ELOGIO Y REFUTACION

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Introducción
«Parad los pies, muchachos, y dejaros coger,
que esta es la manera de que los toros se descubran».
Pedro Romero1
Hace algunos años todavía era posible ver anunciados, con
cierta asiduidad en muchas ferias, los nombres de dos jóvenes
matadores de toros compartiendo cartel en la misma terna:
José Tomás y Morante de la Puebla. El tercer hombre del cartel, por lo general, solía ser uno de esos matadores veteranos,
en el declive ya de su otrora brillante carrera, cuya única función consiste básicamente en lo que se conoce en el argot
taurino como «abrir plaza», o lo que es lo mismo, romper el
hielo a la espera de que venga lo bueno, eso que, en cualquier
1. Cita recogida en José María Moreiro: Historia, cultura y memoria del arte de
torear, Alianza Editorial, Madrid, 1994, p. 245. Escribe Moreiro: «No otra cosa que
el desprecio a la vida era lo que Pedro Romero enseñaba a sus alumnos en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla».
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caso, siempre está por llegar. La tauromaquia no deja de ser un
arte de expectativas defraudadas en la mayor parte de las ocasiones. La afición volvía por aquel entonces a las plazas con
renovadas ilusiones porque intuía que en el ruedo había dos
toreros con una fuerte y probada personalidad. La contrastada
calidad del toreo de ambos —aspirantes aún a figuras en aquellos años finales de la década de los noventa—, así como la
fuerte divergencia de temperamentos que se podía vislumbrar
en cada uno de ellos, eran motivos más que suficientes como
para despertar el interés y la pasión en los tendidos. Yo mismo
tuve ocasión de verlos emparejados en el mismo cartel más de
una vez, y puedo decir que, más allá de cualquier otra consideración, lo que más me llamó la atención entonces fue la
abismal distancia que se podía percibir entre el concepto de
uno y otro. Dos estilos diferentes para un solo toreo verdadero.
Antes de continuar, he de confesar desde estas primeras
páginas introductorias, que en aquella época yo era uno más
de los fervientes y numerosos partidarios de José Tomás. Por
regla general, todas las grandes figuras del toreo acaban generando a su alrededor —muy a su pesar, en la mayoría de los
casos— toda una corriente de opinión compuesta por esa especie de partidarios o hinchas intransigentes que para resaltar
las bondades de su ídolo echan por tierra las cualidades manifiestas de los demás toreros. Esta actitud es, sin duda, de malos
aficionados. Por lo que a mí respecta me considero más bien
seguidor de esa máxima que dice: «El buen aficionado es
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aquel al que más toreros le caben en la cabeza». Hay toreros,
sin embargo, que a uno le entran antes por el estómago que
por la cabeza. Unos son, digámoslo así, más viscerales y otros
más cerebrales. Decantado claramente, en principio, hacia el
concepto de toreo expuesto en su día por el de Galapagar, sin
embargo, pronto me empezó a rondar por la cabeza (musarañas) y por el estómago (duendes) un extraño gusanillo. Se
trataba de una emoción muy particular que yo no sabía entonces a qué obedecía. Esto ocurría siempre que le tocaba el
turno al torero sevillano. Desde que, ya de novillero, Morante
de la Puebla empezó a despertar el interés de los aficionados
partidarios del denominado toreo de arte, tuve la leve sensación
primero, y la absoluta convicción después, de que este torero
era verdaderamente especial, único, diferente a todos los demás por muchos motivos que luego iremos señalando. Empecé, por tanto, siendo partidario de José Tomás pero el que me
gustaba de verdad (aunque entonces aún no lo sabía, o no
quería reconocerlo) era Morante. Hoy me considero partidario de los dos, y es precisamente de esta larga y pausada reconciliación de donde surge el presente ensayo. Memoria o
escrito que se pretende presentar con vocación de ser una
especie de «armonía de contrarios».
Mantengo muy vivo el recuerdo de la primera vez que vi
torear por televisión a José Tomás, novillero aún, en una feria
de San Isidro retransmitida por Canal +, cuando Tomás todavía
se dejaba televisar. ¡Cuánto añoramos los comentarios de Antoñete, que descubría a los toreros antes que nadie! Me impre15
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sionó desde el primer momento su actitud sobre todo, su seriedad, aún antes de verle torear. Su gravedad, su reserva, su
serenidad, su ensimismamiento, su forma de andar (decidido
pero con temple, resolutivo siempre, con esas «prisas sosegadas»
que señaló José Daza en su libro.2 Todo esto, repito, aún antes
de verle frente al novillo. «Torear sin torear», se dice en el argot.
Estábamos asistiendo a la irrupción de un torero diferente. Y
por su puesto, me emocionó su quietud, signo inequívoco de
un valor extraordinario —sideral, habría que decir en este
caso— para torear de verdad, sin trampa ni cartón. Sin embargo, ahora, después de unos cuantos años, creo que lo que más
me llamó la atención en aquel incipiente figurón del toreo fue
otra cosa: su genuina e inquebrantable afición. Ya desde novillero José Tomás no competía con sus compañeros de terna, sino
con los mitos del toreo que poblaban sus sueños de ser figura.
De ahí esa cierta actitud distante que le distinguió desde sus
inicios. Tomás no se medía con Enrique Ponce o José Miguel
Arroyo Joselito (las dos figuras indiscutibles de aquellos años),
sino con Belmonte o con Manolete. Los toreros eligen el espejo donde mirarse; la dificultad estriba en poder estar a la altura
de esa imagen que les obsesiona. Y José Tomás estuvo a la altura desde el principio. Hoy —instalado definitivamente en el
imaginario colectivo de la afición taurina— el torero de Galapagar ya solo compite consigo mismo.
2. José Daza, natural de Manzanilla (Sevilla), picador y autor del primer
tratado del arte taurino en Precisos manejos y progresos condonados, c. 1700-c. 1780.
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Creo que no se hace hincapié lo suficiente en este punto,
absolutamente clave a mi modesto entender: después del valor,
un torero ha de tener afición por encima de cualquier otro
tipo de consideración. Parece una verdad de Perogrullo, pero
me temo que no está de más repetirlo de nuevo. Pero afición
a qué exactamente, ¿al éxito, a la fama, al dinero, a ser el número uno? No, no se trata de nada de eso. José Tomás siempre
manifestó una afición desmedida por el toreo, por el arte de
torear en sí mismo. Esta es la única vía para llegar a ser alguien
en el mundo del toro. Aquella seriedad y circunspección que
transmitía este torero a los tendidos —y que lo distinguió desde el comienzo de su carrera— venían de su propio compromiso para estar a la altura de su profesión. Esa misma que algunos padrinos de alternativa dicen (sin mucha convicción,
por otra parte, en la mayoría de los casos), que es «la más bonita del mundo». Insistimos, este torero no se mide con sus
compañeros de terna, sino que se mide con la propia historia
de la tauromaquia, con los mitos del toreo. ¿En qué ideal se ve
reflejado José Tomás? ¿En qué piensa este torero mientras torea de salón frente a un espejo?3 ¿Dónde busca un matador de
toros los motivos-imágenes de inspiración para su arte?
Y luego está Morante, claro. Un torero diferente porque
3. Véase el programa de la televisión francesa France 3 Sud sobre José Tomás, y que lleva por título Samouraï. Realizado por Michel Dumas para el espacio
televisivo taurino «Face au Toril», n.º 129, noviembre de 1999. En este revelador
documental vemos una secuencia en la que aparece José Tomás practicando el toreo de salón con el capote frente a un espejo.
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no se parece a nadie, o mejor dicho, porque nos recuerda en
algún momento a todos los toreros artistas que le han precedido en la historia de la tauromaquia del último siglo. Morante es algo así como un compendio, un epítome, un brillante
punto y aparte en la historia del arte de torear con arte. Solo
hay una cosa que iguala a José Tomás y a Morante: su afición
desmedida. Para fortuna nuestra estos dos toreros han coincidido en el tiempo. No se puede concebir a un figurón del
toreo sin su otra cara, su reverso, su doblez, su sombra. En
efecto, no se puede concebir a Lagartijo sin Frascuelo, a Joselito sin Belmonte, a Pepe Luis sin Manolete, a Morante sin
José Tomás. Es en el afilado contraste donde se agudizan definitivamente los perfiles, y los estilos de cada cual adquieren
entonces mayor nitidez y claridad en su expresión. Y ni siquiera es necesario que entren en competencia directa, como
sucedió en su momento con Pepe Luis y Manolete, por ejemplo. Los aficionados tienen ambos estilos en la cabeza y los
comparan y contrastan inconscientemente. Aunque no estaría
de más que José Tomás y Morante torearan mano a mano de
vez en cuando con más frecuencia. En primer lugar para disfrutar ellos mismos (podemos estar seguros de que se admiran
mutuamente y que se motivan de forma especial cuando torean juntos); en segundo lugar, para recreo y regocijo de la
sufrida afición; y, tercero y último, para dejar sentadas definitivamente las bases de una tauromaquia por venir: un toreo
para el siglo xxi. Dos estilos contrapuestos para vislumbrar,
quizás, el futuro del arte de torear: el sosiego, el estoicismo y
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la quietud, frente a los esfuerzos plásticos del desasosiego expresados por medio de la gracia.
Dentro de un esclarecedor ensayo sobre cuestiones de estética titulado Ataraxia y desasosiego en el arte (publicado en
1958), su autor, el historiador y crítico de arte Juan Antonio
Gaya Nuño, se preguntaba acerca del porqué o porqués de esta
admiración por la ataraxia en detrimento de otras formas más
alejadas de la imperturbable tranquilidad, el sosiego y la calma
absolutos. Cabe hablar entonces de cierto «propósito de enaltecer la tranquilidad». Gaya Nuño sostiene que este propósito
viene derivado de una sensación de arrepentimiento y necesidad de penitencia (purgar los pecados del exceso mediante una
cierta purificación ascética). Así, a períodos de esfuerzos plásticos del desasosiego, seguirían períodos de búsqueda de la tranquilidad, un anhelo de la beldad quieta y depurada de pasiones.
En tauromaquia, a lo largo de la corta historia del arte de torear (desde finales del siglo xviii hasta hoy), comprobamos
cómo estos periodos señalados por Gaya Nuño se solapan y
coinciden en el tiempo. En la actualidad, Morante de la Puebla
sería el representante más genuino de esos períodos de esfuerzos plásticos del desasosiego —y aquí entra en acción el duende—. Su toreo es barroco, de línea curva y gesto roto, como el
de los artistas gitanos por antonomasia, Curro Puya, Cagancho
o Rafael de Paula. Mientras que José Tomás es el claro exponente de esos otros períodos de «búsqueda de la tranquilidad y
la beldad quieta». Su toreo, más que clásico (que sería el caso
de toreros como Rafael Ortega o Antoñete), es neoclásico, en
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el sentido de que restaura las normas del clasicismo imprimiéndoles un aire nuevo, renovado en su más pura y dura estoica inexpresión torera. La actitud del cuerpo aquí es de equilibrio y reposo. Muy lejos de la fiebre manierista o barroca que
vemos en esos otros toreros tocados por el duende.
En la descripción que Johann Joachim Winckelmann hizo
de la célebre escultura del Laocoonte, dentro de su clásico Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura
(1755), podemos leer: «Cuanto más descansada es la actitud del
cuerpo, tanto más apta para mostrar el verdadero carácter del
alma: en las actitudes que se apartan demasiado del reposo, el
alma no se halla en el estado que le sería más propio, sino en
uno de violencia y de constricción. El alma se reconoce con
mayor claridad y más característicamente en las pasiones violentas; pero es grande y noble en estado de reposo, de equilibrio». Este mismo concepto de ataraxia como imperturbabilidad del alma, goza también de un gran prestigio en el discurso
estético de la tauromaquia moderna. Recordando aquellos
años entre finales de los noventa y el inicio del nuevo siglo xxi
en que coincidían habitualmente en los ruedos, Morante de la
Puebla decía: «José Tomás me ayudaba mucho, porque transmitía en la plaza una paz diferente. Me asombraba verlo pisar con
esa naturalidad aquellos terrenos increíbles, pero a la vez me
daba cuenta de que andar en ese sitio no era un imposible».4
4. Véase Álvaro Acevedo: «Desde La Puebla Morante», en La tauromaquia de
Morante de la Puebla, Campo Bravo, Madrid, 2007, p. 19 (la cursiva es mía).
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Con estas sinceras palabras de admiración, Morante de la Puebla parece darle la razón a Gaya Nuño cuando éste escribe que
«El hombre aspira a la tranquilidad, gusta de lo sosegado, considera la ataraxia como un bien tan imprescindible que debe
ser inherente a la calidad estética».5 Un bien inherente también
a la calidad estética cuando hablamos del arte de torear. ¿Qué
es lo que asimila e interioriza Morante viendo torear a José
Tomás? Aprende a torear con un paz diferente, comprende
que, efectivamente, no se puede torear sin conseguir en cierta
forma la ataraxia, ese bien imprescindible para que se de la calidad estética en el arte de torear. Porque «… todas las grandes
épocas artísticas de la Historia del arte que gozan de más plural
y masiva admiración son las que debemos continuar llamando
ataráxicas».6 Esto mismo ocurre en la historia de la tauromaquia, y lo podemos comprobar con algunos casos paradigmáticos (Manolete, José Tomás). Este tipo de toreros siempre gozarán de un mayor número de partidarios que los denominados
toreros de arte.
Sin embargo, como ya hemos apuntado más arriba, todo
estilo necesita de su contrario. A ciclos ataráxicos les suceden
ciclos menos sosegados. «Habrá ciclos ataráxicos con ambición de tranquilidad e intención de equilibrio, entre los que
se interfieren otros ciclos intranquilos, dinámicos y desasose5. Juan Antonio Gaya Nuño: Ataraxia y desasosiego en el arte, Instituto Ibys,
Madrid, 1958, p. 8.
6. Ibidem, p. 9.
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gados, propensos a la subversión de ritmos».7 Estos ciclos se
pueden llegar a alternar en una misma tarde de toros. Es más,
un mismo torero puede estar en la misma corrida sosegado y
tranquilo en su primera faena, y completamente intranquilo y
desasosegado en su segunda. ¿Por qué? Porque en el arte de
torear hay que contar necesariamente con el toro, principal
protagonista de la Fiesta. Y el toro es por naturaleza impredecible. El toro siempre es propenso a la subversión de ritmos.
Debe ser el matador quien atempere la embestida para poder
dominar y controlar el ritmo, concepto fundamental que impone el torero a base de valor, corazón y cabeza: parar, templar
y mandar.
En cualquier caso, y más allá de las diferencias señaladas
entre ambos conceptos, estos dos toreros en plenitud han
conseguido —por vías diferentes, cada uno con su propio
misterio, su verdad y su valor— provocar el mismo efecto en
los tendidos. Se trata de aquello que el estudioso de las religiones Émile Durkheim dio en llamar en su obra The elementary forms of religious life (1912) «la efervescencia colectiva». Pocos toreros pueden conseguir esta especie de catarsis con
apenas tres o cuatro lances. La asistencia por parte del aficionado a las corridas de toros sigue participando en algún grado
de ciertos elementos rituales. Hay muy pocas ocasiones en
que un gran número de personas sean testimonio, juntos, del
mismo suceso, que piensen y sientan las mismas cosas y proce7. Ibidem, p. 11.
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sen la misma información en tiempo real. Tal participación
conjunta produce en un auditorio esa condición de «efervescencia colectiva». Decimos entonces que un torero ha puesto
a todos de acuerdo, que ha puesto la plaza boca abajo, o mejor
aún, decimos que la plaza se ha convertido en un auténtico
manicomio, como gustaban de escribir los antiguos revisteros
taurinos. El espectador tiene entonces el presentimiento de
que pertenece a un grupo con una existencia concreta y verdadera. Durkheim creyó que este sentimiento estaba en las
raíces de la experiencia religiosa. Experiencia que no está
muy alejada de la provocada en los tendidos por un artista
cuando torea con valor, entrega, sentimiento y verdad.
José Tomás y Morante de la Puebla, mano a mano. Dos
toreros diametralmente opuestos por sus distintas personalidades y sus respectivos conceptos del toreo. Dos intuiciones
completamente distintas de lo que pueda significar esa noción
de quietud en tauromaquia. A la hora de enfrentarse al toro,
dos estilos muy diferentes que, sin embargo, comparten algo
sustancial que vamos a intentar desvelar en las siguientes páginas.
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