Contra el materialismo, por Felipe Fernández

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EL MUNDO. VIERNES 5 DE OCTUBRE DE 2012
OTRAS VOCES
>TRIBUNA / FILOSOFÍA / FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO
El autor anima a buscar la verdad más allá de la superficie, la apariencia y lo puramente ‘científico’
Reivindica la imaginación como herramienta para intentar acercarse a la esencia de las cosas
Contra el materialismo
N
O ME HABLES del alma», me pide
un colega. «No aguanto esos
cuentos de hadas». «No me detengas con especulaciones», me propone un alumno. «La única realidad está
aquí, ahora. What You See Is What You Get».
«No creo en mundos paralelos, ni todo ese
rollo que enseñáis vosotros en la universidad»,
me asegura el carnicero que me mantiene provisto de uñas de cerdo y untadas de manteca,
«soy realista».
«No perdamos tiempo comentando metafísica», insiste un interlocutor filosófico. Soy materialista. Lo demás
«son cosas de niños».
Todos esos conocidos míos
coinciden en pensar que el materialismo es la filosofía de adultos,
y que las imaginaciones de nuestros antepasados eran infantiles,
como si la raza humana hubiese
ido ganando inteligencia o madurez, lo que no me parece cierto en
absoluto. Entre las ideas más antiguas vienen algunas de las mejores, más geniales, y más útiles, y
más inspiradoras que se han concebido. En el mundo de las ideas
ser primitiva no equivale a ser sencilla ni infantil.
Hoy en día solemos pensar que
el materialismo es moderno y
científico. Alabamos de inteligente a quien diga que la mente y el
cerebro son la misma cosa, que
los pensamientos son descargas
electroquímicas, que las emociones son efectos neuronales, y que
el amor, como solía decir Denis
Diderot, no es más que «una irritación mutua de dos intestinos».
En el materialismo no cabe ni
el espíritu ni nada de lo que se encuentra fuera del alcance de la observación. ¿Se trata de
veras de una idea moderna? Mi perro es materialista. Es fácil comprender que nuestros
antepasados poco evolucionados debían de
serlo también. Para ellos, todo lo que existía
era físicamente sensible. Sus pensamientos
no pasaban de ser impresiones en sus retinas.
Detectaban sus emociones como impulsos
corporales. Eran materialistas por falta de
imaginación, no por exceso de racionalidad.
El materialismo, a fin de cuentas, es la filosofía menos sofisticada, menos intelectual, de
todas. Mucho más que la metafísica, es genuinamente primitiva, genuinamente infantil: fácil de comprender por conformarse a lo obvio. El descubrimiento de lo invisible –lograr
apreciar que existe la posibilidad de encontrar otros mundos a través del ejercicio de la
imaginación– era una de las ideas más fecundas que hubiesen podido ocurrir a la mente
humana. No sabemos quién fue el genio entre los homínidos que vino a ser el primero en
proponérsela a sus contemporáneos. Pero si
volviera a aparecer tendríamos que concederle un Premio Nobel, cuanto menos. Ver lo que
no está exige potencia intelectual infinitamente más avanzada que percibir lo visible, que
no supone más que la observación más básica y menos crítica.
«La verdad se encuentra en las honduras»,
«Mi perro es
materialista. Es fácil
comprender que
nuestros antepasados
debían de serlo también»
dijo Demócrito de Abdera hacia fines del siglo
V a. de C. O sea, las cosas no son como aparentan. Las superficies engañan. Todas nuestras experiencias vitales apoyan la misma tesis. Penetramos máscara y maquillaje para conocer a una persona. Desintegramos el átomo
en busca de partículas que transcienden las leyes físicas. Desgarramos velos. Iluminamos simas y exploramos abismos. No faltan pruebas
de que los pensadores del Paleolítico –que
también eran buenos espeleólogos– se dieron
cuenta de la existencia de lo invisible: lo pintaban, grababan y esculpían.
Hasta el día de hoy, donde las
condiciones atmosféricas han
protegido sus pinturas, espíritus
zoomorfos saltan de las profundidades de sus cuevas. Las imprentas de sus manos, perfiladas en
ocre, se extienden, como si intentasen tocar el mundo eterno e
inalcanzable, hacia el interior de
las rocas.
Los antropólogos se tropiezan
a menudo con gente pegada a la
idea de que el mundo es ilusorio.
Para los maoríes tradicionales el
universo es un espejo que refleja
otro mundo más sustancioso pero menos sensible. Para los sacerdotes dakotas de los llanos
norteamericanos, antes de la llegada de misioneros cristianos el
cielo auténtico no se podía ver;
lo que se veía no era más que
una proyección azul. Al observar
la tierra, decían, sólo vemos su
tonwampi –una apariencia fingida, autorizada por los dioses–.
La idea de que los sentidos nos
decepcionan podía ser, entre las
ULISES
más primitivas, la que le lanzó por
una carrera distinta de las de otros animales.
De hecho, los sentidos se contradicen. Sus experiencias se acumulan de manera que nunca
podemos decir que hemos alcanzado el final
del proceso. Confundimos las formas, aun
viéndolas de cerca. Nos entregamos a espejismos. Existen venenos dulces y remedios ácidos. Hay buenos motivos para no fiarse de los
sentidos. El descubrimiento de lo invisible dio
lugar a que se inauguraran universos especulativos, dominios de pensamientos colonizados
luego por religiones y filosofías.
Los sueños, a lo mejor, le abrieron el paso.
Los tikopias de las Islas Salomón califican
sus sueños de «cópula espiritual». Drogas
psicotrópicas, supongo, iluminaban a menudo el sendero de los chamanes que viajaban
tras las huellas de las visiones fugaces. Pero
tal vez aún más eficaz en promover la bús-
queda era la viva imaginación. Si imaginamos, por ejemplo, el buen resultado de una
caza, la cena suculenta que ni hemos tragado puede fijarse en la memoria como un
acontecimiento realizado, tal como ver la
sombra de un objeto antes de tocar su sustancia. Así, un homínido hubiera podido lograr ser consciente de eventos puramente
mentales. Por eso el arte paleolítico mezcla
hechos imaginados con representaciones de
experiencias auténticas.
S
E DESVELÓ un mundo animista,
lleno de espíritus. Nosotros hablamos metafóricamente de la naturaleza muerta como si respirara vida.
Las ondas danzan. Las llamas saltan. Los
vientos gritan. Las hojas susurran. Los ríos
balbucean. Las piedras prestan testimonio.
Sorprendentemente, tales expresiones son
escasas en la literatura oral más antigua del
mundo. En lugar de metáforas, los vates tribales suelen explicar las acciones aparentemente animadas de entidades inconscientes
atribuyéndolas a espíritus vivos dentro de
los objetos. No se trata de una suposición
tosca o supersticiosa. Por lo contrario, estamos frente a una idea muy sutil: una inferencia racional, aunque inverificable, de la
moción de la onda, o la movida del fuego, o
el susurro del viento, o el crecimiento del árbol o la resistencia de la piedra.
Podemos apagar el fuego, o romper la onda, o quebrar la piedra, o arrancar el árbol, pero su alma sigue viva. De allí proviene la cautela ecológica de pueblos supuestamente primitivos: piden licencia a la víctima antes de
cortar un árbol o matar su presa. Tales, el sabio de Mileto que pronosticó el eclipse del año
585 a. de C., aseguraba que eran las almas de
los cuerpos celestiales quienes les aceleraban
sus atracciones y aversiones mutuas. El mundo, dijo, «está lleno de dioses». La ciencia ha
logrado expulsar a algunos de ellos, pero sus
fantasmas siguen inerradicables.
Desconfiar de los sentidos tiene sus problemas. Conduce a nutrir fe en las ilusiones, las
fantasías, las alucinaciones, la locura. Todo lo
cual engaña, pero también inspira. Abre posibilidades. Alimenta las artes. Hace accesibles ideas inalcanzables por la experiencia,
como la eternidad, la infinidad, y la inmortalidad. Habilita a los visionarios y favorece el
carisma contra la fuerza, y los talentos contra
los tiranos. Así que no me habléis, compañero, ni alumno, ni carnicero, ni colega filosófico, del materialismo. Es cosa de niños.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y
Letras de la Universidad de Notre Dame.
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