Una guerra de cuatro siglos:

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Una guerra de cuatro siglos:
La lucha de Buenos Aires por deshacerse
de sus basuras
por Ángel O. Prignano
La ciudad de Buenos Aires debió soportar, desde su misma fundación por Juan
de Garay en 1580, la desidia de sus pobladores que no se preocupaban por
mantenerla limpia o en condiciones higiénicas medianamente aceptables.
Primero fue el foso que rodeaba el primitivo fuerte, convertido en el primer
vaciadero de basuras de la ciudad; luego las calles se vieron invadidas por
desperdicios de toda clase, animales muertos y hasta cadáveres de negros
esclavos. Las sucesivas autoridades libraban bandos y provisiones prohibiendo
ensuciar calles y espacios abiertos, pero estas medidas eran desoídas
convirtiéndose en letra muerta. De ahí sus constantes reiteraciones.
Primeros intentos con carros recolectores
Esta caótica situación quiso eliminarse con la instalación de un sistema más o
menos organizado de recolección que se valiera de carros tirados por caballos
o mulas. A comienzos del siglo XIX se tomaron medidas en dicho sentido y a
partir del 28 de diciembre de 1803 fue puesto en práctica por el Cabildo bajo
un sencillo reglamento con el que debían regirse los carreros y la población en
general. El servicio se inició con seis carros que salían en cuadrillas de tres con
el primero portando un cencerro para avisar de su presencia. Los vecinos
debían juntar las basuras en cueros en las puertas de sus casas. Estos
precarios y descartables recipientes pueden considerarse los primeros “tachos”
de basura homologados oficialmente en nuestro medio. Una vez terminado su
recorrido, cada uno de estos carros se trasladaba hasta el “Bajo de la
Residencia ” (Paseo Colón y Humberto 1°) para volcar allí su maloliente carga.
Los carros se guardaban en una barraca alquilada en lo que hoy es la
porteñísima esquina de Corrientes y Esmeralda. Fue el primer Corralón de
Limpieza de Buenos Aires.
Promediando aquel siglo, este sistema de recolección era altamente deficiente
y no alcanzaba a transportar todos los desperdicios que generaban los vecinos,
artesanos, vendedores de frutas y alimentos, y también algunas pequeñas
factorías. Ello provocaba la acumulación de inmundicias en las calles y en los
muchos terrenos baldíos existentes en aquellos tiempos, pues todos ellos no
encontraron mejor solución que volcarlas desaprensivamente en esos sitios
para sacarse el problema de encima. Sin embargo, esta actitud se volvía en
contra de ellos mismos al verse expuestos a las enfermedades por acción de
los focos infecciosos que se generaban en esos basurales.
El primer incinerador
En 1856 quedó instalada la Municipalidad de Buenos Aires y rápidamente se
dispuso a tomar medidas sobre el asunto. Luego de cotejar distintos modos de
eliminar tales basurales, decidió que lo mejor y más rápido era valerse del
fuego, por lo que trató de encontrar en la actividad privada al que propusiera
algún modo práctico de llevar esa tarea adelante. Pero fue un funcionario de la
propia corporación recién instalada quien encontró la solución. Domingo
Cabello, encargado de los carros de limpieza, en 1858 ideó un sencillo y
rudimentario aparato de hierro que podía ser transportado a cada uno de los
numerosos depósitos de basuras al aire libre que se habían formado a lo largo
y lo ancho del municipio. Su utilización intensiva logró eliminar dichos
muladares con una rapidez asombrosa.
Cuando se creyó haber encontrado la solución a dicho problema, este sencillo
sistema fue abandonado sorpresivamente sin optarse por ningún otro, de
manera que los baldíos volvieron a colmarse con desperdicios de toda clase
para festín de perros callejeros, roedores y otras alimañas. De este modo, lo
que ya se presumía superado regresó con mayor intensidad.
Se contrata la quema de las basuras
Como aún no se había aprobado el impuesto a la limpieza, que recién entró en
vigencia en 1872, la Municipalidad debió encontrar una forma de procurarse
los medios económicos para aplicarlos a la solución de este problema y a la
limpieza pública en general. La crítica situación que volvió a presentarse en la
ciudad no admitía más indecisiones. Fue así que la Comisión de Higiene firmó,
el 1º de julio de 1861, un convenio con Francisco Bellville para que se hiciera
cargo de las basuras que recogían los carros de limpieza. Este concesionario, el
primero de una larga serie, pagaría 2.500 pesos mensuales por todo aquello
que podía recuperar a su beneficio y se obligaba a quemar diariamente el resto
de las basuras. La corporación municipal, por su parte, se reservaba las
cenizas resultantes a los fines que más le conviniera. Este primer contrato fue
por seis años, aunque luego se extendió por más tiempo. Así dio comienzo lo
que con el correr del tiempo se convirtió en un gran negocio.
En un principio, estos “empresarios” hicieron el trabajo en lugares muy
próximos a las edificaciones urbanas, sobre terrenos baldíos que ocupaban
para esos menesteres. Pero lo hacían mal, pues su afán estaba en la
separación de los elementos y materiales que podían darle ganancias y no en
la incineración de lo demás. De allí que los muladares no desaparecieran y
continuaran amenazando la salud de la población. Al quedar habilitada la
Quema en el sudoeste de la ciudad, esta actividad fue trasladada a ese lugar.
La enorme riqueza de la basura porteña, constituida por principalmente por
metales, botellas, vidrios, huesos, trapos, cartón, papel, etc., cuya venta o
industrialización era factible, rindió enormes ganancias a los concesionarios
que se sucedieron en el tiempo. Ellos también obtuvieron importantes
beneficios con las materias grasas que extraían hirviendo huesos, carnes y
animales muertos en grandes tachos.
Nuevo vaciadero y sitio de la Quema
Los sucesivos contratistas que tuvieron a su cargo la incineración de las
basuras -como ha quedado dicho- realizaban muy deficientemente su trabajo.
Definitivamente, la presencia de aquellos muladares donde intentaban la
incineración no podía tolerarse más, por lo que se adoptaron diversas medidas
para hacerlos desaparecer. Así, los propietarios de baldíos fueron obligados a
tapiarlos o edificar en ellos; otros “huecos” fueron urbanizados y devinieron en
bellos paseos públicos que han llegado hasta nuestros días. Tales los casos del
"hueco de los sauces" y el "de las cabecitas", por sólo nombrar dos,
convertidos en las plazas Garay y Vicente López, respectivamente.
Se tornó necesario, entonces, contar con un lugar despoblado y apartado de la
ciudad para depositar los desechos que producía el municipio, por lo que se
decidió habilitar un lugar en los suburbios, hacia el suroeste. Estas tierras eran
de muy bajas cotas de nivel y escaso valor comercial, razones fundamentales
que decidieron su elección.
Así se fue ocupando una extensa zona, en esos años propiedad de José
Gregorio Lezama y de los herederos de Simón Pereira, que podríamos delimitar
entre el antiguo camino conocido sucesivamente como "de las cina-cinas", "al
Paso de Burgos" y "al Puente Alsina" (hoy Amancio Alcorta), las estribaciones
de los "Altos de la Convalecencia " (inmediaciones de la Av. Vélez Sarsfield), el
Riachuelo y el límite del municipio en aquellos años (actual Av. Sáenz),
aproximadamente. Estas tierras hoy están en jurisdicción de los barrios de
Parque de los Patricios y Nueva Pompeya. Con el tiempo, en un sector de este
campo se establecieron numerosas familias e individuos que hallaron en el
basural el modo de ganarse la vida. Ellos conformaron el Pueblo de las ranas .
A un costado del Riachuelo se alzaron rápidamente enormes montículos de
basuras hurgados por un enjambre de hombres, mujeres y niños que
diariamente esperaban las chatas municipales o las zorras ferroviarias para
recuperar todo aquello que pudieran usar, vender... o comer. Hacia 1871, unos
pocos trabajadores trataban de cubrir dichos montículos con tierra para evitar
que las fermentaciones contaminaran el aire. Ante tal circunstancia, la
autoridad municipal terminó por convencerse de que la calcinación era el mejor
modo de eliminar la basura allí acumulada. Y así lo comenzaron a hacer los
concesionarios que tenían a su cargo destruirlas por contrato, según ha
quedado dicho anteriormente.
La dimensión del servicio de limpieza pública que se cumplía en aquellos años
queda demostrada por la magnitud de los gastos que insumía su operación:
4.900.106 pesos en 1871. Era el rubro municipal que mayores montos
requería, seguido del Alumbrado con dos millones. Sin embargo, la eliminación
de las basuras seguía sin ser resuelta y se estaba convirtiendo en un
gigantesco problema de difícil solución.
La Quema
La forma irregular y primitiva en que, hasta fines de la década de 1860, los
distintos concesionarios intentaron destruir las basuras del municipio, jamás
logró eliminar el gran volumen que se fue amontonando en aquellos
descampados del sudoeste porteño. Así lo demostraban las innumerables
actuaciones de la Comisión de Higiene o los parte del inspector de la limpieza
Felipe Riolfo, que en 1869 informaba que "del total de basuras que se lleva
diariamente al Vaciadero (léase Quema) no se llega a quemar la cuarta parte" .
Entonces se terminaron tales concesiones y la autoridad tomó el toro por las
astas.
La solución, una vez más, no la trajeron los empresarios, contratistas ni
licitadores. Fue Ángel Borches, Inspector General de Limpieza nombrado en
octubre de 1871, a quien le correspondería tal honor. Comenzó su tarea a
mediados de septiembre del año siguiente utilizando hornallas "a cielo abierto".
El trabajo de sus hombres fue tan eficaz que, en poco más de tres meses,
fueron consumidas por el fuego todas las existencias y diariamente las que
volcaban los carros recolectores.
Al 31 de diciembre de 1872 se calcinaron alrededor de 108 mil toneladas
acumuladas durante los últimos dos años. Al año siguiente pudieron
aprovecharse las cenizas resultantes de esta operación para la nivelación de
caminos y terrenos bajos. Con ellas fueron cegados algunos pantanos de La
Boca y Barracas y treinta carradas se volcaron en el paseo de Palermo.
Todo el perímetro de aquel campo -unas 85 varas de frente por 150 de fondofue alambrado y posteriormente arado con el propósito de hacer un plantío con
árboles frutales y algunos eucaliptos.
El tren de las basuras
Al mismo tiempo que se tomaba la decisión de habilitar aquella quema al aire
libre en el sudoeste de la ciudad, fue resuelto el traslado del Matadero del Sur
ubicado en la confluencia de las actuales avenidas Caseros y Amancio Alcorta,
parte de cuyo predio hoy ocupa la plaza España, a la meseta donde luego se
formaría el Parque de los Patricios. Paralelamente, un decreto provincial
dictado el 21 de septiembre de 1865 aprobó la traza de un ramal ferroviario
que, desprendiéndose de su línea principal, debería pasar por dichos futuros
mataderos. En realidad, el tendido de estas vías estaba estructurado dentro de
un proyecto mucho más ambicioso que deseaba llevarlas hasta el puerto de La
Boca para facilitar el transporte de mercaderías.
Uno de los tantos individuos que hurgaban la basura en los tachos antes de que pasara el recolector municipal.
Los animaba la intención de recuperar todo lo que después podían vender a su propio beneficio.
La recolección de residuos se realizó, en distintas épocas, bien entrada la noche o al amanecer. El basurero
recogía los desperdicios de los recipientes domiciliarios en su propio tacho para luego volcarlos en el carro.
En esta fotografía, el “matungo” parece supervisar la tarea.
En 1869, el directorio del Ferrocarril del Oeste elevó a consideración del Ministerio
de Hacienda de la provincia un presupuesto de 760 mil pesos para realizar las
obras necesarias y poner en funcionamiento este servicio de las basuras.
Teniendo en cuenta la nomenclatura actual y partiendo de la Estación Central
(Once de Septiembre), los rieles se desprendían de la línea troncal a la altura
de la calle Agüero para atravesar en diagonal la manzana de Agüero,
Bartolomé Mitre, las vías principales y Sánchez de Bustamante. Por ésta
cruzaban Rivadavia para tomar Sánchez de Loria hasta Carlos Calvo, donde
torcían por Oruro hasta la avenida Chiclana. El curioso trazado de la calle
Oruro se debe, precisamente, al tendido de estas vías. En Chiclana y Deán
Funes, epicentro de una gran depresión natural del terreno, debió construirse
un viaducto que, en poco tiempo fue conocido como "Puente Colorado",
seguramente por el color con que se lo había pintado. Desde este punto, las
vías tomaban Deán Funes y su continuación, Zavaleta, hasta llegar a orillas del
Riachuelo. Allí se ubicó la estación del mismo nombre que, posteriormente, fue
denominada "Ingeniero Brian".
Habilitación de un embarcadero de basuras
La decisión de construir este línea carguera creó la necesidad de contar con un
embarcadero donde depositar transitoriamente las basuras hasta tanto fueran
reencaminadas a su destino final. Este lugar de transferencia, donde acudirían
los carros a volcar su diaria recolección, debía estar al comienzo de su
recorrido, tener las características topográficas ideales para tales fines y contar
con la infraestructura adecuada para transbordar las basuras a los vagones de
carga.
Una vez aprobada la traza del futuro ramal, en octubre de 1868 la Sección de
Higiene Municipal aconsejó la compra de un terreno perteneciente a la familia
Sillitoe comprendido entre las actuales Sánchez de Loria, Rivadavia, Esparza e
Hipólito Yrigoyen. Allí fue construido el muelle de carga y los empedrados
perimetrales necesarios para el atraque de las chatas recolectoras y la labor de
los peones encargados de transbordar su nauseabundo contenido. Al poco
tiempo, este embarcadero de basuras tomó el nombre de "Vaciadero", pues
era el lugar donde las chatas recolectoras vaciaban su contenido. Fue natural,
entonces, que el sitio donde se las incineraba fuera denominado "Quema".
Vaciadero y Quema estarían unidos por las vías del legendario "Tren de las
Basuras" durante los 16 años en que cumplió este servicio.
La basura viaja en ferrocarril
Cuando el tendido de rieles y la construcción de viaductos y alcantarillas fueron
concluidos, este ferrocarril carguero quedó habilitado con el doble propósito de
llevar los residuos desde el Vaciadero hasta la Quema y acarrear el carbón que
consumían las locomotoras y otros materiales traídos por las barcazas que
atracaban en el Riachuelo. El transporte de carnes, tarea incompatible con los
otros usos de este ramal, no se hizo sino muy espaciadamente. El contrato
entre la Municipalidad y el Ferrocarril de Oeste fue firmado en 1869 por un
monto mensual de 21 mil pesos, aunque en los años posteriores este canon se
incrementó varias veces.
Antes de su inauguración y cuando apenas había cesado la gran epidemia de
fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires en 1871, el Concejo Municipal
consideró oportuno prolongarlo cinco o seis leguas. La idea era llevarlas fuera
del municipio "y dejar que los cerdos devoren los desperdicios" con el propósito
de disminuir los volúmenes a incinerar. Pero la iniciativa no prosperó debido a
los altos costos de la obra. Por consiguiente, nunca llegó más allá del sitio de la
Quema junto al Riachuelo.
El ramal Estación Central-Riachuelo fue inaugurado oficialmente dos años
después, concretamente el 30 de mayo de 1873, oportunidad en que se
engancharon dos coches de pasajeros para uso de la comitiva que encabezó el
ex Presidente Bartolomé Mitre. El acarreo de basuras, mientras tanto, había
comenzado el año anterior a razón de tres viajes diarios, el primero saliendo
del Vaciadero a las 9:30 horas y el último a las 15:30. Ellos fueron suficientes
para conducir la recolección del día durante todo ese año.
Fin del Vaciadero y último viaje del Tren de las Basuras
Durante la primera mitad de la década de 1880, el Vaciadero de Rivadavia y
Sánchez de Loria recibía diariamente un promedio de 230 toneladas de
basuras. El cúmulo de trabajo y la discontinuidad del mismo hacían que los
vagones cargados permanecieran allí estacionados por largo tiempo, a la vista
de todos, esperando ser arrastrados hasta el sitio de la Quema. Durante esa
misma época se fue generalizando el ingreso de intrusos que, burlando la
escasa vigilancia existente, se apropiaban de los materiales útiles para
comercializarlos a su beneficio. Esto, sumado a las quejas de los vecinos que
pedían su traslado o clausura definitiva, motivó una ordenanza en este último
sentido sancionada por el Concejo Deliberante en 1886. Pero no pudo
cumplirse debido a la falta de buenos caminos para que las chatas municipales
pudieran llevar las basuras a la Quema.
Un decreto del Intendente Antonio F. Crespo promulgado el 27 de junio de
1888 intentó desactivarlo, aunque sin éxito porque continuaban las mismas
causas que lo habían impedido dos años antes. Su sucesor, el Intendente
Guillermo A. Cramwell, impulsó finalmente los trabajos necesarios para que
aquellos caminos se hicieran transitables y ejecutar de una buena vez la tan
ansiada clausura. Así se llegó al 10 de diciembre de 1888, último día en que se
admitieron desperdicios en el Vaciadero. Durante los casi doce meses de aquel
año, 187 carros y 584 caballos conducidos por 217 hombres realizaron
129.468 viajes hasta ese lugar. De este modo, alrededor de 125 mil toneladas
fueron reencaminadas al sitio de la Quema a través del tren de las basuras.
Por otra parte, la zona de su recorrido fue creciendo en edificaciones e hizo
poco decorosa su presencia. Además causaba múltiples inconvenientes al
tránsito público por los numerosos pasos a nivel que tenía. Y lo peor era que,
al estar obligado a circular con carga máxima, las basuras sobrepasaban sus
vagones y dejaba caer parte de ellas en todo su trayecto. Si a esto le
agregamos lo costoso de su operación, tenemos los motivos principales para
que la Municipalidad pensara en prescindir de sus servicios y dejar que las
chatas recolectoras se encargaron de esta tarea.
El “Tren de las basuras”, entonces, terminó por convertirse en una pesada
carga para el Ferrocarril del Oeste, que ya no contó con la renta que le
proporcionaba el transporte de residuos. Sin embargo siguió activo por unos
años más, pues venía transportando pasajeros entre las estaciones Once,
Muelle, Calle Puente Alsina y Riachuelo desde un tiempo atrás. El valor de los
boletos era de tres y cinco pesos moneda corriente, según fueran de ida o de
ida y vuelta, para viajar entre cualquiera de los puntos de su itinerario.
Aunque siguió funcionando por algunos años más conduciendo escasos
pasajeros y carbón para sus locomotoras, ya se vislumbraba el día del
levantamiento de sus vías. Así, el 14 de septiembre de 1895 la empresa
propietaria informó de su desactivación definitiva.
Ese mismo día, el Ferrocarril del Oeste inauguraba otro ramal carguero en su
reemplazo. Se desprendía de su línea troncal en las inmediaciones de la actual
estación Villa Luro y llegaba al mismo punto terminal del anterior, a orillas del
Riachuelo. Hoy por allí corren -de sur a norte- la calle Iriarte, la avenida Perito
Moreno y la autopista de igual nombre.
Decidido a terminar con la Quema y desarrollar un método científico para la
destrucción de las basuras, el intendente Adolfo J. Bullrich nombró una
Comisión Especial mediante un decreto que firmó el 26 de enero de 1899.
Quedó integrada por el Dr. Antonio F. Piñero, el Ing. Carlos Echagüe y el
químico Dr. Francisco P. Lavalle, quienes se abocaron a analizar
exhaustivamente la composición, densidad, peso y volumen de los desperdicios
locales. Por esos años, cada porteño generaba 950 gramos de basura al día. Al
mismo tiempo estudiaron los diversos procedimientos que se estaban
utilizando en algunas ciudades del mundo. Concluyeron en que la incineración
completa era el mejor método aplicable para la eliminación de los desperdicios
y el saneamiento del sitio de la Quema. La idea generadora de todos estos
estudios era la habilitación de una “Gran Usina” en el mismo sitio de la Quema.
Usinas e incineradores
Luego de realizarse los ensayos prácticos de los dos hornos que la comisión
consideró superiores a todos los estudiados, recomendó la elección del sistema
Baker de origen inglés para aquel proyecto. Así, en 1910 se concluyó la
construcción de 72 celdas en el antiguo sitio de la Quema, próximo a la
avenida Amancio Alcorta y Zavaleta.
Cabe preguntarse si la puesta en marcha de estos hornos provisionales –como
fueron denominados- acabaron de una vez por todas con los basurales a cielo
abierto. Nada de eso; Buenos Aires seguía consintiéndolos y los tenía
perfectamente localizados.
Obreros municipales atendiendo la extracción de cenizas y escorias resultantes de la cremación de basuras en la
Usina de Flores. Nótese las largas varillas de hierro que debían utilizar para remover tales materiales en los sectores
menos accesibles de los depósitos en que se acumulaban. Abajo, la playa de maniobras de las zorras decauville
situada frente a los citados depósitos. Allí se cumplía el operativo de carga en el convoy cenicero.
Un programa para la aplicación de nuevas tecnologías fue puesto en
consideración en la década de 1920. De él surgió la construcción de las Usinas
Incineradoras de Chacarita, Flores y Nueva Pompeya. La de Chacarita fue
equipada con los ya conocidos hornos Baker y quedó inaugurada el 6 de abril
de 1926 en Rodney 299. La de Flores capitalizó la experiencia obtenida en la
anterior y fue construida con modificaciones sustanciales que atendieron
principalmente lo relacionado con la manipulación de la basura, tema crítico en
la de Chacarita. Fue inaugurada oficialmente eL 19 de abril de 1928 en San
Pedrito 1489. La de Nueva Pompeya fue construida sobre un diseño del
ingeniero Enrique Espina en Zavaleta y Amancio Alcorta, a pocos pasos de los
hornos provisionales. Quedó habilitada en 1929 con nuevas facilidades técnicas
con respecto a las dos anteriores. El mencionado profesional introdujo
innovaciones en los hogares y la chimenea, e ideó un sistema de alejamiento
de cenizas y escorias a través de zorras o vagonetas “decauville” que rodaban
sobre rieles desmontables.
Los incineradores domiciliarios fueron impuestos a través de una ordenanza
sancionada el 7 de diciembre de 1908. En la década de 1970, Buenos Aires
tenía entre 16.400 y 17.400 incineradores que servían a 1,4 millones de
habitantes.
Así llegamos al 30 de diciembre de 1976, fecha en que se dictó la ordenanza
que prohibió la instalación o puesta en marcha de incineradores domiciliarios,
comerciales e institucionales. Dicha norma exigió su reemplazo por un sistema
de compactación de basuras en todo edificio de más de cuatro pisos y con más
de veinticinco unidades de vivienda. Para el resto se admitió la utilización de
bolsas de papel impermeables o baldes normalizados. La imposibilidad de
aplicación de esta norma provocó posteriormente su muerte.
La usinas de Flores y de Nueva Pompeya cesaron su actividad a fines de 1976;
la de Chacarita unos meses antes. Poco tiempo después todas fueron
demolidas y desaparecieron del paisaje porteño.
En 1977 se reglamentó el uso de las bolsitas de plástico y en 1982 se dispuso
que fueran depositadas en la vereda de domingos a viernes, después de la
hora veinte. Es lo que hoy, con ligeras variantes, se encuentra vigente.
Aparición de la ingeniería sanitaria
La última solución que encontraría el Área Metropolitana de Buenos Aires al
problema de la recolección, transporte y disposición final de los residuos
sólidos fue un método de ingeniería sanitaria utilizado hasta la fecha: el relleno
sanitario. A dichos fines se creó la empresa mixta Cinturón Ecológico Área
Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE) integrada por la Municipalidad
porteña y la provincia de Buenos Aires.
Imagen del convoy cenicero encargado de sacar las escorias y cenizas de las usinas de Nueva Pompeya
y Flores para llevarlas a las zonas bajas e inundables del sudoeste de Buenos Aires.
La Usina Incineradora de Flores en una fotografía de Horacio Cóppola tomada en 1936.
Dos chatas recolectoras transitan la calle Lafuente.
Se construyeron sendas Estaciones de Transferencia en Nueva Pompeya,
Flores y Colegiales donde los desperdicios son compactados y recogidos por
vehículos especiales que los conducen a los lugares de enterramiento. Los
primeros trabajos en este sentido tuvieron lugar en Bancalari (provincia de
Buenos Aires). Luego se tomaron otros sitios en González Catán y Villa
Domínico. Este sistema de ingeniería sanitaria propicia la recuperación de
zonas bajas y de poco valor inmobiliario. Prevé el cubrimiento interior de las
cavas con películas de polietileno, donde se depositan sucesivas capas de
desperdicios y tierra. Finalmente, la zona es objeto de trabajos de
parquización. Pero este sistema viene siendo criticado por organizaciones
ambientalistas y vecinales que no lo consideran seguro. Y ahora comienza otra
historia.
Conclusiones
El aseo de calles, veredas, terrenos baldíos, viviendas unifamiliares y
colectivas, corralones y establecimientos fabriles y comerciales siempre fue
una gran preocupación para las sucesivas autoridades. Pero su accionar
muchas veces no se compadeció con las exigencias de una ciudad en constante
crecimiento y más de una vez adoptaron medidas contradictorias. Hacia finales
del XIX, por ejemplo, la ciudad gastaba enormes sumas de dinero en la
pavimentación de calles y llevaba adelante la construcción de las Obras de
Salubridad mientras permitía la quema de las basuras al aire libre de un modo
primitivo y antihigiénico en amplios sectores ribereños al Riachuelo. Y en 1925,
a la vez que renovaba la flota de barredoras y chatas recolectoras hipomóviles
por modernas unidades de tracción mecánica, no podía detener el avance de
aquellos basurales sobre el Bajo Flores y algunos lugares de la costa del Río de
la Plata , donde esos mismos vehículos y otros clandestinos volcaban su
pestilente carga.
Si bien la ineficacia oficial en estos temas intensificaron las quejas vecinales a
través de las asociaciones de fomento, no era menos cierto que la desidia –tal
vez introducida por los conquistadores- se había apoderado de los propios
vecinos, siempre reacios a cumplir con las mínimas normas de higiene. De este
modo se prohijó una perversa asociación entre autoridades ineficientes y
ciudadanos desobedientes que posibilitó una ciudad desprolija, sucia y
amenazada constantemente por las epidemias. Esta conducta fue –y
lamentablemente lo sigue siendo- una constante en la historia de Buenos
Aires, tanto en lo concerniente al comportamiento individual de sus habitantes
como a la falta de respuestas adecuadas de los funcionarios públicos.
De este modo se fue ingresando en un círculo vicioso del que todavía nos
cuesta salir. De allí la importancia de la educación y el control de la gestión
oficial. Educación para los industriales generadores de basura y para el vecino
que se resiste a separar sus propios desperdicios y ayudar a mantener limpia
la ciudad; control de las ONG’s sobre los entes de higiene urbana para que
cumplan eficientemente su cometido.-
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