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EL DOPAJE Y LA HIPOCRESÍA
Javier García Aranda - 1998
Aquí casi todo el mundo va a tope. Y para ir a tope se las arregla como
puede. Hay quien se forra a cafés; abundan los que atufan con el humo de
sus cigarros; y, por supuesto, los hay que necesitan algo más fuerte. ¿Se
imaginan el resultado de un control antidopaje a la entrada de un consejo
de administración plagado de ejecutivos agresivos? ¿o a la salida de un
acontecimiento social plagado de profesionales del glamour? ¿intuyen el
arsenal farmacológico de algunos políticos en el máximo fragor de una
campaña electoral? ¿nunca se han encontrado en su vida con una
respetabilísima señora que para ponerse en marcha se toma unos
optalidones? Aquí casi todo el mundo va a tope. Y si doparse es emplear
sustancias para conseguir, en un momento concreto, un mayor
rendimiento físico, aquí se dopa mucha gente. Y nadie está dispuesto a
que se ande fisgando por su vida y sus costumbres, y mucho menos a que
se ponga en duda su honorabilidad.
Para los deportistas de élite, los grandes ídolos, los superhombres, las
reglas del juego son diferentes. Para ellos, como en los mejores linajes
aristocráticos, la pureza de sangre -y de orina- es obligada. Y si no cumplen
con el requisito serán tachados de tramposos, de falsos, de degenerados y
hasta de delincuentes. Y deberán demostrar continuamente que son
inocentes, porque en su caso la inocencia no se presupone. Y pueden ser
juzgados y condenados por los poderes fácticos de la sociedad. Por esos
mismos poderes que permiten que organizadores, patrocinadores,
representantes, entrenadores, preparadores o simples aficionados
demanden rendimientos deportivos contra natura. Si hipocresía es fingir
cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen
o experimentan, esta sociedad es particularmente hipócrita con los
deportistas de élite.
¿Se imaginan que el positivo en unos inimaginables controles antidopaje
impidieran a muchos honorables ciudadanos seguir ejerciendo su
actividad cotidiana o profesional durante un cierto tiempo? Con los
deportistas de élite está permitido ésto y más. No importa que se sepa
que el actual gran montaje del deporte espectáculo obliga a muchos
deportistas profesionales a caminar continuamente sobre la cuerda floja
de tener que rendir siempre al máximo nivel. Y para rendir al máximo nivel
o para recuperarse rápidamente de una enfermedad y seguir compitiendo
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o para, incluso, competir lesionado, la batería de sustancias a introducir
en el cuerpo es tan extensa como peligrosa para la salud.
No pueden exigirse récords y proezas deportivas que exigen un desgaste
físico inhumano; no pueden programarse pruebas y competiciones que
casi ningún organismo resiste en condiciones normales; no puede pedirse
que los ídolos nunca fracasen. No puede pedirse todo esto y, además, pretender que los destinatarios de estas demandas sean el ejemplo de todas
las virtudes, el espejo en el que se miren nuestros jóvenes. Lo contrario es
apostar por la hipocresía.
E hipocresía es pretender ignorar que hace tiempo que alrededor de
ciertas prácticas deportivas se cierne el gran nubarrón del dopaje. Es
demasiado viejo y conocido el juego del gato -los controles antidopaje- y
el ratón -la forma de sortearlos- al que se juega en ciertos deportes para
que ahora nos rasguemos las vestiduras porque unos ciclistas (o tenistas,
o atletas, o baloncestistas, o levantadores de piedra, o...) tomen lo que no
deben.
No hay que escandalizarse. En todo caso, hay que seguir insistiendo en
que la salud de los deportistas debe estar sobre todas las cosas. Y también
en que el juego limpio es imprescindible en la sociedad, no sólo en el
deporte. Y para ello habrá que seguir investigando para detectar las
nuevas sustancias dopantes, desgraciadamente, de forma paralela a los
que las descubren. Y habrá que seguir normando, realizando controles y
penalizando a los que se pasen de la raya. Ni más ni menos. Hay unas
reglas del juego marcadas por las normativas civiles o deportivas que
tienen que cumplirse. Y al que no las cumpla se le sanciona y punto. No
convirtamos a los deportistas profesionales en el chivo expiatorio de las
deficiencias éticas de nuestra sociedad.
Que nadie entienda mal. No debería existir un deporte, ni de élite ni de
ningún otro nivel, que empujara a los deportistas a prácticas tan
aberrantes como el dopaje. Como no debería haber realidades sociales
que empujaran a otros ciudadanos honorables a ingerir sustancias para
seguir funcionando. La cuestión es si verdaderamente se es honorable o se
practica, con más o menos sutileza, el refinado vicio de la hipocresía.
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