S U M \ R I 0

Anuncio
C A N T Ó N
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J u l i o
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Poém es.
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P E Q U E N
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A L F O N S O
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J u le s S u p e r v i e n e .
A forí sti ca I n a c t u a l . — José
O,
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M é t a b o l iq u e , E . M a l e s p i n e . —J u a n d e J e s ú s V á z q u e z .
Los O ok ta il s A b s u r d o s . — R a m ó n G ó m e z d e la S e r n a .
B a l c o n e s , d e R a f a e l A lb e rtf .
Mi s o b r i n o C a li x to .
V entanas.
D ibujo de B a r r a d a s .
S e m i - P o e m a s . —G e r a r d o D ie g o .
B e nja m ín Ja rn é s .
D ib u jo d e P e r o t li .
A m or.
Idilios d e T e ó c r i t o . —J. V. V i q u e i r a .
P o e m a s d e la C a s a . —Julio J. C a s a l .
L i b r o s . —J u a n G . d e l V a lle : R a m ó n G ó m e z d e la S e r n a , «El
Examen d e M etáforas. Jo rg e L u ís B o rg e s .
A lba y o tr a s c o s as» . — M anuel M unoa:
C a n c i o n e s al S o l.
te r o s , «Los R o s tr o s P álidos».
L u i s a L u is i.
R e p r o d u c c i o n e s , d e l P i n t o r Dali.
0
E s t u d i o , de J. S u b í a s .
Bergantín.
N aturalistas e s p a ñ o le s en A m é rio a . - C .
M O S Q U E R A
M o n ti e l B a l l e s ­
O rn am en tació n de B arradas.
«
En el próximo número: Doce reproducciones del Escultor Mateo Hernández, con un estudio de Gonzalo
Deza Méndez, sobre el renovador de la talla directa; «La Rueda de Color», de Rogelio Buendía, por Adriano
del Valle; «Los Tenebrosos», de Ramón Gómez de la Serna; «Entre Humoristas», de Alfonso Reyes; «Ra­
món Gómez de la Serna», por Benjamín Jarnés; «El valor Plástico y la Representación», de Marjan Paszkievicz; «El Poeta Antonio Machado», por J. Chabás y Martí; y colaboración de J. V. Viqueira, C. A. Naveiro,
Barradas, Váquez Díaz, Alberto Lasplaces, Gil Bel, Fernando González y otros.
En breve: «El Pintor Gregorio Prieto, por Chabás y Martí; Dibujos de Juan Gris; Notas de Raynal sobre
Zadkine. «El Escultor Victorio Macho», por Huberto Pérez de la Ossa; Reproducciones de Picasso con un
estudio de Antonio R. Pastor, y «La Música en España», de J. B. Trende.
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P
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Qimitière aérien, céleste poussière
où l’on reconnaîtrait des amis
avec des yeux moins avaies,
cimetière aérien hanté de rues transversales
et de larges avenues
et de quais d’embarquement pour âmes de toutes tailles
lorsque le vent vient du ciel
j ’entends le piétinement
de la vie et de la mort qui troquent leurs prisonniers
dans tes carrefours errants.
Vous appellerai-je fantômes,
convoitises immortelles
à la recherche d’un corps,
d’une mince volupté,
vous dont les plus forts désirs
troublent le miroir du ciel
sans pouvoir s’y réfléter,
vous qui contournez nos demeures
sans oser y pénétrer
attendez-vous la naissance
d’une lune au bec de cygne
ou d’une étoile en souffrance
derrière un céleste signe;
attendez-vous une aurore,
un soleil moins humiliants
ou bien une petite pluie
pour glisser dans qu’on la voie,
entre deux gouttes pressées,
vers nos maisons à façade,
une âme grêle ambulante
qu’effarouchent les vivants
avec leur coeur attaché
avec leurs os cimentés sous un heureux pavillon,
tous ces gens qui parlent fort de leur bouche colorée
et font faire à leurs regards le circuit de l’horizon,
tous ces fiers de respirer
tous ces fiers de leurs pensées qu’ils conservent bien au chaud
au milieu d’autres pensées vigilantes et fourrées.
JU LES SU PER V IE LL E .
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Paris, itW-
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EL cortvcircuíto Rimbaud fundió toda la li­
teratura francesa.
ILUMINACIONES .--Los imitadores de
Rimbaud se em’ k fiaron en Mistituir con benga­
las, en honor del poeta, la antigua instalación
eléctrica que podían haber intentado componer.
DECIA: cuando leo a Rimbaud, me quedo
a oscuras. Debía decir: rne he quedado a os­
curas, después de leer a Rimbaud.
NIETZSCHE.—Bajo el sol de la altura, el
olor de los pinos que trae el viento, deja en la
boca un sabor de sangre; sabor metálico que
quema el paladar y no le deja ya gustar de
nada.
NIETZSCHE.—¡ Qué pura y sonora ale­
gría la de los cristales cuando se rompen!
DIOS no es una cuestión de perspectiva.
RUBEN DARIO.—¡ Oh Gide!—no tuvo ni
pizca de talento para hacerse perdonar su in­
menso genio.
¡ CON qué espléndido gesto, Rubén Dandevolvió a Europa, acumulada durante siglos y
aumentada prodigiosamente, toda la “ pacoti­
lla” que sirvió para conquistar a los de su
raza!
MARCHA TRIUNFAL O EL HOMBRE
QUE FUE ORQUESTA.—Rubén Dario, que
no era “ un poeta de muchedumbres” , quiso ir
a ellas, equipándose adecuadamente; echó a sus
espaldas un gran bombo, unos platillos y un
tambor, ingeniosamente manipulado todo, con
unas cuerdecitas; se ajustó colleras de casca­
beles en los brazos y en las piernas, para que
al andar sonasen armoniosamente; se puso en
la cabeza un gorrito de campanillas, que repi­
queteaban al moverla y, entre sus manos, el
acordeón con que desleía el hondo quejido de
su alma... Así le siguieron los niños, y los pe­
rros, ladrándole, y fué el regocijo de todos.
¡ Magnífico y conmovedor hombre-orquesta!
UNAMUNO, para pensar, se sale fuera de
sí; Ortega y Gasset, para no pensar, se mete
dentro.
EL cabizbajo no está pensativo, está ensi­
mismado.
ESTAB\ cabizbajo porque quería que le hi­
cieran una fotografía con mucha frente.
UNAMUNO, el pensativo.
Ortega y Gasset, el ensimismado.
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EL perro que metía la cabeza entre las patas,
como hacen todos los perros, para dormir, de­
cía que era para pensar, pero se quedaba dor­
mido.
RUINAS DE OCCIDENTE.—Spengler,
historiador monumental—o monumento histó­
rico—ha encontrado en Ortega y Gasset el “ ci­
cerone” que le correspondía—“ cicerone” ideal
de cualquier idealismo ciceroniano— ; el “ ci­
cerone” por excelencia: oratorio, repetidor de
“ frases hechas”—por otros o por él—, empe­
ñado en alardear, pedantescamente, a costa de
la paciencia de los ignorantes o distraídos, de
todo lo que aprendió, para su oficio y que a los
demás, naturalmente, no les importa.
LAS VIDAS PARALELAS.—Eugenio
d’Ors y Ortega y Gasset: los dos son pro­
fesores; los dos son oradores; los dos son
periodistas; los dos son—y no son—políticos.
Ninguno de los dos es filósofo.
LA retórica de Eugenio d’Ors es clara y
academicista, porque procede de un abuso in­
telectual ; la de Ortega y Gasset es turbia y ba­
rroca, porque procede de un abuso sentimental.
LOS falsos clásicos son los académicos ver­
daderos.
LAS MALAS ARTES.—Aquitectura de
estilo; escultura policromada; pintura decora­
tiva; música dramática y teatro poético.
EL teatro poético, si no es un pleonasmo, es
una tontería.
EL TIRO POR LA CULATA.—“"Lleva­
mos cuatro siglos de una literatura jactancio­
sa y vana.” —Ramón del Valle Inclán.
“ Lecciones de buen amor” .—Jacinto Benavente.
“ Los españoles somos una raza basta” .—José
Ortega y Gasset.
“ El arte de ser sencillo” .—Eugenio d’Ors.
Etécetera... etcétera...
LA verdadera crítica no dice: “ se parece
a...” , sino: “ se diferencia de...”
RACIONALISMO EN CANDELERO.—
“ El siglo de las luces” vacilantes.
EL que solo busca la salida, no entiende el
laberinto, y aunque la encuentre, saldrá sin ha­
berlo entendido.
JOSÉ BERGAMÍN.
Madrid, 1924.
3
El Bar principal de Cinelandia, la alegre ciu­
dad del veraneo eterno en que se impresionan
las películas, tiene altos taburetes a los que
hay que subir por una escalera y sobre los que
la figura del que bebe parece la de un vigía
en un alto parapeto. Qué tipos más raros en
el Bar principal de Cinelandia! ¡ Cuántos mur­
mullos que brillan llamando la atención de to­
dos lados con cabrilleo monocular! Pero deje­
mos ios tipos, muchas de cuyas cataduras nos
son familiares y fijémonos en los cocktails que
beben. Los cocktails que toma el pueblo cine­
matográfico son terribles y han llegado a mez­
clar en ellos esencia de trementina y alcoholes
de maderas preciosas. Son en las copas largas
como medios de litros de distintos colores o
como esas bolsas alargadas hechas con el mo­
saico de las cuentas de cristalitos de color. Como
un cohete de colores chisporrotearán en el es­
tómago con distinto estrago. Se convierten en
panteras rayadas los cocktails aquellos y da
miedo verlos al pasar.
—¡ Qué bello cocktail se tomaba usted esta
mañana!—dice una hermosa dama cinemato­
gráfica al acaparador de todas las delicias.
Los magníficos huevos de las gallinas reborondas cuidadas en los gallineros cinemato­
gráficos tiñen los vasos con su amarillo de sol
derretido, de alegre mañana adensada y condensada. Los del mostrador son expertos cama­
reros de cinematógrafo que manejan las botellas
cogiéndolas por el cuello en racimos que van to­
mando a la suerte para formar la composición
pedida, buscándolas en distintas estanterías con
rápido golpe de vista de cocktelistas, producien­
do las botellas variados improntus xilofónicos.
—A mí, cocktail antillano.
—A mí, cocktail de las praderas.
—A mí, cocktail Charlot.
(Con el cocktail Charlot se sale imitando
a Charlot involuntariamente, dominado el que
lo bebe por un fatal baile de San Vito de Char4
lot y cogiendo cotí un bastoncito de cayado
por el cuello o por una pierna o por un brazo
al transeúnte distraído).
—A mí, un cocktail Mary Pickford.
Y este cocktail tenía sobre el espíritu la gra­
cia enconada de su titular y se entraba en la
“ dilatada” vida del enamorado súbito y se iba
detrás de la pulimentada y sacrosanta mano
de la bella artista. Pero la mayor parte de los
cocktails no tenían nombre ni composición fija,
y el camarero, como un repostero veloz, recogía
en los blocks alargados la larga fórmula.
—Una copa de Ginebra—es como comen­
zaban casi todos—, una cucharada de Curasao,
una copa de vermouth Torino, una copa de
whisky, dos cucharadas de Alkermes, cinco
gotas de amargo, y como adorno una cereza...
Era como una receta con el despáchese ur­
gente del sediento. Alguna vez el adorno era
la flor de un sombrero de señora. Todos recor­
daban que había habido un gran actor que ser­
vía de modelo de tísicos y que en una ocasión
se tomó el cocktail del suicidio, invento suyo,
oue le costó mucho trabajo y tiempo el po­
derlo conseguir.
Todo el mundo le veía preparando el verso
largo de su cocktail último, hasta que un día,
con el poema de la composición alcohólica en
la mano, subió a su taburete como al paraíso
y se lo entregó al camarero de americana blan­
ca. Todos esperaron ver el efecto del cocktail
del suicidio, mirando hacia arriba como si vie­
sen a uno de esos equilibristas que andan por
las cornisas de los rascacielos haciendo cos­
quillas también a la Providencia. Pero se hizo
tardar el resultado. El hombre pálido y con
barbas de esas que crecen en el fondo de las
aguas podridas de los estanques, sonrió, se
“ achivó” la barba con la mano, y por fin cavó
como un aviador, muerto debajo d • u taburete.
Nadie habla repetido por si acaso aquella
fórmula suicida, era la única alquimia que es-
taita prohibida en el Bar principal de Cine­
landia. pero todos iban adquiriendo el suicidio
deseado lentamente, llevando bien la película
de su vida, haciéndole los cortes que la alige­
raban y que lo convertían en una película per­
fecta. No olvidaban ni en la vida el viejo lema
cinematográfico de que hay que estroi>ear tres
mil metros de película para conseguir mil hue­
ros. ¡ La de celuloide vital que ellos desperdi­
ciaban abreviando sus vidas!
¡Magnífico Bar del cocktail ideal!
—Ahora tomo uno—decía una gran actriz
pelicular, sentada frente a una mesa confiden­
cial del salón de dentro—que hace que mi co­
razón baile un tango lleno de alborozo.
—Mi corazón siempre baila un vals vienés
—ha respondido el que la acompaña y cuyo
cocktail de sobria composición tenía el aspecto
de un frasco de brillantina en reposo.
L
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N
Entre el público de la ciudad cineflua figu­
ran unos hombres que no tienen tipo de mal­
vados, ni son achinados, ni llevan en sus trajes
rústicos toda la extensión aborrecible y boba
de la mañana de los campos.
Los tenebrosos son hombres con grandes fa­
cultades sombrías. Oscurecen la habitación en
que están sentados en un rincón de la taberna
del cinedrama, la dan un aspecto imponente y
un alcance que sin ellos no tendría.
Quizás no hablan una palabra, no se corres­
ponden con nadie, se distraen en fumar su
pipa únicamente, pero crean el ambiente, lo
sitúan como esas lámparas que son como gran­
des moscardones de luz, que salen danzando
en la hora de los silletazos, dedicándose a co­
lumpiarse con la pamela torcida.
Nacieron tenebrosos los tenebrosos y es os­
curo su destino como un foco de luz negra.
Están tan dentro de su destino en Cinelandia que son inofensivos. Su vida se desliza lle­
vando sus justificadas aguas negras por cauces
de lujo.
En esa justificación con que cada cual está
sentado en las terrazas de Cinelandia, a los te­
nebrosos les corresponde la suya y por eso es­
tán tan tranquilos.
— ¿ Quién es aquel ?—pregunta algún in­
experto recién llegado a Cinelandia.
—Un tenebroso—le responde en seguida su
acompañante y su título le deja perfectamente
sentado en su sillón de mimbre y al notar que
alguien ha preguntado por él, fuma con más
velocidad su pipa llena y lanza una doble bo­
canada de humo.
Los tenebrosos hacen contraste en la vida de
Cinelandia y cuando se prepara algún banque­
te sonado se piensa siempre en un tenebroso.
—Hay que invitar a un tenebroso—dice la
dueña de la casa como si en el menú que pre­
para hiciesen falta unos negros percebes.
—Pues mi corazón se dedica a los ballets
rusos—espetó desde la mesa de al lado un
tipo de jugador arruinado, con ese pelo blanco
con blancura caliza que les queda a los juga­
dores que no se suicidaron pero que se debie­
ron suicidar.
—Como que son el Wodken y el Kumell sus
favoritos—dijo la bella mujer estrafalaria.
—Yo bailo el kake-ball—dijo un negro cuya
vez se cimbreaba al hablar.
Y los cocktails engañosos, que envuelven su
alcohol en alguna alimentación y que son pre­
parados como salsa de gran cocinero y metien­
do ruido de cocina, son escanciados todos los
días en profusión abrumadora en el Bar prin­
cipal de Cinelandia para excitar a todos esos
actores de cinematógrafo que llegan a creerse
espectros y que se desesperan de poderlo ser.
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S
O
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Los tenebrosos viven en sus alegres tenebrarios y son los que más se asoman al balcón en
Cinelandia, pasándose tardes enteras viendo as­
cender los espectrales Montgolfiers de su humo.
También tienen amores los tenebrosos, pero
escogen muy bien sus mujeres, siendo las es­
cogidas sus damas, en cuya garganta hay siem­
pre una lóbrega carraspera con la que entume­
cen el día, la carraspera agarrada a la garganta
que no hay pastillas que curen.
Las ráfagas sombrías de la vida, lo que no
puede faltar como contraste en una ciudad tal
como Cinelandia, demasiado clara y alegre, eso
es lo que representan los tenebrosos.
El presidente de los tenebrosos—otro gre­
mio de caracteres—es Montenegro un español
nacido en Jaca y endemoniado en su niñez.
Montenegro lleva con un garbo solemne su
tipo de tenebroso máximo y cuando en los es­
cenarios se necesita una mano misteriosa que
haga correr las arañas del terror por los ner­
vios de los espectadores, es la mano de Monte­
negro la que aparece y la que proyecta la som­
bra temible sobre los papeles blancos del cine.
Ese ser que solo se proyecta en las paredes
como silueta del tiro al blanco a pistola, es Mon­
tenegro, siempre Montenegro que se aprieta el
cinturón antes de proyectarse, pues el secreto
de una silueta enconada y temible es que ten­
ga los hombros anchos y la cintura estrecha,
ceñida, enconada como la de los ídolos negros.
Montenegro es el único tenebroso que no se
conforma con una tenebrosa, sino que busca mu­
jeres blancas, perfumadas, de esas que sirven
solo de propagandistas del gran dentífrico del
Cine. Las lleva tras sí como a grandes galgos
blancos, muy ceñido el abrigo sobre sus culillos de resbaladizas y aniñadas mejillas.
RAMÓN GÓMEZ P E LA SERNA.
Madrid, Mayo 1924.
DIBUJO
BARRADAS
N A T U R A L I S T A S
EL
C A P IT A N
E S P A Ñ O L E S
FER N ÁN DE Z
Verifica'.; la colonización de la América es­
pañola en una época de gran actividad cultu­
ral en nuestra nación, fueron innumerables los
misioneros, militares y magistrados, u otros
funcionarios civiles, que escribieron obras im­
portantes sobre la geografía física, la fauna,
la flo;a y los minerales de aquella inmensa por­
ción dei globo terráqueo, así como sobre las
costumbres, leyes, religiones y lenguas de sus
habitantes, llegando hasta crear en el Nuevo
Mundo ramas nuevas de la ciencia descono­
cidas en el viejo. Tales fueron la Física del
Globo, la Antropología y la Etnografía. Ver­
daderamente asombra que, en medio de los tra­
bajos v preocupaciones que embargaban a aque­
llos ilustres españoles, y a pesar de las dificul­
tades que ofrecían el recorrido de territorios
vastísimos sin vías de comunicación, que no
podían improvisarse, y la actitud hostil de los
indígenas y su oposición a toda empresa cul­
tural, se hubiesen podido escribir tantos tra­
bajos originales, doctos casi todos, y algunos
verdaderamente sabios.
Solo la bibliografía de los españoles (mi­
sioneros casi todos) que escribieron sobre las
lenguas indígenas de América dió materia al
conde de la Viñaza, o quien sea el autor de las
obras publicadas con su nombre, para escribir
una obra no pequeña (i). Y el día que se es­
criba con la extensión y seriedad que merece
la bibliografía crítica de los españoles del si­
glo xvi y primera mitad del x v i i , que trataron
de la flora, la fauna, la antropología, la mine­
ralogía y la geografía física de América, se
necesitarán varios volúmenes.
Entre esos sabios españoles del siglo xvi,
que estudiaron las producciones naturales de
América, ocupan a mi juicio el primer lugar
en las ramas de la ciencia que trataron, y ci­
tados por orden de antigüedad, el capitán Fer­
nández de Oviedo, Francisco Hernández y el
P. José de Acosta, distinguiéndose el primero
por lo vasto de sus estudios americanistas y el
gran caudal de noticias recogidas; el segundo
por sus grandes investigaciones en Botánica
descriptiva, y el tercero por su profundidad,
solidez y fecunda inventiva, que le colocaron
a la cabeza de todos los naturalistas de su
tiempo.
Ahora me propongo hablar solo de Fer­
nández de Oviedo, trazando primero sumaria­
mente su biografía, y estudiando después su
labor científica, singularmente en el terreno
de las ciencias naturales.
(i) V. Conde de la Viñaza, Bibliografía española
de las lenguas indígenas de América. Madrid, 1892.
DE
EN
A M É R I C A
OVIEDO
Tomo estos datos biográficos principalmente
de las obras del mismo biografiado, que lo s
consignó esparcidos aquí y allá, pero con mu­
cha ingenuidad y franqueza. También tuve a la
vista varias biografías del célebre naturalista
y singularmente la escrita en el siglo x v i i p o r
el gran bibliógrafo Nicolás Antonio, y la que,
a mediados del siglo xix, antepuso Amador de
los R íos a la edición de la Historia general
y natural de las Indias, del célebre capitán, pu­
blicada por la Academia de la Historia.
Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés na­
ció en Madrid en Agosto de 1478. Cuando con­
taba trece años fué nombrado paje del príncipe
D. Juan (de la misma edad que él), hijo de
los Reyes Católicos, y cuyo trono estaba lla­
mado a heredar, si no falleciera prematura­
mente. Acompañando al príncipe, asistió nues­
tro personaje a la toma de Granada un año
después, esto es, en 1492. Allí conoció a Colón,
con cuyos hijos Diego y Fernando trabó des­
pués estrecha amistad.
Muerto el príncipe D. Juan a los diez y
nueve años, en Octubre de 1497, Fernández
de Oviedo pasó a Italia, en donde desempeñó
varios cargos sucesivamente, y por último el
de paje del rey de Nápoles D. Fadrique. In­
corporado este reino a la corona de España por
el genio del Gran Capitán, el sabio español
quiso seguir a D. Fadrique al destierro; pero
el ex-rey dispuso que pasase al servicio de la
sobrina de esta princesa doña Juana, y con
ella marchó el leal servidor, primero a Sicilia,
en 1501, y luego a España, en 1502. En 1503,
ya viudo de su primera esposa, tomó parte en
la afortunada campaña del Rosellón contra
Francia.
Prescindiendo de otros pormenores, en 1514
fué Fernández de Oviedo nombrado Veedor
de las fundiciones de oro de Tierra Firme (hoy
Colombia), y embarcó para ella en la expedi­
ción de Pedrarias Dávila, llegando al puerto
de Santa Marta en 12 de Junio del mismo
año. Pero los abusos del gobernador Pedrarias,
sin afectarle a él directamente, conmovieron
su espíritu recto e intransigente; y en Octu­
bre del año siguiente (1515) volvió a España
para informar al Rey católico sobre la mate­
ria, y muerto el monarca antes de haberle
oído, el animoso y tenaz Veedor marchó a Flandes a informar al nuevo rey Carlos I (después
Carlos V de Alemania); pero éste le ordenó
que volviese a España y comunicara con los
regentes, no consiguiendo por entonces que Pe­
drarias fuera relevado, aunque lo consiguió
más tarde.
Honrado con varios cargos importantes, ade
más de el de Veedor, que conservó, partió otra
vez para la América central en Abril de 1520.
Ya allí, el mismo Pedrarias, sea creyendo atar­
le las manos, sea para complacer a los de Darien dispuestos a rebelarse, nombró subgober­
nador de ese territorio a nuestro biografiado,
y éste, ganoso de hacer el bien posible y evi­
tar los males que amenazaban, aceptó; pero
recto e indomable como siempre, persiguió, no
solo a los delincuentes comunes, sino a los
amancebados, a los jugadores y a todos los
empleados que no desempeñaban debidamente
sus cargos. Además tomó muchas e importan­
tes medidas para la prosperidad material de
las gentes encomendadas a su gobierno.
Pero no bastó a Fernández de Oviedo ha­
ber sido favorecido con un cargo importante
por el gobernador Pedrarias, para que transi­
giese o guardase silencio ante las fechorías de
éste; y en 1523 volvió a la Península, para
acusar ante el Real Consejo de Indias a va­
rios funcionarios; pero principalmente al re­
ferido Pedrarias, que al fin, a pesar de las
grandes influencias con que contaba, fué des­
tituido.
En 1526 fué nombrado el ilustre hijo de Ma­
drid gobernador y capitán general de Carta­
gena de Indias, para donde embarcó en Abril
de dicho año. Mas no permaneció allí mucho
tiempo, sino que en 1530, comisionado por el
Regimiento, es decir, Concejo de Panamá, vino
a España, entre otras cosas, a alegar contra
Pedro de los Ríos, sucesor de Pedrarias, y que
tenía ya contra sí el dictamen del juez, que
había ido a residenciarle.
El Consejo de Indias, en efecto, destituyó
a Pedro de los Ríos, y despachó favorable­
mente las demás peticiones que hizo Fernán­
dez de Oviedo en nombre del Regimiento de
Panamá.
Ganoso nuestro insigne personaje de dedi­
carse exclusivamente al estudio y a la termina­
ción de las varias obras que tenía empezadas,
consiguió ser nombrado cronista general de las
Indias, y que el cargo de Veedor que él había
conservado a través de tantas vicisitudes, se
confiriese a su hijo Francisco, y en consecuen­
cia embarcó otra vez para América en el otoño
de 1532. Mas ni aun así consiguió lo que se
proponía pues tuvo que aceptar el cargo de
alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, en
la que hizo obras importantes, para darle la
solidez de que carecía.
Y no pararon ahí las cosas. Conocidos los
abusos del gobernador de Santa Marta, García
de Lerma, el cronista de Indias primero le es­
cribió dándole consejo^, y como éstos no fue­
ron eficaces, la Chancillería de Santo Domin­
go procesó y condenó al gobernador indicado
y luego, para que el Consejo de Indias con­
firmase la condena, la misma Chancillería y el
Ayuntamiento de Santo Domingo comisiona­
ron y rogaron al cronista que viniese a España
a trabajar ante el Consejo; y Fernández de
Oviedo así lo hizo, llegando a Sevilla en el ve­
rano de 1534 y consiguiendo poco después, me­
diante la presentación del proceso contra Gar­
cía de Lerma, que se acordase tomarle residen­
cia a éste, lo que no se efectuó por haber muer­
to el procesado.
Vuelto a América por quinta vez, llegó nues­
tro cronista a la isla de Santo Domingo en Ene­
ro de 15 3 6 . Mas comisionado con el capitán
Alonso de la Peña para reclamar contra las ar­
bitrariedades del juez Alonso López Cerrato,
volvió a España en 1546, regresando a Amé­
rica en 1549.
Por fin, obtenida licencia para dejar el car­
go de alcaide de la fortaleza de Santo Domin­
go y regresar a España, con el fin de ocupar­
se en la publicación de su Historia general de
las Indias, salió de Santo Domingo en Junio
de 15 5 6 , llegando a la Península en el otoño si­
guiente, y falleció en Valladolid, en el verano
de 15 5 7 , a los setenta y nueve años de edad.
Fué Fernández de Oviedo hombre de cos­
tumbres puras, cristiano práctico, patriota, integérrimo, luchador infatigable contra todas
las tiranías y abusos, celoso del bienestar mo­
ral y material de los indios y espíritu generoso
y sencillo. Verdadero Quijote de la historia,
anterior al de la fábula, no vaciló en luchar
con gigantes de carne y hueso, como lo eran
sccialmente hablando, Pedrarias y otros gober­
nadores. Y no le faltaron siquiera los moli­
mientos del famoso caballero andante; pues fué
unas veces residenciado, aunque demostró y
logró ser reconocida la rectitud de su proce­
der, otra vez tuvo que indemnizar 100.000 ma­
ravedises al bachiller Corral, a quien había des­
terrado sin atribuciones para ello, pero con
causa sobrada, y otra vez, y fué lo peor, fué
apuñalado por la espalda, cayendo tendido en
tierra sin sentido, aunque su naturaleza robus­
ta se rehizo. Y en medio de tantos trabajos y
luchas y contratiempos y desgracias de familia
que le afectaron hondamente, su laboriosidad
extraordinaria halló vagar para escribir varias
e importantes obras, de las que hablaré en el
número siguiente.
( Continuará).
CONSTANTE AMOR NAVEIRO.
Santiago de Compostcla, 1924.
T
E
Ó
T
I
R
R
C
S
I
S
O
La antigüedad nos ha transmitido el siguiente epi­
grama :
“ Hubo otro que era de Quios; yo soy el Teócrito
que escribió estos versos, uno de los muchos ciuda­
danos de Siracusa, hijo de Proxágora y de la famosa
Filina. Nada he tomado de la musa extranjera.”
Este epigrama es apócrifo y mientras el autor anó­
nimo de la biografía, que aparece al frente de las
obras del poeta, lo considera siracusano, Suidas nos
transmite una tradición que lo cree nacido en la isla
de Cos. Sea como sea, amó intensamente los campos
de Sicilia que reconoce como suyos y que constituyen,
por lo menos, su patria ideal, y aprendió'de los pas­
tores de aquellas tierras fecundas, la gracia de su
poesía eterna.
¿Qué sabemos de su vida? Muy poco. Su padre
se llamó Proxágora o Sim ijos; su madre Filina.
Vivió hacia el 275 a. de J . C .; pasó parte de su ju­
ventud en la isla de Cos, donde fué discípulo del
gran elegiaco Filetas; surcó el glauco m ar: ora lo
hallamos en Sicilia pidiendo apoyo a Hierón el ti­
rano, ora lo vemos navegar hacia la amable Mileto,
ora solicitando la protección de otro discípulo de
Filetas, Tolomeo Filadelfo, surge en Alejandría, ciu­
dad en la que probablemente murió. Entre sus ami­
gos se contaron hombres como el poeta astrónomo
Aratos y el médico artista milesio Nikias, para quie­
nes, como para él, fué aun ideal de vida el genuinamente helénico-clásico que exalta refiriéndose en un
epigrama a un corega:
“ Demomeles el corega es quien te dedica este trípo­
de, ¡ oh Dionisos el más dulce de los dioses bienaven­
turados ! Fué mesurado en todo. Obtuvo un premio
con un coro de hombres. Aspiró a lo hermoso y lo
conveniente. ”
Asociamos con el nombre de Teócrito la poesía
pastoril o bucólica, y en efecto, fué su creador; pero
no todas sus poesías, sus idilios (pequeños poemas y
cuadros lírico-dramáticos) pertenecen a este género:
los hay también meramente eróticos, histórico-míticos
y de asuntos circunstanciales. Sin embargo, su genio
alcanza su mayor altura cuando canta a los pastores.
El siguiente idilio es uno de los más bellos y pertenece
precisamente a este grupo; ha sido sumamente imitado.
TIRSIS
O
EL
CANTO
T i r s i s .—Dulce es el murmullo de aquel pino
que está junto a las fuentes, cabrero; pero, tú
dulcemente también tocas la siringa. Después de
Pan ganarías el premio: Si aquél elige un macho
cornudo, tú tomarás una cabra; si aquél lleva
como presente una cabra, te pertenecerá una
cabrilla y una cabrilla tiene buena carne hasta
que puede ordeñarse.
C a b r e r o .—Pastor, más dulce es tu canto que
aquel chorro de agua sonora que de la roca cae.
Si las Musas llevan como regalo una ovejilla, tú
tendrás como presente un cordero cebado; si a
aquéllas agrada tomar el cordero, tuya será
una oveja.
T i r s i s .— ¿ No querrías, Cabrero, por las Nin­
E L
1
T
O
C A N T O
fas, sentándote aquí, tocar la siringa? Mien­
tras tanto yo cuidaré tu rebaño.
C a b r e r o .—No, no nos es permitido, pastor,
tocar la siringa durante el mediodía. Tememos a
Pan; pues ahora reposa fatigado de la caza. Es
agrio y una bilis amarga está siempre sobre sus
narices. Pero tú, Tirsis, cantas las cuitas de
Dafnis y eres maestro en el estilo pastoril.
Sentémonos bajo el olmo, frente a Príapo y
las Ninfas de las fuentes, allí donde están
aquel asiento rústico y las encinas. Y si can­
tas como cantaste cuando disputabas el premio
al libio Jromis, te daré una cabra con dos crías
que puede ordeñarse tres veces y que a pesar
de sus dos chivos da dos jarras de leche. Te
daré también una honda copa de madera de
hiedra, de suave cera untada y con dos asas;
está recién hecha y aún huele al escoplo. En
torno de los bordes se envuelve descendiendo
una hiedra con la que se entretejen siempre­
vivas y la hélice que la misma forma al arro­
llarse, se engalana con su flor color de azafrán.
Encuadrada en este adorno, vese una mujer
con su peplo y ceñida su frente por una cinta;
obra de arte que aunque de mano humana, es
digna de los dioses. A su lado dos hombres,
con una hermosa cabellera, disputan injurián­
dose alternativamente sobre quién es el ama­
do. Pero esto no conmueve el corazón de aqué­
lla, que sonriente tanto mira al uno como diri­
ge su atención al otro. Y los que desde hace
tiempo tienen los párpados superiores hincha­
dos por el amor, se fatigan en vano. Más allá,
está esculpido un pescador ya anciano y una
roca escarpada sobre la que, apresurándose,
arrastra el viejo una gran red para echarla
al mar. Parece que, fatigado, tiene que esfor­
zarse y diríase que el pescar exige de él un
trabajo de todo el cuerpo, tan hinchados están
los músculos de su nuca. Ciertamente, aun­
que sus cabellos ya blanquean, su vigor es dig­
no de la juventud. No lejos de este anciano
maltratado por el mar, hay un niñito y una
viña cargada hermosamente de racimos enro­
jecidos, a la que el muchachuelo guarda sen­
tado sobre el muro. En torno de él están dos
raposas; la una v¿ y viene por los senderos
destrozando las uvas madutas; la otra trama
secretamente toda clase de astucias con res­
pecto del zurrón y muestra no dejar escapar
al niñito antes de quitarle la meiienda. Pero
ésíc hace una linda jaula para saltamontes
con tallos de gamonitas engarzándolos con un
junco y no le impoitan ni el zurrón ni tampoco
las vides, de tal modo goza en su tejido. Por
todas partes, en torno de la copa, corre una
guirnalda de húmedo acanto. Ciertamente, es
un espectáculo lleno de variedad, una maravilla
que suspende el alma. Por ella di a Calidonio
el barquero, una cabra, vino y un gran reque­
són de blanca leche. Aún no tocó a mis labios
y está todavía sin estrenar. Gustoso te la re­
galaría, si tú, como verdadero amigo, entona­
ses tu deseada canción. No me burlo de tí. De
ninguna manera la guardes para el Hades que
hace que lo olvidemos todo.
T i r s i s . (Canto).—Comenzad, Musas amigas,
comenzad el canto pastoril.
Este es Tirsis el del Etna y dulce es la voz
de Tirsis.
¿Dónde estabais, Ninfas, dónde estabais,
cuando Dafnis se consumía de pena? ¿En las
hermosas praderas del Peneo o en las del Pin­
dó? No permanecíais ciertamente en la gran
corriente del río Anapo ni en la cumbre del
Etna ni en el agua sagrada del Akis.
Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­
to pastoril.
Al moribundo plañeron con sus gritos los
chacales y los lobos, y lo lloró el león desde
los encinares.
Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­
to pastoril.
Por él gimieron a sus pies muchas vacas
y muchos toros, muchas terneras y becerros.
Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­
to pastoril.
Vinieron los vaqueros, vinieron los cabre­
ros. Todos preguntaban: ¿Qué mal te acon­
tece? Vino Príapo y dijo: “ Oh, triste Dafnis,
¿por qué ahora te consumes de pena? La ra­
paza corre buscándote por las praderas y por
los bosques consagrados. ¡ Te envidio! Eres
para ella demasiado mal amante y eres inhábil.”
Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­
to pastoril.
“ El cabrero, cuando ve que las cabras son
cubiertas, se consume de pena porque no ha
nacido macho cabrío.”
Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­
to pastoril.
“ Y tú, porque contemplas cómo ríen las
rapazas, te consumes de pena porque no bailas
entre ellas.”
Comenzad, Musas amigas, comenzad el can­
to pastoril.
Vino Kipris, dulce y sonriente, burlonamen­
te sonriente en apariencia, pero internamente
amargada, y dijo: “ Tú, Dafnis, en otro tiem­
po, te vanagloriabas de dominar a Eros. Y aho­
ra, no eres tú mismo el que está dominado por
el terrible Eros?”
Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el
canto pastoril.
Entonces Dafnis le responde: “ Kipris opre­
sora, Kipris cruel, Kipris aborrecida de los
hombres, meditas que el sol se ponga para nos­
otros por última vez? ¡Ah!, en el mismo Ha­
des Dafnis será un mal dolor para Eros.
Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el
canto pastoril.
De esta manera habla el vaquero a Kipris:
“ Corre hacia el Ida, donde en la flor de la
edad, Adonis apacenta un rebaño de ovejas,
para que yendo de nuevo cerca de Diomedes le
digas: “ Venzo al vaquero Dafnis, combáteme.”
Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el
canto pastoril.
• “ Oh lobos, oh chacales, oh osos que tenéis
vuestras guaridas en los montes, adiós! Ya no
veréis a Dafnis el vaquero ni por entre la
maleza, ni en los encinares, ni en los bosques
consagrados. Adiós, Aretusa, y adiós ríos que
vertéis vuestra clara corriente en el Timbris.”
Comenzad, Musas de nuevo, comenzad el
canto pastoril.
“ ¡Oh Pan, Pan!, ya te halles sobre la alta
cima del Liceo, ya vagues por el Mainalon, ven
a la isla de Sicilia y deja la tumba escarpada
de Hélika y el elevado monumento del Licaonida que veneran hasta los bienaventu­
rados.”
Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­
to pastoril.
“ Ven, Señor, y toma esta hermosa siringa
melodiosa, armada con cera endurecida y que
se desliza bien sobre los labios; pues soy arras­
trado al Hades por el amor, yo Dafnis, aquel
que cuidaba aquí las vacas, Dafnis el que lle­
vaba a abrevar los toros y los novillos.”
Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­
to pastoril.
“ Y ahora, que los espinos y los cardos pro­
duzcan violetas y que el lindo narciso engalane
el enebro. Que todas las cosas surjan a la in­
versa y que el pino dé peras, puesto que Dafnis
muere, y que el ciervo destroce a los perros
y los mochuelos disputen el premio del canto
a los ruiseñores.”
Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­
to pastoril.
Y diciendo esto murió. Afrodita quería re­
sucitarlo ; pero todos los hilos de su existen­
cia habían sido gastados por las Moiras y
Dafnis siguió la corriente del Estigia. El tor­
bellino de la fatalidad arrebató al hombre ama­
do por las Musas y por las Ninfas no abo­
rrecido.
Terminad, Musas, ¡vamos!, terminad el can­
to pastoril.
Y tú dame la cabra y la copa, pues orde­
ñándola haré una libación a las Musas: Salve
muchas veces Musas, salve; en el futuro can­
taré para vosotras aún más dulcemene.
C a b r e r o .—Llena de miel sea tu hermosa
boca, Tirsis, llena de panales y comas los dulces,
higos secos de Aiguilo; pues cantas mejor que
una cigarra. Ten la copa. Mira, amigo, qué bien
huele; pensarías que se le ha sumergido en la
fuente de las Horas. Vquí Kisaiza!
Y tú ordéñala. Cabrillas, no h; inquéis, no se
os venga el macho encima.
Nueva versión del griego por J. Y. Viqueira
SU PRINCIPIO
Los preceptistas Luis de Granada y Bernard
Lamy se acuerdan en aseverar que el origen
de la metáfora fue la indigencia del idioma.
La traslación de los vocablos se inventó por
pobreza ) se frecuentó por gusto, arbitra el
primero. La lengua más abundante se mani­
fiesta alguna vez infructuosa y necesita de me­
táforas, corrobora el segundo.
Algún detenimiento metafísico reforzará
impensadamente ambas afirmaciones: El mun­
do aparencial es un tropel de percepciones ba­
raustadas. Una visión de cielo agreste, ese olar
como de resignación que alientan los campos,
la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo
la garganta, el viento largo flagelando nuestro
camino y la sumisa rectitud de un bastón ofre­
ciéndose a nuestros dedos, caben aunados en
cualquier conciencia, casi de golpe. El idio­
ma es un ordenamiento eficaz de esa enigmá­
tica abundancia del mundo. Lo que nombra­
mos sustantivo no es sino abreviatura de ad­
jetivos y su falaz probabilidad, muchas veces.
En lugar de cantar frío, filoso, hiriente, inque­
brantable, brillador, puntiagudo, enunciamos pu­
ñal ; en sustitución de ausencia de sol y pro­
gresión de sombra; decimos que anochece. Na­
die negará que esa nomenclatura es un grandio­
so alivio de nuestra cotidianidad. Pero en fin es
tercamente práctico: es un prolijo mapa que
nos orienta por las apariencias, es un santo
y seña Utilísimo que nuestra fantasía merecerá
olvidar alguna vez. Para una consideración pen­
sativa, nuestro lenguaje—quiero incluir en esta
palabra todos los idiomas hablados—no es más
que la realización de uno de tantos arreglamien­
tos posibles. Sólo para el dualista son valederas
su traza gramatical y sus distinciones. Ya para
el idealista la antítesis entre la realidad del sus­
tantivo y lo adjetivo de las cualidades no corro­
bora una esencial urgencia de su visión del ser:
es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo,
como los jugadores en la ruleta aceptan el cero.
Ninguna prohibición intelectual nos veda creer
que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros
distintos que habrán de correlacionarse con él
como el álgebra con la aritmética, y las geome­
trías no euclidianas con la matemática antigua.
Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiada­
mente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el
vocabulario metafísico, por ejemplo) son una
serie de balbucientes metáforas, mal desasidas
de la corporeidad y conde acechan enconados
prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como
buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con
nosotros mismos después de una vileza, el rui­
noso y amenazador ademán que muestran en
la madrugada las calles, la sencillez del primer
farol albriciando el confiado anochecer, son emo­
ciones que con certeza de sufrimiento sentimos
y que sólo son indicables en una torpe desvia­
ción de paráfrasis.
El lenguaje—gran fijación de la constancia
humana en la fatal movilidad de las cosas—es
la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico,
inliterario, mucho más apto para organizar que
para conmover, no ha recabado aún su adecua­
ción a la urgencia poética y necesita troquelarse
en figuras.
SU INSISTENCIA EN LA ÜRICA POPULAR
Esa apetencia de uniformidad justiciera que
informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la
lírica popular no es menos numerosa de metá­
foras que la culta. Dos causas discernidas co­
laboran en esa especie: una esencial y la otra
accidental. La esencial es la falsa oposición que
establecieron los románticos entre la versifica­
ción académica, considerada con falsía como una
ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad
del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser
ficticio de ambos lados. En el academismo cabe
mucho fervor y buena prueba de ello es que a
las épocas de docto rebuscar siguen las épocas
barrocas.
La imitación erudita es invariable prólogo de
los afligimientos verbales. La otra falacia estri­
ba en suponer que toda copla popular es impro­
visación. Pocos versos habrá menos repentiza­
dos que esos cantares públicos, que rebosantes
de guitarra en guitarra, son rehechos por cada
nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir
diversas lecciones, que ya no incluyen la pri­
mitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso
y llamativo prestigio que para los literarizados
muestra la imagen. En la eventualidad de al­
gunas coplas metafóricas, propaladas en dema­
sía, se ha creído dar con el canon.
Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en
las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho
mil cantares que recogió Rodríguez Marín y
publicó en Sevilla el ochenta y tres.
Donde son turbamulta los testigos, no han de
faltar muchísimos que me desmientan, pero
llevo razón en lo esencial. Apartando muchas
hipérboles que luego manifestaré, todas las tras­
laciones populares están en esas equivalencias
sencillas que confunden la novia con la estrella,
la niña con la flor, los labios y el clavel, la mu­
danza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querei y el viñedo. Claras imáge­
nes ante cuya lisa evidencia es dócil todo cora­
zón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron
ungiendo y perdonando los siglos.
La poesía del pueblo, nada curiosa de com­
paraciones, se desquita en hipérboles altivas.
Esto no es asombroso, pues hay una esencial
desemejanza entre ambas figuras. La metáfora
es una ligazón entre dos conceptos distintos; la
hipérbole ya es la promesa del milagro. Con es­
peranza casi literal manifestó el salm ista: Los
ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brin­
carán de gozo los montes delante del Señor.
Con esa misma voluntad de magia, con ese ahin­
co milagroso, dicen los cantaores (obra cita­
da, 2) :
1599
15 13
Cuando mi niña ba a misa
L a ilesia se resplandese;
Hasta la yerba que pisa,
Si está seca, reberdese.
E l naranjo de tu patio
Cuando te acercas a él
Se desprende de las flores
Y te las echa a los pies.
1389
Cuando b’andando
Rosas y lirios ba derramando.
Grandioso hipérbole, ya sin ahinca de aluci­
nación, es esta que copio:
2775
B
1)
2)
Quisiera ser el sepulcro
Donde te van a enterrar,
P ara tenerte a orazada
Por toda la eternidá.
A
L
T e saludan los ángeles, Sofía,
luciérnaga del valle.
L a estrella del Señor
vuela de su cabaña
a tu alquería.
Ora por el lucero perdido,
linterna de los llanos:
porque lo libre el sol,
de la manzana picada,
de los erizos del castaño.
Mariposa en el túnel,
sirenita de mar, S o fía :
para que el cofrecillo de una nuez
sea siempre en sueños nuestro barco.
E l suelo está patinando
y la nieve te va cantando:
Un ángel lleva tu trineo.
RAFAEL ALBERTY.
12
Quiero añadir alguna observación sobre lt
parcidad de metáforas en la poesía popular y el
vocinglero alarde que hacen de ellas los lite­
ratos cultos. L a aclaración es fácil. Al coplista
plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo
a ciertos temas sino a un manejo tradicional de
esos temas, no puede interesarle la metáfora
nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinóni­
mos. Las anchas emociones primordiales—do­
lor de ausencia, regocijo de un amor contesta­
do, ensalzamiento de la novia— son las únicas
poetizables para su instinto. Le atañe lo sobre­
saliente que hay en toda aventura humana, no
las parciales excepciones. A l literato le interesa
su vida, su costumbre de vida en función de
desemejanza con los existires ajenos.
E l coplista versifica lo individual; el poeta
culto, lo meramente personal. (Una psicología
desaliñada suele confundir ambos términos, pero
ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La per­
sonalidad no colabora en el acto genésico, don­
de se manifiesta por entera la individualidad).
( C ontinuará ).
JORGE L U IS BORGES.
Lisboa, 1924.
O
C
N
E
S
E l sol se ha ido de veraneo.
Y o traigo el árbol de Noel,
sobre mi lomo de papel.
Mira, Sofía, dice el cielo:
L a ciudad para tí es un caramelo
de albaricoque,
de frambuesa,
o de limón.
3)
En tu dedal bebía esta plegaria,
esta plegaria de tres alas:
D eja la aguja, S o fía :
en el telón de estrellas,
tú eres la Virgen María
y Caperucita Encarnada.
Todos los pueblos te cantan de tú.
De tú,
que eres la iuz
que emerge de la luz.
París, 1024.
E N T R E
l a
C R l T
A medio camino.
I C A
Y
E L
I D E A L
La Fama.
llav autores que dan por buena su labor
Hiere la seriedad nacional de nuestra voca­
en el preciso momento en que os hacen pensar
ción literaria, el hecho de que se nos pida, des­
en una posible gran obra fracasada.
de el extranjero, las obras completas de un se­
ñor de quien solo existe una copiosa ecogra­
Fracaso.
fía que se refiere a sus tics.
El f race so del arrivista empezó precisamen­
te en el momento en que, habiendo traducido
en lenguaje ajeno sus alabanzas, quiso también
traducir a el sus odios.
Rectificación.
Se habla a menudo del hombre que ha per­
dido el carácter. No comprendo por qué no
se comenta con más insistencia la tragedia del
Víctor Hugo.
carácter que no ha hallado su hombre.
La lectura de Víctor Hugo es como el bachi­
llerato de la poesía.
Crítica teatral.
Justificación.
El deseo de decir la verdad al amigo nos
castiga la vida. Y callamos.
¿ No os parece que ciertos autores tembla­
rían más que de costumbre si la crítica se apli­
case, no al examen de las obras, sino al del
¿Por qué nos obligamos a un silencio que
nos tortura?
— Para no perder el amigo.
público ?
Sería necesario vigilar la acción en la sala
Divisa con imágenes.
de espectáculos.
Y entonces ya no se podria contar con el re­
curso del argumento de la obra ni con los
chismes del escenario.
Hemos repetido varias veces que habíamos
de velar para que no nos domine la sugestión
del Oriente.
Sin embargo, podemos aceptar una divisa
oriental con imágenes, tal como esa sentencia
Amistades.
de Laotzé:
Aunque todos nos olvidaran, no nos faltará,
después de muerto, la fidelidad no sospechada
“ Acoge tus pensamientos como si fueran
huéspedes y tus deseos como si fueran niños” .
de ese íntimo comentarista de todos los ausen­
tes, que suele decir:
— Era muy amigo mío !
JOSÉ MARÍA LÓPEZ-PICÓ.
Barcelona, 1924.
13
n atu r aleza
m uerta
S. DALI
PAISAJE CON FIGURAS
S
S
A
L
V
A
D
O
R
D
A
DALI
L
Je n‘ai jamais évite l'influence des autres... j'aurais
considéré cela comme una lâchete et une manque de sin­
cérité vis-a-vis de moi-meme. Je crois que la personalité
de l'artiste se développe, s'affirme par les luttes qu'elle
a à subir... Si le combat lui est fatal c'est que tal devait
être son sort.
H. M a t is s e .
Su arte, la pintura.
Sus etapas:
Su campo de acción, Cadaqués, un puerto—
Primer momento (de influjo impresionista
Illanco de cal— y azul de mar.
y puntillista, especialmente en los apuntes).
se asoma al paisaje con los ojos entornados
Simultáneamente, estudios de naturaleza—
— la línea no existe— el ambiente es una iri­
bodegones casi-ascplicos— paisajes con un resto,
sación.
todavía, de ensueño...
Momento— “ faube” — y del cubismo decorati­
vo. En una febril producción— con primarios co­
Cambio de ambiente; comienzan los ensayos
lores al temple— de tumultuosas composiciones,
futuristas. Escenas de suburbios— miseria, no­
con temas de cuco, de feria, de meriendas cam­
pestres, obtiene, con la mayor sensualidad del
che, vicio—que recuerdan las descomposiciones
de Marc Chagali.
asunto, la mayor sensualidad en el color. In­
fluencias de los “ Ballets” rusos y especialmen­
Como reacción del extremo futurista, apare­
te del teatro de Contcharova y Larionof. P ri­
cen los primeros ensayos de “ pintura pura” .
mera aparición del esquema geométrico.
En ese momento Dali está más cerca de Matisse
[SE.
V jH
r
PAISAJE DE OLIVOS
*
i
S. DALI
S. DALI
CADOQUES
que de los cubistas, pues parte aún de la sen­
las anteriores cualidades (decorativismo, color,
sación para llegar a las ideas; después, a base
literatura, cerebralismo) le absorbe la preocupa­
de las ideas, liega a realizar las formas.
ción constructiva (potente influjo de Derein).
Se opera la total reacción.
La visión de ojos entornados se ha convertido
Las exuberancias anteriores ceden ante el
en visión “ precisa" de pupila dilatada. Retorna
entusiasmo creciente por Juan G ris; ante el
al color ya depurado, admira a Rafael, Poussin,
estudio del cubismo científico y la limitación de
Ingres, y al dibujo paciente—heroico aprendi­
la paleta. La criba del cubismo retiene todo res­
zaje— de una cosa cualquiera, exenta de lirismo.
to de arte humanizado, y al retornar al natural,
j . SUBIAS.
atravesando un período negro, de lucha contra
Barcelona, 192.1.
17
RETRATO DE MI HERMANA -1 9 2 3
S,
DAL I
S
E
M
1) Parecía una mujer
2)
P
O
E
M
A
S
entre la siesta densa,
y era una niña.
y yo me adormecía.
Después
Después yo era un arroyo
parecía una niña
y arqueaba mi lomo de agua limpia
y era una mujer.
como un gato mimado
para rozarte al paso.
Como el viento en el aire
como en el mar la ola,
como el agua en el río,
vas dejando una estela sola,
una invisible estela de vacío.
6) Y esta voz es la tuya.
No sé lo que me has dicho,
queja, pregunta o mimo.
Esta—sin tí—voz tuya
¿cómo, sin tú saberlo,
ha aprendido el camino
3) Si el ayer muerto ya
fue algún tiempo un mañana solo mío,
y sin que tú desates su cadena
ha venido?
este mañana de ahora nuestro
¿cuándo vendrá a ser hoy eterno?
7) Mi vida ya no es veleta
Esperémosle juntos,
que gira a todos los vientos.
y cuando sea nuestro,
Es brújula firme y quieta,
para que no se vaya nunca,
pastora de pensamientos.
entre nosotros dos le sentaremos.
Que Josué nos enseñe
a jugar con el sol a la cometa.
8) Quisiera ser convexo
para tu mano cóncava.
Y como un tronco hueco
4) ¿Por qué cuando te hablo
para acogerte en mi regazo
cierro los ojos?
y darte sombra y sueño.
Yo pienso en aquel día
Suave y horizontal e interminable
en que tú me los cierres
para la huella alterna y presurosa
—esperanza infinita—
a ver si mis palabras
de tu pie izquierdo y de tu pie derecho.
—costumbre larga mía—
pueden más que la muerte.
5) Ayer soñaba.
Tú eras un árbol manso
—y la morada, abanico de brisa—
GERARDO DIEGO.
Ser de todas las formas
como agua siempre a gusto en cualquier vaso,
siempre abrazándole por dentro.
Y también como vaso
para abrazar por fuera al mismo tiempo
como el agua hecha vaso
tu confin—dentro y fuera—siempre exacto.
Gijón, 1934.
L A
S
M
E
A
T
A
B
B
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L
D
I
U
C
A
R
S
D
L
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E
E
S
P
D ea s, eece D ea s
E
l tío Esculapio esperaba a Korrigán en el
andén de la estación de las Brumas Estiva­
les. Se abrazaron con efusión. Esculapio felicitó
a Korrigán por su buen semblante. Korrigán
se extasió ante el buen aspecto siempre cre­
ciente, de su tío. Korrigán refirió después su
fantástica aventura. Habló de los maleficios
de la hechicera D olor; no cesó en las alaban­
zas del palacio de las hadas enferm eras; en­
salzó su belleza y sus chocolates. Volvió a con­
tar minuciosamente sus viajes.
Y Korrigán habló tanto, que sintió sed. Su
tío Esculapio era miembro de la Liga anti­
alcohólica y le ofreció una limonada. Se sen­
taron en la terraza del café de los Noúmenos,
situado en la calle de la Anarquía.
Curiosamente miraba Korrigán el incesable
desfile de paseantes. Desde hacía mucho tiem­
po no había visto seres humanos y el espectácu­
lo le divertía en extremo.
Los hombres cambian; la moda también
cambia, y la moda había cambiado durante los
viajes de Korrigán. Los nuevos trajes ridícu­
los le parecieron grotescos y creyó ver desfilar
ante sí los más extraños títeres.
V ió a Lascivo, su antiguo profesor de tan­
go. Le llamó. Charlaron después de los cum­
plimientos de costumbre.
E l tío Esculapio, en tanto, dormitaba; aquel
dia no había podido hacer su siesta acostum­
brada. A l cabo de una bora el tío Esculapio
se despertó. Alzó la cabeza, se estregó los ojos,
golpeó su vientre suavemente con las manos:
“ No es del todo necesario que yo me duerma
aquí, d ijo ; volvámonos, K orrigán .”
Buen sobrino, Korrigán obedeció.
A l llegar al puente de los Arcángeles se se­
pararon. E l tío Esculapio vivía a la orilla de­
recha del Amnios, el gran río del país de las
Brumas Estivales. Korrigán vivía a la orilla
izquierda. Sin duda a esto obedecía el que sus
ideas políticas fuesen tan diferentes. K o rri­
gán lo creía así. En Taine había leído que el
hombre es la consecuencia del medio. Y K o rri­
gán lo comprobaba: el diputado de la orilla
derecha era realista, y anarquista el de la ori­
lla izquierda.
L a habitación de K orrigán era muy peque­
ña, anidada bajo los techos, teniendo por ve­
cindad los nidos de golondrinas vacíos en aque­
lla época del año. Desde allí se divisaba un
espectáculo deslumbrador: el Amnios se ale­
jaba dibujando majestuosas curvas que morían
en el horizonte, al pie de montañas azules. Y
cuando la esmeraldina corriente se inflamaba
bajo los rayos del sol poniente, Korrigán se
sentía alma de poeta y su corazón se derretía...
20
1
N
(Virgilio, Eneida, VI, 46)
Korrigán contempló de nuevo, con ternura,
s.r pequeña habitación. Y fué como si un so­
plo del pasado floreciese en él, y los recuerdos
le asaltaron atropelladamente. Respiró un poco
el aire fresco, hizo un viaje alrededor del cuar­
to, pero se abstuvo de escribir una novela.
Presto se sentó; recordó que Schopenhauer
había dicho: “ E s mejor estar sentado que en
pie” ; y atendió los consejos del gran filósofo.
Por un instante Korrigán permaneció so­
ñador, perdidos los ojos detrás del tabique, entieabierta la boca, chupándose el dedo pulgar.
Abrió un libro olvidado sobre la mesa: eran
los Serm ones de Bossuet; leyó algunas líneas.
Cautivado por el asunto, bostezó enternecido.
Entonces abrió una puerta al pasado. Los
recuerdos libraron en su cerebro una zaraban­
da desenfrenada: la hechicera Dolor bailaba con
el tío Esculapio; volvían en tropel las visio­
nes del país de los Cuentos Fantásticos. Los
ojos de la pantera de oro le perseguían sin tre­
gua a través de su sueño. Después, era la pe­
queña hada blanca del país de las hadas enfer­
meras quien venía hacia él, y sonrió. Como
antaño, aquellos ojos azules le inflamaban deli­
ciosamente el corazón.
Para alejar la visión, Korrigán se pasó la
mano por la frente. Pero los dos ojos conti­
nuaban mirándole. Ahora estaban en medio de
la habitación, posados sobre el vientre de un
pequeño jarrón de China. E l día declinaba. En
la habitación los objetos iban oscureciéndose
lentamente.
“ ¡P o r Zeus, el de la barba de plata, gritó
Korrigán, heme aqui completamente chiflado.
Alucinaciones ahora. A ún el maleficio de la
hechicera D o lo r! ”
U n pincel invisible pintaba, en tanto, carne
alrededor de aquellos ojos.
De ellos salió un glauco enanito.
Se puso a hacer cabriolas, después aperci­
bió a K orrigán y le saludó haciendo una pro­
funda reverencia.
K orrigán interpeló al enanito glauco. Este
sonrió burlesco; sus carrillos eran de un ver­
de cadáver, fofos y arrugados, lo que dalia
a su rostro un aspecto de manzana cocida.
En una mano tenia una ballesta y de un
costado le colgaba una aljaba. Korrigán se
adelantó hacia el glauco enanito, pero este co­
gió una flecha de su carcaj, engató la liallesta
en su arco y tiró. Silbó la flecha e hirió a Korr’gán en medio del cora ún. Y el enanito
glauco desapareció. K orrigán había empali­
decido.
“ ¡P o r Venus, tres veces virgen, gritó, de
nada me sirven los viajes! ¡A l diablo con las
alucinaciones v con i'l glauco enanito! Schopenhauer ha dicho: “ E s preferible estar acos­
tado que sentado” . Atendamos al gran filósofo.”
Y durmió toda la noche...
Korrigán se despertó muy tarde. Le pare­
cí»' haber soñado. Se asomó a la ventana pen­
and o que el aire fresco disiparía las fantas­
ma«,'» ¡cas visiones que asaltaban su cerebro.
Pero la imagen del glauco enanito seguía per­
siguiéndole sin tregua.
Se creyó, desde luego, víctima de alucina­
c i o n e s . Un poco ae reposo disiparía sus nerviosas sensaciones. Pero cuanto más reflexioiv ¡
tanto más se fijaban las visiones en su
ce: hro. Por un instante llegó a creer que un
dios ansiaba darse a conocer por su boca al
pueblo y que le había hablado. Korrigán hizo
examen de conciencia y pronto comprendió
que no estaba lo suficientemente puro para ser
dif.no de tal elección. Entonces se dirigió a
casa de su tío para contarle la aventura.
Eran las diez. E l tío Esculapio trabajaba
en su laboratorio.
Bajo una campana de cristal el enano glau­
co bebía ávidamente un caldo de cultivos. Korrigán precipitóse hacia la campana gritando
como negra con dolores de parto.
En aquel momento estudiaba el tío Escula­
pio las manifestaciones del instinto maternal
er. la pulga, y tanto se perturbó, que despa­
churró a toda una familia acampada sobre la
platina de su microscopio.
— ¡ Ahí está mi enano glauco, ahí, debajo de
la campana!, gritó Korrigán con una voz esti angulada.
Esculapio, que todavía no había podido ave­
zarse a ser intrépido, recobró sus sentidos.
— No, Korrigán, no tiene nada de enano
glauco lo que resguardo bajo esta campana;
esto no es más que un feto que ha hecho voto
de castidad y que he alojado en mi laborato­
rio. Merced a un líquido palingenésico lo con­
servo vivo desde hace varios años.
Pero Korrigán, hasta entonces siempre tan
respetuoso para con su tío, no quiso ceder en
esta ocasión.
Contó nuevamente su visión de la víspera
por la noche.
Esculapio juzgó el suceso como de los más
interesantes. Se acomodó en un gran sillón
rojo y trató de dar una explicación a lo acae­
cido.
— Desde luego desechamos la hipótesis de
un hecho natural, dijo.
Estas palabras de un gran filósofo (Maeteilink), comprueban la exactitud de mi ra­
zonamiento :
“ Hay mucha mayor probabilidad de alcan­
zar, por acaso, un fragmento de verdad ima­
ginando las cosas más insospechadas, que es­
forzándose en conducir los sueños de nuestra
in aginación por entre la eternidad, entre los
diques de la lógica y las actuales posibilidades.”
— Falta lo sobrenatural, es decir, el dominio
ele los hechos suprasensibles que sólo nos son
conocidos por raras manifestaciones... ¿E n ­
tiendes, K orrigán?”
Pero Korrigán dormia ya, sentado encima
de una jaula de conejos. El tío Esculapio lo
despertó y continuó luego:
“ ...Decía que estas manifestaciones supra­
sensibles, aunque laras, existen sin embargo,
y tienen por causa la revelación de los espíri­
tus o de los dioses, a los hombres. Tú has sido
uno de esos dichosos mortales.”
— Pero las alucinaciones... argüyó tímida­
mente Korrigán.
— No se admiten en nuestra época. Antes se
decía que la percepción es una alucinación cier­
ta, pero como nadie ha logrado, jamás, poner­
se de acuerdo para distinguir lo cierto de lo fal­
so, se ha desechado todo, en bloque, y a la hora
actual todo eso se explica lógicamente por lo
sobrenatural. E s un “ laponio” quien acaba de
aventurar esta teoría en su Filosofía de las
Quinteras.
— Todo eso es muy hermoso, dijo Korrigán,
pero en nada me explica el por qué un tnanito verde no cesa de perseguirme desde ayer
noche. Y a me ha atravesado el corazón con mil
flechas mordicantes. Y estaria ya muerto si no
fuese por una imagen de San Antonio que,
entre dos notas del lavado de la ropa, llevo
siempre en mi cartera.
“ Y o os aseguro, tío, que padezco las obsti­
nadas visitas de un enano pequeño y glauco
que me asaetea el corazón y me hace padecer
horriblemente.”
— Y a lo veo, dijo el tío Esculapio.
“ Ese pequeño personaje que me describes
es, sin duda, el dios griego que las amorosas
bacantes invocaban con el dulce nombre de
Eros. A veces viajaba de incógnito bajo el
nombre de Cupido. Pero en los tiempos de la
decadencia romana cometió algunas trápalas.
Ahora se hace llamar Amor y, para disimular
mejor, afecta la forma de un querubín.”
El tío Esculapio se recogió un instante y
añadió después:
“ Vanidad de vanidades... Eros, antaño tan
hermoso, tiene al presente una facie de man­
zana cocida y la apariencia de un feto ma­
cerado.”
Dicho esto, Esculapio bajó la cabeza y en­
mudeció.
Meditó tan gravemente sobre la futilidad
de las cosas divinas que se durmió sobre el
gran sillón rojo.
Korrigán volvió a su casa turbado por el
discurso de su tío, tan docto y tan filosófico.
Se sentó a su mesa de trabajo y allí pasó por
todos los estados morales, especialmente por
los más diversos estados psiquicos. Pero estos
estados no eran más que el reflejo de los de
Eros, el pequeño enano glauco.
Se deshizo en lágrimas meditando en las
bellezas de la filosofía.
Quedó helado, de miedo, al pensar que él,
mortal despreciable, estaba en contacto con los
dioses. Pensó, por último, en la disipada con-
ducta que había llevado en el palacio de las
hadas enfermeras, y fue entonces cuando se
cristalizó. E l tío Esculapio, que después estu­
dió el fenómeno siguiendo el método de
Stendhal creyó, aunque no pudo afirmarlo, que
se había cristalizado lo mismo que Eros, por
el sistema cúbico.
Korrigán tenía ante sí al pequeño enano
glauco, tallado en facetas brillantes, a manera
de una figurita de pintor cubista. Y entonces
recordó las páginas de Stendhal, sobre la “ Cris­
talización del A m or” .
Esto fué una revelación. Korrigán vió que
estaba enamorado.
Pero Korrigán era curioso e intentó deter­
minar sus sentimientos: su corazón palpitaba
fuertemente y sentía una confusa necesidad
de dilatar su alma en el seno de un alma
hermana. A veces creía ver esta alma herma­
na en la pequeña pantera de oro que en el país
de los Cuentos Fantásticos se había transfor­
mado en hada enfermera.
Mas esta sencilla probabilidad no le satis­
fizo por completo e intentó hallar una defini­
ción más precisa. Fué a escudriñar en su bi­
blioteca, trajo un enorme montón de libros, y
se dió al trabajo.
Korrigán había recobrado su calma habi­
tual. Y a no le inquietaba Eros, el pequeño
enano glauco, cristalizado para lo sucesivo bajo
la tapa de su sombrerera.
Y Korrigán procuró conocer el Amor. T ra ­
bajó largo tiempo, mucho tiempo... Pero al
cabo de un mes aún no había podido llegar
a definir la naturaleza del A m or...
Korrigán fué a sentarse en la orilla del lago
azul. Desde hacia algún tiempo olvidaba al
tío Esculapio.
Se tornó triste y solitario.
Y a pesar de sus laboriosos estudios sobre
el Amor, era el día en que aún no había po­
dido encontrar una definición que le satisfi­
ciese.
Korrigán contemplaba el prisma del sol po­
niente que descomponía el horizonte en mil
colores. Soñó con los ensueños que en otro
tiempo hacía su pequeña pantera de oro en
el país de los Cuentos Fantásticos.
E l lago, en tanto, se teñía de violeta. A lo
lejos, los árboles esmeralda manchados de muzgo nacarado, se tornaban de color salmón. Una
nube malva espolvoreaba el aire a modo del
cálido aliento de un gran incendio en lonta­
nanza.
En las lindes del bosque las nubes blancas
se destacaban sobre la masa negra de los pi­
nos. Ligera, rápida, la forma apareció, se des­
lizó, se aproximó y se dibujó al fin.
E ra la pequeña pantera de oro metamorfoseada en hada enfermera que venía hacia él.
Se sentaron el uno cerca del otro, al pie de
un gran pino negro que se miraba en el lago
amatista.
Y hablaron, hablaron largamente. Los ojos
en los ojos, soñaban. Sus labios se rozaron.
Entonces Korrigán preguntó a la pequeña
hada blanca la definición que inútilmente bus­
caba desde hacía tanto tiempo.
No se sabe si el hada enfermera dió a Ko­
rrigán una definición filosófica, mas desde ese
día Korrigán no interrogó a nadie sobre Eros.
Cuando se habla de este asunto ante él, calla
y sonrie misteriosamente.
C
S
A
N
C
I
O
N
E
Divino so l!... Divino so l!... Penetras
en mi alma y en mi carne... A tu llamada
me cubro de corolas como humano rosal...
Y brotan de mis labios canciones y sonrisas,
y es clara, como tuya, la luz de mis pupilas,
y es dulce, como tuya, esta alma mia
primaveral...
Divino so l!... Divino so l!... Y o quiero
derramarme en los campos,
y jugar con las frondas,
y madurar la m ies!...
Y o soy un sol humano que se derrama en cantos,
y calientan las almas mis melódicos ra y o s;
¡ yo misma soy el sol,
LUISA L U IS I.
22
VERSIÓN DE JUAN DE JESÚ S VÁZQUEZ.
Abril, 1924.
A
L
S
O
L
que sobre el grande y negro panorama del alma
abre la luz, en corolas, en cantos y esperanzas
su sed inextinguible de Amor y de Piedad!...
Extiendo mis dos manos abiertas sobre el mundo
y de ellas brota en haces toda la luz solar!...
Divino so l!... Divino so l!... Hermano,
súbeme a ti, y contigo,
demos a toda vida su gracia primordial!...
Y o siento que soy una con tu fecunda lubre,
y siento que en tu seno me ah.- ibes como nube
y siento que en mi brilla tu luz meridional.
Estréchame en tus brazos de fuego y de alegria,
y esparzan sobre el mundo un n-uoi y mi poesía
las mil agujas de oro de tu radiante fa z !...
Montevideo, 1924
V
E
N
T
VENTANA DE COLEGIO
Era tan triste la celda, que cuando abrí aque­
lla ventana se derramó sobre el jardín una
humareda de sombras. Daba a un viejo patio,
que era un museo. Cada ventana abierta era
aquella tarde un retrato mudo. Parecía que aso­
marse era romper la tela. Una risa que brotó
de un lienzo— voz de colegialito novel— se
halló tan desnuda, tan punzada de saetas de
silencio, que, tímidamente, se refugió de nue­
vo en su garganta.
En aquel museo de altas paredes mor 1idas
por el tiempo, lleno de lacios arbustos, era mi
ventana un lienzo más colgado del muro. Allí
aprendí a no asomarme a nada por temor de
no romper la tela, y se tué adelgazando mi
voz entre losas de silencio. A la luz de esta
ventana vi danzar sobre los libros— siempre
abiertos por la misma página— a los graves
malabaristas del pensamiento.
Infantilmente se escamoteaban las ideas, ju ­
guetes del espíriiu. Reñían por unas pobres
palabras— candelillas en la noche— que ni si­
quiera eran bellas. Torpes ingenieros, querían
jalonar el espacio y el tiempo. Alzaban montoncillos de arena en medio del caos y pre­
tendían razonar la vida como un teorema.
...Pero, a veces, entre las turbias páginas,
se deslizaba, como un ladronzuelo de horas,
una mano furtiva que, con su pañolito de seda
bien oliente a senos maduros, borraba los teo­
remas y derribaba los jalones. Y de todo el
papel sabio hacía un montoncillo de barquitos
graciosos que luego, de un soplo, iban a cabe­
cear en el aire, por la ventana extenuada.
VENTANA SONORA
Cuando me asomo a esta ventana, arden en
A
N
A
S
mí tallos nuevos y vienen a posarse en mis
hombros estremecidos unas coplas errantes.
Y recuerdo aquel pobre libro dormido entre
cenizas de biblioteca, que ya no tiene guitarra
que le haga despertar. Onda pura de ritmos
quj se acurrucaban junto ai rescoldo, o se hun­
dían en el jovial torbellino. Ejemplar único de
un libro sin historia, porque siempre tuvo le­
yenda. Cuna donde unos versos niños ensaya­
ban su salto a la calle... ¡Y o los vi picotear
el pan de los umbrales, a cambio de una lá­
grima !
VENTANA
ROMANTICA
Aquella otra ventana daba a una alegre ave­
nida donde bajaba el sol a jugar con las mele­
nas rubias de los niños. Allí encontré a Car­
lota. Me bastó desear que viniese, para verla
llegar. El aire estaba salpicado de gritos infan­
tiles que apagaron nuestra voz. O tal vez nada
dijimos. Sólo recuerdo que no nos sorprendió
vernos juntos.
Y o saltaba allí, desde el alféizar, todas las
mañanas, cuando ya habían lavado y peinado
la avenida para que pudiese recibirnos fresca
y risueña. Llegábamos juntos; y, enlazados,
Carlota buscaba una gruta donde el sol recor­
tase más pequeños sus redondeles amarillos.
Nos divertía mucho verlos rodar por la tierra
huyendo de los dedos del aire. También nos
divertía el miedo de los pájaros a las nubecillas
negras. Era dulce olvidar nuestro cariño para
recobrarlo, cada minuto.
Yo siempre había soñado una novia así: ale­
gre, ingenua, dócil... Yo, entonces, filosofa­
ba—antes de vivir— , y ponía condiciones al
amor. Preferí que se llamase Carlota, porque
se me reveló entre niños. También la quise
23
rubia y pequeña. No me importaba el coloi­
de sus ojos, porque las acacias los pintarían
de verde. Entre sus ojos y los míos tendería
el sol cordones de oro, donde saltase también,
locamente, nuestro amor niño.
Nunca hablamos nada. Un banco oculto en­
tre los pinos, nos llamó al reposo. Los pinos,
luego, bromeaban con nosotros, clavándonos
en la nuca sus flechitas verdes. Y o oprimía las
manos de Carlota muy suaves de jugar con
madejas rubias de aurora. A veces las lleva­
ba a mi boca encendida que las hacía gotear
jugos de nardo, zumos de cereza...
Un día se me desvaneció al cerrar la ven­
tana. ¡ Supo que mi silencio lo elaboraban los
libros, esos necios libros que no saben hablar
de am or! Pero el niño loco aguardó siempre,
y una noche tembló de frío sobre el alféizar.
Le había despertado la falsa copla del viento,
el volteo indiferertte de la luna, la trivial fermata de otras pupilas... No le acogió ningún
tibio seno, y, entre las macetas apagadas, se
acurrucó llorando. ¡ Entre tanto, en la cuna
yerta, se iban secando lentamente las can­
ciones !
VENTANA DE LEYENDA
Un día Mohamed se enamoró de dos huríes
gemelas, e inventó el parteluz.
VENTANA IMPACIENTE
Las seis... E s la hora, pero quiero que se
impaciente. Me gusta verla vacilar entre la
sonrisa y la mueca. Sus ensayos de desdén son
deliciosos.
A lzará los visillos cada minuto. Correrá a
la puerta, la entornará, leerá un instante, de­
jará la novela, volverá a la ventana... Prepa­
rará un gesto de solemne indiferencia... Debie­
ra agradecerme estos retrasos, porque sale, de
cada uno, más ágil de espíritu. Y , con el en­
fado, su carita fresca germina de grana calien­
te ¡ que derrite muy bien los besos!
Para retrasarme un poco, besaré a esta niña
de todas las tardes, que está jugando con montoncitos de tierra. Apenas hay en su carita re­
donda lugar para el beso. Me crujirán después
los dientes de arenilla... Le doy el cucurucho
de los dulces que compré a Clarita. Luego en
estos labios golosos, me ensayaré a besar...
Clarita saldrá ganando.
Me llena los labios de azúcar. Ríe la niña
cuando saco el pañuelo... Y a esta otra niña
grande que se burla de mí, desde un balcón,
yo le d iría :
24
— Para tí no tengo bombones, pero tengo
unas palabras muy dulces.
Parece esto un tema de francés... Pasaré de
largo. Miraré las fachadas. Esta es nueva, re­
cién pintada. No tiene, como las otras, ningún
escudo en la clave. Esas tienen ya su leyenda,
su pergamino... Son fachadas para eruditos.
En cambio esta— recién nacida— es para poetas,
porque aguarda que uno de ellos le escriba su
leyenda.
En este soportal hay un velador solitario.
Debo macerar mis labios, prepararlos para el
beso... E n este café provinciano hay un vino
que dicta poemas deliciosos.— ¡ Mozo, un vaso!
Ahora estará, con los brazos desnudos en
alto, ensayando un fino temblor en sus pechitos tiernos, para que mi abrazo no los sorpren­
da inertes. Conozco la caliente y rosada vibra­
ción de sus brazos desnudos que ahora se en­
sayan en negar a los míos un ágil engarce...
Sus claros ojos preparan la nube sombría...
Otro vaso... L a siento llegar y arrancar de
mis manos el vino. E n premio me daría a be­
ber sus ojos que nunca se agotan. Me daría
a comer sus mejillas y su boca. He visto pren­
dida a sus pestañas, una nubecilla de oro...
¡ Será este poco de vino que aún burbujea en
mis labios!
Las siete. Una hora ya es demasiado. Ella
está ahora tan alta de mí, que cuando llegue no
voy a conocerla. Y a no sé si debo profanar
esta copia, cotejándola con el texto. Sería cruel
destruirla...
Tendré que ir a verla una tarde en que no
haya pensado ir a verla...
VENTANA DE CAFÉ
E l café apenas existe mientras no se apa­
gue esta vena rota por la que se desangra du­
rante el día. Cuando la noche inyecte al heri­
do bidones de luz propia, vendrán los leales
amigos, los que toman café con toda su luz,
los que deberían pedir luz sola, porque solo
a beber luz vienen al caf é.
E sta ventana no es una valla, es un mos­
trador por el que pedimos a la calle lo que ésta
nos niega. No somos francos amigos de la
calle. Los grandes regalos de sus rifas no lle­
gan a nosotros, emboscados del café. Habría
que saltar al otro lado, invadir el gran almacén
y volver a tomar luz de café, con los bolsillos
llenos. Entonces, esta ventana tendría un bello
sentido de aro de circo.
BENJAMÍN JARNÉS.
Madrid, 1014
ESTUDIO
PEROTTI
i
Inútilmente el comedor te aguarda
con el sonido azul de su penumbra,
y el mantel familiar, con su voz blanca
te ofrece la alegría de sus frutas.
La fiebre te retiene recostada
sobre el sillón que acuna
tu idealidad de enferma, siempre niña...
Desde el balcón de casa
yo veo cómo vuelan
por el jardín, los pájaros
grises y taciturnos de tus ojos...
Y yo sé que al llamarte
me dirán tus m iradas:
“ Ahora, no... más tarde...
i Si vieras cómo hemos picoteado
sobre todas las flores!” Y ya ebrios
de lirios y violetas
y de jugosas ramas,
se entornarán tus ojos...
Y lo mismo que ayer, y que mañana,
habrá de reclamarte inútilmente
el mantel familiar, con su voz blanca...
11
|_a visita del cielo y del jardín
por la ventana abierta
trepó...
E l sol, golosamente, se ha sentado
en el sitio mejor.
Supersticiosamente, reservamos su silla...
Nos parecía que había vuelto a casa
el hermano mayor.
L a flor del duraznero no tenía
tu color.
Entrabas a la vida, con un nuevo
“ traje largo” de salud...
Mi madre, siempre triste, se olvidaba
de desplegar su gesto de dolor...
Y hasta el terco zumbido de una avispa
fué grato al comedor.
Mayo, 1924.
JU L IO J . CASAL.
L.
I
B
E l A lb a y otras cosas.—Ramón Gómez de la Serna.
Edit. Calleja. Madrid, 1923.
Un
R
O
S
Burla y emoción, también, de este extraño y per­
sonal humorista, suyo en sí.
menos de RAM ON. Hasta en provincias
Tras sabio acecho, semioculto tras esa tupida cor­
le tuteamos—teniendo, claro está, el cuidado de es­
tina de terciopelo rojo—que sirve a RAMON para
cribir su nombre con letra mayúscula; que es del
que no le vean las cosas—ha logrado aprisionar entre
único modo en que RAM ON, pierde su acento ro­
sus dedos azulados por el frío crudo del amanecer,
tundo e inconfundible—y, conversamos familiarmen­
el secreto inefable del alba.
íiD ro
te con él, sin haberlo conocido nunca; a pesar de
ello, todos nosotros, hemos estrechado calurosamen­
te sus manos: manos cordiales e ilusivas, hábiles
para escamotear por medio de una diestra greguería,
La luz lechosa y ofuscante del principio del día;
su frío cortante y ateridor; los últimos guiños de los
faroles, torcidos, ojerosos j
blandengues; el agudo
y torpe clarineo de los gallos; los largos bostezos
el secreto vivo y palpitante que late en el fondo de
de los portales, y esos otros más disimulados de las
cada cosa ¡gran rompedor de precintos objetivos!
ventanas, que pasan la cortina, como una mano para
Sí, un libro menos. Los libros de RAM ON, apenas
ocultarlos; el canto de los pájaros, que cantan aún
venidos al mundo, adquieren ya plenitud viril y car­
adormilados; el sordo ruido de colleras de ese coche
ta de ciudadanía en país extranjero (¿ ?), imposibi­
que intentó raptar el día; el tañido cristalino de esa
litando a su padre la inscripción en el Registro civil.
campana, que se ha hecho añicos en el amanecer;
Son niños, que nacen con un vello precoz, y que
toda el alba desnuda, vivida, íntegra, ha sido acu­
poseen una voz recia y hombruna, que desconcierta
sada de tan admirable suerte, que ha adquirido cate­
a su mismo progenitor, yo sé de uno, que a poco de
goría de auténtica, cierta, verdadera.
nacer, ya tocaba el piano a cuatro manos.
La otra, ha pasado a ser un alba apócrifa, iluso­
El último libro que produzca RAM ON, será la
ria, artificial; fingida por medio de espejos de ilu­
anulación completa y definitiva de su obra. El lo sabe,
sionista, con falso cacareo de gallos mecánicos, y lí­
y esto hace que se acreciente su ímpetu generador:
vidas luces de bengala.
cada nueve meses, uno. Y eso, sin contar los que se
Tan real es, la otra, que leyendo el libro adquiere
le han malogrado; que él guarda celosamente, en
uno “ ese rostro amoratado del alba” , siente en
grandes frascos de vidrio con alcohol.
manos y piernas, la flojedad y el torpor del que ha
En su nuevo libro: E l A lb a y otras cosas, cul­
velado hasta el amanecer; y de pronto, se pregunta
minan plenamente sus dotes maravillosas de certero
uno angustiado cuántos días lleva sin acostarse; dur­
y atento observador—¡magnífico ejemplo de acui­
miendo de un tirón cuarenta horas seguidas.
dad visual!—junto a una honda y rara intuición ar­
tística.
Yo mismo, he sentido parárseme las manecillas
del alma, cuando por entre las rendijas ocultas de
27
I
este libro, se lia colado esa luz fría y lívida, con que
se anuncia el amanecer...
L o s rostros pálidos (Cuentos europeos), por Mon-
tiel Ballesteros.'—Montevideo, 1924.
Leemos nucvamciu • un reciente volumen de Mon-
En la segunda parte de este sugerente y admira­
tiel Ballesteros. El celebrado autor de “ Alma nues­
ble libro, resplandece esa luz tibia e íntima de lám­
tra ” y “ Cuentos uruguayos” , nos envía ahora su li­
para hogareña que es R A M O N ; lámpara burguesa
bro “ Los rostros pálidos” , que lo integran episo­
de hierro afiligranado, cubierta de dijes, que resguarda
dios y cuentos de asunto europeo.
su cabeza de los catarros con un inviolable solideo
Montiel Ballesteros es un escritor que une a gran
de cristal, y proyecta tiernamente sobre el hule lus­
talento una envidiable flexibilidad. Trata diversos gé­
troso de la mesa, su brillante círculo de linterna
neros y en cada uno de ellos destaca su personali­
mágica, por donde pasan magnificados todos los me­
dad y su acto, en forma que, aisladamente examina­
nudos sucesos cuotidianos. ¡ Y qué bien se compenetra
das, parecen constituir su exclusiva especialidad.
este dorado círculo, con ese avisado monóculo sin cris­
tal, que se pone RA M O N para ver las cosas!
Se adivina, leyéndole, que éstas le salen al paso, re­
sueltas a pedirle un pensamiento autógrafo a este gran
Hemos leído poemas muy bellos y modernos, al­
gunas veces. Otras, nos ha enviado versos acordes
en fondo y forma con la ortodoxia académica. En
ocasiones ha escrito prosas tan llenas en giros, poli­
tío del álbum universal que es R A M O N ; y una vez
cromías y sugerencias, como las de los más desta­
conseguido su objeto, se pierden haciendo dengues
cados escritores de vanguardia, y en otras, su lé­
y zalemas, por esa puertecilla invisible que éste deja
xico y su cláusula, se han ungido del aroma verbal,
entreabierta en el espejo de su conciencia.
rico y vivo en modalidades de los hombres de las
campañas uruguayas. Así en “ Alma nuestra” y en
Yo no sé por qué se me figura, que en R A M O N ,
han empezado a crecer las solemnes patillas de F í­
garo, después de su estupendo pistoletazo.
También
“ Cuentos uruguayos” , libros que le dieron justa
fama.
Escritor agudo siempre. Un episodio, unas cos­
creo ver en él, esa gordura—que sigue
tumbres, unas fiestas oficiales o mundanas, le bas­
aumentando de un modo alarmante—sana, plena y
tan para componer sus piezas literarias. En ellas,
rotunda, del otro D. Ram ón; el de las humoradas ;
además de estilo, hay bellas y acertadas descripcio­
gordura crasa, jovial e inabordable, que infunde res­
nes sutiles matices, ironías y duda, gran maestro en
peto a los demás.
armonía literaria.
Lo que, desde luego, puede asegurarse, es que, R A ­
Varios de sus cuentos, cito por señalar alguno
MON, pese a su creciente gordura—¡o jo ! no obe­
“ Los Mutilados” , producen en el lector un regocijo
sidad—posee esa escurridiza viscosidad de anguila,
entusiasta. Vedle con qué arte nos va presentando
que hace imposible su apresamiento crítico.
la hinchazón de tipos y personajes—atacados de va­
Y, sin embargo, su arte es noble, sincero, franco;
horro de atormentados torcimientos salomónicos, y
aliños y afeites de falsa naturalidad; “ de desnuda
que está brilla la estrella” ; quizá en esta frase, que
RA M O N estampa en su biografía, se halle con­
tenida la gran verdad de su arte. Y , por encima de
todo, esa su voz fuerte, segura, alentadora, que g ri­
ta en todas partes su consolador y óptimo, S E M P E R
G AUD ERE.
J. GONZALEZ DEL VALLE.
nidad hidrópica—, para luego aplicarles un pincha­
zo final que hace brotar la risa, ante el estallido ins­
tantáneo que produce la vacuidad grotesca de los
mismos.
Así, pues, con finas ironías, con descripciones ad­
mirables,
con
estudio de complicadas
psicologías,
transcurren las páginas de estos cuentos europeos,
titulados "L o s rostros pálidos", que añaden al pres­
tigio de su autor, nuevos y merecidos lauros.
MANTEL MUNOA.
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