La Diosa y el Dragón - Dr. Gerardo Saúl Palacios Pámanes

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Gerardo Saúl Palacios Pámanes
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24 de noviembre de 2014
La Diosa y el Dragón
Las fuerzas que gobiernan pero no aparecen jamás en la boleta electoral
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En la aldea de los ratones se veneraba con gran devoción a la Diosa de la Cueva.
La tradición se remontaba a la era de los primeros ratones, justo cuando los padres
fundadores lograron liberar a su pueblo de la opresión del Dragón Rojo. En aquellos años,
el Gran Ejército de los Roedores había resistido con hidalguía los embates de la bestia,
quien no cejaba en su afán de doblegar a la insurgencia y restaurar su prolongada
hegemonía. La rebelión comenzó cuando el ratón más carismático llamó al pueblo a levantarse
en armas contra el tirano. Después de duras batallas, El Dragón logró capturar al líder del
Gran Ejército de los Roedores y no dudó en hacer notoria la muerte del mártir de la
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Va l e r o s o c o m o
ninguno, retó al
Dragón a luchar
cuerpo a cuerpo,
sin más ejército
que su destreza ni
otras armas que
las fundidas por el
fuego y templadas
por el hierro.
independencia. La noticia provocó tristeza y desconcierto entre los ratones, hasta que un
segundo líder emergió. Tras ganar algunas contiendas, donde incluso había logrado herir al
opresor, finalmente fue vencido, convirtiéndose así en otro mártir de la causa
independentista. El tercer líder emergió de entre los miembros del Gran Ejército de los Roedores.
Valeroso como ninguno, retó al Dragón a luchar cuerpo a cuerpo, sin más ejército que su
destreza ni otras armas que las fundidas por el fuego y templadas por el hierro. El Dragón
aceptó gustoso, con la exigencia de que el fiero encuentro tuviera por testigos tan sólo al
inmenso cielo y a los altos árboles del tupido bosque. En la víspera del combate, el ratón líder se había ido a dormir como todas las
noches a su tienda en el campamento que tenía montado el Gran Ejército de los Roedores
a las afueras de la aldea. Los soldados ignoraban por completo que su líder se disponía a
emprender tan augusta empresa. El ratón líder se había abstenido de informar a las tropas
sobre los arreglos que había hecho para tal acontecimiento, porque sabía que de otro
modo sus fieles compañeros de armas no lo habrían dejado acudir solo a la cita. Lo único
que deseaba el valeroso roedor era acabar de una vez por todas con tanto derramamiento
de sangre. Cuando el sol se asomó por la cordillera y los soldados despertaron, su líder
había desaparecido. Al atardecer de ese día, por el mismo horizonte donde en la mañana se había
puesto el sol, los ratones de la primera línea divisaron a lo lejos a su líder, quien caminaba
hacia el campamento con gallardía. Ellos saltaron de júbilo, contagiando de alegría a toda
la tropa, pues habían pasado una larga y angustiosa jornada construyendo y destruyendo
conjeturas de las más variadas en su intento por comprender la causa por la que su gran
líder había desaparecido. El ratón líder caminó altivo entre la ingente masa de ratones, quienes lo recibieron
con vítores y cánticos de guerra, elevando sus armas al cielo, en claras muestras de amor
por su guía. Cuando llegó al centro de la conglomeración ratoniana, detuvo su marcha.
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Miró a su al rededor y con semblante serio aguardó a que la algarabía se sosegara. Hecho
el silencio, el líder dijo, voz al cuello: –Ustedes saben bien cuánto los quiero;
–“¡Sí!”, gritaban jubilosos; Un ratón que todo lo veía de pie sobre un banco de madera: “–Nosotros también te
amamos!”; La multitud:– “Sí!”; El líder prosiguió: –Ustedes saben que yo daría mi vida mil veces a cambio de todos
y cada uno de los hermanos ratones que el Dragón Rojo ha asesinado;
La multitud: -“Sí!”;
–Nuestro padre, el primer líder; nuestro maestro, el segundo líder…; Al escuchar el nombre de los líderes mártires, la multitud cambió de ánimo,
pasando del jubileo a la introspección solemne. –Siempre tuvimos claro que no era posible abandonar la causa sin que ello
significara reducir a la inutilidad la muerte de tantos hermanos. Yo siempre lo tuve claro.
Como también supe que mi responsabilidad como comandante del Gran Ejército de los
Roedores entrañaba la aguda encomienda de no arriesgar la vida de ninguno de ustedes
más allá de lo que exige el sacrificio de la guerra. Si bajo mi mando miles de ratones han
muerto al fragor de la batalla, yo mismo he muerto miles de veces con ellos. Sus viudas,
sus hijos, sus padres acuden a mí en mis sueños, pidiéndome, plañideramente, que vuelva
con ellos a casa. ¡Pero que han creído que soy! ¿A caso he dado pie para que vean en mí a
un ser superior? Tan falible soy como cualquiera, tan ratón soy como ustedes; sangro igual,
lloro igual, sufro lo mismo si no es que peor. Atormentado por las voces de los muertos que
me hablan al oído, agobiado por las imágenes de la crueldad que se proyectan en mi
mente a cada paso que doy, llevando sobre mis hombros la pesada carga de querer y no
poder ser tan grande como nuestro líder padre y nuestro líder maestro, tomé una decisión.
Reté al Dragón Rojo a un duelo a muerte…
La multitud: –¡No!,
Un ratón tuerto, que sollozaba entre la tropa: –Míranos, líder. Somos miles. Y a
pesar de nuestro número hemos sido derrotados más veces de las que el mismísimo ratón
Pitágoras podría contar con todos sus ábacos. ¿Pretendes inmolarte y dejarnos sin guía? La multitud gritaba contrariada. El ratón líder, al escuchar estas razones, llevó su mano diestra al interior de la
mochila de campaña que hacía colgar de un hombro. La multitud se quedó enmudecida,
expectante. 3
–Oh, queridos hermanos. Han de saber que la decisión no fue mía, solamente. Una
Diosa, de tez tan hermosa como el ancho cielo y voz apacible como el manso rumor del río
del sur, se me manifestó en una Epifanía. Ella me dijo que era la diosa de todas las cosas,
incluidos el día y la noche, la guerra y la paz, la vida y la muerte. Y me aseguró que un
guerrero no muere nunca cuando entiende que pelea bajo el mando de la diosa de todas
las cosas. Así, ella me confesó el futuro. Me dijo que yo lograría derrotar al Dragón Rojo,
poniendo fin a esta dolorosa lucha por nuestra libertad. El ratón que todo lo veía de pie sobre un banco de madera: –¿Y el Dragón Rojo
aceptó?, ¿Cuándo sería el combate?; El ratón líder, que había escuchado esas preguntas manteniendo su mano dentro de
la mochila, gritó a todo pulmón, con los ojos saliéndosele de sus cuencas, enervándosele
las venas del cuello:
–¿Acaso tantos años de guerra les han hecho perder la fe? ¡El duelo entre el Dragón
Rojo y yo ya tuvo lugar y yo estoy aquí hablando con ustedes!; –Y así diciendo sacó su
mano de la mochila para alzarla victorioso mostrándole a todos los ratones el corazón
arrancado del mismísimo pecho del tirano. La multitud estalló en algarabía y agitaba sus
armas en el aire, en señal de victoria. Aquel valiente guerrero fue vitoreado de nueva cuenta
y más que nunca, mientras era paseado en hombros por todo el campamento. Han transcurrido casi dos siglos desde que aquella épica batalla entre un ratón y el
Dragón Rojo tuvo lugar. No obstante, la tradición de venerar con fervor a la Diosa perdura
hasta los días actuales. Cuando algún ratón se encuentra en apuros, acude al lugar donde el ratón valeroso
aseguró, tiempo después, haber tenido la Epifanía. Allá a lo lejos, en la cordillera del
horizonte del sol, a lo alto de la montaña media, en una cueva profunda a la que sólo puede
llegarse escalando y nunca es posible pasar de su umbral. El ratón que sube para rogar la
intervención de la Diosa en su favor, se arrodilla en la entrada de la cueva, formula su
petición con voz queda, total solemnidad y mirando siempre hacia el suelo. Un mal día, muchos ratones jóvenes desaparecieron de la aldea. Las búsquedas
fueron infructuosas. Nadie daba con el paradero de los extraviados. En un acto de
desesperación, todos los aldeanos, salvo los ancianos, escalaron la montaña media de la
cordillera del horizonte del sol, para rogarle a la Diosa de la Cueva su intervención en tan
penoso asunto. Tumbados de rodillas en el umbral de la cueva, todos pidieron con voz
queda la ayuda de la deidad. Como eran tantos y recitaban su petición al unísono, el coro
alcanzó a reverberar al interior de la bóveda de piedra, escuchándose como si un solitario y
gigantesco ser fuera quien hablaba. Cuando los aldeanos se disponían a partir, ya caída la noche, un milagro sucedió.
Desde la profundidad inescrutable de la oscura y fría cueva se escuchó la voz de una
mujer, apacible como el rumor del manso río del sur. Los ratones, que ya se habían
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incorporado del suelo, cayeron de rodillas y se doblaron hacia delante hasta pegar su
frente al suelo rocoso. La Diosa les dijo: –Busquen en la cordillera de la luna, allí ellos se extraviaron; Los ratones bajaron la montaña, no sin antes agradecer con lágrimas en los ojos la
compasión de la Diosa, cuya voz sólo había sido escuchada hasta entonces por el ratón
valeroso. Tan pronto como la noche se fue a dormir, un grupo de ratones salió de la aldea
con rumbo a la cordillera de la luna, con la felicidad que experimentan quienes recuperan la
esperanza perdida. Buscaron por días, sin dar con rastro alguno. Los aldeanos volvieron a la montaña media, para rogarle a la Diosa de nueva cuenta
su intervención en tan desesperante caso. En esta ocasión, el ruego al unísono reverberó
con mayor fuerza en la garganta de la cueva inescrutable. Después de mucho esperar,
escucharon la bella voz que les decía: –Busquen en el lago de las calabacitas, allí los encontrarán;
Los aldeanos se marcharon muy agradecidos con su Diosa y volvieron a
organizarse para partir al día siguiente hacia el sitio indicado. Una segunda expedición salió
entonces hacia el lago, esperando encontrar a los desaparecidos. A los dos días, los expedicionarios regresaron a la aldea, donde todos los ratones
los esperaban impacientes, congregados en la plaza principal. Esa noche, el pueblo se fue
a dormir con la tristeza anidada en su corazón. Al día siguiente, los aldeanos caminaron hacia la montaña media. La Diosa, luego
de hacerlos esperar toda la tarde, les dio seña de otro lugar. Así pasaron los aldeanos de la
montaña media a la aldea, de la aldea al punto de búsqueda, de éste a la aldea y de la
aldea a la montaña media. Por indicaciones de la Diosa, requisaron los más variados
lugares de los alrededores y más allá del horizonte, como lo son: el valle de las nubes
líquidas, las pirámides flotantes, la cascada de piedra, el archipiélago de las islas a la
deriva, incluso llegaron hasta el lejano ojo del huracán de fuego. Nada daba resultado. Los ratones subirían una vez más a la montaña media. A diferencia de las ocasiones
anteriores, esta vez se sumarían los roedores ancianos. Así lo hicieron y la aldea se quedó
totalmente vacía. Subieron hasta el umbral de la cueva y, con voz punzante, demandaron a
la Diosa revelar el paradero de los extraviados. La reverberación fue tan alta, que algunas
piedras y cortinas de tierra cayeron del techo de la cueva hasta el suelo, con cierto riesgo
para los allí congregados. Las horas de espera recorrieron las hileras del tiempo hasta que la luna volvió a
marcar las doce de la madrugada sobre el reloj del cielo. el ratón más joven, en un arrebato
de insolencia, se puso de pie y caminó hacia el interior de la cueva, desapareciendo en la
densa oscuridad. Escuchaba a sus espaldas las voces de los aldeanos, que le pedían
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regresar, pero él siguió su marcha, envuelto en el miedo más genuino. Encendió su quinqué
y logró verse las palmas de las manos, las puntas de sus pies y nada más. Entendió que su
intento era inútil. Regresó entonces a la salida de la cueva. Cuando el joven ratón le explicó a los aldeanos que un solo quinqué no era
suficiente para vencer la oscuridad, otro ratón, también joven, sacó su quinqué de la
mochila de campaña, mostrando así su determinación de hacer equipo. Ambos se
adentraron en la cueva lo suficiente como para regresar a la salida dando cinco pasos. A
tan temprana hora de su caminata se habían detenido porque ya no podían ver más allá de
tres colas de ratón blanco. Entonces volvieron sobre sus pasos hasta salir de la cueva. Ambos jóvenes explicaron lo inimaginablemente densa que era la penumbra allá
adentro, en un intento por convencer a los aldeanos de abandonar la idea y mejor regresar
a casa. Pero un tercer ratón sacó su quinqué de la mochila de campaña, mostrando así su
determinación para hacer equipo con los dos ratones. Así pasaron, una y otra vez, de tres a cuatro, de cuatro a cinco, de cinco a seis
ratones con quinqué en mano. La nube de luz que lograron avivar entre todos al interior la
cueva era cada vez mayor, pero insuficiente aún para poder ver los secretos que la cueva
escondía en su interior. Los aldeanos nunca tomaron la decisión de abandonar estos
intentos parciales y entrar todos juntos de una buena vez. Así, les fue necesario llegar hasta
el intento número quinientos, para que la aldea entera ingresara a la cueva. Cuando todos estaban adentro, el globo de luz que inflaban en conjunto era
suficiente como para ver a diez metros a la redonda, no más. Pero no se habían percatado
de que uno de entre ellos, el más viejo, no había encendido su quinqué, pues batallaba
mucho para hacer la maniobra correctamente. Sin embargo, cuando al fin lo consiguió,
todos los demás ratones lo notaron. La nube de luz multiplicó su tamaño, devorando a la
oscuridad hasta no dejar rastro de ella. Uno de los ratones exclamó. “–De haber sabido
antes que el quinqué de don Ramiro era tan potente, se lo habríamos pedido antes,
evitándonos así tantos intentos fallidos”. Caminaron entonces hacia las entrañas de la cueva. En algún punto del recorrido, el
quinqué del ratón más joven se apagó. Todos se asustaron hasta el alarido, pues la nube
de luz se encogió demasiado, lo que fue aprovechado por la oscuridad para extenderse en
igual proporción sobre gran parte de la cavidad rocosa, como si se tratara de una fuerza
gobernada por el deseo de ocultar, más que de guardar. Tras dos intentos, el joven volvió a
encender su lámpara y la oscuridad se replegó hacia la nada. El ratón que encabezaba el grupo se dirigió a todos, diciendo: –“Cada cual debe
responsabilizarse de que su luz siga viva. No es que nosotros hagamos la luz con la cual
vencer a la oscuridad. Nosotros hacemos la oscuridad cuando apagamos nuestra propia
luz”. Ningún ratón le entendió, pero igual prosiguieron su marcha. Después de un par de horas avanzando hombro con hombro y a paso enjuto, un
ratón de los de atrás propuso: –“Mejor vámonos. Hace mucho frío. Es inútil. Esta cueva no
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tiene fin”. Al escuchar estos razonamientos, todos los ratones volvieron la vista hacia el
compañero que hablaba. Por ello, no se dieron cuenta de que a sus espaldas les crecía una
sombra de contornos terroríficos. Cuando volvieron la vista al frente, la sombra ya había
huido a otro sitio fuera del alcance visual de los intrusos. Ellos no lo sabían, pero ya estaban llegando al fondo de la cueva. La forma irregular
de tan inmensa cavidad dibujaba una línea serpenteante, con curvas, subidas y bajadas,
que impedían ver desde un solo punto de un extremo a otro. Los ratones miraban lo que
seguía en su camino sólo después de que doblaban en una curva o que bajaban una loma.
Todos los ratones caminaban en silencio y temerosos. Cada cual escuchaba solamente el
tambor acelerado de su corazón. De pronto, una voz apacible como el rumor del río del sur,
les dijo: –¿Por qué vienen a mis aposentos sin haber sido invitados. ¿Acaso la oscuridad no
les dijo que aquí no debían entrar?
Al oír a la Diosa recriminarles su osadía, todos los ratones, como instados por un
peso insoportable sobre sus espaldas, se tumbaron de rodillas y bajaron la mirada,
apenados y arrepentidos. Cuando el ratón que encabezaba el grupo levantó la vista, la
mano con la que mantenía alzado el quinqué le tembló como si el piso se le moviera; sus
ojos se desorbitaron y el terror se apoderó de su habla. No podía articular palabra, mas que
balbucear letras inconexas, llamando así la atención de los demás. Cuando todos
levantaron la mirada para descubrir qué sucedía con el tartamudo, las lámparas
súbitamente se apagaron. Entonces, un horrísono estruendo los hizo enmudecer y el terror
los inmovilizó. El frío de la cueva se transformó en calor insoportable, cuando una
llamarada del fuego más intenso volvió a iluminar la bóveda de piedra. Al cesar la lumbre,
de nuevo la oscuridad reinó, mas no por mucho tiempo, pues dos luces rojas a lo alto
centelleaban. La voz angelical dijo: –Jamás debieron entrar aquí, ahora pagarán las consecuencias; Y así diciendo la voz angelical se transformó en una voz estertora, abominable: -“Aquí están sus desaparecidos”; -exclamó la Diosa de la Cueva, enfurecida, quien
al fin sacó su rostro de la nube de oscuridad que la ocultaba. Cuando terminó la frase, sus
irises de fuego se avivaron tanto que iluminaron el suelo, las paredes y el techo del lugar,
haciendo visibles miles de esqueletos regados por todo el sitio. Los ratones no podían creer lo que veían. El Dragón Rojo era quien les hablaba y la
Diosa de la Cueva el mito que moría. El ratón valeroso nunca retó al Dragón a sostener un duelo a muerte. Pactó con él,
tanto sólo, una forma diferente de dominación. Los ratones habrían de ser subyugados a
través del miedo, de la ignorancia, del mito, de la explotación, pero ya no por medio de la
fuerza física. El Dragón Rojo, sin embargo, conservó su derecho de eliminar a los ratones
que le estorbaran en esa nueva forma de control. Aquel corazón que el ratón valeroso le
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mostró alguna vez a sus soldados no era el del dragón, sino el de su Patria que se
desangraba. Gerardo Saúl Palacios Pámanes
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