El dólar como moneda de reserva Barry Eichengreen Universidad

Anuncio
El dólar como moneda de reserva
Barry Eichengreen
Universidad de California, Berkeley
Junio de 2006
Hoy en día, es prácticamente imposible hojear un diario financiero y no toparse con un
artículo sobre la inminente pérdida de importancia del dólar a nivel internacional. Tal vez
sea un simple reflejo de la tendencia que han adoptado los periodistas financieros de subirse
al tren más próximo y viajar en él hasta el final del recorrido. Como hubiera dicho Mark
Twain, los informes sobre la muerte del dólar han sido sumamente exagerados. El dólar
sigue siendo la principal moneda de reserva de los bancos centrales y los gobiernos. De
hecho, en los últimos años, ha aumentado la proporción de reservas internacionales en
dólares. El mercado de títulos valores del Tesoro de los EE.UU. sigue siendo el mercado
financiero más líquido del mundo, por lo que es mucho más atractivo para los bancos
centrales tener reservas en esa moneda. El dólar sigue siendo la principal moneda vehículo
y de facturación en el comercio internacional. El petróleo y otros productos básicos se
siguen facturando en dólares.
Desde luego, existen motivos para preguntarse si eso seguirá siendo así. Nunca antes se
vio que el país que emite la moneda internacional por excelencia acumule un déficit en
cuenta corriente que supera el 6% del PIB. Nunca antes se vio que el país que emite la
moneda de reserva se endeude con el resto del mundo por una suma equivalente al 25% del
PIB. Los vínculos que existen entre los déficits presupuestarios de los EE.UU. —que, en
parte, reflejan los compromisos militares del país en el extranjero— y la debilidad de la
moneda insinúan una analogía con los padecimientos del dólar en la década de 1960 y las
tribulaciones de la libra esterlina después de la Segunda Guerra Mundial. Inevitablemente y
como consecuencia de ello, los tenedores de títulos valores del Tesoro de los EE.UU. se
hacen preguntas que quizá los lleven a buscar otras alternativas para sus tenencias de
deuda. Por primera vez en muchísimo tiempo existe otra moneda —el euro— que tiene un
mercado líquido y activo y que emite una economía de dimensiones equiparables a la de los
Estados Unidos. Si se mira al futuro, también estará el renminbi, moneda de una economía
que dentro de 50 años tal vez tenga un volumen de comercio mucho más grande que los
EE.UU.
En los debates sobre este tema, se suele recurrir a la historia; lo hacen incluso los
encargados de pronosticar los tipos de cambio que por lo general se sienten más cómodos
con los datos de operación a operación que con las fuentes de archivo. Pensemos en la
siguiente cita de Avinash Persaud, de State Street Bank and Trust: “[L]as monedas de
reserva van y vienen. Durante los últimos dos mil quinientos años ha habido más de una
decena de monedas de reserva que ya no existen. La libra esterlina dejó de ser moneda de
reserva en la primera mitad del siglo XX [y] el dólar dejará de serlo en la primera mitad de
este siglo […]. El hecho de que el dólar deje de ser la moneda de reserva desencadenará
una serie de crisis económicas y políticas en los Estados Unidos”.
A pesar del notable dramatismo del fragmento, la historia que en él se relata no es
inusual. Eso no nos sorprende, pues es necesario remontarse en el tiempo para encontrar
ejemplos de los cambios de identidad de la moneda internacional predominante. De hecho,
la última vez que se produjo tal cambio —de la libra esterlina al dólar— fue hace más de
medio siglo. En efecto, si sólo se considera la condición de moneda de reserva, podría
afirmarse que ése fue el único cambio de esa naturaleza. Si bien los depósitos en el exterior
y las compras de letras y bonos extranjeros no son nada nuevo, las tenencias a gran escala
de los bancos centrales y los gobiernos en centros financieros internacionales son un
fenómeno bastante reciente. La propagación de esta práctica coincidió con el surgimiento
del patrón oro internacional en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial. Salvo
contadas excepciones de importancia, el patrón en cuestión era el oro en lingotes, no
amonedado. Una proporción significativa del dinero que circulaba en los países que se
regían por el patrón oro no era amonedada, es decir, eran billetes y monedas simbólicos
que, en determinadas circunstancias, podían convertirse en lingotes. El patrón lingote oro
fue una innovación del siglo XIX. Presuponía la existencia de una moneda uniforme difícil
de falsificar, lo que sólo fue posible cuando la energía a vapor llegó a la casa de la moneda.
Una vez que se concentró el oro en las bóvedas de los bancos centrales (o en las haciendas
públicas y en otros bancos emisores de billetes en los casos en que no existía un banco
central), hubo incentivos para sustituirlo o al menos incrementarlo mediante letras y activos
por depósitos que, si bien devengaban intereses, se podían convertir en oro.
No es difícil entender por qué Londres debería haber sido el lugar donde tener muchas
de esas reservas y por qué la libra esterlina, en billetes y depósitos, debería haber sido el
medio único e indiscutido de tenerlas. Gran Bretaña era la nación comercial más importante
del mundo: en 1860 absorbía más del 30% de las exportaciones del resto del mundo y, en
1890, el 20%. Era uno de los principales exportadores de manufacturas y servicios, y un
voraz consumidor de alimentos y materias primas de importación. Entre 1860 y 1914, cerca
del 60% del comercio mundial se facturaba y saldaba en libras esterlinas. Para los
proveedores extranjeros que buscaban vender algodón, por ejemplo, cotizar los precios en
libras esterlinas les facilitaba el ingreso al mercado británico. El proveedor tenía una cuenta
de depósito en Londres en la que conservaba los ingresos sin correr riesgo alguno por
períodos acotados.
La situación de Gran Bretaña en tanto fuente principal de inversiones a largo plazo en el
exterior funcionaba de manera similar. Los gobiernos extranjeros que buscaban
financiamiento del exterior venían a Londres, y eso hacía que la libra esterlina fuera la
unidad de cuenta lógica para los títulos de deuda, ya que entonces, como ahora, no había
mucho interés en los bonos denominados en la moneda nacional, los mercados en los que
eran menos líquidos y cuyo valor manipulaba con más facilidad el emisor. Cuando se
disponía de fondos, era natural colocarlos en cuentas de depósitos radicadas en Londres,
por lo general, en el mismo banco que había otorgado el préstamo.
Esas prácticas aumentaron aún más la liquidez del mercado londinense y,
probablemente, ése fuera el aspecto más importante por el cual los bancos centrales y
gobiernos extranjeros querían tener allí activos que devengaran interés. Como se trataba de
un mercado líquido y desarrollado, los tenedores extranjeros oficiales de libras esterlinas
podían incrementar o agotar su posición sin modificar los precios ni revelar datos
incómodos de sus balances. Podían usar la libra esterlina para intervenir en el mercado de
cambios y, así, evitar que sus tipos de cambio se alejaran de los puntos de importación y
exportación de oro. Aunque surgieron algunos inconvenientes, nunca fueron tan serios
como para poner en peligro la convertibilidad de la libra esterlina. Y si bien el Banco de
Inglaterra de vez en cuando echaba mano del recurso del oro y, así, modificaba el precio
efectivo del oro, jamás interfirió mucho en la libertad que tenían los no residentes de
exportar oro. Con suerte, muy pocos centros financieros podían afirmar que contaban con
todos esos atributos.
Se suele citar la importancia de la libra esterlina antes de 1914 como prueba de que no
puede existir más de una moneda internacional por vez en un determinado momento. En
aquel entonces fue la libra esterlina, hoy es el dólar y en el futuro será alguna otra. Citando
de nuevo a Persaud, “en todo momento, suele haber una única moneda predominante en el
mundo financiero: ni dos, ni tres, sólo una. Algunos creen que el euro tal vez no derrote al
dólar, [pero que] al menos reciba parte del botín de la hegemonía financiera. La historia
sugiere lo contrario. En los mercados de divisas, el botín pertenece sólo al vencedor, no se
comparte”.
La idea de que en el mercado sólo hay lugar para una única moneda de reserva se basa
en el concepto de externalidades de red y en el singular predominio del dólar en el último
cuarto del siglo XX. Según ese argumento, minimizar los costos significa efectuar
operaciones internacionales en la moneda que utilizan los demás para esa clase de
operaciones. Como en el caso de los sistemas operativos informáticos, hay fuertes
incentivos para ajustarse a la opción que predomine en el mercado. De ahí que se tienda a
emplear una única moneda en la gran mayoría de las operaciones internacionales. El titular
también tiende a contar con ventajas estructurales porque conserva su participación en el
mercado, ante la ausencia de una perturbación suficientemente grande que obligue a todos
los agentes a cambiar de patrón al mismo tiempo.
Tal vez ese argumento tenga cierto peso en la elección de la moneda de facturación de
las transacciones comerciales y denominación de los títulos de deuda extranjeros, pero su
validez es mucho menos obvia en lo que respecta a la moneda en que se denominan las
reservas. Quizá convenga tener reservas en el mercado de mayor liquidez, que suele ser
aquel en que todos tienen reservas, pero no hay razón alguna para suponer, en general, que
un solo mercado puede tener la liquidez adecuada. Además, la liquidez del mercado no es
lo único que importa. Tal vez valga la pena tolerar un poco menos de liquidez de mercado a
cambio de los beneficios que implica una diversificación mayor o como expresión de buena
fe hacia el banco de inversiones con el que uno pretenda suscribir sus préstamos. Y si no
existe una fuerte externalidad de red que nos aliente a tener reservas en la misma moneda
que otros bancos centrales, entonces no hay forma de impedir que los bancos centrales
modifiquen la composición monetaria de sus carteras de reservas en respuesta a la nueva
información sobre pérdidas y ganancias previstas.
Las pruebas históricas tampoco se condicen con la idea de que el botín pertenece sólo al
vencedor. A fines de 1913, los saldos en libras esterlinas representaban menos de la mitad
del total de tenencias oficiales de divisas cuya moneda de denominación se conoce,
mientras que los francos franceses representaban quizás un tercio y los marcos alemanes,
un sexto. Durante el cuarto de siglo anterior, la participación de la libra esterlina había ido
en descenso, no en aumento, sobre todo debido a la creciente participación del franco
francés. En Europa, sin ir más lejos, la libra esterlina era una remota tercera opción de
moneda de reserva oficial, después del franco y el marco.
La experiencia de entreguerras tampoco se condice con la noción de que una sola
moneda domina necesariamente el uso internacional. En las décadas de 1920 y 1930, hubo
tres monedas que, una vez más, compartieron la función de monedas de reserva, si bien
para ese entonces el dólar había suplantado al marco. El establecimiento del Sistema de la
Reserva Federal en 1914 aumentó la liquidez del mercado de Nueva York y lo volvió más
atractivo como centro financiero internacional. Antes de la Primera Guerra Mundial, el
dólar apenas se había utilizado en operaciones internacionales. No había un banco central
estadounidense que descontara las aceptaciones en dólares, comprara letras en dólares y se
asegurara por otros medios de que el mercado fuera líquido. Por supuesto que todo eso
cambió con la creación de la Reserva Federal.
La Primera Guerra Mundial tuvo un efecto fortalecedor. Alemania suspendió la
convertibilidad durante la primera semana de la guerra. Francia impuso un embargo sobre
el oro en 1915. Gran Bretaña restringió la exportación y la fundición de oro en 1917. En
cambio, los Estados Unidos preservaron la convertibilidad del oro incluso tras haberse
sumado a la guerra.
En la década de 1920, la participación de los EE.UU. en el comercio mundial y el
financiamiento externo era mucho mayor que antes de la Primera Guerra Mundial. A su
vez, eso hizo que se reforzara la función del dólar como unidad de cuenta y medio de pago
de las operaciones internacionales entre partes privadas. Alemania y Francia se sumieron en
un caos financiero en la primera mitad de la década de 1920. En la segunda mitad de la
década, el Banco de Inglaterra estuvo permanentemente “bajo el yugo”, según la famosa
frase de Montagu Norman. Y aun así, a pesar de todo, tanto el dólar como el franco fueron
moneda de reserva en las décadas de 1920 y 1930. Es probable que la libra esterlina todavía
fuera la primera opción, seguida del dólar y el franco.
Por ende, el saber popular que sostiene que sólo una moneda domina la tenencia de
reservas a nivel internacional data casi por completo de la segunda mitad del siglo XX,
cuando el dólar representaba hasta el 85% de las reservas mundiales en divisas. En parte, la
hegemonía del dólar en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial reflejó el
excepcional dominio del comercio y los pagos internacionales por parte de los Estados
Unidos en un momento en que Europa y Japón todavía no se habían recuperado por
completo y el crecimiento económico moderno no había llegado aún a lo que hoy
denominamos países en desarrollo. Además, reflejó el hecho de que los gobiernos de otros
centros potenciales de reservas se empeñaban en desalentar el uso internacional de sus
monedas. Alemania concibió la internacionalización del deutschemark como una amenaza
al control de la inflación. Japón consideró que la internacionalización del yen era
incompatible con el sistema de crédito dirigido. Más de una vez, Francia había sido testigo
de que, al permitir el ingreso de fondos privados extranjeros, permitiría a la vez su egreso si
los inversores llegaban a la conclusión de que las aspiraciones en materia de políticas
macroeconómicas gubernamentales eran incompatibles con su compromiso explícito para
con la estabilidad monetaria. Esas y otras consideraciones llevaron a los países cuyas
monedas eran potenciales adversarias del dólar a mantener controles de capital
significativos hasta bien entrado el período posterior a la Segunda Guerra Mundial y, en
algunos casos, hasta finales de la década de 1980. A su vez, esos controles limitaron la
liquidez de sus mercados de valores, lo que hizo que los activos financieros expresados en
las monedas locales fueran menos atractivos como modalidad de reserva. En consecuencia,
no fue sólo la magnitud inusualmente grande de los EE.UU. en la economía mundial ni la
liquidez admirable de los mercados financieros estadounidenses, sino el hecho de que otros
centros potenciales de reservas perpetuaran los controles lo que explica por qué el dólar fue
tan predominante como moneda de reserva durante tanto tiempo tras la Segunda Guerra
Mundial. Mientras que se flexibilizó o eliminó la mayoría de los controles hacia la década
de 1990, esa época se caracterizó por la depresión que atravesaba Japón y la transición
incierta de Europa al euro, por lo que fue un momento poco propicio para reasignar la
cartera principal. Además, el crecimiento acelerado de la economía estadounidense, en
especial durante la segunda mitad de la década de 1990, significó que el predominio del
dólar no preocupaba a muchos gestores de reservas. La cuestión ahora radica en saber si
existe la posibilidad de que eso cambie.
¿Qué implica todo esto para la función de moneda de reserva que desempeña el dólar?
Implica que el hecho de que el dólar conserve o no su función de moneda de reserva
depende, ante todo, de las políticas de los Estados Unidos. Una gestión económica
verdaderamente mala llevaría a sustituir el dólar por otras monedas de reserva. En este
caso, la gestión verdaderamente mala alude a políticas que perpetúen déficits de cuenta
corriente insosteniblemente altos, que lleven a la acumulación de grandes deudas externas y
culminen en un proceso de ajuste desorganizado que entrañe la depreciación del dólar y un
incremento repentino de la inflación de los EE.UU. o bien una caída repentina del valor
nominal de los títulos de deuda estadounidense como consecuencia de una suba en las tasas
de interés. Queda claro que la inestabilidad de la cotización del dólar y la erosión del poder
adquisitivo de los activos en dólares tornarían poco atractiva la tenencia de reservas en
dólares. Esa es una de las enseñanzas extraídas de la historia británica: una tasa de inflación
que casi triplicaba las tasas estadounidenses durante los tres primeros trimestres del siglo
XX y las reiteradas devaluaciones del dólar contribuyeron enormemente a que la libra
esterlina dejara de ser moneda de reserva.
En el caso más optimista de que se pudiera controlar gradualmente el déficit de cuenta
corriente de los EE.UU., el dólar no tendría por qué dejar de ser moneda de reserva, dada la
estabilidad de las políticas estadounidenses, la efervescencia de la economía de ese país y la
liquidez de los mercados financieros internos. No obstante, eso no significa que el dólar
seguirá siendo la moneda predominante, como hasta ahora. A medida que adquieran
liquidez los mercados financieros de otras partes del mundo, las monedas locales se
convertirán en las formas más convenientes de tener reservas. Durante más de cuatro
décadas después de la Segunda Guerra Mundial, otros países mantuvieron controles de
capital y regulaciones financieras estrictas que limitaron la liquidez de sus mercados,
tornaron sus monedas menos atractivas en tanto depósitos de reservas y perpetuaron la
predominancia del dólar. En la actualidad, con la liberalización y regularización
financieras, es inevitable que se diversifiquen las monedas. Pero no por eso está condenado
el dólar a dejar de ser moneda de reserva. En término analíticos e históricos, es casi
imposible sostener el argumento de las externalidades de red, según el cual la competencia
por convertirse en moneda de reserva es un juego en el que el ganador se lleva todo. En el
futuro, la innovación financiera seguirá reduciendo los costos de conversión de las
monedas, lo que debilita aún más el incentivo para tener reservas de la misma forma que
otros países con el mero propósito de minimizar los costos de las operaciones. Por
consiguiente, desde hace varias décadas, no existe motivo para que dos o más monedas de
reserva no puedan compartir el mercado, lo que no difiere de la situación previa a 1914.
Pero, ¿qué monedas? Sea que pensemos en 2020 o 2040, las candidatas evidentes son el
dólar y el euro. Europa y los EE.UU. tienen instituciones vigorosas, respeto por los
derechos de propiedad y políticas macroeconómicas sólidas en comparación con el resto del
mundo. Ambas tienen sistemas políticos estables. Es probable que sus economías tengan
más o menos las mismas dimensiones, que participen en proporciones similares en el
comercio exterior y las operaciones financieras, y que posean mercados de títulos valores
de liquidez equiparable. El advenimiento del euro ha tenido gran incidencia en el aumento
de la liquidez de los mercados de bonos europeos, lo que resulta esencial para fortalecer la
condición de moneda de reserva.
Es probable que las demás candidatas favoritas a convertirse en moneda de reserva no
sean rivales de importancia. Japón es un país más pequeño que tiene un problema
demográfico y se resiste a la inmigración. Al no haber un competidor importante en lo que
hace al crecimiento ni un cambio fundamental en las políticas de inmigración, su lugar en el
escenario mundial seguirá reduciéndose con el tiempo. China —la candidata al trono, la
favorita de todos— tendrá que superar obstáculos significativos antes de que su moneda
empiece a ser atractiva como moneda de reserva de divisas de otros países. Descubrir cómo
se pueden eliminar los controles de capital sin desestabilizar la economía es el menos
importante de los problemas de ese país. Los mercados financieros de China no son muy
líquidos ni transparentes; de hecho, pasarán varias décadas antes de que pueda erigirse la
mayor parte de la infraestructura institucional para que Shanghai se convierta en un
verdadero centro financiero internacional. La seguridad de los derechos de propiedad es
incierta y hacer que los inversores se sientan seguros requerirá, en última instancia, una
transición a la democracia, la instauración de un sistema creíble de frenos y contrapesos
políticos y la creación de una clase de acreedores con poder político. Si bien para muchos el
renminbi es la candidata favorita a convertirse en la nueva moneda de reserva de aquí a
cuatro o cinco décadas, esas esperanzas, a mi parecer, son sumamente prematuras.
Lo que quiero decir es que se debe hacer una lectura cuidadosa de la historia. De hecho,
muchas monedas pueden ser moneda de reserva, tal como ha sucedido en sobradas
ocasiones. Los cambios en las tecnologías financieras y las estructuras de mercado —que
debilitan los efectos de las redes— hacen que eso sea incluso más probable en el futuro que
en el pasado. Al mismo tiempo, las políticas erróneas pueden dejar a una moneda fuera de
competencia. El tiempo dirá si el dólar correrá esa suerte.
Descargar