El camino de la espada, por Eleazar Herrera Martínez (Vitoria-Gasteiz, Álava) [Obra ganadora del concurso literario “La emperatriz de los Etéreos”, organizado por la web LauraGallego.com en 2007] Recuerdo cómo comenzó todo. Intentaba aferrar con impotencia su alma metálica, herida por los rayos del sol. Yo era pequeño, pero sabía que mi destino estaba infestado de batallas, envuelto en sangre. Así que ya me preparaba para ser un hombre, para blandir una katana y servir a mi señor. Crecía. Mis compañeros de la infancia eran la sombra de mis mejores recuerdos. Por aquella época, yo ya era adulto. Recibí mi primera katana y, en el brillo cristalino de su filo, encontré una nueva visión de las cosas. Bushido. Definitivamente, todo atisbo de niñez en mí había desaparecido. La nueva senda, la del samurái, me tendía sus manos, manchadas de honor, valor, nobleza, benevolencia, honestidad, lealtad y rectitud. Los siete valores fundamentales que me costó seguir al principio. Ahora convivo con ellos. Admito que he tenido suerte en la vida. El bushido es para mí la perfección, la belleza de contemplar cada día el amanecer. Me ha enseñado a apreciar la sutileza de las lluvias de pétalos rosados en primavera, lo cálido que puede llegar a ser el té entre las manos. Cuando yo desenvaino, el bushido sentencia. La gracia de mis movimientos pueden matar, pero jamás morir. Un samurái lo da todo, primero por su señor, después por sí mismo. La Lealtad fue el primer valor que me infundieron. Mi alma, mi espada. Mi cuerpo, mi fuerza. Mi espíritu, mi decisión. Yo no he visto tantas guerras como él. Ha visto morir a los más capaces guerreros en manos de asesinos y locos. Pese a que ellos mueren, se hace más fuerte, y sus enseñanzas llegan más lejos. Mas el viento no sacudirá, ni el mar podrá arrastrar, toda la sangre que habita en sus espadas. Cuando me miro en las aguas heladas y transparentes del río, veo el reflejo de un hombre curtido, completo, señorial y capacitado, pero soy un diminuto bonsai comparado con su habilidad. Tiene todas esas cosas con las que yo solamente puedo soñar, aunque hay algo que me hace más fuerte día a día. Mi familia. Adoro a mi mujer y a mi hijo. Ella jamás se ha quejado sobre nada, se ha limitado a hacer su trabajo en casa sin rechistar. Desde que compartimos lecho, nunca ha hecho nada que mereciese un castigo. Bella como una flor aterciopelada, tan frágil… Mi hijo, tal y como mi esposa y yo deseábamos, crece con los mismos valores que tú, en el pasado, me inculcaste. El pequeño samurái, dentro de unos años, desenvainará su propia espada, y hará honor a tu nombre. Los dos hacen de mí una persona mejor. Quiero protegerles cada día, verles sonreír. Daré por ellos mi vida, y les protegeré junto a él. Deseo que mi hijo crezca tan fuerte como su acero, convirtiéndose en un elegante portador del deber y de la sabiduría. Quizá yo no sea lo suficientemente sabio como para enorgullecerme de mí mismo, pero todas las cicatrices que poblan mi cuerpo cantan con la misma estridencia que un violín joven. Presiento que mi última batalla está cerca. No tengo miedo a la muerte. La segunda y, más importante, lección del samurái, es vivir la vida plenamente. El fin, es el fin. No hay forma de retrasarlo ni de evitarlo. Una vez muerto, mi espada permanecerá a mi lado eternamente. Mi conciencia morirá, pero sin remordimientos de ningún tipo. Me disolveré, etéreo como la bruma por el mar, pero sé que nada ha sido en vano. Las letras de esta carta se difuminarán con cada soplo de una nueva batalla. Sé que, sin embargo, sobrevivirán en los corazones de los demás al ser leídas. El Bushido existe, habita en las almas humanas. Por ello, le dedico estas pobres líneas antes de mi muerte. El samurái no se arrepiente. Sabe que las consecuencias son leves hilos atados a su conciencia, y toma el camino correcto para deshacerse de ellos. Como yo, lo único que un samurái lamentará, será morir como una hoja de otoño caída demasiado pronto…