Era verdad lo del tren

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Capítulo 5º
...Era verdad lo del tren
“...Sabino Recuenco Matilla... Hijo de: Roque y María del Regazo...” Escribía el
secretario del pueblo en la carilla de la página izquierda, folio noventa y dos del libro
sexto de Nacimientos.
—Buen pastorcejo te ha nacido ¿Eh, Roque...?
“... Elicio Gorrita Pozanco... Hijo de Isidro y Domitila...” Dejaba impreso el
mismo escribano en la carilla de la página derecha, o sea, en el folio noventa y tres del
libro sexto de Nacimientos del mismo Municipio.
—Isidro, ¿a éste: lo dedicarás al comercio, o lo darás a la agricultura?
—Aún no está decidido.
Estos datos recogidos a propósito nos demuestran la proximidad amistosa a que
fueron obligadamente sometidos. Aún siendo inscritos en distintas páginas, uno en la par
y otro en la impar o, por decir, en la derecha y en la izquierda... solamente cuando abrían
los libros, cosa que ocurrió escasas veces en toda su vida, respiraban por separado, porque
cuando los cerraban quedaban planchados entre ellos.
Ambos eran aborígenes del mismo pueblo pero no del mismo corral, a pesar de
que sus casas ayuntaran tabiques y muros y los tejados se inclinaran en conjunción.
En estas viviendas y junto a sus padres encontraban la vida como allanada y no es
que no tomaran decisiones y compromisos, era que al volver a ella se encontraban sin
preocupación. Sus padres aparecían junto a ellos como el morral o las alforjas, adonde se
echaba mano para cualquier asunto. Se les presentaban como el hato para el segador: Un
buen sitio para refrescar la sed, aliviar el cansancio y saciar el hambre.
A sus diez años cada uno aparentaba lo suyo. Sabino como un corderejo destinado
para el recrío, que ante él se presentaban otros entre las ovejas de su hatajo... Elicín como
longaniza esperneta, pierna larga y pantalón corto y, en previsión de comercios, algo
sofocado con los estudios.
Pero su madre, la tía Domitila que se arrobaba en los desmanes de su hijo:
—Mi Elicín andará de repulido sabedor por la vida, tal que como buen
comerciante.
Por obligaciones y circunstancias, en casa de Sabino albergaban una borriquilla y
el perro al que llamaban Mimbre, de puro zigzagueo en sus movimientos, así
interpretaron todos el nombre, porque la causa verdadera quedó sin darse a la luz y, diría
que, olvidada en los recónditos trojes de la mente del Abarca.
En casa de Elicín, por necesidades perentorias, hacían trabajar a un par de mulas
que ora araban la tierra, ora arrastraban una tartana de mercancías, porque en las
dependencias bajas tabique en medio con las cuadras, explotaban una tienda de
comestibles, ultramarinos, droguería y ferretería amén de cantina expendedora de “vinos
y anises al por menor.” Tanta era la variedad, que hasta les facilitaba extender la familia
por las afueras de su geografía.
De aquí les nació a Elicín y a Sabino la inquietud. Cada vez que desde la ciudad
del Pilar y del Ebro, llegaba el primo, de Elicín claro, les contaba y recontaba su viaje.
—Sabréis vosotros de vehículos —y torcía la cabeza como quien mira de reojo—. En
el tren cabemos todos, los de aquí, los de allí y los de más allá. Qué os diría yo, tan largo
como de aquí a Zaragoza... que, al salir de la ciudad, montas al final, agarrándote al
pasamanos y caminas pasando coche a coche, vagón a vagón, y cuando llegas al primero,
¡el de la locomotora y el carbón! ¡Zas! Ya has llegado. Estás en Ariza... Una vez, los conté
uno a uno según llegaban al Portillo, cincuenta vagones lo menos, a lo mejor me
equivoco y eran más, pero por no aumentar. ¡Cincuenta diré! fijaos, cincuenta nada
menos... y luego las locomotoras, eso sí, en un mercancías, allí transportan hasta toros
bravos o como si fueran tales... Pero, no os he contado lo de las máquinas. ¡Máquinas
locomotoras de vapor! ¡Uuuuhh! ¡Uuuuuh! —al primo de Elicín se le enredaban los brazos
y se le envolvían los conceptos en la emoción de su saber y experiencia—. ¡Negras! ¡Todas
de hierro! ¡Las locomotoras! ¡Ujuuuuuuh! ¡Uuujuuuuuu! —tiraba con la mano del aire,
asiendo sus mismos gritos como si los arrastrara de arriba abajo— ¡Con las tripas
encendidas de carbones! Y unas ruedacas enganchadas entre sí con barras como brazos
acodados y sudorosos de vapores en vaivenes para coger mayor fuerza al unísono. ¡Oye!
como la Iglesia con la torre y chufff... chufff... con un farolaco en la frente por las
noches...
—Como el Holofernes ese —apuntó Sabino...
—Pareces tonto —el primo parecía saberlo todo—, ése es de la Biblia...
— ¡El Polifemo! —aclaró Elicín—, que nosotros también sabemos...
Ante aquellas explicaciones exageradamente teatralizadas por el primo, se les
atragantó el resuello, tanto, que casi respiraban carbonilla. Y todos los días con la
imaginación en el gigante arrastrándose con el ojo encendido y los brazos extendidos
llegando de ciudad en ciudad.
Y entre ellos, en un mar de dudas:
—Que ¡a verlo! que a lo mejor son imaginaciones suyas...
—Pues, que cuando quieras...
Anduvieron una temporada con que si es, que si no es... Tanto, que más parecían
saltimbanquis en sus pensares que alumnos de escuela. Y, no había lección de maestro sin
convoyes, ni ruido en lectura sin eco de ritmo; hasta el gorjeo de cardelina les resonaba al
chuff, chuff, rebrincante de sus intenciones.
— ¡Hay que verlo!
Un sábado de junio, con todo pensado, decidido y organizado.
—Mañana cogemos la burra como para llevarla a apacentar...
—La merienda corre de mi cuenta —Elicín, se comprometía como cantinero...
Sin más previsiones, el día señalado, en hora no comprometedora, aparejaron la
burra y escondieron en la alforja el zurrón con la merienda.
— ¡Que nos vamos a apacentar la burra...! —dijeron.
Con su idea e intención, Sabino y Elicín salieron del pueblo y tomaron el camino
del monte para disimular y aventajar.
El trazado de la carretera se perdía en curvas y vericuetos, pero decidieron por el
camino aunque también multiplicaba en vueltas y revueltas por lo escarpado de los
montes y la gran extensión de maleza, boscosa en sabinas y chaparras, pero ellos lo
conocían porque así lo tenían experimentado de otras veces...
—Se ataja por el Escalerón. Hasta el río Mesa... la mitad de tiempo que por la
carretera...
La burra dificultó el camino cuanto pudo. A cada senda quería desviarse o
volverse, entrar a cada paridera que se dejaba ver, incluso a cada cerrada se acercaba como
mohína, cual si fuera propietaria de cada cosa... ¡De tan antigua y vieja, y es que era burra
pastora...!
Con su andar denso, como lento y sabedor, caminaba restregándose contra las
sabinas y enebros, chaparras y zarzales y contra cuanto a la vera del camino alzara los
palmos suficientes...
— ¡Arre! ¡Que más que burra pareces pollina de grandes remilgos! —rezongaba
Sabino, mandándole con el ramal y pateándole con los talones para que tomara el centro
del camino. Y decía a Elicín, previniéndole y dándole ánimos—. Cuídate las pantorrillas
de los arañazos que pronto aprenderá y caerá en la cuenta: ¡Nosotros podemos más que
ella!
—Se arrimará para rascarse de las moscas y tábanos...
— ¡Quia, Elicín, que no! Que quiere descabalgarnos, tirarnos al suelo como vieja
zorra que es, pero se le pasará; que a mí ya me conoce, pero si te asusta a ti, pues eso, uno
menos a transportar, así que aguanta ¡eh! aguanta...
En cuanto se compenetraron y quedó bien sentado quienes dominaban, cedió la
burra y transitaron sin dificultad.
Dejaron muy atrás el pueblo y sus mojones. Vadearon el río Mesa a la altura de
Villel y abandonaron los atajos.
El sol caía como si les achaparrara contra la carretera recién iniciada. Con el
refresco de los pies húmedos, porque no desperdiciaron ocasión para un buen remojo,
comenzaron a sentir el aturdimiento del hambre.
Echaron mano a las alforjas, sacaron el zurrón y, en un toma y trae, sin cuenta ni
medida dieron fin a la merienda.
Aletargados del calor, con el estómago cumplido, abandonaron la burra a su
caminar en el acompañamiento del Mimbre, dóciles ya entrambos animales, que el uno
aceptó la imposición de Sabino, y el otro olvidó sus correrías y acomodó su paso al
sombrajo de la burra.
De este dormir despiertos, asomagados al decir, les desperezó el caminar acelerado
del animal convertido en un trotecillo saltarín.
— ¿Será que llegamos ya? —se les antojó a los dos muchachos. Y, aunque desde
lejos avizoraron la proximidad de otro pueblo, con el trote del caminar ansioso se les
despertó en su espíritu trotamundos una congoja.
— ¿Nos habremos perdido...?
— ¡Qué va! Por aquí vine con mi abuelo a cobrar los réditos de unos empréstitos
por unas ovejas.
Al momento, la rucia se desvió de la cartera haciendo caso omiso al tirón
continuado de Sabino. Tensaba éste con fuerza el ramal pero el animal retorcía el morro
agachando la cabeza en retorcijón de pescuezo y andando de costado. Se desvió de la
carretera para tropezar con unas charcas y una fuentecilla.
—Era el agua, anda que no sabe —se restregaban el sofocón de sentirse vencidos,
pero satisfechos...
Bebieron los tres, no, los cuatro, que el Mimbre lameteó del agua. No podía hacer
poceta con las manos ni acostumbraba meter el morro para absorber.
Sabino arrancó unas hierbas y Elicín unas mielgas crecidas al frescor de la
humedad. Las metieron al cogujón de las alforjas, y ¡adelante!
Quedó atrás este pueblo, Sisamón llamado, según letrero de tablilla a la derecha
de la carretera y animaron la marcha hasta el siguiente. Allí, la burra se hizo la remolona
como queriendo adentrarse.
—Éste es Cabolafuente. El de los réditos. Dejaré a la burra que nos guíe a la casa.
No tardaron en avistarla. A la puerta, unos abuelos sentados en el poyo con una
mano reposando sobre la otra que asía la curvatura de la garrota, los miraban llegar con la
indolencia de “Si vendrán aquí, o pasarán de largo...” Pero allí, y ante ellos, detuvo sus patas la burrica.
Sabino echó pie a tierra reconociendo al amigo de su abuelo.
—Buenas tardes, tío Juan. Soy el nieto del tío Sabino. Pasábamos por aquí y me he
dicho: entro y le doy saludos en nombre de mi abuelo...
—Son de Labros —explicó a sus contertulios. Y dirigiéndose a los recién llegados—.
¡Pasad!
Entraron en la vivienda. El ama de casa les ofreció agua y merienda.
Muy bien les vino. Porque sin despreciar la tarde, ya que el viaje en su
pensamiento apenas duraría un estornudo o un relincho de la burra, en realidad, habían
comido... avanzaba la tarde... y aún les faltaba el último tramo... Esto a ellos no les había
entrado en la intención. Estaban ausentes del tiempo ¡pero no del hambre!
Mirábales la dueña, con el arrobo de quien admira un atrevimiento a la vez que lo
padece y sufre: “Para ver el tren... desde tan lejos... y sin saberlo sus padres...”
—Pero, y ¿no os da miedo...? Tan solicos —el asombro ante tal osadía no la dejaba
salir de la otra realidad—. ¡Ay, amantes! Comed... que el que come escapa. Hala y este
bocadillo para la vuelta...
—En buen momento habéis caído por aquí —el tío Juan, que no hizo remilgos ni
admiraciones a la audacia de los chavales, andaba con sus preocupaciones—. Hemos
vendido los corderos... Mira, que le llevarás el dinero a tu abuelo...
—Sí... bueno... gracias... no se preocupe por nosotros... —Sabino, masticando
alimento y palabras, aclaraba unos y otros comentarios, porque Elicín se hacía el ajeno,
como desconocido hambriento, aunque participaba en el mismo pensar de sí mismos y
para sí mismos: “Esta merienda bien merece venir y volver, casi más que los réditos y el
tren...”
Buscó el tío Juan y sacó una bolsa atada con mil y una vueltas de cordones.
Abriéndola, dejó ver sus interioridades de mugrientos dineros. Y sacando peseta a peseta
y duro a duro, que una vez fuera aparecían relucientes y limpios, fue poniendo en manos
de Sabino el préstamo y los intereses.
—Toma ¡cuéntalos! De tu abuelo. Esto el empréstito... y esto el rédito... seis de
cada cien. ¡Repásalos!
Con Elicín de testigo y sumador, se pasaban aquellos billetes de uno a otro y
recontaban con la decisión de quien sabe su responsabilidad, la acepta y la reconoce.
Cuando intentó guardar aquel rebullo del dinero abriéndose los bolsillos...
— ¿No llevas faja? ¡Vaya! Anda mujer, trae la chalina y un imperdible —no tardó la
dueña en aparecer con lo demandado y el cestillo de la costura.
Practicó un agujero en la chalina, metió los billetes bien acomodados para que
abultaran lo mínimo, pasó un pespunte para asegurarlos, desabrochó la camisa del
muchacho y se la colocó a modo de faja atándola con el alfiler. Todo quedó como alforja
bajo manta.
— ¡Hala! Ya está. Y cuídate, el cinto bien apretado que no se te escurra ni por un
casual ¡eh! Ten cuenta de ello.
Retomaron el camino con un no sé qué, si dar marcha atrás o si dar valentía.
Pero, pensaba Sabino y lo dijo, en previsión de que hablara Elicín apuntando lo
contrario...
—Nada, a lo que vamos. Como ricos con faja de caudales. ¿Has visto de qué
utilidad está resultando el viaje?
Guiaron a la burra que, desconocedora del camino, continuaba como cansina y
desacertada. Al igual que ellos, andaba de préstamo, porque sus conocimientos se les
quedaban en los cuartos traseros. Casi que jugaban a darse ánimos a trompicones y con
charradas.
—Estoy como mi abuelo... que con las cuatro perrejas que tiene, anda contándolas
y recontándolas como de avaro y de guardador... Un día armó un estrapalucio más que
regular. Y es que duerme con la garrota apoyada al cabecero de la cama. Por las
necesidades, que ya ves que anda renqueante de las piernas. Mi madre para facilitarle
cuando se despierta por las mañanas, porque él deja todo donde bien le viene, le recoloca
la ropa sobre una silla, cada cosa debajo de la otra y bien a punto para que al levantarse se
vista sin revolver nada y con cada prenda dispuesta por su orden. Una noche, él, como
sabedor olvidadizo —casi con el regusto de buen predicador se iba explicando Sabino—,
una noche, coge la garrota, alarga el brazo y engancha el chaleco con tan mala fortuna que
vuelca la silla con todo lo colgado. Y hasta él, en el esfuerzo por alcanzar, apareció
revuelto y medio caído entre las mantas, mitad en el suelo y mitad encroquetado sobre la
cama... Acudieron asustados mis padres. Y el abuelo sólo sabía decir: “Nada, que no me
acordaba de lo que tenía, para contarlas...” y mi madre “Pues las que sean, y ¡qué más
da!...” y mi padre recogiendo un atijo del suelo: “¡Mira, Regazo, esto será!” Deslió mi
madre el pañuelo revuelto de nudos y allí estaba el tesoro “Pues para cinco pesetas en
calderilla, no hay que ponerse así, si algo le faltara, con decirlo, solucionado...” Lo
recolocaron y allí le dejaron con sus pesetas para que durmiera en paz.
— ¿Pero y este dinero? —Se interesó Elicín—. Que es para él, nos han dicho.
— ¡Éste! Se lo dará a mis padres como siempre. A él le gusta tocar algo como suyo,
meterlo y sacarlo del bolsillo. De lo demás, lo que no tiene, de ése, le da lo mismo...
—Pero ¿y tu afán cuando lo contaba el tío Juan?
—Que éste, ahora, como si sólo fuera para mí —y se acariciaba la tripa para sentir el
bulto debajo de la camisa...
Y vuelta a concentrarse en la carretera, como con descontrol. “Que a algún sitio
llegaremos...” pensaban sin decírselo para no perder ánimos.
Al brincar un pardal, le vino el susto a la burra, que entiesó ambas orejas y detuvo
el paso. A ellos, la sorpresa les taponó los oídos, y el Mimbre ladró estrepitosamente.
Aquel sonido no procedía de animal, ni de persona, ni de cuerno, cencerro, ni de
cuanto instrumento les vino a la mente.
— ¿Has oído?... ¡Míralo! ¡Por allí! —a entrambos, porque los dos se gritaron el
descubrimiento, se les estiró el brazo y les creció el dedo índice apuntando y señalando.
—Parece una reata de mulas negras con humo en vez de moscas.
—Como un hatajo de ovejas negras por camino polvoriento —se decían...
Esto les devolvió el resuello y la intención, olvidando cuanto dejaban a la espalda
aunque lo llevaran a cuestas.
A la entrada de Ariza, para ellos ciudad y aventajada, estacaron la burra en una
chopera y, sobre el verdín áspero que a su sombra crecía, vaciaron de las alforjas la hierba
y las mielgas para que apacentara. Mandaron al Mimbre quedarse allí en compañía, como
cuidadores mutuos y se encaminaron a comprobar la veracidad de la doctrina del primo
de Elicín.
Al cruzar los raíles, en el paso a nivel, se les encendió por los adentros un
sobrecogimiento respetuoso. Tan grande que, después de mirar a derecha e izquierda
repetidamente, en dos brincos atravesaron las vías sin tocarlas ni rozarlas. Respiraron
profundamente, hinchando pecho y barriga en satisfacción de semejante hazaña, volviendo los ojos para verlas... y, con todo el coraje, repitieron varias veces la conquista:
salto de un lado a otro de cada raíl y retorno con otros brincos...
Envalentonados por la proximidad, se acercaron a la estación ralentizando sus
pasos al compás del crecimiento de las imágenes.
Contemplaron cuanto aparecía ante sus ojos. Con imaginación ensoñadora y
enfebrecida, adivinaban comparaciones a todo lo conocido... Arrebatados y como
estáticos, perennes, se encontraban dejando galopar sus miradas. Ternes, con pies
quietos, con cabezas revoloteadoras casi como de avechuchos revolucionados, con respirar
insuficiente ante novedades tan almacenadas a su alrededor, la boca se les entreabría para
animar el resuello y amontonar no sólo imágenes vistas, sino también aquellas fragancias
espesas tan extrañas y ajenas...
El tabletear tiritón de las ruedas de una locomotora les hizo brincar del susto... Se
miraron y sonrieron sus novedades.
— ¡¡Era verdad lo del tren!!
Allí estaban ellos. En concentrado pensar, con la mente paralizada que sólo veía
máquinas... “mira, no escriben en cristiano —se decían sin mirarse ni casi oírse—
Carruagens... europeus... wagons... lits... éstos serán los trenes forasteros...”
En su enajenación, más parecían atalayas revisando sus desconocimientos que
centinelas con ojo alertado. Aun ahorrando despistes, oyeron el golpe de campana y el
pitido con banderola y gorra colorada.
El tren soltó sus vahos, su sirena exhaló el sonido de aviso de marcha. Y todo esto
tan a destiempo para Sabino y Elicín, que al brinco de espanto, tropezaron contra el jefe
de estación.
Otro fue el arrebato que ahora les absorbió. Envueltos en la nebulosa del vapor
que arrojó la locomotora, se les apareció el hombre de uniforme. Nada más desconocido
y misterioso a su sentir. Aparte de los guardias civiles, los músicos de la fiesta y la sotana
del cura, no habían visto otros uniformes que los de los titiriteros que recorrían los
pueblos. Encogidos por el temor inmovilizaron sus pies y lenguas...
—A que sois tan novatos que nunca habéis visto un tren...
— ¡Noo Señor! —medio aturdieron sus palabras.
El atractivo de la atención con que se escucha y se desea aprender, porque ojos,
orejas y bocas quedaron suspendidas a la prestancia del saber de aquel hombre, hizo que
se sintiese encandilado. Les explicó y enseñó cada cosa. No sólo del exterior, sino que
también el interior fue recorrido. Y cuando llegaron a las salas de espera y taquillas...
—Aquí se expenden los billetes para viajar adonde se desee. Si queréis viajar y
lleváis dinero...
Ya no oyeron más. A Sabino le subió un recalentamiento desde la tripa y los
riñones que le despertó y a Elicín se le escaparon los arrobos y enajenaciones al
recuerdo...
— ¡Gracias, señor, pero nos tenemos que ir! Se nos hace tarde...
Iniciaron el viaje de regreso sin más percance que asegurar el aparejo. Apretaron la
cincha en tres ocasiones. Sólo los asnos y sus descendientes, conocen la treta de hinchar y
deshinchar la barriga, argucia defensiva a la opresión... y si el aparejo quedaba flojo corría
el peligro de darse la vuelta hasta quedar colocado debajo de la barriga del animal, con la
consiguiente caída de los que a caballo iban. Por lo demás sin problemas, ya lo dijo
Sabino.
—Esta Pollina con una vez que vaya ya sabe la vuelta... porque no necesita ribazos
ni paredes, ni renglones escritos con rayas de hierro en el suelo para no desviarse y
perderse como las locomotoras de los trenes esos... Que bien se conoce el camino de
vuelta al pesebre.
Éstas y otras muchas observaciones se comunicaron entre ellos, que los
comentarios aparecen en las sobremesas y aquí no dio tiempo ni lugar. Porque el
recuerdo del dinero les obligó a cambiar de compromiso y aprendizaje. Su doctrina les
volvió inclinándose a los billetes.
Apuntaba la anochecida. Aun así hicieron el recorrido sin sobresaltos, porque a
cada sombra o bulto sospechoso retirábanse de la carretera. Cierto fue que el Mimbre
deshizo ruidos con sus gruñidos y que las sombras no ladradas perdieron interés para los
prevenidos muchachos. Porque las recomendaciones del tío Juan cuando les entregó el
dinero, se les venían a mientes:
—Andaos con cuidado, no sea que por un casual... que nunca se sabe.
Vadearon el río, retomaron el camino siempre en la confianza del saber de la
burra. Se apearon en los trechos de cuesta más empinados y difíciles.
Cuando, al fin, avistaron los primeros indicios de tierras conocidas, muy entrada
ya la noche, aunque la luna les tapara las estrellas y se encontraran como relojero sin
números en esfera, cuando pisaron estos caminos como suyos, les subió el alivio de quien
se siente a salvo.
Esta sensación les arrulló y les trajo la satisfacción somnolienta de quien ya está en
casa. A la primera paridera que avistaron hicieron alto. Ataron la burra al poste de la
corraliza. Con el aparejo y la manta se hicieron colchón y almohada.
Al abrigo del sueño y del cansancio mutuo, se dejaron llevar por el aroma y el
mullido del sirle almacenado.
...
...
...
Despertaron con sobresalto, porque ambos soñaban con el chuf—chuf en sus
oídos. Como vapuleados por el tren, como si uno contra el otro rodara rebrincando por
los raíles y travesaños. Cuando abrieron los ojos, vieron que los ruidos del ensueño no
eran tales; lo que parecía rumor de locomotora eran bufidos de sus padres y, los silbidos,
convertíanse en los gritos de sus madres. Ellos no atinaban en su somnolencia a volver a
su intención, no entendían el significado de tanta algarabía.
—Pero... ¡si ya estamos en nuestro pueblo! —Se decían con la mirada y la sorpresa.
Domitila se movía de un lado para otro impidiendo que la correa de su marido
golpeara a su Elicín. Y no es que lo viera, es que intuía y adivinaba los movimientos de su
Isidro y los estorbaba.
Regazo que besaba y acariciaba a su Sabino, tampoco dejaba meter mano a su
Roque, con lo que ambos padres quedaron en segundo lugar con su amago amenazador y
acallados sus deseos de castigar a los muchachos por los gritos ensordecedores de sus
esposas.
— ¡Todo el pueblo sin dormir! ¡Buscando por aquí y por allí!
— ¡Esto no es vida la que nos dais! ¡Nos vais a matar con tantos disgustos!
—Pero, que hemos ido a por lo del rédito del abuelo —se justificaba Sabino, buen
conocedor del pensar de sus familiares. Y descamisándose—. ¡Miradlo!, aquí está...
— ¡Eso se dice! Y no que os vais por ahí, desaparecéis sin rastro... Y nosotros
movilizando al pueblo para buscaros, y toda la noche en vilo por aquí y por allí...
Cansáronse los padres de ser los segundones en el espectáculo de las madres y
olvidando el intento de infligir el castigo a sus vástagos, mohínos y malencarados,
iniciaron el camino de regreso.
Y entre que sí y que algo habrá que hacer con ellos, fueron dejando caer los
sucesos: En la espera y búsqueda, dieron en tropezar con la burra que acompañada por el
Mimbre aparecía de madrugada a la entrada del pueblo. “No hubo cristiano...” decían
ellos “que la sacara de la cuadra en cuanto se metió adentro...” “Que, a los burros, o los
matas o los dejas...” Y, valiéndose de la docilidad del Mimbre, decidió Roque seguir la
pista de los muchachos.
Sabino y Elicín se quedaron con su experiencia y su doctrina. Supieron explotar
con hidalguía la casualidad de los réditos. Y todos olvidaron el suceso.
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