Domingo 26 de xuño de 2016

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Táboa
Redonda
Domingo 26 de xuño de 2016
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Número 41
|
Coordina: Santiago Jaureguizar
2
Katherine
Graham
4
Karl Ove
Nausgard
5
Antonio
Costa
7
Nacho
Mojón
augas toldas
Tras o Watergate, tras o escándalo de que o goberno de Nixon espiase o partido rival, as augas da política
norteamericana baixaron toldas. Unha muller soubo vadealas liderando un xornal, The Washington
Post. María Piñeiro repasa a vida da editora Katharine Graham. Javier Nogueira e Antonio Costa falan de
escritores que conciben a literatura como extremo, como unha materia ao borde do mito; cuxa necesidade
reclama Portorosa. Jaureguizar lamenta que o xornalismo xa non sexa quen de xerar mitos. Nacho Mojón
conta, con humor e resignación, unha confesión que cambiou a súa vida.
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elpRogreso
2
por
María Piñeiro
La mujer que cambió
un gobierno
El abuelo de Katharine Graham
ofreció a su padre
600 dólares como
recompensa por
no empezar a fumar antes de los
21 años. Este los
invirtió en bolsa,
los convirtió en
5.000 e hizo a sus
hijos la misma
oferta adaptada al coste de la
vida:1.000 dólares.
Ninguno aceptó. El
dinero no resulta
tan movilizador
para los ya ricos
como para los que
todavía buscan su
lugar en el mundo.
La de Graham es
la historia de una
mujer que tenía
clarísimo cuál era
el suyo, pero acabó en otro. Y qué
otro.
n
unca se me pasó por la cabeza que me viera como
alguien para asumir un
trabajo importante en el
periódico», dice Graham en
su autobiografía del momento
en el que su padre decide colocar como editor a
su marido de The Washington Post y no a ella.
Estaba encantada con la elección. Tenía que ser
alguien así, brillante como Phil Graham, que
no tenía ninguna experiencia periodística, que
debía aprender desde la cima cuántos escalones
había y quienes los ocupaban, que sabía que era
un reto pero no dudaba de que estaría a la altura
del puesto. Alguien así, que era tan hábil e inteligente; alguien que era un hombre.
No ella, desde luego. Que llevaba hablando
del Post con su padre desde que lo compró, en
quiebra, en una subasta. Que le escribía desde la
universidad para criticar alguna de sus decisiones editoriales con genuina preocupación. Que
había estudiado periodismo y que había empezado a ejercer cubriendo conflictos laborales en
un medio que nada tenía que ver con su familia, una veinteañera pija y rica que supo hacer
fuentes entre los sindicalistas más peleones de
los muelles de San Francisco. Que era la única
de los hijos de Eugene Meyer a la que interesó el
periodismo desde el principio.
Siempre resulta asombrosa la cantidad de refinada educación que muchas mujeres de antes
recibían para usarla en privado, como complemento a la de su marido, concebida solo como
esa pátina de saber estar imprescindible para la
vida social, para acompañar, para dar la réplica
en una conversación, para criar. Si se hacía otra
cosa con ella solía verse como una veleidad, un
entretenimiento. Ya casada, Graham tuvo varios trabajos así, de los que, por necesarios que
pudieran ser, parecen tener como objetivo fundamental evitar el aburrimiento. Esta mujer impresionante nunca será ejemplo de que se puede
tener todo porque nunca lo tuvo. Al menos, no
todo a la vez. La razón de que hayamos llegado
hasta aquí hablando de ella es lo que hizo sola,
cuando su padre y su marido habían muerto y
fue capaz de convertir un periódico mediano en
la referencia internacional que es hoy.
Pero el interés de la autobiografía de Graham
—‘Una historia personal’, ahora reeditada por
Libros del K.O.— no se concentra solo a partir
de ese momento, sino que lo tiene muy bien
repartido y cautiva desde el comienzo. No es
la escritura, que es siempre de señorita bien,
un punto distante, que no se enfanga ni en los
momentos más duros. Es por la historia, por el
drama y por la capacidad revisora de Graham,
que se va recordando a si misma mientras narra
lo que no vio en su momento, que lleva al sitio
lo que solo supo más tarde, que se presenta doble: la que fue y la que acabó siendo. Hay mucho
arrepentimiento en estas páginas. Y también
superación.
Con ella visitamos los primeros años felicísimos de su matrimonio, con sus hijos aún muy
El Watergate
contado por
graham tiene
una lectura
inesperada: la
de las miras
reducidísimas
del machismo
pequeños y una vida sencilla; la trepidante hazaña de quedarse con un periódico pequeño y
hacerlo crecer hasta ser un grupito de comunicación, la creciente influencia de su marido en
calidad de editor con frenéticas jornadas a las
que podía dedicarse sin miramientos porque
el resto de la vida la solucionaba ella, el sutil
menoscabo con el que la trataba y al que ella o
quitaba importancia o ni veía porque se querían
y, al fin, como una olla que se va calentando a
fuego bajo durante todo el relato, el diagnóstico
de enfermedad bipolar del esposo.
Graham cuidó a su marido sin descanso y un
poco a ciegas, aconsejada por un psiquiatra que
no creía en la medicación, solo en la reflexión y
en la voluntad. Hizo también eso, tan cansado
y tan inútil, de intentar esconder lo que pasaba,
como si sirviera de algo. Al final todo se desparramó de una forma dolorosa: en una de las fases maníacas de la enfermedad Phil Graham la
abandonó por una mujer más joven con la que
llevaba un tiempo de relación, una periodista de
Newsweek, revista que para entonces le pertenecía. Y, además, intentó quitarle su parte de The
Washington Post. Antes de que la amenaza se
materializase, ya en fase depresiva, quiso volver
a casa y, al poco de hacerlo, se suicidó. Era 1963 y,
con 46 años, una Katharine Graham destrozada
empezaba una nueva vida.
La mujer que llegaba al cargo de editora —la
propietaria, la responsable última de todo, la
muralla que debía contener todas las presiones
sin proyectarlas en la redacción— era una persona culta y preparada a la que las servidumbres
familiares y sus desprecios cariñosos habían
convencido de que no lo estaba. El suyo era un
grupo de comunicación de tamaño medio en
una ciudad competitiva y en un país en el que
para tener influencia de verdad hay que tener
muchos, pero muchos, lectores de sitios alejadísimos entre si. Y además no era un hombre.
La cantidad de veces que repite, de una u otra
forma, que no sabía nada deja patente el bru-
tal aprendizaje de sus
primeros años. Cómo
tuvo que ser para que fuese
esa la misma mujer a la que
llamaron a una fiesta ocho años
después para que decidiese si se publicaban o no los Papeles del Pentágono
—una serie de secretos del Gobierno con
respecto a la guerra de Vietnam cuya publicación por parte de The New York Times ya había
merecido una suspensión judicial— y dijera que
sí, que adelante. Las amenazas posteriores y el
desprecio ya combativo de Nixon y los suyos la
prepararon para lo que había de venir.
Si se quiere saber cómo un robo en la sede del
partido Demócrata derivó dos años después en
la dimisión del presidente de Estados Unidos
se pueden leer libros como ‘Todos los hombres
del presidente’ de Woodward y Bernstein o incluso la autobiografía de Ben Bradlee ‘La vida de
un periodista’, pero para conocer qué es apostar
por una historia y aguantar mientras se tira de
un hilito que parece eterno sin desfallecer, el de
Graham es perfecto.
Cuando Nixon ya ha dimitido esta escribe
a Bradlee, al que ella misma había contratado
como director y con el que hizo tan buen equi-
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elpRogreso
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UNha historia
personal
Katharine Graham
Editorial Libros del K. O.
Páxinas 577 Prezo 23,90 €
po, que solo les había «salvado de la extinción
alguien lo suficientemente loco para grabarse
y, además, grabarse sobre cómo ocultarlo». Graham temió ir a la cárcel por el Watergate. Ella y
el resto del periódico fue perseguido e insultado.
Fue una exclusiva por la que inicialmente solo
apostó el Post, que publicó durante meses artículo tras artículo sin que ningún medio más entrase a cubrir el tema, lo que daba argumentos
para los muchos que creían que solo se trataba de
una cruzada contra Nixon. La espera fue eterna
y frágil, pero llegó. Muchos se retractaron y se
disculparon. El Post incluso ganó un Pulitzer
por su servicio a la ciudadanía, gracias a que se
modificaron las candidaturas. El descreímiento
era tal que inicialmente no se había propuesto
para el premio y solo se hizo con el presidente
ya en la calle. La editora se convenció de que si
no hubieran existido las grabaciones que prueban que Nixon conocía y respaldaba el ataque al
Watergate, pese al resto de pruebas abrumadoras , muchos hubieran seguido sin creerlos.
El Watergate contado
por Graham tiene también
una lectura inesperada, la de
las miras reducidísimas del pensamiento machista. Durante años
fue acusada de no tener ni idea de lo
que estaba haciendo con el periódico, de
figurar pero no mandar, de relegar en otros
todas las decisiones porque qué iba a hacer ella.
A partir de ese momento fue muchas veces descrita como una arpía vengadora, una tirana que
dictaba a los redactores qué debían escribir, que
lo controlaba todo y usaba la empresa solo para
sus batallas particulares. De su valor, solo se habló después. Y lo tuvo. Cierto era que ayudaba
mucho ser tan rica, pero también lo es que otros
lo son y no lo hacen.
Graham, que inicialmente se veía como la
mera custodia de una herencia y que casi se conformaba con mantenerla idéntica, logró dejar
a su hijo Don los mandos de un periódico con
verdadero peso, muy lejos del que gestionó su
marido y a una galaxia del de su padre. También
un libro jugoso y valiente, con tanta historia del
siglo XX ahí comprimida y narrada desde un
punto de vista tan poco frecuentado que cómo
no celebrar su reedición.
Katharine Graham ha
estado unida desde
1963 al Washington
Post, un periódico que
dirigieron su padre, su
marido y uno de sus
hijos. El libro es a la vez
una larga y emocionante confesión personal:
la historia de una mujer que de la noche a la
mañana se ve obligada
a asumir el liderazgo de
un apasionante proyecto empresarial. En este
libro Katharine Graham nos narra su vida,
las relaciones atormentadas con su marido,
su experiencia con los
presidentes norteamericanos a los que ha
tratado durante más de
cincuenta años de actividad profesional, sus
ilusiones personales,
sus amores y sus decepciones... sin olvidar el
escándalo Watergate.
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por
Javier
Nogueira
De esfolar e
outros asuntos
g
USTARÍAME depoñer
a miña cruzada contra
a autoficción no eido
da novela, pero o que
se publica non me deixa.
Hai anos, nunha visita a
Londres, atopei nas miñas librarías preferidas
carteis coa imaxe dun tipo obviamente nórdico
de aspecto grunge. A impresión completábase
cunha mensaxe enorme: ‘My struggle’. Era un
chisco desconcertante ler ‘A miña loita’ no Londres do Blitz, así que investín uns minutos en
saber de que ía o asunto denantes de preocuparme polo regreso do nazismo a Inglaterra despois
de Oswald Mosley.
O tipo do cartaz era Karl Ove Knausgard, un
escritor noruegués que estaba a tomar ao asalto
as listas de vendas anglosaxonas cunha serie de
seis novelas —non todas traducidas, nin entón
nin agora— nas que esfolaba á súa propia familia, sen moita máis cerimonia. Evidentemente
entendín o seu éxito nun mundo no que os programas de chismes teñen un éxito descomunal
e a meirande parte do persoal semella máis preocupado das vidas dos demais ca da propia.
Faltaba a tradución española e foi chegando
pouco a pouco grazas á editorial Anagrama. Sae
agora ‘Bailando en la oscuridad’, o cuarto tomo
da hexaloxía. Non se preocupen se non leron
os anteriores, xa que a lectura independente é
perfectamente posíbel. A proposta é a mesma
que no resto da serie: un narrador en primeira
persoa cuxo nome coincide co do autor empírico
da obra relata con todo detalle a súa vida e a dos
seus familiares e amigos. A pesar das coincidencias, como lectores convén establecer unha
clara diferencia entre novela e biografía. Isto
é unha novela, polo que os feitos poden estar
esaxerados e, de seu, aparecen modelados polo
CABEZA DE CAN
Morten Ramsland
Editorial Rinoceronte
Páxinas 390 Prezo 22,50 €
Tras pasar uns anos en
Ámsterdam intentando
gañar a vida como pintor,
Asger volve a Dinamarca
para ver por derradeira
discurso utilizado. Porén, un
entende que familia e achegados
deixasen de falar
co autor despois de
poñelos podres. Éche
o que hai.
Karl Ove vén de rematar a secundaria e busca
traballo. Atópao nunha aldea
do norte de Noruega, un lugar
que por intuición non semella
demasiado hospitalario, como profesor nunha pequena escola de secundaria. Apenas supera en coñecemento aos seus
alumnos e non encaixa cos demais profesores,
maiores ca el.
A parte central da novela está ocupada por
un enorme ‘flash back’ no que o narrador foxe
da aldea do norte noruegués para regresar aos
seus dezaseis anos, momento no que comeza a
traballar como crítico musical para un pequeno
diario local. Pero a súa vida persoal vese complicada pola separación dos seus pais e o crecente problema coa bebida do seu proxenitor.
O alcol comeza a formar parte da «educación
sentimental» dun adolescente que pasa bébedo media novela. A outra media está marcada polo sexo: a descuberta da sexualidade, un
problema de exaculación precoz e a definitiva
consumación do desexo.
Detrás destes temas agóchase sempre a non
consumación. Karl Ove é un crítico que desexa
ser escritor, pero os seus contos non levantan
paixóns entre os seus amigos. Pola súa beira
pasan moitas rapazas, pero os seus problemas
sexuais impiden o gozo sexual. O matrimonio
roto dos seus pais amosa unha vida familiar
vez a súa avoa Bjørk, a
piques de morrer. Deste
xeito, o mozo narra a riquísima historia familiar
dos Eriksson, un mosaico
de relatos que se estenden
desde os anos 30 do século pasado ata o presente.
A historia deste curioso
clan comeza nunha chaira
xeada da Alemaña oriental
en marzo de 1944, cando
Askild Eriksson —avó do
narrador, enxeñeiro naval
e contrabandista—, consegue escapar do campo
de concentración de Sachsenhausen, un episodio
que marcará a súa vida
e que proxectará sobre a
familia unha sombra de
culpa que non influirá na
súa vitalidade. Xuntando
o tenro e o grotesco, Mor-
ten Ramsland mantén
cun pulso firme o ritmo
da narración e cautiva o
lector cun fresco sobre o
devir dunha familia e un
país na historia recente do
norte de Europa. Comparada con obras do talle de
‘Cien años de soledad’, de
Gabriel García Márquez,
ou ‘O mundo segundo
Garp’, de John Irving, esta
novela reportou a Morten
Ramsland (Københaven,
1971) os galardóns máis
importantes da literatura
danesa, como o Premio
ao Autor do Ano, Libro
do Ano e o Golden Laurel,
que é concedido pola federación de librerías do seu
país. ‘Cabeza de can’ traduciuse xa a unha vintena
de idiomas.. por R. l.
bAILANDO EN LA
OSCURIDAD
Karl Ove Knausgard
Editorial Anagrama Páxinas
544 Prezo 24,90 €
OUTRAS ESTRELAS
URUGUAIAS
Stefano Marelli
Editorial Rinoceronte
Páxinas 202 Prezo 17,00 €
Sauro, exturista, sobrevive
en Suramérica grazas a un
traballo que non lle permite regresar á casa. Nunha
vila amazónica coñece a
non consumada tamén, completada por
unhas relacións complexas
cos irmáns. O seu traballo na escola xera tamén unha tensión sexual non
resolta coas súas alumnas, pouco máis novas ca
el. A situación coas rapazas remata cun breve
—e infrecuente— ‘flash forward’: nunha páxina avanzamos once anos para atopar a un Karl
Ove exitoso que ofrece unha lectura en Tromso
e ve como as súas alumnas se transformaron en
mulleres feitas e dereitas.
O certo é que a vida de Knausgard non é
esencialmente diferente á de calquera outro
rapaz ou home europeo nacido a principios dos
setenta e criado na dos oitenta. Alcol, drogas,
sexo, traballo sinxelo... Pero non se pode dicir
ca súa novela sexa un retrato de época ou idade
porque non é así.
Trátase dunha obra moi persoal e, se acaso,
moi norueguesa, mesmo nesa forma de saga
que lembra a outros nórdicos ilustres coma Sigrid Undset. Teremos que agardar á publicación
dos dous últimos volumes para facer un xuízo
completo e rematar de canonizar, se é preciso,
a Karl Ove coas súas coitas.
El Brujo, un vello que lle
conta a súa historia chea
de aventuras. Baixo a súa
roupa fedorenta, Nesto
Bordesante, un uruguaio
que pasou a súa infancia nun orfanato e a súa
adolescencia na pampa,
convértese en futbolista.
Grazas ao apelido italiano
que lle roubou ao seu mellor amigo, forma parte do
equipo formado por Mussolini e convértese nun
instrumento de propaganda do réxime. Tras a caída
do Duce, terá que comezar
dende cero. Porén, os xogos de azar e unha moral
cuestionable méteno en
problemas. Nesto aproveita unha volta do destino e ponse a salvo. Todo o
mundo o cre morto, pero
el inventa unha nova vida
na sombra. ‘Outras estrelas uruguaias’ é un relato
que combina historia, deporte e política. Stefano
Marelli (1970) é un escritor
e xornalista suízo. Traballou nunha gasolineira,
de caseiro e de xornalista.
Entre un emprego e outro,
permitiuse unha longa
vagabundaxe en América
Latina. Entre os premios
recibidos polo autor grazas
a este libro atópanse o Parole nel Vento (2012), Un
Libro per lo Sport (2013) e
unha mención especial ao
premio literario do Coni
(Comité Olímpico Nacional Italiano). No 2014 publica a escolma de relatos
‘Pezzi da 90, stori mundiali’. por R. l.
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Los escritores son
seres abominables
por
Antonio Costa
Un tipo escribió
a una revista diciendo que era
una abominación
que los escritores
siguieran escribiendo después de
jubilarse. Se quiere que la literatura
sea una profesión
como otra, quieren que escribas
ocho horas, no los
fines de semana,
y al llegar a cierta
edad lo dejes.
e
SCRIBIR LIBROS es
como arreglar coches,
fabricar salchichas o
construir carreteras. Si
se te ocurre una idea a los
noventa años, o un domingo por la tarde, o mientras estás follando con tu
prima del pueblo, tienes que joderte y olvidarla.
Si te viene una frase a la cabeza a las tres de la
mañana o en el bar tomando una cerveza, hay
que machacarla. No vaya a venir el inspector de
Hacienda. Todo tiene que estar controlado. Las
actividades se miden todas en dinero, y la cultura no es nada diferente. Y el espíritu menos,
quién coño cree ya en el espíritu...
Pero los escritores son todos unos bohemios
y unos maleducados. Se les ocurre tener ideas
a las tres de la mañana. Y encima se dedican
a algo que no puede medirse, que nadie sabe
para qué sirve, que no parece nada serio. Eso
de escribir es algo insano, ambiguo, resbaladizo, los escritores son como las culebras. En los
años ochenta yo comía en la Cocina Económica
de Compostela, un comedor de monjas para
vagabundos y muertos de hambre —y también
estudiantes—. En Navidad nos ponían unos pol-
vorones y una copita de anís. A menudo hablaba
con un irlandés fascista, pero que sabía muchas
cosas sobre Persia en la Edad Media o sobre Al
Andalus. Una vez se sentó a mi mesa un tipo
que se hacía llamar Lobo Negro y me preguntó
a qué me dedicaba. Yo contesté: «A algo que me
da vergüenza decir, algo abominable, algo impresentable». El otro muy interesado insistía:
«¿Pero qué es, qué es?». Yo : «Es abominable».
Y el otro: «Dímelo, a mí no me asusta». Y al fin
contesté: «Soy escritor».
El poder nunca quiere excepciones, pero las
excepciones abundan —y la vida entera es una
excepción—. Y los escritores son una de ellas. Es
curioso lo de ser escritor. Casi siempre uno para
comer tiene que dedicarse también a otra cosa.
Y puedes parecer respetable si eres famoso, pero
si no lo eres no eres más que un mangante.
Alguien que no produce, alguien que no hace
nada medible. Herman Hesse decía que a uno le
permiten ser escritor, pero no hacerse escritor.
Thomas Mann escribió que solo después de publicar ‘Los Budenbrook’ pudo pasear por las calles de Lubeck sin vergüenza, antes no era más
que un golfo. (El colmo de lo demoníaco es ya
ser un poeta, eso sí que es el «exceso» de Georges
Bataille). A los escritores famosos se los respeta
en los manuales, y a veces en persona, pero lo
más frecuente es que no se les haga ni caso. A
veces los poderosos quedan bien diciendo que
leen, el barniz de cultura o de vitalidad mas
allá de las consignas nunca queda mal, pero
escuchar de verdad a los escritores les parece
demasiado perturbador.
Lo dicho, hay que controlarlo todo. Hay que
rellenar los impresos y hay que ceñirse a las
frases ideológicas y electorales. Ya Marx decía
que a Heine había que tratarlo como un loco,
al fin y al cabo era un poeta. Y Lenin decía
que era amigo de Gorki, pero no creo que leyera ni una línea de sus novelas. (Ni creo que
sintiera en la piel el sol del mar Negro, los
políticos profesionales no tienen piel ni saben
lo que es el Sol). Los ideólogos se dedican a
definiciones y a esquematizar el mundo y a
pretender que lo comprenden, y los escritores dinamitan las definiciones y enloquecen el
lenguaje y hablan de sentimientos no formulables —«yo quería hablar de todas esas cosas que
no están en los libros, que no pueden ponerse
en ellos», dice más o menos Virginia Woolf en
‘Noche y día’— y revelan ideas que no caben
en las ideologías. Y encima pretenden seguir
pensando a los noventa años, igual que Henry
Miller pretendía seguir follando —menos mal
que no había inspectores que quisieran apuntar
en los impresos el número de orgasmos después
de la edad aceptable—.
Todo tiene que ser medible, cuantificable. Tal
escritor ha producido tres kilos de sentimientos,
siete cajas de ideas, ocho litros de vivencias. Y
hay que calcular los valores, los porcentajes, las
deducciones. (Claro que eso no importa tanto
si son banqueros galácticos, conseguidores con
bigotes, macarras millonarios. Para las cajas B y
las jubilaciones de banqueros y los retiros de políticos se averían mucho los contadores). Los escritores acabaremos siendo delincuentes, como
los que leían libros en la novela de Bradbury. En
un cuento mío la poesía de Rilke solo se lee en
los prostíbulos como una actividad indecente y
un comisario averigua quién mata a unas prostitutas porque recitan mal a Rilke. Tendremos
que hacerlo a escondidas, igual que nos escondemos para mear. Supongo que algún inspector
también apuntará el número de meadas. Que
nada se escape al control, a la burocracia, a la
medida. La literatura es el refugio último de la
vida. Pero si cuadriculamos la vida ¿cómo no
vamos a cuadricular la literatura?
Querido autor de cartas a las revistas: haces
bien en desconfiar de los escritores, son seres
abominables, indóciles, que se niegan a estar
cuadriculados, que esconden sus emociones a
Hacienda, que no declaran cada mañana los
sueños que han tenido y los clasifican en formularios —como en aquella novela de Ismail Kadaré, ‘El palacio de los sueños’—, que no se jubilan
de respirar ni de hacer frases, que siguen con
la cabeza encendida más allá de la edad permitida, que interactúan con otros escritores tan
abominables como ellos y los leen sin vergüenza
alguna en el autobús sin el permiso gobernativo
correspondiente. Tú sigue en tu cruzada, no dejes de avisar a las autoridades correspondientes
si ves que algún tipo de más de sesenta años
rellena unas cuartillas en el bar a escondidas
en medio de dos cervezas, si ves que después de
morrear con una desconocida acude a apuntar
algo en una libreta como si estuviera endemoniado, si ves que se entusiasma demasiado con
el crepúsculo —como Albert Camus, al cual se
le dilataba el corazón con los crepúsculos, me
temo que tal vez superara la tasa de dilatación
permitida— y le habla demasiado poéticamente
a su acompañante.
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6
por
Ramón Rozas
Ponerle precio
al amor
El pasado martes
Sotheby’s subastó
‘Jeanne Hébuterne
au foulard’, uno de
los últimos retratos realizados por
Modigliani de su
último amor, demostrando cómo
la pintura antes
despreciada ahora
bate registros.
E
RES absolutamente
inhabitable»
le dice Beatrice Hastings, la
amante inglesa de
Amadeo Modigliani (1884-1920), al pintor
tras una de sus innumerables crisis, tras unos
arrebatos inflamados junto a un vaso de vino, a
una copa de cognac o a la temible absenta. Todos estos fueron los ingredientes devastadores
en la existencia atormentada del pintor italiano, acrecentada por la incomprensión hacia su
obra, por ese ‘arte de caribes’ como lo calificó
Baudelaire, aludiendo así a ese primitivismo
que a Picasso sí le había funcionado como escaparate de su obra y de su audacia.
El escenario de Montparnasse tuvo a Modigliani como a uno de sus más singulares protagonistas desde su llegada a París. Su individualidad pictórica, su beligerancia frente a un
entorno de incomprensión, sus adicciones y
su pobreza extrema, así como sus relaciones
con las mujeres, lo convirtieron en una especie única en ese ecosistema irrepetible que se
dio en el París de las primeras décadas del siglo
XX. Sus últimos días de vida, vagabundeando
entre los cafés malvendiendo bocetos a cinco
francos, fueron el epígono a una vida en la que
sus cuadros se fueron apilando en su estudio
sin comprador, sin galeristas, sin marchantes, sin reseñas en prensa, y eso los cuadros
que sobrevivían a sus ataques destructivos que
podían hacer que toda su obra acabase consumida por el fuego de la chimenea o en el fondo
del mismo Sena.
Esa etapa final en la breve vida de Amadeo
Modigliani solo tuvo un sustento, un oasis en
medio del desierto con nombre de mujer, Jeanne
{El vicio solitario}
El lector
que ríe
por
Portorosa
«Necesitamos
admirar, creer
que existen personas excepcionales. Aunque sean
otros»
p
OR MUCHO que esté
de moda la crítica revisionista y quede
guay adoptar un aire
cínico, como de estar
ya de vuelta de todo, y
por mucho que Diane
Keaton, ante un indignado
Allen, se ría en ‘Manhattan’ de todos los sobrevalorados, nos gusta mitificar. Y nos gusta, creo
yo, porque lo necesitamos. Necesitamos admirar, creer que existen personas excepcionales.
Aunque sean otros.
Mitificar a Salinger es muy fácil. Le pasa lo
que a Rulfo: escribieron una obra maestra y casi
nada más, y con su silencio alimentaron todo
tipo de especulaciones sobre lo que pudo haber
sido. Lo que no es nada fácil es hacerle una crítica, precisamente por eso. Pero el caso es que
Hébuterne,
u n a j o ve n
catorce años menor que él que dejó a su
acomodada familia para acompañar, en una vivienda sin muebles, apenas una cama y un caballete, al hombre del que se había enamorado.
También el pintor se había enamorado, también había visto en su dulce cara una especie de
salvavidas al que, de todas maneras, sabía que
no se podría asir durante mucho tiempo. Un
abrazo de Jeanne eran horas de vida.
«Podría pintar el universo, pero si no quisiera pintar el universo, pintaría su retrato», con
este impresionante diálogo de la película ‘Los
amantes de Montparnasse’ (Jacques Becker,
1958), despacha Modigliani su interés por la
figura humana, por hacer de un rostro todo
un paisaje en el que esos ojos almendrados se
convertían en infinitos abismos hacia el alma
de la protagonista.
En abril de 1917 conoce a Jeanne Hébuterne.
Apenas tres años juntos, Modigliani morirá en
enero de 1920, que se fueron flanqueando de
numerosos retratos bajo la óptica del pintor.
«No pinto cómo eres, sino lo que yo veo de ti»,
es otro de los diálogos de esa película inmensa.
Y así es como
Jeanne Hébuterne se convierte
en el paisaje de los últimos años de su vida, en
la mirada hacia una paz y un
sosiego de espíritu que durante solo
unas horas aplacaba los demonios interiores.
Cada cuadro más bello que el anterior, cada mirada más intensa, cada pincelada entendida
como si fuera la última. Y en cierto modo así
era. Tras su muerte, y pocas horas después,
incluso durante el cortejo fúnebre, se dice que
los clientes se dirigían a su galerista a comprar
la obra que solo unas horas antes habían despreciado esos mismos compradores. Aquellos
bocetos ya valían más de cinco francos, y cinco
años después sus piezas incrementaron en cien
veces su precio.
Jeanne Hébuterne se suicida dos días después
arrojándose por la ventana del apartamento de
sus padres. Pero todo estaba ya en esos lienzos.
El amor contenido entre las pinceladas, deslizándose sobres esos cuellos alargados, asomándose a esos ojos, rozando esa piel, y pellizcando
esos colores en los que se declaraba un amor
eterno e incalculable. Esta semana, uno de
esos cuadros se ha comprado por 50 millones
de euros, poca cosa cuando se trata de poner
precio al amor.
acabo de leer sus ‘Nueve cuentos’ (Alianza), un
ejemplo de ese otro poco, publicados dos años
después de ‘El guardián entre el centeno’, y algo
querría decir.
La sensación general final es francamente
extraña. Y aunque no hubiese comprobado en
internet que es más que probable que sufriese de
algún tipo de trastorno psíquico, creo que salta
a la vista: hay cuentos que no podría escribir
alguien ‘normal’. Y cuando digo ‘normal’ quiero
decir un escritor normal, que ya es limitar bastante la cosa. Uno, ‘El período azul de DaumierSmith’, a pesar de seguir un argumento perfectamente lineal y no recurrir a innovaciones
estructurales de ningún tipo, probablemente
sea uno de los relatos más originales —raros, si
prefieren— que he leído jamás. Es tan extravagante que cuesta imaginar qué puede tener
alguien en la cabeza para escribir algo así.
Los dos más famosos son, disque,‘Un día perfecto para el pez plátano’ y‘Para Esmé, con amor
y sordidez’. Y ambos me han parecido —me estoy
sonrojando de mi propia desfachatez— magníficos; sobre todo el primero, que es como un puñetazo. Pero no los mejores. El relato ‘El hombre
que ríe’, en cambio, creo que es, sin exagerar,
uno de los mejores que he leído en mi vida. Es
perfecto por cómo, sin contarla, cuenta una historia de amor de principio a fin, diciendo solo lo
imprescindible. Es perfecto por la descripción
justa de los personajes, y por cómo llega casi
sin palabras al fondo de lo que los hechos significan para ellos. Y es perfecto en la descripción
de una edad personal y de una época histórica y
cultural que ha acabado por formar parte de la
nuestra, con su béisbol, sus autobuses, sus batidos y sus ‘fielders’, aunque no sepamos qué son.
Y todo, en veinte páginas. Si no hubiese escrito
‘El guardián…’, yo no tendría ningún reparo en
mitificar a Salinger por esto.
Es cierto que no todas me han gustado tanto,
pero, aun así, entre estas nueve historias hay
algunas que nos muestran lo que a veces puede
llegar a ser la literatura de ficción: verdad.
Táboa Redonda
Domingo 26 de xuño de 2016
elpRogreso
7
Mi último
verano en
un armario
p
ASÁBAMOS el verano
en la casa de la Derrasa, y, después de
comer, salimos a dar
un paseo para no inquietar a mis hermanos. Quise
que mis padres lo supiesen desde el principio.
Llevaban semanas preocupados por mi estado
de ansiedad, y les dije que necesitaba hablar
con ellos. Mi madre se esforzaba por no aparecer atacada, y mi padre me miraba en silencio,
esperando la confesión de alguna maldad. Con
la tendencia de mi familia al tremendismo, a saber qué pasaba por sus cabezas. Había ensayado
tanto aquella conversación que me llevó tiempo
llegar al titular. Todos esos rodeos y el cuidado
eligiendo las palabras hicieron que mi madre
se desesperase y sufriese un mareo que casi la
tumba. Mis planes de conseguir que aquello discurriese de manera sosegada se fueron al traste
y la conversación terminó en el centro de salud
de Juan XXIII, con mi madre explicándole a un
médico de guardia cómo la noticia de que a su
hijo le gustaban los chicos le había cortado la
digestión.
Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia
griega, pero, como los grandes dramas, también
escenas cómicas. Recibí decenas de consejos, y
no tengo duda de que, detrás de ellos, se encontraban las mejores intenciones, sin embargo,
también una cierta imprudencia. Con tono de
confesión, la madre de un amigo me comentó
que el mundo estaba lleno de gente reputada de
los que nadie sospechaba ‘lo suyo’ —que realmente era ‘lo mío’— y que todo era cuestión de
llevarlo con discreción y así conseguiría llegar
tan alto como quisiese. Aquella mujer, que realmente me apreciaba, sólo buscaba animarme,
sin darse cuenta de que sus palabras me invitaban a entrar de nuevo en un lugar del que me esforzaba en salir. Por suerte, no fue lo habitual y
las reacciones más frecuentes se parecieron más
a la de otra madre, la de mi amigo Alberto. En
cuanto me vio, aquella corpulenta mujer me es-
trujó
s i n
mediar
palabra y
me estampó
dos besos explosivos. Al parecer, le daba
una pena terrible que no pudiese tener hijos. No se imaginaba que, a los 21 años
y, con el panorama que se me venía encima, la
última de mis preocupaciones era no tener útero
al que agarrarme.
De todo lo que escuché aquellos meses una
frase se me ha quedado grabada. Ocurrió durante una cena en la que un amigo me presentaba a
su nueva novia. La chica, esforzándose en resultar simpática, se pasó un buen rato asegurando
que ser gay era fantástico, y que ella jamás había
tenido nada en contra de‘este colectivo’. ¡Colectivo! ¡La de palabras nuevas que se incorporaron a
mi vida ese verano! Como cierre para su monólogo me miró a los ojos y, en una demostración
de afecto, me dijo: ‘Además, Nacho, tú eres un
gay como dios manda’. Al momento, entendí
que los gays que dios mandaba eran muy probablemente aquellos que nos cuidábamos mucho
de no parecerlo.
Con mi tendencia al melodrama, ‘lo mío’
se convirtió en el monotema del verano, mis
amigos me llamaban si algún gay salía por
televisión, o me proponían presentarme a un
compañero de su clase que tenía en Almería un
primo ‘igual que yo’, como si fuésemos los dos
últimos osos panda sobre la tierra. Por si fuese
poco, mis padres quisieron asegurarse de que
todo aquello no era fruto de mi imaginación y
pensaron que quizá un sexólogo sería de ayuda
para devolverme al lado adecuado de la acera, y
así fue cómo conocí a Lucrecia.
Al entrar en su consulta y escuchar el motivo
de la visita, aquella buena mujer me miró con
cara de compasión, y me mandó directamente
a la sala de espera, mientras reservaba la terapia
para mis padres. A la media hora les vi salir con
por
Nacho Mojón
«Aquel verano de
1997 tuvo capítulos
de tragedia griega, pero, como los
grandes dramas,
también escenas
cómicas. Recibí
decenas de consejos, y no tengo
duda de que, detrás de ellos, se
encontraban las
mejores intenciones, sin embargo,
también una cierta imprudencia»
gesto compungido, y un montón de
libros debajo del brazo. Hojeándolos
en casa entendí su cara de preocupación, todas aquellas historias empezaban con párrafos como: ‘Cuando
sus padres encontraron a Ken ahorcado en el granero, ya era tarde para
reaccionar’. Supongo que, en aquellos meses, desaproveché la ocasión
de pedir a mis padres cualquier cosa,
tantas eran sus ganas de verme feliz,
que me hubieran consentido los caprichos más disparatados.
Cuando creía que lo peor había pasado, mis amigos se empeñaron en ayudar. Por difícil de creer que resulte, nadie
conocía entonces a demasiadas personas
gais, y se propusieron acabar con aquello.
Como primer paso, decidieron que se debía acabar el monopolio hetero de las noches y, empezaron a sacarme de copas por bares de ambiente.
Una vez allí, se acodaban en la barra y decidían
a quién presentarme, como si fuese la sobrina
soltera de la familia. Que haya logrado sobrevivir a aquello es la prueba científica de que nadie
puede morir de vergüenza, por sonrojante que
resulten las experiencias a las que se enfrente.
Agotado de secretos, aquel verano me lancé a
una carrera frenética de cafés y conversaciones,
intentando explicar a amigos y familiares lo que
estaba viviendo. Creía que, cuanto antes lo supiese todo el mundo, antes sería capaz de recuperar la normalidad y dejar todo atrás. Aquello
resultó una experiencia emocionalmente agotadora, y, en muchos aspectos, frustrante. Vivía
con la sensación de deberle al resto del mundo
una justificación, como si fuese mi responsabilidad ayudarles a entender y me arriesgase a
cargar con las consecuencias si no lo conseguía.
Tardé en descubrir que no era la manera, y me
costó aún más convencerme de que no debía a
nadie ninguna explicación.
En realidad, nada fue tan difícil, ni tampoco
tan sencillo. Lo viví con la intensidad del que ve
moverse bajo sus pies su apacible vida de chico
de provincias, y con la incertidumbre de sentirse distinto a una edad en la que no conseguir
las zapatillas de moda era motivo de exclusión.
Hoy me sonrojo cuando lo escribo con este tono
de testimonio de superación, como si hubiese escapado de una lapidación segura. Con los
años he visto que este tipo de escenas forman
parte de la biografía de muchos amigos, con
los mismos ingredientes de vencer el miedo, de
sentimientos de vergüenza y culpabilidad, y que
todo lo que esta historia tiene de especial lo tiene
únicamente para mí. Hubo errores y algunas
cosas tristes, pero sobre todo mucho cariño, y
hoy sonrío cuando imagino qué habría pensado si ese verano alguien me hubiese propuesto
contarlo todo en un periódico.
Táboa Redonda
Domingo 26 de xuño de 2016
elpRogreso
8
por
Santiago
Jaureguizar
Os heroes que seguen
liberando o Ritz
r
AFAEL CHIRBES deixara reservada unha novela de amor cando
morreu. Non quixera
vela publicada porque o
protagonista era un amante. E o amado, tamén. ‘Paris Austerlitz’ é unha
historia de amor tan ilusionante de principio
e tan amarga de final como calquera historia
de amor.
O pasado domingo estiven lendo ese libro. A
parella protagonista —un pintor coa superioridade cruel da burguesía e un obreiro co complexo da carencia proletaria— adoita reunirse
nun bar de traballadores marroquinos. Acordoume as memorias de Juan Goytisolo, nas que o
escritor barcelonés conta que en París frecuentaba bares de traballadores magrebíes atraído
por un maremagnum doloroso de ideas políticas, pulsións eróticas e disgustos co seu físico.
Goytisolo enchía en francés a documentación
dos obreiros. Exhibía altura intelectual para
agochar a decepción de mirarse no espello.
Goytisolo ten outro libro sobre a estadía de
Jean Genet en Barcelona nos anos 30. En ‘Genet en el Raval’, narra como Genet, fillo dunha
prostituta e ladrón dende a infancia —malia
os intentos da súa familia adoptiva—, chega
á cidade tras ser expulsado do Exército ao ser
sorprendido en plena e gozosa cópula con outro
soldado. En Barcelona cae no Raval, un barrio
que xa tivera a súa propia caída cando a burguesía abandonara as súas fábricas e vivendas para
irse a L’Eixample animada polo plan Cerdà de
1860. As rúas do Raval acabaron nunha sucesión
de tabernas, cafés e prostíbulos, a maiores de
ser urinarios ao aire libre que non figuraban nos
mapas que manexaban os servizos municipais
de limpeza.
Nese mundo sórdido, Genet prostituíase en
La Criolla para o seu chulo, Stilitiano, o serbio
exiliado da Lexión Estranxeira. Compartían
cama, aínda que o militar impoñíalle a abstinencia co único brazo que lle quedaba. O único
contacto que permitía ao seu escravo limitábase
a deixar que lle colocase algodón na bragueta
para inchar a súa masculinidade.
Jean Genet sentíase atrapado por esa perversión do soldado, pola crueldade do desexo sen
consumar. Pero coñeceu outra brutalidade, esta
máis devastadora, a que causou a matanza de
Chabra e Chatila, en Beirut. Cometeuse durante
a Guerra do Líbano, en 1982. A OLP matara 582
cristianos en Damour e a Falanxe Libanesa multiplicou por seis ese número co consentimento
expreso de Israel. «Non xudeos matan a non
xudeos. Que temos nós que ver con iso?», alegou
o daquela primeiro ministro Menahen Begin
lavándose coa mesma auga que deixara correr
Poncio Pilatos.
Genet deu entrado no campamento pouco
despois. Non era fácil camiñar: «Un neno morto pode ás veces bloquear unha rúa, son tan
estreitas, e os mortos tan cuantiosos»,
lamenta en ‘Catro horas en Chatila’.
Nese libro faille un reproche á fotografía porque «non capta as
moscas nin o cheiro branco e
espeso da morte. Tampouco
di sobre os saltos que hai
que dar cando se vai dun
cadáver a outro».
A guerra en Beirut foi
a situación que buscou
a periodista Oriana
Fallaci para contestar
a pregunta que lle fixera a irmá máis nova na
véspera de marchar de
Italia cara ao Líbano:
«Que é a vida?». A vida
é arriscar a vida. Fallaci
conta en ‘Insallah’ como
coñeceu un soldado guapo
e intelixente, Angelo, que
botaba o día cun lapis e un
papel para concretar o secreto
da existencia cunha fórmula matemática.
Hai uns anos Mario Vargas Llosa
adentrouse na violencia de Oriente Próximo despreocupándose dos seus zapatos Scarpe
Antes, o periodismo literario
trataba da vida;
contaba a miseria,
o amor de recibo
devolto e a guerra
amputadora. Agora, trata de hostelaría e amizades
sobreactuadas
di Bianco. Actuou con ousadía, cumprindo coa
folla de ruta de visitas e entrevistas que lle preparara a filla. Esa implicación de visita a parque
de atraccións deulle para escribir ‘Israel/Palestina: Paz o guerra santa’.
A semana pasada Vargas Llosa volveu a Xerusalén para facerse un photocall advenitorio dun
novo libro sobre o Inferno. Adiantounos: «El
Gobierno de Netanyahu es el más reaccionario
de la historia de Israel». Estamos afeitos a lerlle
obvidades, pero unha obviedade expresada por
un premio Nobel resoa coma a revelación feita
a Moisés no monte Sinaí.
O periodismo era a crónica viva que escribía
Oriana Fallaci e mesmo a que escribiu Genet
en ‘Catro horas en Chatila’. Case diría que ‘Paris
Austerlitz’ é unha reportaxe espléndida sobre
a sida. Agora, a emoción decadente que propoñen os cronistas estrela son descricións sobre
como se citan para beber e sobre como se citan
nos artigos. A súa resposta á pregunta sobre a
vida da irmá de Oriana Fallaci é que consiste en
desecar vasos de vermú e en anunciar que van
liberar o bar do Ritz, como fixo Hemingway logo
de entrar no París postnazi. O elemento máis
irritante desas crónicas é que soan a falsidade
abstemia e a camaradería impostada.
En Italia acaba de aparecer ‘O medo é un pecado’, un recompilatorio de correspondencia
intercambiada de Fallaci. Unha das cartas está
datada en 1967 en Nova York. Conta que ceou
con Don Xoán Carlos e Dona Sofía. Non
lle gustaron nada. Despreza o daquela príncipe «porque se criou
á sombra de Franco e é o seu
robot obedente». Ignora a
futura monarca porque «é
a filla daquela raíña de
Grecia que militaba nas
Mocidades Hitlerianas
e mandou encarcerar
50.000 socialistas
gregos».
Fallaci guiouse
profesionalmente
pola independencia. Enviou unha
longa protesta a
Fidel Castro en 1983
por negarse a recibila ao percibila como
«contrarrevolucionaria». A xornalista, filla
dun partisano, queixouse
alegando: «Non son socialista. Fun socialista. Se vostede me lese coñecería a miña
desconfianza cara aos dogmas e
a miña pouca esperanza de que nin
sequera o socialismo poida cambiar o
home».
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