vivir y comunicar el evangelio - Diócesis de Teruel y Albarracín

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VIVIR Y COMUNICAR EL EVANGELIO
HOY
Estas reflexiones tienen como fundamento la Carta pastoral de los Obispos vascos
“Vivir y comunicar el Evangelio hoy”
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PRIMER ENCUENTRO
MONICIÓN DE ENTRADA
“Don y tarea”. Con este lema (que nos llama a vivir el presente de nuestra iglesia diocesana
sin angustias y temores, confiando y depositando nuestra esperanza en Jesucristo), comenzábamos
el curso pastoral en el que nos hallamos inmersos. Dentro de unas semanas celebraremos la Pascua
de Jesús, el paso de la muerte a la vida. Esta es la verdadera fuente de la esperanza cristiana, pues
en la cruz se manifiesta la fidelidad de Dios.
Durante los próximos días, tomando como apoyo la Carta pastoral de los Obispos vascos,
Vivir y comunicar el Evangelio hoy, vamos a ejercitarnos en la confianza en Dios, mediante la
oración, la escucha de la Palabra, la meditación sosegada...
Damos comienzo a este primer encuentro, cantando juntos.
CANTO DE ENTRADA
Dios es fiel (CLN nº 117)
SALUDO Y GESTO
Queremos vivir el evangelio y comunicarlo hoy en las circunstancias que nos han tocado
vivir, con esperanza, con alegría interior. Para ello, es preciso, primero, profundizar en nuestra fe y
confianza en el Señor y, segundo, aceptar vivir desde el amor gratuito y entregado. Fe, esperanza y
amor, se relacionan, se supeditan, se requieren y las tres fundan, animan y caracterizan la vida del
cristiano. Ante nosotros encendemos ahora estos tres cirios que quieren ser signo de las
denominadas virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Y, mientras realizamos este gesto,
imploramos a Jesús que nos ilumine y nos acompañe, pues Él es el fundamento de nuestra fe,
nuestra esperanza, nuestro amor: Señor, tú eres nuestra luz.
ORACIÓN
Te pedimos, Dios de la gracia y de la vida eterna, que aumentes y fortalezcas
en nosotros la esperanza; danos esa virtud de los fuertes, que es fuerza de los
confiados, que es ánimo de los inconmovibles. Haz que sintamos siempre deseo de ti;
haz que siempre confiemos en ti y en tu fidelidad; haz que, sin vacilaciones, nos
agarremos siempre a tu poder... y entonces, Señor Dios nuestro, tendremos la virtud
de la esperanza. Por Jesucristo, nuestro Señor.
EVANGELIO
Jn 1, 35-39. Escuchamos el pasaje evangélico permaneciendo sentados.
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PAUTAS PARA LA MEDITACIÓN
Estas reflexiones tienen como fundamento los dos primeros capítulos de la Carta pastoral de
los Obispos vascos Vivir y comunicar el Evangelio hoy.
UNA FE VIVA Y PARA LA VIDA. El cristianismo no es el resultado de la suma de doctrina, liturgia y
moral. Nuestra fe en Jesucristo no es reductible a un compendio de doctrinas y normas morales o a
un conjunto de prácticas rituales o piadosas. La tradición de la Iglesia, en la que encontramos el
ejemplo admirable de tantos y tantos hombres y mujeres que han comprendido que la fe, el
evangelio, son una palabra de vida y una palabra para la vida, una palabra que sirve como pauta que
confiere sentido y finalidad a la vida, nos muestra claramente que el cristianismo es, sobre todo,
vida (Cf. Vivir y comunicar el Evangelio hoy, I, 1). Una fe viva, que se hace vida cuando hombres y
mujeres que viven abiertos a Dios la convierten en fundamento de su existencia. La fe cristiana es,
entonces, fuente de esperanza, de alegría, de gozo, porque va configurando la vida desde el
proyecto amoroso de Dios nuestro Padre.
UNA FE ENRAIZADA EN EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO. Jesucristo es el “contenido”, el “todo” de
la fe cristiana. Acoger la fe cristiana, significa acoger a Cristo, encontrarse con Él, permitir que
vaya modelándonos a imagen de Dios nuestro Padre. Aunque la fe es, primero recibida como
testimonio de otros, para que enraíce en nosotros, es preciso que llegue a ser experiencia personal:
encuentro personal con Cristo, sentirlo vivo y reconocerlo presente; y no verlo como un personaje
del pasado, que, por su estilo de vida y sus valores éticos, deba ser considerado digno de ser
imitado. Cristo es el Resucitado, el que ha vencido a la muerte, a las limitaciones que impone la
caducidad humana y que, como tal, sigue haciéndose el encontradizo en los caminos de la
humanidad. Los Obispos vascos, al describir en su Carta pastoral (Cf. I, 2) la experiencia del
encuentro con Cristo, basándose en el texto evangélico que hoy hemos escuchado, distinguen
cuatro pasos o momentos:
1) Ponerse en actitud de búsqueda. Es imprescindible no adormilar nuestra interioridad, ni
entretenerla en cuestiones menores. Todo ser humano, como sostiene el Catecismo de la Iglesia
Católica (núm. 27), lleva en su interior una tendencia innata hacia Dios, una referencia
connatural: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido
creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre, y sólo en Dios
encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”. Es preciso descubrirnos como
seres abiertos al Transcendente. Es necesario despertar ese nuestro anhelo de encuentro con
Dios.
2) Situarse tras el Señor. No pretendamos llegar a encontrarnos con el Señor mediante una
revelación extraordinaria. Cristo mismo puso los medios, determinó los caminos, para
encontrarnos con Él: la contemplación atenta de nuestra propia vida para poder percibir en ella
su acción, la inserción responsable y vigilante en los avatares de la historia para descubrir cómo
la guía el mismo Señor, la participación en la vida de la Iglesia habitada por el Espíritu del
Señor, el sacramento del hermano en el que podemos reconocer la imagen y semejanza de
Dios... La vida, toda ella, es una oportunidad para encontrarse con el Señor. Reparar en ello
significa colocarse tras el Señor e ir en su búsqueda, abrirle totalmente a la posibilidad del
encuentro.
3) Introducirse en su vida. Conocerlo, pero no como un ejercicio intelectual tratando de
aproximarnos a su figura con la misma actitud con la que nos acercaríamos a cualquier otro
personaje relevante o reconocido de la historia de la humanidad. Conocerle como persona viva
ante la que nos situamos de “tú a tú”, entablar una relación de diálogo, de comunicación
interpersonal: escucharle, acoger su palabra, intentar aproximarse a su corazón, alcanzar su
pensamiento para arraigar en Él, para echar en Él las raíces de nuestra existencia, para que sea la
savia que nos da la vida, la vida de Dios.
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4) Acoger su invitación a vivir con Él. Vivir en o con Cristo significa aceptar su vida como
estímulo y acicate para la nuestra: creer lo que Él creyó, entender la vida como Él la entendió,
dar importancia a lo que Él consideró fundamental... Vivir en Cristo es estar empapado, calado
hasta lo más hondo de nuestro ser por su Espíritu. Y, desgraciadamente, una de nuestras
mayores tentaciones es pretender ser cristianos sin seguir a Jesucristo, cuando ser cristiano es,
esencialmente, aprender a vivir desde Jesucristo.
JESÚS, UNA PERSONA SINGULAR. Cuando los Obispos vascos se proponen en su Carta pastoral Vivir
y comunicar el Evangelio hoy (II, 1-3) sintetizar y describir la originalidad del Señor con el que
todo creyente está llamado a encontrarse, hacen referencia a tres rasgos que podríamos calificar
como fundamentales si nos fijamos en la trascendencia que tienen en la configuración de la persona,
la vida y el proyecto de Jesucristo: 1) Su cercanía a las gentes, con una preferencia por los últimos y
por los arrinconados por la sociedad; 2) Su relación y estrecha vinculación con los componentes del
grupo de discípulos; 3) Su constante referencia al Padre. Veamos brevemente estos tres rasgos:
1) Cercanía a las gentes. En la sociedad de tiempos de Jesús, se constataba una doble
marginación: por un lado, la motivada por razones religiosas (los hijos ilegítimos, los esclavos,
los que ejercían alguna profesión despreciada, las prostitutas, los publicanos, los samaritanos, y
los leprosos, marginados entre los marginados… que eran considerados como impuros,
pecadores); y, por otro, los marginados sociales, entre los que se encuentran, sobre todo los
pobres. En los evangelios podemos ver cuál fue el comportamiento de Jesús con este numeroso
sector de la sociedad judía marginada y arrinconada: Jesús sana a los leprosos y los reincorpora
a la sociedad (Mc 1,40-45; Lc 5,12-16), no tiene escrúpulo alguno para hospedarse en la casa de
un leproso (Mt 26,6) e incluso, cuando envía a sus discípulos, les ordena que los sanen (Mt
10,8). También hallamos pasajes en los que Jesús aparece compartiendo mesa con personas
impuras y desprestigiadas como pecadores, prostitutas, publicanos (Mt 9,10-13), y su
intolerancia con la exclusión social y religiosa llega hasta el punto de que, al hablar del Reino,
afirma que todos esos pecadores y marginados llevan la delantera a los ricos y bienpensantes,
orgullosos y pagados de sí (Mt 21,31). Y, para escándalo de los judíos, Jesús pondrá a un
samaritano, a un despreciable hereje, como ejemplo de fe y caridad, por encima de los
sacerdotes y levitas (Lc 10,33-37). En cuanto a lo que se refiere a los marginados sociales, en el
discurso de la montaña, Jesús los declara bienaventurados (Lc 6,20) porque son objetivo
preferente del amor de Dios y están llamados a ocupar un puesto privilegiado en su Reino: en el
banquete entrarán los pobres, los cojos y lisiados y no los dueños de yuntas y campos (Lc 14,1524).
2) El grupo de seguidores. Jesús vio claramente desde un principio que, para instaurar el Reino de
Dios era imprescindible la creación de la comunidad cristiana. En los mismos relatos
evangélicos vemos que lo primero que hace Jesús al comienzo de su ministerio público es
llamar a unas personas para que formen un grupo que le acompañen, que le escuchen, que vivan
con Él, que compartan todo con Él (Mt 4,18-25; Mc 1,16-20; Lc 5,1-11; Jn 1,35-51). Es un
grupo de cierta amplitud, no limitado únicamente a “los doce” (Mt 8,21), y compuesto tanto por
hombres como por mujeres (Lc 8,1-3). Pero es, a su vez, un grupo diferenciado de la masa que
sigue a Jesús, que le escucha de forma esporádica o que se congrega en torno a Él guiado por la
curiosidad (Mt 9,10; 14,22; Mc 2,15; 3,9; 5,31…). Se trata, por tanto, de un grupo numeroso de
personas con unos vínculos que les unía muy estrechamente con Jesús, hasta el punto que se
puede hablar de una comunidad (comunidad pre-pascual, en palabras de exegetas como LéonDufour). Esta comunidad tendrá como programa de vida y acción las bienaventuranzas (Mt 5,312; Lc 6,20-26). Este programa de vida tendrá como finalidad la bienaventuranza, la felicidad,
de todos los seres humanos. Felicidad que proviene no de los valores que oferta el mundo, sino
de haber encontrado el tesoro escondido, la perla más valiosa (Mt 13,44-46) en la persona y el
proyecto de Jesucristo. Por ello mismo exige una transmutación de valores: que los pobres se
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vuelvan ricos, que los últimos sean los primeros, que los pequeños sean grandes, que los tristes
hallen consuelo… Este programa de vida hará que los miembros de esa comunidad aprendan a
compartir, sean de corazón limpio, sin maldad, trabajen por la paz y estén dispuestos a sufrir
persecución porque la sociedad no tolera ese programa de vida y acción. Así, la comunidad de
Jesús, sus valores, se conforma como alternativa en medio de la sociedad del tener y del poder.
Comunidad que es luz de esperanza porque ofrece los valores del compartir, del servicio y la
solidaridad ante el individualismo, la manipulación e instrumentalización vigentes.
3) Su vinculación al Padre. Al tratar este tema, nos aproximamos a lo más hondo de la
personalidad de Jesús. Lo que fue, hizo y dijo, adquiere sentido desde su relación personal con
Dios Padre. “Relación directa con la fuente de su vida”, afirman los Obispos (II, 3). Una
relación que lo aboca a una fidelidad y obediencia inquebrantables. Su entrega a los marginados,
su palabra de aliento o de denuncia, su ministerio público, su pasión y muerte, toda su persona,
no es sino muestra de esta fidelidad al Padre: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha
enviado” (Jn 4,34), llegará a afirmar expresando así su fidelidad a la voluntad de Dios. Jesús fue
libre ante la Ley y el Templo, ante la familia, ante la clase sacerdotal y pudiente, ante los
revolucionarios que luchaban contra el invasor… porque consideraba a Dios como único
absoluto. Los evangelios dan fe de la cercanía, la familiaridad e incluso intimidad que existía
entre Jesús y el Padre, al que Él, utilizando un término que provenía del lenguaje balbuciente de
los niños que comenzaban a articular sus primeras palabras, llamaba, provocando escándalo e
indignación entre los judíos, Abba (Mc 14,36). En los momentos cruciales de su existencia,
como fueron el inicio de su ministerio público y su crucifixión, Jesucristo se retira para orar con
el Padre, quiere enfrentarse a esos dos instantes arraigado en el Padre (Mc 1,11; Lc 22,42). A la
petición de los discípulos rogándole que les enseñe a orar, Jesús responde abriéndoles la
posibilidad de entablar con Dios una relación filial semejante a la que Él mismo sostiene:
también los discípulos, al orar, se dirigirán al Padre llamándole Abba.
BREVE SILENCIO
Cuestiones para motivar la meditación personal:
¿Qué espero hoy de Cristo? ¿Me está enseñando a vivir? ¿Es Él quien anima y dirige mi vida?
Mi adhesión a Jesús, ¿es el resultado de una experiencia religiosa o es mera fe heredada?
TESTIMONIO
¿Por qué soy creyente? ¿Qué aporta a mi vida creer en Jesucristo? Para contestar a estas dos
preguntas, se podría invitar a que un cristiano de la parroquia, de recia y reconocida fe, ofrezca a
la asamblea reunida un breve testimonio de su experiencia de fe. No sería positivo extenderse
durante más de diez minutos.
Si se prefiere, en lugar del testimonio, leer este texto intercalando la antífona: Gustad y ved
(CLN nº 518)
¿A qué podrá ser comparada la sed de ti que
me abrasa? ¿A dónde echaré mano para
expresar, siquiera remotamente, el hambre de
ti que me devora? ¡Dios mío, fuente de todas
mis ansias! R/.
descanse y eche raíces en ese amor tuyo que
de todo me hiere! R/.
¡Mi vida entera llegue a ser alabanza de tu
misericordia y mis manos se eleven en
plegaria esperándolo todo de tu abundancia!
R/.
¡Ojalá que mis ojos se mantengan siempre
abiertos al misterio que ilumina interiormente
a todos los seres! ¡Ojalá que mi corazón
Córtame, Dios mío, todo camino de alegría
que no tenga en ti su origen y su meta.
Arráncame de todo descanso que no sea el
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descanso de pensarte y sentirte a mi lado.
¿Quién podrá hacerme daño si has hecho
entrar mi vida en el cerco apretado de tu
abrazo? R/.
ACCIÓN DE GRACIAS Y GESTO
Con un canto apropiado, damos gracias a Dios por la fe del/de la que nos ha ofrecido su
testimonio, o en caso de que no lo haya habido, damos gracias a Dios por nuestra fe. El/la que ha
dado el testimonio, antes de retirarse o en caso de que no lo haya habido, el/la que ha leído el texto
encenderá una pequeña vela junto a los tres cirios que simbolizan las virtudes teologales. Mientras
se realiza el gesto, podemos cantar: Hoy, Señor, te damos gracias (CLN nº 604).
ORACIÓN FINAL
Señor nuestro, te pedimos que permanezcas siempre a nuestro lado, que
seamos capaces de seguirte cada día, y que lleves a término cuanto has comenzado en
nosotros: que seamos tu imagen, que seamos sacramento de tu amor en el mundo.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
DESPEDIDA
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SEGUNDO ENCUENTRO
MONICIÓN DE ENTRADA
En el anterior encuentro hablábamos del encuentro con Cristo. Él es la perla preciosa, el
valioso tesoro que da sentido a nuestra vida y a todo lo que a lo largo de ella experimentamos.
Quien se ha encontrado con ese tesoro único que quita la sed y da la felicidad, no puede guardarlo
para sí, al contrario, ha de anunciarlo y comunicarlo a los demás. Sabemos qué difícil es hablar
hoy de Dios, proponer y transmitir hoy el mensaje cristiano. Pero no hemos de desesperar, ni
renunciar, ni echar la toalla. Hemos de seguir preparando la tierra para que el Señor continúe
sembrando la semilla de la fe. Confiemos en el Sembrador. Él hará fructificar nuestro testimonio de
fe, esperanza y caridad.
Iniciemos nuestro encuentro de hoy cantando juntos.
CANTO DE ENTRADA
Cristo libertador (CLN nº 727)
PREPARACIÓN PARA LA ESCUCHA DE LA PALABRA
Nos preparamos para escuchar la Palabra de Dios bendiciendo al Padre por todos los dones con
los que enriquece nuestra vida cristiana
Bendito seas, Señor, porque nos has elegido en la persona de Cristo para ser santos e
irreprochables en el amor... Todos: Bendito seas, Señor.
Bendito seas, Señor, porque nos has destinado en la persona de Cristo a ser tus hijos y herederos
de tu gloria... Todos: Bendito seas, Señor.
Bendito seas, Señor, porque en la persona de Cristo nos has bendecido con toda clase de
bienes... Todos: Bendito seas, Señor.
Bendito seas, Señor, porque en la persona de Cristo nos has llamado para dar testimonio del
Evangelio... Todos: Bendito seas, Señor.
ORACIÓN
Señor, te damos gracias porque has tenido a bien disponernos para tu servicio.
Te damos gracias porque nos has escogido para dar testimonio de tu nombre, pero
hemos de reconocer que nada podemos sin ti. Somos indignos y débiles, sin tu gracia
no seríamos capaces de seguir los pasos de Cristo. Concédenos ser hombres y mujeres
de oración, para poder estar en comunión permanente contigo, pues así seremos en
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medida creciente lo que Tú quieres que seamos: tus discípulos, tus apóstoles. Por
Jesucristo, nuestro Señor.
EVANGELIO
Mc 4, 3-7.13-20. Permaneceremos sentados mientras es proclamado el Evangelio.
PAUTAS PARA LA MEDITACIÓN
Estas reflexiones tienen como fundamento el capítulo III de la Carta pastoral de los Obispos
vascos Vivir y comunicar el Evangelio hoy.
EL MUNDO EN EL QUE VIVIMOS NUESTRA FE
“La vivencia de la fe en nuestra cultura, se halla profundamente problematizada” (Vivir y
comunicar el Evangelio hoy, III) debido a que las circunstancias, la situación social y la realidad
cultural, han experimentado unas transformaciones de tal envergadura que hacen que nuestra
cultura se caracterice por la “ausencia de Dios”: la experiencia creyente de Dios se va debilitando
de forma ostensible. En nuestro entorno social se han difuminado, incluso desaparecido, los
referentes, las huellas, que de modo casi espontáneo nos remitían a Dios. El mundo, la realidad, que
en generaciones anteriores parecía traslucir “naturalmente” a Dios, ahora parece haberse vuelto
opaca. Las nuevas generaciones ya no niegan a Dios, al modo de los ateos, sino que han dejado de
hacerse la pregunta por el Transcendente, quizás porque Dios es algo irrelevante en sus vidas.
Cuando nuestros Obispos intentan aproximarse a las claves para comprender esta situación
afirman que “el problema de raíz es la dificultad de vivir la experiencia del Dios transcendente, pero
a la vez personal y cercano, en una cultura que, forjada por la modernidad, tiene a la ciencia como
guía y al progreso como objetivo” (III, 1). La razón humana se ha convertido en la única fuente de
conocimiento y la solución de los problemas que aquejan a la humanidad. Una razón basada en las
ciencias de la experiencia y la técnica que rechaza o descalifica todo lo que no pueda verificarse o
someterse a las pruebas científico-técnicas. La exacerbación y reducción de la razón humana trae
como consecuencia la infravaloración de la religión, reducida a prejuicio irracional o mero
sentimiento subjetivo.
La libertad, una de las grandes conquistas del hombre moderno que ha resultado
providencial para el progreso humano, y el reconocimiento de la dignidad de las personas, como
todos los valores humanos, también puede ser comprendida y vivida de modo negativo: adorada
como un dios; convertida en excusa para rechazar todo criterio ético; invocada para justificación del
egocentrismo más superficial, acomodaticio y consumista; origen y fuente del individualismo más
inhumano; utilizada para adormecer y disculpar conductas insolidarias e injustas... con la
implantación de una “cultura individualista de la fuerza y de la satisfacción que cercena y margina
las dimensiones espirituales y comunitarias” (III, 1). No cabe duda de que “una libertad de este
signo adormece la sensibilidad humana y difumina también el vínculo saludable de dependencia de
los seres humanos con el Dios de nuestra fe” (Carta Pastoral Obispos vascos, Vivir la experiencia
de la fe, I-A, 2.2)
Pero, para dibujar un retrato más preciso, también hay que mencionar las decepciones y
miedos que la modernidad y el progreso que, pretendían ser la solución de los problemas de la
humanidad, han generado y las consecuencias de los mismos en la percepción espiritual de la vida y
el mundo. El Obispo D. Juan. Mª, en su Carta pastoral de Adviento titulada, La esperanza vence al
miedo (I, 2) nos ofrece un análisis conciso de estas decepciones. Las recogemos brevemente: 1) La
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decepción del desarrollo: hemos creído que la ciencia y la técnica iban a resolver todos nuestros
problemas y asegurarnos un progreso en todos los órdenes de la vida, y aunque debamos reconocer
que el avance ha sido admirable, no somos mejores, más libres o más felices que nuestros
antepasados que carecían de semejantes avances; 2) La decepción del fin del mal y la injusticia del
mundo. El desarrollo nos prometía un mundo mejor, más justo y solidario, y si bien algunas
diferencias entre Norte y Sur han ido disminuyendo, otras subsisten e incluso surgen nuevas formas
de opresión; 3) El vacío ético y la falta de sentido son consecuencias inevitables de esta cultura. Son
muchos y variados los indicadores de un creciente vacío ético en diversos campos y ámbitos de la
realidad que nos inducen un sentimiento de decadencia moral generalizada. Y, en lo que se refiere
al clima espiritual de nuestro tiempo, constatamos un notable debilitamiento del sentido de la vida
humana. Subsisten los sentidos parciales como sacar adelante una familia, abrirse camino en la
profesión, vivir holgada y prósperamente, gozar intensamente de los placeres de la vida,... pero son
sentidos sin fuerza para dar razón de la existencia entera y menos para dar respuesta al enigma de la
muerte y a la sombra que ella despliega sobre la vida y su finalidad.
SEMBRADORES DE LA FE
Tomando como clave de lectura el relato de la parábola del sembrador, los Obispos
constatan la difícil tarea de la evangelización en este contexto histórico: “Ni la experiencia de Dios
ni el vivir y comunicar el Evangelio pueden darse como se venían dando en las condiciones de un
mundo que ya no existe” (III, 2). No acertamos a transmitir el Evangelio y comprobamos que los
medios habituales o tradicionales ya no dan el fruto de antaño. El Espíritu sigue sembrando sin
cesar y, por ello, como nos dicen los Obispos, no debemos centrar nuestras preocupaciones en el
número (Cf. III, 2). Si bien es cierto que el Espíritu obra libremente y que cada persona realiza su
propio camino espiritual, único e irrepetible, en la mayoría de los casos se podría perfilar una
evolución común, tomando como inspiración el texto evangélico proclamado.
El primer paso, como nos dicen los Obispos, es preparar la tierra para aceptar la semilla:
“Nuestra cultura y nuestra propia contingencia humana son tierra pedregosa, que agosta y ahoga la
buena semilla. Hemos de preparar nuestra buena tierra personal y comunitaria para vivir y
comunicar el Evangelio” (III, 2). El texto del evangelio nos habla de unas semillas que caen en el
camino y las aves se las comen. Es una imagen que refleja la situación que predomina en nuestro
mundo: no hay interés por lo religioso, la pregunta sobre Dios está ausente. Para activarlo o
despertarlo, es preciso que la vida, con sus claroscuros, ponga en crisis a las personas para que estas
se abran a la pregunta sobre el sentido de la vida pues, sin necesidad de salvación, es improbable
que el anuncio de la Palabra llegue a dar fruto alguno. La tierra dura que es nuestro mundo actual,
nada permeable a Dios, ha de ser trabajada primeramente, para disponerla a recibir la semilla del
Evangelio de la vida. La tarea de la Iglesia, del cristiano, ha de ser ayudar a despertar esta sed de
Dios, provocando la pregunta por el sentido de la vida y dando testimonio de haberlo hallado en
Cristo, o, como se afirma en la Carta pastoral, activando “mecanismos personales y comunitarios
para crear huertos especializados en el cultivo de distintas comunidades de marcado carácter
evangélico que hagan posible que la Iglesia sea sal y luz de nuestro mundo” (III, 2).
El segundo paso es la propuesta del kerigma, la propuesta de Jesucristo. Este es el
anuncio fundamental de la Iglesia: la persona de Jesucristo, como fuente de la dicha y la felicidad
anheladas por el ser humano. Como indica la parábola al referirse a las semillas que caen donde
había poca tierra y brotan de inmediato pero el sol las quema, el anuncio de la Buena Noticia puede
provocar, un inicial entusiasmo que luego desaparezca o se apague. Por ello los cristianos hemos de
recuperar nuestra identidad de levadura en medio del mundo, como nos recuerdan los Obispos (III,
2) y vivir nuestra fe de modo que nuestro testimonio sea creíble.
Para que esa semilla que cae entre abrojos no quede ahogada, es necesario un tercer paso: la
catequesis o catecumenado. Un verdadero reto para los cristianos. Se trata no únicamente de que
adquieran conocimientos sobre Jesús o de que asuman los contenidos de la doctrina cristiana. Hay
que combinar doctrina con vida, con seguimiento e imitación a Cristo en la oración, en la relación
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con el Padre, en la proximidad a las gentes, en la vinculación a la comunidad. Solo así puede darse
una verdadera conversión, una transmutación de valores, que los vaya conduciendo a una vida
vivida desde Cristo, a una vida vivida desde el encuentro salvífico con Él.
Debemos ser realistas pues, como sugiere la parábola, no toda la siembra de la Palabra está
destinada a dar buenos y abundantes frutos. Por ello, no hemos de exasperarnos ni dejarnos llevar
por el pesimismo. Confiando en el Espíritu Santo, la Iglesia, en esta tesitura, se ha de sentir llamada
a “purificar nuestra propia identidad cristiana, individual y eclesial” (III, 2) y continuar acercándose
al hombre actual, empáticamente, para anunciar el mensaje cristiano, pero sin que esa empatía
suponga que deba comprometer el anuncio del mensaje cristiano en aras al diálogo (Cf. III, 1).
En algún momento determinado de este proceso, se ha de producir un encuentro personal
con Cristo, descubriéndolo como Camino, Verdad y Vida. Y ya no creerá por el testimonio de otros,
sino por su propia experiencia de encuentro salvador y liberador. No nos extendemos más en esta
cuestión, pues ha sido objeto de nuestra anterior meditación.
VIVIR LA VIDA COMO VOCACIÓN
En el proceso iniciático que hemos articulado en el punto anterior, deberíamos apuntar un
último movimiento: el proceso de transmisión de la fe culmina cuando el catecúmeno llega a
percibir su vida como una vocación, y organiza y estructura la totalidad de su vida, con todos sus
ámbitos, a partir de la opción fundamental de seguir a Jesucristo. Una vocación que tiene como
fundamento el amor, el amor de Dios que nos ha llamado a la vida, que nos ha dado el ser, que nos
ama de modo irrevocable porque Dios no puede no amarnos. Una vocación que tiene como máxima
aspiración vivir desde este amor, de tal forma que el amor de Dios se convierta en cimiento y
anhelo impulsor de nuestro pensar, hablar y actuar hasta el punto de descubrir que, cuando
renunciamos al amor, perdemos nuestra propia identidad, nuestra esencia más propia (Cf. III, 3).
Pero no nos engañemos creyendo que aquí concluye el proceso de transmisión de la fe. La
fe, en tanto que relación interpersonal con Jesucristo sometida a nuestra finitud y naturaleza
pecaminosa, nunca puede ser considerada como una realidad poseída de forma absoluta o total.
Como el amor, nuestra fe puede sufrir muchas variaciones y atravesar etapas mejores y peores. Por
ello, todo creyente ha de renovar cada día su opción fundamental de seguir a Cristo. Ha de cuidar a
diario su fe, como ocurre con las buenas amistades, mediante el trato asiduo con el Señor. Ha de
fortalecerla mediante su vinculación a la comunidad cristiana. Ha de renovarla y restaurarla
mediante su participación en la vida litúrgica–sacramental. Ha de vigorizarla llevando a la vida de
cada día lo creído y celebrado. Recapitulando, “vivir vocacionalmente... exige dejarse conducir por
el Espíritu a través del triple polo que hemos descubierto en Jesús: el polo de nuestra vida y
quehaceres cotidianos, el polo de la comunidad cristiana y el polo del encuentro personal con Dios”,
como afirman los Obispos en su Carta pastoral (III, 3).
BREVE SILENCIO
Para motivar la meditación personal
Mi adhesión a Jesús, ¿es el resultado de una experiencia religiosa o es mera fe heredada?
¿Qué puedo hacer en mi entorno más inmediato para preparar la tierra en la que Jesús sembrará
la semilla de la fe?
TESTIMONIO
¿Cómo preparo la tierra que ha de acoger y hacer fructificar la semilla de la fe que Cristo
siembra sin interrupción? Un padre o madre cristiano/a que no deja en manos de otros la
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educación cristiana de sus hijos, podría dar un breve testimonio intentando explicar cómo lo hace y
qué influjo tiene su labor educativa en la vida de la familia.
Si se prefiere, en lugar del testimonio, se pueden hacer estas plegarias:
1. Por nuestra comunidad cristiana, por todos los que compartimos la misma fe y la misma
esperanza. Roguemos al Señor.
2. Por nuestra Iglesia diocesana, para que siga anunciando a Jesucristo, sin desfallecer y sin
caer en la desesperanza. Roguemos al Señor.
3. Por nuestro país, para que entre nosotros aumenten la paz y la justicia, y nadie quede
excluido del bienestar que Dios quiere para todos. Roguemos al Señor.
4. Por los que están en la cárcel y por todos los que trabajan por unos regímenes penitenciarios
más humanos y se esfuerzan por renovar la vida de los detenidos. Roguemos al Señor.
5. Por el pueblo etíope y por los que trabajan en los proyectos de solidaridad que financiaremos
a través del gesto solidario de esta Cuaresma. Roguemos al Señor.
6. Por nosotros, para que este encuentro de oración y reflexión nos lleve a seguir más de cerca
el Evangelio de Jesús. Roguemos al Señor.
ACCIÓN DE GRACIAS Y GESTO
Cantamos juntos el “Padrenuestro” y damos gracias a Dios porque nos han transmitido el
don de la fe por el que podemos llamar “Padre” a Dios. Mientras, el/la que nos ha ofrecido su
testimonio, o en caso de que no lo haya habido, el/la que ha hecho las plegarias enciende una vela
junto a la que se encendió en el encuentro anterior.
ORACIÓN FINAL
Señor, nos has enviado a los hombres. Haznos alegres y valientes. Danos un
corazón lleno de bondad, entrega y humildad. Danos el amor a ti. Vive en nosotros.
Sé Tú el centro de nuestro corazón y la única ley de nuestra vida. Por Jesucristo,
nuestro Señor.
DESPEDIDA
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TERCER ENCUENTRO
MONICIÓN DE ENTRADA
Cuando vivimos la vida como vocación, la vida cotidiana entera es transformada por el
amor; toda la vida en su totalidad, y no solamente los momentos o expresiones privilegiadas del
seguimiento cristiano, se desarrolla bajo la influencia del Espíritu Santo y, gracias a este influjo,
adquiere una calidad singular. El amor cristiano fructifica así en multitud de detalles y momentos de
la existencia porque la división entre fe y vida queda sanada y superada. Por ello, la fe cristiana ya
no es percibida como un cúmulo de normas y leyes sino como un proyecto de vida.
Afiancémonos en este proyecto de vida orando juntos. Comencemos con este canto.
CANTO DE ENTRADA
Camina pueblo de Dios (CLN nº 726)
PREPARACIÓN PARA LA ESCUCHA
Nos preparamos para escuchar la Palabra de Dios alabando al Señor que, por su entrega en la
cruz nos ha salvado y dado vida nueva.
Te alabamos, Señor, por las maravíllalas de tu salvación, por tu amor gratuito... Todos: Te
albamos, Señor.
Te alabamos, Señor, porque has resurgido de las profundidades del dolor... Todos: Te alabamos,
Señor.
Te alabamos, Señor, por tu don de liberación, porque has roto las cadenas con el filo de la cruz...
Todos: Te alabamos, Señor.
ORACIÓN
Señor nuestro: tú mismo nos has enseñado un camino hacia una fe realmente
determinante para nosotros. En el cotidiano, activo y solitario camino de amor al
prójimo. En ese camino te encontramos a ti. Llévanos, Luz de la vida, por ese
sendero. Concédenos andarlo con paciencia creciente y renovada. Danos la
incomprensible fuerza de arriesgarnos en la entrega a los hombres. Tú que vives y
reinas.
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EVANGELIO
Mc 8, 34-37. Permaneceremos sentados mientras es proclamado el Evangelio.
PAUTAS PARA LA MEDITACIÓN
Estas reflexiones tienen como fundamento el capítulo IV de la Carta pastoral de los Obispos
vascos Vivir y comunicar el Evangelio hoy.
VÍNCULO FE-VIDA
En la exposición del primer encuentro, subrayábamos la indisoluble vinculación entre fe y
vida. La fe cristiana, decíamos, no es la suma de unas doctrinas, ni se reduce a unas normas morales
o a unas prácticas devocionales o litúrgicas. La fe es para la vida, se hace vida cuando empapa e
impregna todos los espacios de la vida y esa es su natural tendencia. Entonces es cuando, como
decíamos en el encuentro anterior, la fe cristiana se convierte en una vocación de vida en pos de
Jesús. En el cuarto capítulo de su Carta pastoral, los Obispos sugieren que “lo cotidiano” es el
ámbito propio en el que se ha de vivir la fe. Y apuntan tres campos de acción y vida: el trabajo, el
amor conyugal y familiar, y nuestra contribución al bien común mediante el compromiso sociopolítico. La obra de Dios es que la humanidad entera llegue a ser imagen de su Hijo, que la
humanidad entera se configure con Cristo. Nuestra acción ha de ser insertada y comprendida dentro
de este marco y, por ello, se conforma como vocación de cooperación y colaboración con Dios en
su obra. Dios respeta las decisiones y la libertad del ser humano, pero no cesa de solicitar su
colaboración para llevar a cado su proyecto. Por ello, nuestros esfuerzos siempre adquirirán sentido
desde Dios, “sólo cobran su sentido auténtico si tienen como centro al Dios que hemos de amar... de
ahí que todos nuestros afanes y tareas hayan de realizarse con la mirada puesta en Dios” (IV).
El texto evangélico que hemos proclamado, orienta y dirige nuestra mirada hacia Dios,
desde la que hemos de comprender la vida como espacio en el que vivir nuestra vocación cristina.
En el texto Jesús realiza una llamada apremiante y exigente al seguimiento. Requiere negarse a sí
mismo. Hemos de tener cuidado de no malinterpretar la interpelación de Jesús. Negarse a sí mismo
significa: 1º) Reconocer mi propia humanidad, mi pequeñez con respecto de Dios, “reconocer que
yo no soy ni mi propio dios ni el dios de nadie”, como nos dicen los Obispos; y, 2º) Reconocer que
yo no me he dado la vida, que no soy mi propio artífice, “que la vida es un don que me ha sido dado
gratis por Dios” (IV). Las consecuencias de ello son previsibles: si uno se cierra en sí mismo, vive
para sí, vive centrado en su propio ego, no hará otra cosa que convertirse en su propio esclavo, en
sirviente de sus propias obsesiones, matando, de este modo la raíz (somos don de Dios) por la que
cada uno de nosotros está unido a la fuente de la vida y, por tanto, eliminando y perdiendo la propia
vida (Cf. IV). Por ello, acoger la radical llamada de Jesús al seguimiento conlleva un
reconocimiento de la primacía de Dios y de su proyecto salvífico como única fuente de sentido para
la vida del ser humano; al mismo tiempo que nos lleva a descubrir que la vida se “gana”, adquiere
plenitud, cuando se vive como lo que es, como don, convirtiéndose en un don, cuando se vive
siendo un don, como nos dicen los Obispos, “el don de la vida recibida sólo puede fructificar y
crecer en cuanto don, esto es, siendo a su vez, como en el caso de Jesús, don y fuente de vida para
los demás y para el mundo. En caso contrario, se traiciona a sí mismo y se agosta y muere” (IV),
cumpliéndose así lo que anunciaba Jesús en el texto evangélico. Esta comprensión de la vida como
don, de que la vocación fundamental del ser humano es ser don, es el amor entregado, es la clave
que nos ayuda a vivir nuestra vocación cristiana en el cotidiano, en el trabajo, la familia y en el
compromiso socio-político.
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EL ÁMBITO DEL TRABAJO
Los Obispos nos señalan que, vivir el trabajo como espacio en el que realizar nuestra
condición de discípulos nos libera de la mentalidad preponderante que convierte el trabajo en mero
instrumento al servicio del beneficio económico, el progreso técnico y el bienestar “que hieren
gravemente el mundo de los valores y de la vida” (IV, 1), y nos lleva a trabajar sintiéndonos
colaboradores de la obra de Dios cuya finalidad es la humanización (que sea más humano, más
acorde con la dignidad del ser humano) o divinización (que se vaya construyendo como adelanto y
primicia del Reino de los cielos) del mundo, de modo que llegue a ser lo que Dios proyectó en su
eterna sabiduría.
“El progreso derivado del trabajo se mide de modo casi exclusivo en términos de riqueza,
que ha generado una cultura de la competitividad, cada vez más agresiva e individualista” nos
advierten los prelados vascos (IV, 1, apartado primero). Tomando como inspiración el pasaje del
rico que se acerca hasta Jesús preguntándole qué ha de hacer para ganar la vida eterna (Mc 10,1723), los Obispos inciden en la necesidad de liberarnos de esa concepción del trabajo supeditado
absolutamente a la obtención y acumulación de riquezas. Descubrir y experimentar a Dios como
verdadero tesoro, como riqueza suprema, nos lleva a relativizar las riquezas de este mundo y, a su
vez, nos persuade de que las riquezas de este mundo nuestro son aquellas que nos refieren a Dios y
son riquezas o tesoro “cuando está referido a Él” (IV, 1, apartado primero). Si suplantamos a Dios y
erigimos una obra nuestra en tesoro y riqueza máxima, estaremos cometiendo el pecado de la
idolatría y, dado que los ídolos no pueden darnos vida, la estaremos perdiendo (Cf. IV, 1, apartado
primero).
Los bienes, además de tener poder para apartarnos de la fuente de la vida, de Dios, también
pueden alejarnos del prójimo. Y, por ello mismo, son un impedimento para nuestra propia vida y
felicidad, como afirman los Obispos (Cf. IV, 1, apartado primero), aunque nuestra cultura cree que
en el “tener” está la fuente de la dicha y la felicidad. Consecuentemente se puede afirmar que, vivir
el trabajo desde la perspectiva cristina tiene algo de contracultural. Para liberarse del afán de
riquezas, los Obispos se inclinan por la “simplicidad de la vida” que “no consiste en rechazar por
principio todo lo que signifique abundancia, complejidad y sofisticación para volver a una especie
de «vida natural» que nunca ha existido” (IV, 1, apartado primero); ni se trata de desertar de nuestra
tarea de colaborar con Dios en su obra de llevar a plenitud la creación entera (Cf. IV, 1, apartado
primero). La “simplicidad de vida” nos “libera de nuestra propia obra, de convertir la tarea en una
obsesión, de hacer de la riqueza la única aspiración, pues la abundancia nos pesa, nos lastra, nos
empobrece física, espiritual y creativamente. La saciedad, tan presente o tan buscada como actitud
en nuestra sociedad, simplemente nos mata en todos los sentidos” (IV, 1, apartado primero).
Esta simplicidad nos lleva a trabajar desde la confianza en la Providencia de Aquel que nos
ama y toma nuestras vidas en sus manos (IV, 1, apartado segundo). Para ilustrar esta idea, los
Obispos comentan el pasaje Mt 6,31-34, texto que nos invita como ningún otro a vivir confiando en
la Providencia de Dios, sin agobiarnos ni preocuparnos del mañana. Los Obispos insinúan que, por
la fe en Dios, en nuestro corazón ha de imperar la confianza: si creemos en Dios, en un Dios que
nos ama hasta el extremo de entregarse en la cruz, debemos vivir la vida sin estar pendientes del
presente y el futuro, sin obsesionarnos por controlar cada paso que vayamos a dar en el trayecto de
la vida, sin pretender atar de antemano todos los cabos para que todo salga según lo previsto: “El
creyente en el Padre celestial del que ha recibido el don de la vida, si de verdad cree en Él, no puede
afanarse de la misma manera, sino que ha de tener una actitud confiada en Aquel que ha creado y
conoce sus necesidades” (IV, 1, apartado segundo). La confianza en Dios nos libera de la pesadilla
de controlar nuestra vida, nuestro devenir, para vivir con una actitud de mayor gratuidad que nos
anima a vivir con un mayor agradecimiento, gozo y plenitud cada instante.
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EL ÁMBITO DE LA FAMILIA
Los Obispos subrayan la idea de que la familia es el ámbito en el que todo ser humano
experimenta, siente y vive el amor de modo privilegiado y peculiar. Esta experiencia “humana” es,
a su vez el espacio adecuado para que los seres humanos experimentemos y sintamos un amor
mayor. La gratuidad, la entrega, el don, vividos y sentidos en el seno de la vida familiar, nos
remiten al amor gratuito del Padre eterno. Así, “la familia sigue siendo el lugar privilegiado donde
se experimenta de manera única algo que marca definitivamente nuestras vidas y las sella con una
sed que nada puede saciar: el amor incondicional y gratuito, que se deriva directamente del Dios
que es amor” (IV, 2).
La experiencia de amor es, también, lo único que nos aproxima de modo genuino al ser de
Dios. En el amor humano se puede atisbar el amor de Dios, se puede vislumbrar al Dios que es
Amor fiel: “Las experiencias de amor dentro de la familia son una ventana única por donde atisbar
y experimentar qué y quién es Dios” (IV, 2). Así es como la Iglesia confiesa a Dios como Trinidad
Santa, como comunión de Amor.
Pero damos un paso más. En Jesucristo, Dios y el hombre se han convertido en “familia”
inseparable por toda la eternidad, porque el Hijo eterno del Padre se ha hecho hombre, admitiendo y
acogiendo en su persona la naturaleza humana y, al vencer a la muerte y sentarse a la diestra del
Padre, no ha renunciado ni dejado atrás su humanidad, sino al contrario, la humanidad ha entrado a
formar parte de la divinidad, de Dios. Por la naturaleza teándrica de Jesucristo, la humanidad ha
sido abrazada por la divinidad y la divinidad ha recibido el signo, la marca de la humanidad. Y, por
ello, la humanidad y Dios son “familia”. Por ello, en la familia descubrimos quiénes somos y qué
estamos llamados a ser (Cf. IV, 2).
NUESTRA RESPONSABILIDAD PARA CON EL BIEN COMÚN
Es el tercer y último ámbito de nuestro cotidiano en el que hemos de vivir y hacer realidad
nuestra vocación cristiana. Los Obispos indican que esta responsabilidad se ha de ejercer
fundamentados en tres actitudes: 1) El amor como actitud de servicio; 2) La opción preferencial por
los pobres; y, 3) La actitud de la esperanza por el que nuestros horizontes sobrepasan la realización
mundana del Reino para hallar en la eternidad de Dios su plenitud.
1) El amor como actitud de servicio. Nuestra actitud de búsqueda del bien común tiene su fuente
y raíz en el amor de Dios a sus criaturas y su concreción en el cumplimiento del amor al prójimo
que Jesucristo nos dejó como su testamento (Jn 15,12). Los Obispos nos recuerdan el episodio
del lavatorio de los pies en la última cena, donde Jesús se hace esclavo, se abaja y anonada para
convertirse en siervo, por amor. El que es Maestro de vida nos enseña de este modo lo que
comporta el mandamiento del amor al prójimo: no nos exige el cumplimiento de leyes y normas
externas, sino que nos enseña a vivir desde el amor poniendo en práctica su propia exigencia,
encarnado y dando forma, con su acción y actitud, al mandamiento del amor. Hemos de ser
conscientes de que “vivir y comunicar el evangelio entraña trabajar por el bien de los demás
como un servicio radical, dando un profundo giro a los roles tradicionalmente atribuidos a las
autoridades y a los súbditos” (IV, 3, apartado primero).
2) Estar al lado de los más pequeños. La orientación u objetivo de este amor radical ha de ser,
primordialmente, el necesitado, los desheredados, los débiles... Y no únicamente por justicia,
como pudieran hacer los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también porque el amor
está inscrito por Dios en el corazón, en las honduras del ser humano. Para ilustrar esta
afirmación, los Obispos comentan el conocido pasaje del buen samaritano: el prójimo no es
alguien que pudiera compartir ideología, religión y cultura con el que fue golpeado y robado en
el camino de Jericó, sino un ser absolutamente antagonista y opuesto. “El prójimo resulta ser
alguien que no sólo no tiene ninguna relación de proximidad con el injustamente despojado y
malherido, sino que, por motivos históricos y religiosos, tiene razones para sentirse distante del
herido” (IV, 3, apartado segundo). El más alejado fue quien se hizo próximo. El auxilio, la
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implicación, la aproximación, la compasión... más allá de religiones, ideologías, costumbres y
culturas, tiene su origen en la capacidad de amar de la que Dios dotó el corazón humano. El
final de la narración en el que Jesús envía a sus oyentes a hacer lo mismo que el buen
samaritano, resuena en nuestras conciencias e interpela a nuestra Iglesia. “Él nos llama a amar
especialmente a las personas necesitadas y sufrientes que encontramos en el camino de nuestra
vida” (IV, 3, apartado segundo).
3) Por último, los Obispos nos recuerdan que la salvación es obra de Dios, no fruto de nuestras
solas acciones y tareas. Por tanto, toda realización humana o mundana, será siempre
incompleta e imperfecta. Sólo en la eternidad de Dios puede alcanzar plena realización su
proyecto salvador. Ello no significa que Dios se desentienda del mundo, al contrario, pues envió
a su Hijo para la salvación del mundo (Jn 3,16-17). Pero el Reino supera los límites del mundo
y sólo así pueden ser redimidos el mundo, la historia, la humanidad y cada uno de nosotros. Por
ello, colaboramos con Dios en su obra y vivimos los valores del Reino, empapando nuestro
mundo con el sanante amor de Dios, pero en la tensión del “ya pero todavía no”, en la tensión
de la espera, anhelando la venida definitiva de Jesucristo (IV, 3 apartado tercero), para que todo
sea conducido al Padre y colocado a sus pies. Entonces Dios reinará sobre todo, entonces llegará
a su plenitud el Reino del Amor, el Reino de Dios que es Amor fiel.
BREVE SILENCIO
Para motivar la meditación personal
El Evangelio, ¿llega a penetrar y empapar todos los resquicios y recovecos de mi existencia?
¿En qué medida estoy dispuesto a cambiar para vivir de un modo más acorde con el Evangelio?
TESTIMONIO
¿Vivo mi cotidiano más sencillo y humilde (mi trabajo de cada día, mi vida familiar, mis
compromisos en la sociedad) como espacio en el que me voy conformando como seguidor de
Jesús? Podría ofrecernos su testimonio algún político, sindicalista o incluso un profesional que
entienda su actividad laboral como vocación de seguimiento.
Si se prefiere, en lugar del testimonio, puede leerse este texto intercalando esta antífona: El
Señor es mi luz (CLN nº D 11).
Hacía un sol espléndido pero el avestruz no
lo veía, metida la cabeza baja la arena, no
quería saber que lucía el sol. Muchos, incluso
creyentes miran a los heridos del mundo, pero
no ven. Siempre hay un cristiano dormido
junto al hermano que sufre y junto a Cristo
que sufre. Siempre hay alguno que pregunta:
¿Pasa algo? R/.
Los hay que miran, ven y se dicen: ¡Ésta es la
nuestra! Y se ponen a hacer demagogia
mientras arriman el ascua a su sardina. Pero
no hacen nada. Se quedan tan orondos con sus
discursos gratuitos que nada aportan. R/.
Y los hay que miran y ven la realidad tal cual
es y ponen manos a la obra y se dicen: No
pasamos de nadie, no pasamos de nada. Aquí
estoy, oh Dios, mándame a mí.
R/.
Hay otros que no ven porque ni siquiera
miran. ¿Para qué? Aquí no pasa nada, dicen,
que esto es un invento para tenernos en vilo.
Siempre hay alguno que les confirma: ¡Aquí
no pasa nada! R/.
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ACCIÓN DE GRACIAS Y GESTO
Cantamos juntos un canto de acción de gracias apropiado. Mientras, el/la que nos ha
ofrecido su testimonio o si no lo ha habido, el/la que ha leído el texto, enciende una vela junto a las
que se han ido encendiendo en los encuentros precedentes.
ORACIÓN FINAL
Señor, haz que te busquemos en todas las cosas y en todo tiempo y momento,
porque cada día es rutina de todos los días, y cada día es tuyo y hora de gracia. Todo
es rutina diaria y día tuyo a la vez. Bendice nuestra rutina con el don de tu
presencia. Tú que vives y reinas.
DESPEDIDA
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CUARTO ENCUENTRO
MONICIÓN DE ENTRADA
En este cuarto encuentro vamos a reflexionar en torno a la dimensión comunitaria de
nuestra vocación cristiana. Vivimos el seguimiento desde la pertenencia a la Iglesia. Vivimos,
fortalecemos y experimentamos la fe, la esperanza y el amor, en el seno de una comunidad. No
será creíble el anuncio de un Dios que es Padre si no somos capaces de hacer realidad lo que ello
implica: que somos hermanos, que hemos de crear una fraternidad. Nuestra Iglesia de Teruel y
Albarracín tiene ante sí el gran reto de testimoniar ante la sociedad dividida y dispersa que Dios es
Padre, que desea que sus hijos se reúnan y se amen entre sí. Esta tarea se hace concreta en cada
comunidad cristina: en la familia, en los movimientos y agrupaciones de referencia, en la
parroquia...
Reunirnos, orar y celebrar juntos, compartir nuestra reflexión... es un modo muy concreto de
crear comunidad. También unir nuestras voces para cantar al unísono es un signo de fraternidad.
CANTO DE ENTRADA
Iglesia peregrina (CLN nº 408)
PREPARACIÓN PARA LA ESCUCHA DE LA PALABRA
Nos preparamos para escuchar la Palabra de Dios reafirmando nuestra condición de hermanos:
Caminamos hacia tu Pascua. Tú nos convertirás en hijos de la luz, imagen del Resucitado...
Todos: Señor, que seamos uno.
Encontraremos tu rostro en los hermanos y viviremos del gozo de encontrarte y de
encontrarnos... Todos: Señor, que seamos uno.
Caminamos hacia la pascua y quedarán derribados los muros de la división, el distanciamiento y
seremos tu Cuerpo, Señor... Todos: Señor, que seamos uno.
ORACIÓN
Señor, nos llamas a anunciar el Evangelio con nuestro estilo de vida. En una
sociedad individualista y narcisista, tú nos llamas a dar testimonio del Evangelio
viviendo en fraternidad, en comunión de fe, caridad y amor. Para ello, tenemos que
librar un rudo combate contra el egocentrismo. Padre bueno, te pedimos que nos
concedas el valor y la energía necesarias para librar nuestro corazón de las garras del
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egoísmo y poder, y así, vivir con más justicia y fraternidad, siendo testigos de tu
paternidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
EVANGELIO
Mt 23, 1-12. Permaneceremos sentados mientras es proclamado el Evangelio.
PAUTAS PARA LA MEDITACIÓN
Estas reflexiones tienen como fundamento el capítulo V de la Carta pastoral de los Obispos
vascos Vivir y comunicar el Evangelio hoy.
En el quinto capítulo de la Carta pastoral, los Obispos de las diócesis vascas nos recuerdan
el sentido comunitario inherente a nuestra fe y vocación cristiana. En nuestro tiempo, muchas
personas dicen ser creyentes, pero al margen de la comunidad cristiana; sufrimos la gran tentación
de creer en Dios sin pertenecer a la Iglesia, de creer por “libre”, “a la carta”. Y esta actitud sintoniza
a la perfección con el individualismo reinante en nuestra cultura. Pero, aunque nuestra cultura no
sea capaz de comprenderlo, vivir la fe en comunidad es una necesidad fundamental inherente a la
misma fe, de modo que, sin la pertenencia a la Iglesia, la fe cristiana perdería un elemento
determinante de su esencia: “Ninguno de nosotros puede vivir su fe por libre, de modo
exclusivamente individual. Toda vocación necesita la experiencia de la comunidad en la que se
enraíza, se encuadra y da fruto” (V). Esta experiencia comunitaria puede, a su vez, revestir distintas
formas, los Obispos destacan tres: la familia, las comunidades de referencia y la parroquia. Dado
que de la familia como ámbito donde vivir la vocación cristina ya hemos reflexionado en el
encuentro anterior, en este nos vamos a ceñir a presentar lo que los Obispos vascos afirman sobre
las otras dos formas de realización de la comunidad: la comunidad de referencia y la comunidad
parroquial.
LA COMUNIDAD DE REFERENCIA
Los Obispos constatan que la Iglesia crece a partir de las comunidades concretas en que se
articula y organiza su vida. En primer lugar, hacen mención de la vida religiosa: constituye una gran
riqueza que el Espíritu Santo ha hecho germinar en el seno de la Iglesia, suscitando vocaciones a la
vida religiosa, con el propósito de vivir su vocación en comunidad. “Las órdenes monásticas, las
distintas familias religiosas y una gran variedad de institutos creados a tal fin constituyen un tesoro
y una referencia inapreciables dentro de la diversidad de vocaciones y carismas que componen la
Iglesia de Cristo” (V, 2). El Espíritu Santo concede a cada cual su don, su carisma, su manera de
servir. La acción del Espíritu hace de la Iglesia una comunidad de ministerios e intercambio de
prestaciones recíprocas para crecimiento de la fe y edificación del Cuerpo de Cristo. Por ello, las
comunidades de religiosos y religiosas, “han creado en su entorno numerosos «espacios
comunitarios» en los ámbitos de la enseñanza, la salud y la caridad” (V, 2). Estas realidades
continúan siendo capitales, primeramente, para la renovación de nuestra Iglesia y también para
plasmar y forjar, mediante un estilo de vida concreto, la llamada a seguir a Jesús, la vocación a vivir
la vida desde y en Cristo. En una sociedad como la nuestra, en la que lo religioso se va
difuminando, y la vocación a la vida religiosa es infravalorada cuando no menospreciada, continúa
siendo un testimonio de fidelidad a Cristo y a su Evangelio que hombres y mujeres estén dispuestos
a abrazar la vida religiosa como modo provechoso e interesante de vivir la vida.
Junto a las comunidades de vida religiosa, los Obispos mencionan la diversidad de
movimientos impulsores de comunidades laicales, grupos de referencia, equipos de lectura de la
Palabra y semejantes que han surgido por impulso del Espíritu. Nuestra cultura y contorno social
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han experimentado enormes cambios y, por ello, también el “Espíritu ha ido suscitando nuevas
formas de espiritualidad comunitaria” (V, 2).
Para describir los rasgos esenciales de estas pequeñas comunidades cristianas, los Obispos
toman como fuente de su reflexión y exposición el pasaje de Hch 4,23-31. En este texto descubren
tres rasgos principalmente (V, 2): 1º) La importancia del compartir la experiencia personal; 2º) La
interpretación de la vida, de sus avatares, desde la Palabra de Dios; y, 3º) La valentía para seguir
proclamando el Evangelio aun en un medio adverso.
1) El texto deja entrever que los que forman el grupo de los cristianos se sienten como comunidad
compacta, con identidad propia, diferenciados del resto de la sociedad. Una comunidad cuya
esencia es la fe en Cristo, vivir y anunciar la muerte y resurrección de Cristo en un medio
adverso dispuesto a acallarlos por la fuerza si es necesario. Juan y Pedro relatan a los suyos, a
ese grupo compacto, lo que les ha sucedido, por tanto, comparten, incluso las experiencias
personales. ¡Cuán lejos están nuestras comunidades cristianas de compartir fe, vivencias...
cuando ni siquiera podemos compartir la misma celebración de la Eucaristía! Pero no por ello
deberíamos renunciar a que en nuestras comunidades sea posible la comunicación, el compartir
situaciones y acontecimientos de la vida y los sentimientos y sensaciones que se generan en
nuestro interior. Tanto en la comunidad cristiana como en la sociedad es palpable la
incomunicación y el individualismo que nos sumergen en nuestras propias oscuridades y
tinieblas. Una Iglesia en el que cada persona tenga rostro, sea reconocido por su nombre. Una
comunidad cristiana que escuche, que acoja, que mire a las personas como tales..., un gran reto
para nuestra Iglesia.
2) El segundo rasgo de la comunidad cristiana, de los grupos de referencia que la conforman y de
cada uno de los creyentes, es que interpreta e ilumina los hechos, los acontecimientos, con la luz
de la Palabra de Dios. El azar, las estrellas, los posos de café... o la razón y la causalidad..., son
muchas las diversas claves de interpretación de la realidad a las que recurre nuestra sociedad.
Nosotros tenemos que aprender a leer y vivir desde la Palabra, permitir que sea ella quien nos
vaya iluminando y descubriendo el sentido de la vida.
3) Don y Tarea. Así reza el lema de este año pastoral. Lo recordamos porque el tercer rasgo es la
valentía de continuar creyendo y anunciando el Evangelio aun cuando nos respondan que el
mensaje cristiano está anquilosado en el pasado y nosotros seamos calificados de reaccionarios
y retrógrados. Para seguir anunciando el Evangelio en un ambiente hostil, los apóstoles recurren
a la oración, piden el auxilio del Señor, que les otorga su Espíritu. No hemos de olvidar en las
comunidades de referencia que nada podemos sin el auxilio de lo alto, por lo que hemos de
ocuparnos seriamente de ejercitar la dimensión orante de nuestra fe.
LA PARROQUIA
Los Obispos comienzan señalando que la familia o el grupo de referencia no agotan ni
realizan en su plenitud la dimensión comunitaria de la vida cristiana para, a continuación,
manifestar la universalidad de la dimensión comunitaria de la vocación cristiana al seguimiento.
“Esa dimensión es universal, como lo son la naturaleza y misión de la Iglesia” (V, 3). El carácter
universal de la vida cristiana, de la Iglesia, se realiza en las iglesias particulares o diócesis en cuyo
seno las parroquias pretenden ser comunidad de comunidades. Comunidad en la que disfrutan de un
lugar tanto la familia como las comunidades de referencia de las que hemos hablado en el punto
anterior. Aunque nuestras comunidades cristianas se hallan inmersas en un proceso de renovación
espiritual y pastoral que también conlleva una reestructuración territorial que parece menoscabar el
valor y el rendimiento pastoral de las parroquias, los Obispos vascos, como ya hicieran en su Carta
pastoral Renovar nuestras comunidades cristianas, insisten nuevamente en que “la parroquia sigue
siendo una realidad insustituible para vivir la dimensión comunitaria constitutiva del seguimiento de
Jesús” (V, 3).
Para describir las notas fundamentales de la comunidad parroquial, los Obispos vascos
vuelven a buscar la luz de la Escrituras, concretamente el texto de Hch 2,42-45, en el que Lucas nos
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relata cómo la vida de las primeras comunidades cristianas tenía como rasgos esenciales la Palabra
de Dios, la comunión de bienes, la fracción del Pan o Eucaristía y la oración. Recojamos con
brevedad las reflexiones que nos ofrecen los Obispos en torno a estos componentes esenciales a la
parroquia:
1) La comunión. La Parroquia es una conjunción de personas absolutamente distintas y dispares.
Con toda seguridad, entre los componentes de la parroquia existen más razones que los separen
unos de otros que puntos de conexión que los empujen a la comunión, pero la parroquia tiene la
vocación de ser comunión en la diversidad: “Se vive la diversidad que nos abre más allá de los
límites naturales o de afinidad personal, social o vocacional que caracterizan a las comunidades
familiares y de referencia o a los distintos movimientos apostólicos. Esta diversidad cobra
sentido evangélico cuando es vivida en comunión (V, 3). Una comunión que se construye sobre
el cimiento sólido de la experiencia de que Dios es Padre y que, por tanto, más allá de las
diferencias, los seres humanos somos hermanos. Por ello, esta comunión, lleva implícita la
llamada a compartir nuestros bienes, de modo que a nuestros hermanos no les falte lo necesario
para vivir dignamente.
2) La enseñanza de los apóstoles o la vinculación con la Palabra de Dios. Las comunidades
parroquiales han de ser asiduas en la escucha de la Palabra de Dios. Ahora que también entre los
cristianos se percibe una cierta tendencia a recurrir a textos poéticos y relatos diversos como
material para la oración, dejando en un segundo plano la Escritura, es preciso que nuestras
parroquias ofrezcan la Palabra de Dios abundantemente, pues sola esa palabra es portadora y
dadora de vida y nos libera del peligro del subjetivismo.
3) La fracción del Pan o Eucaristía, sobre todo la celebrada en Domingo, día del Señor y día de la
Iglesia. Día en que se manifiesta la victoria del Señor sobre la muerte. Día en que la comunidad
cristiana se manifiesta como tal comunidad, construida sobre el fundamento de la muerte y
resurrección de Cristo. “Sin ella no podemos hablar propiamente de fe cristiana” (V, 3), y la
Iglesia perdería su propia identidad de Iglesia nacida del costado abierto del Señor. Son muchos
los que hoy afirman ser creyentes, cristianos, sin práctica dominical alguna. ¿Es posible ser
cristiano sin escuchar su Palabra y comulgar con Él? ¿Es posible ser cristiano y no recibir nunca
a Cristo, presente en el sacramento de la Eucaristía? ¿Es posible creer en Cristo y no confesar ni
celebrar nunca su muerte y resurrección, el evento que nos salva y nos da la vida?.
4) La oración. La parroquia ha de ser una comunidad orante. Ora porque sabe que nada puede sin
el auxilio del Señor, ora porque espera, porque tiene esperanza y confía en Dios, como
recuerdan los Obispos vascos en la Carta pastoral del pasado Adviento, La esperanza vence al
miedo (IV, 5).
LA COMUNIDAD: EXPERIENCIA DE LA PATERNIDAD DE DIOS
La experiencia de la fraternidad, de la comunión, es tan importante que el mismo Señor, al
inicio de su ministerio, conforma una comunidad de discípulos a quienes llama hermanos y a
quienes pide que se traten como tal (Mc 10,29-30). En esta fraternidad aprenderán quién es Dios, al
que pueden llamar Padre (Mt 6,1-18). La experiencia de compartir la vida, de vivir como hermanos,
les conduce a descubrir el hondo significado de la paternidad de Dios (Mt 5,21-26; Mt 7,1-12). Esta
comunión fraternal, por deseo del mismo Jesús, llega incluso a ser ámbito privilegiado de su
presencia tras la Pascua (Mt 18,20).
Los cristianos vivimos desde nuestra fe en un Dios Padre que nos ama, que nos hace hijos
suyos, que nos reúne en fraternidad, que nos constituye como comunidad de hermanos. La
experiencia diaria, aunque limitada e imperfecta, de la comunidad, es el ámbito en el que se vive y
se transmite la fe en Dios Padre de la humanidad. No es posible anunciar a Dios Padre ni nuestra
palabra tiene credibilidad alguna, estando nosotros divididos y alejados los unos de los otros.
Nuestra comunidad real, aunque pobre, es la que da credibilidad a nuestro anuncio de un Dios
Padre. La comunidad es el espacio en el que esta fe se transmite y se convierte en experiencia:
cuando nos sentimos hermanos, nos descubrimos hijos y percibimos a Dios Padre. Mediante su
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existencia y testimonio, nuestra Iglesia tiene ante sí la enorme tarea de ir configurándose como
comunidad de los hijos de Dios que se aman entre sí como hermanos, comunidad de la que no
queda excluido nadie, sino al contrario, porque es voluntad del Padre que todos sus hijos, dispersos
por el mundo, se reúnan para formar la familia universal.
BREVE SILENCIO
Para motivar la meditación personal
¿Vivo mi fe de un modo individualista e intimista en el que no hay cabida para los demás?
¿En qué debería ceder y qué debería impulsar para que mi parroquia o grupo de referencia sea
más fraternal?
TESTIMONIO
¿Cómo enriquece mi vida y mi fe la vida comunitaria? Un religioso o religiosa nos podría
ofrecer un breve testimonio, respondiendo a la cuestión planteada.
En lugar del testimonio, pueden hacerse las plegarias que siguen:
1. Por todos los cristianos, por todos los que sentimos la alegría de creer en Jesús. Roguemos al
Señor.
2. Por los hombres y mujeres de buena voluntad que no han descubierto aún el gozo de la fe.
Roguemos al Señor.
3. Por los jóvenes y por los niños de nuestras comunidades cristianas. Roguemos al Señor
4. Por los proyectos de promoción de la dignidad humana que con nuestra solidaridad
queremos financiar. Roguemos al Señor.
5. Por las comunidades de religiosos y religiosas que nos ofrecen su testimonio de fraternidad.
Roguemos al Señor.
6. Por los grupos de lectura de la Biblia, los de oración, el Catecumenado de Adultos... y todos
aquellos que alimentan su fe en la comunidad o el grupo cristiano. Roguemos al Señor.
7. Y por cada uno de nosotros, y por nuestras familias, y por nuestros amigos. Roguemos al
Señor.
ACCIÓN DE GRACIAS Y GESTO
También hoy cantaremos juntos el “Padrenuestro”, como fraternidad, como hermanos e
hijos de un mismo Padre que quiere que todos seamos unos, como Él es uno con el Hijo y el
Espíritu Santo. Mientras, el/la que nos ha ofrecido su testimonio o si no lo ha habido, el/la que ha
realizado las plegarias enciende una vela junto a las que se han ido encendiendo en los encuentros
anteriores.
ORACIÓN FINAL
Señor, danos lo que nos mandas: danos justicia y fraternidad. Somos
conscientes de que la plenitud del Reino está en Ti, más allá de nuestro mundo, pero
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te rogamos que ya ahora podamos experimentar un poco de la justicia y del amor
fraternal a los que estamos llamados. Por Jesucristo, nuestro Señor.
DESPEDIDA
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QUINTO ENCUENTRO
MONICIÓN DE ENTRADA
Llegamos al último de nuestros encuentros. Hoy somos invitados a cultivar nuestra vida
espiritual, imprescindible para que podamos experimentar la íntima presencia de Dios Padre y
percibir que obra en nuestra vida personal y conduce con amor la historia de la humanidad. La
oración, la experiencia de desierto, la introspección... son hoy más necesarios que nunca para poder
sustentar la vida de fe, esperanza y caridad. Vivir desde Cristo en lo cotidiano, en medio del mundo
actual, no es posible sin una vida interior recia y vigorosa. A ello nos invitan los Obispos en el
último de los capítulos de su Carta pastoral: sin ese encuentro personal y “directo tampoco es
posible vivir de verdad la espiritualidad ni en la vida cotidiana ni en comunidad”.
Pidamos al mismo Señor que nos enseñe a orar y que nos ayude a ser asiduos en la oración.
CANTO DE ENTRADA
Quédate junto a nosotros (CLN nº 0 20).
PREPARACIÓN PARA LA ESCUCHA DE LA PALABRA
Nos preparamos para escuchar la Palabra de Dios pidiendo perdón porque nos dejamos llevar
por la dispersión reinante en nuestro entorno:
Porque seguimos creyendo que la oración y la vida han de ir por caminos distintos y distantes, te
pedimos... Todos: Ten piedad y enséñanos a orar.
Porque permitimos que nuestra vida cristiana languidezca a causa de nuestra pobre vida
espiritual... Todos: Ten piedad y enséñanos a orar.
Porque, al descuidar nuestra dimensión orante, nuestra esperanza y confianza van apagándose y
debilitándose... Todos: Ten piedad y enséñanos a orar.
ORACIÓN
¡Oh Jesús, envíanos tu Espíritu! No te canses de darnos tu don de Pentecostés.
Aclara el ojo de nuestro espíritu y afina nuestra capacidad espiritual para que
podamos discernir y distinguir tu Espíritu de todos los otros. Tú, que vives y reinas.
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EVANGELIO
Mt 4, 1-11. Permaneceremos sentados mientras es proclamado el Evangelio.
PAUTAS PARA LA MEDITACIÓN
Estas reflexiones tienen su fuente en el capítulo VI de la Carta pastoral de los Obispos
vascos Vivir y comunicar el Evangelio hoy.
En la Carta pastoral Renovar nuestras comunidades cristianas, tras constatar el desafío
colosal que para las comunidades cristianas supone vivir y anunciar el evangelio en una sociedad
secularizada y pluralista donde ni siquiera los más estudiosos saben a ciencia cierta cómo se puede
proponer el mensaje cristiano de forma que logre sacar de la indiferencia y de la apatía ante lo
religioso en la que se halla sumido el ser humano actual, los Obispos de las diócesis vascas nos
invitaban encarecidamente a vivir una espiritualidad adecuada a esta coyuntura adversa; una
espiritualidad entre cuyos rasgos más sobresalientes se hallan la confianza, la fidelidad, la
esperanza, el aprecio de lo pequeño... Para vivir esta espiritualidad, adaptada a las circunstancias,
será imprescindible que descansemos en el Señor, que cultivemos nuestra relación personal e íntima
con Dios, para fundarnos en Él, entregando a sus manos nuestro pasado, presente y futuro,
asentados firmemente en su fidelidad, en la confianza de que Él es nuestro Salvador.
En la Carta pastoral que sirve de fuente de inspiración de estos encuentros, los Obispos
sostienen que, para relacionarnos directa y personalmente con Dios, debemos cuidar nuestro espíritu
y alimentarlo de forma que vayamos creciendo en humanidad, hacer la experiencia purificante del
desierto o sentir y percibir las situaciones límite de nuestra vida como espacios de encuentro con
Dios y, por último, orar y ser constantes en la oración. “Para relacionarnos directa y personalmente
con Dios necesitamos cultivar y templar nuestro espíritu mediante el ejercicio espiritual. Esa
relación con Dios se hace mucho más necesaria en dos momentos particulares: cuando discernimos
y nos preparamos para seguir nuestra vocación y cuando pasamos por experiencias tan difíciles, que
nos llevan a poner en duda el sentido de nuestra fe y de nuestra existencia. Por último, necesitamos
la manera de expresarnos lo más plenamente posible ante Dios mediante la oración” (VI).
Seguidamente, vamos a intentar exponer y comentar lo que los prelados dicen en referencia a estas
tres prácticas mediante las que mantener y sostener una relación personal con Dios.
CULTIVAR Y TEMPLAR EL ESPÍRITU
En nuestra sociedad se toma mucho interés por el cuidado del aspecto físico, incluso crece la
conciencia de la necesidad de cuidar la salud mediante comportamientos y hábitos más saludables:
practicar deporte, dejar de fumar, abandonar las comidas copiosas, masajes tonificantes… Pero
quizás se olvida una de las tareas más importantes al desdeñar o no considerar en la medida
necesaria la vida interior, el espíritu del ser humano: “Vivimos casi totalmente de espaldas a la
necesidad de ejercitarnos también para mantener la salud de nuestro espíritu y poder así vivir de
manera plenamente humana” (VI, 1). Se constata una sequía de nuestra cultura en materia del
espíritu, pero, a su vez, y en la misma medida, es perceptible la acuciante sed espiritual de amplios
sectores de la sociedad que recurren a diversas fuentes para saciar su sed como la astrología, la
adivinación, la magia, el zen, el budismo, la meditación… “Uno de nuestros retos más serios es dar
respuesta adecuada a la profunda sed espiritual que se manifiesta… En todo occidente se descubre y
se practica el ejercicio espiritual sistemático de otras religiones, especialmente orientales, mientras
se ignora la inmensa riqueza espiritual de la tradición cristiana…” (VI, 1).
Ante esta realidad debemos sentirnos interpelados a vivir nuestra fundamentación cristiana
desde esa tradición cristiana. Para ello, es preciso cultivar y vivir la experiencia del misterio del
amor de Dios. Él mismo toma la iniciativa, se hace el encontradizo, lo hallamos en el mundo, en la
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historia, en nuestra propia existencia. Él mismo nos despierta de nuestro letargo y nos libera de
nuestras resistencias interiores. Él desea tocar el centro de nuestra existencia, de nuestra persona. Y,
entonces, todo nos habla de Él, todo nos refiere a Él, adquirimos la sabiduría y emerge de nuestro
interior el “conocimiento” de nuestro Señor. Y entonces Dios se torna en algo real, en una Persona.
Y la vida comienza a ser el marco en el que el creyente va descubriéndose desde Dios.
EXPERIENCIA DE DESIERTO
Los Obispos vascos utilizan una misma imagen o término para expresar dos realidades, dos
experiencias y significados distintos:
1º) Existe un desierto como experiencia de purificación y ahondamiento en las opciones
fundamentales de la vida. Su finalidad es “labrar la constancia y la fidelidad de la inteligencia,
del corazón y de la voluntad, para entender según el Espíritu, sentir con el Espíritu y actuar bajo
la guía del Espíritu” (VI, 2, apartado primero). Tomando como fuente de inspiración el relato de
las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4,1-11), los Obispos describen el desierto como
metáfora del despojamiento, del vivir la desnudez necesaria para forjar el espíritu humano, para
encontrarnos con nosotros mismos, bajando al pozo de nuestro propio ser y, desde ahí, abrirnos
al influjo del Espíritu Santo. Jesús mismo es ejemplo de este proceso interior. Como dice el
texto evangélico, “Jesús fue conducido al desierto por el Espíritu”, expresión de que Dios obra y
actúa en el desierto humano. Él acepta el influjo del Espíritu porque desea ser fiel al Padre,
desea ser modelado, forjado por el amor del Padre. En el desierto, Jesús descubre los obstáculos
y dificultades que antepone a la voluntad del Padre, que son impedimento para su fidelidad al
designio del Padre. Estos obstáculos vienen representados por las tres tentaciones, que son
comunes a todo creyente que desea vivir en fidelidad al Evangelio: “La primera el afán de saciar
nuestra sed y nuestra hambre con la abundancia de los bienes que pueden adquirir” (VI, 2), pero
como esa no es la verdadera fuente de la vida, podemos caer en las zarpas del consumismo,
puesto que, al buscar en lugar equivocado, jamás logramos saciar nuestra sed. La segunda
tentación es la de manipular a Dios, la de utilizarlo para nuestro propio provecho, pero “Dios no
se muestra sólo como fuente de la auténtica vida, sino también como el único Dios, Aquel a
quien no podemos ni sustituir ni manipular” (VI, 2). La tercera, y última, consiste en la idolatría,
en “adorar a los ídolos del poder y de la gloria, vendiendo así nuestra alma al diablo” (VI, 2).
Nos equivocaríamos si, de lo expuesto concluyésemos que la experiencia de desierto es algo
negativo. Al contrario, el desierto, naturalmente estéril, es el lugar donde Dios se acerca más a
nosotros; el desierto, un camino sin principio ni fin, es el lugar donde Dios camina junto a
nosotros; el desierto, tierra de penuria, es el espacio donde el creyente aprende a jerarquizar los
valores por los que rige su vida; el desierto, obstáculo e impedimento para la vida, es el espacio
donde el creyente aprende a avanzar y confiar. No hemos de olvidar también que el desierto no
es nuestro ámbito definitivo; el desierto es transitorio y tránsito, para un retorno más hondo
hacia Dios, para un retorno más fuerte hacia los hombres.
2º) La imagen del desierto también nos sirve para expresar la experiencia de la vida llevada a los
límites de la adversidad y del mal. También en la experiencia del sufrimiento angustioso del
justo, Jesús mismo es nuestro modelo: “Jesús es el prototipo de esta segunda forma de desierto,
al aceptar la voluntad del Padre hasta la cruz, por encima de sus propios sentimientos y deseos”
(VI, 2, segundo apartado). Los Obispos, en la Carta pastoral, recurren a Job para presentar y
describir esta experiencia espiritual límite. Tomando el pasaje de Job 30,16-17, nos ofrecen una
serie de conclusiones que vamos a señalar brevemente:
a) Es en la adversidad extrema donde llegamos a conocernos verdaderamente.
b) Es muy fácil creer y confiar en Dios cuando la vida nos sonríe, pero es mucho más difícil
cuando nos hallamos sumergidos en la noche oscura del sufrimiento, entonces incluso la fe y
la confianza en Dios parecen tambalearse.
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c) La relación con Dios no es una especia de intercambio por el que, a cambio de nuestras
buenas obras, Él esté obligado a concedernos el bien.
d) Dios está por encima de nuestra justicia y nuestra medida de las cosas y no podemos
definirlo ni pretender determinar su actuación tomando como criterio nuestras concepciones
de justicia y bien.
e) El silencio y el ocultamiento de Dios que percibimos cuando nos hallamos en medio del
sufrimiento no significan que Él se desentiende de nosotros y nos abandone a nuestra suerte.
En consecuencia, mientras no descubramos todo esto en nuestra existencia, no podemos
afirmar que conozcamos realmente a Dios. En el desierto de la adversidad extrema reconocemos
a Dios, como Jesús lo reconoció como Padre en el que depositar su confianza y a cuyas manos
entregar su espíritu en lo alto de la cruz. El mismo “Job confiesa que, a través de esta prueba
dolorosa hasta el límite, su relación franca y oracional con Dios, en una intimidad total y sin
reservas, le ha permitido superar a su anterior conocimiento incompleto de Dios, hasta llegar a
conocerlo a fondo: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos»” (VI, 2).
LA ORACIÓN, FUENTE DE VIDA
Si bien es cierto que no vivimos en un medio en el que resulte fácil la práctica y el cultivo de
la oración, “la misma sequedad espiritual de nuestra sociedad tecno-científica está haciendo que
aparezca cada vez con mayor claridad la profunda sed de mucha gente” (VI, 3). En nuestra diócesis
son numerosas las parroquias y comunidades cristianas que han reclamado de los organismos
diocesanos competentes una iniciación a la oración personal. Qué decir de los grupos de lectura
bíblica y de esos variados movimientos apostólicos cuya finalidad es la oración. De cualquier modo,
y en honor a la verdad, la experiencia de oración de muchos creyentes se ha reducido a una
repetición automática de oraciones o jaculatorias y a una serie de prácticas piadosas que, por
desgracia, no han sabido conformarse como ámbito para una oración verdaderamente cristiana,
despojada de actitudes mágicas y manipuladoras de lo divino.
El ejemplo de Job, que no cesó de orar y de confiar incluso en los momentos de mayor
oscuridad, o el del mismo Señor que, clavado en la cruz, ruega y clama a Dios, son muestra clara de
que “el encuentro personal con Dios encuentra su forma de expresión privilegiada en la oración. Sin
ella, ese encuentro nunca acaba de ser completo y a nuestro espíritu le faltarán medios para
reconocer a Dios” (VI, 3). Pero, para que nuestra oración sea verdadera expresión de ese encuentro,
ha de cumplir una serie de requisitos que no hacemos sino señalar sucintamente. En primer lugar,
señalamos su carácter cristocéntrico. La oración ha de tener a Cristo como su centro, pues su
finalidad es lograr que el fiel entre en comunión con Dios mediante Jesucristo. Aunque parezca una
obviedad, en segundo lugar mencionamos el carácter pascual de la oración cristiana, pues los
creyentes tenemos en la Pascua de Jesús la fuente de la vida verdadera. Su peculiaridad pascual,
exige, en tercer lugar, que esté vinculada a los sacramentos, pues es mediante ellos por los que los
creyentes recibimos de la vida de la Pascua. Otra nota característica de la oración cristiana es su
referencia a la Escritura. Desconocer la Escritura sería desconocer al mismo Cristo. Por último,
señalar la eclesialidad. Es preciso orar sintiéndonos Cuerpo de Cristo, en virtud del bautismo, y para
que nuestra oración no sea manifestación de nuestro individualismo, sino expresión de nuestra
pertenencia al grupo de los seguidores de Jesucristo.
Si bien es cierto que la vida del creyente, en su totalidad, se desarrolla ante la mirada
amorosa de Dios y, por tanto, “la persona que vive en constante presencia de Dios está orando, en
cierto modo, de forma continua” (VI, 3), para que sea posible ofrecer al Señor un culto en espíritu y
verdad, es preciso buscar momentos de encuentro más intenso y hondo con Él, disponer de tiempo
para dedicarlo a “centrarse” de modo más intenso en Él. Toda la vida del creyente puede ser oración
y culto al Señor, pero hay que explicitarlo e intensificarlo, hay que manifestarlo y expresarlo para
poder aplicarlo o llevarlo a la vida entera, en toda su densidad y alcance; y, para ello, es
imprescindible tomar tiempo para orar. Es importante recogerse, hallar el momento oportuno, hacer
silencio, mantener una constancia y un ritmo.
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Aunque se han logrado progresos notables, en nuestra vida de creyentes aún es visible la
división entre vida y oración. Olvidamos quizás que la finalidad de la oración no es “cambiar” a
Dios, de modo que acomode su actuación a nuestras necesidades y carencias, sino que lo que la
oración pretende es iluminarnos para que vivamos la totalidad de nuestra vida desde la luz de la fe
en Cristo. Es decir, que la oración ha de cambiarnos, transformarnos y recrearnos a nosotros. Una
oración que tuviera como contenido exclusivo nuestro estado personal y como objetivo único plegar
a Dios, es una oración absolutamente egocéntrica.
Pero, como nos indican los Obispos vascos en su Carta pastoral, todas las circunstancias de
la vida son ámbito y motivación para volver la mirada hacia Dios y orar. Desde distintos estados de
ánimo, diferentes situaciones y experiencias... elevamos nuestra plegaria al Padre. Es decir, desde
nuestras alegrías o penas, en nuestras frustraciones y afanes, en el dolor o la angustia, en nuestras
limitaciones y pecados... Nada de lo humano le es ajeno a Dios y, por ello, todo lo humano, toda la
experiencia humana, es ámbito de oración y plegaria confiada. El sufrimiento, la prueba radical, la
experiencia de desierto de la que hablábamos en el apartado anterior es, sin duda, lugar privilegiado
para descubrir al Dios de la misericordia, al Dios que es amor fiel: “La vida nos hace pasar por
momentos difíciles y oscuros, incluso de desierto radical... Es en la oscuridad de la vida y en el
ocultamiento de su sentido, donde, de una forma especial y única, se alumbra la luz de la gracia de
Dios y se manifiestan su gloria y verdad eternas” (VI, 3), nos recuerdan los Obispos. Y es que, por
mucho que en nuestra sociedad se afanen en prescindir de Dios, la experiencia del sufrimiento, del
sinsentido que cuestionan seriamente la misma vida suscitan constantemente la pregunta por Dios e
incluso, en no pocos corazones, provoca la plegaria, aunque ésta sea angustiada o incluso
acusadora. Una oración que no reflejara nuestra vida sería una oración sin vida.
Una de las prácticas habituales para el tiempo cuaresmal, junto con el ayuno y la caridad, es
la oración. La comenzábamos justamente con aquel pasaje evangélico en el que Jesús nos invitaba a
ponerla en práctica con un espíritu sincero y entregado (Mt 6,1-6.16-18). Si de verdad deseamos
vivir la cuaresma como un tiempo para un mayor acercamiento a Dios, deberemos tomarnos en
serio la invitación de Jesús a orar: tomar un tiempo para leer algún texto de la Escritura; reavivar
nuestras oraciones heredadas de generaciones anteriores; la meditación; la oración mariana; la
asistencia y participación en la liturgia de la Iglesia sin prisas, puntualmente y con una actitud de
apertura al influjo de Dios; la Liturgia de las Horas que en algunas parroquias se organiza con
motivo de la cuaresma; los encuentros de oración; el culto eucarístico tanto comunitario como
privado... Ahí está también la experiencia de las órdenes religiosas monásticas, los grupos de
oración... Todas las experiencias de oración deben llevarnos a conocer y amar cada vez más a Dios,
y acoger cada vez con mayor fe y fidelidad ese amor. De eso se trata en la oración y, para ello, es
fundamental nuestra actitud y constancia, porque la oración es don de Dios pero, también, fruto de
nuestro empeño fiel.
BREVE SILENCIO
Para motivar la meditación personal
¿Cómo puedo seguir siendo cristiano en esta sociedad, en la que el espíritu humano no parece
tener cabida, y si no vuelvo la mirada hacia al Señor?
¿Cómo puedo recuperar la paz y la alegría, la confianza y la esperanza sin sentir y percibir la
presencia permanente del Señor?
TESTIMONIO
¿Vale la pena orar? Podríamos invitar a algún miembro de los grupos bíblicos o de
oración, o del Catecumenado de Adultos para responder brevemente a esta cuestión.
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En lugar del testimonio, puede leerse este texto, intercalando esta antífona como respuesta
de la asamblea: Caminaré en presencia del Señor (CLN nº D 20).
Mi espíritu y mi corazón están alerta, como
los ojos del centinela. Estoy esperando. Te
busco, Señor. Estoy en vela. Y tú no cesas de
hacerte el encontradizo. R/.
Te busco en la Misa, con los otros cristianos,
y por tu Palabra y tu Pan vienes a mí, Señor,
como un amigo siempre dispuesto a ofrecer lo
mejor que tiene. R/.
Te busco en la oración y tú me abres, Señor,
como un amigo siempre presente, cuando se
llama a la puerta. R/.
Te buscamos cada día y te vemos, Señor,
donde se siembra la alegría, donde se elimina
la mentira, donde se suprime la injusticia. R/
Te busco en el Evangelio y tú te acercas,
Señor, como un amigo siempre presente,
cuando se le pide luz para atravesar la noche.
R/.
ACCIÓN DE GRACIAS Y GESTO
También hoy cantaremos juntos el “Padrenuestro”, como oración cristiana por
antonomasia. Es el Espíritu que nos habita el que nos incita a gritar de alegría y gozo “Abba”.
Mientras, el/la que nos ha ofrecido su testimonio o si no lo ha habido, el/la que ha leído el texto,
enciende la última vela junto a las que se han ido encendiendo en los encuentros anteriores.
ORACIÓN FINAL
Señor, danos el espíritu de fortaleza y de resolución animosa para vencer las
tentaciones; danos el espíritu de la humildad para pedir consejo; danos el don de la
sabiduría de lo alto para discernir y optar por el bien mayor; danos tu Espíritu de
Pentecostés, para que podamos beber de la fuente del agua que da la vida eterna. Tú
que vives y reinas.
DESPEDIDA
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