Ratería cinco estrellas

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El mismo autor de la novela “El puente sobre el Río Kwai” que inventó el puente que
nunca existió y otras muchas anécdotas, escribió también algo así como una historia
sobre los prisioneros ingleses tomados por los japoneses en Singapur. Uno de ellos no
pudiendo evitar su manía de hacer negocios tenía debajo de la barraca de madera donde
vivían un criadero de enormes ratas que vendían a muy buen precio para aumentar la
dieta de sus compañeros de desgracia. Fue la primera vez que me enteré que la rata
podía ser, y era un producto tan estimado como un carré de cerdo u otras delicias
carnicas. Es cierto que desde épocas antiquísimas cuando los asedios a las ciudades eran
realmente bien establecidos el hambre llevaba a los asediados a comerse ratas, perros,
gatos y todo lo que hubiera digno o indigno de llevarse a la boca.
En la curiosa y cruel película “Mondo Cane” vimos una escena muy tierna de cuando
llorosas señoras norteamericanas de Hollywood derramaban abundantes lágrimas en la
tumba de su mascota querida, seguramente más queridas que su propio marido y/o
amante. Inmediatamente en la película se hacía un corte y mostraba un restaurante chino
que servía como plato principal gordos perros de criadero. Hace poco en Vietnam
veíamos unas jaulas llenas de ratas de donde su criador sacaba ejemplares para su venta
no sé si llamarla carnicería o ratería pero se decía que este producto se cotizaba a muy
buen precio no sabemos si a la altura de carne de Aberdeen Angus o Shorton…
Un amigo ingeniero contaba de un importante trabajo que realizó para una empresa
argentina en Nigeria. Un día el jefe del enorme taller dijo que era tal la cantidad de ratas
que había en ese lugar que había resuelto realizar una campaña de desratización
envenenando cebos para ello. El jefe de personal de la empresa al conocer este plan le
advirtió que no llevara a cabo el mismo pues sus empleados comían habitualmente ratas
y envenenarlas hubiera significado la desaparición de gran parte del plantel laboral.
El amigo ingeniero al término de su misión en el país africano fue invitado por sus
colegas a una comida de despedida a realizarse en un respetable restaurante de la ciudad
capital Lagos. Instalados los comensales en un ambiente de luz tenue comenzaron la
cena, el amigo en cuestión preguntó que carne era la que se servía y alguien le
respondió que no preguntara y que comiera nomás. La evasiva respuesta lo hizo
reflexionar, dejó de comer y ante la nueva pregunta similar le respondieron que era
suculenta carne de rata. La anécdota en cuestión repugnante para el paladar argentino no
sabemos el fin que tuvo aunque lo suponemos.
Y como en esto de la ingesta ratonil son muchas y variadas las que podemos mencionar
que muestran que las ganas de manducar van más allá de lo creíble pensamos que se
puede poner punto final recordando algo que una vez leímos que decía que los
quirquinchos o mulitas o bichos de similar contextura eran transmisores de la lepra y se
aclaraba que estos bichos tenían por costumbre visitar a los queridos muertos en los
cementerios y no para guiarlos al cielo sino para engordar lo suficiente como para
hacerlos deseables al espiedo por los criollos.
De los tiempos de la conquista y colonización de América son muchos y variados los
comentarios de cronistas e historiadores que hablan de las comunes ingestas de
indígenas a españoles y de españoles a indígenas. La más conocida entre nosotros fue la
de la primera fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza y que relata que fueron
tantas las mishiaduras y hambrunas de los acorralados españoles que algunos de ellos
desesperados mataron un caballo y se lo manducaron, ante lo cual los mismos fueron
ajusticiados. Sus compañeros al ver tales y hermosas “reses” colgadas no tuvieron mejor
idea que comérselos. Otros relatos hablan que en varias expediciones los españoles
desesperados de hambre se comieron a los indios que les servían y sacrificados todos
ellos llegaron a un pueblo indígena que los recibió amablemente. Como el hambre
continuaba no tuvieron mejor idea que comerse a los gentiles nativos, en
agradecimiento sin duda a los buenos modales demostrados.
Por lo que creemos absolutamente cierta la frase que dice “Todo bicho que camina va a
parar al asador”. En este caso, aclaremos, los bichos eran indios o españoles.
Miguel Bravo Tedin
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