Num102 023

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¿Hacia un sistema
educativo europeo?
MIGUEL ÁNGEL ARROYO
E
videntemente
la
cuestión
es
sugerente e incluso, para algunos,
constituye un objetivo a conseguir
en un proceso a largo plazo. Es cierto que
cabe especular con el tema y hasta elaborar
hipótesis, más o menos fundadas, sobre las
cuales sustentar esa meta, pero la realidad es
que, hoy por hoy, la construcción de un
sistema educativo europeo, único y válido
para todos los países de la Unión, ni
constituye un fin prioritario, ni tiene que ver
con otros objetivos, claramente diferenciados
y limitados en cuanto a su alcance, como son
el fomentar el conocimiento y el
acercamiento entre los distintos sistemas
educativos nacionales o, incluso, el
establecer mecanismos de interrelación entre
ellos, sobre la base de reconocimientos y
homologaciones mutuos, pero no como etapa
o vía intermedia hacia una integración final.
Y es que los sistemas educativos nacionales
representan un elemento constitutivo y
configurador de sus respectivas soberanías y, en
consecuencia, en tanto en cuanto éstas resulten
preservadas en lo esencial, aquéllos mantendrán
igualmente sus perfiles específicios y
singulares.
Sentados estos principios fundamentales, que
implican una respuesta negativa a la
interrogante inicial —“¿Hacia un sistema
educativo europeo?”—, podemos examinar el
conjunto de rasgos que, con mayor o menor
intensidad, según los casos, pueden entenderse
como comunes a los sistemas educativos de
todos los países que integran la U.E.
En primer término, la extensión de la educación
al conjunto de sus respectivas poblaciones, con
la correspondiente ampliación de la enseñanza
obligatoria a tramos de edad más extensos. Esta
globalización de la oferta educativa supone,
además, el reconocimiento creciente de nuevos
derechos educativos, tales como la educación
permanente, la educación de adultos o la
educación pre-escolar.
El conjunto de los países de la Unión puede
considerarse, por otra parte, que han logrado, de
modo más o menos reciente, según los casos,
superar los problemas de escolarización y, en
general, los problemas materiales y de orden
cuantitativo, por lo que todos ellos se
concentran en la actualidad en resolver los
problemas cualitativos, con el objetivo último
de mejorar la calidad de sus distintos niveles de
enseñanza.
Un elemento externo, como es el descenso de la
natalidad, producido hasta niveles extremos en
algunos casos, en las últimas décadas en los
países europeos, viene permitiendo atender ese
objetivo de mejora de la calidad, al propiciar el
desvío recursos humanos y materiales desde
anteriores dedicaciones, y concentrarlos ahora
en una población escolar más reducida. La caída
demográfica ha sido tan fuerte, que ni siquiera
el acceso generalizado de la mujer a todos los
niveles educativos, en proporciones que en
muchos casos superan ya a los hombres, ha
podido compensar sus efectos.
Otra nota común al conjunto de los sistemas
educativos europeos es el progresivo
deslizamiento de sus alumnados hacia la
educación superior, descompensando en
algunos casos el deseable equilibrio entre los
estudios profesionales y aquellos que sólo
tienen carácter propedéutico.
Señalemos finalmente otras dos notas
comunes; de una parte, la superación de las
“guerras de educación”, esto es, de la
conflictividad planteada por motivos
ideológicos entre enseñanza pública y
enseñanza privada, dándose paso a un statu
quo, presidido por la competitividad entre
ambos sectores en el terreno de la calidad y
por el reconocimiento de la libertad de
elección de las familias, respecto al carácter
del centro donde desean que sus hijos sean
educados.
El otro rasgo que queremos destacar por último se refiere a la creciente preocupación por
las relaciones entre educación y empleo,
como consecuencia, fundamentalmente, de
los problemas de paro que padecen, con mayor o menor agudeza, los países europeos,
pero también a causa de las nuevas
concepciones respecto a la distribución del
trabajo, la cultura del ocio, la incorporación
de los emigrantes al mundo laboral, etc.
Establecidos estos rasgos comunes y reiterada la
voluntad de fomentar el mutuo conocimiento y
la eliminación de diferencias conflictivas entre
los respectivos sistemas educativos nacionales,
hemos de cuestionar cuáles son, si existen, los
ejes de una política educativa europea, para
comprobar así que lo nuclear de esa posible
política presenta un carácter instrumental, al
servicio del objetivo prioritario del Tratado de
Roma de lograr, a través de la libre circulación
de las personas, “una unión más estrecha entre
los pueblos que componen la Comunidad, su
progreso económico y social y la mejora
constante de sus condiciones de vida y empleo”.
Es evidente que esa libre circulación de las
personas, para no constituir un derecho y una
meta meramente formales, ha de tener,
necesariamente, el corolario de la libertad de
instalación y de ejercicio profesional en
cualquier país miembro de la Unión, y ello nos
conduce finalmente al núcleo de la política
educativa europea, que, tal como ya hemos
anticipado, se concreta, de una parte, en la
voluntad de establecer una posición común en
el ámbito de la Formación Profesional, y de
otra, en el reconocimiento mutuo de títulos de
enseñanza superior con fines profesionales.
Ese es el exacto alcance que hoy tiene un
presunto Sistema Educativo Europeo, ya que la
experiencia ha demostrado las limitaciones y el
carácter básicamente testimonial de otros
intentos más ambiciosos y complejos como el
del bachillerato único europeo o la creación en
1972 del Instituto Europeo de Florencia, para la
realización de estudios de tercer ciclo,
susceptibles de otorgar el título de doctor con
validez en todos los países europeos, pero con
vocación de haber constituido el germen de una
futura universidad europea. Incluso, a un nivel
más limitado, aún plantea algunos problemas el
reconocimiento académico y la homologación
formal de los períodos de estudio realizados en
países distintos del de origen, bajo el patrocinio
de los diversos programas europeos.
Así pues, los esfuerzos se han concentrado en el
establecimiento de un régimen recíproco de
reconocimiento profesional de títulos, diplomas
y certificados, salvaguardando la identidad de
los respectivos sistemas educativos y
renunciando a su progresiva homologación,
mediante el establecimiento de fórmulas
compensatorias y correctoras, encaminadas a
completar la formación adquirida en el país de
origen, hasta los niveles existentes, en su caso,
en aquel otro, en el que se pretende ejercer la
actividad profesional.
El proceso se inició en 1975 a través de
directivas sectoriales, las primeras relativas a las
profesiones sanitarias, que han ido regulando el
libre acceso al ejercicio profesional en las
distintas actividades.
Así fueron regulándose el sector médico en
1976 (en España por un Real Decreto de 1989,
que traspuso la correspondiente Directiva
Comunitaria); el de enfermería, en 1979; el de
odontología, en 1979; abogacía, también en
1979; veterinaria, en 1980; matronas, en 1983;
farmacia, en 1987; arquitectura, también en
1987,…
Como ya se ha apuntado, a partir de 1988 el
Consejo de Ministros de la Comunidad adoptó
una Directiva que, superando las regulaciones
sectoriales, vino a establecer un sistema general
de reconocimiento de títulos, basado en dos
criterios básicos: su aplicación a todas aquellas
actividades para las que se exija una formación
superior a tres años y que anteriormente no
estuvieran ya reguladas por una directiva
específica y, en segundo lugar, el criterio de que
la decisión aplicable por cada Estado es caso
por caso, o sea que no existe a priori una lista de
títulos reconocidos automáticamente. Por
último, y completando los criterios anteriores,
se admite que el Estado receptor pueda exigir
determinadas “compensaciones” formativas.
Como conclusión cabe resaltar que la
“exposición de motivos” de la Directiva 89/48
CEE del Consejo de 21 de diciembre de 1988, a
que nos estamos refiriendo, resulta muy
expresiva sobre la posición europea respecto a
los sistemas educativos nacionales, al reconocer
que la norma se dicta fundamentalmente para
resolver el conflicto entre “la identidad” de
éstos y el derecho de ejercicio profesional en
cualquier lugar de la Unión Europea.
Podemos concluir, pues, que el reconocimiento,
y la preservación, de esa identidad nacional
representa al día de hoy el condicionante
esencial de la política europea en materia
educativa, que, pese a tales limitaciones, ha
supuesto una notable contribución al proceso de
unidad europea, no sólo sentando las bases que
hacen posible algunos de sus objetivos
fundacionales, sino impulsando un movimiento
colectivo en pro de un mejor entendimiento
entre todos los países que integran la Unión.
Conclusión
Tal como se ha intentado demostrar en este
trabajo, la política europea en materia educativa
no ha tenido por finalidad la construcción de un
sistema unitario, ni la de un modelo de validez
universal, aplicable a todos y cada uno de los
países de la U.E.
Si en algún momento los afanes paneuropeístas
llegaron a plantearse tales posibilidades, la
realidad ha ido imponiendo su peso, hasta llegar
a descartar aquellas metas, sustituyéndolas por
otras, más limitadas, pero también más efectivas
y viables.
Probablemente el hecho de que en el Tratado de
Roma no se hiciera prácticamente referencia a
los temas educativos, no debe ser atribuido a
una mera omisión, sino a la visión que los
primeros europeístas tuvieron de los sistemas
educativos nacionales como elementos
inherentes y sustentadores de las respectivas
soberanías de cada Estado Miembro.
Pero las virtualidades de la educación en el
proceso de construcción de la unidad europea
no podían ser ignoradas, en ninguno de sus
aspectos fundamentales; de una parte, y desde
una perspectiva instrumental, para hacer posible
el objetivo de lograr la libre circulación de las
personas, su libre instalación y su libre ejercicio
profesional desde cualquiera y en cualquier país
de la Comunidad. Ello requería el
establecimiento
de
unas
pautas
de
reconocimiento mutuo referidas al contenido de
los estudios realizados en cada país y a la
validez de los títulos obtenidos como
consecuencia de ellos, de tal modo que la
habilitación profesional resultara posible en
cualquier país, como independencia de donde se
habían realizado los estudios y obtenido el
título.
Como hemos visto, ese objetivo, aun con
determinadas reservas, se puede considerar en
buena medida alcanzado, tanto en el terreno de
la Formación Profesional, como en el de los
estudios universitarios, a través de la doble vía
de las Directivas Europeas y de su trasposición
al Derecho interno de los distintos países, de
una parte, y de la jurisprudencia que ha ido
estableciendo la Justicia europea, de otra.
Junto a esta función instrumental que ha
desempeñado la política educativa europea,
ha de ponerse de manifiesto la decisiva
aportación que ha representado para la
implantación y el fortalecimiento de la idea
de la unidad europea. Efectivamente ha sido
en el ámbito educativo donde se han
producido los mayores esfuerzos, y también,
por qué no decirlo, los más desinteresados,
para promover los ideales europeos, a través
de la puesta en marcha de distintos
Programas encaminados a propiciar un mejor
conocimiento mutuo de las lenguas, las
culturas, la historia y, en suma, las realidades
de los distintos países europeos y de sus
gentes.
El balance, al cabo ya de varias décadas, puede
considerarse altamente satisfactorio y son ya
centenares de miles de profesores y alumnos los
que han participado en ese tipo de programas y
han realizado personal y físicamente el
concepto de unidad europea, contribuyendo,
además, a proyectarlo en sus ámbitos
respectivos.
Esa simbólica caída de fronteras representa, por
otra parte, un estímulo para superar recelos o
comprobar lo infundado de ciertos temores,
ampliando así el horizonte vital y profesional en
especial de los jóvenes, que empiezan ya a no
plantearse su futuro exclusivamente en el
escenario de su país de origen, ampliándolo, por
tanto, al menos potencialmente, a los de los
restantes países europeos.
Probablemente esa mayor predisposición a la
movilidad geográfica sea uno de los rasgos que
caractericen —ya empieza a serlo— las
diferencias generacionales. El fenómeno resulta
aun más notable en un país como España, que
en épocas todavía recientes se ha visto obligado
a vivir volcado hacia dentro y con una visión
demonizada de todo lo exterior. Por eso, si bajo
la Dictadura Europea era la salida a la libertad y
a la democracia, hoy es percibida con toda
naturalidad por nuestros jóvenes como un
escenario propio, en el que poder desenvolverse
tanto personal como profesionalmente si llegara
la ocasión.
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