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El Vulcan, buque-taller.
CAPITULO XXXII
EXAMEN CRITICO DE LOS DIVERSOS PLANES DE GUERRA RELATIVOS
A PUERTO RICO
PLAN PRIMITIVO.- PLAN DE WHITNEY.- PLAN DE DAVIS.
OCO después de comenzar la guerra hispanoamericana se
propusieron tres planes para realizar la invasión y campaña de
Puerto Rico.
El primero fue ideado por el general Miles, con la anuencia y
concurso del almirante Sampson, y mereció la aprobación del
secretario de la Guerra, Alger, y de todo el Gabinete del Presidente
Mac-Kinley. Después de zarpar de Guantánamo las fuerzas invasoras tal proyecto fue radicalmente modificado, obedeciendo a los
consejos y advertencias del ya capitán Whitney, quien, durante la última quincena del
mes de mayo de 1898, exploró la Isla, disfrazado, escapando después de su peligrosa
aventura, que pudo costarle la vida, de acuerdo con las prácticas internacionales sobre
tratamiento de espías.
Fue adoptado, por tanto, un segundo plan, que, en justicia, debiera llamarse plan
Whitney.
El tercero y último, ideado por el capitán Davis, comandante del crucero Dixie, no
fue tomado en consideración.
Primer plan.- Era el primitivo, que llamaré Miles-Sampson, y descansaba en una
formal invasión de la Isla por parajes cercanos a Fajardo. Además de las fuerzas que
acompañaran al generalísimo, otras, las capitaneadas por Brooke, Wilson y Schwan,
concurrirían al mismo punto; toda la operación sería apoyada por la escuadra, que
protegería, no sólo el desembarco, sino también la marcha del Ejército invasor sobre San
Juan.
Fajardo era una excelente base naval y terrestre, a cubierto de cualquier ataque
por la efectiva protección que podían prestarle desde la rada los cruceros de Sampson;
desde esta ciudad partían hacia San Juan dos caminos: uno afirmado, que conduce por
Luquillo, Río Grande y Carolina a Río Piedras, y otro que bordea las playas, paralelo al
anterior y bien dispuesto para ser utilizado por una columna flanqueadora del Cuerpo
principal.
Si los invasores, siempre al amparo del cañón de sus buques de guerra, llegaban
hasta Río Piedras (y esto tendría que ser después de algún combate favorable para
ellos), indudablemente establecerían aquí su campo, lanzando avanzadas hasta Martín
Peña y sus contornos, lo que haría de San Juan una plaza sitiada por tierra y bloqueada
por mar.
Indudablemente, las numerosas fuerzas que el general Macías había concentrado en lugares próximos a San Juan, presentarían batalla al enemigo en algún punto
escogido de antemano. Eran estas fuerzas de excelente calidad por su espíritu, valor y
disciplina; estaban al mando de oficiales prácticos e inteligentes y su armamento
consistía en fusiles Máuser, modelo español, de repetición. La batalla hubiese sido muy
reñida y tengo razones sobradas en que apoyar esta creencia mía. Si el Ejército invasor,
o cuando menos las vanguardias, eran batidas, siempre podrían retirarse al abrigo de su
base, Fajardo, sin mayores preocupaciones.
No tenían iguales ventajas las tropas españolas, en el caso de un combate adverso, después del cual érales imposible buscar refugio en San Juan, bombardeado día y
noche por la escuadra enemiga. No les quedaba otro amparo que acogerse a las
montañas, viéndose cortadas de su base, sin poder obtener repuestos de boca y guerra,
huérfanas de los principales servicios y sin el apoyo del país, que, de día en día, demostraba mayores aficiones hacia los norteamericanos.
En cualquiera de estos dos casos, nuevos refuerzos llegarían al general Miles, y,
tarde o temprano, por muerte de sus artilleros, inutilidad de las piezas, o por falta de
municiones, la captura de San Juan, y después la de toda la Isla, sería inevitable.
Este primer plan era lógico, bien concebido y planeado; el general Miles, además
del formidable auxilio de su escuadra, tendría todas sus fuerzas reunidas, recorriendo un
terreno llano, no pantanoso, y abundante en ganado y vegetales, donde no existen
desfiladeros ni otras posiciones desde las cuales pudiera cerrársele el paso con ventaja.
Todo plan de invasión, por regla general, tiene por objetivo la capitalidad del país
invadido. En 1797, al invadir la isla de Puerto Rico el ejército inglés avanzó sobre San
Juan desde el primer momento, tomando tierra por las playas de Cangrejos, bajo el fuego
protector de sus navíos de guerra, y aunque tal ataque se estrelló contra el valor y
diligencia de los defensores, justo es declarar que fue bien pensado y conducido.
Realmente, el general Miles no tuvo necesidad de ir tan lejos en busca de un puerto de
desembarco; mucho más cerca, en la costa del Dorado, pudo realizar aquella operación
con toda comodidad, avanzando después sobre San Juan y tomando tales posiciones al
lado Sur de la bahía, que le permitirían cooperar a la acci0n de la escuadra.
Segundo plan.- El Generalísimo adoptó el plan que llevara a cabo, bajo su
exclusiva responsabilidad, y haciendo uso de los poderes discrecionales de que estaba
investido. Como el puerto de Guánica, punto ideal para una invasión, había sido
reconocido y sondeado por el inteligente capitán Whitney, en él tomaron tierra las
fuerzas expedicionarias, siguiendo a su captura la de Ponce, base elegida para la
marcha sobre San Juan, siguiendo la gran carretera que atraviesa de Sur a Norte toda la
Isla. Tal cambio produjo gran estupor y fundada alarma en Wáshington, y hasta la
Prensa levantó voces de protesta. R. A. Alger, el cual era secretario de la guerra, en su
libro The Spanish-American War, página 30, estampa las siguientes reflexiones:
Como el General Miles había insistido, sabiamente, en que su expedición fuese
protegida por un fuerte convoy de guerra, bajo la creencia de que era necesario impedir
que los cañoneros españoles, saliendo del puerto de San Juan, atacasen a los
transportes durante el viaje, la noticia de que él, de improviso, había cambiado el punto
de su destino, causó mucha ansiedad, toda vez que dos expediciones, formando parte
del mismo ejército invasor de Puerto Rico, estaban en el mar, en camino para Fajardo y
sin protección de ninguna clase.
El Mayor General, James Wilson, había salido de Charleston con su expedición,
3.571 oficiales y soldados, el 20 de julio; y el Brigadier, General Schwan, había partido
de Tampa el 24, con 2.896 hombres, entre oficiales y tropa. Surgió, entonces, el temor
de que estos transportes, sin protección, fuesen atacados por los buques de guerra
españoles, mientras iban en camino abarrotados de tropas.....
Por dos días, con sus noches, las fuerzas de invasión desembarcadas sólo
alcanzaron a 3.300 combatientes, mientras las defensoras sumaban 18.000, y de ellas
8.000 soldados regulares, de primera clase, valientes, sobrios y disciplinados.
Tomado Ponce, las fuerzas enemigas se fraccionaron en cuatro débiles columnas,
al mando de los generales Wilson, Brooke, Schwan y Henry, siguiendo rutas
independientes, sin posible enlace entre ellas, por parajes intransitables, en pleno horror
del verano y bajo lluvias frecuentes, que convertían caminos y campamentos en
verdaderos lodazales.
Cada una de estas columnas pudo ser batida por fuerzas españolas muy
superiores, cuando menos dobles en número. El que no se hiciese, no prueba nada
dentro de una sana crítica militar; pudo y debió hacerse.
No son admisibles las razones en que algunos escritores han fundado la defensa
del plan que se estudia, alegando que con él se economizó el Ejército americano muchas
bajas de sangre. Y las causadas por el calor, las lluvias y enfermedades, ¿a cuánto
ascendieron?
No existe un solo precepto de táctica o estrategia que ampare y preconice aquella
operación de guerra, y solamente podemos admitirla, suponiendo que el Generalísimo
estaba instruido, desde Wáshington, de que la paz estaba cercana, y de que en virtud de
un Protocolo, ya en preparación, sus fuerzas capturarían toda la Isla, como resultado de
un éxito diplomático, al cual, indudablemente, contribuyó él con el apoyo moral que
aportara su peligrosa maniobra.
Plan de Davis.- Este marino ideó un plan, verdaderamente diabólico, y claramente
expuesto en el informe que sigue:
«Yo mantengo firmemente la opinión de que la plaza de San Juan de Puerto Rico puede
ser capturada por la escuadra a sus órdenes, y por un golpe de mano, sin necesidad de que el
Ejército preste su ayuda; y una vez realizada aquella captura, seguiría la completa conquista
de toda la Isla.
Mi plan es como sigue: Enviar a la plaza, con la antelación necesaria, y bajo bandera
de parlamento, noticia oficial del bombardeo. Los monitores ocuparían el extremo Oeste de la
línea, empezando combate con las baterías de este mismo lado del Morro. Los acorazados y
cruceros continuarían la línea de combate, desde el punto ocupado por los monitores hacia el
Este y hasta la punta del Escambrón; bombardeando, no solamente las defensas de la plaza,
sino también la ciudad misma y los suburbios, dominando con sus cañones, además, el
camino, que es la única salida de la población.
Dos o tres buques de poco calado, montando cañones de cinco pulgadas, se
estacionarían cerca del Boquerón, barriendo todo el terreno del frente, destruyendo el puente
de San Antonio y sus aproches, y batiendo de esta manera el canal del mismo nombre y la Isla
Grande.
Una fuerza de desembarco, exclusivamente de marinos, escoltada por cañoneros,
tomaría tierra una milla al Oeste de Palo Seco y ocupando la costa al mismo lado del puerto,
tendría desde allí a la ciudad al alcance de cañones de campaña que podrían emplearse, y
también sería posible el uso de fusiles y cañones automáticos. Estos marinos formarían una
reserva para ocupar la plaza en caso de que ésta se rindiese por el fuego de la escuadra; este
fuego, que sería de gran volumen, no me cabe duda obligaría a tal rendición en poco tiempo;
y una vez capturada la ciudad y bajo la amenaza de reducir a cenizas defensas y caseríos,
indudablemente capitularía toda la Isla.»
El anterior proyecto, que formaba parte de un informe oficial dirigido por el
comandante del crucero Dixie al almirante Sampson, es realmente merecedor de cuidadoso estudio. Demuestra su autor tales conocimientos de la plaza de San Juan, de sus
defensas, de sus puntos débiles y de sus flanqueos, que parece conviviera algún, tiempo
entre nosotros.
Era un excelente plan; rápido, ejecutivo y de éxito indudable. No vale tildarlo de
cruel, porque la guerra, aun en sus períodos de mayores suavidades, es la sublimación
de toda crueldad.
¿Qué razones pudieron influir en el general Miles para no tomar en cuenta las
sugestiones del capitán Davis?
Tal vez una sola, pero en extremo poderosa. El comandante general del Ejército
americano proclamó y llevó a cabo una guerra culta, nada intensa, y durante la cual
evitó, en lo posible, toda innecesaria efusión de sangre, obedeciendo a su criterio firme
de que no hubo justa causa para que los Estados Unidos declarasen la guerra a España.
Lo que sigue está copiado literalmente de la página 268 del libro Serving the
Republic, escrito por dicho generalísimo Nelson A. Miles ( 1 ):
1.- De esta obra conserva el autor un ejemplar que, con cariñosa dedicatoria, le entregó el anciano
generalísimo.- N. del A.
Respecto a la necesidad de la guerra con España hoy se cree que, por medio de
un arbitraje, pudo haberse solucionado aquella controversia internacional. Sabemos por
el testimonio de nuestro propio ministro en Madrid, general Steward L. Woodford, que el
ministro de Estado y la Reina Regente de España procedieron con entera lealtad y de
buena fe al prometer a Cuba tal clase de Autonomía que, seguramente, hubiese afirmado
la paz y el orden en dicha Isla. Yo tuve una buena oportunidad para conocer las
intenciones de muchos hombres prominentes de nuestro país, y, sobre todos, la del
presidente Mac-Kinley y la de los secretarios de su Gabinete, y puedo afirmar que
solamente uno de estos últimos estaba en favor de la guerra.
Me consta que el secretario de Estado, John Sherman, uno de los pocos
estadistas eminentes en nuestro país, era decididamente opuesto al conflicto, y lo
consideraba en absoluto innecesario; además, oí cierta conversación entre un miembro
del Gabinete y un subsecretario, conversación que fue como sigue:
El subsecretario:- ¿Qué está haciendo usted para llevarnos a una guerra con
España?
El miembro del Gabinete replicó:
- Estoy, prácticamente, solo en la administración; pero haré cuanto pueda para que
esto se realice.
-¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! - fue la respuesta.
Tal era el sentir de muchas otras personas que estaban bien enteradas de los
sucesos; pero la campaña de algunos periódicos, y también el clamor de una parte de
nuestro pueblo crecieron tanto, que su criterio prevaleció.
El envío del acorazado Maine a un puerto español fue entonces una resolución
muy desgraciada. Su destrucción en el puerto de la Habana precipitó la guerra. Nunca
he creído que aquel desastre fuese obra del Gobierno español, ni tampoco de sus oficiales ni agentes. Ciertamente ellos no tenían motivo para realizar tal crimen, sí sobradas
razones para evitarlo.
Terribles explosiones han ocurrido desde aquella fecha en The Naval Proving,
Grounds, Indian Head, Maryland; en The Dupont Power Works, y en Mare Island Power
Arsenal, California, y también en otros sitios. Yo creo que el desastre provino de causa
interna, más bien que de una externa.
Yo consideré siempre como el más alto honor, obtener el mando de un ejército,
para llevar a cabo la invasión de un país extranjero, cuando existiese una causa justa;
ahora, el sentimiento del deber, no sólo para mi país, sino también para los valientes
soldados que formaban el ejército, me decidieron a sacrificar toda consideración
personal.
Plan de defensa.- A poco tiempo de proclamarse el estado de guerra, el servicio
secreto que el Gobierno español mantenía y pagaba en Wáshington, Montreal (Canadá)
y otros lugares, pudo, a través de ciertas indiscreciones, traslucir en su casi totalidad el
plan de invasión a Puerto Rico, y así se lo comunicó al general Macías.
Se supo exactamente el total de las fuerzas invasoras, sus caudillos, los puertos
de embarque y hasta el nombre de los transportes empleados. El Estado Mayor obtuvo
la certeza de que Fajardo y las ensenadas inmediatas eran los puntos seleccionados
para tomar tierra los invasores, y de esa creencia se originó el grave error de
reconcentrar cerca de San Juan la mayor parte de las fuerzas veteranas, incluso la
artillería de campaña, dejando todo el litoral desguarnecido.
El teniente coronel Francisco Larrea, segundo jefe del Estado Mayor, del general
Macías en su libro ya citado, dice lo siguiente:
Si como generalmente se creía, y como parece pensaba el Gobierno de
Wáshington, era atacada desde luego la capital por mar y tierra, desembarcando en sus
cercanías el grueso de la expedición, resultaba obligado el concentrar en aquélla la
resistencia; mientras que si el desembarco se hacía en puntos lejanos, no cabía duda de
la conveniencia de defender el terreno intermedio con el grueso de las fuerzas; esto
último correspondía al proyecto de ataque del general en jefe americano Miles, proyecto
que, al fin, prevaleció, y permitía al enemigo realizar aquella operación en las aguas más
tranquilas del litoral del Sur, donde se le ofrecieron buenos puertos, desguarnecidos, en
los que su escuadra pudiera mantenerse como base de las operaciones terrestres, sin
temor al núcleo de nuestras fuerzas.
Indudablemente el ataque por Guánica trastornó, totalmente, el único plan de
defensa que habían adoptado el general Macías y su jefe de Estado Mayor, coronel
Camó. Durante muchos días se siguió en espera del anunciado desembarco por Fajardo,
creyendo que la operación realizada por el general Miles era una simple diversión para
llevar hacia la costa Sur las fuerzas defensoras de la Isla, evitando un serio combate
cuando efectuase su verdadero ataque por Oriente. De estas vacilaciones se originó el
desconcierto que, desde aquí en adelante, imperó en las disposiciones del Alto Mando.
Las compañías iban y venían sin plan ni concierto; y a veces, fuerzas que
guarnecían las posiciones de Guamaní, fueron enviadas al Asomante en jornadas y por
caminos que agotaban al soldado, y al mismo tiempo, otras de igual calidad y número,
recibieron órdenes de abandonar las últimas posiciones con destino a las primeras. Más
tarde renació la calma, hubo mejor sentido de la realidad y todo estaba preparado para
librar reñidos combates, cuando los rumores y seguridades de que estaba a punto de
firmarse el Armisticio puso fin a las actividades del ejército defensor.
En cuanto a San Juan, puedo y deseo hacer afirmaciones concretas, absolutas.
La plaza jamás se hubiese rendido mientras quedase en ella un solo cañón
emplazado y un último artillero para dispararlo. Tal era la firme y única resolución de su
gobernador, general Ricardo Ortega, resolución de que me hizo partícipe en diversas
ocasiones. Juntos vivimos durante cuatro meses y medio en el castillo de San Cristóbal,
y estoy en condiciones de llevar a esta Crónica los pensamientos de aquel valeroso
soldado, quien se manifestó dispuesto y resuelto a no aceptar, en ningún tiempo y de
ninguna autoridad, otra orden que no fuese encaminada a sostener y proseguir una lucha
sin cuartel. Las piezas modernas y la gran cantidad de municiones que la imprevisión
del crucero auxiliar Yosemite permitió desembarcar del Antonio López, reforzaron de un
modo extraordinario las defensas por el frente de tierra de la plaza de San Juan.
El capitán Davis afirmaba en su plan que para tomarla bastaban las fuerzas de
Marina y los buques de guerra, y yo me permito escribir en estas páginas que, para
defender la plaza de San Juan de Puerto Rico, durante aquellos días de la guerra,
siempre nos creímos suficientes los artilleros del 12º batallón de artillería; nunca se nos
ocurrió contar los acorazados y cruceros de Sampson ni medir el alcance y calibre de
sus cañones. No digo, porque no es posible decirlo, que San Juan no se hubiese
rendido; seguramente, sí. Pero al entrar en su recinto, Davis y sus compañeros, sólo
hubiesen pisado cadáveres y ruinas.
Porque, como decía el general Ortega a cada momento, recordando cierto artículo
de las Ordenes Generales para oficiales del ejército español..... «El oficial que tuviere
orden absoluta de defender su puesto a toda costa, lo hará.»
Y al parecer, tal orden se la había comunicado a sí propio el gobernador de San
Juan, general Ricardo Ortega.
Obús de bronce, calibre 16,8 centímetros. En la faja alta, que separa el segundo y tercer cuerpo, lleva este
nombre: EL ESPARCIDOR. Esta pieza pertenece a los principios del siglo XVIII. Estuvo emplazada en
Puerto Rico. Número 2.948 del Catálogo, Museo de Artillería.
Cañón de bronce, calibre 13,3 centímetros, de los llamados de 16. Sobre la faja
alta de la culata se lee: PETRUS RIVOT FECIT-BARCNE, 1720. Lleva doble
escudo español y de Farnesio, con la leyenda: PHILIP V HISPANI REX ELISABETHA FARNESIA HISP. REGINA. Su divisa es: VIOLATI FULMINA
REGIS. Procede de Puerto Rico. Museo de Artillería, núm. 2.732 del Catálogo.
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