EL PODER PARAMILITAR1 Las Autodefensas Unidas de Colombia se mueven entre dos poderes, unos ilegales y otros "amparados legalmente", gracias a liderazgos e influencias locales. Esta dicotomía induce a la pregunta de cuál clase de paz se está gestando en el país. William Ramírez Tobón2 A finales del año anterior, Editorial Planeta y la Fundación Seguridad y Democracia publicaron el libro El poder paramilitar, conjunto de ensayos elaborados por seis especialistas en el fenómeno paramilitar en Colombia. Los diagnósticos y recomendaciones de la obra parecen alcanzar plena vigencia si se tiene en cuenta que el número de desmovilizados (hoy pasa de 20.000 mientras en ese momento llegaba a 5.000) coincide con una ley de Justicia y Paz que todavía no funciona, y con una campaña electoral para la Presidencia de la República y cuerpos colegiados en la que varios líderes desmovilizados o, peor aún, en armas, definen candidatos y presionan a los electores. A lo cual se suma un agudo contraste: las fracturas de la opinión pública y las indefiniciones y contradicciones de las instituciones públicas y privadas frente a la paz, por un lado, y el vigor y coherencia de las exigencias de las Auc y de las Farc respecto de sus propios intereses, por el otro. Es claro que nuestro país se enfrenta a graves dilemas. ¿Cómo hacer la paz, por ejemplo, sin deshacer la sustancia normativa legal y las tradiciones institucionales de nuestra democracia? ¿De qué manera responder a un conflicto político armado entre el orden constitucional y las insurgencias cuando éstas están contaminadas por múltiples formas de delincuencia común? Tal vez la primera consideración sería la de que en el proceso de paz con las Auc, el Gobierno asumió, de entrada, los costos de sentarse con una organización dotada de estrategias de dominio en las que alternan ideas políticas con propósitos de enriquecimiento personal y de grupo, con tácticas terroristas para la reducción del enemigo, y con un aparato de guerra alimentado por el combustible del narcotráfico, la extorsión, el robo, el secuestro y el tráfico de armas. Es decir, le abrió interlocución oficial a un tipo de guerra cuya desactivación ya no podía ser el resultado de una victoria bélica sino de una transacción militar, política, económica y ética entre las partes, y cuya novedad parecía provenir de las ambiguas fronteras entre las delincuencias común y política. Asumidas tales particularidades, al Estado sólo le quedaba definir las fórmulas para una negociación que por sus características específicas debía hacerse con prescindencia de algunos condicionamientos éticos y políticos convencionales, pero sin que ello implicara el quebrantamiento de su soberanía sobre el territorio nacional y sus pobladores. Una perspectiva bastante compleja y desalentadora si se tienen en cuenta el esquivo apoyo ofrecido por la opinión pública al comienzo de las conversaciones, y las equivocadas reacciones del Gobierno al protegerse bajo un equívoco manto de confidencialidad, más furtivo y "autodisculpante" que discreto. Esto contribuyó a alentar la desconfianza ciudadana hasta el punto de suponer la existencia de una peligrosa improvisación por parte del Ejecutivo o, en el peor de los casos, un oculto juego de connivencias y cálculos ilegítimos entre los dos antagonistas. ¿Qué clase de paz se gesta? 1 2 UNperiódico. No. 88. Bogotá, febrero 26 de 2006. http://unperiodico.unal.edu.co/ediciones/88/05.htm Profesor Titular de la Universidad Nacional de Colombia. Ahora que el apoyo público ha aumentado hasta lograr una mayoría considerable, y la desconfianza respecto de las acciones gubernamentales ha cedido, el proceso de paz ha sido sometido a otro tipo de trabas y desinformaciones. Una de ellas tiene que ver con el hecho de que el ideal de convivencia no ha logrado la altura de un valor realmente nacional, y otra que la paz no ha logrado el sentido de un proyecto de Estado por encima de las contingencias propias de un estilo y un cuatrienio de gobierno determinado. La convivencia y la paz han terminado convertidas en recursos para modelar personalidades de cara a los cálculos electorales de líderes y organizaciones políticas, o en simple moneda de tráfico ideológico para la circulación de anacrónicos intereses doctrinarios de derecha e izquier da. Lo anterior hace cada vez más importante pero también más difícil la tarea de comprometer a sectores de la sociedad que por sus específicos aportes e intereses respecto de la paz (económicos, sociales, políticos), puedan hacer una evaluación y seguimiento de la paz con las Autodefensas y su significado e impactos frente a los actuales contactos con el Eln y las futuras negociaciones con las Farc. Mientras tanto, las principales reservas públicas a ciertas formas y alcances de la desmovilización y la reinserción de los paramilitares se mantienen dentro de la pregunta sobre qué tipo de paz saldrá al final de las negociaciones. Un interrogante crucial si se tiene en cuenta que la dejación de armas representa solo parte de una estructura de poder -muy especial como es el de las Auc- que no se desmantela con el acto escénico del desarme y que, por el contrario, puede servir para enmascararlo y aun aumentar sus posibilidades delictivas. En efecto, la clase de poder acumulado por las Autodefensas no depende solamente de sus armas de fuego sino de las estructuras de dependencia que pudo imponerle a las comunidades de base, gracias al trabajo de contención de la guerrilla y a algunas intervenciones en obras públicas descuidadas por el Gobierno. Esto es muy importante porque de aquí se derivan unos poderes e influencias que no son automáticamente ilegales, distintos a aquellos otros contrarios a la ley y que deben ser desmontados de inmediato. Estos últimos son todos aquellos derivados de la fuerza de las armas pero que van más allá de éstas al conformar una economía de guerra según un sistema articulado de formas delincuenciales: narcotráfico, usurpación de tierras y propiedades, creación de redes de extorsión, corrupción e intimidación, tráfico de armas, entre las principales. En cuanto a los primeros, o sea los poderes amparados legalmente luego de la desmovilización y reinserción de los individuos a través de la ley de Justicia y Paz, serían aquellos derivados de sus liderazgos e influencias en las comunidades gracias a los logros alcanzados en tareas de sustitución del Estado por la ausencia o indolencia de éste en el cumplimiento de sus deberes públicos. La duda más recurrente en estos momentos es si el Gobierno puede asegurar una reinserción con la debida reparación a las víctimas y la suficiente presencia institucional en las comunidades para inhibir la reaparición de sistemas coactivos al margen de la ley, vengan éstos de los desmovilizados o de un retorno de la guerrilla. Todo depende de las fortalezas represivas institucionales y de los márgenes de gobernabilidad del Estado para disuadir a quienes, dentro de las Auc, parecen estar apostando a que el Gobierno no sería capaz de romper las negociaciones y estropear tres años de esfuerzos reales y de exhibicionismo político en el empeño de mostrar hacia adentro y hacia afuera que puede hacer tanto la guerra como la paz. Una inequívoca señal en tal sentido tendría la virtud de mostrarnos a todos que la paz es un verdadero proyecto de Estado, muy por encima de cálculos de corto o mediano plazo hechos por quienes se resisten a aceptar que una política representativa del conjunto de la sociedad trasciende afinidades y divergencias particulares y se convierte en una convocatoria del deber ciudadano.