Entrevista y cr nica

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Entrevista y crónica
Repositorio documental
Oriol Malló
6/9/16
Taller de géneros periodísticos
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ENTREVISTA
Un teatro para el diálogo / Rosa Montero / 8 octubre 2011
En medio de los cambios en el mundo de la comunicación, la entrevista se
mantiene como un elemento clave en el periodismo y clara favorita entre los
lectores. Una de las maestras del género reflexiona sobre los secretos y el arte
de este juego a dos; donde el entrevistador busca romper la coraza del
entrevistado y entender su manera de ver el mundo
En su estupenda introducción al libro Las grandes entrevistas de la Historia (El
País Aguilar, 1997), Christopher Silvester dice que, cuando surgió a mediados del
siglo XIX, la entrevista era considerada un producto deleznable y de poco postín.
Lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que, en aquella época, no existía
el concepto de la cultura de masas. Antes al contrario: la masa o populacho sólo
era objeto de desprecio (el Manifiesto comunista, que apareció en 1848, resultaba
de un extremismo inaceptable para la burguesía), y las labores intelectuales
estaban reservadas para un minoritario club de caballeros. De alguna manera la
entrevista vino a pulverizar ese coto exquisito y a subvertir el monopolio del
conocimiento, porque los periodistas preguntaban, explicaban y divulgaban. Con
ligereza, desde luego, incluso con frivolidad, pero gracias a eso pusieron en
circulación pensamientos e ideas y consiguieron acercar el latido del mundo a
todos los rincones. Esto hizo que la entrevista adquiriera enseguida una gran
popularidad; de hecho, se puso de moda hace 150 años y aún sigue siendo la
favorita del público.
Entre las entrevistas de personalidad y el psicoanálisis hay bastantes similitudes,
empezando por la distancia profesional
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En realidad la entrevista es en parte ficción narrativa: un cuento que el
entrevistado protagoniza
La cuestión es romper la coraza, bucear un poco. Y para ello se necesita
verdadera curiosidad
En realidad la entrevista es en parte teatro y en parte ficción narrativa: un cuento
que el entrevistado protagoniza. Y con esto no quiero decir que el periodista
invente la interviú, antes al contrario, creo que hay que ser extremadamente
exigente con la fidelidad debida a los hechos. Por ejemplo, a la hora de acortar
las respuestas (casi siempre hay que resumirlas por cuestión de espacio), es
imperativo no alterar ni un ápice la sustancia del razonamiento: si los cortes
afectaran la coherencia, mejor prescindir por completo de ese tema. Tampoco son
aceptables algunos viejos trucos que no pocos entrevistadores utilizan, como, por
ejemplo, poner en tu propia boca, a la hora de escribir el texto, preguntas
ingeniosas y desafiantes que en realidad jamás has formulado porque no te has
atrevido. Y es que en el momento mismo de hablar con el personaje puede haber
mucha violencia soterrada. Así como complicidad, fascinación o espanto. Una
entrevista puede estar hirviendo de emociones.
Esa primera parte, el encuentro físico, la conversación, es, ya lo he dicho, un acto
teatral. Porque siempre hay algo de representación, de juego de personajes
previamente pautado. El periodista acude en su papel de interrogador sagaz y el
entrevistado recibe parapetado tras su disfraz público más habitual: la que va de
simpática sonríe, el antipático bufa, la intelectual frunce el ceño y el seductor abre
en abanico su cola de plumas. Y ahí empieza el trayecto, la pequeña acción
dramática. Porque a lo largo de la charla suceden cosas. O deberían suceder. Es
decir, una buena entrevista es aquella en la que se producen ciertos cambios
emocionales o intelectuales. Puedes haber empezado el encuentro muy fríamente
y llegar a alcanzar una insospechada intimidad; o quizá haya un enfrentamiento y
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un estallido de ira; o es posible que el personaje se rompa. Recuerdo una
entrevista de hace muchos años con el actor Yves Montand. Él era sesentón, yo
veinteañera. Lo primero que le dije, nada más empezar, fue que había estado
fascinada por él en mi adolescencia, y Montand se encendió de placer como una
lamparita y sacudió por un momento su penacho de galán. Pero a lo largo de la
entrevista le fueron pesando los años, le fue venciendo la melancolía del tiempo
y de lo perdido, terminó hablando de los millones de neuronas que se te morían
cada día a partir de no recuerdo qué fatal edad y, en suma, se desmoronó ante
mis ojos. Fue un trayecto hacia el agujero de la nostalgia que hoy, que ya soy casi
tan mayor como él era entonces, creo entender mejor.
Por cierto: mentí. No era verdad que hubiera estado fascinada por él en mi
adolescencia. Nunca me había gustado. Pero pensé que podía ser un comienzo
útil, y funcionó. Este tipo de recursos me parecen lícitos; forman parte de las
armas del entrevistador. El personaje, por su parte, decreta el lugar, el momento,
la duración de la charla: esas son sus fichas. Por eso el periodista debe
prepararse muy bien el inicio de la conversación, sobre todo si va a ser un
encuentro breve. Si sólo tienes, pongamos, media hora, es esencial crear un clima
adecuado rápidamente. Delimitar desde el principio el terreno de juego. Cuando
habló con la dirigente india Indira Gandhi, la celebérrima Oriana Fallaci empezó
con las preguntas más duras y agresivas, en vez de guardarlas para el final, como
muchos hacen, por si el personaje se enfada y te echa; sin duda calculó que Indira
era una mujer guerrera que iba a estar a la altura de ese reto, y acertó en su
estrategia: la entrevista le salió redonda. Recuerdo que, cuando entrevisté por
primera vez a Fraga Iribarne, durante la Transición, hace milenios, me sentía
bastante amedrentada; la semana anterior, el temperamental político había
sacado en volandas de su casa, agarrado por el cuello, a un reportero con el que
se había enfadado. Y yo quería, yo debía preguntarle cuestiones por entonces
palpitantes y difíciles: ya digo que muchas veces preguntar da miedo. Así que me
preparé el comienzo de la charla con exquisito cuidado. Primero le dije: "Me han
contado que tiene usted un gran sentido del humor" (cosa que se comentaba de
verdad y que era cierta: podía ser muy gracioso). A Fraga le halagaron estas
palabras, como es natural, y se apresuró a corroborarlas. Entonces añadí:
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"También me han contado que puede tener usted unos prontos tan ásperos que
la semana pasada sacó a un periodista agarrado del cuello". Y ahí se le mudó un
poco la cara y empezó a decir que no, que no era cierto, que lo del periodista no
había sido exactamente así y que él no tenía prontos de ningún tipo. Te pillé,
pensé con secreto alivio de cobardica: al hacer gala de su sentido del humor,
estaba obligado a mantenerlo, y al desmentir sus arrebatos, tendría que
esforzarse por controlarlos.
Como es evidente, una interviú es un juego a dos. Por supuesto que el
protagonista absoluto es el entrevistado, pero lo importante es la visión que el
periodista ofrece de esa mujer o ese hombre. Porque la objetividad, por supuesto,
no existe: toda entrevista es una versión del personaje, una traducción realizada
por el reportero. Pero no hay que confundir la subjetividad inevitable con las
manipulaciones maliciosas: el reportero está obligado a ser todo lo veraz que
pueda. Y es que una entrevista escrita puede ser manipulada hasta extremos
inimaginables; durante el encuentro real, el periodista puede haber estado fatal,
haberse equivocado en las preguntas, haber sido puesto en evidencia por el
entrevistado, pero luego, si no tiene escrúpulos, y con el poder casi absoluto que
otorga tener la última palabra, ese reportero puede ofrecer una versión totalmente
falsa de los hechos. Aún peor: puede engañar al entrevistado y robar un material
que no fue acordado como publicable. La famosa entrevista que Truman Capote
hizo a Marlon Brando en 1956 es una maravillosa pieza literaria, desde luego;
pero, ¿es periodísticamente fiable? ¿Era Brando consciente de que lo que hacía
y decía iba a salir en los periódicos? En fin, es tan grande la omnipotencia final
del redactor que creo que, a la hora de escribir, hay que hacer un esfuerzo y
enfriar unos grados las emociones que te suscita el entrevistado: rebajar la
antipatía que puedas sentir por él, porque quizá te haya pillado en un mal
momento; y enfriar un poco el entusiasmo, porque puede que el tipo te haya
embaucado.
Así, intentando mantener la cabeza fría y siendo lo más fiel posible a lo ocurrido,
redactas la interviú como quien cuenta un cuento. Es decir: intentas perfilar un
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rasgo del personaje, entender su manera de ver el mundo, atrapar alguno de los
múltiples y mudables garabatos que componen la identidad de cada cual. "El yo
es un movimiento entre el gentío", decía Henri Michaux, y el periodista procura
pescar uno de esos movimientos íntimos del yo entre el gentío de yoes que nos
habita. Exactamente igual que cuando diseñas un personaje de ficción, sólo que
en los relatos los personajes nacen de tu imaginación y en las entrevistas han de
responder a la realidad.
Para esto, para ver, para intuir al personaje, hay que utilizar todos los recursos
posibles. La información que da el entrevistado no se limita ni mucho menos a lo
que dice; sus titubeos, sus gestos, su tono de voz, la manera de mirar y de
moverse, su ropa, su actitud, la fuerza o languidez de su apretón de manos, los
detalles del entorno, la decoración de su casa, si es que estamos en su casa; la
relación de los demás con ella o él (secretarios, ayudantes, familia) e incluso la
sensación emocional que despierta en ti: si te apabulla, o te pone nerviosa,
también es por algo. Las clásicas minientrevistas de Manuel del Arco eran breves
y muy sencillas, casi únicamente preguntas y respuestas; pero Del Arco se incluía
de algún modo en ellas y, por ejemplo, le preguntaba a un barítono alemán
wagneriano cuánto medía y cuánto pesaba, porque el periodista decía sentirse
abrumado por su presencia física; y así, esa enorme presencia formaba parte de
la definición del cantante, a quien casi te parecía ver como un rotundo y carnal
Nibelungo.
Por eso los periodistas que se empeñan en quedar mejor que el entrevistado y
que se pican si el personaje se mete con ellos siempre me han parecido unos
idiotas. Porque la finalidad de las entrevistas no es competir con nadie, sino
intentar atisbar y entender cómo es el otro. Y si el personaje pierde los papeles,
si se sulfura y suelta un exabrupto contra ti, está rompiendo su coraza, se está
entreabriendo y delatando, de modo que en realidad es estupendo. No hay que
sentirse personalmente agredido por los personajes, del mismo modo que los
psicoanalistas no se sienten agredidos (o no deberían) por el malhumor de sus
pacientes. De hecho, creo que entre las entrevistas llamadas de personalidad y
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el psicoanálisis hay bastantes similitudes, empezando por la distancia profesional:
tú entrevistas desde fuera de ti, desde un lugar que no es exactamente el tuyo,
un lugar más sereno, de escudriñador del comportamiento. Y, como en el
psicoanálisis, puedes llegar a alcanzar asombrosos momentos de intimidad con
un completo extraño.
La cuestión es, pues, romper la coraza, bucear un poco. Se puede intentar esa
inmersión por medio de la esgrima, del debate y el enfrentamiento: la añorada
Soledad Alameda cultivaba muy bien ese registro. Yo también lo he utilizado, pero
creo que me muevo mejor en la vía contraria, en la de la complicidad y la empatía.
Y para ello se necesita un requisito esencial: verdadera curiosidad. Verdadero,
genuino deseo de saber cómo es el otro. Y aprender a oír sin juzgar, o sin que tus
sentimientos afloren en el rostro, aunque luego, naturalmente, ofrezcas tu juicio
personal sobre el entrevistado al escribir la entrevista. Ese es el secreto: que el
personaje perciba que tú quieres escucharle de verdad. Que te interesa
auténticamente. Eso es lo que nos mueve a todos a la locuacidad, porque, en el
fondo, todos queremos ser escuchados y entendidos de ese modo. Y así sucede
que, a veces, pocas veces, en las entrevistas que salen bien, de repente se
produce un momento en el que el personaje se abre como una rara concha
marina, y empieza a hablar desde muy hondo con palabras auténticas, tan
auténticas que sientes que se te eriza el vello. Y entonces te quedas quieta, muy
quieta, intentando no estropear ese lazo tan sutil de comunicación, tirando muy
suavemente del hilito, como quien pesca un hermoso pez resbaladizo, sintiendo
que siquiera por un instante has logrado ese extraño prodigio que consiste en
rozar el interior de una persona. Hasta que, inevitablemente, el embrujo se rompe,
el otro se retira y las aguas se cierran, pero no sin antes haberte dejado atisbar
por un momento un puñado de escamas, un lomo fugitivo, el centelleo esencial
de lo que somos. Pura magia.
"Todo depende del entrevistador"
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Mario Vargas Llosa
Escritor
EL PREMIO Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, es quizá uno de los
escritores más entrevistados de la historia.
Para él lo importante es la actitud del entrevistador. "Hay entrevistadores
inteligentes y hay entrevistadores simpáticos que te crean un clima de tranquilidad
que es lo que luego te incita a hablar con confianza", dice. "También hay
entrevistadores agresivos que van creando una especie de barrera, con lo que te
hacen desconfiar enormemente de ese diálogo y entonces evitas mostrarte al
desnudo.
Hay entrevistadores frívolos y entrevistadores profundos. Creo que, en parte, el
éxito o el fracaso de una entrevista depende en mayor medida del entrevistador
que del entrevistado". El autor de El sueño del celta tiene fama también de saber
dar respuestas inteligentes a preguntas incómodas o simplemente malas.
"A veces cuesta salir del paso", reconoce.
"El entrevistado debería saber mantener la serenidad. Yo a veces la he perdido".
"El mérito es del que lanza las preguntas"
Esther Tusquets
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Editora y escritora
CADA ENTREVISTA es diferente. Todo depende del que la realiza. El mérito es
del que lanza las preguntas. Las buenas son estupendas, te ponen los pelos de
punta, pero las malas, esas que se resuelven a base de banalidades y que ahora
se llevan mucho, me chirrían. Recuerdo que Carlos Barral, con el que viajé en
muchas ocasiones por negocios, si la persona que lo entrevistaba no le merecía
confianza él mismo la escribía. Ahora puedo decir que me he pasado toda mi vida
leyendo. Como editora, lanzamos la colección RqR a base de entrevistas a
grandes personajes: Manolo Blahnik, Javier Marías y Maitena, a la que entrevisté
personalmente, en una casa al lado del mar donde se aparean las ballenas.
No preparé el cuestionario en absoluto porque soy muy vaga para documentarme,
pero disfruté haciéndolo. Como idea estaba bien, pero la colección no funcionó.
En la edición, como en casi todo en la vida, hace falta suerte; un 70% es saber
jugar, y el resto, las cartas.
"La entrevista es un deporte"
Bernard Pivot
Periodista y crítico literario
LA ENTREVISTA no es un arte. Es un deporte. Tiene más de pimpón que de tenis
en tierra batida. Quizá es como el boxeo. Pero no con los escritores (salvo con
Hemingway). La entrevista es una técnica.
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Cada periodista tiene la suya. Mi técnica es basta, espontánea, franca, ingenua,
tal vez falsamente ingenua, empática.
Es una emanación directa de lo que yo soy. Es la prolongación lógica de lo que
he aprendido. Es el reflejo de lo que yo imagino que causa la curiosidad del
público. Es una técnica, después de todo sin técnica, con la que uno espera, poco
a poco, que la entrevista con el escritor se convierta en una conversación. La
conversación es un arte. Es un arte muy francés en el que quedan muy bien
ilustrados nuestros mejores escritores. Mis claves son aquellas que se encierran
en su despacho, en su salón, en su boudoir, en su living-room, y ¿quién sabe?,
en su alcoba. Desgraciadamente, el salón de fumar ha quedado cerrado.
"El hilo invisible que define un traje"
Juan Villoro
Escritor
El reto esencial es que el entrevistado diga cosas desconocidas para sí mismo.
Las grandes entrevistas aleccionan al declarante. Dramaturgo exprés, el
entrevistador dosifica y reordena sin alterar el sentido. Cuando un aprendiz de
mesías volvió a Nazaret en pos de seguidores, supo que ahí era demasiado
común para que le hicieran caso. Un testigo supo hacer preguntas. "Nadie es
profeta en su tierra", contestó Jesús, demostrando que no hay profetas sin
entrevistas.
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Rosa Montero ha publicado este año la novela Lágrimas en la lluvia (Seix Barral,
2011. 480 páginas. 20 euros. Electrónico: 13,99 euros) y la recopilación de textos
publicados en EL PAÍS entre los años 1998 y 2010 El amor de mi vida (Alfaguara,
2011. 272 páginas. 18 euros). Jacqueline Kennedy. Conversaciones históricas
sobre mi vida con John F. Kennedy. Entrevistas con Arthur M. Schlesinger.
Introducción y notas de Michael Beschloss. Traducción de Elena Alemany Aguilar.
Madrid, 2001. 360 páginas. 18,50 euros. Vanity Fair. Cuestionario Proust. VV.A.
A. Traducción de Virginia Collera. Nórdica. Madrid, 2011. 224 páginas. 25 euros.
A la venta el 31 de octubre. www.rosa-montero.com.www.clubcultura.com/
clubliteratura/clubescritores/montero
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de octubre de 2011.
Fuente primaria:
http://elpais.com/diario/2011/10/08/babelia/1318032733_850215.html
Fuente secundaria:
http://omarraulm.com/?page_id=207
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La crónica, un género del periodismo literario equidistante
entre la información y la interpretación
Dr. Rafael Yanes Mesa
1. El periodismo literario
Las relaciones entre la literatura y el periodismo son objeto de numerosos trabajos
de
investigación.
Algunos
autores
consideran
que
son
dos
mundos
completamente diferenciados, con objetivos y métodos muy distantes, mientras
que otros matizan al afirmar que, si bien es verdad que el periodismo informativo
expresado en la noticia tiene unas características propias muy distintas a las de
una obra literaria, no es menos cierto que determinados géneros periodísticos se
acercan claramente a lo que podríamos definir como una obra de creación con
elementos próximos a la literatura.
En el periodismo en sentido estricto destaca la función informativa con un lenguaje
asequible para el lector medio, y donde lo importante es que lo escrito sea
entendido con inmediatez por el consumidor de prensa. En la literatura, sin
embargo, lo que importa es la forma, la belleza de expresión, y no que se
comprenda desde una primera lectura. La obra literaria está dirigida a un público
concreto, mientras que el periodismo es para toda la sociedad. Se podría afirmar
que el lector de periódicos busca información veraz sobre la actualidad, y la quiere
conseguir en un corto espacio de tiempo, mientras que el lector de libros lee sin
prisas por el placer de la lectura, para disfrutar de la forma con la que está escrito
y sin buscar ninguna novedad
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Las diferencias entre ambos se difuminan en el periodismo literario. Son trabajos
periodísticos con elementos propios de la literatura, o, dicho de otra forma,
escritos literarios con una función informativa. Los lectores de los artículos que
hoy proliferan en la prensa diaria buscan el placer de leer trabajos creativos en
los que abundan recursos lingüísticos propios de una obra literaria, aunque
informan sobre asuntos de candente actualidad. Es literatura, pues lo importante
es la belleza del texto, pero también es periodismo, ya que no abandona su
función informativa, por lo que no es adecuado afirmar que un escrito es
periodístico o es literario pero no ambas cosas a la vez, ya que hay textos en los
que la literatura y el periodismo “se abrazan” (López Pan, 1996: 123).
Gonzalo Martín Vivaldi (1998: 249) cree que la diferencia entre periodismo y
literatura no es que el primero represente la objetividad y la segunda la
subjetividad. En su opinión, el buen periodismo es también literatura. Son dos
disciplinas que hoy se solapan, pues la literatura es, o debería ser, un mensaje
comprometido, un reflejo fiel del mundo en que se vive, y el periodismo supone,
además de comunicación, revelación, descubrimiento de esa realidad. Es decir,
la literatura tiene mucho de comunicación, y el periodismo también es
subjetivismo sobre la propia realidad. Este autor concluye con la afirmación de
que el periodismo no es un arte literario menor, sino un arte literario diferente.
Además, la literatura y el periodismo aparecen unidos desde los inicios de éste:
el periodismo tiene sus raíces en la literatura, especialmente en España, donde
los primeros periódicos contienen gran cantidad de colaboraciones de escritores
de prestigio. Manuel Vicent (Vilamor, 2000: 67) afirma que el periodismo es un
género literario autónomo nuevo, ya que es el gran género literario nacido
durante el siglo XX, del mismo modo que la novela lo fue en el XIX, el ensayo en
el XVIII, el teatro en el XVII, o la poesía en el XVI. En su opinión, el siglo XX no
podría entenderse sin el periodismo.
Hay textos periodísticos elaborados con multitud de elementos lingüísticos
literarios, al igual que también aparecen en prensa escritos literarios que
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contienen elementos informativos sobre la realidad del momento. Es el
periodismo literario. Escritos que son Periodismo porque en ellos prevalece la
actualidad, el interés y la comunicabilidad, y porque están escritos con el triple
propósito de informar, orientar o distraer, pero también son Literatura porque
contienen algo más que comunicación, interés y actualidad, y están escritos con
un estilo muy personal (Abril, 1999: 137).
Algunos autores consideran que la crónica es un género claramente identificado
dentro del periodismo informativo por el hecho de basarse en la noticia, ya que
sin ésta pasaría a ser un relato histórico o un artículo valorativo (García, 1985:
60). Otros, como Martínez Aguinagalde (1997: 70), afirman que la crónica es el
más interpretativo de los géneros periodísticos. Ninguna de las dos visiones es
completa. Aunque es un género que contiene una inequívoca faceta informativa,
tiene algo más que pura información, ya que su identidad está determinada por
la interpretación y valoración de lo narrado. Por ello puede considerarse un
género ambivalente, en tanto que es información, pero también interpretación, es
decir, un género mixto entre el periodismo informativo y el periodismo de opinión.
En cierta forma, la crónica es un género que existe antes que el propio
periodismo. El relato interpretativo contado desde el lugar donde sucede un
hecho noticioso aparece pronto en la historia de la humanidad. Su nombre tiene
el antecedente etimológico “cronos”, que significa “tiempo”, por lo que hace
referencia a una narración ligada a la secuencia temporal. Sin embargo, mucho
más que la información, lo importante de este género es su función interpretativa,
ya que la crónica es un texto que narra los hechos en un medio informativo con
una valoración de su autor (Martín, 1998: 123). Se puede definir como una noticia
interpretada, valorada, comentada y enjuiciada (Vilamor, 2000: 341), es decir, un
género híbrido entre los interpretativos y los informativos (Hernando, 2000: 21) o
que se encuentra en el límite entre los informativos y los de opinión (Gutiérrez,
1984: 114)
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2. La crónica, entre la información y la interpretación
Para el profesor Martínez Albertos (1983: 361), la crónica tiene esta doble
finalidad, pues además de ser el texto narrativo de unos hechos, contiene
también la valoración interpretativa de los mismos, ya que se trata de un género
que, particularmente en España, está redactado con un estilo ambiguo entre el
propio de un periodismo informativo y el de solicitación de opinión. En su opinión,
la crónica es la narración de una noticia con ciertos elementos valorativos, que
siempre deben ser secundarios respecto al relato del hecho que la origina. Se
trata de un texto que intenta reflejar lo acaecido entre dos fechas, de ahí le viene
su origen etimológico, y además forma parte de un grupo de géneros que él
denomina para la interpretación periodística por encuadrarse dentro del marco
referencial del “mundo del relato”.
Gabriel García Márquez (2001: 2) tampoco cree que las fronteras de este género
estén bien definidas, y estima que nunca se aprenderá a distinguir a primera vista
entre géneros tan diferentes como el reportaje y la crónica, e incluso entre estos
géneros periodísticos y el cuento o la novela. La crónica está a caballo entre la
información pura, en cuanto aporta datos de actualidad, y el periodismo de
interpretación, ya que incluye valoraciones personales (Muñoz, 1994: 133).
Es necesario precisar la separación clara entre la crónica y el reportaje. Mientras
una crónica la realiza un periodista desde el lugar de los hechos, en el caso del
reportaje su autor puede estar ausente. Esta es la diferencia fundamental entre
ambos géneros periodísticos. Si se hace una crónica de una sesión
parlamentaria, de la guerra de Irak o de un partido de fútbol, la condición sine
qua non es que el cronista se encuentre en el Parlamento, en el frente de batalla
o en el estadio. Sin embargo, puede hacerse un reportaje sobre la Luna sin que
el periodista la visite. Pero además, hay un elemento esencial que marca la
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estructura de la crónica: la secuencia temporal, que aunque en el reportaje se
puede contemplar como elemento anexo, no conforma el centro del texto (Elías,
2003: 220).
Pero posiblemente, la principal confusión con este género está producida desde
el propio periodismo. Algunos periódicos anuncian una “crónica de nuestro
corresponsal”, cuando se trata realmente de una noticia sin ningún componente
interpretativo. El cronista tiene la misión de informar sobre lo sucedido, de
contarlo, pero, a diferencia de la noticia, lo comenta desde su punto de vista. Es
un relato sobre un hecho noticiable, pero en el que se incluye la valoración parcial
de su autor. Se trata de una interpretación subjetiva de los hechos ocurridos,
contados desde el lugar en el que se producen y con una implicación clara de su
cronología.
Por esta condición, son varios estudiosos los que apuestan por considerar que la
crónica es un texto estrictamente informativo. Ana Francisca Aldunate y María
José Lecaros (1989: 13) afirman que lo importante de este género es la función
narrativa, y lo definen como un relato directo e inmediato de una noticia, una
narración de los sucesos de actualidad con un esquema poco rígido. En su
opinión, la crónica es un género esencialmente informativo, y lo definen como un
relato desapasionado que muestra uno o varios hechos ordenados, con lead y
en una estructura de pirámide invertida, es decir, se relata lo sucedido
jerarquizando en forma decreciente las distintas partes teniendo en cuenta el
interés informativo, como en la noticia.
Sin embargo, dentro de este género, la información y la interpretación son dos
componentes inseparables. Juntas forman la esencia de la crónica. Mientras que
en el artículo, la noticia no forma parte del texto y sólo es su pretexto, en la crónica
destaca la función informativa sobre un hecho que es interpretado por su autor.
Es algo más que noticia y no llega a un género estrictamente de opinión.
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Además, su estilo creativo la acerca a la literatura. El profesor Martínez Albertos
(1983: 360) afirma que la crónica puede ser considerada un género literario muy
desarrollado en el periodismo latino, y desconocido, al menos con estas
características, en el periodismo anglosajón. Cercano a una obra literaria también
lo considera Héctor Borrat (1989: 122), quien asegura que la crónica es un texto
redactado con estilo libre, firmado por su autor, y que se caracteriza
principalmente por el uso de recursos propios de la literatura.
Es un género de autor. Aunque el hecho relatado en la crónica es rigurosamente
objetivo, está elaborado con una riqueza de vocabulario y con una interpretación
personal que lo alejan del periodismo estrictamente informativo. Martínez Vallvey
(1996: 109) destaca su carácter eminentemente literario, al afirmar que la crónica
es un texto con sello personal no sólo porque suele ir firmado, sino porque el
cronista comenta, amplía y ordena los hechos a su manera, y lo hace con estilo
literario sin dejar de ser periodístico.
3. Un género de periodismo literario
En la crónica destaca su estilo creativo. No es la simple interpretación de un
acontecimiento, sino la narración valorada de lo sucedido recientemente contado
de forma amena. Según Manuel Graña, lo que distingue la verdadera crónica es
precisamente el sello personal que se advierte, porque va firmada, y su autor,
además de enjuiciar, prioriza los hechos a su manera (Martín Vivaldi, 1998: 139).
El cronista es un testigo presencial que da fe de lo que ocurre, y lo hace con su
particular forma de expresarse.
El estilo personal de quien lo firma es lo que caracteriza a este género
periodístico. La crónica se distingue por el sello de su autor, y esto forma la
esencia misma del texto. Se trata de un relato informativo, es decir, la unión del
relato y el comentario
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subjetivo de lo noticiable, ya que es un trabajo en el que se da cuenta de un
suceso de actualidad a través de la visión personal de su autor. Es información,
aunque por la subjetividad que supone la interpretación del cronista y por el estilo
ameno con el que está escrito, se aleja del periodismo estrictamente informativo.
Si quisiéramos delimitar el estilo de la crónica, por tanto, llegaríamos a la
conclusión de que es fundamentalmente libre. Los elementos creativos que le
dan la autoría del cronista conforman su esencia como texto diferenciado. Por
ello, la firma es un dato importante para el lector por su triple función noticiosainformativa- valorativa, aunque esa libertad está condicionada por el hecho que
se narra, y que consiste en el núcleo informativo que la origina.
Pero además, la crónica tiene los límites éticos del periodismo en general, que
impiden la deformación de lo que realmente ha sucedido. Se plasma la visión
personal del cronista, aunque sin desvirtuar los hechos noticiables objetivos. La
interpretación subjetiva del periodista nunca puede significar una distorsión de lo
ocurrido, ya que por encima de las preferencias ideológicas del cronista está la
objetividad de lo acontecido. Después, el periodista ofrece su particular visión
sobre las causas que lo han motivado o las consecuencias que en el futuro
pueden haberse originado. En resumen, el hecho de firmar la crónica otorga a su
autor toda la libertad expresiva en su estilo personal, pero este principio siempre
debe contemplar las limitaciones deontológicas de la veracidad de los hechos
narrados.
Aunque dispone de total libertad de estilo, el cronista, como en todo trabajo
periodístico, tiene la obligación de dirigirse al gran público, por lo que debe
elaborar un texto claro, conciso y transparente. Es aconsejable la oración simple
y el párrafo no demasiado extenso. Las frases no deberán exceder de las
dieciséis o diecisiete palabras, y los párrafos de setenta a ochenta para facilitar
la lectura. Para el profesor Martínez Albertos (1983: 363), el estilo de la crónica
debe ser directo y llano, esencialmente objetivo, pero, al mismo tiempo, tiene que
plasmar la personalidad literaria del periodista que la firma. Según este autor,
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aunque la crónica es un género que admite la forma expresiva del estilo literario,
no debe aceptarse un exceso de estilo editorializante, es decir, de juicios de valor
que dejen en un segundo plano la función informativa.
La crónica tiene, además, el propósito de orientar, por lo que esta libertad de
estilo también deberá combinarse con el conocimiento previo del acontecimiento
del que se habla, de forma que el lector adquiera un conocimiento global desde
un determinado punto de vista, pero siempre con la belleza expresiva propia de
un género del periodismo literario. Teniendo en cuenta todo ello, puede definirse
la crónica como “un texto del periodismo literario redactado desde el lugar en el
que han ocurrido
unos hechos noticiables, y donde es imprescindible la
interpretación de su autor”.
4. Un modelo estructural libre
La crónica es un género informativo-narrativo con absoluta libertad expresiva, por
lo que permite no ceñirse a la estructura formal de la pirámide invertida, que es
una característica del periodismo exclusivamente informativo. No obstante, como
en todo trabajo periodístico, la titulación es el principal medio para atraer al lector.
En el título debe quedar claro que no es una noticia. Para ello es necesario que
la titulación tenga elementos interpretativos. Un titular frío e imparcial hace que
el lector se acerque a su texto sin percibir que se trata de una valoración de lo
que ha sucedido. Nunca debe comenzarse con una titulación eminentemente
informativa. Álex Grijelmo (2001: 482) considera que los titulares de las crónicas
pueden ser de tres tipos: como cualquier otra noticia, es decir, con importancia
en el contenido informativo; con cierta carga de interpretación, que es el titular
más específico de este género; y con una opinión, bastante utilizado en las
crónicas taurinas y deportivas. El primer tipo no parece adecuado para este
género, ya que una crónica no es “como cualquier otra noticia”.
18
El primer párrafo, además, tiene la función de captar un mayor interés por parte
del lector. Para ello, se debe comenzar con un juicio acertado y original, o con
una apelación a lo sucedido por medio de una frase impactante. El objetivo es
que el receptor se sienta atraído por su lectura hasta el final del texto. Es corriente
una técnica que consiste en dejar algún interrogante de cierta importancia en la
entradilla para obligar a buscar la respuesta en el cuerpo, pero es necesario
hacerlo con precaución, ya que el interés suscitado debe verse finalmente
compensado.
En opinión de Susana González Reyna (1991: 37), la crónica es un género que
recurre a la forma narrativa para el relato de lo sucedido, por lo que le
corresponde la estructura de un texto unitario. En su opinión, este género tiene
unas características en su redacción basadas en cuatro condiciones: Evocar el
suceso que se quiere destacar, ordenar los datos importantes, dar el tono
adecuado para atraer al lector y agregar un comentario personal del periodista
de forma discreta y elegante. Esta autora propone una estructura sencilla de tres
partes que considera igualmente importantes: La entrada, que debe tener fuerza
y resultar atractiva, el relato, que incluye los detalles importantes de lo sucedido
y la conclusión, que es el final del relato, aunque no un juicio.
Pero en la crónica se distinguen claramente sólo dos partes: la titulación y el
cuerpo. Como componentes de la primera se pueden contemplar el título -que
puede tener antetítulo y subtítulo-, y el lead -que en su defecto hace su función
el primer párrafo-. El lead, aunque con la función de atraer al lector que lo
caracteriza en todo género, no debe incidir en el hecho noticioso, y es
aconsejable que contenga recursos literarios originales.
El cuerpo de la crónica tiene un estilo libre, por lo que es difícil prever si el
cronista va a dar más o menos importancia al hecho noticiable, o, por el contrario,
es la valoración lo más destacado de su trabajo. Además, no parece adecuado
especificar una composición con una presentación, argumentación y conclusión,
19
pues el orden de las partes que lo componen es diferente en cada una
dependiendo de su autor. La conclusión no está siempre al final del relato, pues
muchos cronistas prefieren hacer la valoración al principio, e incluso en los
titulares, mientras que la argumentación normalmente va a lo largo de todo el
texto. Es un género con una estructura formal absolutamente libre.
5. Sólo dos modalidades
Las crónicas son tan variadas como los estilos de sus autores. Cada cronista
imprime su sello personal, por lo que intentar hacer una clasificación válida para
todos los casos es una misión algo complicada. Por ello, algunos autores
prefieren distinguirlas teniendo en cuenta el asunto del que tratan -crónica de
sucesos, crónica deportiva, crónica taurina…- o el lugar desde el que se realizan
-crónica de corresponsal en el extranjero, crónica de corresponsal en provincias,
crónica de enviado especial…- (García Núñez, 1985: 63). Lorenzo Gomis prefiere
diferenciarlas en sólo dos tipos: la crónica que cubre un lugar, y la crónica que
cubre un suceso. Para este autor, mientras que en el primer grupo el periodista
relata y valora cualquier
20
asunto que se presente en el sitio desde donde la realiza, en el segundo caso lo
normal es que se trate de un especialista en crónicas judiciales, deportivas o
parlamentarias.
Pero además de estos criterios, lo que define a una crónica es su estilo. Se trata
de un texto que siempre debe estar elaborado con recursos creativos, ya que es
el rasgo característico de su esencia como género periodístico diferenciado. En
palabras de Martín Vivaldi (1998: 139), todo buen cronista debe “informar
literariamente”. Pero también es un texto informativo, por lo que debe estar
redactado con claridad, sencillez y precisión. Son textos que informan sobre
acontecimientos políticos, sociales, deportivos o taurinos desde el lugar en el que
se han producido, pero el cronista imprime su propio estilo en un género que
podemos considerar “de autor”. Y esta dualidad es la que permite diferenciarlas
en dos grupos. Cuando su estilo le da un contenido preferentemente centrado en
la función informativa sin llegar a ser una noticia, tenemos la crónica informativa;
y cuando principalmente está inclinado hacia una valoración de lo sucedido sin
olvidar la información, se trata de una crónica valorativa.
6. Referencias bibliográficas
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profesionales de la comunicación iberoamericanos. Marzo, 2001.
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Ediciones, Madrid, 1985.
21
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discurso. Editorial Trillas, México D. F., 1991.
Grijelmo, Álex: El estilo del periodista. Grupo Santillana de Ediciones, Madrid,
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Gutiérrez Palacio, Juan: Periodismo de opinión. Editorial Paraninfo, Madrid, 1984.
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Martínez Aguinagalde, Florencio: El uso de la entradilla en los textos periodísticos
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Martínez Albertos, José Luis: Curso General de Redacción Periodística. Editorial
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Librería Cervantes, Salamanca, 1996.
Muñoz González, José Javier: Redacción periodística. Librería Cervantes,
Salamanca, 1994.
Núñez Ladevéze, Luis: Introducción al periodismo escrito. Ariel Comunicación,
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Rodríguez Jiménez, Víctor: Manual de Redacción. Paraninfo, Madrid, 1991.
Vilamor, José R.: Redacción periodística para la generación digital. Editorial
Universitas, Madrid, 2000.
Fuente primaria: Mesa, R. Y. (2006). La crónica, un género del periodismo
literario equidistante entre la información y la interpretación. Espéculo: Revista
de
Estudios
Literarios,
(32),
44.
Disponible
en:
http://www.biblioteca.org.ar/libros/151540.pd
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La crónica, ornitorrinco de la prosa / Juan Villoro
Texto publicado en el periódico argentino La Nación el domingo 22 de enero de
2006
La vida está hecha de malentendidos: los solteros y los casados se envidian por
razones tristemente imaginarias. Lo mismo ocurre con escritores y periodistas. El
fabulador "puro" suele envidiar las energías que el reportero absorbe de la realidad,
la forma en que es reconocido por meseros y azafatas, incluso su chaleco de
corresponsal de guerra (lleno de bolsas para rollos fotográficos y papeles de
emergencia). Por su parte, el curtido periodista suele admirar el lento calvario de
los narradores, entre otras cosas porque nunca se sometería a él. Además, está
el asunto del prestigio. Dueño del presente, el "líder de opinión" sabe que la
posteridad, siempre dramática, preferirá al misántropo que perdió la salud y los
nervios al servicio de sus voces interiores.
Aunque el whisky sabe igual en las redacciones que en la casa, quien reparte su
escritura entre la verdad y la fantasía suele vivir la experiencia como un conflicto.
"Una felicidad es toda la felicidad: dos felicidades no son ninguna felicidad", dice
el protagonista de Historia del soldado, la trama de Ramuz que musicalizó
Stravinski. El lema se refiere a la imposibilidad de ser leal a dos reinos, pero se
aplica a otras tentadoras dualidades, comenzando por las rubias y las morenas y
concluyendo por los oficios de reportero y fabulador.
La mayoría de las veces, el escritor de crónicas es un cuentista o un novelista en
apuros económicos, alguien que preferiría estar haciendo otra cosa pero necesita
un cheque a fin de mes. Son pocos los escritores que, desde un principio, deciden
jugar todas sus cartas a la crónica.
23
En casos impares (Josep Pla, Alvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna,
Salvador Novo, Alfonso Reyes, Roberto Arlt), publicar en periódicos y revistas ha
significado una escritura continua, la episódica creación de un libro desbordado,
imposible de concluir. Para la mayoría, suele ser una opción de Lejano Oeste, la
confusa aventura de la fiebre del oro.
Tal vez llegará el día en que los periódicos compren la prosa "en línea", a medida
que se produce. Sin embargo, desde ahora es posible detectar la casi instantánea
relación entre la escritura y el dinero, economías de signos y valores. Nada más
emblemático que el hecho de que el poeta Octavio Paz trabajara en el Banco de
México quemando billetes viejos, Franz Kafka perfeccionara su paranoia en una
compañía aseguradora y William S. Burroughs escogiera el delirio narrativo en
respuesta al invento del que derivaba la fortuna de su familia, la máquina
sumadora.
La crónica es la encrucijada de dos economías, la ficción y el reportaje. No es
casual que un autor con un pie en la invención y otro en los datos insista en la
obligación del novelista contemporáneo de aclarar cuánto cuestan las cosas en su
tiempo. Sí, la idea es de Tom Wolfe, el dueño de los costosos trajes blancos.
Estímulo y límite, el periodismo puede ser visto desde la literatura como el boxeo
de sombra que permitió a Hemingway subir al ring, pero también como tumba de
la ficción (cuando el protagonista de Conversación en La Catedral entra a un
periódico, siente que compromete su vocación de escritor en ciernes y ve la
máquina de escribir como un pequeño ataúd en el escritorio).
Comoquiera que sea, el siglo XX volvió específico el oficio del cronista que no es
un narrador arrepentido. Aunque ocasionalmente hayan practicado otros géneros,
Egon Erwin Kisch, Bruce Chatwin, Alvaro Cunqueiro, Ryszard Kapuscinski, Josep
Pla y Carlos Monsiváis son heraldos que, como los grandes del jazz, improvisan la
eternidad.
24
Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que veía al escritor como artista
y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica lograda es literatura
bajo presión.
Un género híbrido
Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica
reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae
la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y
crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del
reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio
corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado,
con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la
forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos
entendidos como debate: la "voz de proscenio", como la llama Wolfe, versión
narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la
posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el
tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias
puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso,
cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio
biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser.
De acuerdo con el dios al que se debe, la crónica trata de sucesos en el tiempo. Al
absorber recursos de la narrativa, la crónica no pretende "liberarse" de los hechos
sino hacerlos verosímiles a través de un simulacro, recuperarlos como si volvieran
a suceder con detallada intensidad.
Por lo demás, la intervención de la subjetividad comienza con la función misma del
testigo. Todo testimonio está trabajado por los nervios, los anhelos, las
prenociones que acompañan al cronista adondequiera que lleve su cabeza. La
novela Rashomón, de Akutagawa, puso en juego las muchas versiones que puede
25
producir un solo suceso. Incluso las cámaras de televisión son proclives a la
discrepancia: un futbolista está en fuera de lugar en una toma y en posición
correcta en otra. En forma aún más asombrosa, a veces las cámaras no muestran
nada: desde 1966 el gol fantasma de la final en Wembley no ha acabado de entrar
en la portería.
El intento de darles voz a los demás -estímulo cardinal de la crónica- es un ejercicio
de aproximaciones. Imposible suplantar sin pérdida a quien vivió la experiencia.
En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben indaga un caso límite del
testimonio: ¿quién puede hablar del holocausto? En sentido estricto, los que mejor
conocieron el horror fueron los muertos o los musulmanes, como se les decía en
los campos de concentración a los sobrevivientes que enmudecían, dejaban de
gesticular, perdían el brillo de la mirada, se limitaban a vegetar en una condición
prehumana. Sólo los sujetos física o moralmente aniquilados llegaron al fondo del
espanto. Ellos tocaron el suelo del que no hay retorno; se convirtieron en cartuchos
quemados, únicos "testigos integrales".
La crónica es la restitución de esa palabra perdida. Debe hablar precisamente
porque no puede hablar del todo. ¿En qué medida comprende lo que comprueba?
La voz del cronista es una voz delegada, producto de una "desubjetivación":
alguien perdió el habla o alguien la presta para que él diga en forma vicaria. Si
reconoce esta limitación, su trabajo no sólo es posible sino necesario.
El cronista trabaja con préstamos; por más que se sumerja en el entorno, practica
un artificio: transmite una verdad ajena. La ética de la indagación se basa en
reconocer la dificultad de ejercerla: "Quien asume la carga de testimoniar por ellos
sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar", escribe
Agamben.
La empatía con los informantes es un cuchillo de doble filo. ¿Se está por encima o
por debajo de ellos? En muchos casos, el sobreviviente o el testigo padecen o
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incluso detestan hallarse al otro lado de la desgracia: "Esta es precisamente la
aporía ética de Auschwitz", comenta Agamben: "el lugar en que no es decente
seguir siendo decentes, en el que los que creyeron conservar la dignidad y la
autoestima sienten vergüenza respecto a quienes las habían perdido de
inmediato".
¿Qué espacio puede tener la palabra llegada desde fuera para narrar el horror que
sólo se conoce desde dentro? De acuerdo con Agamben, el testimonio que asume
estas contradicciones depende de la noción de "resto". La crónica se arriesga a
ocupar una frontera, un interregno: "los testigos no son ni los muertos ni los
supervivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos".
Objetividad
La vida depara misterios insondables: el aguacate ya rebanado que entra con todo
y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido ocurre con la ética del cronista.
Cuando pretende ofrecer los hechos con incontrovertible pureza, es decir, sin el
hueso incomible que suele acompañarlos (las sospechas, las vacilaciones, los
informes contradictorios), es menos convincente que cuando explicita las
limitaciones de su punto de vista narrativo.
Una pregunta esencial del lector de crónicas: ¿con qué grado de aproximación y
conocimiento se escribe el texto? El almuerzo desnudo, de William S. Burroughs,
depende de la intoxicación y la alteración de los sentidos en la misma medida en
que Entre los vándalos, de Bill Buford, depende de percibir con distanciada
sobriedad la intoxicación ajena.
El tipo de acceso que se tiene a los hechos determina la lectura que debe hacerse
de ellos. Definir la distancia que se guarda respecto al objetivo autoriza a contar
como insider, outsider, curioso de ocasión. A este pacto entre el cronista y su lector
podemos llamarlo "objetividad".
27
Vida interior y verosimilitud
Siguiendo usos de la ficción, la crónica también narra lo que no ocurrió, las
oportunidades perdidas que afectan a los protagonistas, las conjeturas, los sueños,
las ilusiones que permiten definirlos.
Hace unos meses leí la historia de un explorador inglés que logró caminar sobre
los hielos árticos hasta llegar al Polo Norte. ¿Qué lleva a alguien a asumir tamaños
riesgos y fatigas? La crónica evidente de los hechos, en clave National
Geographic, permite conocer los detalles externos de la epopeya: ¿qué comía el
explorador, cuáles eran sus desafíos físicos, qué rutas alternas tenía en mente,
cómo fue su trato con los vientos? Sin embargo, la crónica que aspira a perdurar
como literatura depende de otros resortes: ¿qué se le perdió a ese hombre para
buscar a pie el Ártico?, ¿qué extravío de infancia lo hizo seguir la brújula al modo
del Capitán Hatteras, que incluso en el manicomio avanzaba al norte? Tal vez se
trate de una pregunta inútil. La rica vida exterior de un hombre de acción rara vez
pasa por las cavernas emocionales que le atribuimos los sedentarios: los
exploradores suelen ser inexplorables. Con todo, el cronista no puede dejar de
ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima
con la manera épica de compensarla.
La realidad, que ocurre sin pedir permiso, no tiene por qué parecer auténtica. Uno
de los mayores retos del cronista consiste en narrar lo real como un relato cerrado
(lo que ocurre está "completo") sin que eso parezca artificial. ¿Cómo otorgar
coherencia a los copiosos absurdos de la vida? Con frecuencia, las crónicas
pierden fuerza al exhibir las desmesuras de la realidad. Como las cantantes de
ópera que mueren de tuberculosis a pesar de su sobrepeso (y lo hacen cantando),
ciertas verdades piden ser desdramatizadas para ser creídas.
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A propósito del uso de la emoción en la poesía, Paz recordaba que la madera seca
arde mejor. Ante la inflamable materia de los hechos, conviene que el cronista use
un solo fósforo.
La primera crónica que escribí fue un recuento del incendio del edificio Aristos, en
avenida Insurgentes. Esto ocurrió a principios de los años setenta del siglo pasado;
yo tenía unos 13 o 14 años y tomaba clases de guitarra en el edificio. Por entonces,
me había lanzado a un proyecto editorial en la secundaria, en compañía de los
hermanos Alfonso y Francisco Gallardo: "La Tropa Loca", periódico impreso en
mimeógrafo sobre la inagotable vida íntima de nuestro salón. Ahí yo escribía la
"sección de chismes". Mi especialidad de gossip writer se vio interrumpida con las
llamas que devoraron varios pisos del Aristos. Me encandiló ver las lenguas
amarillas que salían de las ventanas, pero sobre todo el eficiente caos con que
reaccionó la multitud.
Cronistas de la más diversa índole han descubierto su vocación ante el fuego:
Ángel Fernández, máximo narrador del fútbol mexicano, recibió su rito de paso en
el incendio del Parque Asturias, y Elias Canetti el suyo durante la quema del
Palacio de Justicia de Viena.
Sí, el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que arden; entre otras cosas,
porque a la realidad siempre le sobran los fósforos.
Fuente primaria: http://www.lanacion.com.ar/773985-la-cronica-ornitorrinco-de-laprosa
Fuente secundaria: http://omarraulm.com/?page_id=207
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