Narrativa, página J 6 El CONCIERTO Eugenio Sáenz de Santa María Cabredo A la memoria de mi abuela Edelmira (1906-1996) Yo no sé tocar el piano. Ni ningún otro instrumento su quejido cierto. alargado, o el profundo oboe, ni siquiera un sencillo triángulo, De hecho, desde hace tiempo oído: ni ritmo, ni entonación, cheas y semicorcheas como el violín, con tengo aceptada mi irreparable incapaz de distinguir entre es falta de do o re. De las cor- prefiero no hablar y el pentagrama, para mí, no pasa por ser más que una rejilla en la que cuelgan atrapados unos bichitos que a otros deleitan como adorables melodías. Sí es verdad que yo, al principio, antes de que conociera la intervención pertenecer al coro de la parroquia. puse no poco interés y empeño. Mucho de la abuela Rosa, ya había intentado El pobre director, don Gaspar, no encontra- ba la manera de decirme que no bastaba con presentarse en los ensayos con el smoking recién almidonado, hay que esperar a los compañeros, no subas el tono, es en fa, descanso, descanso. Lo que Dios me ha quitado de sentido musical me lo ha compensado, en su benevolencia rada: don Gaspar me había mantenido infinita, con una intuición unos meses en la formación (durante los que no hubo, gracias a las musas, ningún recital) por las donaciones sualmente ace- que men- le entregaba la abuela Rosa. Al conocer la verdad y después de ase- gurarle que la financiación estaba a salvo, no volví a aparecer por la iglesia si no era para encender alguna vela a Santa Cecilia. Y para envidiarles, en silen- cio, desde la penumbra de la capilla del Conde. Aquella primera experiencia no me dejó, como podría suponerse, el sabor a cobre del fracaso. Quizá tuviera algo que ver el persuasivo apoyo de la abuela, que quería a toda costa un músico en la familia: si no vales para el canto, serás intérprete, qué elegante lucirás en el salón con el piano de cola del bisabuelo Sancho, o con la flauta travesera, brillante, sorprendiendo a todos los Narrativa, página invitados con tus conciertos y seduciendo ilusiones de aquella dama encantadora a las jovencitas. 17 Cómo defraudar las que era mi abuela Rosa. Desde que murió su marido, el respetado Magistrado don Héctor Vallés de Monreal, la abuela había recuperado por la vida. Los hijos, entre ellos mi padre, entendían del Tribunal Superior una olvidada ilusión bien ese renacer: duran- te los años de matrimonio, la vida forense y el carácter recio del abuelo la habí- an relegado al anonimato de la crianza de la prole. La educación Magistrado le impidió las depresiones, cualquier afición con la que mitigar los ocios y vadear eran otros tiempos, ahora me iba a pillar, me decía mientras leía un anuncio de cruceros por el Adriático. compromiso clásica del Tras pasar por un luto breve y de empeñó el resto de sus días a hacer lo que le iba viniendo en gana. Y, como ya he dicho, uno de sus anhelos era presumir de un músico en casa. Nunca entendí qué vio en mí. Después del intento fallido del coro (le propuse la ayuda como una obra pía y no le retiró la asignación a don Germán, pero sí el saludo) apeló a un conocido de Música. del Real Conservatorio buenas maneras de aquel señor de la Sección de Admisiones, Las incluso después de demostrarle mi ineptitud para sostener un violín sin pellizcarme la oreja con las cuerdas, me hicieron sospechar las oscuras maniobras de la abuela. En el Registro me confirmaron Valles, había influido aportación que una señora muy vehemente, (invocando la memoria de capital en el patrimonio de su marido y una oportuna de la Fundación) para formar parte de la Junta Rectora. Pero yo no tenía ánimo para contrariar Con el corazón conmovido viuda del Magistrado a la madre de mi padre. y las artes blandas me entregué a las enseñan- zas del Profesor Stirnz, un exiliado polaco que había recurrido a nuestro país cuando las cosas se pusieron serias en aquellas tierras del Norte. No sé si debido a esa indolencia que apoca a los que un día amanecieron sin patria, o bien porque el Profesor también había recibido alguna generosa visita de la abuela (sus ropas evidenciaban una digna precariedad), manifestar desánimo ante mis carencias. Comenzamos el caso es que nunca le vi por lo más básico: las notas musicales. Incluso hoy me cues- Narrativa, página ta trabajo 78 recordar cuántas hay y cómo se llaman. Tan sólo encuentro tres al indagar en la memoria (que junto con el sentido musical es otra de mis faltas): do, re y fa. Un destello de honradez me obliga a reconocer que hay más, que serán, qué duda cabe, muy hermosas, pero no encuentro la manera de resca- tarlas del desván revuelto que es mi mente. Cuando el Profesor Stirnz entendió que era misión imposible llegar, por ejemplo, a los acordes sin haber aprendi- do antes las notas, lo intentó con números, con colores, con aromas si Ivestres y hasta con nombres de capitales del ancho mundo. Pero no sirvió de nada. Durante una de las clases nos visitó la abuela. Como supuse cuando la vi entrar, quería asistir a los progresos de su joven talento (como, con exceso, me llamaba), y por complacerla y no perjudicar al Profesor aporreé con ademán concentrado un piano que había en la sala. Los dos se quedaron perplejos ante mi ejecución y yo tan sólo dije: Stravinsky. Aquello que imaginaba como la sali- da de un genio no fue sino el germen del hecho más insólito de mi ya larga vida. Antes de despedirse, no interrumpo más, eso ha estado muy bien pero el traba- jo es la base del arte, nada de inspiración facilona, dedicación, Profesor?, la abuela quiso que le prometiéramos de Navidad, ¿no cree, señor un recital de piano, para el día como muy tarde. Cuando salió del aula el Profesor y yo nos mira- mos sabiéndonos perdidos. Creo recordar que al buen hombre le oí unos gemi- dos tímidos, algunas plegarias Los tres o cuatro meses que nos separaban de aquella cita maldita no fueron suficientes para hacer de mí un intérprete modesto, algo que se pareciera, aunque fuera de lejos y con las entendederas adormecidas, dedos se aventuraban a un músico. sobre las teclas negras y blancas a su antojo, y como los míos son más bien cortos y medio artríticos, abarcaban una ridícula teclado. Los Nada que ver con las estilizadas veces venía a tocar el clavicordio parte del manos de la señorita Adela, que a en casa de la tía N ina. Mi aspecto delante del piano era el de una arruga empeñada en rascar los marfiles. La compostura Profesor Stirnz nos iba abandonando poder tocar, siquiera, un estribillo, sin alborotos junto con mi confianza una pequeña tonadilla, dejara feliz a la abuela. Necesitábamos un milagro. cualquier del en pieza que página 79 Narrativa, La abuela Rosa se había encargado de preparar una deliciosa velada, no te preocupes más que de estar grandioso con el piano, del resto yo me encargo. La cena fue suculenta, con vinos excelentes; del menú tan sólo me desconcertó el rodaballo, que me produce gases, una dificultad añadida. La abuela dio, tras los postres, la orden que tanto el Profesor (apenas había probado bocado) como yo temíamos, pasemos al salón, allí servirán el café y los licores mientras mi nieto interpreta algunas piezas. Me encaminé al piano de cola del bisabuelo componiéndome la chaqueti- lla del frac. La abuela me miraba orgullosa desde su sillón y me saludaba con el abanico. Las piernas, contra lo que yo imaginaba, no temblaban tía frías como las palabras de presentación co, pronunciaba que, con un agradable acento pola- el Profesor Stirnz. El pobre hombre calculaba joven ha hecho un grran esxfuerrzzo pero las sen- parrra comp/acerr/esss sus halagos, el exxta nochxe mág- gíca. Se sentó a mi lado para pasar las páginas de unas partituras que yo, por supuesto, no entendía. Y con voz baja trato de imponer calma, va/orrr mutxhatsho. Esperé los minutos que había observado que aguardaban nistas en los conciertos, con los ojos cerrados busca de una inspiración los grandes pia- para no ver a la abuela que en de la que carecía. Ejercité unas flexiones lo que entendía como otro signo de profesionalidad de manos, y acerqué un centímetro la banqueta. Todo el salón estaba en silencio. Sólo faltaba la música. Justo en el momento en que creía derrumbarme, a todo el mundo, con humild~d, cuando pensaba confesar que yo no sabía, ni sé, ni sabré nunca tocar el piano, asistí atónito al espectáculo que mis manos ofrecían a los presentes. Al principio público atacaron decididas en el bolsillo un vals de Chopin, desde la primera nota. El Profesor miraba manos con las que había batallado inútilmente escala arriba y abajo con un virtuosismo última nota en un pianissimo comenzaron imposible, como para meterse al las mismas durante meses, y que ahora iban extraordinario. Cuando mantenían la y casi sin dar lugar a los aplausos, con una pieza algo más sosegada, un poco de Beethoven que me hizo pensar en una azulada luna llena. La abuela derramó un par de lágrimas Narrativa, página 20 que no me pasaron desapercibidas. Yo, como es normal, no entendía qué pasa- ba así que procuré mantener una postura cómoda y correcta y dejé que la música fluyera. Entre el público excepción se encontraba que aun no sé cómo consiguió gino). Correspondí satisfacción con una inclinación Daniel convocar Barenbo'fm, un invitado de la abuela (aunque lo ima- de cabeza muy medida a la sonrisa de que el Maestro me dedicaba desde su butaca. El Profesor, sin duda para causar un mayor impacto en la audiencia entregada hacía rato, cerró len- tamente el libro de partituras y se apartó un poco de mí, el gesto del maestro que se reconoce superado por su discípu lo. Cuando llegaron Mozart, Schubert y Haydn yo estaba en un plan de darlo todo. En un par de ocasiones, después de alguna pieza de especial dificultad, sentí cómo las manos me pedían descanso. Entonces bebía un poco de agua y me atusaba el pelo, muy afectado, y con aquellos ademanes me sentí, durante unos instantes que nunca olvidaré, escuchaba Conclut los comentarios un pianista magistral. de aprobación En los intermedios y me apenó no saber tocar el piano. la actuación con un pizca de Luigi Dallapiccola (al que nunca he cono- cido) y varias reverencias entre aplausos y mi desconcierto. La abuela nos dejó para siempre un par de semanas después de aquella velada mágica. Sufrí su marcha pero en el fondo de mi corazón sentía una indecible alegría porque, cuando el párroco le otorgó la extremaunción, ella tan sólo musitaba que tenía un artista en la familia. El Profesor Strinz obtuvo la plaza de titular de primer violín en la Orquesta Filarmónica de nuestro país, cargo que logró compaginar Conservatorio Nacional. Cuando se despidió con las clases en el de mí, el día del funeral de la abuela Rosa, me dio la mano fría con temor, y no dijo nada al salir correteando de la sala. Yo no he vuelto a tocar el piano, ni el del bisabuelo Sancho ni ningún otro. No porque no quiera o porque no lo haya intentado (noches de insomnio cómplices oscuras de mi desazón). Es que no sé. son