C A N T Ó N D I R E J u l i o S Poém es. C j T . O c a s P E Q U E N 2 3 LA C O R U Ñ A R : R E D A C T O R- A D M I N I S T R A D O R ; a l A L F O N S O U M J u le s S u p e r v i e n e . A forí sti ca I n a c t u a l . — José O, \ R I M é t a b o l iq u e , E . M a l e s p i n e . —J u a n d e J e s ú s V á z q u e z . Los O ok ta il s A b s u r d o s . — R a m ó n G ó m e z d e la S e r n a . B a l c o n e s , d e R a f a e l A lb e rtf . Mi s o b r i n o C a li x to . V entanas. D ibujo de B a r r a d a s . S e m i - P o e m a s . —G e r a r d o D ie g o . B e nja m ín Ja rn é s . D ib u jo d e P e r o t li . A m or. Idilios d e T e ó c r i t o . —J. V. V i q u e i r a . P o e m a s d e la C a s a . —Julio J. C a s a l . L i b r o s . —J u a n G . d e l V a lle : R a m ó n G ó m e z d e la S e r n a , «El Examen d e M etáforas. Jo rg e L u ís B o rg e s . A lba y o tr a s c o s as» . — M anuel M unoa: C a n c i o n e s al S o l. te r o s , «Los R o s tr o s P álidos». L u i s a L u is i. R e p r o d u c c i o n e s , d e l P i n t o r Dali. 0 E s t u d i o , de J. S u b í a s . Bergantín. N aturalistas e s p a ñ o le s en A m é rio a . - C . M O S Q U E R A M o n ti e l B a l l e s ­ O rn am en tació n de B arradas. « En el próximo número: Doce reproducciones del Escultor Mateo Hernández, con un estudio de Gonzalo Deza Méndez, sobre el renovador de la talla directa; «La Rueda de Color», de Rogelio Buendía, por Adriano del Valle; «Los Tenebrosos», de Ramón Gómez de la Serna; «Entre Humoristas», de Alfonso Reyes; «Ra­ món Gómez de la Serna», por Benjamín Jarnés; «El valor Plástico y la Representación», de Marjan Paszkievicz; «El Poeta Antonio Machado», por J. Chabás y Martí; y colaboración de J. V. Viqueira, C. A. Naveiro, Barradas, Váquez Díaz, Alberto Lasplaces, Gil Bel, Fernando González y otros. En breve: «El Pintor Gregorio Prieto, por Chabás y Martí; Dibujos de Juan Gris; Notas de Raynal sobre Zadkine. «El Escultor Victorio Macho», por Huberto Pérez de la Ossa; Reproducciones de Picasso con un estudio de Antonio R. Pastor, y «La Música en España», de J. B. Trende. O P E M E Qimitière aérien, céleste poussière où l’on reconnaîtrait des amis avec des yeux moins avaies, cimetière aérien hanté de rues transversales et de larges avenues et de quais d’embarquement pour âmes de toutes tailles lorsque le vent vient du ciel j ’entends le piétinement de la vie et de la mort qui troquent leurs prisonniers dans tes carrefours errants. Vous appellerai-je fantômes, convoitises immortelles à la recherche d’un corps, d’une mince volupté, vous dont les plus forts désirs troublent le miroir du ciel sans pouvoir s’y réfléter, vous qui contournez nos demeures sans oser y pénétrer attendez-vous la naissance d’une lune au bec de cygne ou d’une étoile en souffrance derrière un céleste signe; attendez-vous une aurore, un soleil moins humiliants ou bien une petite pluie pour glisser dans qu’on la voie, entre deux gouttes pressées, vers nos maisons à façade, une âme grêle ambulante qu’effarouchent les vivants avec leur coeur attaché avec leurs os cimentés sous un heureux pavillon, tous ces gens qui parlent fort de leur bouche colorée et font faire à leurs regards le circuit de l’horizon, tous ces fiers de respirer tous ces fiers de leurs pensées qu’ils conservent bien au chaud au milieu d’autres pensées vigilantes et fourrées. JU LES SU PER V IE LL E . 2 Paris, itW- A F O R Í S T I C A EL cortvcircuíto Rimbaud fundió toda la li­ teratura francesa. ILUMINACIONES .--Los imitadores de Rimbaud se em’ k fiaron en Mistituir con benga­ las, en honor del poeta, la antigua instalación eléctrica que podían haber intentado componer. DECIA: cuando leo a Rimbaud, me quedo a oscuras. Debía decir: rne he quedado a os­ curas, después de leer a Rimbaud. NIETZSCHE.—Bajo el sol de la altura, el olor de los pinos que trae el viento, deja en la boca un sabor de sangre; sabor metálico que quema el paladar y no le deja ya gustar de nada. NIETZSCHE.—¡ Qué pura y sonora ale­ gría la de los cristales cuando se rompen! DIOS no es una cuestión de perspectiva. RUBEN DARIO.—¡ Oh Gide!—no tuvo ni pizca de talento para hacerse perdonar su in­ menso genio. ¡ CON qué espléndido gesto, Rubén Dandevolvió a Europa, acumulada durante siglos y aumentada prodigiosamente, toda la “ pacoti­ lla” que sirvió para conquistar a los de su raza! MARCHA TRIUNFAL O EL HOMBRE QUE FUE ORQUESTA.—Rubén Dario, que no era “ un poeta de muchedumbres” , quiso ir a ellas, equipándose adecuadamente; echó a sus espaldas un gran bombo, unos platillos y un tambor, ingeniosamente manipulado todo, con unas cuerdecitas; se ajustó colleras de casca­ beles en los brazos y en las piernas, para que al andar sonasen armoniosamente; se puso en la cabeza un gorrito de campanillas, que repi­ queteaban al moverla y, entre sus manos, el acordeón con que desleía el hondo quejido de su alma... Así le siguieron los niños, y los pe­ rros, ladrándole, y fué el regocijo de todos. ¡ Magnífico y conmovedor hombre-orquesta! UNAMUNO, para pensar, se sale fuera de sí; Ortega y Gasset, para no pensar, se mete dentro. EL cabizbajo no está pensativo, está ensi­ mismado. ESTAB\ cabizbajo porque quería que le hi­ cieran una fotografía con mucha frente. UNAMUNO, el pensativo. Ortega y Gasset, el ensimismado. I N A C 7 U A L EL perro que metía la cabeza entre las patas, como hacen todos los perros, para dormir, de­ cía que era para pensar, pero se quedaba dor­ mido. RUINAS DE OCCIDENTE.—Spengler, historiador monumental—o monumento histó­ rico—ha encontrado en Ortega y Gasset el “ ci­ cerone” que le correspondía—“ cicerone” ideal de cualquier idealismo ciceroniano— ; el “ ci­ cerone” por excelencia: oratorio, repetidor de “ frases hechas”—por otros o por él—, empe­ ñado en alardear, pedantescamente, a costa de la paciencia de los ignorantes o distraídos, de todo lo que aprendió, para su oficio y que a los demás, naturalmente, no les importa. LAS VIDAS PARALELAS.—Eugenio d’Ors y Ortega y Gasset: los dos son pro­ fesores; los dos son oradores; los dos son periodistas; los dos son—y no son—políticos. Ninguno de los dos es filósofo. LA retórica de Eugenio d’Ors es clara y academicista, porque procede de un abuso in­ telectual ; la de Ortega y Gasset es turbia y ba­ rroca, porque procede de un abuso sentimental. LOS falsos clásicos son los académicos ver­ daderos. LAS MALAS ARTES.—Aquitectura de estilo; escultura policromada; pintura decora­ tiva; música dramática y teatro poético. EL teatro poético, si no es un pleonasmo, es una tontería. EL TIRO POR LA CULATA.—“"Lleva­ mos cuatro siglos de una literatura jactancio­ sa y vana.” —Ramón del Valle Inclán. “ Lecciones de buen amor” .—Jacinto Benavente. “ Los españoles somos una raza basta” .—José Ortega y Gasset. “ El arte de ser sencillo” .—Eugenio d’Ors. Etécetera... etcétera... LA verdadera crítica no dice: “ se parece a...” , sino: “ se diferencia de...” RACIONALISMO EN CANDELERO.— “ El siglo de las luces” vacilantes. EL que solo busca la salida, no entiende el laberinto, y aunque la encuentre, saldrá sin ha­ berlo entendido. JOSÉ BERGAMÍN. Madrid, 1924. 3 El Bar principal de Cinelandia, la alegre ciu­ dad del veraneo eterno en que se impresionan las películas, tiene altos taburetes a los que hay que subir por una escalera y sobre los que la figura del que bebe parece la de un vigía en un alto parapeto. Qué tipos más raros en el Bar principal de Cinelandia! ¡ Cuántos mur­ mullos que brillan llamando la atención de to­ dos lados con cabrilleo monocular! Pero deje­ mos ios tipos, muchas de cuyas cataduras nos son familiares y fijémonos en los cocktails que beben. Los cocktails que toma el pueblo cine­ matográfico son terribles y han llegado a mez­ clar en ellos esencia de trementina y alcoholes de maderas preciosas. Son en las copas largas como medios de litros de distintos colores o como esas bolsas alargadas hechas con el mo­ saico de las cuentas de cristalitos de color. Como un cohete de colores chisporrotearán en el es­ tómago con distinto estrago. Se convierten en panteras rayadas los cocktails aquellos y da miedo verlos al pasar. —¡ Qué bello cocktail se tomaba usted esta mañana!—dice una hermosa dama cinemato­ gráfica al acaparador de todas las delicias. Los magníficos huevos de las gallinas reborondas cuidadas en los gallineros cinemato­ gráficos tiñen los vasos con su amarillo de sol derretido, de alegre mañana adensada y condensada. Los del mostrador son expertos cama­ reros de cinematógrafo que manejan las botellas cogiéndolas por el cuello en racimos que van to­ mando a la suerte para formar la composición pedida, buscándolas en distintas estanterías con rápido golpe de vista de cocktelistas, producien­ do las botellas variados improntus xilofónicos. —A mí, cocktail antillano. —A mí, cocktail de las praderas. —A mí, cocktail Charlot. (Con el cocktail Charlot se sale imitando a Charlot involuntariamente, dominado el que lo bebe por un fatal baile de San Vito de Char4 lot y cogiendo cotí un bastoncito de cayado por el cuello o por una pierna o por un brazo al transeúnte distraído). —A mí, un cocktail Mary Pickford. Y este cocktail tenía sobre el espíritu la gra­ cia enconada de su titular y se entraba en la “ dilatada” vida del enamorado súbito y se iba detrás de la pulimentada y sacrosanta mano de la bella artista. Pero la mayor parte de los cocktails no tenían nombre ni composición fija, y el camarero, como un repostero veloz, recogía en los blocks alargados la larga fórmula. —Una copa de Ginebra—es como comen­ zaban casi todos—, una cucharada de Curasao, una copa de vermouth Torino, una copa de whisky, dos cucharadas de Alkermes, cinco gotas de amargo, y como adorno una cereza... Era como una receta con el despáchese ur­ gente del sediento. Alguna vez el adorno era la flor de un sombrero de señora. Todos recor­ daban que había habido un gran actor que ser­ vía de modelo de tísicos y que en una ocasión se tomó el cocktail del suicidio, invento suyo, oue le costó mucho trabajo y tiempo el po­ derlo conseguir. Todo el mundo le veía preparando el verso largo de su cocktail último, hasta que un día, con el poema de la composición alcohólica en la mano, subió a su taburete como al paraíso y se lo entregó al camarero de americana blan­ ca. Todos esperaron ver el efecto del cocktail del suicidio, mirando hacia arriba como si vie­ sen a uno de esos equilibristas que andan por las cornisas de los rascacielos haciendo cos­ quillas también a la Providencia. Pero se hizo tardar el resultado. El hombre pálido y con barbas de esas que crecen en el fondo de las aguas podridas de los estanques, sonrió, se “ achivó” la barba con la mano, y por fin cavó como un aviador, muerto debajo d • u taburete. Nadie habla repetido por si acaso aquella fórmula suicida, era la única alquimia que es- taita prohibida en el Bar principal de Cine­ landia. pero todos iban adquiriendo el suicidio deseado lentamente, llevando bien la película de su vida, haciéndole los cortes que la alige­ raban y que lo convertían en una película per­ fecta. No olvidaban ni en la vida el viejo lema cinematográfico de que hay que estroi>ear tres mil metros de película para conseguir mil hue­ ros. ¡ La de celuloide vital que ellos desperdi­ ciaban abreviando sus vidas! ¡Magnífico Bar del cocktail ideal! —Ahora tomo uno—decía una gran actriz pelicular, sentada frente a una mesa confiden­ cial del salón de dentro—que hace que mi co­ razón baile un tango lleno de alborozo. —Mi corazón siempre baila un vals vienés —ha respondido el que la acompaña y cuyo cocktail de sobria composición tenía el aspecto de un frasco de brillantina en reposo. L O S T E N Entre el público de la ciudad cineflua figu­ ran unos hombres que no tienen tipo de mal­ vados, ni son achinados, ni llevan en sus trajes rústicos toda la extensión aborrecible y boba de la mañana de los campos. Los tenebrosos son hombres con grandes fa­ cultades sombrías. Oscurecen la habitación en que están sentados en un rincón de la taberna del cinedrama, la dan un aspecto imponente y un alcance que sin ellos no tendría. Quizás no hablan una palabra, no se corres­ ponden con nadie, se distraen en fumar su pipa únicamente, pero crean el ambiente, lo sitúan como esas lámparas que son como gran­ des moscardones de luz, que salen danzando en la hora de los silletazos, dedicándose a co­ lumpiarse con la pamela torcida. Nacieron tenebrosos los tenebrosos y es os­ curo su destino como un foco de luz negra. Están tan dentro de su destino en Cinelandia que son inofensivos. Su vida se desliza lle­ vando sus justificadas aguas negras por cauces de lujo. En esa justificación con que cada cual está sentado en las terrazas de Cinelandia, a los te­ nebrosos les corresponde la suya y por eso es­ tán tan tranquilos. — ¿ Quién es aquel ?—pregunta algún in­ experto recién llegado a Cinelandia. —Un tenebroso—le responde en seguida su acompañante y su título le deja perfectamente sentado en su sillón de mimbre y al notar que alguien ha preguntado por él, fuma con más velocidad su pipa llena y lanza una doble bo­ canada de humo. Los tenebrosos hacen contraste en la vida de Cinelandia y cuando se prepara algún banque­ te sonado se piensa siempre en un tenebroso. —Hay que invitar a un tenebroso—dice la dueña de la casa como si en el menú que pre­ para hiciesen falta unos negros percebes. —Pues mi corazón se dedica a los ballets rusos—espetó desde la mesa de al lado un tipo de jugador arruinado, con ese pelo blanco con blancura caliza que les queda a los juga­ dores que no se suicidaron pero que se debie­ ron suicidar. —Como que son el Wodken y el Kumell sus favoritos—dijo la bella mujer estrafalaria. —Yo bailo el kake-ball—dijo un negro cuya vez se cimbreaba al hablar. Y los cocktails engañosos, que envuelven su alcohol en alguna alimentación y que son pre­ parados como salsa de gran cocinero y metien­ do ruido de cocina, son escanciados todos los días en profusión abrumadora en el Bar prin­ cipal de Cinelandia para excitar a todos esos actores de cinematógrafo que llegan a creerse espectros y que se desesperan de poderlo ser. E B R O S O S Los tenebrosos viven en sus alegres tenebrarios y son los que más se asoman al balcón en Cinelandia, pasándose tardes enteras viendo as­ cender los espectrales Montgolfiers de su humo. También tienen amores los tenebrosos, pero escogen muy bien sus mujeres, siendo las es­ cogidas sus damas, en cuya garganta hay siem­ pre una lóbrega carraspera con la que entume­ cen el día, la carraspera agarrada a la garganta que no hay pastillas que curen. Las ráfagas sombrías de la vida, lo que no puede faltar como contraste en una ciudad tal como Cinelandia, demasiado clara y alegre, eso es lo que representan los tenebrosos. El presidente de los tenebrosos—otro gre­ mio de caracteres—es Montenegro un español nacido en Jaca y endemoniado en su niñez. Montenegro lleva con un garbo solemne su tipo de tenebroso máximo y cuando en los es­ cenarios se necesita una mano misteriosa que haga correr las arañas del terror por los ner­ vios de los espectadores, es la mano de Monte­ negro la que aparece y la que proyecta la som­ bra temible sobre los papeles blancos del cine. Ese ser que solo se proyecta en las paredes como silueta del tiro al blanco a pistola, es Mon­ tenegro, siempre Montenegro que se aprieta el cinturón antes de proyectarse, pues el secreto de una silueta enconada y temible es que ten­ ga los hombros anchos y la cintura estrecha, ceñida, enconada como la de los ídolos negros. Montenegro es el único tenebroso que no se conforma con una tenebrosa, sino que busca mu­ jeres blancas, perfumadas, de esas que sirven solo de propagandistas del gran dentífrico del Cine. Las lleva tras sí como a grandes galgos blancos, muy ceñido el abrigo sobre sus culillos de resbaladizas y aniñadas mejillas. RAMÓN GÓMEZ P E LA SERNA. Madrid, Mayo 1924. DIBUJO BARRADAS N A T U R A L I S T A S EL C A P IT A N E S P A Ñ O L E S FER N ÁN DE Z Verifica'.; la colonización de la América es­ pañola en una época de gran actividad cultu­ ral en nuestra nación, fueron innumerables los misioneros, militares y magistrados, u otros funcionarios civiles, que escribieron obras im­ portantes sobre la geografía física, la fauna, la flo;a y los minerales de aquella inmensa por­ ción dei globo terráqueo, así como sobre las costumbres, leyes, religiones y lenguas de sus habitantes, llegando hasta crear en el Nuevo Mundo ramas nuevas de la ciencia descono­ cidas en el viejo. Tales fueron la Física del Globo, la Antropología y la Etnografía. Ver­ daderamente asombra que, en medio de los tra­ bajos v preocupaciones que embargaban a aque­ llos ilustres españoles, y a pesar de las dificul­ tades que ofrecían el recorrido de territorios vastísimos sin vías de comunicación, que no podían improvisarse, y la actitud hostil de los indígenas y su oposición a toda empresa cul­ tural, se hubiesen podido escribir tantos tra­ bajos originales, doctos casi todos, y algunos verdaderamente sabios. Solo la bibliografía de los españoles (mi­ sioneros casi todos) que escribieron sobre las lenguas indígenas de América dió materia al conde de la Viñaza, o quien sea el autor de las obras publicadas con su nombre, para escribir una obra no pequeña (i). Y el día que se es­ criba con la extensión y seriedad que merece la bibliografía crítica de los españoles del si­ glo xvi y primera mitad del x v i i , que trataron de la flora, la fauna, la antropología, la mine­ ralogía y la geografía física de América, se necesitarán varios volúmenes. Entre esos sabios españoles del siglo xvi, que estudiaron las producciones naturales de América, ocupan a mi juicio el primer lugar en las ramas de la ciencia que trataron, y ci­ tados por orden de antigüedad, el capitán Fer­ nández de Oviedo, Francisco Hernández y el P. José de Acosta, distinguiéndose el primero por lo vasto de sus estudios americanistas y el gran caudal de noticias recogidas; el segundo por sus grandes investigaciones en Botánica descriptiva, y el tercero por su profundidad, solidez y fecunda inventiva, que le colocaron a la cabeza de todos los naturalistas de su tiempo. Ahora me propongo hablar solo de Fer­ nández de Oviedo, trazando primero sumaria­ mente su biografía, y estudiando después su labor científica, singularmente en el terreno de las ciencias naturales. (i) V. Conde de la Viñaza, Bibliografía española de las lenguas indígenas de América. Madrid, 1892. DE EN A M É R I C A OVIEDO Tomo estos datos biográficos principalmente de las obras del mismo biografiado, que lo s consignó esparcidos aquí y allá, pero con mu­ cha ingenuidad y franqueza. También tuve a la vista varias biografías del célebre naturalista y singularmente la escrita en el siglo x v i i p o r el gran bibliógrafo Nicolás Antonio, y la que, a mediados del siglo xix, antepuso Amador de los R íos a la edición de la Historia general y natural de las Indias, del célebre capitán, pu­ blicada por la Academia de la Historia. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés na­ ció en Madrid en Agosto de 1478. Cuando con­ taba trece años fué nombrado paje del príncipe D. Juan (de la misma edad que él), hijo de los Reyes Católicos, y cuyo trono estaba lla­ mado a heredar, si no falleciera prematura­ mente. Acompañando al príncipe, asistió nues­ tro personaje a la toma de Granada un año después, esto es, en 1492. Allí conoció a Colón, con cuyos hijos Diego y Fernando trabó des­ pués estrecha amistad. Muerto el príncipe D. Juan a los diez y nueve años, en Octubre de 1497, Fernández de Oviedo pasó a Italia, en donde desempeñó varios cargos sucesivamente, y por último el de paje del rey de Nápoles D. Fadrique. In­ corporado este reino a la corona de España por el genio del Gran Capitán, el sabio español quiso seguir a D. Fadrique al destierro; pero el ex-rey dispuso que pasase al servicio de la sobrina de esta princesa doña Juana, y con ella marchó el leal servidor, primero a Sicilia, en 1501, y luego a España, en 1502. En 1503, ya viudo de su primera esposa, tomó parte en la afortunada campaña del Rosellón contra Francia. Prescindiendo de otros pormenores, en 1514 fué Fernández de Oviedo nombrado Veedor de las fundiciones de oro de Tierra Firme (hoy Colombia), y embarcó para ella en la expedi­ ción de Pedrarias Dávila, llegando al puerto de Santa Marta en 12 de Junio del mismo año. Pero los abusos del gobernador Pedrarias, sin afectarle a él directamente, conmovieron su espíritu recto e intransigente; y en Octu­ bre del año siguiente (1515) volvió a España para informar al Rey católico sobre la mate­ ria, y muerto el monarca antes de haberle oído, el animoso y tenaz Veedor marchó a Flandes a informar al nuevo rey Carlos I (después Carlos V de Alemania); pero éste le ordenó que volviese a España y comunicara con los regentes, no consiguiendo por entonces que Pe­ drarias fuera relevado, aunque lo consiguió más tarde. Honrado con varios cargos importantes, ade más de el de Veedor, que conservó, partió otra vez para la América central en Abril de 1520. Ya allí, el mismo Pedrarias, sea creyendo atar­ le las manos, sea para complacer a los de Darien dispuestos a rebelarse, nombró subgober­ nador de ese territorio a nuestro biografiado, y éste, ganoso de hacer el bien posible y evi­ tar los males que amenazaban, aceptó; pero recto e indomable como siempre, persiguió, no solo a los delincuentes comunes, sino a los amancebados, a los jugadores y a todos los empleados que no desempeñaban debidamente sus cargos. Además tomó muchas e importan­ tes medidas para la prosperidad material de las gentes encomendadas a su gobierno. Pero no bastó a Fernández de Oviedo ha­ ber sido favorecido con un cargo importante por el gobernador Pedrarias, para que transi­ giese o guardase silencio ante las fechorías de éste; y en 1523 volvió a la Península, para acusar ante el Real Consejo de Indias a va­ rios funcionarios; pero principalmente al re­ ferido Pedrarias, que al fin, a pesar de las grandes influencias con que contaba, fué des­ tituido. En 1526 fué nombrado el ilustre hijo de Ma­ drid gobernador y capitán general de Carta­ gena de Indias, para donde embarcó en Abril de dicho año. Mas no permaneció allí mucho tiempo, sino que en 1530, comisionado por el Regimiento, es decir, Concejo de Panamá, vino a España, entre otras cosas, a alegar contra Pedro de los Ríos, sucesor de Pedrarias, y que tenía ya contra sí el dictamen del juez, que había ido a residenciarle. El Consejo de Indias, en efecto, destituyó a Pedro de los Ríos, y despachó favorable­ mente las demás peticiones que hizo Fernán­ dez de Oviedo en nombre del Regimiento de Panamá. Ganoso nuestro insigne personaje de dedi­ carse exclusivamente al estudio y a la termina­ ción de las varias obras que tenía empezadas, consiguió ser nombrado cronista general de las Indias, y que el cargo de Veedor que él había conservado a través de tantas vicisitudes, se confiriese a su hijo Francisco, y en consecuen­ cia embarcó otra vez para América en el otoño de 1532. Mas ni aun así consiguió lo que se proponía pues tuvo que aceptar el cargo de alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, en la que hizo obras importantes, para darle la solidez de que carecía. Y no pararon ahí las cosas. Conocidos los abusos del gobernador de Santa Marta, García de Lerma, el cronista de Indias primero le es­ cribió dándole consejo^, y como éstos no fue­ ron eficaces, la Chancillería de Santo Domin­ go procesó y condenó al gobernador indicado y luego, para que el Consejo de Indias con­ firmase la condena, la misma Chancillería y el Ayuntamiento de Santo Domingo comisiona­ ron y rogaron al cronista que viniese a España a trabajar ante el Consejo; y Fernández de Oviedo así lo hizo, llegando a Sevilla en el ve­ rano de 1534 y consiguiendo poco después, me­ diante la presentación del proceso contra Gar­ cía de Lerma, que se acordase tomarle residen­ cia a éste, lo que no se efectuó por haber muer­ to el procesado. Vuelto a América por quinta vez, llegó nues­ tro cronista a la isla de Santo Domingo en Ene­ ro de 15 3 6 . Mas comisionado con el capitán Alonso de la Peña para reclamar contra las ar­ bitrariedades del juez Alonso López Cerrato, volvió a España en 1546, regresando a Amé­ rica en 1549. Por fin, obtenida licencia para dejar el car­ go de alcaide de la fortaleza de Santo Domin­ go y regresar a España, con el fin de ocupar­ se en la publicación de su Historia general de las Indias, salió de Santo Domingo en Junio de 15 5 6 , llegando a la Península en el otoño si­ guiente, y falleció en Valladolid, en el verano de 15 5 7 , a los setenta y nueve años de edad. Fué Fernández de Oviedo hombre de cos­ tumbres puras, cristiano práctico, patriota, integérrimo, luchador infatigable contra todas las tiranías y abusos, celoso del bienestar mo­ ral y material de los indios y espíritu generoso y sencillo. Verdadero Quijote de la historia, anterior al de la fábula, no vaciló en luchar con gigantes de carne y hueso, como lo eran sccialmente hablando, Pedrarias y otros gober­ nadores. Y no le faltaron siquiera los moli­ mientos del famoso caballero andante; pues fué unas veces residenciado, aunque demostró y logró ser reconocida la rectitud de su proce­ der, otra vez tuvo que indemnizar 100.000 ma­ ravedises al bachiller Corral, a quien había des­ terrado sin atribuciones para ello, pero con causa sobrada, y otra vez, y fué lo peor, fué apuñalado por la espalda, cayendo tendido en tierra sin sentido, aunque su naturaleza robus­ ta se rehizo. Y en medio de tantos trabajos y luchas y contratiempos y desgracias de familia que le afectaron hondamente, su laboriosidad extraordinaria halló vagar para escribir varias e importantes obras, de las que hablaré en el número siguiente. ( Continuará). CONSTANTE AMOR NAVEIRO. Santiago de Compostcla, 1924. T E Ó T I R R C S I S O La antigüedad nos ha transmitido el siguiente epi­ grama : “ Hubo otro que era de Quios; yo soy el Teócrito que escribió estos versos, uno de los muchos ciuda­ danos de Siracusa, hijo de Proxágora y de la famosa Filina. Nada he tomado de la musa extranjera.” Este epigrama es apócrifo y mientras el autor anó­ nimo de la biografía, que aparece al frente de las obras del poeta, lo considera siracusano, Suidas nos transmite una tradición que lo cree nacido en la isla de Cos. Sea como sea, amó intensamente los campos de Sicilia que reconoce como suyos y que constituyen, por lo menos, su patria ideal, y aprendió'de los pas­ tores de aquellas tierras fecundas, la gracia de su poesía eterna. ¿Qué sabemos de su vida? Muy poco. Su padre se llamó Proxágora o Sim ijos; su madre Filina. Vivió hacia el 275 a. de J . C .; pasó parte de su ju­ ventud en la isla de Cos, donde fué discípulo del gran elegiaco Filetas; surcó el glauco m ar: ora lo hallamos en Sicilia pidiendo apoyo a Hierón el ti­ rano, ora lo vemos navegar hacia la amable Mileto, ora solicitando la protección de otro discípulo de Filetas, Tolomeo Filadelfo, surge en Alejandría, ciu­ dad en la que probablemente murió. Entre sus ami­ gos se contaron hombres como el poeta astrónomo Aratos y el médico artista milesio Nikias, para quie­ nes, como para él, fué aun ideal de vida el genuinamente helénico-clásico que exalta refiriéndose en un epigrama a un corega: “ Demomeles el corega es quien te dedica este trípo­ de, ¡ oh Dionisos el más dulce de los dioses bienaven­ turados ! Fué mesurado en todo. Obtuvo un premio con un coro de hombres. Aspiró a lo hermoso y lo conveniente. ” Asociamos con el nombre de Teócrito la poesía pastoril o bucólica, y en efecto, fué su creador; pero no todas sus poesías, sus idilios (pequeños poemas y cuadros lírico-dramáticos) pertenecen a este género: los hay también meramente eróticos, histórico-míticos y de asuntos circunstanciales. Sin embargo, su genio alcanza su mayor altura cuando canta a los pastores. El siguiente idilio es uno de los más bellos y pertenece precisamente a este grupo; ha sido sumamente imitado. TIRSIS O EL CANTO T i r s i s .—Dulce es el murmullo de aquel pino que está junto a las fuentes, cabrero; pero, tú dulcemente también tocas la siringa. Después de Pan ganarías el premio: Si aquél elige un macho cornudo, tú tomarás una cabra; si aquél lleva como presente una cabra, te pertenecerá una cabrilla y una cabrilla tiene buena carne hasta que puede ordeñarse. C a b r e r o .—Pastor, más dulce es tu canto que aquel chorro de agua sonora que de la roca cae. Si las Musas llevan como regalo una ovejilla, tú tendrás como presente un cordero cebado; si a aquéllas agrada tomar el cordero, tuya será una oveja. T i r s i s .— ¿ No querrías, Cabrero, por las Nin­ E L 1 T O C A N T O fas, sentándote aquí, tocar la siringa? Mien­ tras tanto yo cuidaré tu rebaño. C a b r e r o .—No, no nos es permitido, pastor, tocar la siringa durante el mediodía. Tememos a Pan; pues ahora reposa fatigado de la caza. Es agrio y una bilis amarga está siempre sobre sus narices. Pero tú, Tirsis, cantas las cuitas de Dafnis y eres maestro en el estilo pastoril. Sentémonos bajo el olmo, frente a Príapo y las Ninfas de las fuentes, allí donde están aquel asiento rústico y las encinas. Y si can­ tas como cantaste cuando disputabas el premio al libio Jromis, te daré una cabra con dos crías que puede ordeñarse tres veces y que a pesar de sus dos chivos da dos jarras de leche. Te daré también una honda copa de madera de hiedra, de suave cera untada y con dos asas; está recién hecha y aún huele al escoplo. En torno de los bordes se envuelve descendiendo una hiedra con la que se entretejen siempre­ vivas y la hélice que la misma forma al arro­ llarse, se engalana con su flor color de azafrán. Encuadrada en este adorno, vese una mujer con su peplo y ceñida su frente por una cinta; obra de arte que aunque de mano humana, es digna de los dioses. A su lado dos hombres, con una hermosa cabellera, disputan injurián­ dose alternativamente sobre quién es el ama­ do. Pero esto no conmueve el corazón de aqué­ lla, que sonriente tanto mira al uno como diri­ ge su atención al otro. Y los que desde hace tiempo tienen los párpados superiores hincha­ dos por el amor, se fatigan en vano. Más allá, está esculpido un pescador ya anciano y una roca escarpada sobre la que, apresurándose, arrastra el viejo una gran red para echarla al mar. Parece que, fatigado, tiene que esfor­ zarse y diríase que el pescar exige de él un trabajo de todo el cuerpo, tan hinchados están los músculos de su nuca. Ciertamente, aun­ que sus cabellos ya blanquean, su vigor es dig­ no de la juventud. No lejos de este anciano maltratado por el mar, hay un niñito y una viña cargada hermosamente de racimos enro­ jecidos, a la que el muchachuelo guarda sen­ tado sobre el muro. En torno de él están dos raposas; la una v¿ y viene por los senderos destrozando las uvas madutas; la otra trama secretamente toda clase de astucias con res­ pecto del zurrón y muestra no dejar escapar al niñito antes de quitarle la meiienda. Pero ésíc hace una linda jaula para saltamontes con tallos de gamonitas engarzándolos con un junco y no le impoitan ni el zurrón ni tampoco las vides, de tal modo goza en su tejido. Por todas partes, en torno de la copa, corre una guirnalda de húmedo acanto. Ciertamente, es un espectáculo lleno de variedad, una maravilla que suspende el alma. Por ella di a Calidonio el barquero, una cabra, vino y un gran reque­ són de blanca leche. Aún no tocó a mis labios y está todavía sin estrenar. Gustoso te la re­ galaría, si tú, como verdadero amigo, entona­ ses tu deseada canción. No me burlo de tí. De ninguna manera la guardes para el Hades que hace que lo olvidemos todo. T i r s i s . (Canto).—Comenzad, Musas amigas, comenzad el canto pastoril. Este es Tirsis el del Etna y dulce es la voz de Tirsis. ¿Dónde estabais, Ninfas, dónde estabais, cuando Dafnis se consumía de pena? ¿En las hermosas praderas del Peneo o en las del Pin­ dó? No permanecíais ciertamente en la gran corriente del río Anapo ni en la cumbre del Etna ni en el agua sagrada del Akis. Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­ to pastoril. Al moribundo plañeron con sus gritos los chacales y los lobos, y lo lloró el león desde los encinares. Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­ to pastoril. Por él gimieron a sus pies muchas vacas y muchos toros, muchas terneras y becerros. Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­ to pastoril. Vinieron los vaqueros, vinieron los cabre­ ros. Todos preguntaban: ¿Qué mal te acon­ tece? Vino Príapo y dijo: “ Oh, triste Dafnis, ¿por qué ahora te consumes de pena? La ra­ paza corre buscándote por las praderas y por los bosques consagrados. ¡ Te envidio! Eres para ella demasiado mal amante y eres inhábil.” Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­ to pastoril. “ El cabrero, cuando ve que las cabras son cubiertas, se consume de pena porque no ha nacido macho cabrío.” Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­ to pastoril. “ Y tú, porque contemplas cómo ríen las rapazas, te consumes de pena porque no bailas entre ellas.” Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­ to pastoril. Vino Kipris, dulce y sonriente, burlonamen­ te sonriente en apariencia, pero internamente amargada, y dijo: “ Tú, Dafnis, en otro tiem­ po, te vanagloriabas de dominar a Eros. Y aho­ ra, no eres tú mismo el que está dominado por el terrible Eros?” Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el canto pastoril. Entonces Dafnis le responde: “ Kipris opre­ sora, Kipris cruel, Kipris aborrecida de los hombres, meditas que el sol se ponga para nos­ otros por última vez? ¡Ah!, en el mismo Ha­ des Dafnis será un mal dolor para Eros. Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el canto pastoril. De esta manera habla el vaquero a Kipris: “ Corre hacia el Ida, donde en la flor de la edad, Adonis apacenta un rebaño de ovejas, para que yendo de nuevo cerca de Diomedes le digas: “ Venzo al vaquero Dafnis, combáteme.” Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el canto pastoril. • “ Oh lobos, oh chacales, oh osos que tenéis vuestras guaridas en los montes, adiós! Ya no veréis a Dafnis el vaquero ni por entre la maleza, ni en los encinares, ni en los bosques consagrados. Adiós, Aretusa, y adiós ríos que vertéis vuestra clara corriente en el Timbris.” Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el canto pastoril. “ ¡Oh Pan, Pan!, ya te halles sobre la alta cima del Liceo, ya vagues por el Mainalon, ven a la isla de Sicilia y deja la tumba escarpada de Hélika y el elevado monumento del Licaonida que veneran hasta los bienaventu­ rados.” Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­ to pastoril. “ Ven, Señor, y toma esta hermosa siringa melodiosa, armada con cera endurecida y que se desliza bien sobre los labios; pues soy arras­ trado al Hades por el amor, yo Dafnis, aquel que cuidaba aquí las vacas, Dafnis el que lle­ vaba a abrevar los toros y los novillos.” Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­ to pastoril. “ Y ahora, que los espinos y los cardos pro­ duzcan violetas y que el lindo narciso engalane el enebro. Que todas las cosas surjan a la in­ versa y que el pino dé peras, puesto que Dafnis muere, y que el ciervo destroce a los perros y los mochuelos disputen el premio del canto a los ruiseñores.” Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­ to pastoril. Y diciendo esto murió. Afrodita quería re­ sucitarlo ; pero todos los hilos de su existen­ cia habían sido gastados por las Moiras y Dafnis siguió la corriente del Estigia. El tor­ bellino de la fatalidad arrebató al hombre ama­ do por las Musas y por las Ninfas no abo­ rrecido. Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­ to pastoril. Y tú dame la cabra y la copa, pues orde­ ñándola haré una libación a las Musas: Salve muchas veces Musas, salve; en el futuro can­ taré para vosotras aún más dulcemene. C a b r e r o .—Llena de miel sea tu hermosa boca, Tirsis, llena de panales y comas los dulces, higos secos de Aiguilo; pues cantas mejor que una cigarra. Ten la copa. Mira, amigo, qué bien huele; pensarías que se le ha sumergido en la fuente de las Horas. Vquí Kisaiza! Y tú ordéñala. Cabrillas, no h; inquéis, no se os venga el macho encima. Nueva versión del griego por J. Y. Viqueira SU PRINCIPIO Los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza ) se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se mani­ fiesta alguna vez infructuosa y necesita de me­ táforas, corrobora el segundo. Algún detenimiento metafísico reforzará impensadamente ambas afirmaciones: El mun­ do aparencial es un tropel de percepciones ba­ raustadas. Una visión de cielo agreste, ese olar como de resignación que alientan los campos, la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino y la sumisa rectitud de un bastón ofre­ ciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El idio­ ma es un ordenamiento eficaz de esa enigmá­ tica abundancia del mundo. Lo que nombra­ mos sustantivo no es sino abreviatura de ad­ jetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de cantar frío, filoso, hiriente, inque­ brantable, brillador, puntiagudo, enunciamos pu­ ñal ; en sustitución de ausencia de sol y pro­ gresión de sombra; decimos que anochece. Na­ die negará que esa nomenclatura es un grandio­ so alivio de nuestra cotidianidad. Pero en fin es tercamente práctico: es un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, es un santo y seña Utilísimo que nuestra fantasía merecerá olvidar alguna vez. Para una consideración pen­ sativa, nuestro lenguaje—quiero incluir en esta palabra todos los idiomas hablados—no es más que la realización de uno de tantos arreglamien­ tos posibles. Sólo para el dualista son valederas su traza gramatical y sus distinciones. Ya para el idealista la antítesis entre la realidad del sus­ tantivo y lo adjetivo de las cualidades no corro­ bora una esencial urgencia de su visión del ser: es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo, como los jugadores en la ruleta aceptan el cero. Ninguna prohibición intelectual nos veda creer que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros distintos que habrán de correlacionarse con él como el álgebra con la aritmética, y las geome­ trías no euclidianas con la matemática antigua. Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiada­ mente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el vocabulario metafísico, por ejemplo) son una serie de balbucientes metáforas, mal desasidas de la corporeidad y conde acechan enconados prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza, el rui­ noso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles, la sencillez del primer farol albriciando el confiado anochecer, son emo­ ciones que con certeza de sufrimiento sentimos y que sólo son indicables en una torpe desvia­ ción de paráfrasis. El lenguaje—gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas—es la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecua­ ción a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras. SU INSISTENCIA EN LA ÜRICA POPULAR Esa apetencia de uniformidad justiciera que informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la lírica popular no es menos numerosa de metá­ foras que la culta. Dos causas discernidas co­ laboran en esa especie: una esencial y la otra accidental. La esencial es la falsa oposición que establecieron los románticos entre la versifica­ ción académica, considerada con falsía como una ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser ficticio de ambos lados. En el academismo cabe mucho fervor y buena prueba de ello es que a las épocas de docto rebuscar siguen las épocas barrocas. La imitación erudita es invariable prólogo de los afligimientos verbales. La otra falacia estri­ ba en suponer que toda copla popular es impro­ visación. Pocos versos habrá menos repentiza­ dos que esos cantares públicos, que rebosantes de guitarra en guitarra, son rehechos por cada nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir diversas lecciones, que ya no incluyen la pri­ mitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso y llamativo prestigio que para los literarizados muestra la imagen. En la eventualidad de al­ gunas coplas metafóricas, propaladas en dema­ sía, se ha creído dar con el canon. Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho mil cantares que recogió Rodríguez Marín y publicó en Sevilla el ochenta y tres. Donde son turbamulta los testigos, no han de faltar muchísimos que me desmientan, pero llevo razón en lo esencial. Apartando muchas hipérboles que luego manifestaré, todas las tras­ laciones populares están en esas equivalencias sencillas que confunden la novia con la estrella, la niña con la flor, los labios y el clavel, la mu­ danza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querei y el viñedo. Claras imáge­ nes ante cuya lisa evidencia es dócil todo cora­ zón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron ungiendo y perdonando los siglos. La poesía del pueblo, nada curiosa de com­ paraciones, se desquita en hipérboles altivas. Esto no es asombroso, pues hay una esencial desemejanza entre ambas figuras. La metáfora es una ligazón entre dos conceptos distintos; la hipérbole ya es la promesa del milagro. Con es­ peranza casi literal manifestó el salm ista: Los ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brin­ carán de gozo los montes delante del Señor. Con esa misma voluntad de magia, con ese ahin­ co milagroso, dicen los cantaores (obra cita­ da, 2) : 1599 15 13 Cuando mi niña ba a misa L a ilesia se resplandese; Hasta la yerba que pisa, Si está seca, reberdese. E l naranjo de tu patio Cuando te acercas a él Se desprende de las flores Y te las echa a los pies. 1389 Cuando b’andando Rosas y lirios ba derramando. Grandioso hipérbole, ya sin ahinca de aluci­ nación, es esta que copio: 2775 B 1) 2) Quisiera ser el sepulcro Donde te van a enterrar, P ara tenerte a orazada Por toda la eternidá. A L T e saludan los ángeles, Sofía, luciérnaga del valle. L a estrella del Señor vuela de su cabaña a tu alquería. Ora por el lucero perdido, linterna de los llanos: porque lo libre el sol, de la manzana picada, de los erizos del castaño. Mariposa en el túnel, sirenita de mar, S o fía : para que el cofrecillo de una nuez sea siempre en sueños nuestro barco. E l suelo está patinando y la nieve te va cantando: Un ángel lleva tu trineo. RAFAEL ALBERTY. 12 Quiero añadir alguna observación sobre lt parcidad de metáforas en la poesía popular y el vocinglero alarde que hacen de ellas los lite­ ratos cultos. L a aclaración es fácil. Al coplista plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo a ciertos temas sino a un manejo tradicional de esos temas, no puede interesarle la metáfora nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinóni­ mos. Las anchas emociones primordiales—do­ lor de ausencia, regocijo de un amor contesta­ do, ensalzamiento de la novia— son las únicas poetizables para su instinto. Le atañe lo sobre­ saliente que hay en toda aventura humana, no las parciales excepciones. A l literato le interesa su vida, su costumbre de vida en función de desemejanza con los existires ajenos. E l coplista versifica lo individual; el poeta culto, lo meramente personal. (Una psicología desaliñada suele confundir ambos términos, pero ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La per­ sonalidad no colabora en el acto genésico, don­ de se manifiesta por entera la individualidad). ( C ontinuará ). JORGE L U IS BORGES. Lisboa, 1924. O C N E S E l sol se ha ido de veraneo. Y o traigo el árbol de Noel, sobre mi lomo de papel. Mira, Sofía, dice el cielo: L a ciudad para tí es un caramelo de albaricoque, de frambuesa, o de limón. 3) En tu dedal bebía esta plegaria, esta plegaria de tres alas: D eja la aguja, S o fía : en el telón de estrellas, tú eres la Virgen María y Caperucita Encarnada. Todos los pueblos te cantan de tú. De tú, que eres la iuz que emerge de la luz. París, 1024. E N T R E l a C R l T A medio camino. I C A Y E L I D E A L La Fama. llav autores que dan por buena su labor Hiere la seriedad nacional de nuestra voca­ en el preciso momento en que os hacen pensar ción literaria, el hecho de que se nos pida, des­ en una posible gran obra fracasada. de el extranjero, las obras completas de un se­ ñor de quien solo existe una copiosa ecogra­ Fracaso. fía que se refiere a sus tics. El f race so del arrivista empezó precisamen­ te en el momento en que, habiendo traducido en lenguaje ajeno sus alabanzas, quiso también traducir a el sus odios. Rectificación. Se habla a menudo del hombre que ha per­ dido el carácter. No comprendo por qué no se comenta con más insistencia la tragedia del Víctor Hugo. carácter que no ha hallado su hombre. La lectura de Víctor Hugo es como el bachi­ llerato de la poesía. Crítica teatral. Justificación. El deseo de decir la verdad al amigo nos castiga la vida. Y callamos. ¿ No os parece que ciertos autores tembla­ rían más que de costumbre si la crítica se apli­ case, no al examen de las obras, sino al del ¿Por qué nos obligamos a un silencio que nos tortura? — Para no perder el amigo. público ? Sería necesario vigilar la acción en la sala Divisa con imágenes. de espectáculos. Y entonces ya no se podria contar con el re­ curso del argumento de la obra ni con los chismes del escenario. Hemos repetido varias veces que habíamos de velar para que no nos domine la sugestión del Oriente. Sin embargo, podemos aceptar una divisa oriental con imágenes, tal como esa sentencia Amistades. de Laotzé: Aunque todos nos olvidaran, no nos faltará, después de muerto, la fidelidad no sospechada “ Acoge tus pensamientos como si fueran huéspedes y tus deseos como si fueran niños” . de ese íntimo comentarista de todos los ausen­ tes, que suele decir: — Era muy amigo mío ! JOSÉ MARÍA LÓPEZ-PICÓ. Barcelona, 1924. 13 n atu r aleza m uerta S. DALI PAISAJE CON FIGURAS S S A L V A D O R D A DALI L Je n‘ai jamais évite l'influence des autres... j'aurais considéré cela comme una lâchete et une manque de sin­ cérité vis-a-vis de moi-meme. Je crois que la personalité de l'artiste se développe, s'affirme par les luttes qu'elle a à subir... Si le combat lui est fatal c'est que tal devait être son sort. H. M a t is s e . Su arte, la pintura. Sus etapas: Su campo de acción, Cadaqués, un puerto— Primer momento (de influjo impresionista Illanco de cal— y azul de mar. y puntillista, especialmente en los apuntes). se asoma al paisaje con los ojos entornados Simultáneamente, estudios de naturaleza— — la línea no existe— el ambiente es una iri­ bodegones casi-ascplicos— paisajes con un resto, sación. todavía, de ensueño... Momento— “ faube” — y del cubismo decorati­ vo. En una febril producción— con primarios co­ Cambio de ambiente; comienzan los ensayos lores al temple— de tumultuosas composiciones, futuristas. Escenas de suburbios— miseria, no­ con temas de cuco, de feria, de meriendas cam­ pestres, obtiene, con la mayor sensualidad del che, vicio—que recuerdan las descomposiciones de Marc Chagali. asunto, la mayor sensualidad en el color. In­ fluencias de los “ Ballets” rusos y especialmen­ Como reacción del extremo futurista, apare­ te del teatro de Contcharova y Larionof. P ri­ cen los primeros ensayos de “ pintura pura” . mera aparición del esquema geométrico. En ese momento Dali está más cerca de Matisse [SE. V jH r PAISAJE DE OLIVOS * i S. DALI S. DALI CADOQUES que de los cubistas, pues parte aún de la sen­ las anteriores cualidades (decorativismo, color, sación para llegar a las ideas; después, a base literatura, cerebralismo) le absorbe la preocupa­ de las ideas, liega a realizar las formas. ción constructiva (potente influjo de Derein). Se opera la total reacción. La visión de ojos entornados se ha convertido Las exuberancias anteriores ceden ante el en visión “ precisa" de pupila dilatada. Retorna entusiasmo creciente por Juan G ris; ante el al color ya depurado, admira a Rafael, Poussin, estudio del cubismo científico y la limitación de Ingres, y al dibujo paciente—heroico aprendi­ la paleta. La criba del cubismo retiene todo res­ zaje— de una cosa cualquiera, exenta de lirismo. to de arte humanizado, y al retornar al natural, j . SUBIAS. atravesando un período negro, de lucha contra Barcelona, 192.1. 17 RETRATO DE MI HERMANA -1 9 2 3 S, DAL I S E M 1) Parecía una mujer 2) P O E M A S entre la siesta densa, y era una niña. y yo me adormecía. Después Después yo era un arroyo parecía una niña y arqueaba mi lomo de agua limpia y era una mujer. como un gato mimado para rozarte al paso. Como el viento en el aire como en el mar la ola, como el agua en el río, vas dejando una estela sola, una invisible estela de vacío. 6) Y esta voz es la tuya. No sé lo que me has dicho, queja, pregunta o mimo. Esta—sin tí—voz tuya ¿cómo, sin tú saberlo, ha aprendido el camino 3) Si el ayer muerto ya fue algún tiempo un mañana solo mío, y sin que tú desates su cadena ha venido? este mañana de ahora nuestro ¿cuándo vendrá a ser hoy eterno? 7) Mi vida ya no es veleta Esperémosle juntos, que gira a todos los vientos. y cuando sea nuestro, Es brújula firme y quieta, para que no se vaya nunca, pastora de pensamientos. entre nosotros dos le sentaremos. Que Josué nos enseñe a jugar con el sol a la cometa. 8) Quisiera ser convexo para tu mano cóncava. Y como un tronco hueco 4) ¿Por qué cuando te hablo para acogerte en mi regazo cierro los ojos? y darte sombra y sueño. Yo pienso en aquel día Suave y horizontal e interminable en que tú me los cierres para la huella alterna y presurosa —esperanza infinita— a ver si mis palabras de tu pie izquierdo y de tu pie derecho. —costumbre larga mía— pueden más que la muerte. 5) Ayer soñaba. Tú eras un árbol manso —y la morada, abanico de brisa— GERARDO DIEGO. Ser de todas las formas como agua siempre a gusto en cualquier vaso, siempre abrazándole por dentro. Y también como vaso para abrazar por fuera al mismo tiempo como el agua hecha vaso tu confin—dentro y fuera—siempre exacto. Gijón, 1934. L A S M E A T A B B I Ó L D I U C A R S D L E E E S P D ea s, eece D ea s E l tío Esculapio esperaba a Korrigán en el andén de la estación de las Brumas Estiva­ les. Se abrazaron con efusión. Esculapio felicitó a Korrigán por su buen semblante. Korrigán se extasió ante el buen aspecto siempre cre­ ciente, de su tío. Korrigán refirió después su fantástica aventura. Habló de los maleficios de la hechicera D olor; no cesó en las alaban­ zas del palacio de las hadas enferm eras; en­ salzó su belleza y sus chocolates. Volvió a con­ tar minuciosamente sus viajes. Y Korrigán habló tanto, que sintió sed. Su tío Esculapio era miembro de la Liga anti­ alcohólica y le ofreció una limonada. Se sen­ taron en la terraza del café de los Noúmenos, situado en la calle de la Anarquía. Curiosamente miraba Korrigán el incesable desfile de paseantes. Desde hacía mucho tiem­ po no había visto seres humanos y el espectácu­ lo le divertía en extremo. Los hombres cambian; la moda también cambia, y la moda había cambiado durante los viajes de Korrigán. Los nuevos trajes ridícu­ los le parecieron grotescos y creyó ver desfilar ante sí los más extraños títeres. V ió a Lascivo, su antiguo profesor de tan­ go. Le llamó. Charlaron después de los cum­ plimientos de costumbre. E l tío Esculapio, en tanto, dormitaba; aquel dia no había podido hacer su siesta acostum­ brada. A l cabo de una bora el tío Esculapio se despertó. Alzó la cabeza, se estregó los ojos, golpeó su vientre suavemente con las manos: “ No es del todo necesario que yo me duerma aquí, d ijo ; volvámonos, K orrigán .” Buen sobrino, Korrigán obedeció. A l llegar al puente de los Arcángeles se se­ pararon. E l tío Esculapio vivía a la orilla de­ recha del Amnios, el gran río del país de las Brumas Estivales. Korrigán vivía a la orilla izquierda. Sin duda a esto obedecía el que sus ideas políticas fuesen tan diferentes. K o rri­ gán lo creía así. En Taine había leído que el hombre es la consecuencia del medio. Y K o rri­ gán lo comprobaba: el diputado de la orilla derecha era realista, y anarquista el de la ori­ lla izquierda. L a habitación de K orrigán era muy peque­ ña, anidada bajo los techos, teniendo por ve­ cindad los nidos de golondrinas vacíos en aque­ lla época del año. Desde allí se divisaba un espectáculo deslumbrador: el Amnios se ale­ jaba dibujando majestuosas curvas que morían en el horizonte, al pie de montañas azules. Y cuando la esmeraldina corriente se inflamaba bajo los rayos del sol poniente, Korrigán se sentía alma de poeta y su corazón se derretía... 20 1 N (Virgilio, Eneida, VI, 46) Korrigán contempló de nuevo, con ternura, s.r pequeña habitación. Y fué como si un so­ plo del pasado floreciese en él, y los recuerdos le asaltaron atropelladamente. Respiró un poco el aire fresco, hizo un viaje alrededor del cuar­ to, pero se abstuvo de escribir una novela. Presto se sentó; recordó que Schopenhauer había dicho: “ E s mejor estar sentado que en pie” ; y atendió los consejos del gran filósofo. Por un instante Korrigán permaneció so­ ñador, perdidos los ojos detrás del tabique, entieabierta la boca, chupándose el dedo pulgar. Abrió un libro olvidado sobre la mesa: eran los Serm ones de Bossuet; leyó algunas líneas. Cautivado por el asunto, bostezó enternecido. Entonces abrió una puerta al pasado. Los recuerdos libraron en su cerebro una zaraban­ da desenfrenada: la hechicera Dolor bailaba con el tío Esculapio; volvían en tropel las visio­ nes del país de los Cuentos Fantásticos. Los ojos de la pantera de oro le perseguían sin tre­ gua a través de su sueño. Después, era la pe­ queña hada blanca del país de las hadas enfer­ meras quien venía hacia él, y sonrió. Como antaño, aquellos ojos azules le inflamaban deli­ ciosamente el corazón. Para alejar la visión, Korrigán se pasó la mano por la frente. Pero los dos ojos conti­ nuaban mirándole. Ahora estaban en medio de la habitación, posados sobre el vientre de un pequeño jarrón de China. E l día declinaba. En la habitación los objetos iban oscureciéndose lentamente. “ ¡P o r Zeus, el de la barba de plata, gritó Korrigán, heme aqui completamente chiflado. Alucinaciones ahora. A ún el maleficio de la hechicera D o lo r! ” U n pincel invisible pintaba, en tanto, carne alrededor de aquellos ojos. De ellos salió un glauco enanito. Se puso a hacer cabriolas, después aperci­ bió a K orrigán y le saludó haciendo una pro­ funda reverencia. K orrigán interpeló al enanito glauco. Este sonrió burlesco; sus carrillos eran de un ver­ de cadáver, fofos y arrugados, lo que dalia a su rostro un aspecto de manzana cocida. En una mano tenia una ballesta y de un costado le colgaba una aljaba. Korrigán se adelantó hacia el glauco enanito, pero este co­ gió una flecha de su carcaj, engató la liallesta en su arco y tiró. Silbó la flecha e hirió a Korr’gán en medio del cora ún. Y el enanito glauco desapareció. K orrigán había empali­ decido. “ ¡P o r Venus, tres veces virgen, gritó, de nada me sirven los viajes! ¡A l diablo con las alucinaciones v con i'l glauco enanito! Schopenhauer ha dicho: “ E s preferible estar acos­ tado que sentado” . Atendamos al gran filósofo.” Y durmió toda la noche... Korrigán se despertó muy tarde. Le pare­ cí»' haber soñado. Se asomó a la ventana pen­ and o que el aire fresco disiparía las fantas­ ma«,'» ¡cas visiones que asaltaban su cerebro. Pero la imagen del glauco enanito seguía per­ siguiéndole sin tregua. Se creyó, desde luego, víctima de alucina­ c i o n e s . Un poco ae reposo disiparía sus nerviosas sensaciones. Pero cuanto más reflexioiv ¡ tanto más se fijaban las visiones en su ce: hro. Por un instante llegó a creer que un dios ansiaba darse a conocer por su boca al pueblo y que le había hablado. Korrigán hizo examen de conciencia y pronto comprendió que no estaba lo suficientemente puro para ser dif.no de tal elección. Entonces se dirigió a casa de su tío para contarle la aventura. Eran las diez. E l tío Esculapio trabajaba en su laboratorio. Bajo una campana de cristal el enano glau­ co bebía ávidamente un caldo de cultivos. Korrigán precipitóse hacia la campana gritando como negra con dolores de parto. En aquel momento estudiaba el tío Escula­ pio las manifestaciones del instinto maternal er. la pulga, y tanto se perturbó, que despa­ churró a toda una familia acampada sobre la platina de su microscopio. — ¡ Ahí está mi enano glauco, ahí, debajo de la campana!, gritó Korrigán con una voz esti angulada. Esculapio, que todavía no había podido ave­ zarse a ser intrépido, recobró sus sentidos. — No, Korrigán, no tiene nada de enano glauco lo que resguardo bajo esta campana; esto no es más que un feto que ha hecho voto de castidad y que he alojado en mi laborato­ rio. Merced a un líquido palingenésico lo con­ servo vivo desde hace varios años. Pero Korrigán, hasta entonces siempre tan respetuoso para con su tío, no quiso ceder en esta ocasión. Contó nuevamente su visión de la víspera por la noche. Esculapio juzgó el suceso como de los más interesantes. Se acomodó en un gran sillón rojo y trató de dar una explicación a lo acae­ cido. — Desde luego desechamos la hipótesis de un hecho natural, dijo. Estas palabras de un gran filósofo (Maeteilink), comprueban la exactitud de mi ra­ zonamiento : “ Hay mucha mayor probabilidad de alcan­ zar, por acaso, un fragmento de verdad ima­ ginando las cosas más insospechadas, que es­ forzándose en conducir los sueños de nuestra in aginación por entre la eternidad, entre los diques de la lógica y las actuales posibilidades.” — Falta lo sobrenatural, es decir, el dominio ele los hechos suprasensibles que sólo nos son conocidos por raras manifestaciones... ¿E n ­ tiendes, K orrigán?” Pero Korrigán dormia ya, sentado encima de una jaula de conejos. El tío Esculapio lo despertó y continuó luego: “ ...Decía que estas manifestaciones supra­ sensibles, aunque laras, existen sin embargo, y tienen por causa la revelación de los espíri­ tus o de los dioses, a los hombres. Tú has sido uno de esos dichosos mortales.” — Pero las alucinaciones... argüyó tímida­ mente Korrigán. — No se admiten en nuestra época. Antes se decía que la percepción es una alucinación cier­ ta, pero como nadie ha logrado, jamás, poner­ se de acuerdo para distinguir lo cierto de lo fal­ so, se ha desechado todo, en bloque, y a la hora actual todo eso se explica lógicamente por lo sobrenatural. E s un “ laponio” quien acaba de aventurar esta teoría en su Filosofía de las Quinteras. — Todo eso es muy hermoso, dijo Korrigán, pero en nada me explica el por qué un tnanito verde no cesa de perseguirme desde ayer noche. Y a me ha atravesado el corazón con mil flechas mordicantes. Y estaria ya muerto si no fuese por una imagen de San Antonio que, entre dos notas del lavado de la ropa, llevo siempre en mi cartera. “ Y o os aseguro, tío, que padezco las obsti­ nadas visitas de un enano pequeño y glauco que me asaetea el corazón y me hace padecer horriblemente.” — Y a lo veo, dijo el tío Esculapio. “ Ese pequeño personaje que me describes es, sin duda, el dios griego que las amorosas bacantes invocaban con el dulce nombre de Eros. A veces viajaba de incógnito bajo el nombre de Cupido. Pero en los tiempos de la decadencia romana cometió algunas trápalas. Ahora se hace llamar Amor y, para disimular mejor, afecta la forma de un querubín.” El tío Esculapio se recogió un instante y añadió después: “ Vanidad de vanidades... Eros, antaño tan hermoso, tiene al presente una facie de man­ zana cocida y la apariencia de un feto ma­ cerado.” Dicho esto, Esculapio bajó la cabeza y en­ mudeció. Meditó tan gravemente sobre la futilidad de las cosas divinas que se durmió sobre el gran sillón rojo. Korrigán volvió a su casa turbado por el discurso de su tío, tan docto y tan filosófico. Se sentó a su mesa de trabajo y allí pasó por todos los estados morales, especialmente por los más diversos estados psiquicos. Pero estos estados no eran más que el reflejo de los de Eros, el pequeño enano glauco. Se deshizo en lágrimas meditando en las bellezas de la filosofía. Quedó helado, de miedo, al pensar que él, mortal despreciable, estaba en contacto con los dioses. Pensó, por último, en la disipada con- ducta que había llevado en el palacio de las hadas enfermeras, y fue entonces cuando se cristalizó. E l tío Esculapio, que después estu­ dió el fenómeno siguiendo el método de Stendhal creyó, aunque no pudo afirmarlo, que se había cristalizado lo mismo que Eros, por el sistema cúbico. Korrigán tenía ante sí al pequeño enano glauco, tallado en facetas brillantes, a manera de una figurita de pintor cubista. Y entonces recordó las páginas de Stendhal, sobre la “ Cris­ talización del A m or” . Esto fué una revelación. Korrigán vió que estaba enamorado. Pero Korrigán era curioso e intentó deter­ minar sus sentimientos: su corazón palpitaba fuertemente y sentía una confusa necesidad de dilatar su alma en el seno de un alma hermana. A veces creía ver esta alma herma­ na en la pequeña pantera de oro que en el país de los Cuentos Fantásticos se había transfor­ mado en hada enfermera. Mas esta sencilla probabilidad no le satis­ fizo por completo e intentó hallar una defini­ ción más precisa. Fué a escudriñar en su bi­ blioteca, trajo un enorme montón de libros, y se dió al trabajo. Korrigán había recobrado su calma habi­ tual. Y a no le inquietaba Eros, el pequeño enano glauco, cristalizado para lo sucesivo bajo la tapa de su sombrerera. Y Korrigán procuró conocer el Amor. T ra ­ bajó largo tiempo, mucho tiempo... Pero al cabo de un mes aún no había podido llegar a definir la naturaleza del A m or... Korrigán fué a sentarse en la orilla del lago azul. Desde hacia algún tiempo olvidaba al tío Esculapio. Se tornó triste y solitario. Y a pesar de sus laboriosos estudios sobre el Amor, era el día en que aún no había po­ dido encontrar una definición que le satisfi­ ciese. Korrigán contemplaba el prisma del sol po­ niente que descomponía el horizonte en mil colores. Soñó con los ensueños que en otro tiempo hacía su pequeña pantera de oro en el país de los Cuentos Fantásticos. E l lago, en tanto, se teñía de violeta. A lo lejos, los árboles esmeralda manchados de muzgo nacarado, se tornaban de color salmón. Una nube malva espolvoreaba el aire a modo del cálido aliento de un gran incendio en lonta­ nanza. En las lindes del bosque las nubes blancas se destacaban sobre la masa negra de los pi­ nos. Ligera, rápida, la forma apareció, se des­ lizó, se aproximó y se dibujó al fin. E ra la pequeña pantera de oro metamorfoseada en hada enfermera que venía hacia él. Se sentaron el uno cerca del otro, al pie de un gran pino negro que se miraba en el lago amatista. Y hablaron, hablaron largamente. Los ojos en los ojos, soñaban. Sus labios se rozaron. Entonces Korrigán preguntó a la pequeña hada blanca la definición que inútilmente bus­ caba desde hacía tanto tiempo. No se sabe si el hada enfermera dió a Ko­ rrigán una definición filosófica, mas desde ese día Korrigán no interrogó a nadie sobre Eros. Cuando se habla de este asunto ante él, calla y sonrie misteriosamente. C S A N C I O N E Divino so l!... Divino so l!... Penetras en mi alma y en mi carne... A tu llamada me cubro de corolas como humano rosal... Y brotan de mis labios canciones y sonrisas, y es clara, como tuya, la luz de mis pupilas, y es dulce, como tuya, esta alma mia primaveral... Divino so l!... Divino so l!... Y o quiero derramarme en los campos, y jugar con las frondas, y madurar la m ies!... Y o soy un sol humano que se derrama en cantos, y calientan las almas mis melódicos ra y o s; ¡ yo misma soy el sol, LUISA L U IS I. 22 VERSIÓN DE JUAN DE JESÚ S VÁZQUEZ. Abril, 1924. A L S O L que sobre el grande y negro panorama del alma abre la luz, en corolas, en cantos y esperanzas su sed inextinguible de Amor y de Piedad!... Extiendo mis dos manos abiertas sobre el mundo y de ellas brota en haces toda la luz solar!... Divino so l!... Divino so l!... Hermano, súbeme a ti, y contigo, demos a toda vida su gracia primordial!... Y o siento que soy una con tu fecunda lubre, y siento que en tu seno me ah.- ibes como nube y siento que en mi brilla tu luz meridional. Estréchame en tus brazos de fuego y de alegria, y esparzan sobre el mundo un n-uoi y mi poesía las mil agujas de oro de tu radiante fa z !... Montevideo, 1924 V E N T VENTANA DE COLEGIO Era tan triste la celda, que cuando abrí aque­ lla ventana se derramó sobre el jardín una humareda de sombras. Daba a un viejo patio, que era un museo. Cada ventana abierta era aquella tarde un retrato mudo. Parecía que aso­ marse era romper la tela. Una risa que brotó de un lienzo— voz de colegialito novel— se halló tan desnuda, tan punzada de saetas de silencio, que, tímidamente, se refugió de nue­ vo en su garganta. En aquel museo de altas paredes mor 1idas por el tiempo, lleno de lacios arbustos, era mi ventana un lienzo más colgado del muro. Allí aprendí a no asomarme a nada por temor de no romper la tela, y se tué adelgazando mi voz entre losas de silencio. A la luz de esta ventana vi danzar sobre los libros— siempre abiertos por la misma página— a los graves malabaristas del pensamiento. Infantilmente se escamoteaban las ideas, ju ­ guetes del espíriiu. Reñían por unas pobres palabras— candelillas en la noche— que ni si­ quiera eran bellas. Torpes ingenieros, querían jalonar el espacio y el tiempo. Alzaban montoncillos de arena en medio del caos y pre­ tendían razonar la vida como un teorema. ...Pero, a veces, entre las turbias páginas, se deslizaba, como un ladronzuelo de horas, una mano furtiva que, con su pañolito de seda bien oliente a senos maduros, borraba los teo­ remas y derribaba los jalones. Y de todo el papel sabio hacía un montoncillo de barquitos graciosos que luego, de un soplo, iban a cabe­ cear en el aire, por la ventana extenuada. VENTANA SONORA Cuando me asomo a esta ventana, arden en A N A S mí tallos nuevos y vienen a posarse en mis hombros estremecidos unas coplas errantes. Y recuerdo aquel pobre libro dormido entre cenizas de biblioteca, que ya no tiene guitarra que le haga despertar. Onda pura de ritmos quj se acurrucaban junto ai rescoldo, o se hun­ dían en el jovial torbellino. Ejemplar único de un libro sin historia, porque siempre tuvo le­ yenda. Cuna donde unos versos niños ensaya­ ban su salto a la calle... ¡Y o los vi picotear el pan de los umbrales, a cambio de una lá­ grima ! VENTANA ROMANTICA Aquella otra ventana daba a una alegre ave­ nida donde bajaba el sol a jugar con las mele­ nas rubias de los niños. Allí encontré a Car­ lota. Me bastó desear que viniese, para verla llegar. El aire estaba salpicado de gritos infan­ tiles que apagaron nuestra voz. O tal vez nada dijimos. Sólo recuerdo que no nos sorprendió vernos juntos. Y o saltaba allí, desde el alféizar, todas las mañanas, cuando ya habían lavado y peinado la avenida para que pudiese recibirnos fresca y risueña. Llegábamos juntos; y, enlazados, Carlota buscaba una gruta donde el sol recor­ tase más pequeños sus redondeles amarillos. Nos divertía mucho verlos rodar por la tierra huyendo de los dedos del aire. También nos divertía el miedo de los pájaros a las nubecillas negras. Era dulce olvidar nuestro cariño para recobrarlo, cada minuto. Yo siempre había soñado una novia así: ale­ gre, ingenua, dócil... Yo, entonces, filosofa­ ba—antes de vivir— , y ponía condiciones al amor. Preferí que se llamase Carlota, porque se me reveló entre niños. También la quise 23 rubia y pequeña. No me importaba el coloi­ de sus ojos, porque las acacias los pintarían de verde. Entre sus ojos y los míos tendería el sol cordones de oro, donde saltase también, locamente, nuestro amor niño. Nunca hablamos nada. Un banco oculto en­ tre los pinos, nos llamó al reposo. Los pinos, luego, bromeaban con nosotros, clavándonos en la nuca sus flechitas verdes. Y o oprimía las manos de Carlota muy suaves de jugar con madejas rubias de aurora. A veces las lleva­ ba a mi boca encendida que las hacía gotear jugos de nardo, zumos de cereza... Un día se me desvaneció al cerrar la ven­ tana. ¡ Supo que mi silencio lo elaboraban los libros, esos necios libros que no saben hablar de am or! Pero el niño loco aguardó siempre, y una noche tembló de frío sobre el alféizar. Le había despertado la falsa copla del viento, el volteo indiferertte de la luna, la trivial fermata de otras pupilas... No le acogió ningún tibio seno, y, entre las macetas apagadas, se acurrucó llorando. ¡ Entre tanto, en la cuna yerta, se iban secando lentamente las can­ ciones ! VENTANA DE LEYENDA Un día Mohamed se enamoró de dos huríes gemelas, e inventó el parteluz. VENTANA IMPACIENTE Las seis... E s la hora, pero quiero que se impaciente. Me gusta verla vacilar entre la sonrisa y la mueca. Sus ensayos de desdén son deliciosos. A lzará los visillos cada minuto. Correrá a la puerta, la entornará, leerá un instante, de­ jará la novela, volverá a la ventana... Prepa­ rará un gesto de solemne indiferencia... Debie­ ra agradecerme estos retrasos, porque sale, de cada uno, más ágil de espíritu. Y , con el en­ fado, su carita fresca germina de grana calien­ te ¡ que derrite muy bien los besos! Para retrasarme un poco, besaré a esta niña de todas las tardes, que está jugando con montoncitos de tierra. Apenas hay en su carita re­ donda lugar para el beso. Me crujirán después los dientes de arenilla... Le doy el cucurucho de los dulces que compré a Clarita. Luego en estos labios golosos, me ensayaré a besar... Clarita saldrá ganando. Me llena los labios de azúcar. Ríe la niña cuando saco el pañuelo... Y a esta otra niña grande que se burla de mí, desde un balcón, yo le d iría : 24 — Para tí no tengo bombones, pero tengo unas palabras muy dulces. Parece esto un tema de francés... Pasaré de largo. Miraré las fachadas. Esta es nueva, re­ cién pintada. No tiene, como las otras, ningún escudo en la clave. Esas tienen ya su leyenda, su pergamino... Son fachadas para eruditos. En cambio esta— recién nacida— es para poetas, porque aguarda que uno de ellos le escriba su leyenda. En este soportal hay un velador solitario. Debo macerar mis labios, prepararlos para el beso... E n este café provinciano hay un vino que dicta poemas deliciosos.— ¡ Mozo, un vaso! Ahora estará, con los brazos desnudos en alto, ensayando un fino temblor en sus pechitos tiernos, para que mi abrazo no los sorpren­ da inertes. Conozco la caliente y rosada vibra­ ción de sus brazos desnudos que ahora se en­ sayan en negar a los míos un ágil engarce... Sus claros ojos preparan la nube sombría... Otro vaso... L a siento llegar y arrancar de mis manos el vino. E n premio me daría a be­ ber sus ojos que nunca se agotan. Me daría a comer sus mejillas y su boca. He visto pren­ dida a sus pestañas, una nubecilla de oro... ¡ Será este poco de vino que aún burbujea en mis labios! Las siete. Una hora ya es demasiado. Ella está ahora tan alta de mí, que cuando llegue no voy a conocerla. Y a no sé si debo profanar esta copia, cotejándola con el texto. Sería cruel destruirla... Tendré que ir a verla una tarde en que no haya pensado ir a verla... VENTANA DE CAFÉ E l café apenas existe mientras no se apa­ gue esta vena rota por la que se desangra du­ rante el día. Cuando la noche inyecte al heri­ do bidones de luz propia, vendrán los leales amigos, los que toman café con toda su luz, los que deberían pedir luz sola, porque solo a beber luz vienen al caf é. E sta ventana no es una valla, es un mos­ trador por el que pedimos a la calle lo que ésta nos niega. No somos francos amigos de la calle. Los grandes regalos de sus rifas no lle­ gan a nosotros, emboscados del café. Habría que saltar al otro lado, invadir el gran almacén y volver a tomar luz de café, con los bolsillos llenos. Entonces, esta ventana tendría un bello sentido de aro de circo. BENJAMÍN JARNÉS. Madrid, 1014 ESTUDIO PEROTTI i Inútilmente el comedor te aguarda con el sonido azul de su penumbra, y el mantel familiar, con su voz blanca te ofrece la alegría de sus frutas. La fiebre te retiene recostada sobre el sillón que acuna tu idealidad de enferma, siempre niña... Desde el balcón de casa yo veo cómo vuelan por el jardín, los pájaros grises y taciturnos de tus ojos... Y yo sé que al llamarte me dirán tus m iradas: “ Ahora, no... más tarde... i Si vieras cómo hemos picoteado sobre todas las flores!” Y ya ebrios de lirios y violetas y de jugosas ramas, se entornarán tus ojos... Y lo mismo que ayer, y que mañana, habrá de reclamarte inútilmente el mantel familiar, con su voz blanca... 11 |_a visita del cielo y del jardín por la ventana abierta trepó... E l sol, golosamente, se ha sentado en el sitio mejor. Supersticiosamente, reservamos su silla... Nos parecía que había vuelto a casa el hermano mayor. L a flor del duraznero no tenía tu color. Entrabas a la vida, con un nuevo “ traje largo” de salud... Mi madre, siempre triste, se olvidaba de desplegar su gesto de dolor... Y hasta el terco zumbido de una avispa fué grato al comedor. Mayo, 1924. JU L IO J . CASAL. L. I B E l A lb a y otras cosas.—Ramón Gómez de la Serna. Edit. Calleja. Madrid, 1923. Un R O S Burla y emoción, también, de este extraño y per­ sonal humorista, suyo en sí. menos de RAM ON. Hasta en provincias Tras sabio acecho, semioculto tras esa tupida cor­ le tuteamos—teniendo, claro está, el cuidado de es­ tina de terciopelo rojo—que sirve a RAMON para cribir su nombre con letra mayúscula; que es del que no le vean las cosas—ha logrado aprisionar entre único modo en que RAM ON, pierde su acento ro­ sus dedos azulados por el frío crudo del amanecer, tundo e inconfundible—y, conversamos familiarmen­ el secreto inefable del alba. íiD ro te con él, sin haberlo conocido nunca; a pesar de ello, todos nosotros, hemos estrechado calurosamen­ te sus manos: manos cordiales e ilusivas, hábiles para escamotear por medio de una diestra greguería, La luz lechosa y ofuscante del principio del día; su frío cortante y ateridor; los últimos guiños de los faroles, torcidos, ojerosos j blandengues; el agudo y torpe clarineo de los gallos; los largos bostezos el secreto vivo y palpitante que late en el fondo de de los portales, y esos otros más disimulados de las cada cosa ¡gran rompedor de precintos objetivos! ventanas, que pasan la cortina, como una mano para Sí, un libro menos. Los libros de RAM ON, apenas ocultarlos; el canto de los pájaros, que cantan aún venidos al mundo, adquieren ya plenitud viril y car­ adormilados; el sordo ruido de colleras de ese coche ta de ciudadanía en país extranjero (¿ ?), imposibi­ que intentó raptar el día; el tañido cristalino de esa litando a su padre la inscripción en el Registro civil. campana, que se ha hecho añicos en el amanecer; Son niños, que nacen con un vello precoz, y que toda el alba desnuda, vivida, íntegra, ha sido acu­ poseen una voz recia y hombruna, que desconcierta sada de tan admirable suerte, que ha adquirido cate­ a su mismo progenitor, yo sé de uno, que a poco de goría de auténtica, cierta, verdadera. nacer, ya tocaba el piano a cuatro manos. La otra, ha pasado a ser un alba apócrifa, iluso­ El último libro que produzca RAM ON, será la ria, artificial; fingida por medio de espejos de ilu­ anulación completa y definitiva de su obra. El lo sabe, sionista, con falso cacareo de gallos mecánicos, y lí­ y esto hace que se acreciente su ímpetu generador: vidas luces de bengala. cada nueve meses, uno. Y eso, sin contar los que se Tan real es, la otra, que leyendo el libro adquiere le han malogrado; que él guarda celosamente, en uno “ ese rostro amoratado del alba” , siente en grandes frascos de vidrio con alcohol. manos y piernas, la flojedad y el torpor del que ha En su nuevo libro: E l A lb a y otras cosas, cul­ velado hasta el amanecer; y de pronto, se pregunta minan plenamente sus dotes maravillosas de certero uno angustiado cuántos días lleva sin acostarse; dur­ y atento observador—¡magnífico ejemplo de acui­ miendo de un tirón cuarenta horas seguidas. dad visual!—junto a una honda y rara intuición ar­ tística. Yo mismo, he sentido parárseme las manecillas del alma, cuando por entre las rendijas ocultas de 27 I este libro, se lia colado esa luz fría y lívida, con que se anuncia el amanecer... L o s rostros pálidos (Cuentos europeos), por Mon- tiel Ballesteros.'—Montevideo, 1924. Leemos nucvamciu • un reciente volumen de Mon- En la segunda parte de este sugerente y admira­ tiel Ballesteros. El celebrado autor de “ Alma nues­ ble libro, resplandece esa luz tibia e íntima de lám­ tra ” y “ Cuentos uruguayos” , nos envía ahora su li­ para hogareña que es R A M O N ; lámpara burguesa bro “ Los rostros pálidos” , que lo integran episo­ de hierro afiligranado, cubierta de dijes, que resguarda dios y cuentos de asunto europeo. su cabeza de los catarros con un inviolable solideo Montiel Ballesteros es un escritor que une a gran de cristal, y proyecta tiernamente sobre el hule lus­ talento una envidiable flexibilidad. Trata diversos gé­ troso de la mesa, su brillante círculo de linterna neros y en cada uno de ellos destaca su personali­ mágica, por donde pasan magnificados todos los me­ dad y su acto, en forma que, aisladamente examina­ nudos sucesos cuotidianos. ¡ Y qué bien se compenetra das, parecen constituir su exclusiva especialidad. este dorado círculo, con ese avisado monóculo sin cris­ tal, que se pone RA M O N para ver las cosas! Se adivina, leyéndole, que éstas le salen al paso, re­ sueltas a pedirle un pensamiento autógrafo a este gran Hemos leído poemas muy bellos y modernos, al­ gunas veces. Otras, nos ha enviado versos acordes en fondo y forma con la ortodoxia académica. En ocasiones ha escrito prosas tan llenas en giros, poli­ tío del álbum universal que es R A M O N ; y una vez cromías y sugerencias, como las de los más desta­ conseguido su objeto, se pierden haciendo dengues cados escritores de vanguardia, y en otras, su lé­ y zalemas, por esa puertecilla invisible que éste deja xico y su cláusula, se han ungido del aroma verbal, entreabierta en el espejo de su conciencia. rico y vivo en modalidades de los hombres de las campañas uruguayas. Así en “ Alma nuestra” y en Yo no sé por qué se me figura, que en R A M O N , han empezado a crecer las solemnes patillas de F í­ garo, después de su estupendo pistoletazo. También “ Cuentos uruguayos” , libros que le dieron justa fama. Escritor agudo siempre. Un episodio, unas cos­ creo ver en él, esa gordura—que sigue tumbres, unas fiestas oficiales o mundanas, le bas­ aumentando de un modo alarmante—sana, plena y tan para componer sus piezas literarias. En ellas, rotunda, del otro D. Ram ón; el de las humoradas ; además de estilo, hay bellas y acertadas descripcio­ gordura crasa, jovial e inabordable, que infunde res­ nes sutiles matices, ironías y duda, gran maestro en peto a los demás. armonía literaria. Lo que, desde luego, puede asegurarse, es que, R A ­ Varios de sus cuentos, cito por señalar alguno MON, pese a su creciente gordura—¡o jo ! no obe­ “ Los Mutilados” , producen en el lector un regocijo sidad—posee esa escurridiza viscosidad de anguila, entusiasta. Vedle con qué arte nos va presentando que hace imposible su apresamiento crítico. la hinchazón de tipos y personajes—atacados de va­ Y, sin embargo, su arte es noble, sincero, franco; horro de atormentados torcimientos salomónicos, y aliños y afeites de falsa naturalidad; “ de desnuda que está brilla la estrella” ; quizá en esta frase, que RA M O N estampa en su biografía, se halle con­ tenida la gran verdad de su arte. Y , por encima de todo, esa su voz fuerte, segura, alentadora, que g ri­ ta en todas partes su consolador y óptimo, S E M P E R G AUD ERE. J. GONZALEZ DEL VALLE. nidad hidrópica—, para luego aplicarles un pincha­ zo final que hace brotar la risa, ante el estallido ins­ tantáneo que produce la vacuidad grotesca de los mismos. Así, pues, con finas ironías, con descripciones ad­ mirables, con estudio de complicadas psicologías, transcurren las páginas de estos cuentos europeos, titulados "L o s rostros pálidos", que añaden al pres­ tigio de su autor, nuevos y merecidos lauros. MANTEL MUNOA.