativos de caza humana. E n tan supremos instantes, mientras deslizaba en la recámara el p r o yectil, pensaba que se hallaría mucho más a gusto en los claustros de la Universidad, en el café o en 1* feria del quince, comprándoles rosquillas y caramelos a las señoritas del Pazo de Valdomar. Volvió a ver en su imaginación la feria, los relucientes ijares de los bueyes, la mansa mirada de las vacas, el triste p e laje dé los rocines, y oyó la fresca voz de Casildiñrt del Pazo, que le decía, con el arrastrado y mimoso acento del p a í s : —'¡Ay, déme el brazo, por Dios, que aquí no se anda con tanta gente! Creyó sentir la presión de u n bracito... N o : era la mano peluda y musculosa del Cura que le impulsaba hacia la ventana. — A apagar el velón... (hízolo de tres valientes soplidos). A empezar la fiesta. Y o cargo, tú dispar a s . . . ; tú cargas, yo disparo. ¡ E h , T o m a s a ! — g r i tó a la criada—; no chilles, que pareces la comadreja... P o n a hervir agua, aceite, vino, cuanto h a y a . . . T ú —añadió dirigiéndose al gañán—, a la solana. Si montan a caballo de la muralla, me avisas. Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, d e jando sólo un resquicio por donde cupiese el cañón de tina escopeta y el ojo avizor de u n hombre. J a vier sé estremeció al sentir el helado ambiente n o c 182 NIETO DEL CID t u r n o ; pero se rehizo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró abajo. U n grupo negro hormigueaba: se oía como una deliberación, en voz misteriosa. —1¡ F u e g o ! —le dijo al oído su tío. — S o n veinte o más —respondió Javier. — ¡ Y q u é ! —gruñó el Cura, al mismo tiempo que apartaba a su sobrino con impaciente ademán; y apoyando en el alféizar de la ventana el cañón de la escopeta, disparó. H u b o un remolino en el grupo, y el Cura se frotó las manos. —¡ U n o cayó patas arriba..., quoniam! — m u r m u r ó , pronunciando la palabra latina con la cual, desde los tiempos del Seminario, reemplazaba todas las interjecciones que abundan en la lengua española—. A h o ra tú, rapaz. Tienen una escala: al primero que suba... Los dedos de Javier se crisparon sobre su hermosa carabina Lefaucheux, mas al punto se aflojaron. — T í o —atrevióse a murmurar—, entre ésos hay gente conocida; me acuerdo ahora de lo que decían en la feria. Aseguran que viene eí cirujano de Solas, el cohetero de Gunsende, el hermano del médico de Doas. ¿Quiere usted que les hable? Con un poco de dinero puede que se conformen y nos dejen en paz, sin tener que matar gente. —¡Dinero, dinero! —exclamó roncamente el Cura—. ¿ T ú sin duda piensas que en casa hay millones ? — ¿ Y los fondos del Santuario? 183 EMILIA PARDO BAZAN — S o n del Santuario, quoniam, y antes me dejaré tostar los pies como le hicieron al Cura de Solas el año pasado, que darles un ochavo. P e r o mejor será que le agujereen a uno la piel de una vez y no que se la tuesten, j Fuego en ellos! Si tienes miedo, iré yo. —Miedo, no —declaró Javier, y descansó la carabina en el alféizar. —Lárgales los dos tiros —mandó su tío. Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, y a las dos detonaciones contestó desde abajo formidable clamoreo; no había tenido tiempo el mancebo de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándolas; componían su terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro retumbo de carabinas y estampido de trabucos y tercerolas. Javier retrocedió, vacilando; su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo. — ¿ Q u é tienes, rapaz? —Deben de haberme roto la muñeca —gimió J a vier, yendo a sentarse casi exánime en el banco. El Cura, que cargaba su escopeta, se sintió entonces asido por los faldones del levitón, y a la dudosa luz del fuego del hogar vio u n espectro pálido que se arrastraba a sus pies. E r a la criada, que silabeaba, con voz apenas inteligible: —Señor..., señor a m o . . . , ríndase, señor..., por el 184 NIETO DEL CID alma de quien lo parió... Señor, que nos matan..., que aquí morimos todos... —í Suelta, quoniam! se a la ventana. —profirió el Cura lanzándo- Javier, inutilizado, exhalaba ayes, tratando de atarse con la mano izquierda un pañuelo; la criada no se levantaba, paralizada de t e r r o r ; pero el Cura, sin hacer caso de aquellos inválidos, abrió rápidamente las -maderas y vio una escala apoyada en el muro, y casi tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella, ascendían. Disparó a boca de j a r r o y se desprendió el de a b a j o ; alzó luego la escopeta, la blandió por el cañón y de u n culatazo echó a rodar al de arriba. Sonaron varios disparos, pero ya el Cura estaba retirado adentro, cargando el arma. Javier, reanimándose, se le acercó resuelto. — A este paso, tío, no resiste usted ni un cuarto de hora. V a n a entrar por ahí o por el patio. H e notado olor a petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Y o no puedo disparar. Quisiera servirle a usted de algo. •—Viérteles encima aceite hirviendo con la mano izquierda. — V o y a sacar la Rabona de la cuadra por el portón, y echar un galope hasta Doas. —¿ Al puesto de la Guardia ? — A l ' p u e s t o de la Guardia. — N o es tiempo ya. Me encontrarás difunto. R a 185 EMILIA PARDO BAZAN paz, adiós. Rézame un Padrenuestro y que me digan misas. ¡ E n t r a taco, si quieres! — ¡ H a g a usted que se r i n d e - . , entreténgalos...! Y o iré por el aire. L a silueta negra del mancebo cubrió un instante el fondo rojo de la pared del hogar, y luego se h u n dió en las tinieblas de la solana* El tío se encogía de hombros, y, asomándose, descargó una vez más la escopeta a bulto. Luego corrió al lar y descolgóbriosamente el pesado pote que, pendiente de larga cadena de hierro, hervía sobre las brasas. Abrió de par en par la ventana, y, sin precaverse ya, alzó el pote y lo volcó de golpe encima de los enemigos. Se oyó un aullido inmenso, y como si aquel rocío a b r a sador fuese incentivo de la rabia que les causaba tart heroica defensa, todos se arrojaron a la escala, t r e pando unos sobre los hombros de o t r o s ; y a la vez que por las tapias se descolgaban dos o tres h o m b r e s y luchaban con el gañán, una masa humana cayó sobre el Cura, que aún resistía a culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse, a la luz del velón que encendieron, al viejo, tendido en el suelo, maniatado. Venían los ladrones tiznados de carbón, con b a r bas postizas, pañuelos liados a la cabeza, s o m b r e rones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada catadura. Mandábales u n h o m b r e alto, resuelto y lacónico, que en dos segundos hizo cerrar la puerta y a m a r r a r y poner mordazas al cria186 NIETO DEL CID do y a la criada. U n o de sus compañeros le dijo algoen voz baja. El jefe se acercó al Cura vencido. — ¡ E h , señor abad... no se haga el m u e r t o ! . . . H a y ahí un hombre herido por usted y quiere c o n fesión... P o r la escalera interior de la bodega subían p e sadamente conduciendo algo; así que llegaron a la cocina vióse que eran cuatro hombres que traían err vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre. La cabeza del herido se balanceaba suavemente p sus ojos, que empezaban a vidriarse, parecían d e porcelana en su rostro t i z n a d o ; la boca estaba e n treabierta. — ¡ Q u e confesión, n i . . . —dijo el jefe—i ¡Si yai está dando las boqueadas! P e r o el moribundo, apenas le sentaron en el b a n co, sosteniéndole la cabeza, hizo un movimiento, y su mirada se reanimó. —¡ Confesión! —clamó en voz alta y clara. Desataron al C u r a y le empujaron al pie del b a n co. Los labios del herido se movían como recitando el Acto de Contrición; el Cura conoció el estertor de la muerte y distinguió una espuma color de r o s a que asomaba a los cantos de la boca. Alzó la m a n o y pronunció: Ego te absoVvo, en el momento en q u e la cabeza del herido caía por última vez sobre e r pecho. —Llevádselo —ordenó el jefe—. Y ahora, digas el señor abad dónde tiene los cuartos. 187 EMILIA PARDO BAZAN — N o tengo nada que darles a ustedes —respond i ó con firmeza el Cura. Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicund a , sino que mostraba la palidez biliosa de la cólera, y sus manos, lastimadas, estranguladas por los cord e l e s , temblaban con temblaqueteo senil. — Y a dirá usted otra cosa dentro de diez minut o s . . . ¡Le vamos a freír a usted los dedos en aceite del que usted nos echó. Le vamos a sentar en las ^brasas. A la una..., a las dos. El Cura miró alrededor y vio, sobre la mesa dond e habían cenado, el cuchillo de partir el pan. Con -un salto de tigre se lanzó a asir el arma, y derriband o de un puntapié la mesa y el velón, parapetado i r a s de aquella barricada, comenzó a defenderse a tientas, a obscuras, sin sentir los golpes, sin pensar m á s que en morir noblemente, mientras a quemarrop a le acribillaban a balazos... El sargento d e la Guardia civil de Doas, que lleg ó al teatro del combate media hora después, cuando -aún los salteadores buscaban inútilmente bajo las -vigas, entre la hoja de maíz del jergón, y hasta en el Breviario, los cuartos del Cura, me aseguró que el <adáver de éste no tenía forma humana, según qued ó de agujereado, magullado y contuso. También m e dijo el mismo sargento que desde la muerte del C u r a de Boán abundaban las perdices, y me enseñó en la feria a Javier, que no persigue caza alguna, p o r q u e es manco de la mano derecha. (La dama joven, 1885.) 188 NIETO DEL CID DESDE ALLÁ Don Javier d e Campuzano iba acercándose a la. muerte, y la veía llegar sin t e m o r ; arrepentido de sus culpas, confiaba en la misericordia de Aquel quemurió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud le acuciaba, algunas noches de esas en queel insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, f a l tando él, entre sus dos hijos y únicos herederos n a cerían disensiones, acerbas pugnas y litigios p o r cuestión de hacienda. E r a don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor, pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero l a s traban siempre los ricos. Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largotiempo con su hermano m a y o r ; pleito intrincado, encarnizado, interminable, que empezó entibiando el* cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haberle injuriado y difamado, y hasta — ¡ t r e m e n d a memoria!— de haberle esperado una noche en las umbrías de un robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el peso que p o r muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier. Con la intención había sido fratricida, y temblaba zf imaginar que sus hijos, a quienes amaba tiernamente, llegasen a detestarse por u n puñado de oro. Lanaturaleza había dado a don Javier elocuente ejem189 EMILIA PARDO BAZAN pío y severa lección: sus dos hijos, varón y hembra, e r a n mellizos; al reunirles desde su origen en un ¿mismo vientre, al enviarles al mundo a la misma 'hora, Dios les había mandado imperativamente que s e amasen; y herida desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que dos gotas •de sangre de las mismas venas, cuajadas a un tiemp o en un seno de mujer, podían, sin embargo, aborrecerse hasta el crimen. P a r a evitar que celos de la -ternura paternal engendrasen el odio, don Javier -dio a su hijo la carrera militar y le tuvo casi siemp r e apartado de sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques le empujaban a la tumba, llamó a José M a r í a y permitió qué sus cuidados filiales alternasen con los de María Josefa. A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a cumplirlo llamando aparte a su hija, en g r a n secreto, y diciéndola con solemnidad: — H i j a mía, antes que llegue tu hermano tengo q u e enterarte de algo que te importa. Óyeme bien, •y no olvides ni una sola de mis palabras. N o necesito afirmar que te quiero m u c h o ; pero, además, tu sexo 'debe ser protegido de un modo especial y recibir may o r favor. H e pensado en mejorarte, sin que nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre i o s ojos..., así que reces u n poco por mí..., te irás ,al cortijo de Guadeluz, y en la sala baja, donde está a q u e l arcón muy viejo y muy pesado que dicen es ¿gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta, diez NIETO DEL CID y seis ladrillos —fíjate, diez y seis—, una onza de ladrillos, ¿entiendes?, y levantarás el qué hace el diez y siete, que tiene como la señal de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra, y aparecerá un escondrijo, y en él, un millón de reales en peluconas y centenes de oro. j Son mis ahorros de muchos a ñ o s ! El millón es tuyo, sólo t u y o ; a ti te lo dejo en plena propiedad. Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar de este asunto. ¡ Cuando yo falte...! María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas,' y aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado. Llegó José María aquella misma noche, y ambos hermanos, relevándose por turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. N o tardó en presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa que el moribundo apretaba su mano de un modo significativo, y creyó que los ojos, vidriosos ya, sin luz interior, decían claramente a los suyos: "Acuérdate, diez y seis ladrillos... U n millón de reales en peluconas..." Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambia191 EMILIA PARDO BAZAN ban pocas palabras, y ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fué preciso abrir el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y albaceas, y una noche en que José M a ría y María Josefa se encontraban solos en el v a s t o salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué h a cía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana s e aproximó al hermano, le tocó en el hombro, y mur^ muró tímidamente, en voz muy q u e d a : —-José María, he de decirte una cosa..., una cosa r a r a . . . , de papá. — D i , querida... ¿ U n a cosa r a r a ? — S í , verás... N o te admires... Hay un millón de reales en monedas de oro, escondido en el cortijo d e Guadeluz. — N o , tonta —exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María—. N o has entendido bien, j Ni poco ni m u c h o ! Donde está oculto ese millón es. en la dehesa de la Corchada. —í P o r Dios, Joselillo! P e r o si papá me lo explicó divinamente, con pelos y señales... E s en la s a l í b a j a ; hay que contar diez y seis ladrillos a la izquierda, desde la puerta, y al diez y siete está la piedra con argolla, que cubre el tesoro. —¡ T e aseguro que te equivocas, mujer! P a p á m e dio tales pormenores, que no cabe dudar. E n la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se a b a n donó, existe una especie de pilón donde bebía el g a nado. D e t r á s hay una arqueta medio arruinada, y a l 192 NIETO DEL CID pie de la arqueta, una losa rota por la esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él un millón en peluconas y centenes... — H i j o del alma, ¡ pero si es imposible! Créeme a mí. Cuando papá te llamó estaba ya peor, muy en los últimos; quizás la cabeza suya no andaba firme, i p o brecitol Y o tengo sus palabras aquí, esculpidas... — M a r í a —declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un instante—, lo cierto es que hay dos depósitos, y sólo así nos entenderemos. P a p á me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamenrtie a mí... — Y a mí que el de Guadeluz era únicamente m í o . . . —¡ Pobre papá! — m u r m u r ó conmovido el oficial—. ¡ Q u é cosa más e x t r a ñ a ! P u e s . . . si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero y a la Corchada después. Así saldremos de dudas. ¡ Q u é gracioso seria que no hubiese sino u n o ! —'Dices bien —confirmó María Josefa triunfante^—. Primero adonde yo digo, ¡porque verás como allí está el tesoro! — Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad, chiquilla? H a s de saber... que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías creer que papá te excluía, que me prefería a mí... ¿qué sé yo? Pensaba sacar el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui u n tonto. — N o , n o ; tenías razón —repuso María confusa y apurada—. Soy una parlanchína, una imprudente. 193 iv.—13 EMILIA PARDO BAZAN Debió prevenírseme eso... Debí buscar el tesoro v hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡ Q u é falta de pesquis! — P u e s yo deploro que te hayas adelantado —contestó sinceramente José, apretando los finos dedos de su hermana. De allí a pocos días los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz, y encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. E l tesoro se guardaba en un cofrecillo de hierro c e r r a d o ; la llave no pareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo siguieron el viaje a la Corchada, donde al pie da la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también, de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta, encerráronse de noche, y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las abrió, o, mejor dicho, forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas, brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y las doblillas, que los dos hermanos, sin contarlas, uniendo ambos raudales, derramaron sobre la mesa, donde se mezclaron como Pactólos que confunden sus aguas maravillosas. De pronto María se estremeció. — E n el fondo de mi caja hay u n papel. — Y otro en la mía -—observó el hermano. — E s letra de papá. —'Letra suya es. — E l tuyo, ¿qué dice? 194 NIETO DEL CID — A g u a r d a . . . , acerca la luz... Dice a s í : " H i j o mío, si lees esto a solas, te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de t u hermana, salgo del sepulcro para bendecirte..." — E l sentido del mío es idéntico —exclamó, después de un instante, sollozando y riendo a la vez, María Josefa. Los mellizos soltaron los papeles, y por encima del montón de oro, pisando monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron abrazados buen trecho. (Cuentos sacroprofanos, Madrid, 1899.) LEOPOLDO ALAS (CLARÍN) 1852-1901 ¡ADIÓS, CORDERA! ¡ E r a n t r e s : siempre los t r e s ! Rosa, Pinín y la Cordera. El prao Somonte era un recorte triangular de t e r ciopelo verde, tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. U n o de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. U n palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaros blancas y sus a l a m bres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a u n árbol seco, fué a t r e viéndose con él, llevó la confianza al extremo de a b r a zarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. P e r o nunca llegaba a tocar la porcelana de a r r i b a , 196 I Eran tres: siempre los tres I Rosa, Pinín y la Cordera. ¡ADIÓS, CORDERA! que le recordaba las jicaras que había visto en la rectoral de P u a o . Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía u n pánico de respeto y se dejaba resbalar de prisa, hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorad o ; ella no tenía curiosidad por entender lo que lóU de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿ Q u é le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos ei palo del telégrafo, como lo que era p a r a ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. E r a una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pas199 LEOPOLD O ALAS tos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los b r u t o s ; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio. Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡ Qué había de saltar! ¡ Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse exist i r : esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás, aventuras peligrosas. Y a no recordaba cuándo le había picado la mosca. " E l xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan l e j o s ! " Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. L a primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió 200 ¡ ADIÓS, CORDERA ! loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte; corrió por prados ajenos; el terror d u r ó muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fué acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y_ a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable m o n s t r u o ; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. E n Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio e r a una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fué un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. T a r d ó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, -que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. P e r o telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de m e nos': ü n accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda h u m a n a ; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los 201 € LEOPOLD 3 ^ O ALAS insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo p r a d o , hasta venir la noche, con el lucero vespertino p o r testigo mudo en la altura. Rodaban Jas nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma d e la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en t a r d e con un blando son de perezosa e s quila. E n este silencio, en esta calma inactiva, había a m o res. Se amaban los dos hermanos como dos mitade» de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, d e cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. L a Cordera recordaría a un poeta la zavala de Ramayana, la vaca s a n t a ; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad d e sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. L a Cordera, hasta donde es posible adivinar estas co202 /ADIÓS, CORDERA ! sas, puede decirse que también quería a los gemelosencargados de apacentarla. E r a poco expresiva; pero la paciencia con que los¿ toleraba cuando en sus juegos ella les servía de a l mohada, de escondite, de montura y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba t á citamente el afecto del animal pacífico y pensativo. E n tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho* por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. N o siempre Antón de Chinta había tenido el prado^ Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva^ Años atrás, da Cordera tenía que salir a la gramática,. esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura^ de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía públicacomo de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de p e n u ria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajesmás tranquilos y menos esquilmados, y la libraban delas mil injurias a que están expuestas las pobres r e ses que tienen que buscar su alimento en los azaresde un camino. E n los días de hambre, en el establo, cuando e í heno escaseaba y el narvaso para estrar el lecho caliente de ila vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín; debía la Cordera mil industrias que la hacían más suave la miseria. ¡ Y qué decir de los tiempos heroicosdel parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación, y eí interés de los Chintos, que consistía en robar a last 203 -a áti > » LEOPOLDO ALAS «ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre est a b a n de parte de la Cordera, y en cuanto había oca«ión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y •como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el -amparo de la madre, que le albergaba bajo su vient r e , volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciend o a su m a n e r a : — D e j a d a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se «olvidan. A ñ á d a s e a todo que la Cordera tenía la mejor pas•*ta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía empar e j a d a bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a 4a gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y •horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la -cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie tmientras la pareja dormía en tierra. *** Antón de Chinta comprendió que había nacido para »pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel .sueño dorado suyo de tener u n corral propio con dos y u n t a s por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, •que eran mares de sudor y purgatorios de privacio-nes, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de a h í ; antes de poder comprar la segunda se vio obli204 [ADIÓS, CORDERA ! gado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a a q u e l pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus> hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. E l establo y la c a m a del m a t r i m o nio e s t a b a n p a r e d p o r medio, llamando p a r e d a ur* tejido de r a m a s de c a s t a ñ o y de cañas de maíz. L a : Chinta, m u s a de la economía en aquel h o g a r m i s e rable, había m u e r t o mirando a la vaca p o r u n b o q u e t e del d e s t r o z a d o tabique de ramaje, s e ñ a l á n d o la como salvación de la familia. —'Cuidadla; es vuestro sustento —parecían d e c i r los ojos de la pobre moribunda, que m u r i ó e x t e n ú a - ' da de h a m b r e y de trabajo. E l a m o r de los gemelos se había c o n c e n t r a d o en* la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el p a d r e n o puede reemplazar, estaba al calorde la vaca, en el establo, y allá, en el S o m o n t e . T o d o e s t o lo comprendía A n t ó n a su m a n e r a confusamente. De la verita necesaria no había quedecir palabra a los neños. U n sábado de julio, afc ser de día,. de m a l h u m o r A n t ó n , echó a a n d a r h a cia Gijón, llevando la Cordera p o r delante, sin m á s atavío que el collar de esquila. Pinín y R o s a d o r mían. O t r o s días había que d e s p e r t a r l o s a a z o t e s El padre los dejó tranquilos. Al l e v a n t a r s e se e n c o n t r a r o n sin la Cordera. — S i n duda, mío pá la había llevado al xatu. N o cabía o t r a conjetura. P i n í n y R o s a opinaban; 205 LEOPOLDO ALAS -que la vaca iba de mala g a n a ; creían ellos que n o deseaba m á s hijos, pues todos acababa por p e r d e r l o s p r o n t o , sin saber cómo ni cuándo. Al obscurecer, A n t ó n y la Cordera e n t r a b a n p o r J a corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. E l padre no dio explicaciones, pero los hijos adivin a r o n el peligro. N o había vendido, porque nadie había querido J l e g a r al precio que a él se le había p u e s t o en la ca¿>eza. E r a excesivo: u n sofisma del cariño. Pedía m u c h o por la vaca p a r a que nadie se atreviese a \\&vársela. L o s que se habían acercado a i n t e n t a r fort u n a se habían alejado p r o n t o echando p e s t e s de a q u e l hombre que miraba con ojos de rencor y des-afío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo e n que él se abroquelaba. H a s t a el último m o m e n t o •del mercado e s t u v o A n t ó n de Chinta en el H u m e • dal, dando plazo a la fatalidad. — N o se dirá — p e n s a b a — que yo no quiero vend e r : son ellos que no me p a g a n la Cordera en lo q u e vale. Y, por fin, suspirando, si n o satisfecho, con ^cierto consuelo, volvió a e m p r e n d e r el camino p o r la c a r r e t e r a de Candas adelante, e n t r e la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de m u c h a s p a r r o q u i a s del c o n t o r n ó -conducían con m a y o r o m e n o r trabajo, s e g ú n e r a n «de a n t i g u o las relaciones e n t r e dueños y bestias. E n el N a t a h o y o , en el cruce de dos caminos, t o 206 '"123"' / ADIÓS, CORDERA 1 davía e s t u v o expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; u n vecino de Carrió que le había r o n d a d o todo el día ofreciéndole pocos duros m e n o s de los que pedía, le dio el último a t a q u e , algo b o rracho. E l de Carrió subía, subía, luchando e n t r e la c o dicia y el capricho de llevar la vaca. A n t ó n , c o m o u n a roca. L l e g a r o n a t e n e r las m a n o s enlazadas, p a r a d o s en medio de la c a r r e t e r a , interrumpiendo e l p a s o . . . P o r fin, la codicia pudo m á s ; el pico de los cincuenta los separó como un a b i s m o ; se solt a r o n las manos, cada cual tiró por su l a d o ; A n tón, por una calleja que, e n t r e madreselvas que a ú n no florecían y z a r z a m o r a s en flor, le condujo h a s t a su casa. * * * Desde aquel día en que adivinaron el peligro, P i t a n y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el m a y o r d o m o en el corral de A n t ó n . E r a o t r o aldeano de la misma parroquia, de malas p u l g a s , c r u e l con los caseros a t r a s a d o s . A n t ó n , que n o adm i t í a r e p r i m e n d a s , se puso lívido a n t e las a m e n a zas del desahucio. E l amo no esperaba m á s . B u e n o , vendería la "vaca a vil precio, p o r u n a merienda. H a b í a q u e p a g a r o quedarse en la calle. El sábado inmediato a c o m p a ñ ó al H u m e d a l P i n í n a su p a d r e . E l niño m i r a b a con h o r r o r a los 207 LEOPOLDO ALAS c o n t r a t i s t a s de carnes, que e r a n los tiranos d e l mercado. L a Cordera fué c o m p r a d a en su j u s t o precio por u n r e m a t a n t e de Castilla. Se la hizo u n a señal en la piel y volvió a su establo de P u a o , y a vendida, ajena, t a ñ e n d o t r i s t e m e n t e la esquila. D e t r á s caminaban A n t ó n de Chinta, t a c i t u r n o , y P i nín, con ojos como puños. Rosa, al saber la v e n t a , se a b r a z ó al t e s t u z de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al y u g o . —¡ Se iba la vieja! —pensaba con el alma d e s t r o z a d a A n t ó n el h u r a ñ o . Ella ser, era una bestia; pero sus hijos no t e nían o t r a m a d r e ni o t r a abuela. Aquellos días en el p a s t o , en la v e r d u r a del S o m o n t e , el silencio era fúnebre. L a Cordera, q u e i g n o r a b a su s u e r t e , descansaba y pacía como siempre su specie aeternitatis, como descansaría y com e r í a u n m i n u t o a n t e s de que el b r u t a l p o r r a z o la derribase m u e r t a . P e r o R o s a y Pinín yacían d e solados, tendidos sobre la hierba, inútil en a d e l a n t e . M i r a b a n con r e n c o r los t r e n e s que pasaban, los alambres del telégrafo. E r a aquel m u n d o d e s c o nocido, t a n lejos de ellos p o r u n lado, y por otroel que les llevaba su Cordera. E l viernes, al obscurecer, fué la despedida. Vino u n e n c a r g a d o del r e m a t a n t e de Castilla por la r e s . P a g ó ; bebieron u n t r a g o A n t ó n y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. A n t ó n h a b í a a p u r a d o la b o t e l l a ; e s t a b a e x a l t a d o ; el peso d e l 208 ¡ ADIÓS, CORDERA I dinero eri el bolsillo le animaba también. Quería a t u r d i r s e . H a b l a b a mucho, alababa las excelencias de la vaca. E l o t r o sonreía, p o r q u e las alabanzas de A n t ó n e r a n impertinentes. ¿ Q u e daba la res t a n t o s y t a n t o s xarros de leche? ¿ Q u e e r a noble en el y u g o , fuerte con la c a r g a ? ¿ Y qué, si d e n t r o de pocos días había de e s t a r reducida a chuletas y o t r o s bocados suculentos? A n t ó n no quería imaginar e s t o ; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a o t r o labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz. Pinín y Rosa, sentados sobre el m o n t ó n de cucho, r e c u e r d o p a r a ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos p o r las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. E n el supremo i n s t a n t e se a r r o j a r o n sobre su a m i g a ; besos, a b r a z o s : hubo de todo. N o podían separarse de ella. A n t ó n , a g o t a d a de p r o n to la excitación del vino, cayó como en un m a r a s m o ; cruzó los brazos y e n t r ó en el corral obscuro. L o s hijos siguieron un buen t r e c h o por la calleja, de altos setos, el t r i s t e g r u p o del indifer e n t e comisionado y la Cordera, que iba de mala g a n a con un desconocido y a tales h o r a s . P o r fin, hubo que separarse. A n t ó n , m a l h u m o r a d o , clamab a desde c a s a : — ¡ B a h , bah, neños, acá vos d i g o ; b a s t a de pame mes! A s í g r i t a b a de lejos el padre con voz de lágrimas. Caía la n o c h e ; p o r la calleja obscura que h a 209 iv.—14 LEOPOLDO ALAS cían casi n e g r o s los altos setos, formando casi b ó veda, se perdió el bulto de la Cordera, que p a r e cía n e g r a de /lejos. Después no quedó de ella m á s q u e el tintím pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, e n t r e los chirridos melancólicos de c i g a r r a s infinitas. —¡Adiós, Cordera! — g r i t a b a R o s a deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío a l m a ! —¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno. —Adiós — c o n t e s t ó , por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su l a m e n t o t r i s t e , resignado, e n t r e los demás sonidos de la noche de julio en la aldea... • Al día siguiente, m u y t e m p r a n o , a la h o r a de siempre, Pinín y R o s a fueron al prao S o m o n t e . Aquella soledad no había sido nunca p a r a ellos t r i s t e ; aquel día, el S o m o n t e sin la Cordera p a recía el desierto. D e r e p e n t e silbó la máquina, apareció el h u m o , luego el tren. E n un furgón cerrado, en u n a s e s t r e c h a s v e n t a n a s altas o respiraderos, vislumbraron los h e r m a n o s gemelos cabezas de vacas que, p a s m a d a s , m i r a b a n p o r aquellos t r a g a l u c e s . —¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. —¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la m i s 310 m •i»» 1 ADIÓS, o a CORDERA "t ! m a fe, enseñando los puños al tren, q u e volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, m á s e n t e r a d o que su h e r m a n a de las picardías del m u n d o : — L a llevan al M a t a d e r o . . . C a r n e de vaca, p a r a comer los señores, los c u r a s . . . los indianos. —¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Cordera! Y R o s a y Pinín m i r a b a n con r e n c o r la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel m u n d o enemigo, que les a r r e b a t a b a , que les devoraba a su compañ e r a de t a n t a s soledades, de t a n t a s t e r n u r a s silenciosas, p a r a sus apetitos, p a r a convertirla en m a n j a r e s de ricos g l o t o n e s . . . —¡Adiós, Cordera!... —¡Adiós, Cordera!... P a s a r o n m u c h o s a ñ o s . P i n í n se hizo mozo y se lo llevó el rey. A r d í a la g u e r r a carlista. A n t ó n de Chinta e r a casero de u n cacique de los vencidos ; no h u b o influencia p a r a declarar inútil a P i nín, que, por ser, era como u n roble. Y u n a t a r d e t r i s t e de octubre, Rosa, en el prao Somonte, sola, esperaba el paso del t r e n c o r r e o de Gijón, que le llevaba a sus únicos a m o r e s : su h e r m a n o . Silbó a lo lejos la máquina, apareció el t r e n en la trinchera, pasó como u n r e l á m p a g o . Rosa, casi m e t i d a en las r u e d a s , p u d o v e r u n i n s t a n t e LEOPOLDO ALAS en u n coche de t e r c e r a multitud de cabezas de p o b r e s quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la p a t r i a familiar, a la pequeña, que dejaban p a r a ir a m o r i r en las luchas fratricidas de la patria g r a n de, al servicio de u n rey y de u n a s ideas que n o conocían. Pinín, con medio cuerpo fuera de u n a v e n t a n i lla, tendió los b r a z o s a su h e r m a n a : casi se tocaron. Y Rosa pudo oír e n t r e el estrépito de las r u e das y la g r i t e r í a de los reclutas la voz distinta de su h e r m a n o , que sollozaba exclamando, como i n s pirado p o r u n recuerdo de dolor l e j a n o : —¡Adiós, R o s a ! . . . ¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, P i n í n ! ¡ P i n í n de mío a l m a ! . . . " A l l á iba, como la o t r a , como la vaca abuela. Se lo llevaba el m u n d o . C a r n e de vaca p a r a los glotones, p a r a los i n d i a n o s ; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, p a r a las ambiciones a j e n a s . " E n t r e confusiones de dolor y de ideas, p e n s a ba así la pobre h e r m a n a viendo al t r e n p e r d e r s e a lo lejos, silbando triste, con silbido que r e p e r cutían los c a s t a ñ o s , las v e g a s y los p e ñ a s c o s . . . ¡ Q u é sola se q u e d a b a ! A h o r a sí, a h o r a sí q u e e r a un desierto el prao S o m o n t e . ¡Adiós, P i n í n ! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio m i r a b a R o s a la vía m a n c h a d a d e carbones a p a g a d o s ; con qué ira los alambres del 212 1 ADIÓS, CORDERA t telégrafo. ¡ O h ! , bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, R o s a apoyó la cabeza sobre el palo clavado como u n pendón en la p u n t a del S o m o n t e . El viento cantaba en las e n t r a ñ a s del pino seco su canción metálica. A h o r a y a lo comprendía Rosa. E r a canción de lágrim a s , de abandono, de soledad, de m u e r t e . E n las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, m u y lejana, la voz q u e sollozaba p o r la vía adelante: —i Adiós, R o s a ! ¡Adiós, Cordera! (El Señor y lo demás, son cuentos, Madrid, 1892). 213 JOSE MARTI (Cubano, 1853-1895.) UN CUENTO DE ELEFANTES P a r t i d a s e n t e r a s de g e n t e europea e s t á n por África cazando e l e f a n t e s ; y a h o r a c u e n t a n los libros de u n a g r a n cacería, donde e r a n m u c h o s los cazadores. C u e n t a n que iban sentados a la mujeriega en sus sillas de m o n t a r , hablando de la g u e r r a que hacen en el bosque las serpientes al león, y de u n a mosca venenosa que les chupa la piel a los bueyes h a s t a que se la seca y los m a t a , y de lo lejos que saben t i r a r la a z a g a y a y la flecha los cazadores africanos^ y en eso e s t i b a n , y en calcular cuándo llegarían a las t i e r r a s de Tippu Tib, que siempre tiene muchos colmillos que vender, c u a n d o salieron de p r o n t o a u n claro de esos que h a y e n África en medio de los bosques, y vieron u n a m a nada de elefantes allá al fondo del claro, unos d u r miendo de pie contra los tronces de los árboles, otros paseando juntos y meciendo el cuerpo de u n lado a otro, otros echados sobre la yerba, con las pa214 UN CUENTO DE ELEFANTES tas de atrás estiradas. Les cayeron encima todas las balas de los cazadores. Los echados se levantaron de un impulso. Se juntaron la* parejas. L o s dormidos vinieron trotando donde estaban los demás. Al pasar junto a la poza, se llenaban de u n sorbo la trompa. Gruñían y tanteaban el aire con la trompa. Todos se pusieron alrededor de su jefe. Y la caza fué larga: los negros les tiraban lanzas y azagayas y flechas: los europeos, escondidos en los yerbales, les disparaban de cerca los fusiles: las hembras huían, despedazando los cañaverales como si fueran yerbas d e hilo: los elefantes huían de espaldas, defendiéndose con los colmillos cuando les venía encima u n cazador. E l m á s b r a v o le vino a u n cazador encima, a u n cazador que e r a casi un niño, y e s t a b a solo a t r á s , p o r que cada u n o había ido siguiendo a su elefante. M u y colmilludo era el bravo, y venía feroz. E l cazador se subió a u n árbol, sin que lo viese el elefante, pero él lo olió en seguida y vino mugiendo; alzó la t r o m p a como p a r a sacar de la r a m a al h o m b r e ; con la trompa rodeó el tronco, y lo sacudió como si fuera u n r o s a l : n o lo pudo a r r a n c a r , y se echó de ancas c o n t r a el t r o n c o . E l cazador, que y a estaba al caerse, disparó su fusil, y lo hirió en la raíz de la t r o m p a . Temblaba el aire, dicen, de los mugidos terribles, y deshacía el elefante el cañaveral con las pisadas, y sacudía los árboles jóvenes, h a s t a que de u n impulso vino c o n t r a el del JOSÉ MARTI cazador, y lo echó abajo, j Abajo el cazador, sin tronco a que s u j e t a r s e ! C a y ó sobre las p a t a s de a t r á s del elefante, y se le a g a r r ó , en el miedo de la m u e r t e , de u n a p a t a de a t r á s . Sacudírselo n o podía el animal rabioso, porque la c o y u n t u r a de la rodilla la tiene el elefante t a n cerca del pie que apenas le sirve para doblarla. ¿ Y cómo se salva de allí el cazador? Corre bramando el elefante. Se sacude la p a t a c o n t r a el t r o n c o m á s fuerte, sin que el cazador se le ruede, porque se le corre a d e n t r o y no hace más que magullarle las m a n o s . ¡ P e r o se c a e r á por fin, y de u n a colmillada v a a morir el c a z a d o r ! Saca su cuchillo, y se lo clava en la p a t a . L a s a n g r e corre a chorros, y el animal enfurecido, aplastando el m a t o r r a l , va al río, al río de a g u a q u e cura. Y se llena la trompa muchas veces, y la vacía sobre la herida, la echa con fuerza que le a t u r d e , sobre el cazador. Y a va a e n t r a r m á s a la h o n d a el elefante. El cazador le dispara las cinco balas de su revólver en el vientre, y corre, por si se puede salvar, a un árbol cercano, m i e n t r a s el elefante, con la t r o m p a colgando, sale a la orilla, y se d e r r u m b a . (Cuentos de elefantes. ro I V ; 1889.) La Edad de Oro. 21* Núme- ARMANDO PALACIO VALDES 1853 POLIFEMO E l coronel Toledano, p o r mal n o m b r e Polifemo, e r a u n h o m b r e feroz, que g a s t a b a levita larga, p a n t a l ó n de cuadros y s o m b r e r o de copa de alas a n c h u r o s a s , reviradas. E s t a t u r a g i g a n t e s c a , paso rígido, imponente, e n o r m e s bigotes blancos, voz de t r u e n o y corazón de bronce. P e r o a ú n más que e s t o , infundía pavor y g r i m a la m i r a d a torva, sed i e n t a de s a n g r e , de su ojo único. E l coronel e r a t u e r t o . E n la g u e r r a de África había dado m u e r t e a muchísimos m o r o s , y se había gozado en a r r a n carles las e n t r a ñ a s aún palpitantes. E s t o creíamos al m e n o s c i e g a m e n t e todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a j u g a r al p a r q u e de San Francisco, en la m u y noble y heroica ciudad de Oviedo. P o r allí paseaba también metódicamente, los días claros, de doce a dos de la t a r d e , el implacable g u e r r e r o . Desde m u y lejos columbrábamos e n t r e los 217 •TV / , ARMANDO ..Vg3"' PALACIO- . ,. '/i* VALDÉS árboles su a r r o g a n t e figura, que infundía e s p a n t o en n u e s t r o s infantiles c o r a z o n e s ; y cuando n o , escuchábamos su voz fragosa, resonando e n t r e el follaje como un t o r r e n t e que se despeña. El Coronel era sordo también, y no podía h a blar sino a g r i t o s . — V o y a comunicarle a usted un secreto — d e cía a cualquiera que le acompañase en el p a s e o — . Mi sobrina J a c i n t a no quiere casarse con el chico de N a v a r r e t e . Y de este secreto se e n t e r a b a n c u a n t o s se h a llasen a doscientos pasos en redondo. P a s e a b a g e n e r a l m e n t e s o l o ; pero cuando a l g ú n amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizá a c e p tase de buen g r a d o la compañía p o r t e n e r ocasión de abrir el odre donde g u a r d a b a aprisionada su voz p o t e n t e . L o cierto es que en c u a n t o t e n í a i n terlocutor, el parque de San F r a n c i s c o se e s t r e mecía. N o era ya un paseo público; e n t r a b a en los dominios exclusivos del Coronel. E l gorjeo de los pájaros, el s u s u r r o del viento y el dulce m u r m u r a r de las fuentes, todo callaba. N o se oía m á s que el g r i t o imperativo, a u t o r i t a r i o , severo, del g u e r r e r o de África. De tal modo, que el clérigo q u e le acompañaba (a tal h o r a , sólo algunos clérigos a c o s t u m b r a b a n a p a s e a r p o r el p a r q u e ) , parecía e s t a r allí ú n i c a m e n t e p a r a abrir, a h o r a u n o , d e s pués o t r o , todos los r e g i s t r o s que la voz del C o ronel poseía. ¡ C u á n t a s veces, oyendo aquellos g r i 218 POLIFEMO t o s terribles, fragorosos, viendo su ademán a i r a do y su ojo encendido, pensamos que iba a a r r o j a r s e sobre el desgraciado sacerdote que había t e nido la imprevisión de acercarse a é l ! E s t e h o m b r e pavoroso t e n í a u n sobrino de o c h o o diez años, como n o s o t r o s . ¡ D e s d i c h a d o ! N o p o díamos verle en el paseo sin sentir hacia él c o m pasión infinita. Andando el tiempo, he visto a u n d o m a d o r de fieras introducir u n cordero en la j a u la del león. T a l impresión me produjo, como la d e Gasparito Toledano paseando con su tío. N o e n tendíamos cómo aquel infeliz m u c h a c h o podía c o n servar el apetito y desempeñar r e g u l a r m e n t e s u s funciones vitales, cómo n o enfermaba del corazón o m o r í a consumido por u n a fiebre lenta. Si t r a n s c u r r í a n algunos días sin que apareciese p o r el p a r q u e , la misma duda a g i t a b a n u e s t r o s c o r a z o n e s : " ¿ S e lo h a b r á m e r e n d a d o y a ? " Y c u a n d o al cabo le hallábamos s a n o y salvo en cualquier sitio, e x p e r i m e n t á b a m o s a la p a r sorpresa y c o n suelo. P e r o e s t á b a m o s s e g u r o s de que u n día u o t r o concluiría p o r ser víctima de a l g ú n c a p r i cho sanguinario de Polifemo. L o r a r o del caso e r a que Gasparito n o ofrecía en su r o s t r o vivaracho aquellos signos de t e r r o r y abatimiento que debían de ser los únicos e n él impresos. Al c o n t r a r i o , brillaba c o n s t a n t e m e n t e e n sus ojos u n a alegría cordial que nos dejaba e s tupefactos. C u a n d o iba con su tío m a r c h a b a c o n 219 ARMANDO PALACIO V ALDÉS la m a y o r soltura, sonriente, feliz, brincando u n a s veces, o t r a s compasadamente, llegando su audacia -o su inocencia h a s t a a hacernos muecas a espaldas -de él. Nos causaba el mismo efecto a n g u s t i o s o que si le viésemos bailar sobre la flecha de la t o r r e de la catedral. " ¡ G a s p a r ! " E l aire vibraba y t r a n s m i t í a aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí e s t á b a m o s nos quedaba el color e n t e r o . Sólo G a s p a r i t o a t e n d í a como si le llam a r a u n a s i r e n a : " ¿ Q u é quiere usted, t í o ? " , y ven í a hacia él ejecutando algún paso complicado de baile. A d e m á s de este sobrino, el m o n s t r u o e r a p o seedor de un p e r r o que debía vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. E r a un herm o s o danés, de color azulado, g r a n d e , suelto, vig o r o s o , que respondía al n o m b r e de Muley, en r e c u e r d o sin duda de a l g ú n m o r o infeliz sacrificad o p o r su amo. E l Muley, como Gasparito, vivía e n poder de Polifemo lo mismo que en el r e g a z o d e u n a odalisca. Gracioso, j u g u e t ó n , campechano, i n c a p a z de falsía, era, sin ofender a nadie, el p e r r o menos espantadizo y m á s t r a t a b l e de c u a n t o s lie conocido en mi vida. Con e s t a s p a r t e s no es milagro que todos los «chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que e r a posible hacerlo, sin peligro de que el Coronel lo advirtiese, nos d i s p u t á b a m o s el h o n o r de r e g a l a r l e con pan, bizcocho, queso y o t r a s golosinas 220 •-toPOLIFEMO que n u e s t r a s m a m a s nos daban p a r a merendar. E t Muley lo aceptaba todo con no fingido regocijo, y nos daba m u e s t r a s inequívocas de simpatía y reconocimiento. M a s a fin de que se vea h a s t a q u 6 p u n t o e r a n nobles y desinteresados los sentimient o s de e s t e memorable can, y p a r a que sirva d e ejemplo perdurable a p e r r o s y h o m b r e s , diré q u e no m o s t r a b a m á s afecto a quien más le regalaba.. Solía j u g a r con n o s o t r o s a l g u n a s veces (en p r o vincias y en aquel tiempo, e n t r e los niños, n o e x i s tían clases sociales) u n pobrecito hospiciano, l l a mado A n d r é s , que nada podía darle, porque n a d a tenía. P u e s b i e n : las preferencias de Muley e s t a ban por él. ( L o s r a b o t a z o s m á s vivos, las c a r o cas m á s subidas y v e h e m e n t e s , a él se c o n s a g r a ban, en menoscabo de los demás.) ¡ Q u é ejemplop a r a cualquier diputado de la m a y o r í a ! ¿Adivinaba el Muley que aquel niño desvalido,, siempre silencioso y t r i s t e , necesitaba m á s de s u cariño que n o s o t r o s ? L o i g n o r o ; pero así parecía.. P o r su p a r t e , A n d r e s i t o había llegado a c o n c e bir u n a v e r d a d e r a pasión por este animal. C u a n do nos hallábamos j u g a n d o en lo m á s alto del p a r que al m a r r o o a las chapas y se p r e s e n t a b a porallí de improviso Muley, y a se sabía, llamaba a p a r te a A n d r e s i t o y se e n t r e t e n í a con él l a r g o r a t o , como si tuviese q u e comunicarle algún secreto. Lac silueta colosal de Polifemo s e columbraba allá e n t r e los árboles. 221 «a»* "B> '"CCT'*' ARMANDO PALACIO VALDÉS P e r o e s t a s e n t r e v i s t a s rápidas y llenas de zozob r a fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Com o u n verdadero e n a m o r a d o , ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo r a t o y a solas. P o r eso, u n a t a r d e , con osadía increíble, se llev ó a presencia n u e s t r a el p e r r o h a s t a el Hospicio, •como en Oviedo se denomina la Inclusa, y n o volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. £1 Muley parecía también satisfechísimo. P o r fortuna, el Coronel a ú n no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su p e r r o . Repitiéronse u n a t a r d e y o t r a tales e s c a p a t o r i a s . L a amistad de A n d r e s i t o y Muley se iba consolidando. A n d r e s i t o no hubiera vacilado en d a r s u vida por el Muley. Si la ocasión se p r e s e n t a s e , s e g u r o e s t o y de que éste n o sería m e n o s . P e r o a ú n no e s t a b a c o n t e n t o el hospiciano. E n s u m e n t e g e r m i n ó la idea de llevarse el Muley a d o r m i r con él a la Inclusa. Como a y u d a n t e que e r a d e l cocinero, dormía en u n o de los c o r r e d o r e s al lado del c u a r t o de éste, en u n j e r g ó n fementido d e hoja de maíz. U n a tarde condujo al perro al Hospicio y no volvió. ¡ Q u é noche deliciosa p a r a e l desgraciado n i ñ o ! N o había sentido en su vida o t r a s caricias que las del Muley. L o s m a e s t r o s primero, el cocinero después, le habían hablado s i e m p r e con el látigo en la m a n o . D u r m i e r o n a b r a c a d o s como dos novios. Allá al amanecer, el niño s i n t i ó el escozor de u n palo que el cocinero le h a 223 POLIFEMO bía dado en la espalda la t a r d e anterior. Se despojó de la c a m i s a : — M i r a , Muley —dijo en voz baja, mostrándole el cardenal. E l perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne a m o r a t a d a . L u e g o que abrieron las p u e r t a s lo soltó. E l M u ley corrió a casa de su d u e ñ o ; pero a la t a r d e y a e s t a b a en el p a r q u e dispuesto a seguir a A n d r e sito. Volvieron a d o r m i r j u n t o s aquella noche y la siguiente, y la o t r a también. P e r o la dicha es breve en este m u n d o . A n d r e s i t o e r a feliz al borde de u n a sima. U n a tarde, hallándonos todos en a p r e t a d o g r u p o j u g a n d o a los botones, oímos d e t r á s dos formidables estampidos. —¡Alto! ¡Alto! T o d a s las cabezas se volvieron como movidas p o r un r e s o r t e . F r e n t e a n o s o t r o s se alzaba la t a lla ciclópea del coronel Toledano. — ¿ Q u i é n de v o s o t r o s es el pillüelo que secuest r a mi p e r r o todas las noches, vamos a v e r ? Silencio sepulcral en la asamblea. El t e r r o r nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo. O t r a vez sonó la t r o m p e t a del juicio final. — ¿ Q u i é n es el s e c u e s t r a d o r ? ¿Quién es el b a n dido? ¿Quién es el miserable?... El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a u n o en pos de o t r o . El Muley, que le acompañaba, nos 223 ARMANDO PALACIO VALDÉS miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo v e r t i g i n o s a m e n t e en señal de i n quietud. E n t o n c e s Andresito, m á s pálido que la cera, a d e l a n t ó un paso y dijo: — N o culpe a nadie, señor. Y o he sido. —¿ Cómo ? — Q u e he sido y o —repitió el chico en voz m á s alta. — ¡ H o l a ! ¡ H a s sido t ú ! —dijo el Coronel s o n riendo ferozmente—. ¿ Y t ú no sabes a quién p e r tenece este p e r r o ? A n d r e s i t o permaneció mudo. — ¿ N o sabes de quién e s ? —volvió a p r e g u n t a r a grandes gritos. —Sí, señor. — ¿ C ó m o ? . . . H a b l a m á s alto. Y se ponía la m a n o en la oreja p a r a reforzar s u pabellón. — Q u e sí, señor. — ¿ D e quién es, vamos a v e r ? —'Del señor Polifemo. C e r r é los ojos. C r e o que mis c o m p a ñ e r o s debier o n hacer o t r o t a n t o . C u a n d o los abrí, pensé que Andresillo e s t a r í a y a b o r r a d o del libro de los v i vos. N o fué así, por fortuna. E l Coronel le m i r a ba fijamente, con m á s curiosidad que cólera. —¿ Y p o r qué te lo llevas ? 224 a" '"13'" "u> POÍIFBMO — P o r q u e es mi amigo y me quiere —dijo el niñ o con voz firme. E l Coronel volvió a mirarle fijamente. — E s t á bien —dijo al cabo—. ¡ P u e s cuidado con q u e o t r a vez te lo lleves! Si lo haces, t e n por seg u r o que t e a r r a n c o las orejas. Y g i r ó majestuosamente sobre los talones. P e r o a n t e s de dar un paso, se llevó la m a n o al chaleco, sacó u n a moneda de medio duro, y dijo volviéndose : — T o m a , g u á r d a t e l o p a r a dulces. ¡ P e r o cuidado con que vuelvas a s e c u e s t r a r el p e r r o ! ¡Cuidado! Y se. alejó. A los c u a t r o o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. A n d r e s i t o había dejado c a e r la moneda al suelo y sollozaba, tapándose l a x a r a con las m a n o s . E l Coronel se volvió r á p i d a m e n t e . — ¿ E s t á s llorando? ¿ P o r q u é ? N o llores, hijo mío. — P o r q u e le quiero m u c h o . . . , porque es el único que me quiere en el m u n d o —gimió A n d r é s . — ¿ P u e s de quién eres hijo? — p r e g u n t ó el C o ronel sorprendido. — S o y de la Inclusa. — ¿ C ó m o ? — g r i t ó Polifemo. — S o y hospiciano. E n t o n c e s vimos al Coronel d e m u d a r s e . A b a l a n zóse al niño, le separó las m a n o s de la cara, le enj u g ó las l á g r i m a s con su pañuelo, le abrazó, le b e só, repitiendo con a g i t a c i ó n : 235 iv.—15 ARMANDO PALACIO VALDÉS — ¡ P e r d o n a , hijo mío, p e r d o n a ! N o h a g a s caso de lo que te he dicho... Llévate el p e r r o c u a n do se te a n t o j e . . . T e n l o contigo el tiempo que quieras, ¿sabes?... T o d o el tiempo que quieras... Y después que le hubo serenado con e s t a s y o t r a s razones, proferidas con u n r e g i s t r o de voz que n o s o t r o s no sospechábamos en él, se fué de nuevo al paseo volviéndose repetidas veces p a r a gritarle: — P u e d e s llevártelo cuando quieras, ¿sabes, h i j o m í o ? . . . Cuando q u i e r a s . . . Dios me p e r d o n e ; pero j u r a r í a h a b e r visto u n a lágrima en el ojo s a n g r i e n t o de Polifemo. Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su a m i g o , que ladraba de gozo. {Aguas fuertes, Madrid, 1884.) 226 M A R I A N O D E CAVIA 1855-1920 LAS DOS MULTAS I Muel es un pueblo de moriegos —como se llam a b a en A r a g ó n a los moriscos— situado e n t r e Z a r a g o z a y Cariñena. Guárdase en él todavía, si bien con mucho m e nos e s m e r o y pulcritud q u e en. el pueblo valenciano de Manises, la tradición de u n a de las a r t e s m á s características de la E s p a ñ a musulmana, cual es la construcción de la loza con reflejos m e t á licos. Y g u á r d a s e t a m b i é n o t r a tradición de igual a b o lengo ( ¡ é s t a sí que se g u a r d a con v e r d a d e r o t e són y a m o r c o n s t a n t e ! ) , que v e m o s i g u a l m e n t e g u a r d a d a e n las nueve décimas p a r t e s del r e s t o de la E s p a ñ a actual, cual es la típica y g e n u i n a t r a d i ción de la alcaldada. N o son los de M u e l alcaldes de monterilla — p o r la n a t u r a l razón de n o e s t a r m u y en uso p o r a q u e llas latitudes semejante " a r t e f a c t o " — ; p e r o la 227 MARIANO DE CAVIA m a n t a m o r u n a en que se envuelve el cuerpo y el ancho cachirulo con que se ciñe la cabeza, r e c u e r dan con h a r t a m á s viveza y exactitud que las p r e n das de vestir usadas en o t r o s lugares, el alquicel y el t u r b a n t e del alcadí de o t r o s tiempos, p a d r e y modelo del alcalde de n u e s t r o s días. Bien puede ocurrir, p u e s t o que no h a y c u e n t o ni chascarrillo al cual no le saquen los eruditos la p u n t a de su estirpe, buscándosela allá en los r e m o t o s tiempos de la India, la P e r s i a y la China, que el c u e n t o de Las dos multas sea u n " s u c e d i d o " real y efectivo, y a que n o en épocas y regiones t a n lejanas, al m e n o s en los días en que Alfonso el Batallador se aprestaba a poner la férrea mano sobre aquellas c o m a r c a s ; p e r o como y o n o he oído atribuir el lance a n i n g ú n Abdallá ni a n i n g ú n M u ley de los que m a n d a r a n en Muel " p o r aquel e n t o n c e s " , sino al tío Goticaceite, que imperaba allá p o r los p r i m e r o s años del reinado de Isabel I I (de felice m e m o r i a ) , claro e s t á que al tío Goticaceite me he de referir. —¿ Quién era el tío Goticaceite ? —j El h o m b r e m á s a g u d o de M u e l — r e s p o n d í a n en el a c t o sus admiradores, cuando oían tal p r e gunta. A lo cual replicaban o t r o s , m e n o s a d m i r a d o r e s del tío G o t i c a c e i t e : — M i á t ú que como a g u d o . . . ¡ T a m i é n es a g u d o el tío M o s t i l l o ! 228 LAS DOS MULTAS Y sobre cuál lo e r a m á s o k> era menos se a r m a b a n discusiones y disputas, q u e dejaban t a m a ñitas las del omousios y el omoiusios de los teólog o s de Bizancio. M i e n t r a s t a n t o , el tío Goticaceite y el tío M o s tillo e r a n los mejores amigos, n o digo del m u n d o , sino de M u e l . . . ¡que vale m á s ! E l tío Mostillo e r a el juez de p a z ; y el tío G o ticaceite, alcalde. J ú p i t e r y César compartiendo el mando. II Y ocurrió u n a tarde, " e n t r e clara y e n t r e yer m a " , que ambos tíos — o si se quiere deidades— e s t a b a n en la Casa Consistorial de Muel, acomp a ñ a d o s de t r e s compinches de la misma laya, t r a z a n d o h o n r a d a m e n t e el plan... de u n a merienda. — ¿ A m o s a juála al g u i ñ ó t e ? —dijo el tío M o s tillo. (Juála es el equivalente mudejar de " j u g a r l a " . ) — P a ese viaje —respondió el tío Goticaceite— n o s e necesitan alforjas. L o que es a mí, n o me hacen bondá las alifaras, si n o son a c u e n t a de otri. —¿Dé,otri? —De otri. — ¿ Y de ande vas a sacar las cuadernas? 229 MARIANO DB CAVIA — ¡ A u r a lo veris! —dijo con majestuosa e n t o nación aquel A g r a j e s municipal y a r a g o n é s . — T ú , Sopleta —añadió dirigiéndose al s e c r e t a rio del A y u n t a m i e n t o , que también e r a de la p a r tida—, ¿cómo está ese fondo de m u l t a s ? —Medianicamente. — ¿ A cuánto llegará? — A ocho ríales, y eso en chavos. —¡ Muchos que me diás, S o p l e t a ! P e r o a lo q u e estamos, maños. ¿Como cuánto más h a r á falta p a el corderico, las olivicas, el queso y el p a n ? — D e un d u r o no baja. — P u s ¡ v o y a p o r el d u r o ! Y diciendo y haciendo, arreó pa alante el tío G o ticaceite, seguido del tío Pachón, alguacil, s a c r i s t á n y " v o z p ú b l i c a " de Muel. M o m e n t o s después hallábanse ambos en la p l a za, olfateando la pieza, cuando vino de u n a callejuela inmediata e s t e g r i t o que alegró el corazón de Goticaceite: — ¡ M i e l , a la rica miel! ¡Miel, a la güeña, g ü e ña miel! — T í o g ü e n o —dijo el alcalde al, s e r r a n o , a t i e m p o que éste desembocaba en la plaza—, ¿ m e l a quiusté e n s e ñ a r ? —¡ Y que v a u s t é a e n a m o r a s e d e e l l a ! — r e s pondió el melero, levantando el lienzo que c u b r í a la c á n t a r a . : , 230 L^fS DOS MULTAS —¡ R e d i ó s ! —exclamó Goticaceite, haciendo u n gesto de asco—. ¡ E s a miel tiene viruelas! —¿Viruelas? —Sí, h o m b r e , s í ; y si no, ¿ q u é concho son esos punticos n e g r o s ? —Moscas. —¿Cómo moscas?... — M o s c a s , sí, s i ñ o r ; porque y a s a b u s t é que las moscas... — ¡ A l t o a la reina, r e d i ó s ! ¡Gorrino, m á s que g o r r i n o ! ¿ C ó m o s a t r e v u s t é a venir a vender a los de Muel esa cochinada? —-Pero... — A ver, tío P a c h ó n , ¿ c u á n t a s moscas t r á i la miel ? — U n a , dos, t r e s , c u a t r o , seis, nueve, doce, quince..., ¡veinte j u s t i c a s ! — P u s a rial p o r mosca, son veinte ríales de m u l ta. ¡A p á g a l a u a la cárcel. Y el melero, después de nuevas p r o t e s t a s suyas y n u e v a s a m e n a z a s del alcalde, n o t u v o m á s r e m e dio que aflojar el duro, con el cual p e n e t r a b a t r i u n fante a los pocos m i n u t o s el tío Goticaceite en la C a s a Consistorial de Muel. 231 MARIANO DE CAVIA III — T a n t o pa el corderico... T a n t o p a las olivioais... T a n t o pa el queso... T a n t o pa el pan... ¡ L a cuenta está j u s t a ! —decía él bueno del Alcalde. —Y el vino, ¿ande lo pones? —preguntó el soc a r r ó n del J u e z de paz. — ¡ O t r a ! P u s el tío Mostillo tié r a z ó n . . . — L o que es a por la miaja de la bebía no irnos dir al c h a r c o . . . —Ni a la j u e n t e . . . E l tío Goticaceite cortó todas estas exclamaciones, diciendo a m o s t a z a d o : — ¡ A ú n querís que v a y a y le saque o t r o d u r o al tío de la miel! — N o ; porque el que va a sacárselo, soy yo. — ¿ T ú , Mostillo? —¡Yo! — ¡ A u r a lo veris! —dijo el rival de Goticaceite e n m a ñ a s y agudezas, t o m a n d o el p o r t a n t e en el acto, y seguido, como el o t r o , p o r el indispensable tío P a c h ó n . —¡ Miel, a la rica miel! ¡ Miel, a la g ü e ñ a , g ü e ñ a m i e l ! — s e g u í a g r i t a n d o el s e r r a n o en la plaza, no sin dejar traslucir en su a c e n t o la rabia que el lance y a n a r r a d o le había producido. — ¿ S e pué ver, tío g ü e n o ? — p r e g u n t ó el j u e z de paz. 232 LAS DOS MULTAS D e s t a p ó el h o m b r e la c á n t a r a , y el tío M o s t i llo empezó a m i r a r y r e m i r a r la miel, haciendo g e s t o s de e x t r a ñ e z a . — ¿ Q u é es lo que busca usté? — ¡ Q u é he de b u s c a r ! ¡ L a s m o s c a s ! — ¿ L a s moscas? —Sí, h o m b r e , s í ; paice u s t é el t o n t o de L u m piaque... ¿ C ó m o es que e s t a miel no tié m o s c a s ? ¿No sabusté que miel sin moscas es miel de m e n udeas ? — S í , s i ñ o r ; p e r o como el siñor alcalde mi h a m a n d a u q u i t a r las moscas que t r a í a mi miel... — ¡ E s o n o p u é s e r ! Y p o r faltar a la autoridá. corr calumnias, a m á s de venir a e n g a ñ a r a los d e Muel con miel mala, v a u s t é a p a g a r a u r a m i s m i co v e i n t e ríales de m u l t a . —Pero... — ¡ A págalos, r e d i ó s ! ¡ A págalos, u a la c á r c e l í Y excusado es decir que las autoridades de M u e l remojaron "el corderico", "el queso" y "las oliv i c a s " , con líquido que no se t r a j o del charco n i de la juente, sino de la famosa y acreditada t a b e r na de la seña Agustina, vulgarmente llamada la Barrigona. (Cuentos en guerrilla. Sin a ñ o 235 [1896.]) J JOSE NOGALES 1856-1908 LAS TRES COSAS DEL TÍO JUAN T o d o el pueblo sabía que Apolinar se e s t a b a d e r r i t i e n d o vivo por Lucía, y que, aunque é s t a n o -se d e r r e t í a p o r nadie, no ponía mala cara a las sol i c i t u d e s del mozo. M a t r i m o n i o i g u a l : ella, joven, g u a p a , r o b u s t a y, de añadidura, r i c a ; él, en los linderos de los veinticinco, no pobre, medio señoTitín, p o r lo que iba p a r a alcalde, y e n t r a m b o s hij o s únicos. N o faltaba al naciente afecto m á s que «el sacramento de la confirmación, y p a r a eso no l i a b í a o t r o obispo sino t í o J u a n el Plantao, p a d r e y s e ñ o r n a t u r a l de la d a m a requerida. E l ilustre linaje de los Plantaos distinguióse d e s d e m u y a n t i g u o tiempo por u n a t e r q u e d a d n a t i v a , de que e s t a b a j u s t a m e n t e orgulloso, y, de h a l ) e r querido proveerse de heráldica, su escudo n o f u e r a o t r o que u n clavo clavado por el revés en tina pared de gules. Apolinar sentíase cohibido p o r •esta t e s t a r u d e z hereditaria, y recelaba que el tío 236 LAS TRES COSAS DEL TÍO JUAN J u a n saliese con u n a g a i t a de las suyas, p o r q u e e r a h o m b r e que n o se a p a r t a b a de sus síes o susnoes así lo hicieran pedazos. N o hubo m á s remedio q u e p a s a r el R u b i c ó n . . , y t i r a r s e de cabeza en aquellas h o n d u r a s i n s o n dables de la voluntad p a t e r n a . E l tío J u a n h a b í a dicho u n a v e z : " ¿ Q u é t r a e ése p o r a q u í ? " Y p a r a , los que le conocían el genio, era b a s t a n t e . — A h o r a que e s t á t u p a d r e en la bodega, v o y y se lo espeto, y Dios quiera que pueda salir con» c a r a a l e g r e . . . P e r o a n t e s dime, p a r a que lleve fuerza, que me quieres como y o te quiero, con l o s r e daños del alma. —Apolinar, que me a b u r r e s con t u s q u e r e r e s y t o n t e o s . Si quieres decírselo, a n d a ; y lo que s a ques a mi p a d r e del buche eso será, p o r q u e y o t a m b i é n soy planta. R e n e g a n d o de aquellos bravios r i g o r e s de la c a s ta, encaminóse Apolinar a la bodega, p a s a n d o p r i m e r o bajo la llorosa p a r r a , que tendía sus s a r mientos como cuerdas secas, y después p o r el a n g o s t o corral a t e s t a d o de aperos de labranza y c a chivaches de vendimia. E n la p u e r t a de la bódega*enredósele u n manojo de t e l a r a ñ a s en "el bombín-,, y t r a g a n d o saliva e n t r ó e n la o b s c u r a pieza. ' ' —I T í o J u a n ; eh, t í o J u a n . . . ! — ¡ A q u í l ¿ E r e s t ú ? C o n este jinojo de tiriglaon o se ve g o t a . E s t a b a el h o m b r e m u y metido en faena, en man— 237 JOSÉ NOGALES g a s de camisa, despechugado, con u n a pelambre d e pecho que parecía una maceta de albahaca. E r a más que medianamente apersonado, canoso y fuerte; y sudando, como es-taba, parecía u n oso polar. — ¿ N o se figura usted a lo que v e n g o ? — A t o m a r u n jarrillo. — N o , s e ñ o r ; a t o m a r u n parecer. — P u e s no es lo mesmo. P e r o , anda, s u é l t a l a ; •que no h a y hombre sin h o m b r e . — C o n esa licencia... n o sé cómo le diga que L u cía me t i r a u n poco, u n pocazo, si se h a n de decir las cosas conforme son. Y como me parece a mí •que y o también le tiro u n a migaja, venía, p o r q u e e s razón, a decirle qué le parece a u s t e d de e s t e :liraero, q u e va por buen fin y p o r derecho camino. Dióse tío J u a n c u a t r o rasconazos en el t e s t u z , y , volviendo las espaldas, fué a b u s c a r el jarrillo y la venencia, y con a m b a s cosas en las m a n o s , c o m o quien echa el Dominus vobiscum se abrió de t r a z o s , diciendo: — T o d o el toque del h o m b r e e s t á e n t r e u n sí y u n no. Así es que, a n t e s de soltar u n o u o t r o , h a y •que r u m i a r bien las cosas. T o m a r e m o s u n p a r de a l u m b r a d o r e s y que Dios sea con todos. Y después de beber p o r r i g u r o s o t u r n o , q u e d ó l e tío J u a n rumiando aquel escopetazo, como u n h e r m o s o y p r u d e n t e buey, que no pone la p a t a sino e n t e r r e n o firme. 238 LAS TRES COSAS DEL TÍO JUAN — P u e s , a t e n t o a eso, digo que me parece a m í q u e la mujer se hizo p a r a el h o m b r e y el h o m b r e p a r a la mujer... y que por eso t i r a n el u n o del o t r o . P e r o como ni el h o m b r e ni la mujer son siempre libres, o t r o s h a n de a g a r r a r s e a la m a n c e r a p a r a q u e el surco salga bien hecho y la simiente n o se desperdicie. Yo, que por lo de a h o r a soy el g a ñ á n en este negocio, t e digo que quien quiera a y u n t a r s e con mi cordera h a de hacer t r e s cosas, sin q u e n i n g u n a le p e r d o n e ; no haciéndolas, y a se p u e d e ir con viento fresco y levantar la parva. — A u n q u e sean t r e s c i e n t a s h a r é yo, con tal de m e t e r m e debajo del y u g o . E c h e usted, tío J u a n , p o r esa boca, que y a se m e hace t a r d e , y a u n q u e m e mande c a r g a r con la bodega, todavía me había d e p a r e c e r m a n d a t o ligero, s e g ú n lo encalabrinado y e m p e r r a d o que e s t o y con el aquel del t i r a e r o que y a le he dicho. — N o soy t a n b á r b a r o p a r a m a n d a r lo que e s t á fuera de las fuerzas del h o m b r e , p o r animal q u e sea. L a s t r e s cosas que pido son é s t a s : que me t r a i g a n todos los días la p r i m e r a gallinaza que suelt e el gallo al r o m p e r el alba, p a r a h a c e r un r e m e dio de este dolor de ijares que m e q u i t a el r e s u e llo de cuando en c u a n d o ; que al que t e n g a ese q u e r e r , véalo y o u n a vez siquiera t r i n c a r u n bocado d e hierba sin doblar los corvejones, ni acularse, ni t e n d e r s e ; que el tal me dé candela en la palma de la m a n o el día de mi s a n t o p o r la m a ñ a n a , y e s t o 239 JOSE NO GALES h a de ser con sosiego, sin hacer bailes, ni m e n e o s , ni soplar, ni sacudir. —¿Nada más? — E n eso me he plantao, y h a de ser a lo j u s t o ; que ni sobre ni falte. — T í o J u a n , v a y a u s t e d p r e p a r a n d o el y u g o m á s fuerte que haya en casa, porque yo me lo echo encima, si Dios no dispone o t r a cosa. Y Apolinar salió de allí con la c a r a r a d i a n t e , bailándole los ojos en u n a r á f a g a de alegría loca y dando al viento como r o m á n t i c a pluma aquel jirón de t e l a r a ñ a s que se p e g ó en el s o m b r e r o . — ¡ T r o n c h o , qué s u e r t e ! Lucía, me ha dicho tu p a d r e que t e v a y a s p r e p a r a n d o , que t e n e m o s q u e abrir u n surco. — Q u é tonto eres. ¿ D e qué surco hablas? M e parece que viene su merced algo r e p u n t a d o y q u e el j a r r o habló m á s que las p e r s o n a s . — T e hablo del s u r c o que h a n de h a c e r en el m u n do t o d a s las y u n t a s h u m a n a s . V e r á s qué labor m á s dulce. —¡ P e r o q u é borrico t e h a s v u e l t o ! * * " L a del alba s e r í a " cuando Apolinar acudió s o lícitamente a su corral sin q u i t a r ojo del gallo h a s t a que dio dé sí el e x t r a ñ o remedio del mal de ijar e s , que en caliente recogió, bien así como si llev a s e d e n t r o u n a preciosa esmeralda. Cumplida p o r 240 LAS TRES COSAS DEL TÍO JUAN aquel día la p r i m e r a condición y no sabiendo qué hacer a tales h o r a s , t a n desacostumbradas p a r a su vigilia, fuese con los cavadores a su majuelo a matar el tiempo h a s t a que el e s t ó m a g o le avisase. Al llegar a la viña, dijo a los j o r n a l e r o s : — V a m o s a ver, m u c h a c h o s : un cuartillo de vino h a y p a r a quien sin doblar los corvejones, ni acularse, ni t e n d e r s e trinque un bocado de sarmientos. — ¿ P e r o eso q u é tiene que h a c e r ? ¡Valiente hombría! Y c u a t r o o cinco, los m á s jóvenes, salieron del g r u p o y doblándose y enderezándose, sacó cada cual un s a r m i e n t o del modo y m a n e r a que los p a lomos cogen pajitas p a r a hacer el nido. — A ver y o . . . ¡ Que si q u i e r e s ! C u a n t a s veces quiso probar, dio de cabeza en el m o n t ó n . U n a risa franca y noblot a alegró el majuelo, y h a s t a el sol de color de cereza que subía por la cuesta azul parecía u n a g r a n cara hinchada de risa. — P a r a hacer eso h a y que criar m u c h a fuerza de espinazo y que las p a t a s n o se blandeen. E s m e n e s t e r cavar viñas y darle al cuerpo buenos r e mojones de sudor. — ¿ S í ? V e n g a un azadón. E s t e no pesa, o t r o . . . Y como general que arenga sus tropas, dijo, blandiendo el i n s t r u m e n t o : — H o y seré u n o de t a n t o s . H a y que a p r e t a r . . . , 241 iv.—16 JOSÉ NOGALES y no os compadezcáis de mí sd veis que reviento, porque necesito echar un espinazo que sea a la v e z t r o n c o de olivo y v a r a de mimbre. Aquella fué u n a jornada heroica. L o s cavadores, viendo cuan g a l l a r d a m e n t e t r a b a j a b a Apolinar, m e r m a r o n cigarros, a h o r r a r o n coloquios, a p r e s u r a r o n meriendas y sacaron el u n t o a sus b r a z o s . Al ponerse el sol, n o p r e s e n t a b a aquella c a r a b u r lona, henchida de risa, con que apareció e n t r e las brumas de la mañana, sino otra muy grave, casi a u s t e r a , que parecía complacida con la ofrenda del sudor h u m a n o que riega el t e r r ó n y fecundiza el mundo. Al dar de mano, dijo el jefe de la c u a d r i l l a : — ¿ N o h a s visto la s e m e n t e r a ? —No. Y Apolinar sintió u n a v e r g ü e n z a m u y h o n d a p o r aquella confesión hecha e n pleno campo. — P u e s , vamos, h o m b r e ; h a y día p a r a todo. T e n g o u n a disputa con t u primo E p i f a n i o ; él, que lo suyo es m e j o r ; yo, que lo t u y o . Como s e m e n t e r a t e m p r a n a , la cebada nos llega a la rodilla; el t r i g o parece un forrajal. Y fueron al sembrado, que con su v e r d o r aleg r a b a el alma, y en ella sintió Apolinar u n a voz g o z o s a que parecía b r i n c a r en o t r a m a n c h a verde y lozana, g r i t á n d o l e : " j T o d o es t u y o ; regocíjate, o n o eres h o m b r e ! " Y se regocijó h o n r a d a m e n t e , p a t e r n a l m e n t e , c o 242 •an logg*«! LAS TRES COSAS DEL o , B TIO JUAN m o si toda aquella vigorosa fuerza germinativa hubiese salido de sus propias entrañas. — ¡ Y o , que no había visto e s t o ! ¡Maldito sea el casino y las cartas y quien las inventó! ¡ Malditos los tabernáculos, que nos chupan el tiempo y no n o s dejan ver e s t a gloria, e s t a bendición de Dios d e r r a m a d a por los c a m p o s ! L o s sembrados del primo Epifanio no resistían la comparación. L a t i e r r a e r a la m i s m a ; p e r o r u t i n a s , codicias, caprichos, ignorancia y necesidad la habían esquilmado y empobrecido. E l viejo jornalero explicaba el caso: — D a l e a u n trabajador carne y v i n o ; a o t r o , pap a s y t o m a t e s . E s o es la t i e r r a : u n trabajador. S e g ú n le eches, así produce. Apolinar sintió que o t r o a m o r sano y fuerte se le e n t r a b a en el a l m a : el a m o r a la tierra, el a m o r a lo suyo, el gozo íntimo y callado del que posee, del que se conforta al calor del surco, como semilla que germina, b r o t a , crece y se reproduce. — ¿ E n qué e s t a r í a yo p e n s a n d o ? Tío A g a p i t o , u s t e d me hace un h o m b r e . V o y a e c h a r m e al camp o como u n a fiera. — ¡ A l campo, al c a m p o ! E s a es la u b r e . . . ¡Si vieras a c u á n t o g a n d u l m a n t i e n e el c a m p o ! — Y o soy el p r i m e r o . Mejor dicho, le fui. Y a soy o t r o . M e duelen los pies..., z a p a t o s de v a c a . . . M e duele la cabeza..., t i r a r é e s t e apestoso bombín y c o m p r a r é u n s o m b r e r o de esos fuertes, como » 243 JOSÉ NO GALES los hicieran de cerdas de cochino. N o m á s v e s t i d o s de Carnaval. Tío A g a p i t o , u n abrazo, y pídale u s ted a Dios que allá, por la primavera, pueda y o comer hierba sin doblar los corvejones. N o durmió bien, porque el excesivo c a n s a n c i o riñe con el sueño. E n las m a n o s parecían a r d e r sushuesos desencajados; el espinazo se le e n g a r r o taba... y en medio de sus dolores, o t r o sentimiento nuevo lo iba conquistando m a n s a m e n t e ; u n s e n timiento de infinita piedad hacia el jornalero d e s heredado, que todos los días, a cambio de u n o s c u a r t o s roñosos, a u m e n t a el caudal ajeno con b á r b a r o derroche de su propia vida. Y como a la m a drugada oyese cantar al gallo, pregonero de s u deber y compromiso, volvió a ver la claridad del naciente día, y o t r a vez cogieron sus doloridas m a nos el azadón lustroso, y el sudor del a m o c a y ó como lluvia fecunda en la heredad, que parecía e s t r e m e c e r s e de a m o r y agradecimiento. Y un día t r a s o t r o se fué curtiendo al sol y a l aire, y m i e n t r a s m á s se endurecía la corteza, m á s nobles blanduras aparecían por d e n t r o . —'Como la viña de Apolinar n o h a y n i n g u n a . L a sementera de Apolinar es la capitana. ¡ Q u é suerte de h o m b r e ! E s t e e r a el t e m a de conversación e n t r e la g e n t e labradora. L o s jornaleros se disputaban la casa, p o r q u e había formalidad y t r a g o de vino, y allí n o se hacía el agio v e r g o n z o s o p a r a la baja de j o r n a 244 LAS TRES COSAS DEL TIO JUAN les. Con Apolinar trabajaban los sanos, los h o m b r e s de empuje, estimulados con su ejemplo. P a s ó el invierno y el sol primaveral vistió el c a m p o de gala. L o s h a b a r e s en flor henchían el a i r e de a r o m a s p u r í s i m o s ; los t r i g o s azuleaban, los cebadales se mecían o r g u l l o s a m e n t e a compás del viento; las yemas del higueral, reventando al esfuerzo de las p r i m e r a s hojas, t e n d í a n al sol u n a espléndida g a s a de o r o v e r d e . . . y los viñedos e x t e n d í a n sobre la rojiza t i e r r a o t r a g a s a de p á m p a n o s , y y a el olor t e m p r a n e r o del cierne se esp a r c í a como u n a caricia dulce y vivificante. L l e g ó el día de la p r u e b a ; el día temido y des e a d o en que Apolinar t e n í a puestos todos los g r a n d e s anhelos de su vida. A n t e s que el canticio de los gallos s o n a r o n las c a m p a n a s de la t o r r e con u n repique de gloria, de alegría, como voces de u n c o r o nupcial que celebrase las bodas del cielo y de ía t i e r r a . N o pudo Lucía convencer a su padre de que, a l menos aquel día, debiera pasarlo con la c h a q u e t a puesta. — M e ajogaría. Y p o r parecerle e s t a razón de suficiente peso, n o daba o t r a . Con orgullo hereditario cubría su b u s t o de oso polar con limpísima camisa de lienzo, p o r entre la cual se desbordaba la crespa pelambre como m a c e t a frondosísima. Cuando e n t r ó Apolin a r , y a e s t a b a n allí el p r i m o Clímaco, la h e r m a n a 245 JOSE NOGALES Bella con su dilatada prole, los trabajadores de l a casa y varios vecinos, a t r a í d o s por aquellos olores de cocina y fritanga, fieros despertadores de la gula. — Q u e los t e n g a u t e d m u y felices, tío J u a n y la compaña. —Apolinar, t a n t a s gracias, y lo m e s m o digo. —Vaya, aquí tiene usted la gallinaza de h o y , que parece un b r u ñ o . Y sin pedir permiso, fuese a la cuadra y t r a j o un b r a z a d o de amapolas, que tiró al suelo. — T í o J u a n , eche usted cuenta. Y más ágil que u n pájaro, doblóse y pescó u n manojo de hierba en flor que le caía sobre el p e cho como u n a llama. —Si usted quiere, me la como. — N o tienes que comerla. E l toque e s t á en t r i n carla. —Lucía, coge el ascua m á s g r a n d e que h a y a en l a h o r n i l l a : hala, y a está. T í o J u a n , encienda u s t e d su cigarro, y si quiere liar o t r o , p o r mí n o h a y a p u r o : que ni me meneo, ni bailo, ni soplo, ni s a cudo... ¡Como que t e n g o aquí u n callo que p a r e ce u n a onza de o r o ! — Y a está. A h o r a . . . j u s t o , las t r e s cosas. A h o ra, t ú Lucía, a b r a z a a este b r u t o . El b r u t o no esperó a L u c í a : él la a b r a z ó c o n toda su fuerza. — T í o J u a n , ¿de v e r a s que es p a r a m í ? 246 LAS TRES COSAS DEL TIO JUAN — P a r a ti, cernícalo. Y dale gracias al gallo que t e c u r ó ; p o r q u e ni y o t e n g o dolor de ijares ni cosa q u e se le parezca. —¿ Entonces?... — N o seas borrico —dijo Lucía—. P a d r e quería que m a d r u g a s e s ; si no m a d r u g a s , no me a b r a z a s . Apolinar soltó u n relincho e s t r e p i t o s o ; u n r e lincho de salud, de amor, de fortaleza y de ventura. — ¿ S a b é i s lo que soñé e s t a n o c h e ? —dijo el tío J u a n — . P u e s que y o e r a el P a d r e E t e r n o , y e s t a mi cordera e r a la E s p a ñ a , y y o se la daba a u n a g e n t e nueva, recién venía no sé de aónde, con la b a r r i g a llena, los ojos relucientes, con callos en las m a n o s y el azaón al h o m b r o . . . U n alarido triunfal hendió como dardo sonoro el aire azul de aquella s e r e n a m a ñ a n a del estío. El sol, d e s l u m b r a n t e , caía en lluvia de o r o sobre los aperos de l a b r a n z a ; dos mariposas de color de fuego volaban bajo el fresco toldo de p á m p a n o s , y el alegre repique de las c a m p a n a s parecía r e s ponder, allá, en lo alto, al alborozo de la raza n u e va, de la raza fuerte, que abría su fecundo surco de a m o r en la llanura h u m a n a . (Publicado en El Liberal, 247 de Madrid, en 1900). FRANCISCO NAVARRO Y LEDESMA 1859-1905 ÉGLOGA " ¡ L á a a . . . , láaa..., l á a a ! " Desde hacía siglos los ecos a l e t a r g a d o s e n t r e las frondas de aquellas alamedas que Garcilaso pintó, no despertaban oyendo u n a canción t a n dulce y llorona. E l ruiseñor que en los anocheceres p u n t e a b a sus falsetas j u n t o a los derruidos palacios de Galiana, atendió sob r e s a l t a d o ; los silbadores mirlos comprendieron que aquel canto no e r a cosa de su tierra, y el g r a n músico i g n o t o que a r m o n i z a el gemido de la c a n t u é r g a n a en la noria o en la azuda con el c r o a r de las r a n a s y con el m a n s o bullir del a g u a en los atalaques, suspendió p o r u n m o m e n t o su himno de creación, que lo es por serlo de c o r r u p ción p r i m e r a m e n t e . " ¡ L á a a . . . , láaa..., l á a a ! " , r e petía el quejido. L a voz e r a caliente y h o n d a ; la modulación, l e n t a ; desconocidas las palabras, que e n la anchurosidad del valle se perdían. 248 ÉGLOGA E l a r r e a d o r de u n a h u e r t a lindera con la del R e y , conoció quién era el cantor, y no teniendo p e r s o n a a su alcance, comunicó la noticia a la muía ciega que t i r a b a del carrillo y hacía rechinar la rueda de p u n t o s : — E s X a n el Maestrín, el gallego e n a m o r a d o . L a muía o y ó e s t a declaración y sin hacer de ella m é r i t o prosiguió cumpliendo su deber s a g r a do, pisando sus huellas, que rehundían el andel const a n t e m e n t e , t r a z a n d o círculos fatales, idénticos, p a r a m o v e r todo el artilugio de la azuda. X a n el Maestrín vino a t i e r r a de Toledo como s e g a d o r de cabeza o " p r i m e r a h o z " en la cuadrilla de Rouco. E r a de F o n t a o , e n t r e P a s t o r i z a y B r e t o n a : g u a p o mozo que, a t e n t o a su faena, n o se afeitaba desde que salió de la t e r r i n a , y p a r a S a n t i a g o lucía rizosa b a r b a rubia que casaba m u y bien con el color de maíz t o s t a d o de sus mejillas. P a r a S a n B a r t o l o m é , la b a r b a le llegaba a la m i tad del p e c h o : e r a u n a cascada de o r o al sol y s o b r e ella blanqueaba u n a sonrisa halaguera, q u e a mozas y casadas del c o n t o r n o hacía tilín. C u a n d o a p r i m e r o s de septiembre los segadores del R o u c o a j u s t a r o n c u e n t a s , quedáronle en limpio a X a n sesenta y cinco d u r o s : p r e s o de a m o r e s se bailaba ya como su paisano M acias. N o subió al t r e n con los demás segadores, ni siguió a los que volvían a sus lares u n pie t r a s o t r o . Se r e z a g ó de todos ellos y t r a s m u c h o pensarlo y comedirlo, resolvió p a 249 FRANCISCO NAVARRO LEDESMA sar el invierno r e c u e s t a n d o blandamente a la h o r telana del Tajo. C o m o el s o b r e n o m b r e denunciaba, X a n era m a e s t r o de p r i m e r a s l e t r a s : poseía el g r a d o elemental, y el bizarro y suntuoso r a s g u e o de la l e t r a cursiva y de la b a s t a r d a española e r a t a n familiar p a r a su diestra como el temple y manejo de la hoz. Espíritu amante de la simetría, su existencia se sujetaba obediente al desarrollo de u n a s c u a n t a s líneas p a r a l e l a s : e r a n los " c a í d o s " de la p a u t a en la escritura, como las h o n d a s r a y a s d e los surcos en la siega, líneas misteriosas que p l a neaban su vida intelectual de m a e s t r o y su vida h e r cúlea y m a t e r i a l de segador. E l paralelismo le p a recía el m á s amable y n a t u r a l e n t r e todos los s i s t e m a s de relacionar líneas con l í n e a s ; porque el a l m a del Maestrín e r a dulce y melosa, indulgente e n sus inclinaciones, firme en sus q u e r e r e s , y p e n s a b a él que no h a b r í a cosa t a n g u s t o s a y regalada en el p l a n e t a como el m a r c h a r parejo con o t r o ser p o r el l a r g o camino del vivir, amándose cual a m a r s e deben las dos orillas de u n río que e t e r n a m e n t e s e contemplan benévolas y en el buen tiempo se lanzan g r a t a s sonrisas de v e r d o r que el espejo del a g u a comunica. Buscando, buscando, pues, su paralela, X a n el Maestrín creyó e n c o n t r a r l a no lejos de la f a m o s a h u e r t a del R e y , al pie de los famosísimos c i g a r r a les. E r a u n a mocita p o r quien debió c a n t a r s e u n a 350 tonada como la arcaica villanesca de " l a criadas del c u r a " , que aún recuerdan los s e t e n t o n e s t o ledanos : "Mirala, Mirala, qué serenità v a . . . " Serena, tiesa, espigada, el semblante inmóvil, s o lemne, como de virgen en a l t a r ; callada la boca,, p a r l a n t e s los ojos, t e r c a m e n t e negados a toda adm i r a c i ó n ; con todo y por todo esto, s a n a y a p e tecible ; dotada, sin saberlo, del seco, agridulce, p e n e t r a n t e a r o m a del membrillo, que perfuma los b a ú les y las arcas y alborota las pasiones. X a n el Maestrín e r a p o e t a : c a n t a b a requiebros^ largos y sentimentales en castellano almibarado cort. dejos gallegos, y arpeaba en la vihuela m u y d e s pacio resabios de la g a i t a lejana. A X a n le p a r e cían h e r m o s o s los árboles, y le acontecía q u e d a r se embobado oyendo el c a n t a r de los álamos b l a n cos al viento, o suspendido y a b s o r t o m i r a n d o aK anochecer el cárdeno c o n t o r n o de la ciudad, " p e ñascosa p e s a d u m b r e " , como dijo el O t r o . E s t a s boberías e r a n cosa risible p a r a la m u c h a cha, que n o había mirado j a m á s al cielo, ni p e n sado n u n c a en que los álamos cantasen. ¡Pa c h a s co ! P e r o X a n r e a n u d a b a la canción con m á s brío r contaba historias de la luna, de los cipreses n o c t u r n o s , de duendes, f a n t a s m a s y aparecidos. 251 FRANCISCO NAVARRO LEDESMA — E n r e d o s p a r a e n g a t u s a r a los muchachos — p e n c a b a ella. Y el Maestrín paladeaba gozoso la incredulidad -de fe mujer amada. Bueno e r a que no creyese a q u e l l a s m e n t i r a s ; y a llegaría la h o r a de las verdades. Se e n g a ñ a b a el d e s v e n t u r a d o . L a m u c h a c h a n o podía q u e r e r a u n h o m b r e de o t r a tierra, de ext r a ñ o acento. L a s b a r b a s le caían bien, pero ¿ c u á n d o había sucedido casarse h o r t e l a n a o c i g a r r a l e i a con novio barbado? L u e g o X a n el Maestrín n o -trabajaba. Cierto que g u a r d ó algunos c u a r t o s de :1a s i e g a ; pero ¿ y q u é ? N o sabía volver las t o r n a s , •no sabía a p a ñ a r u n a r t e , ni apisonar y nivelar u n -alcornoque, ni sacar p a t a t a s , ni siquiera a r r e a r la -muía, porque lo hacía con t a n t o mimo y en t o n o •tan dulzón y soñoliento, que el pobre animal se •quedaba dormido en el andel. N o e r a h o m b r e de .arado ni de azadón y claro estaba que no iba a viv i r de escribirles c a r t a s y sobres m u y historiados A los parientes de los p a t a t e r o s y meloneros de la v e g a . C a n t a r y t o c a r sí que lo hacía b i e n : p e r o .¿de qué servía u n a música a cuyo son no e r a p o sible bailar? Sin conocerlo había caído el Maes' 4rín en lo mismo que a n h e l a b a ; él m i r a b a a ella y ella le m i r a b a a él como se m i r a n las dos riber a s del rio. N o se j u n t a r í a n j a m á s . P o r eso, con •gran escándalo del ruiseñor y con e x t r a ñ e z a del •mirlo, sonaba melancólico el ¡ L á a a ! ¡ L á a a ! p o r e n 4 r e las frondas. 252 ÉGLOGA Y y a en el camino de su perdición amorosa, X a r f el Maestrín c r e y ó resolver el problema, y lo hizode la m a n e r a m e n o s acertada. ¿ P a r a q u é e n t e n día él de l e t r a ? , pensó u n a v e z ; y cavilando que^ en todos los cigarrales y h u e r t a s de los alrededores no había m a e s t r o ni escuela comenzó, con granéxito y fortuna, la áspera t a r e a de d e s a s n a r a loschicos de aquellos lugares, cobrando en cada casa* diez o doce reales y en la que m á s u n d u r o al m e s por tan bienhechora tarea. r —-¡ L o que discurren los h o m b r e s p a r a n o t r a b a - j a r ! —dijeron algunos y a l g u n a s — . P e r o el Maestrín, cuya ciencia n o pasaba de la tabla de dividir,ni de la historia de F a r a ó n y su p r i m e r ministro>, no t a r d ó en t e n e r u n a clientela n u m e r o s a . D e h u e r t a en h u e r t a y de cigarral en c i g a r r a l se le veía c a r g a d o con u n a s alforjas, donde llevaba los m e n e s t e r e s de la ciencia: papel, t i n t e r o , , plumas, pizarra, catecismos y catones. M u c h o s le despreciaban, s e g ú n es uso y c o s t u m b r e hacer contado trabajador t r a s h u m a n t e , y a sea b a r b e r o , esquilador, lanero, recobero, o cosa por el ordenapero X a n e r a b u e n o ; leía g u a p a m e n t e , plumeaban mejor que el m á s pintado escribano y sacaba c u e n t a s como un gerifalte. E r a , a d e m á s , paciente y considerado, y en los r a t o s de v a g a r c o n t a b a i n ú t i les p e r o b o n i t a s p a t r a ñ a s . r P e r o el a m o r sirve p a r a t o d o menos p a r a m a e s t r o de p r i m e r a s l e t r a s . D e s d e que empezó a des— 253 FRANCISCO NAVARRO LEDESMA a s n a r muchachos, la hortelanilla le volvió decidid a m e n t e la espalda. Se había convencido de que X a n era un h o m b r e inepto, u n pamplinero, u n e m 'baucador. N o le hizo caso y a en la vida y se casó •con el mozo m á s b r u t o que h a a r r e a d o muías por el camino de Illescas. E s t o pasó hace muchos a ñ o s . N o hace t a n t o s •vi al Maestrín. L e reconocí en el láaa..., láaa..., -<jue iba cantando, con acento de infinita y h o n d a t r i s t e z a , por una de las veredas que conducen a la Sisla. E s t a b a m u y c a m b i a d o : se había quitado la foarba, y al faltarle aquel m a r c o de o r o que a n t a ñ o le ennoblecía el semblante, las facciones r e c o b r a b a n su tosquedad primitiva. E l a n d a r y a n o e r a g a l l a r d o y s u e l t o ; la espalda se le había corc o v a d o de s e n t a r s e en sillas bajas p a r a d a r lección -de cartilla a los rapacejos. X a n el Maestrín y a n o i n s p i r a b a desprecio, sino compasión. Seguía en su p o b r e tráfico de l e t r a s , malviviendo, cobrando t a r -de, mal y n u n c a ; pero n o podía a r r a n c a r s e del sitio. Y a r a r a vez le a t a c a b a u n ramalazo de m o r r i ñ a . M e hablaba de esto, según íbamos bajando -de los cigarrales a la h u e r t a del Rey. L e p r e g u n t é p o r sus a m o r e s . —'Allá voy — m e dijo sonriendo y lagrimeando. L e seguí h a s t a la h u e r t a de su a m a d a . R o b u s t a y tranquila, como u n a C e r e s de m á r m o l rubio, la ~bella mujer, s e n t a d a en u n poyo, d e s g r a n a b a m a j o r c a s para cebar los capones. Al llegar X a n el 254 ÉGLOGA Maestrtn, el perrillo alzó las orejas y latió alegrem e n t e ; t r e s chicuelos, el m a y o r de unos diez a ñ o s , a c u d i e r o n de mala g a n a al llamamiento del deber. L a sosegada m a d r e sonrió y alargó u n a silleta. S e n t ó s e X a n , acuciáronse los m u c h a c h o s y comenz ó la lección. D e vez en cuando el Maestrín alzaba la vista d e l l i b r o : la m a t r o n a le contemplaba, condescend i e n t e , dejando que los ojos de él le acariciasen el cuello, dorado a fuego de sol y de brasa. E n f r e n t e , l a s dos orillas del m a n s o río se miraban a m o r o s a s , c o n u n a m o r de c e n t e n a r e s de siglos, y no se a t r e v í a n a besarse. 255 MIGUEL DE UNAMUNO 1864 JUAN MANSO Cuento de muertos. Y va de cuento. E r a J u a n M a n s o en esta picara t i e r r a un b e n dito de Dios, u n mosquita m u e r t a que en su vida rompió un plato. D e niño, cuando j u g a b a n al b u r r o sus compañeros, de b u r r o hacía é l ; m á s t a r d e fué el confidente de los amoríos de sus c a m a r a d a s , y cuando llegó a h o m b r e hecho y derecho le s a ludaban sus conocidos con u n c a r i ñ o s o : ¡Adiós,. Juanito! Su m á x i m a s u p r e m a fué siempre la del c h i n o : n o c o m p r o m e t e r s e y a r r i m a r s e al sol que m á s c a lienta. A b o r r e c í a la política, odiaba los negocios, r e p u g n a b a todo lo que pudiera t u r b a r la calma chic h a de su espíritu. Vivía de u n a s rentillas, consumiéndolas í n t e g r a s 256 JUAN MANSO y conservando e n t e r o el capital. E r a b a s t a n t e devoto, no llevaba la c o n t r a r í a a nadie y como p e n saba mal de t o d o el mundo, de todos hablaba bien. Si le hablabas de política, d e c í a : — Y o no soy n a d a ; ni fu ni f a ; lo mismo m e d a R e y que R o q u e : soy u n pobre pecador que quiere vivir en paz con todo el m u n d o . N o le valió, sin e m b a r g o , su m a n s e d u m b r e y al cabo se murió, que fué el único a c t o c o m p r o m e t e d o r que efectuó en su vida. * * * U n ángel a r m a d o de flamígero espadón hacía el a p a r t a d o de las almas, fijándose en el señuelo con que las m a r c a b a n en un r e g i s t r o o a d u a n a por d o n de t e n í a n que p a s a r al salir del m u n d o y donde, a modo de m e s a electoral, ángeles y demonios, en a m o r y compaña, escudriñaban los papeles por sí venían en regla. L a e n t r a d a al r e g i s t r o parecía taquilla de e x pendeduría en día de corrido m a y o r . E r a tal el r e molino de g e n t e , t a n t o s los empellones, t a n t a la: prisa que t e n í a n todos p o r conocer su destino e t e r no y tal el barullo que imprecaciones, r u e g o s , d e nuestos y disculpas en las mil y una lenguas, dialectos y j e r g a s del m u n d o a r m a b a n , que J u a n M a n so se d i j o : — ¿ Q u i é n me m a n d a m e t e r m e en líos? Aquí d e be de h a b e r h o m b r e s m u y b r u t o s . 257 iv.—17 MIGUEL DE UNAMUNO E s t o lo dijo p a r a el cuello de su camisa, no fuera que se lo oyesen. E l caso e s que el á n g e l del flamígero e s p a d ó n maldito el caso que hizo de él, y así pudo colarse camino de la Gloria. Iba solo y pian pianito. De vez en vez p a s a b a n alegres g r u p o s , c a n t a n d o letanías y bailando a m á s y mejor algunos, cosa que le pareció poco decente en futuros bienaventurados. Cuando llegó al a l t o se e n c o n t r ó con u n a l a r g a cola de g e n t e a lo l a r g o d e las tapias del P a r a í s o , y unos cuantos ángeles que, cual guindillas en la t i e r r a , velaban p o r el orden. Colócase J u a n M a n s o a la cola de la cola. A poco llegó u n humilde franciscano, y t a l m a ñ a se d i o , t a n conmovedoras razones adujo sobre la prisa q u e le corría por e n t r a r c u a n t o a n t e s , que n u e s t r o J u a n M a n s o le cedió su puesto, diciéndose: — B u e n o es h a c e r s e a m i g o s h a s t a e n la Gloria eterna. E l que vino después, q u e y a n o e r a franciscano, n o quiso ser menos, y sucedió lo mismo. E n resolución, n o h u b o a l m a piadosa q u e n o b i r lara el p u e s t o a J u a n M a n s o , la fama de c u y a m a n s e d u m b r e corrió por toda la cola y se t r a n s m i t i ó como tradición flotante sobre el continuo fluir de g e n t e p o r ella. Y J u a n M a n s o , esclavo de su b u e n a fama. Así p a s a r o n siglos al p a r e c e r dé J u a n M a n s o , 258 JUAN MANSO q u e n o menos tiempo e r a preciso p a r a que el cord e r i t o e m p e z a r a a p e r d e r la paciencia. T o p ó p o r fin cierto día con u n s a n t o y sabio obispo, que r e s u l t ó ser t a t a r a n i e t o de u n h e r m a n o de M a n s o . E x p u s o éste sus quejas a su t a t a r a s o b r i n o y el sant o y sabio obispo le ofreció interceder por él j u n t o al E t e r n o P a d r e , p r o m e s a en cuyo cambio cedió J u a n su p u e s t o al obispo s a n t o y sabio. E n t r ó éste en la Gloria y, como e r a de rigor, fué d e r e c h i t o a ofrecer sus respetos al P a d r e E t e r n o . C u a n d o h u b o r e m a t a d o el discursillo, que oyó el O m n i p o t e n t e distraído, díjole é s t e : — ¿ N o t r a e s p o s t d a t a ? — m i e n t r a s le sondeaba el corazón con su mirada. — S e ñ o r , permitidme que interceda por u n o de sus siervos que allá, a la cola de la cola... — B a s t a de r e t ó r i c a s —dijo el Señor con voz de trueno—. ¿Juan Manso? — E l mismo, S e ñ o r ; J u a n M a n s o q u e . . . —¡ Bueno, b u e n o ! Con su pan se lo coma, y t ú n o vuelvas a m e t e r t e en camisa de once v a r a s . Y volviéndose al ángel i n t r o d u c t o r de añadió: almas, —¡Que pase o t r o l Si hubiera algo capaz de t u r b a r la alegría inseparable de u n b i e n a v e n t u r a d o , diríamos q u e se t u r bó la del s a n t o y sabio obispo. P e r o , por lo m e n o s , movido de piedad, acercóse a las tapias de la G l o 2 » MIGUEL DE UNAMUNO ría, j u n t o a las cuales se extendía la cola, t r e p ó a aquéllas, y llamando a J u a n M a n s o , le dijo: —¡ T a t a r a t í o , cómo lo s i e n t o ! ¡ Cómo lo siento, hijito m í o ! E l Señor m e h a dicho que t e lo c o m a s con t u pan y que n o vuelva a m e t e r m e en camisa de once v a r a s . P e r o . . . ¿sigues todavía en la cola de la cola? Ea, ¡hijito m í o ! , á r m a t e de valor y n o vuelvas a ceder t u p u e s t o . —¡ A buena hora, m a n g a s v e r d e s ! —exclamó J u a n M a n s o , d e r r a m a n d o lagrimones como g a r b a n z o s . E r a tarde, porque pesaba sobre él la tradición fatal y ni le pedían y a el puesto, sino que se lo tomaban. Con las orejas g a c h a s abandonó la cola y e m pezó a r e c o r r e r las soledades y baldíos de u l t r a tumba, h a s t a que topó con un camino donde iba mucha g e n t e , cabizbajos todos. Siguió sus pasos y se halló a las p u e r t a s del P u r g a t o r i o . —Aquí será m á s fácil e n t r a r —se dijo—, y u n a vez d e n t r o y purificado me expedirán d i r e c t a m e n te al cielo. — E h , amigo, ¿adonde v a ? Volvióse J u a n M a n s o y hallóse cara a cara con un ángel, cubierto con u n a g o r r i t a de borla, con una pluma de escribir en la oreja, y que le m i r a ba p o r encima de las gafas. Después que le h u b o examinado de alto a bajo, le hizo d a r vuelta, f r u n ció e l entrecejo y le d i j o : — j H u m , malorum causa! E r e s g r i s h a s t a los t u e rto JUAN MANSO t a ñ o s . . . T e m o m e t e r t e en n u e s t r a lejía, no sea que t e derritas. Mejor h a r á s ir al Limbo. —¡Al Limbo! P o r primera~*vez se indignó J u a n M a n s o al oír e s t o , pues no h a y v a r ó n t a n paciente y sufrido que a g u a n t e el que un á n g e l le t r a t e de t o n t o de capirote. Desesperado t o m ó camino del Infierno. N o había e n éste cola ni cosa que lo valga. E r a u n a n c h o p o r t a l ó n de donde salían bocanadas de h u m o e s peso y n e g r o y u n estrépito infernal. E n la p u e r t a u n pobre diablo tocaba u n organillo y se d e s g a ñ i taba gritando: — P a s e n ustedes, señores, p a s e n . . . Aquí v e r á n u s t e d e s la comedia h u m a n a . . . Aquí e n t r a el que quiere... J u a n M a n s o cerró los ojos. —¡ E h , mocito, a l t o ! —le g r i t ó el pobre diablo. — ¿ N o dices que e n t r a el que q u i e r e ? —Sí, p e r o y a ves —dijo el pobre diablo poniéndose serio y acariciándose el rabo—, a ú n nos q u e d a u n a chispita de conciencia... y la verdad... t ú . . . — ¡ B u e n o ! ¡ B u e n o ! —dijo J u a n M a n i ó volvién- dose p o r q u e n o podía a g u a n t a r el h u m o . Y oyó que el diablo decía p a r a su c a p o t e : —¡ Pobrecillo! —¡ Pobrecillo! H a s t a el diablo m e compadece. Desesperado, loco, empezó a recorrer, como t a p ó n de corcho en medio del Océano, los inmensos 1 361- MIGUEL DE UNA MUÑO baldíos de ultratumba, cruzándose de cuando e n cuando con el alma de Garibay. U n día que atraído por el apetitoso olorcillo que salía de la Gloria se acercó a las tapias de ésta a oler lo que guisaban dentro, vio que el Señor, a eso de la caída de la tarde, salía a tomar el fresco por los jardines del Paraíso. Le esperó junto a latapia, y cuando vio su augusta cabeza, abrió sus brazos en ademán suplicante y con tono un t a n t o despechado le dijo: —jSeñor, Señor! ¿ N o prometiste a los mansos vuestro reino? — S í ; pero a los que embisten, no a los e m b o lados. Y le volvió la espalda. * U n a antiquísima tradición cuenta que el Señor, compadecido de Juan Manso, le permitió volver a este picaro mundo; que de nuevo en él, empezó a embestir a diestro y siniestro con toda la intención de un pobrecito infeliz; que muerto de segunda vez atropello la famosa cola y se coló de rondón en el Paraíso. Y que en él no cesa de repetir: —¡ Milicia es la vida del hombre sobre la tierra! (El Espejo de la Muerte, 96a Madrid, 1913.) VICENTE BLASCO IBAÑEZ 1867 LOBOS DE MAR Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda clase de riesgos y aventuras, el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardient e s de sol, semejante a una pequeña ciudad americana. La gente de Valencia que veraneaba allí, miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados a la intemperie, en la cubierta de su buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y esclavo del reuma, permanecía los más de los días inmóvil en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada v e z que se ponía eri pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y 263 a» *»*E9"' VICENTE BLASCO Mc> IBAÑEZ caído sobre las piernas, la c a r a bronceada p o r el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía u n cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la p u e r t a de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre habituado al mando, e r a n lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en t o r n o de su n o m b r e . H a b í a pasado su vida en continua lucha con la M a r i n a Real Inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso b e r g a n t í n repleto de carne n e g r a , que t r a n s p o r t a b a desde la costa de Guinea a las Antillas. A u d a z y de u n a frialdad inalterable, j a m á s le vieron oscilar sus m a r i n e r o s . C o n t á b a n s e de él cosas horripilantes. C a r g a m e n t o s e n t e r o s de n e g r o s arrojados al a g u a p a r a lib r a r s e del crucero que le daba c a z a ; los t i b u r o nes del Atlántico acudiendo a bandadas, haciendo hervir las olas con su fúnebre coleteo, cubriendo el m a r de m a n c h a s de s a n g r e , repartiéndose a dentelladas los esclavos, q u e a g i t a b a n con desesperación sus b r a z o s fuera del a g u a ; sublevaciones de tripulación contenidas p o r él solo a tiros y h a c h a z o s ; r a p t o s de ciega cólera, en los que corría p o r cubierta como u n a fiera; h a s t a se hablaba de ciert a mujer que le a c o m p a ñ a b a en sus viajes, la cual desde el p u e n t e fué a r r o j a d a al m a r por el i r a cundo capitán, después de u n a disputa por celos, Y j u n t o con e s t o inesperados a r r a n q u e s de g e n e 264 LOBOS DE MAR r o s i d a d : socorros a m a n o s llenas a las familias de s u s m a r i n e r o s . E n u n a r r e b a t o de cólera e r a capaz d e m a t a r a u n o de los s u y o s ; p e r o si alguien caía al a g u a se arrojaba p a r a salvarle, sin miedo al m a r ni a sus voraces bestias. Enloquecía de furor si los compradores de n e g r o s le e n g a ñ a b a n en u n a s c u a n t a s pesetas, y en la misma noche g a s t a b a t r e s o c u a t r o mil duros celebrando una de aquellas o r g í a s que le habían hecho famoso en la H a b a n a . " P e g a a n t e s que habla —decían de él los m a r i n e r o s — . Y recordaban que en alta mar, sospechando q u e su segundo conspiraba c o n t r a él, le había d e s h e c h o el cráneo de u n pistoletazo. A p a r t e de e s t o , u n h o m b r e divertidísimo, a pesar de su cara fosca y su mirada dura. E n la playa del Cabañal la g e n te, reunida a la sombra de las barcas, reía recordando sus b r o m a s . U n a vez dio un convite a bordo al reyezuelo africano que le vendía los esclavos, y viendo borrachos a la n e g r a majestad y sus cort e s a n o s , hizo como el n e g r e r o de M é r i m é e : d e s plegó velas y los vendió como esclavos. O t r a vez, tésanos, hizo como ell negrero de M é r i m é e : desfiguró su buque en u n a sola noche, pintándolo de o t r o color y cambiando la arboladura. L o s capit a n e s ingleses tenían d a t o s en abundancia p a r a c o n o c e r el buque del audaz n e g r e r o ; p e r o como si n o t u v i e r a n nada. E l capitán Llovet, como decían e n la playa, e r a u n g i t a n o de m a r y t r a t a b a su b a r 265 VICENTE BLASCO 1BAÑEZ co como a un b u r r o de feria, haciéndole sufrir t r a n s formaciones maravillosas. Cruel y generoso, pródigo de su s a n g r e y de la ajena, d u r o p a r a el negocio y m a n i r r o t o p a r a el placer, los negociantes de Cuba le habían apodado el Capitán Magnífico, y así seguían llamándole los pocos m a r i n e r o s de su a n t i g u a tripulación que a ú n a r r a s t r a b a n p o r la playa las piernas r e u m á t i c a s , t o siendo y encorvando el pecho. Casi a r r u i n a d o por e m p r e s a s comerciales, al r e t i r a r s e de la trata se había metido en su casa del Cabañal, viendo p a s a r la vida a n t e su p u e r t a , sin o t r a distracción que j u r a r como u n condenado c u a n do el r e u m a le hacía p e r m a n e c e r inmóvil en su asiento. P o r u n a r e s p e t u o s a admiración venían a sentarse en la acera algunos de aquellos vejestorios que habían recibido de él en o t r o tiempo ó r denes y palos, y j u n t o s hablaban con cierta melancolía de la gran calle, como el capitán llamaba al A t l á n t i c o , contando las veces que habían p a s a d o de u n a acera a otra, de África a América, c o r r i e n d o temporales y chasqueando a los polizontes del m a r . E n verano, los días que n o a p r e t a b a el dolor y las piernas e s t a b a n fuertes, bajaban a la playa, y el capitán, enardecido a la vista del m a r , d e s a h o g a b a sus dos odios. Odiaba a I n g l a t e r r a p o r h a b e r oído silbar m á s de u n a vez las balas de s u s c a ñ o n e s . Odiaba la navegación a v a p o r como u n sacrilegio m a r í t i m o . Aquellos penachos de h u m o 366 LOBOS DE MAR que p a s a b a n por el horizonte e r a n los funerales dela marina. Y a no quedaban sobre el a g u a hombresde oficio: a h o r a el m a r e r a de los fogoneros. E n los días t e m p e s t u o s o s del invierno, siemprele veían en la playa con la nariz palpitante o l f a t e a n d o la t o r m e n t a como si aún estuviera s o b r e cubierta p r e p a r á n d o s e a resistir el tiempo. U n a m a ñ a n a lluviosa vio c o r r e r la g e n t e hacia e t mar, y allá fué él, c o n t e s t a n d o con g r u ñ i d o s a la familia, que le hablaba de su r e u m a . E n t r e lasn e g r a s b a r c a s encalladas e n la orilla d e s t a c á b a n se sobre el mar, lívido y cubierto de espumarajos* los g r u p o s de blusas azules, las faldas o n d e a n t e » p o r el vendaval, con las q u e se r e s g u a r d a b a n dela lluvia las mujeres. Lejos, e n la b r u m a que c e r r a b a el h o r i z o n t e , c o r r í a n como ovejas asustadaslas b a r c a s pescadoras, con la vela casi recogida y n e g r u z c a por el a g u a , sosteniendo u n a lucha deterribles saltos, e n s e ñ a n d o la quilla en cada c a b r i o la, a n t e s de doblar la p u n t a del p u e r t o , a m o n t o n a m i e n t o de peñascos rojos barnizados por las olas,, e n t r e los cuales hervía u n a e s p u m a a m a r i l l e n t a * bilis del i r r i t a d o m a r . U n a b a r c a desarbolada iba como pelota de o l a en ola hacia la siniestra p u n t a . L a g e n t e g r i t a b a en la playa viendo a los t r i p u l a n t e s tendidos en la cubierta, a n o n a d a d o s p o r la proximidad de la muert e . Se hablaba de ir h a s t a la barca, de e c h a r l a un cabo, de a t r a e r l a a la p l a y a ; p e r o los más a u d a c e s , *7 VICBNTB BLASCO IBAÑEZ m i r a n d o las olas que se desplomaban llenando el •espacio de polvo de agua, callábanse atemorizados. L a barca que saliera daría la v o l t e r e t a a n t e s de <anover un remo. — A v e r : ¡ g e n t e que me s i g a ! H a y q u e salvar A esos pobres. E r a la voz ruda e imperiosa del capitán Llovet. :Se e r g u í a sobre sus t o r p e s piernas, la m i r a d a b r i l l a n t e y fiera, las m a n o s temblorosas por la coleara que le infundía el peligro. L a s mujeres le mir a b a n a s o m b r a d a s ; los h o m b r e s retrocedían, form a n d o ancho corro en t o r n o de él, que p r o r r u m p i ó en j u r a m e n t o s , a g i t a n d o sus m a n o s como si fuera a c e r r a r a golpes con t o d a la chusma. Le enfurec í a el silencio de aquella g e n t e como si estuviera a n t e u n a tripulación insubordinada. — ¿ D e s d e cuándo el capitán Llovet no e n c u e n t r a •en su pueblo h o m b r e s que le sigan al m a r ? L o dijo rugiendo como u n t i r a n o que se ve d e s obedecido: como un dios que contempla kt huida d e sus fieles. H a b l a b a en castellano, lo que e r a e n •él señal de ciega cólera. —Presente, Capitá — g r i t a r o n a u n t i e m p o u n a s c u a n t a s voces temblonas. Y abriéndose paso, aparecieron en el c e n t r o del c o r r o cinco viejos, cinco esqueletos roídos p o r el t n a r y las t e m p e s t a d e s , a n t i g u o s m a r i n e r o s del c a p i t á n Llovet, a r r a s t r a d o s p o r la subordinación y el a f e c t o que crea el peligro afrontado en c o m ú n . 268 LOBOS DE MAR A v a n z a r o n unos a r r a s t r a n d o los pies, o t r o s con s a l titos de pájaro, alguno con los ojos m u y abiertos* mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguer a senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpaforrado de b a y e t a amarilla y la g o r r a calada s o b r e dobles pañuelos arrollados a las sienes. E r a la v i e ja g u a r d i a corriendo a m o r i r j u n t o a su ídolo. Délos g r u p o s salían mujeres y niños, que se a r r o j a ban sobre ellos queriendo detenerles. —¡Agüelo! — g r i t a b a n los nietos. —¡Padre! — g e m í a n las m o c e t o n a s . Y los animosos vejetes, irguiéndose como los r o cines moribundos al oír el clarín de las batallas, r e pelían los b r a z o s que se anudaban a sus cuellos y piernas, y g r i t a b a n , c o n t e s t a n d o a la voz de su jefe i —Presente, Capitá. L o s lobos de mar, con su ídolo al frente, a b r i é ronse paso p a r a e c h a r al m a r u n a de las barcas». Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado p o r la rabia, sólo consiguieron m o v e r la b a r c a y que se deslizara algunos pasos. I r r i t a dos c o n t r a su vejez, i n t e n t a r o n u n nuevo esfuerz o ; p e r o la m u c h e d u m b r e p r o t e s t a b a c o n t r a su l o cura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los v i e jos a r r e b a t a d o s p o r sus familias. —¡ Dejadme, c o b a r d e s ! ¡ Al que m e toque lo m a to ! — r u g í a el capitán Llovet. P e r o p o r p r i m e r a vez aquel pueblo, que le a d o raba, puso la m a n o en él. L e sujetaron como a un> 269 VICENTE loco, sordos BLASCO IBAÑEZ a sus súplicas, indiferentes a sus mal-, -«liciones. L a barca, abandonada de todo auxilio, corría a la m u e r t e dando t u m b o s sobre las olas. Y a e s t a tfoa p r ó x i m a a los peñascos, y a iba a estrellarse ent r e torbellinos de e s p u m a ; y aquel h o m b r e que t a n to había despreciado la vida del semejante, q u e hab í a nutrido a los tiburones con tribus e n t e r a s y -que llevaba un n o m b r e a t e r r a d o r como u n a leyend a lúgubre, revolvíase furioso, sujeto por cien m a n o s , blasfemando porque no le dejaban a r r i e s g a r la existencia socorriendo a unos desconocidos, h a s ta que, a g o t a d a s sus fuerzas, acabó llorando c o <no u n niño. 270 RAMON D E L VALLE INCLAN 1870 ¡MALPOCADO ! L a vieja m á s vieja de la aldea camina con su nieto de la m a n o p o r u n sendero de verdes orillas, t r i s t e y desierto, que parece aterido bajo la luz del alba. C a m i n a encorvada y suspirante, dando consejos al niño, que llora en silencio. — A h o r a que comienzas a g a n a r l o , has de s e r humildoso, que es ley de Dios. — S í , s e ñ o r a , sí... — H a s de r e z a r p o r quien te hiciere bien y p o r el alma de sus difuntos. — S í , señora, s í . . . — E n la feria de San Gundián, si logras reunir p a r a ello, h a s de c o m p r a r t e u n a capa de juncos, q u e las lluvias son muchas. —Sí, señora, s í . . . — P a r a c a m i n a r p o r las v e r e d a s h a s de descalz a r t e los zuecos. — S í , señora, s í . . . 271 RAMON DEL VALLE INCLAN Y la abuela y el nieto v a n anda, anda, a n d a . . . L a soledad del camino h a c e m á s t r i s t e aquella salmodia infantil, que parece un voto de humildad, de resignación y de pobreza hecho al c o m e n z a r la vida. L a vieja a r r a s t r a p e n o s a m e n t e las m a d r e ñ a s que choclean en las piedras del camino, y s u s pira bajo el m a n t e o que lleva echado por la c a b e za. El nieto llora y tiembla de f r í o : v a vestido de h a r a p o s ; es un zagal albino, con las mejillas a s o leadas y p e c o s a s ; lleva trasquilada sobre la frente, como u n siervo de o t r a edad, la guedeja lacia y pálida, que recuerda las b a r b a s del maíz. E n el cielo lívido del a m a n e c e r a ú n brillan a l g u n a s estrellas m o r t e c i n a s . U n raposo que viene h u i d o de la aldea, a t r a v i e s a corriendo el s e n d e r o . Oyese lejano el ladrido de los p e r r o s y el c a n t o de los g a l l o s . . . L e n t a m e n t e el sol comienza a d o r a r la cumbre de los m o n t e s , brilla el rocío sobre l a h i e r b a ; revolotean en t o r n o de los árboles, con t í mido aleteo, los pájaros nuevos que a b a n d o n a n el nido por vez p r i m e r a ; ríen los a r r o y o s , m u r m u r a n las arboledas, y aquel camino de verdes orillas, t r i s te y desierto, despiértase como viejo camino de g e ó r g i c a s . R e b a ñ o s de ovejas suben p o r la falda del m o n t e ; mujeres c a n t a n d o vuelven de la f u e n t e ; u n aldeano de blancas guedejas pica la y u n t a de sus bueyes, que se detienen mordisqueando en los vallad o s : es u n viejo p a t r i a r c a l ; desde l a r g a distancia deja oír su v o z : 272 ir' JI O "Ti . , "p ¡MALPOCADO1 — ¿ V a i s p a r a la feria de B a r b a n z ó n ? — V a m o s p a r a S a n Amedio buscando a m o p a r a el rapaz. —¿Qué tiempo tiene? — E l tiempo de g a n a r l o . N u e v e a ñ o s hizo p o r el mes de S a n t i a g o . Y la abuela y el nieto van anda, anda, a n d a . . . Bajo aquel sol amable que luce sobre los m o n t e s cruza por los caminos la g e n t e de las aldeas. U n chalán asoleado y brioso t r o t a con a l e g r e fanfarria de espuelas y de h e r r a d u r a s ; viejas l a b r a d o r a s de Cela y de L e s t r o v e van p a r a la feria con gallinas, con lino, con centeno. Allá, en la h o n d o nada, u n zagal alza los b r a z o s y vocea p a r a a s u s t a r a las cabras, que se g a l l a r d e a n e n c a r a m a d a s en los peñascales. L a abuela y el nieto se a p a r t a n p a r a dejar p a s o al señor arcipreste de L e s t r o v e , que se dirige a predicar en u n a fiesta de a l d e a : —¡ S a n t o s y b u e n o s días nos dé Dios 1 E l señor arcipreste refrena su y e g u a , de a n d a d u r a m a n s a y doctoral. — ¿ V a i s de feria? — ¡ L o s p o b r e s n o t e n e m o s q u é h a c e r e n la fer i a ! V a m o s a S a n Amedio buscando a m o p a r a el rapaz. — ¿ Y a sabe la d o c t r i n a ? — S a b e , sí, señor. L a p o b r e z a n o quita el s e r cristiano. Y la abuela y el nieto v a n anda, anda, a n d a . . . 273 iv.—18 RAMÓN DEL VALLE INCLAN E n u n a lejanía de niebla azul divisan los cipreses de San Amedio, que se alzan en t o r n o del s a n tuario, obscuros y pensativos, con las cimas m u s tias, ungidas p o r u n reflejo dorado y matinal. E n la aldea y a e s t á n abiertas t o d a s las p u e r t a s , y el h u m o indeciso y blanco que sube de los h o g a r e s se disipa en la luz como salutación de paz. L a a b u e la y el nieto llegan al atrio. Sentado en la p u e r t a , u n ciego pide limosna y levanta al cielo los ojos, que parecen dos á g a t a s b l a n q u e c i n a s : —¡ S a n t a L u c í a bendita vos conserve la amable vista y salud en el m u n d o p a r a g a n a r l o ! . . . ¡ D i o s vos o t o r g u e que d a r y que t e n e r ! . . . ¡ Salud y s u e r te en el m u n d o p a r a g a n a r l o ! . . . T a n t a s buenas alm a s del S e ñ o r como pasan, ¿ n o d e j a r á n al p o b r e u n bien de c a r i d a d ? . . . Y el ciego tiende hacia el camino la palma seca y amarillenta. L a vieja se acerca con s u n i e t o d e la mano, y m u r m u r a t r i s t e m e n t e : — ¡ S o m o s o t r o s pobres, h e r m a n o ! . . . Dijéronme que buscabas un criado... —Dijéronte verdad. Al que t e n í a e n a n t e s a b r i é ronle la cabeza en la r o m e r í a de S a n t a B a y a de Cela. E s t á q u e loquea... — Y o v e n g o con mi nieto. —Vienes bien. E l ciego extiende los brazos palpando en el a i r e : —Llégate, rapaz. L a abuela empuja al niño, que tiembla como u n a 274 •1" '"flD' f l *fQ /MALPOCADO! oveja acobardada y m a n s a , a n t e aquel viejo hosco, envuelto en u n r o t o capote de soldado. L a m a n o amarillenta y pedigüeña del ciego se posa sobre los h o m b r o s del niño, a n d a a t i e n t a s por la espalda, c o r r e a lo l a r g o de las piernas. —¿ T e c a n s a r á s de a n d a r con las alforjas a cuestas? — N o , s e ñ o r ; e s t o y hecho a eso. — P a r a llenarlas h a y que c o r r e r muchas p u e r t a s . ¿ T ú conoces bien los caminos de las aldeas? — D o n d e no conozca, p r e g u n t o . — E n las romerías, cuando y o eche u n a copla, t ú tienes de r e s p o n d e r m e con o t r a . ¿ S a b r á s ? — E n aprendiendo, sí, señor. — S e r criado de ciego es acomodo que m u c h o s quisieran. —Sí, señor, sí. — P u e s t o que h a s venido v a m o s h a s t a el P a z o de Cela. Allí h a y caridad. E n e s t e paraje n o se r e coge u n a t r i s t e limosna. E l ciego se incorpora entumecido, y a p o y a la m a n o en el h o m b r e del niño, que contempla t r i s t e m e n t e el l a r g o camino y la campiña verde y h ú meda, que sonríe en la paz de la m a ñ a n a , con el c a serío de las aldeas disperso y los molinos lejanos, desapareciendo bajo el e m p a r r a d o de las p u e r t a s , y las m o n t a ñ a s azules, y la nieve en las c u m b r e s . A lo l a r g o del camino, u n zagal anda encorvado s e g a n d o hierba, y la vaca de t r é m u l a s y r o s a d a s 275 .il" í'n> '"TES!"' RAMON DEL VALLE INCLAN u b r e s pace m a n s a m e n t e a r r a s t r a n d o el ronzal. E l ciego y el niño se alejan l e n t a m e n t e , y la a b u e l a m u r m u r a enjugándose los o j o s : —'¡ M a l p o c a d o ; nueve años y g a n a el p a n q u e c o m e ! . . . ¡Alabado sea D i o s ! . . . EL MIEDO E s e l a r g o y a n g u s t i o s o escalofrío que p a r e c e mensajero de la m u e r t e , el v e r d a d e r o escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. F u é hace muchos años, en aquel h e r m o s o tiempo de los m a y o r a z g o s , cuando se hacía información de n o b l e za p a r a ser militar. Y o acababa de o b t e n e r los cordones de Caballero C a d e t e . H u b i e r a preferido e n t r a r en la Guardia de la Real P e r s o n a ; pero mi m a d r e se oponía, y siguiendo la tradición familiar fui g r a n a d e r o en el R e g i m i e n t o del Rey. N o r e c u e r do con certeza los a ñ o s que hace, p e r o e n t o n c e s apenas me a p u n t a b a el bozo, y h o y ando cerca d e ser u n viejo caduco. A n t e s de e n t r a r en el R e g i m i e n t o , mi m a d r e q u i so e c h a r m e su bendición. L a pobre s e ñ o r a vivía r e tirada en el fondo de u n a aldea, donde e s t a b a n u e s t r o P a z o solariego, y allá fui sumiso y obediente. L a misma t a r d e que llegué m a n d ó en busca del P r i o r de B r a n d e s o p a r a que viniese a c o n f e s a r m e en la capilla del P a z o . Mis h e r m a n a s M a r í a Isabel y M a r í a F e r n a n d a , que e r a n u n a s niñas, b a j a r o n 276 /M ALPOCADO1 a coger rosas al jardín, y mi m a d r e llenó con ellas los floreros del altar. Después m e llamó en voz b a j a p a r a d a r m e su devocionario y decirme que hiciese e x a m e n de conciencia. — V e t e a la tribuna, hijo m í o . . . Allí e s t a r á s m e jor... L a t r i b u n a señorial e s t a b a al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. L a capilla e r a h ú meda, tenebrosa, r e s o n a n t e . Sobre el retablo c a m p e a b a el escudo concedido por ejecutorias de los R e y e s Católicos al señor de Bradamín, P e d r o A g u i a r de T o r , llamado el Chiva y también 'el ViejoAquel caballero e s t a b a e n t e r r a d o a la derecha del a l t a r ; el sepulcro tenía la e s t a t u a o r a n t e de un guerrero. L a l á m p a r a del presbiterio alumbraba día y n o che a n t e el retablo, labrado como joyel de r e y e s ; los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse c a r g a d o s de fruto. E l s a n t o t u t e l a r e r a aquel piadoso R e y M a g o qué ofreció m i r r a al Niño D i o s : su túnica de seda b o r d a d a de o r o brillaba c o n el resplandor devoto d e u n milagro oriental. L a luz de la lámpara, e n t r e las c a d e n a s de plata, t e n í a tímido aleteó de pájaro prisionero, como si s e afanase p o r volar hacia el S a n t o . Mi m a d r e quiso que -fuesen sus m a n o s las q u e dejasen aquella t a r d e a los pies del R e y M a g o los floreros c a r g a d o s ' d e rosas, como ofrenda de s u alma devota. Después, a c o m p a ñ a d a de mis h e r ^ 277 RAMÓN DEL VALLE INCLAN m a n a s , se arrodilló a n t e el altar. Y o , desde la t r i buna, solamente oía el m u r m u l l o de su voz, q u e guiaba moribunda las A v e m a r i a s ; p e r o cuando a las niñas les t o c a b a responder, oía t o d a s las p a labras rituales de la oración. L a t a r d e agonizaba y los rezos r e s o n a b a n en la silenciosa obscuridad de la capilla, hondos, t r i s t e s y a u g u s t o s , como u n eco de la P a s i ó n . Y o m e a d o r mecía en la tribuna. L a s n i ñ a s fueron a s e n t a r s e en las g r a d a s del a l t a r ; sus vestidos e r a n albos como el lino de los p a ñ o s litúrgicos. Y a sólo dist i n g u í a u n a s o m b r a q u e rezaba bajo la l á m p a r a del p r e s b i t e r i o : e r a mi m a d r e ; sostenía e n t r e sus m a nos u n libro a b i e r t o y leía con la cabeza inclinada. De t a r d e en t a r d e , el viento mecía la c o r t i n a de u n alto v e n t a n a l ; y o entonces veía e n el cielo, y a o b s curo, la faz de la luna, pálida y s o b r e n a t u r a l , c o m o u n a diosa que tiene su a l t a r e n los bosques y en los l a g o s . . . Mi m a d r e c e r r ó el libro d a n d o u n suspiro, y d e n u e v o llamó a las n i ñ a s . Vi p a s a r sus s o m b r a s blancas a t r a v é s del presbiterio y c o l u m b r é que s e arrodillaban a los lados de mi m a d r e . L a luz de la l á m p a r a temblaba con u n débil resplandor sobre las m a n o s , que volvían a s o s t e n e r a b i e r t o el libro. E n el silencio, la voz leía piadosa y lenta. L a s n i ñ a s escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje, y c a y e n d o a los lados del r o s t r o iguales, t r i s t e s y n a z a r e n a s . H a b í a m e 278 IMALPOCADO! adormecido, y de p r o n t o m e sobresaltaron los g r i t o s de mis h e r m a n a s . M i r é y las vi en medio del presbiterio a b r a z a d a s a mi m a d r e . Gritaban despavoridas. Mi m a d r e las asió de la m a n o y h u y e r o n las t r e s . Bajé p r e s u r o s o . I b a a seguirlas, y quedé sobrecogido de t e r r o r . E n el sepulcro del g u e r r e r o se entrechocaban los huesos del e s q u e leto. L o s cabellos se erizaron en mi frente. L a capilla había quedado en el m a y o r silencio, y oíase d i s t i n t a m e n t e el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. T u v e miedo como n o lo he tenido j a m á s , pero no quise que mi m a d r e y mis h e r m a n a s me creyesen cobarde, y p e r m a n e c í inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la p u e r t a e n t r e a b i e r t a . L a luz de la l á m p a r a oscilaba. E n lo alto mecíase la cortina de u n ventanal, y las n u b e s p a s a b a n sobre la luna, y las estrellas se encendían y se a p a g a b a n como n u e s t r a s vidas. De p r o n t o , allá lejos, resonó festivo lad r a r de p e r r o s y música de cascabeles. U n a voz g r a v e y eclesiástica l l a m a b a : — ¡ A q u í , C a r a b e l ! ¡Aquí, C a p i t á n ! . . . E r a el P r i o r de B r a n d e s o que llegaba p a r a confesarme. Después oí la voz de mi m a d r e t r é m u l a y a s u s t a d a , y percibí d i s t i n t a m e n t e la c a r r e r a r e t o z o n a de los p e r r o s . L a voz g r a v e y eclesiástica se elevaba l e n t a m e n t e , como u n c a n t o g r e goriano : — A h o r a v e r e m o s qué h a sido ello... Cosa del 279 •a" "B- »"£3*" RAMÓN DEL VALLE INCLAN o t r o mundo no lo es, s e g u r a m e n t e . . . ¡Aquí, C a r a b e l ! . . . ¡Aquí, C a p i t á n ! . . . Y el P r i o r de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla. — ¿ Q u é sucede, señor G r a n a d e r o del R e y ? Y o repuse con la voz a h o g a d a : —¡ S e ñ o r Prior, he oído temblar el esqueleto d e n t r o del sepulcro!... E l P r i o r a t r a v e s ó l e n t a m e n t e la capilla. E r a u n h o m b r e a r r o g a n t e y erguido. E n sus a ñ o s juveniles también había sido G r a n a d e r o del Rey. L l e g ó h a s t a mí, sin r e c o g e r el vuelo de sus h á b i t o s blancos, y afirmándome u n a m a n o en el h o m b r o y mir á n d o m e la faz descolorida, pronunció g r a v e m e n t e : — j Que n u n c a pueda decir el P r i o r de B r a n d e s o q u e h a visto t e m b l a r a u n G r a n a d e r o del R e y ! . . . N o levantó la m a n o de mi h o m b r o y p e r m a n e c i m o s inmóviles, contemplándonos sin hablar. E n aquel silencio oímos rodar la calavera del g u e r r e r o . L a m a n o del P r i o r n o tembló. A n u e s t r o lado los p e r r o s enderezaban las orejas con el cuello e s peluznado. D e nuevo oímos r o d a r la calavera s o b r e su almohada de piedra. E l P r i o r m e s a c u d i ó : — ¡ S e ñ o r G r a n a d e r o del Rey, h a y q u e saber si son t r a s g o s o b r u j a s ! . . . Y se acercó al sepulcro, y asió las dos anillas de bronce e m p o t r a d a s en u n a de las losas, aquella q u e t e n í a el epitafio. M e a c e r q u é temblando. E l P r i o r me miró sin desplegar los labios. Y o puse mi m a n o 280 *** ¡ MALPOCADO ! s o b r e la suya en u n a anilla y tiré. L e n t a m e n t e alzam o s la piedra. El hueco n e g r o y frío quedó a n t e n o s o t r o s . Y o vi que la árida y amarillenta calavera a ú n s e movía. E l P r i o r a l a r g ó un brazo d e n t r o del sepulcro p a r a cogerla. Después, sin u n a palabra y sin un g e s t o , me la e n t r e g ó . L a recibí temblando. Y o e s t a b a en medio del presbiterio, y la luz de la l á m p a r a caía sobre mis m a n o s . Al fijar los ojos, la sacudí con h o r r o r . T e n í a e n t r e ellas u n nido de c u l e b r a s que se desanillaron silbando, m i e n t r a s la calavera rodaba con hueco y liviano son, todas las g r a d a s del presbiterio. E l P r i o r m e miró con sus ojos de g u e r r e r o , que fulguraban bajo la capucha c o m o bajo la visera de un casco. — S e ñ o r G r a n a d e r o del R e y , no h a y absolución... j Y o no absuelvo a los c o b a r d e s ! . . . Y salió de la capilla a r r a s t r a n d o sus hábitos t a l a r e s . L a s palabras del P r i o r de B r a n d e s o resonar o n m u c h o tiempo en mis oídos. R e s u e n a n aún. ¡ T a l vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la m u e r t e como a u n a m u j e r ! . . . (Jardín Umbrío.) 281 PIÓ BAROJA 1872 EL TRASGO E l comedor de la v e n t a de A r i s t o n d o , sitio e n donde nos reuníamos después de cenar, t e n í a e n el pueblo los h o n o r e s de casino. E r a u n a h a b i t a ción g r a n d e , m u y l a r g a , s e p a r a d a de la cocina p o r u n tabique, cuya p u e r t a casi n u n c a se cerraba, l o que p e r m i t í a llamar a cada p a s o p a r a pedir café o u n a copa a la simpática Maintoni, la d u e ñ a d e la casa, o a sus hijas, dos m u c h a c h a s a cual m á s b o n i t a s ; u n a de ellas, seria, abstraída, con esa m i r a d a dulce que da la contemplación del c a m p o ; la o t r a , vivaracha y de mal genio. L a s paredes del c u a r t o , blanqueadas con cal, t e n í a n p o r todo a d o r n o varios n ú m e r o s de La Lidia, p u e s t o s con m u c h a simetría y sujetos a la p a r e d con tachuelas, que dejaron de ser d o r a d a s p a r a q u e darse negras y mugrientas. L a m a n o del p a t r ó n , J o s é Ona, se veía en a q u e llo ; su carácter, r e c t o y al mismo tiempo b o n a c h ó n 282 EL TRASGO y dulce como su apellido (Ona, en vascuence, s i g n i fica b u e n o ) , se traslucía en el orden, en la simetría,, en la bondad, si se me p e r m i t e la palabra, que h a bían inspirado la o r n a m e n t a c i ó n del c u a r t o . Del t e c h o del comedor, cruzado por l a r g a s vigasn e g r u z c a s , colgaban dos quinqués de petróleo, de esos de cocina, que, aunque daban algo m á s humo» que luz, iluminaban b a s t a n t e bien la mesa del c e n t r o , como si dijéramos, la m e s a redonda, y b a s t a n t e m a l o t r a s mesas pequeñas, diseminadas p o r él cuarto. T o d a s las noches t o m á b a m o s allí c a f é ; a l g u n o * preferían vino, y c h a r l á b a m o s u n r a t o el médico, j o ven ; el m a e s t r o , el empleado de la fundición, P a c h i el c a r t e r o , el cabo de la Guardia civil y algunoso t r o s de m e n o r c a t e g o r í a y r e p r e s e n t a c i ó n socialC o m o p a r r o q u i a n o s y además g e n t e d i s t i n g u i d a , nos s e n t á b a m o s en la m e s a del c e n t r o . Aquella noche e r a víspera de feria y, p o r t a n t o , m a r t e s . S u p o n g o que nadie i g n o r a r á que las feria» en A r r i g o t i a se celebran los p r i m e r o s miércoles d e cada m e s ; p o r q u e , al fin y al cabo, A r r i g o t i a e s u n pueblo i m p o r t a n t e , con sus s e s e n t a y t a n t o s v e c i nos, sin c o n t a r los caseríos inmediatos. Con motive» de la feria había m á s g e n t e que de ordinario en l a venta. E s t a b a n j u g a n d o su p a r t i d a de t u t e el d o c t o r y el m a e s t r o , cuando e n t r ó la p a t r o n a , la obesa y s o n riente M a i n t o n i , y d i j o : 283 PIÓ BAROIA —Oiga su merced, señor médico, ¿cómo siguen las hijas de Aspillaga el h e r r a d o r ? , — ¿ C ó m o han de e s t a r ? M a l — c o n t e s t ó el médico incomodado—, locas de r e m a t e . L a menor, que e s u n a histérica tipo, t u v o anteanoche u n a t a q u e ; la vieron las o t r a s dos h e r m a n a s reír y llorar sin m o tivo, y e m p e z a r o n a h a c e r lo mismo. U n caso de •contagio nervioso. N a d a m á s . — Y oiga su merced, señor médico —siguió di-ciendo la p a t r o n a — : ¿ e s verdad que le h a n llamad o a la curandera de Elisabide ? —Creo que s í ; y esa curandera, que es o t r a loca, les ha dicho que en la casa debe h a b e r un duende, y han sacado en consecuencia que el duende es un .gato n e g r o de la vecindad, que se p r e s e n t a por allí *de vez en cuando. ¡ Sea usted médico con semejant e s imbéciles! — P u e s si estuviera usted en Galicia, vería usted l o que era bueno —saltó diciendo el empleado de l a fundición—. N o s o t r o s t u v i m o s u n a criada e n M o n f o r t e que cuando se le q u e m a b a a l g ú n guiso o echaba mucha sal al puchero decía que había sido o trasgo; y m i e n t r a s mi mujer la r e g a ñ a b a p o r su descuido ella decía que e s t a b a oyendo al t r a s g o que se reía en u n rincón. — P e r o , en fin —dijo el médico—, se conoce q u e los t r a s g o s de allá no son t a n fieros como los de aquí. —¡ O h ! N o lo crea usted. L o s h a y de todas cla284 EL TRASGO s e s ; así, aj menos, nos decía a n o s o t r o s la criadade M o n f o r t e . U n o s son buenos, y llevan a casa e l t r i g o y el maíz que roban en los g r a n e r o s , y cuidan de v u e s t r a s t i e r r a s y h a s t a os cepillan las b o t a s ; o t r o s son perversos y d e s e n t i e r r a n c a d á v e r e s de niños en los c e m e n t e r i o s ; y o t r o s , por último, son unos g u a s o n e s completos y se beben las b o tellas de vino de la despensa o quitan las tajadasdel p u c h e r o y las s u s t i t u y e n con piedras, o se ent r e t i e n e n en dar la g r a n t a b a r r a por las noches^ sin dejarle a u n o dormir, haciéndole cosquillas odándole pellizcos. —¿Y eso es v e r d a d ? — p r e g u n t ó el c a r t e r o c a n didamente. Todos nos echamos a r e í r de la inocente salida del c a r t e r o . — A l g u n o s dicen que sí — c o n t e s t ó el e m p l e a d o de la fundición, siguiendo la broma. — Y se citan personas que han visto los trasgos—añadió uno. —Sí — r e p u s o el médico en tono doctoral—. E n eso sucede como en todo. Se le p r e g u n t a a u n o : " ¿ U s t e d lo vio?", y dicen: " Y o , n o ; p e r o el h i j o de la tía Fulana, que estaba de p a s t o r en tal p a r t e , sí que lo vio." Y resulta que todos a s e g u r a n u n a cosa que nadie h a visto. —Quizá sea eso mucho decir, señor — m u r m u r ó una voz humilde a n u e s t r o lado. Nos volvimos a ver quién hablaba. E r a u n b u h o 285 JKn» •II" PIÓ BAROJA *iero que había llegado por la t a r d e al pueblo, y q u e •estaba comiendo en u n a m e s a próxima a la n u e s t r a . — P u e s qué, ¿ u s t e d h a visto a l g ú n duende de «ésos? —dijo el c a r t e r o con curiosidad. — S í , señor. — Y ¿ c ó m o fué eso? — p r e g u n t ó el empleado, g u i ñ a n d o un ojo con malicia—. C u e n t e usted, h o m b r e , cuente usted, y siéntese aquí si ha concluido -<le comer. Se le convida a café y copa, a cambio de l a historia, por supuesto. Y el empleado volvió a g u i ñ a r el ojo. — P u e s v e r á n ustedes —<iijo el buhonero, s e n t á n d o s e a n u e s t r a mesa—. H a b í a salido p o r la t a r d e •de un pueblo y me había obscurecido en el camino. L a noche e s t a b a fría, tranquila, s e r e n a ; ni u n a r á f a g a de viento movía el aire. E l paraje infundía r e s p e t o ; y o era la p r i m e r a v e z que viajaba p o r esa p a r t e de la m o n t a ñ a de A s t u r i a s , y, la verdad, tenía miedo. E s t a b a m u y cansado de a n d a r con el cuévano en -la e s p a l d a ; p e r o no me a t r e v í a a d e t e n e r m e . M e «daba el corazón que por los sitios que recorría n o -estaba seguro. D e repente, sin saber de dónde ni cómo, veo a «mi lado un p e r r o escuálido, todo de u n mismo color, «obscuro, que se pone a seguirme. —¿ D e dónde podía h a b e r salido aquel animal t a n <eo? —me pregunté. S e g u í adelante, ¡ h a l a ! ¡ h a l a ! , y el p e r r o d e t r á s , 286 EL TRASGO p r i m e r o g r u ñ e n d o y luego aullando, aunque por lo bajo. L a verdad, los aullidos de los p e r r o s n o me g u s t a n . M e iba c a r g a n d o el acompañante, y, p a r a librarme de él, pensé sacudirle u n g a r r o t a z o ; pero c u a n d o me volví con el palo en la m a n o p a r a d á r s e lo, u n a r á f a g a de viento me llenó los ojos de t i e r r a y me cegó por completo. Al mismo tiempo, el p e r r o empezó a reírse d e t r á s d e mí, y desde entonces y a no pude hacer cosa a d e r e c h a s : tropecé, m e caí, rodé p o r u n a cuesta, y el p e r r o ríe que ríe a mi lado. Y o empecé a r e z a r y me encomendé a San R a fael, abogado de toda necesidad, y San Rafael me sacó de aquellos parajes y m e llevó a u n pueblo. Al llegar aquí, el p e r r o y a n o me siguió, y se q u e d ó aullando con furia delante de u n a casa blanca con u n jardín. Recorrí el pueblo, u n pueblo de sier r a , con los tejados m u y bajos y las tejas n e g r u z cas, que n o tenía m á s que u n a calle. T o d a s las cas a s e s t a b a n cerradas. Sólo a u n lado de la calle había u n cobertizo con luz. E r a como u n portalón g r a n d e , con vigas en el techo, con las paredes blanq u e a d a s con cal. E n el interior, u n h o m b r e d e s a r r a pado, con u n a boina, hablaba con u n a mujer vieja, calentándose en u n a h o g u e r a . E n t r é allí, y les conté lo que me había sucedido. — ¿ Y el p e r r o se h a quedado aullando? — p r e g u n t ó con interés el h o m b r e . 287 P/0 BAROJA — S í ; aullando j u n t o a esa casa blanca que h a y a la e n t r a d a de la calle. — E r a o trasgo — m u r m u r ó la vieja—, y h a v e nido a anunciarle la m u e r t e . — ¿ A quién? — p r e g u n t é yo, asustado. —Al amo de esa casa blanca. H a c e una media h o r a que está el médico ahí. P r o n t o volverá. Seguimos hablando, y al poco r a t o vimos venir al médico a caballo, y por delante u n criado con un farol. — ¿ Y el enfermo, señor médico? — p r e g u n t ó la vieja, saliendo al umbral del cobertizo. — H a m u e r t o — c o n t e s t ó u n a voz secamente. —¡ E h ! —dijo la vieja—; era o trasgo. E n t o n c e s cogió un palo y m a r c ó en el suelo, a su alrededor, u n a figura como la de los ochavos m o r u n o s , una estrella de cinco p u n t a s . Su hijo l a imitó, y yo hice lo mismo. — E s p a r a librarse de los t r a s g o s —añadió la vieja. Y, efectivamente, aquella noche no nos m o l e s t a r o n y dormimos p e r f e c t a m e n t e . . . Concluyó el b u h o n e r o de hablar, y nos l e v a n t a m o s todos p a r a ir a casa. LA SIMA E l paraje e r a severo, de a d u s t a severidad. E n el t é r m i n o del horizonte, bajo el cielo inflamado p o r LA SIMA nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, c o m o una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve. El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la sima del alto de las P e drizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja. El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zajonas de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, s o s tenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia. El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín, hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas. El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los mato289 iv.—19 PIÓ B ARO J A rrales de r e t a m a y macizos violetas y m o r a d o s d e los tomillos y de los c a n t u e s o s en flor... E n la hondonada del m o n t e , j u n t o al lecho de u n a t o r r e n t e r a llena de hojas secas, crecían a r b o liüos de follaje verde n e g r u z c o y m a t a s de b r e z o , de carrascas y de roble bajo. C o m e n z a b a a anochecer, corría ligera b r i s a ; el sol iba ocultándose t r a s de las c r e s t a s de la m o n t a ñ a sierpes y d r a g o n e s rojizos n a d a b a n p o r los m a r e s de azul n a c a r a d o del cielo, y al r e t i r a r s e el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los d r a g o n e s se c o n v e r t í a n en inm e n s o s cocodrilos y gigantescos cetáceos. L o s m o n t e s se a r r u g a b a n a n t e la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y a g r a n d a r s e a la luz tibia del crepúsculo. Se oía a lo lejos el ruido d e los cencerros de las vacas, que p a s a b a n p o r la cañada, y el ladrido de los p e r r o s , el ulular del a i r e ; y todos estos r u m o res, unidos a los murmullos indefinibles del c a m p o , r e s o n a b a n en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio. —Volvamos, m u c h a c h o —dijo el p a s t o r — . E l sol s e esconde. E l zagal corrió p r e s u r o s o de u n lado a o t r o , a g i t ó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio g r i t o s y a r r o j ó piedras, h a s t a que fué reuniendo las cabras en u n a rinconada del m o n t e . E l viejo las 290 LA SIMA puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el r e baño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas. — ¿ H a s visto, zagal, si el macho cabrío de la tía Remedios va en el rebaño ? —preguntó el pastor. — L o vide, abuelo —repuso el muchacho. — H a y que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia. — ¿ Y eso por qué vos pasa, abuelo? — ¿ N o sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar? — ¿ Y eso será verdad, abuelo? —Así lo hay dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandadas de culebros. El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivi291 PIÓ BAROJA liábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo. —Abre el zarzo, muchacho —gritó el pastor al zagal. Este retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustóse en esto uno de los animales, y apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente. —IRecontra! E s el chivo de la tía Remedios —dijo el zagal. —Corre, corre tras él, muchacho —gritó el viej o ; y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido. —¡ Anda, Lobo! V e s a buscallo. El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha. —¡ Anda! ¡ Alcánzale! —siguió gritando el pastor—. ¡Anda ahí! El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de g o m a ; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, e iba haciendo cabriolas y dando saltos. El perro iba tras él; ganaba terreno con dificult a d ; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que 292 LA SIMA la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, v i o el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le v i o acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío. El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido. —¡ Maldita bestia! —murmuró el viejo—. Agora volveremos, zagal. Habernos primero de meter el rebaño en el redil. Encerraron entre los dos las cabras, y después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. E l chivo seguía de pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente. —Dadme vos la mano, abuelo. Y o me abajaré •—dijo el zagal. —¡ Cuidiao, muchacho 1 T e n g o gran miedo de que te vayas a caer. —Descuidad vos, abuelo. 293 PIÓ BAROJA E l zagal a p a r t ó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso u n a vuelta h a s t a sostenerse con las m a n o s en el borde mismo de l a oquedad, y resbaló con los pies p o r la pared de la misma, h a s t a afianzarlos en u n o de los tajos s a lientes de su e n t r a d a . E m p u ñ ó el cuerno de la b e s tia con u n a mano, y tiró de él. E l animal, al v e r s e a g a r r a d o , dio t a n t r e m e n d a sacudida hacia a t r á s , que perdió sus p i e s ; cayó, y en su caída a r r a s t r ó al muchacho al fondo del abismo. N o se oyó ni u n g r i t o , ni u n a queja, ni el r u m o r m á s leve. El viejo se asomó a la boca de la caverna. — ¡ Z a g a l , z a g a l ! — g r i t ó con desesperación. Nada, no se oía nada. —¡Zagal! ¡Zagal! P a r e c í a oírse, mezclado con el m u r m u l l o d e l viento, un balido doloroso, que subía desde el fondo de la caverna. Loco, t r a s t o r n a d o d u r a n t e algunos i n s t a n t e s , el p a s t o r vacilaba en t o m a r u n a resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a c o r r e r hacia el castillo. E s t e parecía hallarse a u n p a s o ; pero estaba a media h o r a de camino, a u n m a r c h a n d o a c a m p o t r a v i e s a ; e r a u n castillo ojival d e r r u i d o ; se levant a b a sobre el descampado de u n m o n t e ; la p e n u m b r a ocultaba su devastación y su ruina, y e n el a m biente del crepúsculo parecía e r g u i r s e y t o m a r proporciones fantásticas. 294 LA SIMA E l viejo caminaba j a d e a n t e . Iba avanzando la n o che ; el cielo se llenaba de e s t r e l l a s ; u n lucero b r i llaba con su luz de p l a t a por encima de u n m o n t e , dulce y soñadora pupila que contemplaba el valle. E l viejo, al llegar j u n t o al castillo, subió a él p o r u n a estrecha c a l z a d a ; a t r a v e s ó la derruida e s c a r pa, y por la gótica p u e r t a e n t r ó en u n patio lleno de escombros, formado por c u a t r o paredones a g r i e tados, únicos r e s t o s de la a n t i g u a mansión s e ñ o rial. E n el hueco de la escalera de la t o r r e , d e n t r o de u n cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de u n candil h u m e a n t e diez o doce h o m b r e s , rústicos p a s t o r e s y cabreros, a g r u p a d o s en d e r r e dor de u n o s c u a n t o s tizones encendidos. E l viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. L e v a n t á r o n s e los h o m b r e s , cogió u n o de ellos u n a soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos p o r el viejo, fueron camino del descampado en donde se hallaba la cueva. L a coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había a r r a s t r a d o al zagal al fondo de la cueva t o m a b a en la imaginación de los cabrer o s g r a n d e s y e x t r a ñ a s proporciones. —¡ Y si esa bestia fuera el d i m o ñ o ! —dijo u n o . — B i e n podría ser — r e p u s o o t r o . T o d o s se m i r a r o n e s p a n t a d o s . Se había levantado la l u n a ; densas nubes n e g r a s , como r e b a ñ o de seres m o n s t r u o s o s , corrían p o r el 295 PIÓ B ARO I A cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores. Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire. —¿Quién abaja? —preguntó el pastor con voz apagada. Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió de una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a p o c o ; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda sin que el mozo diera señal de haber llegado. 1 De repente la cuerda se agitó bruscamente; o y é ronse gritos en el fondo del agujero; comenzaron los de arriba a tirar de la soga y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada. — ¿ Q u é viste? ¿Qué viste? —le preguntaron, todos. —Vide al diablo, todo vermeyo, todo vermeyo. El terror de éste se comunicó a los demás c a breros. 206 •a" •"Gfrjgfe LA SIMA — N o abaja nadie —murmuró desolado el pastor—. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal? —Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dirnojío —dijo uno—. Abajad vos, si queréis. El viejo se ató decidido la cuerda a la cintura y s e acercó al borde del negro agujero. * Oyóse en aquel momento vago y lejano, como la v o z de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron. — N o me atrevo... Y o tampoco me atrevo —dijo. Y comenzó a sollozar amargamente. Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que les guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, y al enterarse de lo ocurrido, rezaban en silencio, se persignaban varías veces y seguían su camino hacia el pueblo. Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca neg r a de la caverna y absortos oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso. Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad. Oyóse de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo, que ascendía por el monte, acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. U n cabrero 297 PIÓ B ARO J A les había e n c o n t r a d o en el camino, y les contó l o que pasaba. Al ver al Viático, los hombres y las mujeres e n cendieron a n t o r c h a s y se arrodillaron todos. A la luz s a n g r i e n t a de las t e a s se v i o al sacerdote a c e r carse hacia el abismo. E l viejo p a s t o r lloraba coi» u n hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia • el pecho, el cura empezó a r e z a r él oficio de difunt o s ; contestábanle m u r m u r a n d o a coro hombres y mujeres u n a triste salmodia; chisporroteaban y c r e pitaban las t e a s h u m e a n t e s , y a veces, en u n m o m e n t o de silencio, se oía el quejido misterioso q u e escapaba de la cueva, v a g o y lejano. Concluidas las oraciones, el c u r a se retiró, y t r a s de él las mujeres y los h o m b r e s , que iban s o s t e niendo al viejo, p a r a alejarle de aquel l u g a r m a l d i t o . « * * Y en t r e s días y en t r e s noches se o y e r o n l a m e n t o s y quejidos, v a g o s , lejanos y misteriosos, q u e salían del fondo de la sima. (Vidas sombrías, Madrid, 1900.) 298 ... el cura empezó a rezar el oficio de difuntos... JOSE MARTÍNEZ RUIZ (azorín) 1876 DE "EL CONDE LUCANOR" Don Hlán el Mágico.—Don Illán el Mágico v i v e en Toledo. U n mágico es un hombre sencillo y respetable. Tenéis una idea errada de lo que es ur* mágico. U n mágico no es un señor barbado y h o s co que lleva en la cabeza un cucurucho con e s t r e llas pintadas; un mágico es un hombre silencioso,. discreto, de una mirada inteligente y dulce, de u n a s maneras suaves. Don Ulan vive en Toledo; habita en una casa silenciosa y limpia. Grande es su renombre de sabiduría; a todos los ámbitos de E s paña se extiende. Allá en Santiago de Galicia, un deán de la catedral ha entrado en deseos de c o n o cer los secretos del arte mágico. ¿Para qué querrá conocer tales misterios este deán? Y ¿quién m e jor que don Ulan podrá —si quiere— enseñárse301 JOSÉ MARTÍN EZ RUIZ l o s ? P u e s a Tol edo se encamina n u e s t r o deán. C u a n ­ d o l l ega a Tol edo endereza sus pasos a l a casa de «don Il l án. A éste "fal l ól o que estaba l eyendo en ч т а c á m a r a m u y a p a r t a d a " ; es decir, ta l vez en ain desván, en un c u a r t i t o l ejos de l os ruidos de l a ­calle, y que tiene por p a n o r a m a —que se atal aya «desde l a ventana— u n a v a s t a extensión de tejados y de torrecil l as, que se destacan bajo el ciel o azu l , ¡un ciel o por el que caminan u n a s nubes b l ancas. D o n Il l án recibe cordial mente al viajero. Con ex­ q u i s i t a amabil idad se dispone a e n s e ñ a r su ciencia a l deán de S a n t i a g o . E n e l col oquio que acaban de t e n e r , el d e á n ha manifestado que él es h o m b r e an­ t e quien se abre u n h a l a g ü e ñ o p o r v e n i r : a h o r a es d e á n ; d e n t r o de unos años, s e g u r a m e n t e l l egará ­a arzobispo, a cardenal , a papa. E l deán, en c a m ­ hio de l a ciencia que l e iba a comunicar don Il l án, " l e p r o m e t i ó y l e a s e g u r ó que de cual quier bien que d e él oviere, que nunca faría sino l o que é l m a n d a ­ s e " . N o hay, por t a n t o , m á s que habl ar. Don Il l án manifiesta que l a ciencia que él h a de e n s e ñ a r " n o n ~se podía a p r e n d e r sino en un l u g a r m u y a p a r t a d o " . E s t a misma noche t e n d r á n l os dos l a misteriosa •conferencia. A n t e s , don Il l án l l ama a su cocinera y l e ordena que p r e p a r e unas perdices p a r a l a се­ л а . Don Il l án desea obsequiar con e s t e y a n t a r al viajero. L l e g a l a n o c h e ; se dirigen ambos a esa c á m a r a .secreta donde don Il l án h a de dar su conferencia. 302 DE "EL CONDE LUCANOR" " E n t r a r o n ambos por u n a escalera de piedra m u y bien labrada, y fueron descendiendo por ella m u y g r a n pieza en guisa que parescían t a n bajos que p a s a b a el río Tajo sobre e l l o s ; é desque fueron en c a b o de la escalera, fallaron u n a posada m u y b u e n a en u n a c á m a r a mucho apuesta que ahí havía, •do e s t a b a n los libros y el estudio en que habían de l e e r . " N o os imaginéis r e t o r t a s , m a t r a c e s , hornillos y redomas. N o u n g r a n caimán p u e s t o colgand o de u n a pared (como vemos en las ilustraciones d e l Fausto). N o tibias h u m a n a s ni u n ancho infolio y u n reloj de a r e n a colocados encima de u n a m e s a . E s t a c á m a r a s u b t e r r á n e a , t a n h o n d a que sob r e ella quizá pase el río T a j o ; e s t a c á m a r a n o es m á s que u n a biblioteca henchida de r a r o s y p r e ciosos libros. L a estancia n o e s t á a l u m b r a d a por el resplandor rojo de los hornillos (como también v e m o s en las e s t a m p a s p o p u l a r e s ) . D o n Illán debía de ser u n o de estos h o m b r e s que, viviendo en su siglo (el X I I o el x x ) , viven r e a l m e n t e en u n fut u r o en que fuerzas misteriosas que h o y desconocemos — p e r o que p r e s e n t i m o s — h a r á n que sea p o sible lo que h o y j u z g a m o s irrealizable. Cuando h a e n t r a d o p o r su p u e r t a el deán de Santiago, don lllán, a t r a v é s de la m a t e r i a y a t r a v é s del tiempo, h a leído el alma de este h o m b r e . E s t e h o m b r e es un ingrato. Y a se dispone don Illán a comenzar su conferencia, cuando aparecen u n o s mensajeros que le 303 JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ t r a e n u n a c a r t a al deán. H e m o s olvidado decir que el deán es sobrino del arzobispo de S a n t i a g o . E n la c a r t a se le notifica u n a g r a v e enfermedad d e l arzobispo. E l deán c o n t e s t a con o t r a epístola, d i ciendo que siente mucho n o poder ir a a c o m p a ñ a r a su tío. " D e n d e a c u a t r o días llegaron o t r o s h o m b r e s a pie, que t r a í a n o t r a s c a r t a s al deán, en. que le fazía saber que el arzobispo e r a finado." S e p r e p a r a b a en aquellos m o m e n t o s en S a n t i a g o l a elección de nuevo a r z o b i s p o ; t o d o s deseaban eleg i r al deán. T r a n s c u r r e n siete u ocho días m á s y aparecen " d o s escuderos m u y bien vestidos y m u y bien a p a r e j a d o s " ; los cuales escuderos se llegan h a s t a el deán, le besan r e v e r e n t e m e n t e las m a n o s y le e n t r e g a n u n a c a r t a en que se le notifica q u e h a sido elegido arzobispo de S a n t i a g o . Y a t e n e m o s a n u e s t r o deán hecho arzobispo elect o . Y a rebosa de satisfacción. Y a se ve en su p a lacio de S a n t i a g o sentado en u n o de esos sillones de terciopelo, con bordados ricos de sedas e n q u e — m á s t a r d e — había de poner A n t o n i o M o r o a l g u n o s de sus personajes regios. D o n Illán da la e n h o r a b u e n a al electo arzobispo. Y como don Illán h a sido g e n e r o s o con él enseñándole su ciencia m i s t e riosa, don Ulan r u e g a al arzobispo que el d e a n a z g o v a c a n t e lo provea en u n hijo suyo. E l arzobispo, cortés y a t e n t o , se dispone a acceder a la petición de don I l l á n ; sin e m b a r g o , deseaba exponerle u n a cierta consideración. E l "le r o g a v a que q u i 304 DE "EL CONDE LUCANOR" siese consentir que aquel deanazgo lo hubiese «n su hermano"... Nótese la irreprochable cortesía del electo arzobispo; el deanazgo es paía el hi-r j o de don Illán; no hay más que hablar de e l l o ; mas él, el arzobispo, ruega a don Illán que quiera consentir que sea para un hermano del arzobispo con quien el arzobispo tiene un grande y antiguo compromiso. Y añade: "Más que él le faría bien en la Iglesia en guisa que él fuese pagado, y que le rogava que se fuese con él a Santiago y que llevase con él a aquel su fijo." Y a están todos e n Santiago. £1 arzobispo es un buen arzobispo; todos le quieren bien; él es bondadoso con todos. Al cabo de algún tiempo llegan unos mandaderos del papa. H a vacado el obispado de Tolosa; para esa sede nombra el papa al arzobispo de Santiago. Entonces don Illán pide con mucho encarecimiento que el arzobispado vacante de Santiago sea para su hijo; de nuevo torna a darle la razón el antiguo deán a su amigo y bienhechor; pero le ruega que permita que este arzobispado sea para un tío suyo, hermano de su padre. " Y don Illán dijo que bien entendía que le faría muy gran tuerto, pero que lo consentía en tal que fuese seguro que ge lo enmendaría en adelante." D e muy buen grado se lo prometió el arzobispo, y rogóle que fuese con él a Tolosa y que llevase a su hijo. Ya están todos en Tolosa. A los dos años llegan otra vez mandaderos del papa. E l 305 iv.—2© JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ papa ha nombrado cardenal al obispo; el obispado de Tolosa puede darlo a quien quiera. Aquí tene­ mos a don Illán de nuevo solicitando la vacante para su hijo; tantas veces han fallado sus preten­ siones, tantas veces el favor le ha sido deneg ado, que parece absurdo que ahora no se le cumplan sus afanes y el obispo le dé una nueva excusa. Pero así es, desg raciadamente. El nuevo cardenal rue­ g a —tan cortés como siempre— que el obispado va­ cante de Tolosa sea para un tío suyo, hermano de su madre. "Y don Illán quejóse mucho, pero con­ sintió en lo que el cardenal quiso, y fuese con él para la corte." Ya están todos en Roma. El nuevo cardenal des­ empeña admirablemente su c a r g o ; g ran conside­ ración le g uardan los demás cardenales. Ocurrió que el papa falleció; los cardenales elig ieron por papa al antig uo deán de Santiag o. H a lleg ado la ocasión —jpor fin!— d e q u e don Illán pueda ver colmados sus deseos. Su amig o n o podrá tener efugio alg uno para hacerlo. Al papa representa don Illán lo que espera de él. " Y el papa dijo que no le afincase tanto, que siempre habría lug ar en que le hiciese merced seg ún fuere razón." Enton­ ces don Illán, amarg ado, desesperanzado, se la­ mentaba con palabras ardientes. Estas palabras pusieron en indig nación al papa. Ы papa, apura­ da la paciencia, reprochó su pesadez y pertinacia a don Illán. Más hizo: le amenazó con meterle en ; зоб j " o DE "EL CONDE — LU — CAN O R" prisión si persistía en su actitud;, puesto que él, d o n Illán, era un hereje y un nigromántico, ejercitador de reprobadas y diabólicas artes. Cuando é s t o o y ó don Illán,; no quiso permanecer más en Roma. Ni para el camino le d i o el papa, su antig u o amigo, un viático..; Lector: Todo esto que nos cuenta un gran aristócrata, nieto de un santo y rey a la vez - r d o n Fernando—^ no tiene nada de irreverente. .iTodo e s una ingeniosa ficción, Al llegar el relato al- punt o én qué lo hemos interrumpido, bruscamente, mágicamente, el deán de Santiago y! don Illán se encuentran los dos' e n la cámara subterránea. de Toledo. Don Illán ha. visto, en un segundo, a trav é s de la materia y el tiempo. Despide al deán y el se come solo l a s perdices preparadas para la cena. D o n Illán había adivinado que.si él tuviera con este hombre la generosidad de ensenarle su ciencia, este hombre luego rio sería agradecido con él. Seamos buenos, corteses, afables: que nuestro corazón esté siempre dispuesto al bien. Pero cuando vayamos a poner toda nuestra alma, nuestro trabajo, nuestro porvenir, la paz de los nuestros y aun nuestra propia vida al servicio de un hombre o de una causa, miremos si ese hombre y si esa causa son dignos de nuestro supremo sacrificio. La raposa mortecina.—Una raposita ha salido de su manida y se ha dirigido hacia la aldea. Todo duerme; es media noche. E n la obscuridad no se 307 JOSÉ MARTIN EZ RUIZ percibe más que —allá lejos—», la raya: negruzca de las montañas sobre la foscura del cielo.. Brillan las estrellas': brillan con e s e titileo radiante de las noches de invierno. E n esas noches» a la madrugada, en el profundo reposo de: la tierra, ese relumbrar vivo, radiante, de los astros trae a n u e s -tro espíritu una profunda nostalgia oh fray Luis de L e ó n l — de silgo que no sabemos... D e cuando en cuando un vientecillo ligero trae de la aldea un olor particular que. nuestra raposita recog e en sus narices. E l ejido del poblado está y a aquí; luego las casas; detrás de una de ellas se extienden las largas tapias de un corral. N o se sabe cómo la raposita ha entrado en el corral. E n los travesanos de un cobertizo están acurrucadas las gallinas, los galios. L o s gallos, tan vigilantes, no se han percatado de nada. Lentamente, pasit o a paso, mirando a todos los lados, venteando todos los olores, avanza la buena raposita. — U n momento, querido cronista. ¿¡Por qué llama usted buena a esta raposa inquietadora, sanguinaria, que va a poner el espanto y la destrucción en la república de las gallinas? —Perdón, querido lector. Todo es relativo, y ta. raposa, comparada con el taciturno y violento lobo, es buena, es excelente. Hace mucho tiempo que un gran naturalista —Buffón— ha hecho en pocas líneas el elogio de la raposa. "La raposa n o es un animal vagabundo, sino un animal domici308 '"Ofr ni DE "EL mu MI m i CONDE LUCANOR liado ^-escribe B t a f f ó n — . E s t a diferencia, q u e se hace sentir aun e n t r e los hombres, tiene m á s g r a n d e eficiencia y supone- m á s g r a n d e s causas e n t r e los animales. L a idea sola del domicilio; p r e s u p o n e u n a singular atención sobre sí m i s m o ; l u e g o , la elección del lugar, el a r t e de fabricar la guarí-" d a y de solapar la e n t r a d a a ella, son t a n t o s ' o t r o s indicios de u n sentimiento superior." Tiene, pueSj n u e s t r a raposita un sentimiento s u perior de la vida y del mundo. Sólo q u e . . . L a ' v i - d a es d u r a ; se tienen hijos; los inviernos no ofrec e n g r a n d e s recursos en el campo. N o h a y nidose n t r e los a t o c h a r e s ; las cepas dé los-majuelos aparecen desnudas y secas. ¿ Q u é ha de hacer u n a r a p o s a sino ir a los corrales donde las gallinas r e p o s a n ? E n ello a v e n t u r a la vida, que no es poco. Y a e s t á en ei gallinero n u e s t r a z o r r i t a ; las g a llinas' se h a n dado' cuenta —•-un poco t a r d e — del h u é s p e d que Viene a visitarlas. L a h o r a n o es m u y a propósito p a r a cortesías. Se h a p r o d u c i d o ü n rüi-i d o s o remolino en el cobertizo a la vista de la r a p o s a . T o d a s las gallinas cacareaban y los gallos c a n t a b a n despavoridos. L a raposa ha cogido u n a g a l l i n a e n t r e los dientes y la h á zarandeado col? violencia. Gon una tierna y g o r d a gallina tendría la raposita p a r a su yant&ir. P é r ó cuando h a sentido l a raposa c o r r e r e n t r e sus fauces la s a n g r e tibia, h u m e a n t e , dé la gallina, há perdido lá cabeza. ' C ó m o brillan a h o r a sus ojósl í C ó m o va de u n a £ a r 1 1 1 ! 300 ir* i " i JOSÉ i "rTlfOMTl MARTÍNEZ nIlTip RUJZ t e a otra furiosa, abstraída, tambaleándose, c o m o ciega, como borracha! N o se harta de destrozar gallinas; /tendidas quedan muchas por tierra. E n l a c a s a deben de tener el sueño muy pesado; nadie se mueve. (O ¿qué. sabemos? E s t o s labriegos que trabajan a costa de un a m o son muy ladinos. Pensad en las matanzas que hacen los pastores y se las achacan a los l o bos. Tal vez ahora saben que la zorra está destrozando el gallinero; pero como la raposa no ha de poder llevarse todas las gallinas y han de quedar algunas muertas...) Entusiasmada, encarnizada e n su labor siniestra, la raposita no ve que una claror blanquecina aparece por Oriente. La aurora c o mienza a anunciarse. ; Tiene este momento único de la madrugada u n encanto profundo. N o s atrae misteriosamente e s ta palidez que en el cielo se inicia. Todavía es d e noche... y ya está ahí el día que llega. En este minuto supremo las luces que han velado toda la noche van a borrarse en la claridad del día; su rnisión ha terminado. ,. j u r a n t e las tinieblas han puesto sus resplandor e s s o b r e una mesa en que una cabeza se inclinaba sobre Jos Jibros; o han iluminado tenuemente la cara blanca, sobre ropas blancas, de un enfermo; o, se; han destacado, como puntitos rojos y verdes, en el horizonte, e n tanto que las locomotoras lanzaban agudos chillidos y pasaban raudos los tre310 DE "EL CONDE LUVANOR" nes. Cuando la claridad del día va aumentando, las luces, todas las luces, luees trágicas o luces de e s peranza, sé retiran, se esfuman, se disuelven, se recogen en una tregua, de reposo hasta la noche venidera. A esta hora de la madrugada, las montañas ya comienzan a destacarse más vivamente sobre el cielo; el- cielo, es de una claridad vaga y lívida. Dentro, en las casas, se hace una densa y confusa penumbra. Las cosas van a surgir a la vida; las ventanas van a recobrar su espíritu de luz y sol. A nuestra rapbsita se Je ha hecho tarde. N o pue-< de salir sin peligro del gallinero; van y vienen g e n t e s por la aldea. Otros gallos lejanos cantan; un can ladra. N o tiene más recurso nuestra raposa que salir a la calle y tenderse en medio, haciéndose la muerta. Porque si la vieran correr por las calles del pueblo, ¿qué sería de ella? ( S o n muchos los animalitos que se hacen los muertos para librarse de las trazas sanguinarias del;hombre. Se hace la muerta esta arañita que, en el campo, ha bajado desde un árbol, por un hilillo sutil, hasta las páginas blancas de este libro que estamos leyendo. Se hace *el muerto, replegando sus patitas, este cetonio que nuestros dedos han tropezado e n el fondo de una rosa, lecho fresco y fragante. Se hace el muerto este gloméridq que encontramos debajo de una piedra y que se convierte e n una bolita de acero, ¿ P o i q u é se hacen loa njufirtos? 311 ftf" i»»CS?"' JOSÉ MARTÍNEZ ftp RUIZ ¿ H e m o s dicho que p a r a defenderse del h o m b r e ? P e r o ¿ saben ellos del h o m b r e ? E s t a es u n a idea antropocéntrica. N o sabemos siquiera si lo que h a cen es hacerse los m u e r t o s . ) N u e s t r a r a p o s i t a se hace la m u e r t a ; en medio de la calle e s t á tendida. N o es cosa rara, donde h a y m u c h a s z o r r a s , v e r tina z o r r a m u e r t a en medio del a r r o y o . V a p a s e a n d o la g e n t e . " A cabo de u n a pieza, passó por bi u n home, y dixo que los cabellos de la frente del r a poso que e r a n m u y buenos p a r a poner en las frent e s de los mozos pequeños, porque no los a h o j e n . " Con u n a s tijeras, e s t e h o m b r e curioso trasquila la frente de la zorrita. L a zorrita se estuvo quieta. Después o t r o t r a n s e ú n t e vio la raposa y dijo lo m i s m o de los pelos del lomo. L e trasquiló los pe* los del lomo. L a raposita se e s t u v o quieta. L u e g o o t r o hizo la misma observación respecto del pelo de las ijadas. Le trasquiló las ijadas. L a raposita se estuvo quieta. " N u n c a se movió el raposo, p o r q u e entendía q u e aquellos cabellos n o n le -farían g r a n daño en los p e r d e r . " O t r o viandante llegó m á s t a r d e y dijo que la u ñ a del raposo es b u e n a p a r a c u r a r los panadizos. Tajóle las u ñ a s a l a r a posita. L a raposita no se movió. D e s p u é s o t r o dijo q u e el diente de la z o r r a c u r a los males de dient e s . Quitóle u n diente a la raposita. L a r a p o s i t a n o se movió. A seguida vino o t r o y manifestó q u e e l c o f a z ó n del r a p o s o e s conveniente p a r a n u e s t r o s dolores de c o r a z ó n . M e t i ó m a n o a u n cuchi313 DE "EL CONDE LU CAN O R" lio p a r a sacarle al raposo su corazón. " Y el raposo vio que le q u e r í a n sacar el corazón y que si ge lo sacasen, que n o n e r a cosa que se pudiese c o b r a r . " E n t o n c e s la raposita dio u n salto, echó a c o r r e r y se perdió a lo lejos. . . . E n n u e s t r a s casas, en la vida cotidiana debem o s p a s a r por alto indulgentemente las pequeñas cosas. E n la vida pública, a la vista de todos, de igual manera, no debemos de ponernos fieros ant e lo que en sí tiene escasa importancia. N o coloq u e m o s n u e s t r o n a t u r a l y legítimo deseo de dignificación y de reivindicación en u n plano demasiado alto. Si el puntillo de h o n o r lo ponemos m u y subido, a cada m o m e n t o t e n d r e m o s que e s t a r en altercaciones, porfías y denuedos. N u e s t r a vida se h a r á imposible. U n a palabra, un g e s t o , u n ademán, u n ligero desdén, u n a inflexión de cólera, u n m a t i z de irritación en los demás t e n d r á n p a r a n o s o t r o s u n a importancia decisiva. N o ; sepamos p a s a r p o r todo esto. L a raposita no se movía cuando le trasquilaban el lomo y la f r e n t e ; aquello no t e n í a p a r a ella importancia. P e r o cuando se t r a t e de cosa g r a n d e , cuando se t r a t e del corazón — c o m o en el caso de la raposa—, entonces p o n g a m o s t o d a s n u e s t r a s fuerzas, todo n u e s t r o ardor, todo n u e s t r o í m p e t u en defender la esencialidad de n u e s t r o ser m o r a l : las ideas, los procedimientos, la conducta, la honradez, la sinceridad. (Los valores literarios, Madrid, 1913.) 313 INDICE Págs. JOSÉ SOliOZA La oropéndola en la fuente de la Dehesa de la Mora. cecilia B ö h l de faber (FERNÁN 5. CABALLERO). Los dos amigos 14 SERAFÍN ESTÉBANEZ CALDERÓN (EL SOLITARIO). Los tesoros de la Alhambra 35. Catur y Alicak o dos Ministros como hay muchos 34 DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO El rastreador 46ANTONIO DE TRUEBA £1 más listo que Cardona 5' JUAN VALEKA El caballero del Azor 63. FEDRO ANTONIO DE ALARCÓN L a Buenaventura ,« 315 8» I N D I C E ' ,r iL ; f t t w M i i í -* ria». : MCARDO..PAÌMA ¿ é j ^ ^ t M M d i i i i t g . . . GUSTAVO t ;.-.. .v.... ;..- ADOLFO 97 BÉC&UER La venta de los gatos loa BENITO PÉREZ GALDÓS 122 La mula y el buey RICARDO BECERRO D E BENGOA 14» El recién nacido EMILIA PARDO BAZÁN 176 Kioto del Qd LEOPOLDO {Clarín). ALAS 106 3 Adiós, Cordera! JOSE MARTÍ 214 Un cuento de elefante» ARMANDO PALACIO VALDÉS 217 Polífemo MARIANO D E CAVIA 227 l a s do» muljas JOSÉ NOGALES Las tres cosas del tío Juan FRANCISCO 236 NAVARRO Y LEDESMA 348 Egloga MIGUEL S E UNAMUNO Juan Manso »$6 316 I N D I CE PÁCS. VICENTE BLASCO IBÁÑEZ Lobo* de mar 363, KAIIÓN DEL VALLE INCLÍN ¡ Malpocado! ají PÍO BAROJA El trasgo La sima josé Martínez ruiz De "El Conde Lucanor" 282 28* (A z orín). 30*