Subido por Zairarashid

El principio de la presion

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EL PRINCIPIO
DE LA PRESIÓN
DR. DAVE ALRED, MBE
El principio de la presión : domina el estrés, aprovecha la energía y ejecuta
cuando cuenta / Dave Alred ... [et al.]. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : Club House Publishers, 2020.
Archivo Digital: descarga
Traducción de: Guillermo Sabanes.
ISBN 978-987-47332-9-0
1. Deportes. 2. Coaching. I. Alred, Dave. II. Sabanes, Guillermo, trad.
CDD 796.019
CLUB HOUSE Publishers
Un sello de Ediciones Deldragón
Emilio Mitre 71 – 7º B (1424 ) Buenos Aires
República Argentina
EL PRINCIPIO DE LA PRESIÓN
© 2016 , Dave Alred
Edición original en lengua inglesa publicada por Penguin Life, Londres
Traducción: Guillermo Sabanes
Diseño de interior: Laura Restelli
Diseño de cubierta: Rodrigo Broner
Derechos de edición en castellano reservados para América del Sur:
© 2016, Ediciones Deldragón
Primera edición: septiembre 2016
[email protected]
www.edicionesdeldragon.com.ar
ISBN: 978-987-1884-55-1
ISBN: 978-987-47332-9-0 (e-book)
Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya
sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin
permiso previo del editor.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN. Bajo presión
1. ANSIEDAD. Sincronizar las mariposas
2. LENGUAJE. La droga última para aumentar el rendimiento
3. ADMINISTRAR EL APRENDIZAJE. La cruda verdad
4. EQUILIBRIO IMPLÍCITO-EXPLÍCITO. La punta del iceberg
5. CONDUCTA. Mentalidad de gran evento
6. ENTORNO. Esperar lo inesperado
7. APAGÓN SENSORIAL. Volar tu avión
8. PENSAR CORRECTAMENTE BAJO PRESIÓN. Dar el salto
CONCLUSIÓN. El Principio de la Presión
RECONOCIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
Este libro está dedicado
a todos los que piensan que no pueden
INTRODUCCIÓN
Bajo presión
Al final de una larga y agitada semana de trabajo, has completado por fin el
informe. Juntas todas las notas arrugadas que te sirvieron de apoyo en los
últimos días y haces con ellas un bollo de papel antes de reclinarte otra vez en tu
silla, desde donde lo arrojas hacia el cesto que está en la otra punta de la oficina.
¡Doble! Te felicitas por el tiro perfecto. Todo el mundo es un campeón cuando
nadie lo mira.
En eso Juan, un colega, entra con una sonrisa maliciosa. “Una libra a que no lo
haces de nuevo”, desafía.
“Acepto”. No hay mucho en juego, tu confianza está en alza y el tiro es posible.
Apuntas…
“Eh, apurado, no tan rápido”, interrumpe Juan. “Hagámoslo un poco más
interesante”.
Cuando se asoma al pasillo, convoca a todos los demás compañeros del piso y
les ofrece apostar. Les dice que es dinero fácil, que nunca volverás a acertar
desde seis metros. En minutos, en la oficina hay más gente que nunca y el jarro
con el dinero de las apuestas está hasta la mitad. Pero no termina ahí.
En su nuevo rol de corredor de apuestas, Juan hace correr la voz –y las noticias
viajan rápido. Antes de que te des cuenta las cosas están fuera de control: la
oficina atestada, gente parada en los pasillos y contra las ventanas y las apuestas
suben rápido.
“Apuesto cinco”, grita uno.
“Anótame diez”, vocifera otro.
A esa altura ya no puedes retirarte, así que aceptas todas las apuestas. Hasta el
CEO interviene, agitando un billete de 50 seguro de que no lo lograrás. La charla
es incesante, la tensión crece y el pozo rebalsa un poco más de 1000 libras hasta
que Juan decide cerrar las apuestas y, como un umpire de Wimbledon, llama a
“Silencio, por favor”.
El rumor desciende. Todas las miradas se clavan en ti. Un tiro para la gloria.
Tomas el bollo de papel –lo sientes extraño entre las palmas– y lo aprietas más,
mientras piensas cómo hacer mejor el tiro y qué pasaría si no aciertas. ¡1000
libras! Sientes las manos frías y húmedas, el pecho tenso, el corazón desbocado.
Las miradas de tus colegas te perforan. Este es el momento: el hoyo de la
victoria en la Ryder Cup, el penal de último minuto en la final de la Copa del
Mundo. Tu oportunidad de hacer historia en la oficina.
Con la boca seca y el estómago hecho un nudo, balanceas el brazo hacia atrás.
¿Cómo fue que lo hice antes? Tratas de visualizar el bollo entrando al cesto
mientras llevas el brazo adelante y sueltas la bola de papel, que deja atrás tu
mano, y todo el mundo contiene la respiración mientras sigue el arco que dibuja
en el aire…
La presión definida
Todos tenemos nuestra definición de presión. Para algunos es la presión de
entrevistarse con un nuevo cliente en el trabajo. Para otros es el estrés de llevar
adelante su propio negocio. Muchos sobrellevamos la presión de combinar largas
horas de trabajo con ser un buen padre o madre en casa y todos conocemos bien
la presión de que las cuentas cierren. Pero no solamente podemos identificarnos
con esta clase de presión objetiva y seria. Podemos sentir presión cuando
conocemos a alguien por primera vez, ya sea en el trabajo o en una ocasión
social, incluso hay momentos en que podemos sentirnos agitados por algo que
nos parece una tontería, como esperar a que lleguen los invitados a nuestra
propia fiesta de cumpleaños. Podemos sentirnos bajo una enorme presión por
hacer las cosas bien cuando emprendemos actividades como correr una maratón
o actuar en un evento que nos importa –ya sea un torneo de fútbol 5, una obra de
teatro local o incluso acertar una bola de papel en un cesto–. La presión puede
crear un tipo de sufrimiento muy personal.
Pero aunque signifique diferentes cosas para diferentes personas y pueda
afectarnos de muy diversas maneras, todos reconocemos sus efectos en nosotros
y los demás. Las personas bajo presión casi siempre traslucen síntomas. Algunas
son mejores que otras para manejarlos u ocultarlos, pero sabemos reconocer sus
marcas. Y fuera de nuestro círculo social, cuando miramos deportes, películas y
programas de televisión, podemos verla delante de nuestros ojos, sus señales nos
resultan familiares, tanto en el jugador que busca meter la última bola negra para
ganar el campeonato mundial de snooker, como en el héroe de acción que busca
desactivar una bomba –y todo porque sentimos presión en nuestra propia vida,
aunque por lo general en un escenario más modesto y en circunstancias menos
peligrosas–. Los deportes y las películas magnifican las tensiones que ya
conocemos a través de nuestra experiencia de primera mano.
Presión significa algo diferente para cada uno, ¿cómo podemos, entonces,
comenzar a definirla con claridad para que todos podamos entenderla?
Podríamos pensar en el diccionario como un buen punto de partida, pero no nos
resultaría difícil perdernos en medio de las diversas definiciones que no
representan el núcleo de lo que sentimos cuando nos enfrentamos a la presión.
Allí es donde deberíamos dirigir la atención. Lo que nos concierne son los
efectos de la presión, aquellos que nos inhiben. ¿Cómo es que algunas personas
logran un gran rendimiento en el momento que importa mientras que otras se
derrumban visiblemente ante el esfuerzo?
Ansiedad, aceleración del ritmo cardíaco, sudor, sentir los hombros o el cuello
“duros”, dolor de cabeza, cosquilleo en el estómago y náuseas son solo algunos
de los síntomas físicos que podemos experimentar como resultado de la presión.
Los efectos mentales también pueden ser pronunciados: la confianza,
concentración, memoria, control de las emociones, toma de decisiones, sentido
de perspectiva, capacidad para mantenerse presente en el momento, todo puede
verse comprometido cuando estamos bajo presión y nos impide hacer cosas que
podríamos manejar con facilidad en un entorno más relajado.
Los deportistas de primer nivel experimentan estos efectos igual que cualquier
otra persona y en el ámbito de los deportes profesionales abundan expresiones
como “miedo escénico” y “ahogarse”. De todos modos, los deportistas han
aprendido, mediante algunos de los métodos que describiremos en este libro, a
manejar estos efectos mejor que nadie –desempeñarse regularmente delante de
miles de espectadores suele producir esto en las personas. Pero todo el que ha
visto una definición por penales sabe que nadie es inmune a la presión –ni
siquiera los mejores.
La presión se cobra lo mejor de cada uno en algún momento. ¿Quién de nosotros
puede decir, honestamente, que no ha rendido bien en algún examen, entrevista,
compromiso social o en el trabajo debido a los nervios? Cuando hacemos alguna
de estas cosas, ya sea por motivos profesionales, sociales o simplemente por
supervivencia, la presión inhibe y desafía nuestra capacidad para tomar
decisiones. Entonces, para los propósitos de este libro, vamos a adoptar una
definición clara y simple de la presión, a sabiendas de que el problema no es la
presión en sí sino el impacto que tiene sobre nosotros:
PRESIÓN: interferencia con la capacidad de concentrarse en un proceso,
consciente o inconscientemente, provocando un deterioro en la técnica y una
merma en el nivel de rendimiento.
De esta manera, en el esfuerzo por hacer caer el bollo de papel dentro del cesto
en la oficina, la presión surge de (a) el pensamiento de perder mucho dinero
(había más de 1000 libras pendientes del resultado); (b) tener que rendir frente a
un grupo grande de personas, muchas de las cuales no conoces; y (c) tener que
rendir delante de tu CEO –es decir, la presión de ser capaz de rendir bajo
presión.
Que te haya ido bien cuando pensabas que nadie te veía no significa mucho
cuando estás delante de una multitud. No tenías práctica real en estas
condiciones, ni un proceso consciente ni una técnica aprendida que te dieran
mejores chances de éxito. Tienes que acertar en el primer intento.
Presión: la filosofía
Si tuviera que ofrecer en pocas palabras una valoración de mi filosofía del
coaching, diría: “volver a despertar una actitud juvenil en el aprendizaje y crear
una mentalidad ‘sin límites’”.
No importa quién seas –el mejor golfista del mundo, una enfermera en una sala
de emergencias sobrecargada, el mejor pateador de rugby o un empleado entre
miles en una gran empresa–, siempre puedes mejorar. En los márgenes de tu
desempeño, puedes ser aún mejor y puedes aprender a disfrutar y a darle la
bienvenida al desafío de mejorar y celebrar tu progreso.
Los deportes de élite muestran a la perfección y en forma pura las ideas y
preconceptos que tenemos acerca de la presión. ¿En qué otro lugar un jugador
tendría que patear un penal frente un estadio lleno, con millones mirando por
televisión, para ganar un torneo que sucede solo cada cuatro años y que para el
jugador y su equipo podría significar la única chance de ganarlo?
En los deportes los márgenes son muy finos y sin embargo los resultados son tan
en blanco y negro: ganadores y perdedores. Solo en los deportes somos testigos
colectivos y en forma pública de los efectos de la presión llevada al extremo. Un
jugador puede ser el mejor del mundo y aun así errar un simple tiro desde doce
pasos, un putt de un metro en un hoyo fácil, o tener una doble falta en un
momento crucial. Más allá de la presión extrema bajo la cual se desempeñan
paramédicos, soldados, bomberos, policías y otros profesionales por el estilo –
cuyas decisiones pueden ser literalmente de vida o muerte–, sus actividades a
menudo asombrosas, peligrosas y heroicas no suceden a la vista del público.
Ninguna multitud juzgará cómo responden a la presión. De manera similar,
quienes se dedican a profesiones menos peligrosas pero muy estresantes, como
banqueros, abogados y corredores de inversión, no desempeñan regularmente
sus tareas ante el escrutinio de las cámaras de TV –aun cuando algunos
apreciaríamos saber qué ocurre exactamente detrás de las puertas.
Es en los deportes, entonces, donde la aplicación y las consecuencias de la
presión aparecen con claridad, donde el fenómeno puede estudiarse y
comprenderse de manera más fácil. Los deportes son nuestro portal público al
tormento físico y psicológico que la presión puede desencadenar –y a los héroes
capaces de manejar y aprovechar sus efectos tanto para su gloria personal como
para la gloria de sus equipos.
A lo largo de más de veinte años de trayectoria en el deporte he tenido la fortuna
de conocer a muchos grandes coaches y deportistas y aprender de ellos. Trabajé,
entre otros, con los jugadores internacionales de rugby Jonny Wilkinson y
Johnny Sexton, con los golfistas Luke Donald y Padraig Harrington, y con varios
equipos de élite, incluyendo la selección de rugby de Inglaterra, los British and
Irish Lions, la Asociación Británica de Judo y con los West Coast Eagles del
fútbol australiano. También trabajé con deportistas cuyos nombres no son
famosos pero tienen el mismo compromiso de asumir el desafío de mejorar su
nivel, a su manera y según sus márgenes. Ayudarlos a desarrollarse ha sido muy
satisfactorio. Y es también en los deportes –específicamente el golf– donde
trabajé en mi propio progreso y redescubrí mi empatía con la angustia y las
presiones de aprender y dominar cualquier nueva destreza.
El deporte, de todos modos, es solo el punto de despegue. Fui profesor de
escuela secundaria y trabajé durante varios años en tres grandes establecimientos
enclavados en el cinturón de pobreza de la ciudad de Bristol. Estoy convencido
de que esa experiencia docente creó los fundamentos más sólidos de mis
habilidades como coach. Guardo una enorme gratitud hacia aquellos colegas
que, en esta profesión frecuentemente subestimada, apoyaron y alentaron mis
primeros avances.
He sentido también las presiones que se pueden producir en la vida aparte de los
deportes. He aprendido de ambos lados, con mi trabajo en los deportes
modelando mi vida fuera de ellos y viceversa. Mi deseo de mejorar me motivó a
completar un PhD en la Universidad de Loughborough al mismo tiempo que
trabajaba la jornada completa, una buena experiencia pero que me dejó más
preguntas que respuestas. Ahora hago mucho mejores preguntas.
El Principio de la Presión
El Principio de la Presión fue evolucionando a través de mis años de enseñanza,
investigación y coaching. Es el resultado de la metodología que aprendí, adapté
y fui creando a lo largo de mi trayectoria en deportes como golf, rugby, cricket,
fútbol, judo, polo, fútbol australiano y otros, y del cúmulo de riquezas que la
experiencia de vida tiende a ponerte en el camino. He visto con mis propios ojos
las consecuencias que los extremos de presión pueden producir y he trabajado
con personas de toda procedencia para ayudarlas a manejarlos.
El Principio de la Presión no es una solución rápida ni un parche a la mano. Es
una filosofía multifacética pero cuyas lecciones son simples. Podrás ver
beneficios en el corto plazo, por cierto, y si te comprometes plenamente, los
logros en el largo plazo serán enormes. Notarás las mejoras. Estarás mejor
equipado para enfrentar la presión y desempeñarte a pleno.
El Principio de la Presión comprende ocho aspectos que se entremezclan, y cada
uno de esos aspectos será materia de un capítulo:
Ansiedad: la fuente de muchos de los problemas que aparecen cuando
estamos bajo presión, cuyos síntomas físicos pueden dominarse para un
rendimiento efectivo.
Lenguaje: la sangre que da vida a toda la cadena, nunca debemos
subestimar su poder e influencia.
Administración del aprendizaje: cómo podemos aprender con mayor
eficacia y mejorar nuestras habilidades bajo presión.
Equilibrio implícito – explícito: como mantenemos el equilibrio de
información en nuestra mente.
Conducta: – el poder de la práctica efectiva.
Entorno: cómo podemos manejar nuestras expectativas y nuestro entorno
cuando estamos bajo presión.
Apagón sensorial: qué le ocurre a nuestro cuerpo y mente cuando la presión
extrema nos golpea y cómo podemos retrasar el impacto.
Pensar correctamente bajo presión: el componente final que completa el
Principio de la Presión.
Estos ocho aspectos están interrelacionados, por lo que no hay un corte nítido
entre cada uno de ellos; por el contrario, se alimentan unos a otros: siete hebras
entrelazadas en torno al hilo común del lenguaje.
Este libro estudia no solo la importancia de la práctica per se, sino también cómo
diferentes tipos de prácticas pueden prepararnos para un entorno de presión.
Explica cómo aprendemos una habilidad en primer lugar y cuál es la mejor
manera de ejecutarla cuando la presión se acumula. Ofrecemos técnicas para
construir confianza y desarrollar una mentalidad positiva capaz de superar las
interferencias mentales que pueden inhibirnos en los momentos cruciales de la
vida. Hablaremos también del poder del cuerpo, y de la mente, para ayudarnos a
lidiar con el estrés. Más allá de los deportes, veremos también qué podemos
aprender de los Royal Marines, entrenadores de delfines, pilotos de guerra,
skaters, vendedores de automóviles y el mundo de la publicidad.
Mi esperanza es que cualquier persona que quiera mejorar su desempeño en un
entorno de presión pueda beneficiarse con este libro. Mi mensaje es que eres
capaz de lograr mucho más, quienquiera que seas. Y no tengo todas las
respuestas –yo también adopto la mentalidad de que no hay límites y siempre
estoy aprendiendo y dispuesto a mejorar–, pero estoy a punto de compartir los
resultados de mi experiencia como maestro, como alumno y como coach de
algunos de los mejores del mundo en los entornos de mayor presión que se
puedan imaginar.
1. ANSIEDAD
Sincronizar las mariposas
Hacia el final de 2011, el golfista inglés Luke Donald se encontraba a las puertas
de hacer historia. Si terminaba lo suficientemente alto en el Campeonato
Mundial de Dubai, se convertiría en el primer jugador de la historia en encabezar
la lista de ganancias de ambos lados del Atlántico –los circuitos de la PGA de
Estados Unidos y Europa. Su principal rival en Dubai era el ganador del US
Open, Rory McIlroy, que todavía tenía chances de llegar a la cima de la lista de
ganancias.
Luke sentía la presión con claridad. Su comportamiento me recordaba al de
Jonny Wilkinson antes de los partidos de la selección inglesa de rugby: muy
callado y concentrado. Viajé todos los días con Luke hasta el circuito y, antes de
esa ronda final y decisiva, le escribí una nota de motivación para brindar una
dirección clara y sin complicaciones. La nota terminaba así:
Alto en la ejecución y una mente implacable, sintiéndote excitado/nervioso,
quizás incómodo –genial, es tu combustible para un buen rendimiento, un GRAN
rendimiento.
Eso fue exactamente lo que produjo. Luke terminó la ronda seis bajo el par, y
como Rory McIlroy se quedó, Luke terminó primero en la lista de ganancias
europea –la carrera a Dubai–, se aseguró un lugar en la historia y consolidó su
posición número uno en el ranking mundial, del que había desplazado a su
compatriota Lee Westwood tras el torneo de la PGA en Wentworth, un poco
antes de ese mismo año.
Aunque en los últimos dos días del torneo su nivel de energía no estaba tan alto
como solía, Luke se había mostrado completamente comprometido en el
gimnasio y produjo algunos números sobresalientes en las prácticas. Luego
rindió donde realmente importa –un logro increíble.
Recién al año siguiente, en una entrevista durante el mismo evento en Dubai,
reveló que no había disfrutado la experiencia de 2011. Dijo que había habido
demasiada presión.
Sentir la ansiedad
Ya sea esa familiar pesadez de domingo a la noche antes de una semana de
trabajo que asoma complicada o el nudo en el estómago antes de un examen,
todos tenemos sensaciones de ansiedad. Aunque a menudo tenemos una buena
razón para sentirnos ansiosos, como cuando, digamos, estamos a la espera de los
resultados de un examen médico o afuera de un quirófano con un ser querido
adentro, la mayoría de las veces la ansiedad cotidiana comprende más la
percepción de una amenaza que una amenaza física real.
En su libro Sport and Exercise Psychology: The Key Concepts [Psicología del
deporte y el ejercicio: Conceptos clave], Ellis Cashmore detalla varias formas de
ansiedad, todas relacionadas con
una reacción emocional y cognitiva general a un estímulo o entorno particular
donde están presentes la aprehensión y el temor.
Es esta reacción, basada en nuestras propias percepciones individuales, la que
explica por qué una persona puede ver una situación particular como la esperada
prueba de su temple –un desafío para estar a la altura– mientras que otra la vive
como una amenaza y en consecuencia no puede rendir de acuerdo con su
potencial cuando la enfrenta. Lo que percibimos como amenazante difiere de una
persona a otra y son nuestras percepciones las que generan ansiedad antes que la
situación en sí misma.
Las dos formas principales de la ansiedad son la ansiedad rasgo y la ansiedad
estado. La ansiedad rasgo, como su nombre lo sugiere, describe un nivel
generalizado de ansiedad, a diferencia de una respuesta a una situación
temporaria. Alguien que experimenta niveles altos de ansiedad rasgo en
compañía de otras personas vivirá como estresantes un conjunto de
circunstancias que objetivamente no contienen amenaza, como ir al trabajo todos
los días o asistir a una fiesta de cumpleaños.
La ansiedad estado, en cambio, es un trastorno temporario que involucra las
tensiones producidas cuando alguien percibe una situación particular como
amenazante. Esta ansiedad suele desaparecer luego de que se ha enfrentado el
desafío, pero puede provocar un montón de problemas antes y durante el evento
y comprometer seriamente el desempeño. Tal vez disfrutas de tu trabajo, pero el
hecho de que hoy tengas una presentación importante frente al directorio puede
ponerte extremadamente ansioso de verdad.
La ansiedad estado, o el estado de ansiedad, es la que abordo en mi trabajo, ya
que por lo general se produce en torno a eventos y situaciones específicas que
necesitamos afrontar. (En el mundo de los deportes muchos prefieren la
expresión “miedo escénico”.) Una persona normalmente segura puede colapsar
en la cancha de golf cuando la ataca la ansiedad estado. O puede ser un buen
golfista hasta que la pelota termina en un bunker –una circunstancia específica
del juego. El estado de ansiedad sobreviene cuando intentamos un desafío que
está fuera de nuestra zona de comodidad, como jugar la final de una copa o hacer
nuestra primera presentación ante nuestros nuevos compañeros de clase en la
universidad.
Miedo escénico
Se acepta por lo general que la ansiedad –la percepción de una amenaza–
produce tensión en el cuerpo y puede crear toda clase de distracciones
emocionales que nos sacan de la tarea que tenemos delante. Estos pensamientos
irrelevantes para la tarea interfieren con la concentración y nos impiden ejecutar
eficientemente un proceso que, en otras circunstancias, podríamos hacer con
facilidad. Para un deportista de élite, esto podría significar la incapacidad de
ejecutar una habilidad motora básica bien practicada y tomar buenas decisiones.
Si volvemos a nuestro ejemplo de arrojar una bola de papel a un cesto, ¿hasta
dónde el público creciente y la presión financiera producirían en ti un estado
emocional de poca ayuda? ¿Te habría ido bien o el brazo se te habría vuelto
pesado y la mente llena de pensamientos inútiles? ¿Habrías entrado en un estado
de ansiedad?
Esta clase de ansiedad puede manifestarse de muchas maneras, incluso podrías
sentirte extremadamente cohibido y pensar una y otra vez cómo harías para
arrojar la bola, además de los síntomas físicos habituales: taquicardia, boca seca
y transpiración. Pero en su esencia, la causa es bastante simple: miedo al fracaso.
La palabra “fracaso” se ha convertido en un componente poderoso de nuestro
lenguaje. Nos permite pintar las cosas en blanco y negro y, más allá de nuestros
esfuerzos, nos resulta sencillo ver como un “fracaso” cualquier cosa en la que no
tenemos un 100% de éxito. Visto de esta manera, el fracaso puede desencadenar
toda clase de problemas: en el caso de la bola de papel, fallar el tiro podría tener
repercusiones financieras reales, mientras que en un examen o una prueba, fallar
o fracasar tienen una definición más clara. Pero “fracaso” puede significar
diferentes cosas en otras situaciones e incluir muchos tonos de grises. Podría
significar conocer por primera vez el grupo social de una pareja, estar nervioso y
sentir después que no has hecho una buena presentación de quién eres. Podría
significar presentarse a dar una charla en la escuela del vecindario y terminar
con una clase llena de niños aburridos que juegan con sus teléfonos en lugar de
escucharte.
No todos estos “fracasos” tienen consecuencias grandes o negativas. Algunos
son experiencias de aprendizaje y la mayoría de las veces suele ocurrir que el
“fracaso” en nuestra mente ni siquiera es detectado por los demás, que piensan
que todo estuvo bien. Podrían decirte: “Estuviste muy bien. ¿Quién no estaría un
poco nervioso e incómodo en un lugar lleno de gente extraña que básicamente te
interroga?”. Esto causaría una sonrisa en un maestro experimentado y diría.
“¡Bienvenidos a mi mundo!”.
Una vez más, todo esto apunta a nuestra percepción de una situación.
Reforzamos negativamente nuestras opiniones subjetivas antes que una verdad
objetiva. Y, lamentablemente, una vez que hemos percibido algo como fracaso,
lo más probable es que estemos ansiosos por temor a que se repita. Muchas
personas, entonces, buscan evitar la situación –evitar la posibilidad de fracaso.
En el terreno deportivo, nos referimos a jugadores y equipos que buscan evitar la
derrota en vez de salir a buscar la victoria. Y cuando esta clase de pensamientos
entran en juego, ejercen una clase de presión diferente, más difícil de manejar.
¡No yerres!
Trabajo regularmente con Kevin Shine, el entrenador de lanzadores de cricket
más importante de Inglaterra y Gales. En cierta ocasión les propusimos una
prueba a los lanzadores de la selección de Inglaterra. En ella debían acertarle a
un blanco que les marcamos mediante un pequeño rectángulo en el suelo a seis
yardas de los postes. El recuadro tenía dos yardas de largo y doce pulgadas de
ancho. Con cada acierto el lanzador obtenía un punto. Ya sobre el final de la
sesión, cada uno de los ocho lanzadores lograba acertar sus tiros en el blanco y
había entre ellos un buen clima de camaradería y sana competencia.
Cambiamos entonces las reglas del ejercicio, de manera que en vez de
recompensar al lanzador por sus aciertos, lo penalizábamos por no aterrizar la
bola en la zona de blanco, ese recuadro de dos yardas por doce pulgadas. Y
resultó ser una prueba mucho más difícil, en la que los lanzadores debieron
adaptarse y pasar de una tarea proactiva, a realizar un acto consciente para evitar
un resultado. Para el lanzador la clave era reemplazar las condiciones que le
habíamos creado y convertir en su mente la tarea en acertar el blanco, en lugar
de no errarle.
El nuevo desafío era simple: si yerras al rectángulo, quedas fuera. Hicimos dos
rondas de eliminación directa. En cada una hubo un solo lanzador victorioso. El
clima también cambió: se acallaron la charla y la chacota y el buen espíritu de
camaradería y competencia dio paso a un silencio ominoso. Más tarde los
jugadores comentaron que sintieron mucha más presión. De los catorce tiros que
fallaron al blanco, trece fueron lanzamientos que se quedaron cortos. La presión
hizo que el lanzador se pusiera más tenso y esto les produjo un swing más
pequeño y comprimido.
La diferencia entre ir hacia algo –querer lograrlo– y alejarse de algo –no querer
fallar– puede tener un impacto significativo en la forma en que pensamos.
Cuando la aplicamos a un evento e incluso a una simple acción, como un
lanzamiento, tratar de no errar contamina el cerebro con la idea de una bola que
falla el blanco. Esforzarte por no arruinar un examen, una presentación, la
entrevista que estás por tener –significa, en todos los casos, plantar en la mente
la idea de fracaso. Es mucho más efectivo visualizarte completando con éxito tu
examen, presentación o entrevista.
Tiene éxito quien en medio del calor de la competencia es capaz de visualizar lo
que quiere, confiar en su técnica y concentrarse en qué debe hacer para lograrlo
–en lugar de permitir que lo distraigan pensamientos acerca de qué debe evitar.
Todo camino te llevará allí
Un equipo que languidece cerca del fondo de la tabla de la Premier League –por
ejemplo Leicester City o Sunderland en la temporada 2014-15– y que se ha
pasado casi todo el campeonato allí abajo, de repente produce una notable
seguidilla de victorias y hasta vence a equipos que están en los puestos más altos
del torneo, todo en una rápida sucesión para evitar el descenso. ¿Qué pasa luego
cuando ya están a salvo? El rendimiento decae y los resultados también –y
resulta difícil escapar a la sensación de que esos equipos estarán otra vez en la
picota en la temporada siguiente.
En la Navidad de 2015, Leicester City –que tuvo una campaña de siete victorias
y una derrota en los últimos partidos de 2014-15, un rendimiento de campeón si
se pudiera mantener a lo largo de toda una temporada– desafiaba las críticas y
estaba primero en las posiciones; Sunderland, en cambio, que de sus últimos
partidos de la temporada 2014-15 había ganado seis consecutivos y perdido solo
uno, una vez asegurada la permanencia se encontraba nuevamente cerca del
fondo de la tabla.
¿Cómo hacen esos equipos para mostrar, aunque sea por un lapso breve, la clase
de rendimiento que los colocaría en los primeros puestos si pudieran mantenerlo
durante toda la temporada?
Aquellos cuya motivación es evitar –que desean alejarse de los problemas,
estrés, incomodidad o sufrimiento– tienden a rendir con éxito cuando estas
amenazas están cerca. Cuanto más se alejan de la fuente de malestar –en este
caso el descenso– menor es el impacto de esa fuente sobre ellos. Jugaron
regularmente toda la temporada y luego, cuando la amenaza se hizo acuciante, su
motivación creció en forma drástica y se jugaron el pellejo para salvarse de la
ignominia y la condición de (relativa) pobreza en el campeonato. Una vez
desaparecida la amenaza, su motivación volvió a los niveles anteriores.
Esto no significa, por supuesto, que esta clase de rendimiento carezca de
méritos. Los equipos que evitan con éxito el descenso desde esas posiciones en
la tabla logran desempeñarse mejor que aquellos que, ante la misma presión,
finalmente descienden. No es coincidencia que Sunderland haya logrado un
escape aún más espectacular en la temporada anterior, donde ocupaba el último
lugar de la tabla de posiciones cuando faltaban solo seis partidos por jugarse, de
los que ganó cuatro y empató uno, venciendo en el camino a Chelsea y
Manchester United en condición de visitante. Pero no son solo los equipos que
están en el fondo de las posiciones: si observamos la capacidad de Arsenal para
mejorar su rendimiento cuando siente amenazada su clasificación a la
Champions League, veremos una similar motivación de evitar (es decir, la
motivación de no terminar por debajo de los primeros cuatro puestos), la cual se
nota a través de la mejora del rendimiento cuando la presión les cae encima y
por el hecho de que no se han quedado fuera de las posiciones de Champions
League desde la temporada 1996-97, en la que quedaron terceros cuando solo los
primeros dos clasificaban. Están acostumbrados a terminar en esas posiciones y
la experiencia los ayuda.
Quienes tienen como motivación primaria evitar la angustia y los resultados
desfavorables invariablemente sufren de mayores niveles de ansiedad y estrés,
ya sea como individuos o como equipo. No se vuelven proactivos hasta que la
presión haya llegado a un punto muy alto. ¿Suena conocido? Muchos de
nosotros actuamos de la misma manera en la vida cotidiana: ¿siempre postergas
el trabajo escrito hasta la noche anterior? ¿Acabas preparándote para una
entrevista cuando ya estás camino a ella? ¿Te quedas despierto hasta altas horas
de la madrugada completando tus declaraciones de impuestos cuando ya te
quedan pocas horas para el último plazo?
Sería mucho mejor, tanto para la salud como para el desempeño, reaccionar antes
frente a estas situaciones, cuando todavía tenemos más opciones prácticas
disponibles. Pero algunas personas parecen genuinamente incapaces de hacerlo –
necesitan que la presión las obligue, a pesar de que de esta manera limitan sus
opciones.
Este método para lidiar con la presión tiene sus limitaciones. Aquellas personas
cuya motivación principal consiste en evitar suelen gastar tanto tiempo y energía
en alejarse de la situación que no les quedan recursos para planear y trabajar
métodos para mejorarse a sí mismas en el largo plazo. He conocido a futbolistas
de la Premier League que en momentos de mucha presión manipulaban las
situaciones para no quedar expuestos –elegían el pase fácil en vez de exponerse
a un pase fallido y el consiguiente escarnio en momentos cruciales del partido.
En el trabajo, digamos que tienes problemas con hablar en público. Si te motiva
evitarlo, puede que te encuentres haciendo todo lo posible para alejarte de
situaciones en las que tendrías que hablar, incluso evitando ofrecerte
voluntariamente para proyectos que podrían hacer avanzar tu carrera o trabajos
que en realidad deseas, o tal vez delegues el hablar en público en un empleado
subordinado, lo cual puede salvarte de la amenaza que percibes en el corto plazo
pero ayuda muy poco a reforzar tu posición delante de tus colegas. La energía, el
esfuerzo, la ansiedad y el estrés concomitantes pueden ayudarte a cumplir tus
metas de corto plazo (evitar hablar en público), ¿pero te ayudan a resolver el
problema? Sería mucho mejor utilizar todo ese esfuerzo para mejorar tu
capacidad de hablar en público, enfrentar tus problemas y asumir aunque sea un
poco de la responsabilidad que durante tanto tiempo has evitado.
Las personas cuya motivación es evitar dedican tanto tiempo a concentrarse en
lo que no quieren en vez de lo que efectivamente quieren, que no tienen nada
que proponerse excepto mantenerse fuera del camino de aquellas cosas que
siempre evitaron. Volveremos a esto más adelante en otro capítulo, mientras
tanto podemos afirmar que como Sunderland, esas personas transcurrirán la
temporada con una sola motivación: no descender. Si esa es tu inclinación, no
tengo duda alguna de que el año que viene, cuando llegue el período de
liquidación de impuestos, te quedarás de nuevo hasta altas horas de la
madrugada para que no se te venza el plazo.
Combustible de alto octanaje para el cuerpo
Era junio de 1997 en Sudáfrica, los British Lions estaban a punto de jugar su
segundo y crucial Test match contra los anfitriones. El vestuario bullía con el
repiqueteo de los tapones de metal contra el piso, el lenguaje colorido y los
gritos de “¡Vamos, vamos!” de jugadores henchidos preparándose para la
batalla… y el inconfundible ruido de arcadas proveniente del retrete.
El full–back galés Neil Jenkins solía vomitar antes de los partidos. Su estado de
ansiedad era tal que se descomponía antes de salir a la cancha; sin embargo, una
vez en el campo de juego, era un operador frío que no mostraba signo alguno de
lo que le había ocurrido unos minutos antes. Este Test no era diferente.
Durante la semana previa al partido trabajamos mucho sobre la patada de Neil,
ya que esperábamos muchos penales a favor. Su tiro a los palos era perfecto y en
el partido su juego con el pie nos podía dar la ventaja territorial necesaria que
nos permitiera buscar los palos de ellos más veces que Sudáfrica los nuestros.
Aunque los sudafricanos apoyaron tres tries, Neil convirtió seis penales para que
los Lions alcanzaran una victoria por 18-15 y se quedaran con la serie.
Los efectos de la presión a menudo no son placenteros. Como dijera Luke
Donald al comienzo de este capítulo, a veces pueden ser tan severos que se
llevan consigo incluso el disfrute de un éxito. Sin embargo, de acuerdo con mi
experiencia, la mayoría de los deportistas no cambiarían estas reacciones
emocionales previas –la sangre que corre en las venas, el vértigo, ni siquiera los
vómitos– por nada.
Hay cierta negatividad asociada con la ansiedad y el nerviosismo y por lo
general prevalece la idea de que esos sentimientos evocan vergüenza y deberían
evitarse. No querrías que tus colegas en el trabajo o tus adversarios en el terreno
deportivo se enteraran de tus nervios y conozcan tu “debilidad”. Yo creo que este
es un abordaje erróneo. Hay otra manera, tal vez sorprendente, de abordar los
estados de ansiedad que consiste en asumir esos sentimientos.
La adrenalina puede ser tu mejor amiga si entiendes cómo aprovecharla y
aprendes a aceptar que es parte de un gran desempeño por venir. He trabajado
con innumerables deportistas que sostienen que sin la ansiedad no rendirían de
acuerdo con su potencial. Así que, a pesar de que no sea placentero, el impacto
de estos sentimientos antes de un evento importante –podría ser una final
olímpica, un torneo de fútbol en la empresa o tu primer día de trabajo luego de
terminar la facultad– puede, con un manejo apropiado, no solo ser de ayuda sino
también vital para que tengas el mejor rendimiento del que eres capaz.
¿Cómo puedes ser valiente si primero no estás asustado? Sentir miedo es natural;
todos lo hemos sentido en algún momento de nuestra vida y los deportistas
profesionales no son diferentes, más allá de lo que digan. Lo que no es natural es
dejar que el miedo nos domine. Lo que muchas veces distingue a los mejores del
resto es el coraje. No los actos audaces de valor y heroísmo más apropiados para
la pantalla de cine, sino las acciones más pequeñas y cotidianas: la capacidad de
controlar el temor. Y no me refiero solo a deportistas. A ningún artista, de ningún
nivel, le iría bien si no pudiese controlar su miedo escénico. Ninguna enfermera
o médico duraría mucho en su profesión si no pudiese manejar su ansiedad en
torno a tomar rápidas decisiones de vida o muerte. Nadie que trabaje en un bar o
restaurante podría sobrevivir a un ajetreado viernes a la noche si no pudiese
domar su ansiedad ante grupos de personas impredecibles.
No es importante la cantidad de miedo, sino la cantidad de coraje de que
disponemos para asumir este miedo y utilizarlo. Entonces es importante
considerar la ansiedad como un aspecto positivo del desempeño. Jack Donohue,
entrenador olímpico de básquetbol, lo expresó de manera muy ilustrativa: “No se
trata de liberarse de las mariposas, sino de hacerlas volar en formación”.
Cuando era entrenador de la selección de rugby de Inglaterra, los pateadores
practicaban todos los días de la semana previa a un partido. La práctica de tiros a
los postes al principio se concentraba enteramente en la precisión, la calidad de
la pegada y la técnica, antes que en la distancia, principalmente debido al
impacto que la adrenalina tendría en el desempeño. Hacia el final de la semana,
cuando los niveles de ansiedad subían ante la inminencia del partido, los
pateadores naturalmente comenzaban a buscar distancias mayores. A esta
ansiedad los jugadores la llamaban el “jugo”. La usaban como combustible. No
nos concentrábamos antes en la distancia porque podía desembocar en que los
jugadores se esforzaran demasiado por patear fuerte y eso interferiría con su
técnica, por lo que tendríamos disparos largos pero “sin jugo”. Estos jugadores –
los mejores del país– comprendían implícitamente la necesidad de la ansiedad
como combustible de su desempeño.
El hecho de que se pueda aprovechar la ansiedad estado para mejorar el
rendimiento en el fragor de la batalla no significa que los efectos previos al
evento dejen de ser displacenteros. Neil Jenkins podía descomponerse antes de
entrar al campo de juego, pero una vez dentro era un fantástico jugador, que
usaba su ansiedad para mejorar su desempeño en los partidos más importantes.
Otra persona que sabe alguna que otra cosa sobre rendimiento bajo presión, Jack
Nicklaus, ganador de dieciocho majors, dijo:
No sé cómo puedes jugar bien si no estás nervioso. Hoy en día no me pongo
nervioso salvo cuando estoy en un major y en condiciones de ganarlo. Si solo
pudiera aprender a concentrarme cuando no estoy nervioso, y así colocarme en
posición de ganar, estaría muy bien.
Para un deportista habilidoso, la ansiedad puede resultar esencial. Los síntomas
físicos, como el aumento de los latidos del corazón, la transpiración y la tensión
muscular como resultado de la adrenalina son el “jugo” para producir ese
pequeño extra de distancia, velocidad, alcance, dureza en el golpe –la capacidad
de una persona de sacar de dentro de sí un poco más. Sin esto se entregaría a la
complacencia. Recuerdo una ocasión con la selección de rugby de Inglaterra,
luego de subir al bus que nos llevaría al campo de juego, comenzamos a discutir
con los otros entrenadores si los jugadores estarían a la altura del desafío.
¿Sentían la ansiedad suficiente como para alimentar un gran desempeño?
La liberación de adrenalina prepara el cuerpo para luchar o huir y los actores
más capacitados, en cualquier escenario, poseen la habilidad de canalizar este
estado a través de la ejecución de un conjunto preciso y bien ensayado de
destrezas, mientras que quienes hayan practicado menos no podrán concentrarse
con tanta precisión para aprovechar el chorro de adrenalina. Como dijo
Donohue: “Si tu concentración está en el lugar correcto –por ejemplo, recordarte
cómo focalizarte mejor en tu tarea y luego entregarte a ella–, las mariposas
volarán en formación”.
¿Pero exactamente cómo logramos que lo hagan?
C a J: ¿fácil como contar 1, 2, 3?
Imaginemos una ciudad en la hora pico: el sol cae a plomo, los automóviles se
amontonan uno detrás del otro, paragolpes contra paragolpes, las bocinas suenan
–nadie va a ningún lado rápido–. Observemos a los conductores: inclinados
sobre el volante, hombros encorvados y tensos, el mentón hacia delante y una
expresión exasperada en sus rostros. ¡A nadie sorprende el temperamento
irritable!
Cuando estamos bajo presión, no solemos ser inmediatamente conscientes del
efecto en nuestra mente –y menos aún, en situaciones estresantes como un
atascamiento de tráfico en la hora pico, somos conscientes del impacto que tiene
en nuestro cuerpo–. El efecto físico de la acumulación de estrés en el largo plazo
está bien documentado, con sus potenciales consecuencias como la hipertensión
y enfermedades cardíacas. A la mayoría de nosotros nos gusta pensar que
reconoceríamos de inmediato el impacto de la ansiedad en el cuerpo. Si te
pidiera que me muestres cómo se ve una persona estresada, probablemente
adoptes una postura semejante a la de los conductores en un atascamiento de
tráfico: hombros tensos, espalda encorvada, cabeza algo gacha. Adoptarías estas
características y las sentirías como un cambio pronunciado en el cuerpo. Pero si
en alguna otra ocasión estuvieses genuinamente estresado y yo colocara un
espejo delante de ti, te sorprendería notar cómo tu apariencia se asemeja a la que
describiste antes sin que ni siquiera seas consciente de ello.
Cuando estamos bajo presión, el ritmo cardíaco aumenta y la atención se
estrecha y es consumida por la fuente de nuestro estrés. Como consecuencia,
nuestra conciencia del entorno, y especialmente la conciencia de nosotros
mismos, cae en picada, por lo que podemos estar encorvados, con la cabeza
gacha, los hombros rígidos, mostrando todos los síntomas del impacto físico de
la ansiedad sin siquiera darnos cuenta de ello. Así es como la ansiedad, presente
en la mente, tiene un impacto inconsciente en el cuerpo y afecta el lenguaje
corporal. Pero de lo que no somos por lo general conscientes es de en qué
medida el cuerpo, a su vez, condiciona la mente. Hay entre ellos una relación
recíproca. Una mente estresada resulta en un cuerpo estresado, luego el cuerpo
estresado produce aún más estrés en la mente y así sucesivamente. Lo peor de
todo es que por lo general no tenemos idea de que esto ocurre, de tan abstraídos
que estamos en nuestros problemas.
Aquí es donde entra el concepto de C a J. Es una herramienta que desarrollé, al
principio referida a la patada a los postes en rugby, pero que ahora uso para
ayudar a manejar el impacto físico de la ansiedad en las personas con que
trabajo. La he usado con golfistas y judokas, futbolistas de Premier League y
jugadores de polo, estudiantes y vendedores. En su núcleo, se trata de devolverle
a alguien el poder de usar su lenguaje corporal para “hablarle” a la mente,
incrementar la conciencia y producir un conjunto de características en el cuerpo
que reflejan mejor un estado mental positivo, que a su vez ayuda a movilizar las
mariposas.
El nombre del concepto C a J proviene de su origen como una herramienta para
pateadores. Si observamos la Figura 1, notaremos la diferencia entre la forma C
y la forma J. A la izquierda se ilustra el recorrido que el pie de un pateador C
hace en el aire cuando se dirige a impactar la pelota: solo una pequeña porción
del swing se traslada en la dirección de la pelota. A la derecha, en cambio, la
forma J muestra una patada en la que el recorrido del swing va de curvo a recto y
pasa más tiempo en la dirección de la pelota. El principio fundamental de la
patada en cualquier deporte es aplicar potencia a la pelota en la dirección en que
quieras que viaje, por lo que la forma J es, con toda claridad, más efectiva.
Uno de los ejemplos más notables de pateador J es el futbolista Cristiano
Ronaldo, que tiene una postura erguida y la técnica de impacto muy potente. Los
ex capitanes ingleses Steven Gerrard y David Beckham, por otra parte, son más
pateadores C.
Si bien todos estos jugadores han sido exitosos, la forma J es más efectiva en
situaciones de presión. Cuando la ansiedad comienza a golpear a un jugador, los
músculos naturalmente se tensan. Si no es consciente, el jugador suele inclinarse
hacia la forma C, que produce un golpe más inconsistente ya que el recorrido del
pie se dirige al objetivo por solo una pequeña parte del swing. Los mejores
jugadores, como los que mencionamos, suelen lidiar muy bien con los efectos de
la ansiedad; de todos modos, los pateadores de forma J parecen ser capaces de
mantener su técnica incluso en condiciones extremas. Cuando los músculos se
tensan y los movimientos se acortan, el recorrido no sufre los efectos: una línea
sigue siendo una línea aunque sea más corta, mientras que un círculo que se
estrecha ya es un recorrido diferente.
Hay muchos pateadores de forma C destacados y exitosos en los niveles más
altos del fútbol y el rugby, pero yo creo que aun así pueden mejorar su
consistencia. Alguien con una mentalidad que no reconoce límites siempre cree
en la capacidad de mejorar.
Al usar el concepto de C a J primero con los pateadores para luego expandirlo a
otros deportes –como el golf, en particular respecto del swing– y más tarde a
otras áreas profesionales, elaboré una comparación de las características físicas
que sufren la influencia de la ansiedad (ver tabla 1).
Utilizo esta tabla en primer lugar como una lista de control para ver si la presión
está afectando el comportamiento físico de alguien. No todas estas
características son relevantes en cada actividad, así como no todas son relevantes
para cada individuo –las personas manifiestan los efectos de la presión de
muchas maneras diferentes. No se trata de que la forma C sea mala en sí misma
y la forma J sea buena. Son muy pocas las personas cuyo perfil cabrá
enteramente en la columna C o J.
Nota: Es importante saber que las formas C y J no son absolutas sino un
continuo: alguien que tiende a J puede inclinarse más hacia C cuando gravita la
presión.
La clave está en usarla más como una guía flexible para que las personas puedan
tomar conciencia de sus reacciones ante un ambiente de presión y de esta manera
puedan manejarlas. Sin tomar conciencia primero, no podremos lograr que las
mariposas vuelen en formación.
Lenguaje corporal y postura: tomar el mando
Como ya hemos señalado, cuando entramos en un estado de estrés no siempre
somos conscientes de él. A medida que los niveles de presión aumentan, la
conciencia disminuye y nuestra reacción natural es ponernos más tensos y
rígidos, con movimientos físicamente más estrechos como resultado.
Antes de ingresar en una situación estresante siempre vale la pena reorganizar la
postura. Cuando trabajo con un pateador de rugby, un futbolista a punto de
patear un penal, un bateador de cricket que recibe un lanzamiento decisivo y un
golfista que prepara un golpe, siempre incluyo en la rutina previa al tiro que el
jugador disponga su cuerpo en una postura de “mando” y que físicamente se
haga tan grande como le sea posible. A cualquiera que atraviese una situación
estresante le doy el mismo consejo.
La postura de mando implica tener los hombros bajos y dóciles, con el cuello
alargado y el mentón en línea con el esternón. A pesar de la palabra “mando”, no
pensemos tanto en la posición de “firmes” al estilo militar, que responde a la voz
de atención, sino en la postura de una bailarina entrenada: erguida, flexible y con
gracia. Tú estás en control de tu situación, no estás respondiendo a la voz de
“atención” de alguien o algo.
Hay dos breves experimentos que podemos realizar en el gimnasio para observar
cómo es sentir una postura de mando. El primero consiste en sentarse en un
banco en una postura gacha, encorvada, y colocar una barra sin demasiado peso
–no más de cinco kilos para empezar– sobre los hombros. Manteniendo piernas
y caderas inmóviles, rotamos el eje (la zona que va desde la entrepierna hasta la
cima de la cabeza) a la izquierda y luego a la derecha. Notaremos cuán limitado
e incómodo es el movimiento. Ahora, con el peso todavía en su lugar, adoptemos
una postura erguida y observemos cuánto más lejos podemos girar y cuánto más
cómodo resulta cargar el peso.
El segundo experimento se relaciona con la conciencia. Un aparato común en un
gimnasio es el extensor de piernas, en el que nos sentamos con las rodillas
dobladas y los pies enganchados detrás de una barra. Allí extendemos las piernas
hacia delante contra la resistencia que hemos seleccionado. Pasado el primer
calentamiento, elegimos una resistencia que nos resulta difícil mover –pero no
imposible– e intentamos levantar la barra. Notemos qué ocurre con el eje: tan
pronto como aplicamos fuerza a través de las piernas, naturalmente se endereza
para adoptar una posición sólida y estable desde donde trabajar las piernas. Esta
posición físicamente fuerte y estable de la columna –la postura de mando–
permite aplicar potencia de manera más eficiente.
La próxima vez que entres en una situación que sospeches será estresante, trata
de tomarte unos segundos antes de meterte en el fragor y reorganiza tu postura
de esta manera.
Amigos cuadrúpedos
Hace algunos años, a fines de la primavera, se me acercó una madre preocupada
por su hija de dieciséis años. La hija era una jineta talentosa, pero tenía una
postura muy encorvada que le costaba puntos cuando competía en una
exhibición. Lo peor era que cuando la muchacha tomaba conciencia de ello,
sentía más la presión del evento, lo cual empeoraba aún más su postura. Además,
como muchas otras chicas de dieciséis años, pasaba la mayoría de sus tardes
encorvada sobre sus libros o su laptop, estudiando para sus exámenes.
Me encontré con la madre y la hija en un café y le pedí a la adolescente que se
sentara derecha como si montara un caballo e imagine que tenía el control de
todo lo que aparecía en su campo visual. Observé que era físicamente capaz de
adoptar una postura de mando cuando su mente se predisponía a ello, pero no era
algo que le surgiese espontáneamente y no tenía demasiado tiempo libre para
practicarla. Se me ocurrió una idea.
Recordé mi trabajo previo con el equipo de polo de Inglaterra y le di un elástico
con forma de 8 para que sostuviera sobre los hombros. Le pedí entonces que se
siente sobre un banquillo como si montara a caballo. ¡Su postura era perfecta!
Había encontrado un régimen de entrenamiento para ella y todo lo que
necesitaba era un temporizador de cocina y una pelota como las que suelen
encontrarse en los gimnasios. Podía entrenar mientras hacía la tarea escolar
sentándose a horcajadas sobre la pelota como si estuviese montando a caballo,
sosteniendo el elástico 8 sobre sus hombros y adoptando una postura de mando.
Al principio haría sesiones de quince minutos, luego le agregaría cinco minutos
cada tres sesiones hasta que estuviese en condiciones de realizar todos sus
estudios y tareas escolares en una postura de mando. El gran resultado, según me
contó su madre, fue que no solo mejoraron su postura y su desempeño en las
exhibiciones, sino que también lo hizo su concentración en los estudios.
Esto puede sonar a un equivalente moderno de las jóvenes que en la escuela
aprendían a llevar sus libros sobre la cabeza para aprender a caminar erguidas,
pero el hecho cierto es que en este caso dio buen resultado y podría ser útil para
ti también. Quizás te avergüence el hecho de sentarte frente al escritorio
portando una banda, pero sentarte en una postura de mando tendrá efectos
positivos no solo en tu cuerpo –no más hombros caídos y sus consecuencias en
el cuello y la espalda– sino también en tu estado mental, especialmente cuando
está bajo presión. Te sentirás más alerta y predispuesto. Para empezar, solo
quince minutos por la mañana y otros quince a la tarde, luego los vas
aumentando (puedes usar tu teléfono como temporizador) y pronto notarás los
beneficios. Una vez que hayas practicado lo suficiente como para que se
convierta en una postura natural, puedes dejar de lado la banda de resistencia.
Aun cuando estés de pie todo el día, si trabajas en un comercio o un depósito, los
efectos también son beneficiosos. Incluso lo podrías hacer mientras conduces un
automóvil para evitar la clásica postura gacha de los atolladeros de tránsito.
Hacerse grande
Cuando trabajo con pateadores de rugby sobre alguna cuestión técnica y el
pateador se va sintiendo cada vez más estresado y frustrado mientras lucha por
que el kick le salga bien, suelo pedirle al jugador que se “haga grande” con su
cuerpo y que luego intente patear de nuevo. Esto le permite al jugador
reorganizarse y ejecutar la próxima patada en forma mucho más lenta y
deliberada. Por lo general hay una consecuente mejora en la precisión y el
control del tiro.
Concentrarse en “hacerse grande” nos permite un momento para apreciar lo que
hacemos físicamente. En una situación de presión, cuando el impulso natural,
por lo general inconsciente, del cuerpo, es achicarse, encorvarse y ponerse más
tenso, como en el tráfico de la hora pico que mencionamos arriba, “hacerse
grande” de manera consciente nos permite elongar el cuerpo y contrarrestar estos
inhibidores físicos.
Como ya dijimos, la técnica de Cristiano Ronaldo como pateador en forma de J
le provee una estabilidad que le permite disparar de ese modo tan efectivo que le
conocemos. Su postura erguida es, de por sí, una posición física más poderosa.
Pero las ventajas de una postura de mando no son solo físicas; adoptarla conlleva
también enormes beneficios mentales.
Los comentaristas deportivos se refieren con frecuencia al lenguaje corporal
–“tienen la cabeza caída”– para demostrar el vínculo entre estar mentalmente
rendido o entregado y lenguaje corporal. Esto se nota con más claridad cuando
pareciera haber pocas chances de ganar. Pero es una calle de dos vías: así como
la mentalidad de un equipo o competidor que pierde puede influir sobre el
lenguaje corporal, lo inverso también es cierto. Trabajar sobre la postura puede
tener un efecto notable cuando nos preparamos para rendir bajo presión.
He visto con frecuencia a Kevin Shine pedirles a los lanzadores de la selección
de cricket de Inglaterra que se “agranden tanto como puedan” durante el
lanzamiento para tratar de dominar mentalmente al bateador. De hecho, el
bateador y el lanzador siempre compiten por controlar el intercambio y el
lenguaje corporal juega un papel importante en esto. Cuando cada jugador busca
una rendija en la armadura del otro, suele ser el lenguaje corporal el que los
traiciona, en especial cuando la ejecución de un tiro no se corresponde con su
intención, lo cual revela que no están al mando de la situación.
Bajo presión, muchos deportistas de toda clase de disciplinas organizan
conscientemente la postura como parte de su rutina. Si observamos al tenista
Rafa Nadal antes de sacar o de recibir, practica una larga rutina antes de estar
física y mentalmente listo para jugar. Jonathan Trott, el ya retirado bateador de
cricket de Inglaterra, también tenía una rutina bastante marcada, pero todos los
jugadores practican una secuencia de preparación. Es particularmente notable en
el golf, donde los jugadores organizan deliberadamente su postura y posición
corporal antes de cada golpe –espalda derecha, cuello extendido.
Al mando siempre
La postura de mando no solo sirve para reorganizar el lenguaje corporal antes de
un determinado evento. También es recomendable mantenerla en cualquier otra
actividad –ya sea una conferencia de ventas o, digamos, el 2012 BMW PGA
Championship de Wentworth–. Fue durante este torneo –y en toda la preparación
previa a él– que trabajé con Luke Donald para ayudarlo a concentrarse en
mantener su postura de mando no solo al momento de sus golpes, sino durante la
totalidad de las cuatro rondas. Pusimos particular énfasis en mantenerla entre
tiros, cuando es más fácil desconectarse, aunque sea por unos instantes. Nuestra
esperanza era que se convirtiera en una segunda naturaleza.
La semana fue dura. Luke podía unirse a Nick Faldo y Colin Montgomerie como
los únicos jugadores de la historia que defendieron un título con éxito, cosa que
logró cuando tomó distancia de Justin Rose tras el noveno hoyo en la ronda
final. En una entrevista posterior, Luke declaró que su calma durante el circuito
se debió al trabajo que habíamos hecho con su postura:
Me ayudó a ser realmente consciente de mi postura y de cómo proyectar hacia
fuera esa sensación de positividad. Me ayuda a transmitir ese mensaje a
cualquiera que juegue conmigo. [Dave Alred] está siempre insistiéndome en que
tire los hombros hacia atrás y no me curve sobre mí mismo, para mantenerme
positivo no solo en lo mental, sino también en lo físico y en mi postura corporal.
Así que creo que avancé mucho desde que trabajo con Dave. Él siempre me
recuerda estas cosas.
Cuando empecé a trabajar con Luke en enero de 2010, una de las primeras cosas
que hicimos fue lograr que él manifestara “inevitabilidad” –imaginando que su
tiro concordaría perfectamente con su intención– en su lenguaje corporal antes
del golpe, durante el golpe y luego del golpe, mientras la pelota estaba en el aire.
Con toda razón, Luke inquirió: “¿cómo lo demuestro físicamente?”
Piensa en cómo te sentirías si supieras que no puedes fallar cuando realizas una
determinada acción. Si supieras que el penal que estás a punto de ejecutar se
dirigirá sin remedio al ángulo superior. Que la presentación que estás por hacer
terminará en una ovación de pie. Las expresiones que usarías para describir lo
que sientes luego del evento serían algo así como “me siento en el aire”, “me
siento ancho”. Estas afirmaciones no reflejarían tu postura anterior al evento si te
sintieras nervioso o ansioso.
Es cuestión de reencuadrar los pensamientos de modo que creas que en lo que
vas a hacer hay una inevitabilidad: si sabes que tu desempeño será brillante,
entonces la ansiedad previa al evento se convertirá en entusiasmo y los nervios
se convertirán en expectación. Puedes adoptar la postura de mando y asumir un
aire de confianza, pues tú sabes que tendrás éxito. Es inevitable. Quienes esperan
que exhibas más signos de tensión y aprehensión hasta pueden interpretar tus
modales como arrogancia, porque una persona “normal”, una sin esa postura de
mando que muestra inevitabilidad y entusiasmo, debería estar nerviosa y ansiosa.
Este es entonces el desafío: a medida que la presión aumenta y naturalmente nos
ponemos tensos y rígidos, necesitamos recordar y practicar la reorganización de
nuestra postura tal como lo hacen los deportistas de élite –no solo reorganizarla
antes de una gran ocasión, sino también mantenerla en todo momento–. Y
necesitamos usar la confianza que nos da para tener una sensación de
inevitabilidad respecto de lo que hacemos –esto va a ser un éxito, me voy a
sentir grandioso–, de manera que los sentimientos de ansiedad puedan ser
recibidos como una parte natural y esperada de lo que vendrá: un gran
desempeño.
Las leyes de la velocidad y el tiempo
Todos conocemos la expresión que describe a un futbolista capaz de “anticiparse
a la jugada” o a un jugador de cricket que “ve la bola antes” o a cualquier otro
deportista que “toma las decisiones correctas bajo presión”. Resulta fácil dejarse
seducir por la idea de que esas personas poseen un don o han sido bendecidas
con un talento natural. ¿Será así?
Dirijo regularmente jornadas de entrenamiento de management, en las cuales los
asistentes tienen que reaccionar bajo presión y desempeñarse como miembros
del equipo y como líderes. La jornada comprende un conjunto de juegos y
actividades con los asistentes divididos en equipos y diferentes personas
funcionando como líderes en cada actividad. La persona que está a cargo –
llamémosla “coach”– no solo es responsable por el desempeño de su equipo,
sino que también tiene que preparar a sus miembros en las habilidades y tácticas
requeridas.
La primera actividad es un simple juego de posesión, no muy diferente de la
pelota al cesto, con cinco jugadores por equipo. El objetivo es completar la
mayor cantidad de pases posibles entre jugadores del equipo atacante, mientras
que la tarea de los defensores es volver a recuperar la pelota. ¿Un factor que
complica? El equipo que defiende solo puede presentar tres jugadores, frente a
los cinco del atacante. Cuando el equipo que ataca pierde la posesión, debe
retirar a dos jugadores –un desafío extra para los respectivos coaches.
Sin excepción, el comienzo del juego siempre es un caos. Todo el mundo se
apura detrás de la pelota, todos gritan para que se la pasen, la pelota se cae, los
pases salen para cualquier lado –es como mirar un partido en el patio de escuela
jugado por niños hiperactivos con demasiadas dosis de azúcar–. Los jugadores,
excitados e inflados de adrenalina, pierden a esta altura la noción del tanteador y
de cualquier otra información que no sea relevante para lo único que hacen:
perseguir ciegamente la pelota.
Luego de sesenta o setenta segundos de puro pandemonio, el juego se detiene.
En un juego simple de cinco contra tres, como este –como un básquetbol con
uno de los equipos con dos jugadores menos–, la táctica más simple y más
efectiva para el equipo que ataca es tener un jugador en el medio y uno en cada
rincón, lo que vuelve imposible que el equipo defensor marque a todos, siempre
habrá alguien libre a quien pasarle la pelota. Una vez que los jugadores absorben
este concepto, el juego se vuelve más lento y los protagonistas encuentran más
espacio para actuar, en consecuencia, más tiempo para tomar decisiones, siempre
y cuando sean disciplinados con sus posiciones dentro del campo de juego.
La siguiente tarea consiste en una extensión de básicamente el mismo juego pero
con una modificación importante: no se permite ninguna comunicación verbal –
solo contacto visual–. Esto, afortunadamente, vuelve el juego más silencioso,
pero también conduce a un notable incremento de la conciencia de los jugadores
acerca de la posición y distancia de sus compañeros de equipo. Al final de la
jornada, los equipos han mejorado incomparablemente desde el caos irrestricto
del comienzo a un enorme crecimiento de la conciencia, comunicación, empatía
y control –y con el tiempo, la postura y compostura.
Mediante la comprensión y una serie de prácticas específicas, cada jugador dejó
atrás el lado apresurado y de tiempo comprimido del continuo C-J y ahora puede
tomar decisiones menos precipitadas y mejores. En solo un día las personas que
asistieron al curso mejoraron su capacidad para tomar decisiones efectivas bajo
presión. Parecían “anticiparse a la jugada”, “leer el partido” mejor.
Los deportistas sobresalientes, entonces, no están “naturalmente” dotados para
actuar así –es una destreza que viene como resultado de la práctica–. Mientras
que al principio del entrenamiento los jugadores ni siquiera tienen conciencia de
quién va ganando, las estrellas del deporte siempre son conscientes del tanteador,
el tiempo, la posición –de su(s) oponente(s), de su(s) compañero(s) de equipo y
de la pelota–, de a quién marcarán y otras consideraciones diversas relacionadas
específicamente con ese deporte. Y constantemente deben tomar decisiones bajo
presión sobre la base de una combinación de todos esos factores. Pero no nacen
con esta habilidad. Han dedicado horas y horas a la práctica deliberada. Los
profesionales viven así –practican todo el tiempo que no juegan, mientras el
resto de nosotros vamos al trabajo toda la semana y jugamos solo en nuestro
tiempo libre–. No solo eso, también han adquirido un cúmulo de experiencia en
eventos de importancia que les permite mejorar cada vez más. La buena noticia
es que, como queda claro en el día de entrenamiento, tú también puedes mejorar.
Mantener la secuencia
Otro gastado cliché en el mundo de los deportes se refiere al jugador cuya
patada, tiro o lo que fuere parece suceder sin esfuerzo. La explicación habitual
de esta destreza es el “timing”. Aunque sin dudas es una parte importante, hay
otros factores involucrados relativos a la velocidad y a la habilidad de controlar
los movimientos en vez de hacerlos en forma arrebatada.
Si te gusta asistir a un torneo de golf, incluso si te llevan a la rastra al día de golf
de la empresa, considera la diferencia entre la fluidez y suavidad del swing
profesional y un novato que trata de golpear la pelota tan fuerte como puede. El
novato usará sus brazos y muñecas en busca de generar potencia y la mayoría de
las veces atropellará la pelota hasta cierto punto. El profesional, en cambio, con
la parte inferior del cuerpo estable, al principio llevará hacia atrás el palo
trazando un amplio arco mientras gira la cintura y crea tensión en la columna
vertebral, dándole la espalda al objetivo. El swing a la pelota comenzará con un
movimiento de piernas, luego la columna se desenrolla mientras los brazos
descienden en arco y las muñecas sueltan el palo sobre la pelota que sale
disparada a más de cien kilómetros por hora. Ninguno de esos movimientos es,
en sí mismo, rápido, pero la suma de ellos produce aceleración y una velocidad
sin esfuerzo aparente. La diferencia reside en la secuencia de los eventos
individuales que configuran el swing.
En 2002, David Rath del Australian Institute of Sport realizó una investigación
sobre el drop punt (la volea) en el fútbol australiano, en la que construyó una
interpretación visual precisa de la secuencia de patada que produce la mayor
velocidad –una herramienta que puede ser aplicada a otros deportes, como
cricket, fútbol, rugby, arrojar la jabalina… y la lista sigue–. Rath sostiene que el
principio básico detrás de una secuencia efectiva consiste en utilizar el grupo de
músculos mayores para comenzar un movimiento, luego poner en juego el
siguiente en tamaño y luego el que le sigue, para terminar con los más pequeños.
Imagina que estás en un tren que viaja a 80 km/h. Corres por el pasillo a 8 km/h,
lo que significa que en realidad estás corriendo a 88 km/h. Mientras corres,
arrojas una bola que viaja a, digamos, 40 km/h. Teniendo en cuenta tu velocidad
y la del tren, la bola entonces viaja a 128 km/h. De manera similar, cuando un
lanzador rápido de cricket suelta la bola, su velocidad de carrera se alía con la de
su columna y luego con su brazo y por último con la de su muñeca para
determinar la velocidad de la bola.
Esta secuencia puede ser aplicada también a muchas otras cosas más allá de los
deportes. Para levantar un objeto muy pesado, doblas las rodillas para usar las
piernas, el grupo muscular más fuerte, enderezas la columna y solo entonces
usas los hombros y los brazos como soporte.
Para que la secuencia tenga el mayor impacto resulta esencial que cada
movimiento comience cuando el movimiento que lo precede haya alcanzado su
velocidad máxima. Volviendo al ejemplo del tren, si comienzas a correr
demasiado pronto y el tren viaja a 60 km/h en ese momento, aun si hicieras un
esfuerzo extra para correr 10 km/h y arrojaras la bola a 45 km/h, solo serías
capaz de lanzar la pelota a 115 km/h. Vemos esto con los novatos en cricket y en
golf cuando comprometen los otros elementos de la secuencia y quieren lograr
toda la potencia mediante los brazos. Solo cuando eres competente en la
secuencia de eventos puedes lanzar, patear o golpear una pelota con muy poco
esfuerzo aparente pero con mucha velocidad.
De todos modos, hasta un profesional experimentado puede tener problemas de
secuenciación cuando está bajo presión. La rigidización y acortamiento de los
músculos producto de la presión puede, como ya hemos señalado, comprometer
la acción de un deportista. Cambia el movimiento y entorpece la secuencia, que
entonces deja de ser tan eficiente. En vez de revisar su secuenciación desde la
base, como suele hacerlo un artista, la persona afectada por la presión tiende a
concentrarse en las extremidades –brazos y piernas– y, como resultado, se
desequilibra y pierde tanto el control como la precisión. En efecto, vuelve a ser
como una principiante que trata de derivar toda su potencia de las piernas –en
caso de un pateador– o de los brazos –si se trata de un lanzador, golfista o
tenista–. Una ruptura en la secuencia produce un comportamiento de novato, lo
cual torna muy ineficiente a cualquier jugador.
En 2014 trabajé con cinco pateadores de élite del rugby: los ingleses Jonny
Wilkinson (Toulon) y George Ford (Bath); los irlandeses Johnny Sexton (Racing
Metro 92 de París) y Paddy Jackson (Ulster); y el galés Rhys Patchell (Cardiff).
Cada uno de ellos estaba bajo presión por distintas razones.
Cuando un jugador bajo presión quiere pegarle fuerte a la pelota, tiende a patear
a la pelota, en vez de patear a través de ella. Les pedí a los jugadores que
visualicen un arco en el aire –que sería la estela dejada a su paso por el pie del
pateador– que empezaba de color verde y, a medida que aumentaba su velocidad,
se volvía amarillo, luego naranja y, por último, en los últimos treinta
centímetros, cundo alcanzaba su mayor velocidad, viraba al rojo. Pero lo más
importante era que esta “zona roja” ocurría más allá de la pelota, no antes. Los
cinco jugadores manifestaron que esta imagen les resultaba de ayuda para
mejorar su patada a través de la pelota, en vez de a la pelota, y así mejorar su
control, potencia y precisión. Al final, se veía como una acción sin esfuerzo, a
pesar de que invirtieron mucho trabajo para lograr que esa fuera su secuencia.
Conciencia: la importancia del enraizamiento
Cuando trabajaba con Luke Donald, noté una leve diferencia entre sus golpes
con hierro y con madera; en estos últimos, tenía tendencia a levantarse al golpear
–enderezando las piernas en el proceso–. Yo creí que era una simple cuestión de
conciencia. Trabajamos momentos de enraizarse conscientemente al suelo en su
rutina previa al tiro. El proceso consistía simplemente en pensar que sus pies
eran solo cuatro puntos en el suelo –el talón y los dedos de cada pie–, y ser
consciente de esos cuatro puntos mientras hundía sus tacos en la tierra. Esto le
permitía tener una base estable para sus golpes. Es muy común ver a los golfistas
haciendo algo similar. Es por lo menos un momento de toma de conciencia de la
plataforma estable que van creando –y es algo que puedes hacer para centrarte
antes de una situación de presión propia.
De la ansiedad al entusiasmo
El concepto C-J, aunque provenga de los deportes, es una herramienta muy útil
para ayudarte a comprender y diagnosticar las potenciales presiones que pueden
afectar a las personas en cualquier actividad. Mi esperanza es que te sirva de
lista de control para revisar cuando tengas que hacer algo bajo presión –ya sea tu
swing en el día de golf de la empresa o tu postura y lenguaje corporal cuando
estás en tu escritorio con una pila de trabajo por delante que no parece achicarse.
La manera más efectiva de aprender o mejorar algo es aplicar un método que
suelo llamar “el efecto dentista”. La mayoría de nosotros hemos recibido una
inyección de anestesia antes de que el dentista comience a aplicar el torno y
luego, cuando sentimos que tenemos un globo en la cara y no podemos beber
nada sin que se nos derrame por el mentón, nos hemos dirigido al espejo solo
para ver que no hay hinchazón visible. Solo es una sensación.
Para realizar un cambio en nuestro método o técnica cuando hacemos algo
distinto, al principio necesitamos exagerarlo de manera que se sienta sustancial y
extraño. Cambias hasta un punto más allá del que deberías. Si eres un pateador y
quieres mejorar tu golpe a través de la pelota, en vez de hacer lo que haces
habitualmente y luego agregarle el golpe a través, trata de tomar carrera tres o
cuatro pasos más que los necesarios; si eres un golfista, trata de extender tu
swing hacia el objetivo, trata de agrandarlo incluso rozando algún punto en el
césped un poco más allá de tu pierna delantera –más allá de lo necesario–; si
tienes que hacer presentaciones en el trabajo, durante las cuales tiendes a
balbucear y mirar hacia abajo, trata de proyectar la voz más fuerte que lo
necesario e inflar tu postura de mando hasta el punto en que la sientas un poco
incómoda.
Si exageras estos cambios cuando practicas, luego cuando llegue el momento de
hacerlo de verdad, cuando la presión muerde y los músculos se tensan, tendrás
en tu memoria la sensación de llegar más lejos con tu patada o extender más tu
swing o adoptar tu postura de mando y proyectar una voz fuerte en una sala
llena. Puede que lo sientas un poco diferente o incómodo cuando lo haces de
verdad –deberías sentirte más allá de tu zona de comodidad–, pero igual que con
la hinchazón fantasma luego de visitar al dentista, el observador externo no lo
notará. Cuando se trata de hablar en público, una buena idea es practicar frente a
un espejo con la postura de mando: quizás te sientas raro al realinear tus
hombros, espalda y cuello, pero en el espejo lucirás simplemente confiado.
Al hacer estos cambios y sentir el “efecto dentista”, te irás alejando del lado C,
de los potenciales efectos físicos de la presión, hacia el lado J de la tabla, donde
podrás manejar mejor el impacto físico de la ansiedad. Cuando haces ese
desplazamiento, tu sensación de ansiedad, el nudo en el estómago antes del
partido, tal vez se manifiesten con los mismos síntomas –piensa en Neil Jenkins
vomitando antes de un partido–, pero es probable que sean esperados y
bienvenidos –que se conviertan en parte del entusiasmo–. Ese entusiasmo por el
que Jack Nicklaus daría todo por volver a sentir al comienzo de un major –el
entusiasmo que es combustible de alto octanaje para un gran rendimiento.
La ansiedad no es una debilidad. Necesitamos reencuadrar cómo nos sentimos en
torno a ella y entender que la producción de adrenalina es una respuesta natural
del cuerpo a un evento pendiente cargado de presión. Es el famoso mecanismo
de “luchar o huir”, un regalo que la evolución nos lega de nuestros ancestros,
para quienes era una respuesta vital ante el peligro, pero que hoy se aplica a
muchas situaciones modernas que no son literalmente peligrosas. Por lo tanto,
mediante la práctica y la toma de conciencia podemos movernos hacia la
columna derecha de la tabla C-J y tomar cierto grado de control sobre nuestros
sentimientos de ansiedad. Con la práctica, podemos manejar estos efectos de la
presión y convertirlos en entusiasmo, que siempre es bienvenido. Y si podemos
lograr esto, podremos entonces rendir mejor, a la altura de nuestro potencial,
bajo presión. Nuestra expectativa ante un evento de mucha presión no debería
ser de pavor, sino más parecida a la excitación de un niño antes de Navidad.
2. LENGUAJE
La droga última para aumentar el rendimiento
Las palabras son, por supuesto,
la droga más poderosa que usa la humanidad.
Rudyard Kipling
Una nueva droga para el rendimiento se viene usando en el desarrollo de los
jugadores y entrenadores de élite del cricket de Inglaterra. Se dice que es la
droga más potente conocida por la humanidad. Las ventajas que se pueden
lograr en el rendimiento por el uso hábil y persistente de esta droga incluyen:
aumentar la autoestima, crear un notable envión en la confianza, reformular y
transformar el sentido, además de los cambios de comportamiento y actitud. La
“advertencia” que acompaña a esta potente droga es el hecho de que existe en
abundancia, no tiene costo monetario y muchas personas no están enteradas de
su existencia ni de su potencia. Por lo tanto, se puede usar mal y abusar de ella
con facilidad. La mayoría de las personas no conoce su existencia y a menudo
sufre perjuicios incalculables sin saber a quién echarle la culpa hasta que es
muy tarde. Esto la vuelve aún más peligrosa. Incluso luego de reconocer y
entender la causa (uso negligente) y el efecto, reparar el daño puede llevar
años. En muchos casos, lamentablemente, la persona nunca se recupera por
completo de su mal uso, y puede destruir la autoestima, destrozar la confianza y
limitar severamente el potencial de rendimiento, en especial cuando ese
rendimiento implica tomar decisiones.
Escribí esto en el verano de 2009 para On the Up, la revista de coaching del
ECB (England and Wales Cricket Board), cuando me involucré a pleno con su
Level Four Cricket Coaching Programme. El título del artículo era “La droga
más potente para el rendimiento se usa ahora en el cricket inglés”. La droga es el
lenguaje y la ironía es que los medios –en particular quienes escriben los
titulares– se encuentran entre sus mayores manipuladores y abusadores.
El impacto del lenguaje es amplio y sus efectos se pueden sentir, por lo general
de manera inconsciente, durante cualquier situación que involucra presión.
Puede ser dañino y perturbador del rendimiento o puede mejorarlo en forma
notable, pero, lamentablemente, el mundo del coaching deportivo ignora por
lejos la habilidad de usar el lenguaje con eficacia.
Entre los aspectos del Principio de Presión, el lenguaje es único, en el sentido de
que es vital para los otros siete. Ya nos hemos referido a la ansiedad y a la
necesidad de transformar su impacto negativo en entusiasmo y en capítulos
posteriores examinaremos la importancia de los equipos y métodos de
aprendizaje y práctica, del comportamiento y el entorno. Pero lo que subyace a
todos estos es el lenguaje que los impregna, los refuerza y permite acceder al
inconsciente con eficacia para producir un gran rendimiento. Si los otros
capítulos alimentan el motor de un gran desempeño, el lenguaje es el aceite que
hace que las cosas funcionen con fluidez. Y como bien sabe toda persona que no
ha mantenido el nivel de aceite de su automóvil, el motor sin él simplemente no
funciona.
Una industria donde la importancia del lenguaje no pasa desapercibida para
nadie es la publicidad. Grandes empresas están dispuestas a invertir millones
para publicitar sus productos y enormes campañas a veces giran sobre una sola
frase cuidadosamente construida. La publicidad utiliza un lenguaje persuasivo,
palabras emotivas y toda clase de trucos lingüísticos para atraernos,
particularmente en un nivel inconsciente; después de todo, ¿quién no se siente
inmune al poder de la publicidad? Pensemos en la revolucionaria frase “Think
small” (Piensa en pequeño) de los avisos del VW escarabajo de la década de
1950, o el “Think different” (Piensa distinto) de Apple o cualquier otra frase
igualmente memorable (“Anytime, anyplace, anywhere –that’s Martini”).
Algunas son atractivas y pegadizas, pero por detrás hay algo más. Este lenguaje
está diseñado para apelar, para provocar una reacción y una respuesta, en última
instancia, para cambiar nuestro comportamiento. ¿Suena conocido? No es muy
diferente a lo que intentamos hacer cuando entrenamos o nos manejamos con
personas.
¿Cómo, entonces, podemos medir el impacto del lenguaje cuando opera en un
nivel tan inconsciente? En su libro Blink, Malcolm Gladwell describe un
experimento realizado por John Bargh, psicólogo estadounidense, para observar
la influencia inconsciente del lenguaje y su impacto en la actitud y el
comportamiento. Le dio a dos grupos de estudiantes de Nueva York diferentes
juegos de oraciones mezcladas –es decir, palabras entremezcladas que deben ser
reordenadas para construir oraciones que tengan sentido. Las oraciones del
primer grupo contenían palabras como “agresivamente”, “atrevido”, “grosero”,
“molestar”, “irrumpir” e “infringir” dispersas entre el resto. El otro grupo recibió
palabras como “respeto”, “considerado”, “apreciar”, “pacientemente”, “amable”
y “cortés”. En ninguno de los dos casos la tendencia era demasiado obvia como
para que los estudiantes se dieran cuenta de lo que ocurría, ya que esto anularía
el poder del experimento. Luego de completar las pruebas, se les pidió a los
estudiantes que las entregaran en una oficina. Allí la persona que iba a recibirlas
se hallaba deliberadamente involucrada en una conversación profunda con
alguien, por lo que los estudiantes debían esperar.
El propósito del experimento era observar si los grupos reaccionaban de manera
diferente ante la demora. Bargh esperaba que los estudiantes que habían
trabajado con un contenido más agresivo interrumpiesen un poco antes que el
grupo más pasivo; pero en los hechos la diferencia fue mucho más pronunciada:
el primer grupo interrumpió luego de cinco minutos, en promedio, pero 82% del
segundo grupo nunca llegó a interrumpir.
Reencuadrar
Creo que el lenguaje puede influir y crear una actitud que a su vez ayuda a
reencuadrar la percepción de lo que experimentamos. Tomemos un ejemplo muy
simple: ¿somos del tipo vaso medio lleno o medio vacío? La actitud común es
que ver el vaso medio lleno es más positivo que verlo medio vacío. Para decirlo
de otro modo, medio lleno es lo que tienes y medio vacío es lo que te falta.
Reencuadrar es sencillamente tomar una situación y cambiar la forma en que la
ves, cambiando el marco de referencia en torno a una afirmación sin cambiar los
hechos. Al usar diferentes palabras puedes cambiar el sentido y, como resultado,
cambiar la forma en que te sientes.
La capacidad para reencuadrar una situación apoyará tu esfuerzo por sentirte
entusiasmado en vez de ansioso. Aquí hay algunos ejemplos de cómo utilizar el
lenguaje para cambiar la forma en que ves las cosas.
En el túnel con el resto de tu equipo, justo antes de salir al campo frente a una
multitud:
Ansioso: Ay, espero no cometer ningún error y que la gente no se me vuelva en
contra.
Entusiasta: Qué bochinche –no hay una sola persona ahí que no desee estar
ahora en mi lugar.
En el pasillo en la oficina, a la espera de hacer una presentación ante un cliente:
Ansioso: Odio hacer estas cosas –si la hago mal, ¿qué van a pensar de mí?
Entusiasta: No me conocen. Voy a adoptar una postura que impresione y los voy
a mirar a los ojos –son personas, como yo.
Camino a una evaluación con el gerente:
Ansioso: Espero que no me critique, odio cuando me señalan baches en mi
trabajo.
Entusiasta: Va a estar bien saber en qué puedo mejorar. Traté de cubrir todos los
aspectos, pero se me puede haber pasado algo.
La elección del lenguaje te da la posibilidad de reencuadrar la situación o, para
ser más precisos, reencuadrar tu percepción de la situación. Esto y la postura de
mando son las herramientas fundamentales que te permitirán cambiar de un
estado de ansiedad (la columna de forma C) a uno de entusiasmo (la columna de
forma J).
Volviéndose locos: el mal uso del lenguaje
Un uso eficiente del lenguaje puede influir y dar forma a una actitud de mejora
en el rendimiento, y cuando la actitud es colectiva, crea a su vez una cultura –ya
sea en un equipo deportivo, un equipo de trabajo o incluso en una familia–. En el
caso de un golfista, esta cultura debe ser creada por el equipo que lo rodea –
entrenadores, caddie y representante–. Tuve la fortuna de que cuando trabajé con
Pádraig Harrington y Luke Donald ambos tenían excelentes caddies –Ronan
Flood y John McLaren, respectivamente–, trabajamos juntos como una unidad
para producir una cultura de equipo y ayudarnos los unos a los otros a encontrar
los botones correctos para tocar.
Aunque resulta fácil apreciar cómo una actitud colectiva puede crear una cultura
dentro de un grupo, de acuerdo con mi experiencia es mucho más difícil apreciar
la importancia del lenguaje en la creación de una actitud correcta. El lenguaje
puede ser una herramienta tanto para bien como para mal y por lo general es más
sencillo percatarse de su mal uso que ver cuán efectivo puede ser, en especial en
el mundo de los deportes. Algunos de los más apasionados malos usos del
lenguaje provienen del costado del campo de juego cada fin de semana en todos
los niveles del deporte –desde un partido regular de fútbol de la Premier League
hasta un partido juvenil de cricket en el parque del pueblo–:
“¡No fallen los tackles!”
“¡No yerren los pases!”
“¡No se desconcentren!”
“¡Que no los saquen pronto!”
“¡No se queden cortos con los tiros!”
“¡Que no se te escapen los centros por arriba!”
“¡No dejes que te pase!”
Todos estos son ejemplos de la mentalidad “no falles” del capítulo 1, en la que el
poder de pensar sobre qué no hacer contamina el cerebro con ideas de fallar y lo
llena de aquello que quieres evitar. Si tienes un coach o un gerente que te dicen
qué cosas no debes hacer, están plantándote la idea de la misma manera. El
lenguaje es tan potente que apenas un indicio de lo que tratas de evitar puede ser
fatídico, como lo demuestra el experimento de John Bargh. Aun cuando las
palabras se utilicen como algo para no hacer, el cerebro las registra
inconscientemente y terminamos atraídos hacia ellas. Un ejemplo trillado: ¿qué
sucede si te pido que no pienses en un elefante rosado? ¿En qué piensas ahora?
Cuando alguien en la cancha de golf te dice: “Este es un simple par tres, pero no
querrás ir a la derecha porque hay agua y no te gustaría meterte en el agua”, lo
dice con buena intención. Pero adivina a dónde va el primer tiro. El agua se
convierte en un imán para la pelota, mientras tu cerebro está lleno de
pensamientos sobre qué no hacer y qué evitar.
Los pensamientos conscientes sobre qué quieres hacer, apoyados por algunos
apuntes mentales básicos sobre cómo hacerlo físicamente –el proceso–
construyen una mentalidad mucho más efectiva y productiva. El lenguaje es
importante para una comunicación –como gerente, coach o caddie– que destaca
los aspectos efectivos del proceso, como en la tabla 2.
Muchos entrenadores dirán: “Pero los jugadores saben lo que quiero decirles”.
No tengo ninguna duda de que lo saben, pero se trata de la imagen mental que
les proyectan a través de la elección de palabras. Si uno les dice: “No falles los
pases”, el cerebro del jugador evocará una imagen de pase fallido y recién
después se ajustará para verla como algo que no debe hacerse. ¿No sería más
sensato proyectar en la mente del jugador solo la imagen de lo que quieres
lograr?
Imaginemos un creativo publicitario, Alastair. Se le ha pedido que produzca algo
brillante, innovador y original pero se acerca la fecha límite y tiene la mente en
blanco. Se siente la presión cuando el gerente lo llama a su oficina para lo que,
espera, sea una conversación estimulante e inspiradora. En cambio, lo que
escucha es: “Quiero algo en mi escritorio para las 5 de la tarde –¡y que no sea
nada parecido a lo que ofrece la competencia!”. Con la adrenalina al tope,
Alastair regresa a su escritorio. ¿Se puede apurar la creatividad?, se pregunta. Se
sienta y piensa un poco más sobre la idea. Con el reloj corriendo y sus niveles de
estrés en aumento, en lo único que puede pensar es en la publicidad de la
competencia –lo que no debería hacer. Se le ocurren algunas ideas de apuro, pero
luego se da cuenta de que cada una de ellas es una reacción a la idea de la
competencia –es decir, usa como punto de partida lo que no debe usar–. Rompe
todas sus notas y empieza de nuevo, pero el reloj sigue corriendo… Si tan solo el
gerente no hubiese plantado esa semilla.
Cuando yo entrenaba al Bath RFC, su capitán, Stuart Hooper, arengaba a sus
compañeros de equipo justo antes de salir al campo de juego. Desde mi lugar de
privilegio en un rincón, escuchaba un discurso apasionado sazonado con algunas
coloridas palabrotas y bastantes “noes”: no fallen los tackles, que no se les
caigan los pases, nada de quejas.
Luego de escuchar un par de sus arengas previas, invité a Stuart –dueño de una
sobresaliente ética del trabajo y una real voluntad de aprender y mejorar– a un
café para charlar. Le expliqué la importancia de pintar imágenes con el lenguaje
de manera que los jugadores no tuviesen dudas acerca de lo que se esperaba que
hicieran, sin nublar sus mentes con negativas que afectarían su proceso de
pensamiento bajo presión.
Stuart hizo un verdadero esfuerzo para poner en práctica mi consejo. Su uso del
lenguaje mejoró notablemente en los siguientes partidos, mientras continuamos
concentrándonos en este aspecto de su liderazgo. Como resultado de nuestro
trabajo, su propio desempeño en el campo de juego mejoró en forma muy
visible, ya que dedicaba una parte considerable de su tiempo a pensar con
exactitud lo que decía –siempre bajo un formato de “cómo hacer”.
El lenguaje “cómo hacer (how to)” resulta un componente vital cuando
examinamos el rendimiento y buscamos oportunidades para mejorar. En vez de
depositar la responsabilidad en los jugadores para que estos deduzcan qué deben
hacer a partir de lo que se les ha dicho que deben evitar, es más efectivo ir
directamente al grano y hacerlos trabajar precisamente en lo que necesitan
lograr. El “cómo” de cada situación puede variar –podría ser una leve corrección
a la forma en que un jugador impacta sobre la pelota o una manera diferente de
presentar un argumento durante una reunión de ventas–, pero lo importante es
que le brindará a alguien la oportunidad de hacer algo bien en vez de no hacer
algo mal. Un lenguaje “cómo hacer” no significa explicar paso a paso toda la
actividad, sino que debería comprender pequeñas señales que ayuden a
recordarle al jugador las etapas del proceso, como “ese fue un gran golpe y tu
postura se mantuvo erguida y potente durante el impacto”.
Adoptar ese tipo de lenguaje no es fácil, en especial si por mucho tiempo has
sido descuidado con las palabras –y los coaches y gerentes son también
susceptibles a los efectos de la presión, lo cual puede inhibir su capacidad para
usar el lenguaje como les gustaría–. Solemos olvidar que quienes están a cargo
están tan expuestos como nosotros a la ansiedad y los problemas provocados por
la presión y sus instrucciones a veces inútiles suelen ser resultado de ello.
Consideremos algunas de esas generalidades de uso frecuente y que suelen estar
acompañadas de una emotividad tal que suenan impresionantes… hasta que nos
detenemos a pensar en lo que realmente significan. Podemos preguntarnos de
qué manera estas perlas de sabiduría podrían inspirar a alguien a mejorar su
desempeño. Estoy seguro de que cualquiera de nosotros puede encontrar muchos
ejemplos similares en su propia experiencia.
¡Metete en el partido! Una de las generalidades más populares en los
deportes y en el trabajo, que suele usarse cuando el entrenador o el gerente
piensa que falta esfuerzo. La pregunta es, una vez lanzada esta instrucción,
¿qué se supone que debería hacerse exactamente para mejorar el
rendimiento? ¿Salir a buscar pelea?
¿Y si en cambio gritamos cuál sería el proceso principal que ayudaría a mejorar?
A un defensor en fútbol, podría ser: “quédate del lado interno y fuérzalo hacia la
línea”. En rugby podría ser: “extiende las manos, busca la pelota antes de que
llegue”. En la oficina: “vamos bien, si nos concentramos en este aspecto
podemos terminar el trabajo antes de irnos”.
¡Mantén los ojos en la pelota! Esta frase es clásica. En su libro The Inner
Game of Tennis, Timothy Gallwey da un gran ejemplo. Imagina que juegas
un partido de tenis y simplemente no es tu día: la red parece mucho más
alta que lo normal y la cancha del otro lado parece mucho más chica que de
tu lado. Pierdes un par de tiros y luego recibes el inapreciable consejo:
mantén tus ojos en la pelota. Entonces, con renovado vigor clavas los ojos en
la pelota mientras tu adversario está por sacar. La observas cuando la tira
hacia arriba, la observas cuando la raqueta del adversario se dirige a ella,
cuando sale disparada desde el encordado como un láser, cuando pica de tu
lado y viene hacia ti –y la observas mientras retrocedes tu brazo, lanzas el
swing y fallas–. Y la sigues mirando hasta que rebota en el cerco de alambre
detrás de ti. ¿Qué cosa falló? Mantuviste los ojos en la pelota. Hiciste
exactamente lo que te dijeron, pero no hubo ningún “cómo”. Te podrían
haber dicho, en cambio: “mira el logo de la pelota mientras tu raqueta la
golpea”, una instrucción mucho más precisa que se concentra en un proceso
específico.
¡Vamos a concentrarnos! Un llamado emotivo que reclama más dedicación
mental, ¿pero qué significa en realidad? En su lugar podríamos decir:
“comenta lo que ves y haces, ¡habla!”. Una vez más, lo que tenemos es un
proceso en el cual concentrarse, un cómo hacer para concentrarse. Y este
diálogo te ayudará a anticiparte a las jugadas.
Una buena regla para las instrucciones es “si no puedes verlo, no lo digas”. Si la
intención es que alguien se concentre y corrija una parte específica de su
proceso, entonces dilo de esa manera específica. Un ejemplo puede ser: “dirige
los pases hacia las manos”. A medida que el “cómo hacer” se perfecciona
mediante las técnicas que describiremos más adelante, el lenguaje de cualquier
instrucción puede adaptarse a ese formato. Cuando usamos generalidades vagas,
los demás muchas veces se quedan pensando qué es lo que exactamente se
supone que deberían hacer.
Nunca vuelvas a decir nunca
Ligadas a esas generalidades suelen venir afirmaciones universales, que pueden
ser igual de inútiles y que muy a menudo comunican mensajes destructivos.
Una vez recibí una lección de golf de un coach que había sido profesional en el
circuito europeo. Sin dudas sabía todo acerca del lado técnico de las cosas –el
swing y la mecánica involucrada–. Cambió levemente mi grip, lo que al
principio resultó muy incómodo pero luego, durante el swing hacia abajo, sentí
una fresca sensación de libertad yendo hacia la pelota. Luego de unos pocos
yerros, comencé a golpearla muy bien. Una pronta mejora, ¡fantástico!
Grabó mi swing en video y luego lo volvió a ver, con mi swing en un lado de la
pantalla y el de uno de los mejores jugadores de todos los tiempos –Tiger
Woods– en el otro. Entonces comenzó a darme una larga explicación sobre por
qué, más allá de cuantas pelotas golpearla, yo nunca tendría un swing como el de
Tiger: la forma de mi cuerpo no era la apropiada, era flexible en los lugares
equivocados y así siguió.
No era ninguna novedad que mi swing no se pareciera al del catorce veces
ganador del major, pero los absolutos universales que portaba el mensaje eran
suficientes para destruir la confianza de cualquier jugador en crecimiento que
buscara mejorar. “Nunca tendrás un swing como ese. Con tu cuerpo y la forma
en que se mueve es imposible”.
¿De qué manera esas afirmaciones universales e inequívocas podrían estimular
en alguien una mentalidad dedicada a mejorar? Con una mayor conciencia del
impacto de su lenguaje podría haber transmitido alguna información que me
alentara a continuar practicando e incluso volver a tomar más lecciones con él.
Qué diferente habría sido un información como esta: “Tiger puede adoptar estas
posiciones porque jugó al golf toda su vida y ha trabajado mucho en su
movilidad. Aunque no espero que puedas hacer exactamente lo mismo, si puedes
avanzar hacia este tipo de posiciones, te ayudará mucho a mejorar tu swing, tu
golpe en tu dirección”.
Cuando un jugador que entreno utiliza conceptos universales –siempre, nunca–,
le llamo la atención. Es muy importante que se dé cuenta de lo que acaba de
decir, qué significa y de que, si lo deja pasar, puede socavar la confianza.
“Nunca” significa ninguna vez; “siempre” significa todas las veces. Estas
palabras casi siempre preceden a una crítica destructiva de sí mismo. Veamos
unos pocos ejemplos.
Siempre echo a perder los putts. ¿Significa esto que fallaste cada putt que
intentaste alguna vez en tu vida? El golf, más que la mayoría de los demás
deportes, tiene la capacidad de generar un miedo a fallar que puede
volverse catastrófico. Como ya hemos señalado, estos pensamientos
negativos centrados en evitar el yerro pueden contaminar la mente, y si
además nos impedimos recordar alguna instancia de éxito, difícilmente
lograremos una mentalidad propicia a la hora del putt. Por supuesto, esto
no sucede solo en el golf. Podría ser “siempre enredo las entrevistas de
trabajo” o “siempre arruino las primeras citas” o cualquier otra cosa por el
estilo. El tema es que la afirmación universal –el siempre– no permite que
aparezcan las instancias en que nos fue bien y cierra las puertas a que nos
aferremos a una instancia más positiva capaz de inspirar confianza. Un
pensamiento más claro sobre el proceso, sobre cómo prepararse mejor para
la entrevista y comportarse durante ella, resultaría mucho más fácil sin el
dramatismo del siempre.
Hoy no me salió nada bien, estuve horrible. ¿Nada de nada? No importa
qué malo haya sido el día, siempre hay algo para rescatar. Digamos que
trabajas en una librería. Puedes haber llegado tarde porque tuviste
problemas para dejar a los niños en la escuela esa mañana, lo que resultó en
una advertencia del gerente. Estuviste cansada todo el día y hubo mucho
movimiento, con un par de clientes impacientes y maleducados, antes de
volver a buscar a los niños y luego el caos otra vez en casa. ¿No hiciste nada
bien? Te olvidas de la sonrisa en la cara de tus niños cuando te saludaron en
la puerta de la escuela, del anciano al que ayudaste a conseguir el libro que
tanto buscaba y la divertida charla que tuviste con uno de tus colegas
durante una pausa para merendar. A veces bastan uno o dos malos
momentos para condicionar nuestro pensamiento y hacerlo adoptar esta
clase de negativo universal –a fin de cuentas, el cerebro tiende a negativo,
como veremos después–, pero la verdad es que no todo estuvo mal.
De regreso al golf, veía una entrevista con Lee Westwood en la que respondía a
una pregunta cargada de tipo: “Lee, ¿no estás decepcionado por cómo jugaste
hoy tras ese flojo golpe en el diecisiete?
La respuesta de Lee fue genial. Le dijo que en realidad estaba satisfecho por
cómo había jugado, ya que todavía estaba trabajando con el movimiento de la
cadera durante el swing y aun así se las había arreglado para lograr muy buenos
golpes y terminar con un puntaje de 68.
Esto ilustra la habilidad de Lee para compartimentar su juego y, sin dejar de
reconocer que tenía un problema, ver lo que le estaba saliendo bien. Esta
habilidad es vital en cualquier disciplina y en cualquier rumbo de la vida: ser
capaz de separar y analizar diferentes aspectos del desempeño, lo bueno y lo
malo, en vez de hacer de todo una catástrofe y repetirte que nada estuvo bien.
Nunca acierta estos tiros desde la derecha a unos 15 metros del touch. Así
fue como un periodista criticó la habilidad para patear a los palos de
Johnny Sexton luego de que fallara un penal desde esa posición cuando
Irlanda enfrentó a Nueva Zelanda en Dublín a fines de 2013. Un acierto
habría dejado a Irlanda en posición de hacer historia ganándoles a los All
Blacks por primera vez.
Trabajé con Johnny durante el verano de 2014. Cuando su club, Racing Metro,
enfrentó a Clermont por el campeonato superior de Francia, Johnny se hizo
cargo de una patada crucial del lado derecho, a unos diez metros del touch.
Nunca acierta desde ahí, ¿verdad? Nunca vi un tiro con tanto veneno –
combinado con un completo control– que navegara entre los postes.
Cuando trabajo con un jugador y las cosas se ponen difíciles y frustrantes y hay
que detenerse y empezar de nuevo, los jugadores suelen perder su compostura y
expresan la frustración: “¡Nunca me va a salir!”. Alguna vez te habrá sucedido
mientras aprendías una nueva habilidad o tratabas de encontrarle la vuelta algo,
como andar en bicicleta, durante la infancia. Te caías, montabas de nuevo, caías,
volvías a montar y entonces…, otra vez al suelo. “¡Nunca voy a poder!”.
Mi respuesta es simplemente decir: “No te sale todavía”. Rebobina y empieza de
nuevo, sigue y lo harás mejor. No usamos afirmaciones universales por la simple
razón de que todos tenemos la capacidad de aprender una nueva habilidad o
mejorar una ya existente –montar una bicicleta, trabajar sobre nuestras patadas,
manejarnos mejor en las entrevistas. Estas cosas no son absolutas –solamente el
lenguaje que elegimos las hace así.
Mentalidad de acertijo
Una faceta del rendimiento que se ve muy afectada por las afirmaciones
universales es la toma de decisiones. Tomar decisiones bajo presión es una de las
habilidades más importantes que alguien puede dominar, pues muestra la
capacidad de manejar con convicción los efectos de la presión y al mismo
tiempo conservar la claridad mental. Buena parte de mi trabajo consiste en
entrenar esta habilidad tanto en los deportes como en la actividad profesional.
Pero demasiado a menudo el lenguaje que utilizan los coaches está colmado de
absolutos. Es o bien la opción “correcta” o la “equivocada”. Esto lleva a que las
personas adopten una “mentalidad de acertijo” en la que deben buscar la opción
“correcta”, cuando en realidad las opciones pueden ser muchas, cada una con sus
ventajas y desventajas.
Cuando estudiaba para obtener mi título en la Universidad de Bristol, investigué
la importancia de desarrollar habilidades para resolver problemas pensando y
discutiendo las opciones disponibles, en vez de recurrir a una simple mentalidad
de correcto o incorrecto. Si un docente, gerente o coach presiona para obtener la
decisión “correcta”, puede terminar estimulando la adivinanza en vez de la
iniciativa y el estudiante simplemente responderá lo que cree que el docente
quiere oír.
Es mucho más importante que las personas hagan uso de su iniciativa para tomar
decisiones y que las evaluaciones no se orienten a considerar si la decisión fue
correcta –lo que sería un absoluto– sino eficaz. ¿Había más opciones? ¿Existía
una alternativa más eficaz? No debería haber decisiones “incorrectas” –una
decisión incorrecta es una adivinanza sin razón. Si cambiamos el lenguaje de los
absolutos a un continuo de efectividad podemos inspirar en las personas la
confianza para que asuman mayor responsabilidad por sus decisiones y estén
más dispuestas a valerse de su iniciativa.
“Muy bien, todos”
Este uso final de los absolutos universales le resultará familiar a cualquiera que
haya estado en una sesión de entrenamiento o una reunión donde al final, la
persona que dirige la reunión dice: “Estuvo muy bien. Muy bien todos”. En el
otro extremo, que en el mundo de los deportes sucede con más frecuencia que en
el mundo empresarial, el coach puede decir: “Fue una porquería. Deberían sentir
vergüenza, todos”. Ninguna de las dos expresiones suelen ser certeras.
La primera sugiere que todo lo que sucedió en la reunión, y todas las personas
involucradas, tuvieron un gran nivel y no podría haber resultado mejor. Sin
embargo, tu experiencia puede haber sido la de sobrellevar una interminable
reunión del lunes por la mañana, mirando a cada rato el reloj y desesperado por
que termine, o quizás soñabas despierto con salir a cenar o a tomar algo después
del trabajo. En este caso, no te habrías anotado un “gran” desempeño.
Según mi experiencia en los deportes, es muy poco probable que todos los
jugadores rindan igual de bien durante un entrenamiento, como sugiere el
comentario. Una “gran sesión” implicaría que todos los jugadores dieron lo
mejor de sí, con poco espacio para mejorar. ¿Fue impecable la técnica de todos
los jugadores? ¿Observaste a cada individuo, todo el tiempo? Es verdad que a
veces, después de una sesión o reunión deslucida, es importante levantar el
ánimo de la gente y que una frase a tal fin puede ser un placebo efectivo, pero la
mayoría de las veces un universal y no descriptivo “muy bien” lleva a la
complacencia. Crea una falsa sensación de logro. Hazlo una cantidad suficiente
de veces y terminarás con jugadores que se sienten cómodos con su actual nivel
de destreza y rendimiento y satisfechos con ser apenas buenos hasta ahí.
Algunos entrenadores, luego de una dura derrota en un partido, no pueden
entender qué anduvo mal después de que esa semana habían tenido “tan buenas”
sesiones de entrenamiento.
Aunque sientas culpa por haberte pasado la reunión mirando el reloj o pensando
en esa cerveza después del trabajo, “¡estuvieron muy bien, todos!” te libera de la
incomodidad y refuerza la idea de que no tienes que poner lo mejor de ti en la
reunión y que está bien si la pasas como sonámbulo.
En muchos lugares de trabajo las reuniones interminables se suceden con
regularidad, con una vaga sensación de que se logra algo, aunque nadie esté muy
seguro de qué. ¿Acaso no sería más productivo que tú y tus colegas cuestionen
por qué deben pasar varias horas sentados escuchando información mayormente
irrelevante? ¿Necesitamos repasar cada departamento en cada reunión? ¿No sería
más efectiva una serie de reuniones más cortas?
En comparación con el mundo empresarial, los entrenadores de deportes suelen
ser más francos respecto de las malas sesiones y no eluden la crítica. El uso de
un lenguaje preciso mejora el nivel de conciencia, la calidad de las devoluciones
y los resultados. Es primordial no dejarles dudas, a los jugadores o miembros del
equipo, de que reconocemos su esfuerzo pero esperamos más cuando sea
necesario. En el rugby, el día del segundo partido entre Inglaterra y Sudáfrica en
Bloemfontein, en el año 2000, tuvimos una de las peores sesiones de
entrenamiento por los errores cometidos. No había manera de calificar a una
situación como esa con un “muy bien, todos”: Martin Johnson, el capitán, dijo al
final, “¡no podríamos haber estado peor!”. Sin embargo, fue una sesión efectiva
en términos de devoluciones y preparación para un evento impredecible como un
partido internacional de rugby. El día del partido vencimos a los Springboks en
su propio terreno después de seis años.
No es (solo) lo que dices sino cómo lo dices
Las palabras solas, no importa cuán precisas y efectivas sean para imprimir la
actitud mental correcta en quien las recibe, no siempre son suficientes para
comunicar el mensaje. Suele decirse que la mayor parte de la comunicación es
no verbal, o por lo menos no lo es para quienes visitan al psicólogo Albert
Mehrabian, creador de la regla del 7%, que afirma que las palabras son
responsables de solo 7% de la comunicación, mientras que 55% es lenguaje
corporal y 38% el tono de voz. El trabajo de Mehrabian se orientaba a la
expresión de actitudes y sentimientos y con frecuencia se lo cita, cuestiona y
critica fuera de contexto, por lo que difícilmente podamos afirmar que 93% de
toda comunicación es no verbal.
De todos modos, no puede haber dudas de que, en mayor o menor medida, el
lenguaje corporal, el tono de voz y otros indicadores no verbales son importantes
en la comunicación. Si el mensaje verbal no concuerda con el no verbal, la
efectividad se pierde. Para dar un ejemplo extremo, si le dices a alguien que su
trabajo en un proyecto fue excelente mientras le muestras una sonrisa de
superioridad y evitas el contacto ocular, difícilmente te crea y hasta podría
ofenderse. De manera similar, una exhortación a “ser más precisos y mostrar más
entusiasmo en la cancha” dicha por alguien con aspecto descuidado, pobre
postura y gestos de abulia –todos contradictorios con el mensaje verbal– tiene
pocas chances de ser tomada en serio.
El lenguaje corporal, importante para ayudarnos en la transición de la ansiedad
al entusiasmo, también es importante cuando un coach, docente o gerente
comunica un mensaje. No se le llama lenguaje corporal sin motivo. Debe acudir
en apoyo del tono de voz y de las palabras que se pronuncian para producir una
comunicación unificada y clara. Resulta vital que haya coherencia entre el
mensaje y la manera de transmitirlo, de lo contrario su eficacia disminuye e
incluso se pierde.
El tono de voz –38% de la comunicación según el estudio de Mehrabian–
conlleva también una importancia vital y el mensaje debe ser transmitido con el
objetivo en mente. Mientras trabajaba en el rugby francés me tocó estar presente
en una reunión en la que el entrenador revisaba el partido previo en un video,
hacía una pausa cada vez que detectaba un error y reprendía al jugador
responsable. A veces, como cuando señalaba un intento de tackle que carecía de
la intensidad necesaria, la reprimenda apasionada que transmitía no solo era
merecida sino que además la comunicaba de manera acertada –agresivamente,
para motivar al jugador a que la próxima vez ponga más agresión en su tackle.
Sin embargo, un pateador que erró un penal recibió exactamente la misma
descarga de abusos. Si bien la agresividad puede ser de ayuda cuando se tacklea,
no ayuda en nada al jugador que patea a los postes. Ser demasiado agresivo, con
la correspondiente descarga de adrenalina, disminuye el control que es esencial
para un tiro de precisión. En este caso, la crítica puede haber sido justa, pero la
forma de comunicarla fue contraproducente. Es mucho mejor hacerlo con calma
y refiriéndose a los hechos, en consonancia con la naturaleza precisa de la
patada, en vez de la fiereza que se necesita cuando se enfrenta a un forward que
es una masa lanzada en velocidad.
También he estado presente en algunas reuniones de equipo inspiradoras en los
últimos veinte años. Entre ellas está la arenga de Jim Telfe a los British Lions
antes de jugar contra Orange Free State en Sudáfrica en 1997 y la de Ian
McGeechan antes del partido final de la serie en Durban unos días después.
Ambas fueron una conjunción perfecta de los tres aspectos de la comunicación –
palabras, lenguaje corporal y tono de voz–, lo cual se siente como mucho más
que la suma de sus partes: la pasión, el deseo explícito, el contacto visual, el
entusiasmo. El solo hecho de estar en esos vestuarios fue increíble y, como lo
probaron los resultados, fueron piezas de oratoria altamente efectivas.
Mediante la unificación de lo verbal y lo no verbal –combinando estas dos
facetas para que trasmitan el mismo mensaje– podemos producir una
comunicación clara y, cuando la ocasión lo requiera, inspiradora. Si les dices lo
correcto a tus empleados pero lo haces con una negatividad empalagosa, tu
mensaje se perderá, en todo o en parte. Tiene que haber coherencia entre la
intención y la transmisión, de tal manera que la elección de las palabras, el tono
de voz y el lenguaje corporal funcionen en conjunto para producir una
instrucción clara e integral. Solo así podrás comunicar tu mensaje con la
efectividad que deseas.
Está claro que la coherencia sola no es suficiente si el mensaje es erróneo en
primer lugar. La elección de un mensaje certero es decisiva para el uso de un
lenguaje tan efectivo como poderoso.
Cuando demasiado positivo se convierte en negativo
Hasta ahora hemos cubierto principalmente el mal uso del lenguaje, lo que no
debemos hacer; pero usado con habilidad, el lenguaje puede ser un fuerte
potenciador del rendimiento. Así como la industria de la publicidad utiliza un
lenguaje preciso e influyente para intentar cambiar la forma en que vemos las
cosas en nuestra conducta como consumidores, también gerentes, entrenadores y
docentes deberían hacer lo mismo para afectar la actitud y el comportamiento de
aquellas personas con quienes trabajamos.
La forma más natural de uso del lenguaje que viene a la mente es “¡sé positivo!”.
Pero ser positivo en el uso del lenguaje no es suficiente –es demasiado débil–.
La positividad sola se presta a demasiadas generalidades y afirmaciones
universales –“estuvo genial/fantástico/excelente, bien hecho– que no brindan
una plataforma para mejorar. La positividad, por supuesto, tiene su lugar y lograr
objetivos y cosas parecidas debería acompañarse con un lenguaje positivo. Pero
prefiero pensar en el uso efectivo como un lenguaje productivo:
NEGATIVO
POSITIVO
PRODUCTIVO
(Qué evitar)
(Muy lindo, pero dónde está la dirección)
(Cómos específicos)
Donde este lenguaje “positivo” se torna particularmente problemático es cuando
su receptor puede adivinarle la intención. Demasiadas afirmaciones huecas y
generales aparecen en boca de entrenadores y gerentes que asumen que si
negativo es malo, positivo debe ser bueno. “Positivo” es una palabra con mucho
sobreuso en nuestro vocabulario y por lo general se la usa para disfrazar falta de
precisión u orientación específica. ¿Cómo puede ser lenguaje positivo cuando
carece de un efecto positivo?
Cierta vez me detuve a mirar a un coach de golf del US PGA cuya frase positiva
de costumbre era “buen swing” o “buen trabajo”, seguida por el nombre del
jugador. Mi problema con esto es que no aclaraba por qué ese swing era bueno y,
en consecuencia, qué necesitaba hacer el jugador para repetirlo. Cuando observé
a otro entrenador, esta vez del circuito europeo, noté que la frase que repetía era
la misma –“buen swing”– pero cuando hablé con el jugador después, estaba
lívido y decía que su “swing era horrible” y que cada vez se sentía más irritado y
distraído por la positividad vacía del entrenador.
Entonces, ¿qué clase de lenguaje puede inducir un estado más útil y propicio
para mejorar el rendimiento? Lo que sigue es un ejemplo proveniente del
entrenamiento de patadas en el rugby.
El primer paso es contar con una poderosa descripción sobre “cómo hacer”, a
semejanza del lenguaje del “cómo” que mencionamos antes:
Postura grande, golpea el cuarto interno [de la pelota] y acelera sobre la
clavija alejada [del tee].
El segundo paso consiste en decir vívidamente qué ocurre cuando está bien:
Visualiza cómo la pelota sale disparada de tu pie y se eleva en una línea por el
medio de los postes. Haz que este ensayo mental sea tan vívido como te resulte
posible; siente la pelota que sale de tu pie, observa el vuelo exacto de la pelota
cuando atraviesa los postes con un giro suave y controlado.
Si practicó con un régimen estructurado, el jugador sabe cómo es una buena
patada –como se siente cuando concuerda exactamente con sus intenciones.
El tercer paso debería evocar el estado emocional necesario:
Muestra con tu lenguaje corporal [postura] que esperas concordar exactamente
con tu intención. Adopta un estado agresivo acerca de la inevitabilidad
controlada de tu intención.
El estado emocional correcto para una tarea varía según la actividad –patear a
los postes en rugby requiere una mentalidad diferente a la de, digamos, tomar el
micrófono durante el karaoke cuando tu instinto natural es esconderte en el
rincón–, y es el uso preciso del lenguaje el que evocará de la mejor manera el
sentimiento apropiado. Como todo publicista sabe, las palabras con carga
emocional como “explotar”, “aplastar”, “surgir”, “agresivo”, “controlado”,
“frío” o “fluido” pueden contribuir a desarrollar una mentalidad productiva en
situaciones de presión.
El lenguaje efectivo nos permite focalizarnos en pensamientos, sentimientos y
acciones precisas que conducen a concordar con las intenciones y tener éxito
cuando la presión se hace sentir. No es solamente lo que haces, sino también
cómo necesitas sentirte para poder hacerlo; si queremos cambiar nuestras
acciones, necesitamos cambiar los pensamientos y sentimientos que las
producen.
Puedes encontrarte sentado en un rincón durante la noche de karaoke de tus
compañeros de trabajo –para ti, la peor manera de fomentar vínculos de equipo
que puedas imaginar–. Estás esperando que la tierra te trague cuando tu jefe te
alcanza el micrófono y dice: “Es tu turno, sube y canta”. No creo que sea el tipo
de llamado que te estimule a saltar sobre el escenario para cantar con el alma un
clásico popular. Pero supongamos que tu jefe, en cambio, te llamó al escenario,
dejó el micrófono en tus manos y te ordenó: “¡Sube y aduéñate de esa canción,
pégala!”. Es la clase de lenguaje emocional poderoso que o bien te hará salir
corriendo por la puerta de atrás o te hará saltar al escenario listo para tirar la casa
abajo.
De manera parecida, una simple instrucción para patear a los postes –“cuando
pateas concéntrate en pegarle a la pelota en el cuarto interno”– es técnicamente
correcta, pero “intenta dominar la pelota y sacudir el cuarto interno” tiende más
a producir el resultado deseado.
Las palabras “dominar” y “sacudir” implican que debes colocar tu cuerpo sobre
la pelota y pegarle abajo. Es una afirmación más corta, más potente y más
efectiva; en el caso del lenguaje, menos suele ser más.
¿Me hablas a mí?
Pensar las cosas de antemano, de manera consciente e intencional en términos
más productivos, tal como describí más arriba a Stuart Hooper antes de dirigirse
a sus compañeros de equipo, puede estimular lo que yo llamo “diálogo interior”.
Este diálogo afecta los pensamientos, que a su vez pueden determinar los
sentimientos sobre algo y, en última instancia, ejercer un impacto sobre la
conducta.
Aunque no sugiero que te encierres en un cuarto vacío y empieces a hablar
contigo mismo, creo que un pensamiento productivo, consciente e intencional –
el diálogo interior– puede contribuir efectivamente a “lavarte el cerebro” y
cambiar tus pensamientos para que sepas exactamente qué vas a hacer y cómo lo
harás.
Los poderosos apuntes verbales que usamos cuando aprendemos nuevas
habilidades o pensamos las cosas de antemano pueden consolidarse en la mente
mediante la práctica, la repetición o, como en el caso de Stuart Hooper, a través
de la repetición a otros (sus compañeros de equipo), para que resulte posible
recordarlos fácilmente en un entorno tenso y bajo presión como un partido de
rugby.
Un buen ejemplo de diálogo interior es el utilizado por los instructores de
manejo. Cualquier persona que haya aprendido a conducir un automóvil nunca
olvidará la frase “espejo, señal, maniobra” –tres palabras que contienen una
cantidad importante de información para el aprendiz–. Espejo –mirar los espejos
para ver si hay vehículos o peatones en el camino–, señal –hacerla a tiempo para
que nuestras intenciones sean claras para otros transeúntes– y la maniobra –
usando con seguridad el volante, la velocidad y posición del automóvil para
entrar al flujo de tráfico, girar en una rotonda o un cruce o cambiar de carril en
una autopista–. Aunque para los conductores con experiencia esto se haya
convertido en una segunda naturaleza, para los aprendices puede convertirse en
una ayuda invalorable en situaciones de presión, como conducir en una calle
atestada o, incluso, rendir un examen de manejo. Ese diálogo interior “espejo,
señal, maniobra” es su apunte para llevar a cabo la secuencia que practicaron
muchas veces y para poner un poco de orden y claridad en la mente cuando la
presión se hace sentir –todo mediante tres simples palabras.
Antes de la Copa del Mundo de rugby de 2003 creamos una frase simple de
diálogo interior para los jugadores: “travesaño, línea de touch, travesaño”. Cada
vez que un jugador girara para enfrentar a los rivales la idea era que registrara el
travesaño entre los postes al final del campo de juego, la línea de touch de un
lado, la línea de touch del otro lado y luego otra vez el travesaño. ¿Por qué esto
habría de ayudar? Bajo presión, los jugadores tienden a mirar a los rivales en vez
del espacio en el campo de juego. Cuando un jugador mira hacia la línea de
touch, lo que verá será el espacio después del último hombre, lo cual es
particularmente relevante cuando los equipos se comprimen y utilizan solo la
mitad del ancho del campo. Un simple diálogo interior que diga “travesaño,
líneas de touch, travesaño” introduce en el jugador una rutina que le ayuda a
identificar espacio dentro del campo de juego.
Acción afirmativa
Un lenguaje del “cómo hacer” poderoso y productivo no tiene sustituto, tanto en
coaching como en el diálogo interior, para promover una mentalidad que ayude
al rendimiento bajo presión. El lenguaje es el aceite en el motor del gran
rendimiento y alimenta todos los demás aspectos del Principio de la Presión.
Quizás el uso más importante del lenguaje, la destilación de su poder, venga en
el paquete más chico: la afirmación.
Los gurúes de la autoayuda las usan y, por cierto, también lo hacen las empresas
de publicidad; las afirmaciones son declaraciones breves y potentes que, a pesar
de su tamaño, pueden develar mucho sentido –literal, emocional y físico– en
nuestra mente. Un puñado de palabras con todo ese poder.
Un principio similar intento aplicar cuando escribo afirmaciones para los
jugadores que entreno: notas precisas y personalizadas, producidas luego de
haber trabajado con ellos por un tiempo y tener una idea de qué los estimula y
qué necesitan hacer para mejorar. Resulta imperativo que el lenguaje sea
productivo y no de un mero positivismo fácil.
Tiendo a producir dos tipos de afirmaciones para jugadores: unas para un evento,
partido o ronda específica, diseñadas para evocar confianza en que se logrará un
buen resultado si se siguen ciertos procesos; y otras enfocadas en un abordaje
más amplio que busca mejorar el desempeño y la actitud general en el
entrenamiento, la práctica y la ejecución.
Compuse las siguientes para un golfista que estaba decidido a mejorar pero
necesitaba más determinación en su práctica y más agresividad en su juego:
Soy uno de los golfistas más dedicados, hábiles y mentalmente fuertes del
mundo.
El mayor desafío es jugar MI juego en cualquier entorno.
Soy más efectivo cuando mi mentalidad es malvada: demuestro inevitabilidad y
domino cada golpe.
Me gusta la presión y siempre espero esas grandes ocasiones.
Me siento inclinado a trabajar siempre en la zona incómoda.
Sé que no hay límites en los márgenes de cada componente de mi juego y
preparación.
Mi tiempo ha llegado.
El primer punto es una declaración factual de quién es sin caer en el lenguaje
“absoluto”. Uno de los mejores es un dato, mientras que ser el mejor –bueno,
solo puede haber uno–. Las siguientes afirmaciones se aseguran que su principal
obstáculo, que identificamos juntos, esté cubierto y luego identifican las claves
para una mentalidad efectiva. El propósito es concluir que si sigue el proceso y
la práctica, mejorará. Tiempo después se convirtió en el golfista número uno del
mundo.
Aquí hay otra afirmación general, que compuse para un miembro del victorioso
equipo de los British and Irish Lions durante su gira por Australia en 2013. Era
un pateador diestro en plena mejoría y disciplinado en el entrenamiento, que
practicaba en los límites de su habilidad y trabajaba incansablemente en su
patada con el pie izquierdo:
Soy un jugador comprometido, valiente y habilidoso, con potencial para
sobresalir en el rugby internacional. Estoy en la cresta de la ola y no voy a dejar
que este envión se me escape.
El compromiso para mejorar cada componente de mi juego no tiene límites.
Comprendo la angustia y sé qué es trabajar en las zonas incómodas y poco
agradables, y que salir al encuentro de ellas me distinguirá de quienes prefieren
quedarse cómodos –la comodidad no te hace mejor.
Sé que es difícil estar completamente concentrado en el rendimiento, pero eso
me hará diferente y mejor en el largo plazo, y continuará reforzando mi
capacidad para desempeñarme bajo presión.
Siempre habrá distracciones y dudas pero nunca podrán penetrar mi burbuja de
seguridad. Sé que seguiré mejorando. No hay límites en los márgenes de todo lo
que hago.
La estructura es similar a la del golfista. Primero hay una declaración sobre sí
mismo y su situación. Luego reafirma su compromiso de entrenar en la zona
desagradable (ver capítulo 3) y por qué es esencial para él, reconociendo que
será duro pero que lo recompensará con desempeños aún mejores.
Aquí hay otra afirmación para un jugador de rugby internacional que juega como
forward y que deseaba mejorar varios aspectos de su juego. Esta es corta y va al
grano:
He aceptado mi mayor desafío –ponerme duro con las partes del juego que me
permitirán convertirme en un jugador de clase mundial.
Estoy en función del equipo –decisivo, destructivo, agresivo y cada vez más
confiable.
Debo comunicar entusiasmo y compromiso con la causa mostrando urgencia,
alerta y un compromiso total.
Una vez más consiste en la misma estructura básica con el desafío integrado en
las afirmaciones. No se trata solo de escribir unas pocas oraciones y luego
esperar que todo vaya bien; es escribirlas, leerlas, tenerlas en algún lugar
especial (el golfista las tenía en su porta tarjetas de puntuación) y vivirlas.
Siempre habrá condiciones para mejorar y esas son las cosas que el jugador
necesita cambiar. Sentirse bien con uno mismo es un buen marco para empezar,
luego es necesario comprometerse. Cuando trabajo con alguien durante un
período de tiempo, revisamos regularmente las afirmaciones juntos y las
actualizamos cada vez que sea necesario para mantener fresco el desafío.
El segundo tipo de afirmación, para promover y apoyar una buena mentalidad
antes del evento, resulta mucho más fácil de producir cuando he estado
trabajando con un jugador o equipo durante un buen tiempo y he podido
reconocer qué cosas los motivan cuando trabajan por el éxito.
Antes de la Copa del Mundo de rugby de 2003 en Australia, resultó fácil crear
algunas afirmaciones realmente potentes para el equipo, pues la mayoría de los
jugadores habían estado juntos como una unidad durante cuatro años de
entrenamiento, Test matches y giras por el exterior. También había dedicado
bastante tiempo a observar a los jugadores individualmente o en pequeños
grupos en sus clubes. Al estar familiarizado con su trabajo y conociendo
personalmente a varios de ellos, pude componer afirmaciones que enfatizaban lo
que necesitaban tener en mente si querían alcanzar su potencial en el campo de
juego. Solía escribirlas y dárselas al jugador el día anterior al partido, así podía
incluir cualquier cosa específica relacionada con los rivales.
Al armar estas afirmaciones, observaba principios similares a los de las
afirmaciones más generales –escribirlas en tiempo presente y en un lenguaje
fuerte, emotivo y, era de esperar, inspirador–, pero adaptados a la situación
específica. Resulta vital que comprendan un elemento de “si hago esto, obtendré
aquello”. La siguiente afirmación fue para uno de los backs, que tenía una gran
responsabilidad en el manejo del partido y también se encargaba de patear a los
postes. Fue previa al partido más importante de su vida: la final de la Copa del
Mundo.
Trabajé más fuerte y con más intensidad que la mayoría, y mi intensidad en la
práctica me hace merecer el éxito.
Mi mente es más grande que mi cuerpo, siempre soy consciente de todo lo que
me rodea para tomar decisiones efectivas en el fragor de la batalla.
Cuando pateo a los postes, veo cada detalle, la línea, el objetivo más pequeño,
las costuras de la pelota, luego me impulso en línea con todo mi ser.
Trabajé duro para esto, tengo derecho a ello, me lo he ganado, disfrutaré del
desafío y amaré la ocasión –este es mi día.
En la siguiente afirmación, escrita para un jugador de tercera línea cuya tarea
consistía en romper el juego adversario con su potencia, el jugador y yo
acordamos que una descripción vívida de qué haría y cómo lo sentiría, física y
emocionalmente, le daría mejores chances de un buen rendimiento:
Mi entusiasmo por mejorar todo el tiempo es el fundamento de mi ser.
Juego mejor cuando puedo fluir con el juego. Mi desafío es encontrar el fluir en
mis propios términos.
Mantengo los ojos bien abiertos y luego caigo como un rayo sobre el objetivo.
Siento el suelo y la energía explosiva bajo mis pies.
Creo la mezcla justa de odio, agresión, maldad y poder dinámico.
Tengo las manos precisas y el paso decisivo.
Me volveré desagradable pero controlado y dirigiré mi agresión.
Como en la afirmación anterior, armé la escena con lenguaje potente, pero
también incluí condiciones y procesos –en otras palabras, “tendré un gran
rendimiento si hago X, Y y Z”.
Con los golfistas teníamos una rutina. Luego del calentamiento físico, nos
dirigíamos a la zona de drive donde, según el jugador, practicamos diferentes
golpes con distintos palos para cubrir distancias. Luego nos dirigíamos a la zona
de juego corto para practicar golpes de bunker y luego al green, que suele quedar
a una corta distancia del primer tee. En ese momento les daba su afirmación
escrita, con la esperanza de capturar el momento e inspirar al jugador a poner lo
mejor de sí cuando realmente importaba. A veces se basaba en su historia, otras
veces en la ronda previa del torneo o en algo específico sobre lo que habían
estado trabajando. Trataba de inspirar entusiasmo y de recordarles el proceso y
sus destrezas ya probadas.
Al comienzo del capítulo 1, vimos una porción de la afirmación de Luke Donald
en el Campeonato Mundial de Dubai, y lo que sigue es para otro golfista, antes
de la última ronda de un torneo:
Qué gran oportunidad de consolidar una rutina deliberada antes del golpe y
poner a prueba tu resolución para:
mantener una postura de mando con el cuello erguido.
mantener una mentalidad de expectativa arrogante y rendir más allá de todos
los niveles de interferencia.
Tu rutina previa al golpe crea impulso y fortaleza mental.
Tu postura de mando erradica toda fatiga.
Tu expectativa arrogante permite desempeñarte a la altura de tu potencial.
Advertencia: esto funciona solo si trabajaste con dedicación en todos los
componentes de tu juego –¡y trabajaste muy duro!
El propósito era dejar en claro la importancia de la postura –el proceso– e
inspirar la sensación de inevitabilidad de un gran desempeño –un arrogante
sentido de destino–. Quería que fuese muy consciente de toda su dedicación y de
la alta calidad de su trabajo, pues gran parte de él había sido en torno a su rutina
previa al golpe. Quería que lo reconozca y extraiga de allí su confianza, que
luego se extendería al resto del juego.
Tus propias afirmaciones
Estas afirmaciones no son solo patrimonio de las estrellas del deporte, todos
podemos escribir las nuestras y disfrutar de sus resultados, si las hacemos bien.
Para asegurarte de que tus afirmaciones sean efectivas, debes observar varios
protocolos. Deben ser personales, escritas en tiempo presente y proactivas. Todas
las afirmaciones deben ser redactadas en positivo –lo que quieres hacer en vez
de lo que quieres evitar– y en un lenguaje fuerte, vívido y productivo. Positivos
huecos y aguachentos no, por favor. Y aunque no haya “yo” en un equipo, tus
afirmaciones deberían estar llenas de “yo”: toda declaración debería hacerse en
primera persona. Se refieren a ti como individuo: tu desempeño, tus acciones, tus
sentimientos. Y deberían referirse solamente a ti. La única persona con quien
compites eres tú –tus rendimientos anteriores, tu actitud.
Tus afirmaciones deberían incluir metas específicas y realistas, alcanzables, que
puedas trabajar sobre ellas. Habla sobre las metas y los logros en tiempo
presente, ahora, en vez de en algún momento en el futuro. El lenguaje debería
ser tal que, como en las frases publicitarias, enfoque imágenes, sentimientos y
emociones fuertes: amor, alegría, orgullo, entusiasmo, éxito –con palabras
descriptivas y términos de acción.
Si escribieras un trailer para una película de acción de Hollywood, ¿qué clase de
lenguaje usarías para atraer al público? Vienen a la mente palabras como
“excitante”, “electrizante” y “audaz”. Puedes construir tus afirmaciones con esta
clase de palabras para darles vida. Sin embargo, siempre hay una advertencia:
tus afirmaciones deben ser realistas y fundadas en hechos. No vas a estar en el
umbral de la victoria cada vez que juegues, por lo que el desafío debe ser
relevante y realista para ti. Si bien he escrito afirmaciones para hombres que
estaban por jugar una final de Copa del Mundo y para un golfista a punto de
jugar una ronda que lo convertiría en el número uno del mundo, también las he
escrito para quienes buscan mejorar su marca o perfeccionar una habilidad
particular en el entorno más relevante para cada uno. Puedes acudir a
afirmaciones específicas para un evento antes de un discurso importante, antes
de la entrevista e incluso antes de un día complicado en el trabajo, y las más
generales pueden referirse a mejorar tu desempeño en las reuniones o afirmarte
en el trabajo –pedir un aumento de salario más seguido o asegurarte de que
cumples el horario de salida–. Lo que resaltamos es que las metas deberían ser
realistas e identificar procesos que mejorarán tu desempeño.
Fundarlas en hechos significa que todo lo que pongas en una afirmación debe ser
verdad. No sirve de nada decir “practiqué con un gran compromiso” si no es
verdad, como tampoco les serviría a las personas que mencioné antes. Sería
como construir castillos de arena. Si algo no es verdad no tiene lugar en una
afirmación: podemos convencernos de muchas cosas, pero no si sabemos
categóricamente que son falsas.
Lo que sigue son algunas declaraciones breves con las que daré ejemplos de
cómo darles vida mediante un lenguaje poderoso:
Estos son solo ejemplos de cómo abordaría una afirmación general y,
obviamente, adaptaría el lenguaje a la persona que estuviera entrenando. Cuando
hagas la tuya, sea para ti o para alguien que entrenas o diriges, depende de ti
elegir el lenguaje apropiado para obtener los mejores resultados. Entiendo que al
principio puede ser un poco difícil de comprender y que usar este lenguaje
productivo y potente puede hacernos sentir un poco de vergüenza como si
estuviésemos pisando territorio de “autoayuda norteamericana”. Recuerda que
nadie más –aparte de ti y de tu entrenador o alguien que entrenas– ha de leerla,
por lo que cualquier sensación de sentirte cohibido por usar un lenguaje que te
resultaría incómodo si tuvieses que leerlo en público debería quedar a un lado.
Es algo muy personal que debería ser tratado como tal. Estás escribiendo algo
para ti mismo, para llenar tu mente con imágenes y sentimientos que te ayudarán
a desempeñarte en un nivel más alto del que estás ahora.
Incluso el proceso de escribir afirmaciones es beneficioso en sí mismo. Hay un
valor real en dedicar tiempo a sentarse, pensar y luego poner por escrito lo que
quieres lograr, en un formato “cómo hacer” y un potente lenguaje motivacional.
He desarrollado esta breve guía básica para que compongas tus propias
afirmaciones, que podrían adaptarse a un deporte, una actividad profesional o
alguna otra cosa que desees:
Haz una lista de tus cualidades como persona, por ejemplo, decidido,
trabajador, habilidoso. Incluso pueden ser aquellas que deseas, como “cuando
estoy decidido puedo lograr el ascenso”. Esto puede escribirse “cuando hago
esto [estar decidido] logro aquello [el ascenso]”.
Trata de tener una visión clara del proceso o procesos que te ayudarán en el
rendimiento, por ejemplo: “Cuando me doy tiempo para acomodar mi postura y
practicar el retroceso, mi swing es mucho más sólido”.
Siempre busca mejorar dentro de tus márgenes. Si puedes correr 5 km y quieres
trabajar para llegar a 6 km, incrementa tu margen en forma gradual: “Cuando
me concentro en contar mis respiraciones, mi ritmo y fluidez mejoran y corro
con menos esfuerzo; mi desafío es empezar a contar a los 4 km y dejar que mi
cuerpo se encargue”.
Trata de trabajar sobre el proceso que te da una plataforma para el desempeño.
Podría ser la postura, hablarle al fondo de la sala, hacer contacto ocular
sistemáticamente con alguien: “Al comienzo de la reunión, si me paro derecho y
dejo caer los hombros, luego miro a una persona en el fondo de la sala, me
siento en control; mi desafío es hacer esto todas las veces. Cuando estoy ‘en
control’ soy más efectivo”.
Fuera del mundo de los deportes, estuve trabajando con un vendedor de una
concesionaria de autos deportivos alemanes. No se sentía muy confiado en
cuanto a su capacidad para crear empatía con los nuevos clientes y siempre
estaba ansioso por completar la venta –el momento de mayor presión en su
trabajo–. Se apresura y se pone tan ansioso por hacer la venta que olvida partes
del proceso y salta a la conclusión. Compusimos entonces esta afirmación:
Soy un vendedor inteligente, minucioso y muy bien preparado, naturalmente
amable y cortés.
Cuando me tomo el tiempo para hallar lo específico del cliente y me intereso
genuinamente por su trabajo, familia e intereses en vez de estar preocupado por
la venta inmediata, tengo más éxitos.
Mi mayor desafío es controlar mi ansiedad por cerrar la venta. Si me concentro
en mi postura y adopto una actitud relajada, crearé un clima más relajado para
mí, para el cliente y para realizar la operación.
Cuando me doy tiempo, me concentro en los detalles y sigo los procedimientos,
tengo éxito.
Lo que el vendedor necesitaba enfatizarse a sí mismo era la importancia de hacer
una pausa y recomponerse antes de seguir con calma los pasos que le aseguraban
una venta. En esta afirmación hay otro aspecto que puedes aprovechar. Tomamos
sus pensamientos negativos (acerca de su ansiedad por concretar la venta) y los
cambiamos por un enfoque más positivo –el vaso medio lleno–, aunque de todas
maneras hay un “cómo” y un sentido de inevitabilidad: “si hago esto, obtendré
aquello”. Puedes hacer lo mismo con tus propios pensamientos negativos o con
tus dudas, reencuadrando el lenguaje y agregándole un potenciador “cómo”.
En la mayoría de los entornos de trabajo hay un sistema de evaluaciones y,
especialmente en las oficinas, un conjunto de objetivos o metas acordadas.
Quienes trabajan para algunas buenas empresas pueden encontrarse con una lista
de metas hacia las que deben trabajar e informar regularmente a los gerentes,
quienes revisan el progreso sobre la marcha. Esas personas son afortunadas.
Muchas otras simplemente prestan su acuerdo a las metas, las firman y luego se
olvidan de ellas hasta la próxima evaluación un año después. ¿No sería mejor
acordar una serie de metas de mejoramiento personal y desarrollo de habilidades,
producir afirmaciones en conjunto que se puedan llevar y tener a mano para
consultar al comienzo de cada día y adaptarlas a medida que se avanza?
Tendrían, por supuesto, que respetar el protocolo de que sean alcanzables (dentro
de los márgenes), progresen a partir de trabajos y habilidades ya existentes,
emocionales (cómo te sentirías) y, fundamentalmente, escritas en un lenguaje
poderoso y productivo. En vez de tener un conjunto de metas indeterminadas en
una carpeta sin abrir dentro de un archivo, ¿no sería mejor tener un conjunto de
afirmaciones motivadoras que ayuden a construir esas metas y las hagan sentir
más viscerales y reales?
Mejor que antes: mentalidad sin límites
Viernes 19 de marzo de 2010: el día anterior a que Inglaterra jugara con Francia.
Jonny Wilkinson no llegaba a estar entre los titulares y estaría en el banco
durante el partido. Trabajábamos en el campo de entrenamiento del Pennyhill
Park Hotel, cerca de Bagshot, Surrey. Debido a la grave lesión en la rodilla que
había sufrido tuvimos que remodelar su técnica al patear para evitar cualquier
hiperextensión (cuando la pierna se extiende más allá de estar derecha). Ahí, en
el frío de afuera, practicando su técnica a pesar de no estar en el equipo,
entregaba todo. Luego de participar en más de ciento sesenta partidos
internacionales de rugby y de ser testigo de la mentalidad “¿para qué me voy a
preocupar si estoy en el banco?”, sé por experiencia que un jugador de menor
nivel no se habría comprometido tanto.
Encaramos la última sesión como si él recién estuviera empezando, sin ahorrar
esfuerzo, y repasamos el tiro con poco ángulo, donde él pateaba a los postes casi
junto a la línea de touch y algunas cinco yardas de la línea de try: un tiro de unas
25 yardas a un blanco de alrededor de una yarda de ancho, a lo sumo. Ejecutó
ocho tiros –cuatro desde la izquierda, cuatro desde la derecha–, convirtió siete de
ocho y el restante pegó en el poste. Fue una impresionante exhibición.
Jonny entró al partido cuando faltaban menos de veinte minutos para terminar e
Inglaterra perdía por cinco puntos. Cinco minutos después tuvieron un penal a
favor casi en la línea del medio campo, cerca del touch –un tiro de más de 55
yardas–. Jonny lo convirtió y durante el resto del partido Francia cerró su juego
para dejar correr el reloj a la espera del silbato final, temerosos de otro penal de
Wilkinson.
Saltamos al año 2011, trabajábamos juntos en Twickenham el “día libre” de la
semana previa a un partido por el Seis Naciones. Luego de una práctica
agotadora en la que probamos a fondo su técnica, Jonny procedió a patear diez
drops seguidos, desde unas 45 yardas, tras recibir mi pase. Era algo de por sí
notable, pero los pateó alternando los pies –izquierdo, derecho, izquierdo–, y
convirtió los diez. Mejor que antes, pensé. Está mejor que antes.
“Mejor que antes” fue la frase que adoptamos como mantra luego de su lesión y
estoy firmemente convencido de que el Jonny Wilkinson de 2011 era mejor que
el de 2003. Hasta me atrevo a decir que el Jonny Wilkinson de 2014 era aún
mejor, un jugador y pateador más completo, por no mencionar que fue el capitán
del bicampeón de la Copa Heineken y campeón del Top 14, Toulon.
Una lesión es un riesgo muy real para jugadores de todos los deportes y hay
lesiones serias que son más frecuentes en fútbol y rugby, donde se permite el
contacto físico. Muchos jugadores que sufren una lesión severa –una rotura de
ligamentos en la rodilla, una fractura y otras– se proponen volver a la posición
que ocupaban antes de la lesión. “Regresar a antes [de la lesión]” es su mantra.
Pero yo siento que esto es limitante si “regresar” se convierte en el techo del
crecimiento. Es más, este “antes” se puede convertir en un estado ilusorio que
muchos sienten imposible de alcanzar.
A medida que pasa el tiempo todos nos desarrollamos, y para los deportistas de
élite esto debería significar un compromiso continuo con mejorar, como también
debería serlo para cualquier otra persona, cualquiera sea su actividad. Nuestra
madurez y comprensión de lo que hacemos deberían siempre crecer, y sufrir una
lesión no es excusa para estancarse. Esto no significa subestimar todo lo que un
deportista debe hacer para volver de una lesión: largas y solitarias horas en el
gimnasio, con médicos y fisioterapeutas, lejos de la agitación y la camaradería
de los compañeros de equipo, la adulación de los fanáticos y la irreemplazable
emoción de jugar un deporte que amas y en el que te destacas. La carrera de un
deportista de élite, hombre o mujer, no es larga y quedarse fuera un tiempo
sustancial por una lesión le quita bocados y esto pesa en su mente.
Pero aunque sea difícil, este tiempo debería usarse para continuar con el
desarrollo del jugador. Si no pueden jugar, aún pueden observar su juego y
evaluar qué pueden hacer para mejorarlo. Si no pueden ejercitar una pierna
lesionada, quizás puedan usar ese mismo tiempo para desarrollar fuerza y
resistencia en otros grupos musculares. La experiencia de la lesión y de quedarse
fuera de la competencia los puede ayudar a crecer como personas. Y en el
camino de la recuperación, si están físicamente impedidos de hacer exactamente
lo que hacían antes, pueden considerar adaptarse, adquirir nuevas habilidades
para compensar y progresar, con la idea de que se puede volver mejor que antes.
Por supuesto que es triste ver cómo algunos jugadores regresan de su lesión con
sus capacidades claramente reducidas. Puede verse en jugadores de gran ritmo
cuyas lesiones los vuelven más lentos y no encuentran la manera de compensar.
Me viene a la mente Michael Owen, jugador de Liverpool y de la selección de
Inglaterra: su ritmo marcó a fuego en la conciencia deportiva internacional la
imagen de su gol contra Argentina en la Copa del Mundo de 1998, pero a
medida que las lesiones lo redujeron y se volvieron tan frecuentes,
lamentablemente ese gol se convirtió en el símbolo de su carrera en lugar del
comienzo de ella. En el caso de Jonny, buscamos adaptar su técnica para que no
hiperextienda la pierna, y esto unido a su increíble ética del trabajo y deseo, hizo
posible que regresara mejor que antes.
Esta es una afirmación para otro jugador internacional de rugby, que se había
fracturado la muñeca y debía pasar un tiempo considerable fuera de las canchas:
Soy un jugador valiente, rápido, inteligente y tenaz con una gran pasión por el
juego y capacidad para ejecutar destrezas con mucho ritmo.
Sé que estoy apenas arañando la superficie de mi potencial. Mi atención al
detalle es ahora más sistemática. He abierto un nuevo mundo de potencial.
Uso esta pausa por lesión para asegurarme de volver mejor que antes, física y
mentalmente, aumentando la velocidad de mis pases y convirtiéndome en uno de
los pocos pateadores ambidextros en este juego.
No veo la hora de jugar en este nuevo nivel. Voy a ser mejor jugador que antes.
Sé que mi desempeño no tiene límites de crecimiento.
Este jugador estaba decidido a aprovechar la pausa para trabajar en áreas que de
otra manera no hubiese podido por falta de tiempo. Juntos enfatizamos el deseo
de regresar mejor que antes, que también subyace a la frase “estoy apenas
arañando la superficie de mi potencial”.
Todos tenemos contratiempos en la vida y es importante abordarlos de manera
similar. La comparación más cercana que se me ocurre a un largo período de
inactividad por lesión es quizás el desempleo forzado, por ejemplo si fuiste
considerado prescindible en el trabajo. Esta clase de etapa de inactividad puede
llenarse de preocupaciones económicas que no suelen afectar a un deportista
profesional en buena posición, pero el sentimiento de estar aislado de tus
anteriores colegas y la preocupación por volver a estar como antes están
presentes. Quizás también tengas necesidad de adaptarte, no a una nueva forma
de patear sino a diferentes circunstancias económicas e incluso a una nueva
carrera, por lo que es igualmente importante albergar la perspectiva de que las
cosas pueden ser mejores que antes. Tratar de “regresar a lo que era antes” puede
ser difícil y elusivo, particularmente en el actual clima económico, y ser
consciente de la necesidad de adaptarse, de aceptar que las cosas quizás
necesiten ser diferentes de lo que eran antes, es muy importante. Estar sin trabajo
puede convertirse en un período solitario y desalentador en la vida de cualquier
persona, y este mantra “mejor que antes”, como el vaso medio lleno, puede tener
una importancia vital.
“Mejor que antes” es, obviamente, parte de una mentalidad que no reconoce
límites y que yo creo esencial para cualquier persona –un deportista de primer
nivel, alguien que empieza un trabajo y quiere ascender, incluso un entrenador–
que quiera mejorar su desempeño. Esta mentalidad dice que, no importa quién
eres ni cuál es tu nivel, toda persona es capaz de mejorar partiendo de donde está
ahora. No tener límites significa mejorar uno mismo –no otra persona– y ser el /
la mejor que te permitas ser.
Cuando se describe alguien como “especial” o “naturalmente dotado”, lo damos
por sentado sin detenernos a pensar en las horas que dedicó a aprender y
practicar destrezas “especiales” para ampliar los márgenes de su propio
rendimiento. Cristiano Ronaldo, uno de los mejores futbolistas del mundo, puede
tener toda clase de dones genéticos y naturales, pero también ha mejorado
continuamente buscando ser el mejor. Las historias sobre su trabajo en el
entrenamiento –historias que concuerdan con las de casi todos los jugadores de
primer nivel en cualquier deporte– lo respaldan, y yo puedo afirmar
categóricamente que los mejores jugadores que he entrenado, como en el caso de
Jonny Wilkinson, trabajaron con denuedo para ampliar sus propios márgenes.
Aún hoy, en la cumbre de su rendimiento, ¿piensas que Cristiano Ronaldo no
cree que pueda mejorar?
Es esta actitud, esta mentalidad, la que me esfuerzo por inculcarle a cada persona
que entreno, ya sea al vendedor de automóviles alemanes, al golfista profesional,
a la estudiante de dieciséis años desesperada por mejorar su postura o al gerente
que al final de su carrera ya estuvo ahí y vio todo. Todavía creo que cualquier
persona, no importa quién sea, puede mejorar, que realmente no hay límites al
progreso personal. Esta mentalidad, por supuesto, necesita crearse con el
lenguaje correcto, el que transmite la idea de que podemos mejorar siempre y
cuando trabajemos todo lo que nos sea posible para lograrlo –un continuo
ascenso que parte de nuestro paso anterior–. Rendir bajo presión es una
habilidad y, como toda habilidad, puede ser aprendida y mejorada.
Mediante esta mentalidad que no reconoce límites, forjada por un lenguaje sin
limitaciones, puede alcanzarse un compromiso con la mejora permanente.
Cuando las cosas se ponen difíciles y la presión se hace sentir, puede ayudarnos
la perspectiva, ver las cosas con el deseo de aún hacer lo mejor. En mi mente no
tengo dudas de que, no importa cuán complicada sea una situación –quedar
eliminado en un torneo profesional, perder un partido, sufrir un revés en la
carrera–, el compromiso, la disciplina y la tenacidad para detener la caída y
terminar marcando el “gol del honor”, ascender un poco en la tabla o invertir ese
esfuerzo extra en el trabajo, aun cuando parezca inútil, puede crear un impulso
mental que mantiene viva la creencia de que podemos ser “mejores que antes”.
3. ADMINISTRAR EL APRENDIZAJE
La cruda verdad
La escena se desarrolla en un viejo salón de Sheffield, donde cuatro hombres
practican con poco éxito una rutina de danza mientras “Hot Stuff” de Donna
Summer suena atronadoramente desde un reproductor de casetes.
El “coreógrafo” –un hombre de mediana edad que parecería más a gusto en una
sala de reuniones antes que en una pista de danza– se muestra cada vez más
exasperado ante la incapacidad de los cuatro bailarines para terminar la rutina en
una misma línea y con el brazo arriba. Explica lo que quiere, convencido de que
lo hace con claridad.
“¡Lo único que les pido es que terminen en una maldita línea recta! ¿Qué tengo
que hacer?”, les grita.
“Bueno, es la trampa del offside de Arsenal”, dice uno de los bailarines. “¿Qué
cosa?”.
“La trampa del offside de Arsenal. Acá Lomper”, explica mientras se dirige a
uno de los otros bailarines, “es Tony Adams, ¿se entiende? Cualquier tipo que
vaya hacia el arco, todos damos un paso adelante y agitamos el brazo como un
hada”.
“Ah, eso es fácil”, dice otro bailarín, Dave.
“Ok,” concede el coreógrafo, que mira al joven que manejaba el reproductor de
casetes y lo invita a poner la música una vez más.
Comienza “Hot Stuff” y luego de un “¡un, dos, tres, va!”, los cuatro dan un paso
adelante con precisión militar y levantan juntos el brazo mientras gritan, “¡Ref!”.
La trampa del offside de Arsenal.
El coreógrafo sacude la cabeza y responde: “Perfecto…, perfecto”.
“Bueno, tendrías que haberlo dicho,” le regaña Dave y se retira algo disgustado.
El significado del mensaje
La escena corresponde a The Full Monty, una película sobre trabajadores
desempleados que intentan probarse como strippers profesionales –un ambiente
de presión en el que muy pocos nos sentiríamos cómodos.
El coreógrafo de esta escena es responsable de cometer el mismo error que
muchos coaches, docentes y gerentes. Parte de su propia versión de la realidad
en vez de usar la del otro. Como le señala uno de los bailarines, si desde el
principio les hubiese hablado en un lenguaje que ellos pudiesen entender, lo
habrían hecho mucho más rápido. Vale decir que el significado del mensaje está
en la respuesta que obtienes. Si no tienes la respuesta correcta, cambia el
mensaje.
Como coach, mi responsabilidad es administrar el aprendizaje de las personas
para que puedan rendir al máximo y esto invariablemente significa aprender a
ver las cosas desde su punto de vista, para poder usar las herramientas que mejor
les sirvan. Durante mi investigación para mi PhD, en la que trabajé con
pateadores de la élite del rugby, solía darles diferentes mensajes –claves
verbales– a cada uno de los jugadores, aunque todas eran pertinentes al mismo
proceso: patear desde las manos. Estaba tratando de reencuadrar el proceso. Para
uno de ellos era “en el estante y a través de la puerta”, una instrucción que
implicaba sostener la pelota con ambas manos e imaginar que la colocaba en un
estante imaginario delante de sus caderas; una vez que la pelota era “colocada”
(es decir, liberada), la puerta era el espacio entre las manos que ahora funcionaba
como una guía a través de la cual pasaba el swing de la pierna que pateaba. Otro
jugador prefería “pie derecho, mano izquierda”, que significaba balancear el pie
(derecho) de tal manera que luego de pegarle a la pelota terminaba cerca de la
mano izquierda. No hay claves correctas e incorrectas; se trata de buscar claves
diferentes y descubrir cuál es mejor para cada jugador. Dudo mucho que la
trampa del offside de Arsenal sea una coreografía estándar en danza.
Un amigo mío comenzó hace poco a tomar clases de golf. Cuando le pregunté
cómo le estaba yendo luego de tres clases, me respondió con un “bien” de
compromiso. Le insistí y me contó que había aprendido sobre el grip, la postura
y el plano de swing. Bastante impresionante. Pero cuando le pregunté cómo
estaba jugando, con un poco de vergüenza respondió: “No sé, todavía no nos
dejan pegarle a la pelota”.
Esto es “instrucción” clásica, en la que se da a la teoría –la lista exhaustiva de
“qué hacer” antes de jugar– demasiado peso al principio de todo, sin otra
actividad. ¿Cuántas veces en el trabajo se te explicó cómo hacer algo y no lo
registraste hasta que comenzaste a hacerlo por ti mismo? La filosofía que
prevalece detrás del tercer aspecto del Principio de la Presión –administrar el
aprendizaje– es comenzar allí donde estás en tu desarrollo. Si pensamos en mi
amigo y sus lecciones de golf, ¿cómo podría saber el instructor cuál era su nivel
de juego o en qué necesitaba más ayuda? Poco después mi amigo abandonó las
lecciones, diciendo que eran demasiado complicadas y aburridas.
En 1993, un estudio dirigido por el psicólogo sueco Anders Ericsson dedujo la
“regla de las 10.000 horas”, que sostiene que son necesarias 10.000 horas de
práctica deliberada para convertirse en experto en algo, ya sea deporte, arte o
ciencia. La palabra clave aquí es “deliberada”, pero lo que puede preocupar más
a quienes están por embarcarse en una odisea de 10.000 horas es el lenguaje
utilizado por el psicólogo Christian Jarrett para describir esa práctica: “No solo
repites lo que sabes, sino que además buscas constantemente ir un poco más allá
[…] lo que involucra una autocrítica forense, fracasos repetidos y una tenaz
obstinación para caerte y levantarte de nuevo una y otra vez –un proceso que no
es particularmente disfrutable–”. ¿Suena atractivo? Sin duda esta práctica
deliberada va a ser dura, desmoralizadora, frustrante y llena de angustia,
entonces las posibilidades de que la mayoría de las personas persistan en ella y
progresen son muy estrechas.
¿Acaso esto significa que no podemos disfrutar del aprendizaje si queremos
elevar el nivel en que ahora estamos, que no deberíamos entusiasmarnos con las
posibilidades de lo que queremos lograr? En un entorno adecuado, con un
lenguaje eficaz y énfasis en administrar el aprendizaje en vez de instrucciones, el
desarrollo de nuevas habilidades o la mejora de alguna ya existente puede ser
inmensamente divertido y gratificante –y en este capítulo ilustraremos
exactamente por qué es tan importante–.
Ni por un segundo sugiero que el aprendizaje es fácil, al contrario. Y aunque no
sea posible disfrutar necesariamente y siempre de todas las horas de práctica
exigente, debería existir alguna sensación de progreso y satisfacción, de lo
contrario resulta demasiado fácil abandonar. El punto de partida consiste en
reconocer lo que puedes llegar a hacer. La filosofía de que cualquier persona
puede mejorar en cualquier campo que elija –no es patrimonio exclusivo de una
élite– es la mentalidad que necesitamos adoptar. De todos modos, cualquier
persona que busque mejorar debe estar preparada para incursionar en un lugar
que yo llamo la zona desagradable.
La zona desagradable
“La arruiné”.
“No puedo tocar bien esta pieza”.
“¡Mandé la pelota al agua, otra vez!”.
Cuando buscas dominar una nueva habilidad o mejorar una ya existente e
intentas corregir algo que sale mal y fallas y vuelves a intentar, estás en la zona
desagradable.
La zona desagradable es el lugar donde la ejecución no concuerda con la
intención. La zona desagradable no discrimina tareas, está cuando aprendes una
nueva rutina de danza, ejecutas una pieza musical o golpeas una pelota de golf.
La zona desagradable no respeta talento y habilidad: les toca a los mejores y
también a los novatos. De todos modos, los mejores encuentran la forma de salir
de ella con éxito. La zona desagradable es el lugar donde intentas y fallas,
vuelves a intentar y fallas, y continúas intentando y fallando. Es la zona que
queda justo después de tu habilidad presente.
Un jugador de cricket que practica con la máquina de lanzamiento dispuesta a
unas relativamente tranquilas 65 millas por hora (mph) tendría tiempo suficiente
para ver la bola y responder al tiro con la parte media del bate. Si aumentamos la
velocidad de la máquina a 75 mph se reduciría el tiempo para responder y
necesitaría mayor concentración, pero un buen jugador no fallaría muy a
menudo. Si subiéramos la máquina a 85 mph, es probable que el jugador pierda
la sensación de control general que tenía y con tan poco tiempo para prepararse
golpee más frecuentemente la pelota con los bordes o directamente falle. Por
último, si la máquina comienza a arrojar bolas a 90 mph, el jugador se siente
bajo sitio y luchará por tener algún control, le costará reaccionar a tiempo y
fallará con alarmante regularidad. Estará en su zona desagradable.
Si eres un corredor aplicado, ¿qué haría falta para que entres en tu zona
desagradable? Si puedes correr 5 km en 30 minutos con bastante comodidad y
quieres mejorar tu tiempo a menos de 25 minutos, tendrías que proponerte correr
la primera mitad del trayecto en menos de 12 minutos y medio. Este ritmo más
exigente y poco conocido para ti te llevaría a tu zona desagradable después de la
mitad, con un último tercio particularmente duro. Demandaría más esfuerzo y
determinación y la capacidad de tolerar niveles crecientes de malestar físico.
Puedes comenzar a sentir algún dolor o a debatirte por regular tu respiración.
Quizás no puedas hacerlo en menos de 25 minutos. Quizás te rindas.
La zona desagradable suele ser un lugar físicamente difícil, pero lo más
importante es que demanda una gran cantidad de energía mental –imagina los
pensamientos de poca ayuda que el corredor experimentará, que lo urgirán a
abandonar, o la energía mental necesaria para hacerlo una y otra vez cuando falla
el objetivo–. La zona desagradable puede ser desmoralizadora en extremo, pero
es donde se logran los verdaderos avances.
Si hemos de ser honestos, a la mayoría nos resulta difícil salirnos de nuestra
zona de comodidad. Tal vez salgas a correr alrededor del parque con regularidad
razonable, pero una vuelta es suficiente, gracias. O si te inclinas por la música,
podrás subir y bajar por las teclas de vez en cuando, pero la mayoría de las veces
tocarás algo que te resulte familiar y sepas ejecutar bien. ¿Y que hay con el
trabajo? ¿Pasas allí mucho tiempo fuera de tu zona de comodidad?
Nuestros cerebros pueden ser bastante perezosos. Por naturaleza quieren
conservar energía y les encanta navegar despreocupadamente por territorio
familiar. En la figura 2 puedes observar que la zona de comodidad requiere muy
poca energía cognitiva.
En la zona de comodidad, el cerebro continúa haciendo aquello con lo que está
familiarizado. Y en cuanto a la energía, es un estado muy eficiente, por lo que le
resulta fácil deambular despreocupadamente por él. En cambio, en la zona
desagradable, cuando se produce un aprendizaje de algo nuevo, el cerebro
emplea gran cantidad de energía mientras tú intentas algo que aún no puedes
hacer.
Fuente: Adaptada del Modelo de la Energía elaborado por Marie de Guzmán,
neurocientífica estratégica, Newman Sumner Ltd.
Cuando el cerebro aprende algo nuevo, crea nuevos caminos neuronales que
requieren energía. Al principio estos caminos son bastante frágiles, pero con más
práctica se hacen más fuertes y eficientes. Imagina que tu primer intento de
aprender una habilidad –batear una bola de cricket a 90 mph, aprender una nueva
pieza musical, acceder a un nuevo sistema en el trabajo– es como abrir un
sendero en la selva por primera vez. Sin dudas limpiar el sendero se sentirá
extraño, complicado y difícil, y demandará una gran cantidad de energía. Los
viajes subsiguientes resultarán algo más fáciles –aunque todavía no del todo– y
es probable que aún tengas retrocesos en el camino, pero más tarde o más
temprano comenzarás a moverte más rápido y cada repetición requerirá un poco
menos de energía.
Al final, lo que era un sendero en la jungla se convierte en carretera, con mucho
tráfico (señales cerebrales) que va y viene por ella con mucha velocidad. Ya
puedes ejecutar esa nueva habilidad dentro de tu zona de comodidad.
Todo esto es el resultado de la práctica continua, por la que cada vez que intentes
ejecutar la nueva habilidad, te resultará más fácil. Para darte una idea de cuánto
tiempo puede llevarte aprender bien algo, una convención aceptada dice que se
necesitan por lo menos cuarenta días para cambiar un swing de golf, un período
que se alarga cada vez que dejas de usar el nuevo swing.
El desafío que casi todos enfrentamos es que nuestro cerebro es esencialmente
un órgano eficiente –o perezoso, según el punto de vista– que quiere quedarse en
la zona de comodidad, donde puede conservar la energía. No quiere pasarse
cuarenta días consecutivos practicando un swing de golf. El cerebro es receloso
de meterse en la zona desagradable. ¿Cómo, entonces, hacemos que vaya allí?
El abordaje infantil
John tiene cinco años y pasa el tiempo como muchos niños durante las
vacaciones de verano. Ya se aburrió de patear su pelota de fútbol afuera ahora
que la Copa del Mundo terminó y se sienta con su padre a mirar golf por
televisión, fascinado por la adulación y el entusiasmo que parece generar el
hecho de golpear por el aire una pequeña pelota con un palo.
John observa al golfista por televisión. Lo ve hacer unos swings en el aire,
pegándole a nada, antes de pararse muy quieto sobre la pelota, llevar lentamente
el palo hacia atrás y ¡fuuuuuuss!, golpea la pelota que sube al cielo, vuela lejos y
aterriza cerca de la bandera. El público grita y aplaude (o por lo menos brinda un
aplauso cortés, después de todo, esto es golf). Se parece a cuando se marca un
gol. Observa cada detalle, hasta el moderado saludo del jugador al público que
aplaude y su decidida caminata hacia el próximo tiro. Tengo que probar esto,
piensa John.
Con un palo de plástico y una pelota de felpa que encuentra entre sus juguetes,
John sale afuera a probarse en su primer torneo de jardín. Pone la pelota en el
suelo, se prepara como el jugador de la televisión, apunta y luego… ¡nada! Falla,
pero no le importa, simplemente intenta de nuevo. Esta vez roza la pelota, que se
desplaza varios centímetros por el pasto. Todavía no hay reacción. John hace un
nuevo swing y ahora la pelota se desplaza algunos metros por el césped.
Con la imagen del jugador de la televisión en su mente, John se acerca a la
pelota otra vez. Traza un swing y ¡zum!, la pelota se eleva por el aire y flota
hasta quedar junto al cerco del jardín. Suenan los aplausos en sus oídos mientras
se quita su imaginaria gorra para saludar a la multitud. Lleno de gozo y
entusiasmo, John no puede esperar hasta su próximo tiro.
Pifia y la pelota rueda dificultosamente por el pasto. Entonces recuerda que su
mejor tiro fue cuando la pelota estaba posada por encima del pasto. Lo intenta
así de nuevo y ¡zum!, esta vez alza la mano con modestia ante el aplauso cálido
de la multitud.
Adelantemos ahora el reloj veinticuatro años. John anda ahora cerca de los
treinta y trabaja en un banco. Le fue bien en la escuela, se graduó en la
Universidad y siempre mantuvo su interés por los deportes: juega cricket en
verano y fútbol en invierno.
El golf no ha desaparecido de su vida, es socio de un club de golf local aunque,
admite, no es un buen jugador. “Me resulta muy frustrante”, dice. “Voy bien
hasta que cometo un error, entonces me desmoralizo”.
Hoy es el día de golf anual de su empresa. John está ansioso por jugar bien, pero
no siente que su ansiedad sea algo positivo. Observa el arranque de sus dos
compañeros de equipo, ambos con golpes que aterrizan en medio de la calle.
Ahora le toca a él. Decidido a golpear la pelota tan fuerte como pueda, John
lanza el swing con toda su fuerza, y la pelota se escurre por el césped apenas un
poco más allá del tee de las damas. “¡Siempre me pasa lo mismo con este
maldito driver!”, rezonga mientras lanza el palo dentro del bolso y camina
encorvado hacia su próximo tiro. No tiene que caminar mucho, elige un nuevo
palo y, todavía irritado, su swing levanta un terrón y la pelota sale disparada
hacia los árboles.
“Voy a abandonar esta porquería de juego”, farfulla mientras comienza su lenta
marcha hasta los árboles y sus compañeros miran horrorizados. Pero para su
sorpresa y apenas leve alivio, descubre que la pelota aterrizó suavemente sobre
un claro de hierba con el green a la vista.
Convencido de su capacidad para el desastre, John toma un hierro del 7 y,
sumergido en un estado mental mezcla de furia, resignación y suicidio, apenas
apunta –¿qué sentido tendría?– antes del swing y, para su asombro, un
maravilloso y sólido clink perfora la calma y la pelota hiende el aire, se aleja de
la vista, aterriza suavemente, rueda y se aquieta seductoramente a menos de un
metro del hoyo. Sus compañeros de juego, que temían tener que soportar otros
diecisiete hoyos de eso, lo felicitan por el tiro. “Alguno me tenía que salir bien”,
masculla John sin mucha gracia.
Por último, John toma su putter para hacer hoyo. Evocando un poco del espíritu
del antiguo Dunkirk, anuncia: “Estos putts son mucho más difíciles de lo que
parecen”. La pelota se le va ancha y a medio metro del hoyo, seguida de una
andanada verbal tan divertida como biológicamente imposible. Sus compañeros
intentan calmarlo –la aproximación al green fue muy buena y está solo uno sobre
el par–, pero es en vano.
¿Qué le sucedió a John durante esos veinticuatro años? Todo su abordaje del
juego –con un espíritu de diversión, disfrute, expectativas y aprendizaje– se
revirtió por completo. Aquel niño de cinco años celebraba sus logros. Revivía
los buenos tiros y estaba ansioso por repetirlos, mientras que los así llamados
estallidos “infantiles” del John adulto simplemente reforzaban la conducta que
estaba ansioso por evitar.
Lo cierto es que podemos aprender mucho de nuestro abordaje infantil de los
desafíos. Un hombre de veintinueve años puede aprender mucho de un niño de
cinco en cuanto a su capacidad de encarar una tarea con entusiasmo y excitación.
Los niños se meten en la zona desagradable con mucha facilidad. Tienen una
curiosidad instintiva e implacable y hambre de aprender nuevas cosas. Y no
tienen el temor al fracaso que inhibe a los adultos. Les gusta la emoción de
aprender y cuando las cosas se ponen difíciles y fallan, simplemente lo intentan
otra vez… y una más, procurando descubrir qué necesitan hacer de otro modo.
¿Con cuánta mayor facilidad que un adulto puede un niño aprender a andar en
bicicleta, hablar otro idioma o nadar?
Uno esperaría que los niños no reciban más que aliento de sus padres cuando
prueban cosas nuevas, de esa manera su autoestima se eleva, fallar no tiene
consecuencias negativas y, cuando terminan, se sienten exhaustos y se van a
dormir, para despertarse la mañana siguiente y empezar de nuevo con el mismo
entusiasmo y compromiso. ¡Qué excelente espíritu para aprender a
desempeñarse en un entorno de presión!
Los niños no sufren muchas de las consecuencias de la presión que deben
enfrentar los adultos. Y aunque no podemos volver a nuestra personalidad de
niños, podemos abordar nuestro aprendizaje con ese espíritu. Podríamos
meternos directamente en la zona desagradable como niños y procurar las
mismas condiciones para recrear el aprendizaje: aliento permanente,
recompensar y reforzar los éxitos y mantener alta la autoestima y los niveles de
energía. Los niños se zambullen en la zona desagradable al mismo tiempo que
rebasan de emoción (por jugar) y no le tienen miedo al fracaso. En el capítulo 1
hablamos de convertir nuestra ansiedad en entusiasmo infantil, pero para nuestra
mente adulta todavía es un desafío entrar en la zona desagradable.
Tendencia negativa
El aprendizaje no se limita al desafío de crear caminos neuronales. El cerebro
trabaja con negativos y positivos, como una planilla de balance interna, y el
problema para quien aprende es que el cerebro tiene una tendencia por lo
negativo, por lo que las influencias y evaluaciones negativas tienen en la mente
mayor peso que la información positiva.
Como escribe Roy Baumeister, profesor de psicología de la Florida State
University:
Tal vez la manifestación más amplia del mayor poder de los malos
acontecimientos para generar reacciones duraderas se encuentra en la
psicología del trauma. Muchas clases de trauma producen efectos severos y
duraderos en la conducta, pero no hay un concepto correspondiente de un
acontecimiento positivo que pueda tener efectos igualmente fuertes y
perdurables. En cierto sentido, el trauma no tiene concepto opuesto.
Más aún, el cerebro tiende a evitar situaciones que percibe como de resultado
potencialmente negativo. Baumeister continúa: “Por lo tanto, un incremento de
las posibles pérdidas tiene mayor impacto sobre una decisión que un incremento
objetivo de las posibles ganancias”.
Si las dejamos a sus anchas, nuestras mentes pueden ser órganos con aversión a
los riesgos y la potencial angustia mental y física que espera a alguien en su zona
desagradable es un riesgo. La tabla 3 describe algunos de los pensamientos
negativos que pueden impedirnos llegar a nuestra zona desagradable y cómo
podemos contrarrestarlos.
Los negativos más fuertes son el miedo al potencial fracaso y a hacer el ridículo
delante de los pares. Rara vez es solo un caso de “no molestarse” (aunque
muchas veces este es un factor clave). Las personas siempre encontrarán razones
para no hacer algo o argumentos acerca de por qué no deberían hacerlo. Es
probable que hayas visto reacciones parecidas en el trabajo frente a un nuevo
protocolo o una nueva oportunidad de capacitación. Si piensas que los
profesionales del deporte, en su permanente odisea por mejorar, son inmunes a
esto, te equivocas.
¿Qué van a pensar los demás?
Convertirse en una estrella deportiva de primer nivel requiere altas dosis de creer
en uno mismo, del mismo modo que acceder a lo más alto en cualquier industria;
las personas más encumbradas en el mundo de los negocios o la política se
manejan, por necesidad, con una gran confianza en sí mismas. Pero en los
deportes no hay muchos lugares donde esconderse si esa creencia no tiene
alguna justificación. Los mejores deportistas han surgido a través de una gran
cantidad de competencia en la escuela y en las categorías juveniles y se abrieron
camino en la escala profesional hasta llegar al tope de las tablas. Aunque los
mejores por lo general no tienen problema alguno con la idea de mejorar
continuamente (Cristiano Ronaldo; Jonny Wilkinson), hay algunos para quienes,
tras alcanzar una posición alta en su disciplina, meterse en la zona desagradable
–intentar y fallar o, peor, ser visto intentando y fallando– puede resultar un
verdadero pinchazo para su autoimagen y un perjuicio para la confianza en sí
mismos, que es la sangre que da vida a cualquier protagonista de élite. La
autoestima y la valoración de sí pueden sufrir daños por el “fracaso” y esto
puede constituir un serio impedimento para ingresar en la zona desagradable.
Fallar a la vista de los pares es difícil en cualquier ámbito de la vida. La presión
de este tipo suele ser estresante y difícil de manejar, ya que nadie quiere ser visto
como quien retrasa al grupo o no puede manejar una destreza. Todos aprendemos
diferentes cosas a diferentes velocidades y solamente a través del compromiso
con el proceso podemos tener la esperanza de transitar a salvo por la zona
desagradable hasta dominar una tarea. Pero algunas personas hacen todo lo
posible para no tener que someterse al espectáculo del fracaso y esta actitud
puede ser contagiosa.
Trabajé en el Watford Football Club con Aidy Boothroyd, su manager, durante la
temporada 2006-07, cuando habían ascendido a la Premier League. Aidy era un
manager muy dedicado y tenían un buen equipo, con jugadores como el
guardameta Ben Foster, una promesa de Manchester United que estaba préstamo,
y el delantero Ashley Young, que sería transferido a Aston Villa poco después.
Mi trabajo consistía en trabajar con grupos pequeños dentro del equipo para
mejorar sus disparos, con énfasis en que los jugadores pasaran de patear en
forma de C a patear en forma de J (ver capítulo 1).
Ben Foster tenía una potencia fenomenal y trabajamos en templarla y mejorar su
control. Con los defensores y mediocampistas trabajamos en pases largos que
pudiesen convertir rápidamente una defensa en un ataque –el contraataque es
una táctica vital para cualquier equipo recién ascendido que seguramente luchará
por mantener la categoría–. Era un gusto trabajar con esos jugadores. Algunas de
las prácticas les resultaban exigentes, pero las mantuvieron y comenzaron a
mostrar mejoras visibles. Eran un verdadero homenaje a la idea de mejorar
continuamente que transmitía Aidy.
Luego comencé a trabajar con los delanteros. No carecían de destrezas, pero su
actitud era ciertamente diferente. Trabajé con ellos su media volea en
movimiento apuntándole a un blanco en la red del arco. Como a los otros
jugadores, les costó un poco, particularmente la postura y el momento del
disparo. Los alenté como había hecho antes, explicándoles que aunque era
difícil, a largo plazo sus disparos serían muy diferentes. Todos los jugadores
parecieron aceptarlo, excepto un delantero.
Batallaba con la tarea y con su timing, por lo que comenzó a desviar la atención
bromeando sobre el tema. Era como si se sintiera bien dándose por vencido ya
que la tarea le exigía esfuerzo. Pero más preocupante aún era el impacto de su
comportamiento en los demás jugadores. Ellos también dejaron de esmerarse y
la sesión terminó, al menos para mí, en un caos.
En la siguiente sesión les mostré a los delanteros un video de Cristiano Ronaldo
ejecutando la destreza que yo intentaba enseñarles y les pedí que prestaran
atención en particular a su postura cuando le pegaba a la pelota. Unos pocos
jugadores asintieron y admitieron tímidamente que cuando adoptaban una
postura corporal correcta, la pelota realmente volaba. Pero lamentablemente
cuando salimos al campo a entrenar la sesión se deterioró como la anterior, con
el mismo jugador evitando el desafío de dominar la media volea en movimiento.
Cuando hablé con él, me dijo que participaba solo porque el manager se lo había
pedido. Le respondí que su influencia era perjudicial para el grupo y que estaba
afectando a los demás. Otro error, ya que él parecía disfrutar de ser influyente.
En los deportes es un lugar común decir que uno nunca le desearía una lesión a
otro profesional y yo estoy de acuerdo con eso. Pero no puedo negar que la
fortuna me sonrió cuando el jugador perturbador sufrió una lesión el siguiente
fin de semana y quedó fuera de acción por un tiempo. La sesión siguiente fue
fantástica, los jugadores comenzaron a disfrutar y a beneficiarse. Ashley Young
desarrolló su pegada y sus centros, y a nadie sorprendió verlo jugar más adelante
para Manchester United.
Hasta entonces no me había dado cuenta de cuán profunda es la influencia de la
presión del grupo de pares. El incidente me demostró la importancia que tiene
para cualquier organización la actitud de las personas influyentes y cómo puede
modelar la cultura del trabajo para mejor o peor. No puedo dejar de pensar en la
diferencia con la selección de rugby de Inglaterra en la Copa del Mundo de
2003, donde los profesionales veteranos, con Martin Johnson a la cabeza,
apoyaron la cultura implementada por Clive Woodward.
En una clase de yoga promedio no es infrecuente ver a personas sexagenarias
que practican junto a otras veinteañeras y a un yogi que parece desafiar la
gravedad junto a un principiante duro como una tabla –todos comparten el
propósito de mejorar–. En esta clase de ambientes las personas parecen bien
dispuestas a meterse en sus zonas desagradables –elongar un poco más, adoptar
posturas más profundas– y trabajar a su propio ritmo y según sus propias
limitaciones corporales sin temor a que nadie les recrimine nada.
Necesitamos propiciar ambientes similares en el trabajo, en el hogar y en
nuestras actividades deportivas, donde esté bien mejorarnos a nosotros mismos y
solo a nosotros mismos, trabajando con esmero y dentro de nuestras propias
limitaciones. Un lugar de aprendizaje donde el éxito se encuentra dentro de los
márgenes accesibles, por lo que está justo a la vuelta de la esquina, no a
kilómetros de distancia, y donde no sea negativo ser visto fallando en algo en
nuestra búsqueda por mejorar –donde esté bien entrar en la zona desagradable e
intentar y fallar e intentar de nuevo…
Pero hay algo más que también necesitamos aclarar: la mejora y el éxito no
suceden de la noche a la mañana.
No hay soluciones rápidas
Vivimos en tiempos “instantáneos”. Solo tenemos que meternos la mano en el
bolsillo y buscar el smartphone para encontrar respuesta a una pregunta. Con la
música navegamos por las pistas, les damos un minuto y seguimos con la
siguiente. Esto significa que la inversión de tiempo y esfuerzo, cuando se trata
de mejorar, puede ser una carencia.
Sin resultados “instantáneos”, muchos tienden a abandonar. Intentamos una vez,
quizás dos, y si no obtenemos éxito, ya es suficiente. Para muchos la
perseverancia es un concepto difícil, pero si observamos cómo aprende un niño,
veremos que no entiende la frase “no puedo”: juega hasta quedar exhausto.
Si no obtenemos éxito enseguida, entra en juego nuestra planilla interna de
balance, que les otorga peso extra a los negativos: no puedo hacer esto ahora; no
quiero fracasar; esto me puede llevar muchísima energía. Y antes de ser siquiera
conscientes de ello, nos hemos rendido.
Esta falta de resultados inmediatos es tal vez el mayor obstáculo. ¿Cuántas veces
comenzaste a ir a un gimnasio o a clases de ejercicios, asististe un par de veces y,
en ausencia de mejoras instantáneas abandonaste, dejando atrás una costosa
cuota que no aprovechaste? Y es probable que ni siquiera seas consciente de que
abandonaste: “La semana/mes que viene comenzaré como es debido, cuando
tenga más tiempo…”, pero no te engañes, eso es lo que ocurrió, y seguir
pagando no cambia nada.
Inscribirse para algo o solamente comenzarlo por lo general no es suficiente. Es
necesario asumir un compromiso pleno, de modo que la primera vez que
encuentres un obstáculo, no abandones. Meterse en la zona desagradable
requiere compromiso: ir al gimnasio un par de veces no manifestará resultados –
esperarlos es una locura–. Asistir por lo menos tres veces por semana durante
algunos meses y ampliar gradualmente los márgenes ciertamente mejorará tu
estado. Un par de lecciones de piano no te harán pianista: semanas de lecciones
y práctica gradualmente lo harán.
Cuando se entrena, conduce o enseña al que asume tal compromiso, resulta vital
reforzar constantemente sus progresos. Podría decirle: “la mayoría de las
personas habrían abandonado hace una hora, pero tú eres mejor” a alguien que
está en su zona desagradable para mantener la motivación. Y es importante
señalar las cosas que están haciendo bien, para darle elementos positivos a la
planilla interna de balance.
La motivación continua resulta esencial para seguir adelante en la zona
desagradable. Como ejemplo del corredor que mencionamos más arriba, si
entrenas en soledad para mejorar tu tiempo, necesitarás decirte palabras de
aliento y también destacar cada cosa que logras. Así reforzarás la planilla de
balance y te demostrarás que vale la pena perseverar. Aun si el progreso es lento,
podrás decir: “Voy bien, estoy unos segundos más rápido que la semana pasada y
no me duele tanto el día después. Si sigo así, puedo recuperar ese tiempo”.
Muchas personas eligen integrarse a clubes para contar con el aliento de otras
personas, cuando la presión de los pares se vuelve positiva. Los entrenadores
personales son otro recurso útil. Es mucho más fácil abandonar cuando uno está
solo que cuando tenemos a alguien a quien le pagamos por hora que nos empuja
y alienta cuando las cosas se ponen desagradables.
Desde una perspectiva de entrenador, también es importante incorporar en el
mensaje el “cómo hacer” para dar el siguiente paso. Por ejemplo, cuando se le
enseña a alguien el putt en golf, es muy común que el cuerpo se balancee al dar
el golpe, lo que compromete el control del putter. El primer paso es que la
persona tome conciencia de lo que hace y luego buscar una solución, que podría
ser balancear el palo hacia atrás –o lo que le permita tomar conciencia de cómo
mantener el cuerpo quieto de la cintura para abajo y mover solo los brazos y los
hombros–. Una reacción natural es que al tener que mantener quieta una parte,
todo el cuerpo se ponga rígido y haga perder la “sensación” de hacer rodar el
putt, lo que a su vez lleva a pegarle demasiado fuerte la pelota, pasando el hoyo,
y produce resultados aún peores que los intentos iniciales hamacando el cuerpo.
La respuesta obvia sería: “le pegaste demasiado fuerte, trata de hacerlo más
suave”, pero señalar lo obvio no es de ayuda cuando alguien está en su zona
desagradable y piensa: “Hice lo que me dijiste y me pasé varios metros del
hoyo”. Es mejor decir algo como: “No te preocupes por eso, tu estabilidad estaba
perfecta de la cintura para abajo. Muy bien. Veamos ahora si puedes mantener la
mitad de abajo tan estable como recién, pero esta vez soltando los hombros para
controlar la pelota. Va a llevar tiempo, pero ya tienes dominada la parte más
difícil”.
Puedes decirte a ti mismo: Lo estoy haciendo bien [toma nota, cerebro] y ahora
me va a tomar un tiempo [así me dicen]. Pero si ya me está yendo bien, vale la
pena seguir pues la energía mental que puse en esto ha creado mayores chances
de éxito en el futuro.
Toda organización, ya sea un club de corredores o una empresa, debería
propiciar una cultura de “ocuparse de estar mejor”, en la que las personas
pudiesen mejorar constantemente los márgenes de su propio desempeño. La
respuesta depende de ti.
Cuando comencé a trabajar con el apertura George Ford en Leicester en 2010, no
estaba teniendo mucho tiempo de juego. Para un joven inquieto por jugar, mirar
los partidos desde el costado puede resultar frustrante y, naturalmente, se le hacía
difícil seguir practicando y meterse en la zona desagradable, particularmente
cuando se trataba de su pie izquierdo. Solíamos hablar de su progreso, de que a
su edad tenía toda la carrera por delante, de que el tiempo que no jugaba podía
verse como una oportunidad para “ocuparse de mejorar” para cuando le llegase
el momento de salir al campo de juego. George mostró una madurez superior a la
de su edad, con una mentalidad siempre dispuesta a meterse en la zona
desagradable aun cuando los beneficios en el corto plazo no estaban claros.
Luego de pasar a Bath en 2013, fue convocado a la selección de Inglaterra en la
siguiente temporada, cuatro años después de que empezamos a trabajar juntos.
Una buena manera de alentar a las personas (o a ti mismo) en la zona
desagradable es identificar y elogiar todo lo que se ha hecho bien, no importa el
resultado. Dividir la tarea en partes más pequeñas, con resultados paso por paso
hacia el objetivo (como llegar a ciertos momentos en una pieza musical, romper
cada barrera de 30 segundos cuando se corre, mantener quieta la parte inferior
del cuerpo durante el putt) y usar un lenguaje productivo. Pero más importante
es que trabajar en la zona desagradable debería hacerse “poco y seguido”.
Poco pero seguido
Aprender requiere energía mental y física –estar regularmente en la zona
desagradable resulta exigente y cansador–. Para vencer la fatiga, la forma más
efectiva de aprender cualquier habilidad consiste en practicarla poco pero
seguido, en vez de insistir sin parar hasta lograrla.
La energía es un recurso limitado, por lo que es mejor aprender solo cuando uno
está fresco. Un argumento común sostiene que se tendrá que rendir cuando se
está cansado y bajo presión, por lo tanto es mejor entrenar en las mismas
circunstancias. Estoy de acuerdo en que resulta útil practicar en estas
circunstancias habilidades ya adquiridas, pero la presión no ayuda cuando las
estás aprendiendo por primera vez.
El progreso regular diario –que aprovecha cada vez toda la energía para realizar
un esfuerzo eficiente– producirá resultados mucho mejores que comprimir los
esfuerzos de un mes en una semana, con la energía que se va reduciendo y el
trabajo cada vez menos efectivo. Comenzarás el día siguiente todavía fatigado, o
tal vez te sientas tan harto que quieras abandonar.
Nuestros cerebros construirán los nuevos caminos neurológicos en la zona
desagradable en la medida en que existan el compromiso y la energía, incluso
mientras dormimos, pero cuando la energía se agota, también lo hace la
eficiencia de nuestra mejora. La mente busca los negativos de mayor peso, y
sobreexigirse sin el correspondiente nivel de superación constituirá otra marca
negra en la planilla interna de balance. Si tuvieras que estudiar para un examen
la semana que viene, ¿qué abordaje imaginas más efectivo: estudiar una hora
cada día o cinco horas apretadas la noche previa? Como escribe el psicólogo
John Dunlosky:
Aunque en el corto plazo amontonar el estudio es mejor que no estudiar nada, si
tuviesen la misma cantidad de tiempo para estudiar, ¿sería mejor para los
estudiantes distribuir en varias veces el contenido para estudiar? La respuesta
es un contundente “sí”.
Como trabajo con pateadores de rugby, me gusta contar con instalaciones bajo
techo, en especial cuando el jugador necesita aprender o desarrollar una nueva
habilidad. Por lo general la reacción que recibo es: “¡Pero tienen que patear en el
viento!”.
Es verdad, pero los jugadores deberían aprender la habilidad en un entorno
donde la trayectoria de la pelota sería una consecuencia directa de su patada, sin
factores externos. Cuando han aprendido y dominado la habilidad básica, recién
entonces salimos a patear en el viento. Lo ideal sería tener sesiones bajo techo
para establecer y refinar la técnica, junto con una práctica regular al aire libre.
Los cimientos del progreso de Stuart Barnes y Jonathan Webb –jugadores de
rugby de Inglaterra con los que trabajé a principios de la década de 1990– fueron
las sesiones regulares con redes de cricket en el salón de deportes de la Bristol
Grammar School. Una parte crucial de la práctica de Jonny Wilkinson durante su
tiempo en los Newcastle Falcons involucró utilizar las instalaciones bajo techo
de Middlesbrough y Newcastle United, ambos clubes de fútbol. Para dar una
idea de cuánto valorábamos estas sesiones, tardábamos una hora y media en
automóvil para llegar desde el campo de los Falcons hasta la sala de
entrenamiento de Middlesbrough.
Poco y seguido debería ser el mantra para sumergirnos repetidamente en la zona
desagradable. Durante la campaña de la Copa del Mundo de rugby en 2003 con
Inglaterra, los backs dedicaban entre diez y quince minutos al final de cada
entrenamiento para realizar una práctica de patear y atrapar la pelota, solía ser
dos veces por día. Estas prácticas breves, intensas y concentradas, en las que los
jugadores forzaban los límites de sus habilidades, son un buen plan para llevar a
la vida diaria. Muchas personas tienen vidas laborales o familiares muy
ocupadas, pero si pudieses hacerte lugar tan solo media hora al final de la
jornada, cada día, ya sea para practicar en el piano o entrenar esos 5 km,
entonces, siempre y cuando la sesión sea intensa, cosecharás los beneficios de
incluso una breve cantidad regular de tiempo en la zona desagradable.
Otro fundamento para hacer poco y a menudo es el proceso de reiniciar física y
mentalmente la tarea. Por ejemplo, si practicas tiros libres de básquet, es
probable que tus primeros intentos yerren en diferentes direcciones a medida que
vas encontrando tu rango y ajustas la trayectoria. Tal vez golpees el tablero o te
quedes corto: pero cada tiro te brindará más información para afinar el siguiente.
Luego de un rato tendrás más consistencia, pero si juegas un partido, ¿cuántos
intentos tendrás? Entonces la clave consiste en tener éxito la primera vez, sin
ensayo previo. Si pones pausas en tu práctica, si te tomas un tiempo y reinicias,
experimentarás más a menudo esa sensación de primer tiro. También es por esto
que la rutina previa al tiro reviste tanta importancia en las habilidades que se
ejecutan bajo presión: solo tienes una oportunidad.
¡Eureka!
Cuando trabajamos en la zona desagradable, suele ocurrir que luego de mucha
angustia y frustración y de intentar y fallar, de repente tenemos un momento
“¡eureka!”: el tiro de básquet se desliza perfecto a través del anillo, ejecutamos
un pasaje difícil de la pieza que aprendemos al piano o embocamos el putt con
un maravilloso “¡plop!” en el hoyo. ¡Lo hicimos! Y luego tratamos de repetirlo
pero fallamos. ¿Qué pasó? Podemos hacerlo, ¿verdad?
Esto sucede cuando, en vez de reiniciar nuestra mente, es decir, volver al estado
mental con el que abordamos el primer intento exitoso, nos excitamos y
apresuramos para repetirlo, dando por sentado que nos irá bien… Y de repente
nos encontramos otra vez en la zona desagradable.
También he visto a pateadores a los postes en rugby y a golfistas que, luego de
trabajar en la zona desagradable sobre su postura y secuencia, fueron capaces de
patear la pelota o golpearla desde el tee con gran distancia y muy poco esfuerzo
consciente. Pero entonces piensan: “Si lo hago tan bien con esta dosis de
esfuerzo, ¿cuánto más podría hacer si le doy duro?”. Esto es lo que yo llamo
“pasarse de rosca”. El jugador de rugby comienza a enviar lejos sus disparos, el
golfista observa cómo sus pelotas salen fuera del curso. Todo el trabajo que
hicieron queda comprometido por su deseo de pegarle duro, lo que provoca una
pérdida de energía por una secuencia excesiva e ineficiente. La concentración y
control sobre el proceso se fueron por la borda.
Reiniciar y reorganizar la mente, igual que con la postura, es esencial para lograr
resultados consistentes, y si bien nuestro primer éxito debe ser reconocido y
celebrado, resulta crucial no dejarse llevar por él. Todavía queda camino por
recorrer antes de lograr la maestría.
Soy muy consciente de lo fácil y natural de querer quedarse en la zona de
comodidad. Pero simplemente no es posible dominar algo nuevo sin entrar en lo
desagradable. Quiero regresar a la actitud infantil ante el aprendizaje de la que
hablamos antes. Si logramos reavivar el entusiasmo juvenil por el conocimiento
y superar la resistencia natural del cerebro, será entonces posible crear una
sensación de entusiasmo cuando le agregamos una cuerda al arco, de la misma
manera en que es posible convertir la sensación de ansiedad en entusiasmo. Poco
y seguido significa que no verás tu aprendizaje como un desafío insuperable. No
te sentarás al piano durante horas sin fin tratando de sacar algo para luego
abandonar cuando no puedes. Abordarás fragmentos pequeños, nota por nota,
avanzando un poco más cada vez hasta que en algún momento puedas reunirlos
en un todo perfecto. Tendrás una devolución regular y los continuos avances
aumentarán tu autoestima. En vez de esperar una semana entre cada sesión
paquidérmica y quedarte todo ese tiempo pensando en qué cosa anduvo mal,
practicar poco y seguido te permite concentrarte en los bloques que construyen
la tarea y montarlos gradualmente día tras día, sin sentirte intimidado por el
oneroso objetivo que se ve en el horizonte.
Evitar el resultado
Cuando se aprende una nueva habilidad, en particular una donde el resultado
final puede verse con claridad, a menudo se genera un conflicto entre trabajar en
los pequeños procesos desagradables y la imagen final. Si estás aprendiendo una
pieza musical, es más fácil subdividirla en fragmentos y trabajar en cada uno sin
preocuparse demasiado por el resultado final (tocar la pieza en su totalidad); sin
embargo, si trabajas en tu golpe desde el tee en golf prestando atención a un
aspecto específico de tu golpe o postura, resulta imposible evitar ver el resultado
(a dónde va la pelota) y es difícil no distraerse; el cerebro trata de evitar lo
negativo, el mal tiro. Cuando trabajas sobre un nuevo aspecto en un proceso, es
muy común que el resultado sufra en el corto plazo. Y cuando ves que tu tiro se
sale del curso, es difícil no estar más preocupado por esto que por los ajustes que
realizaron en tu swing.
Suelo experimentar esto en mi trabajo con pateadores de rugby. En este deporte,
patear con ambos pies constituye una ventaja real, por lo que suelo trabajar en el
pie más débil de los jugadores. Al comenzar el trabajo, siempre le pido al
jugador que patea, teniendo en mente las recomendaciones técnicas que le hago,
que tenga en claro que me tiene sin cuidado a dónde vaya la pelota. Pero no
importa lo que yo diga: si los ojos lo ven, el cerebro registra, y es imposible
quitar esto de la mente del jugador.
Por eso me gusta remover de la vista el resultado. Es una práctica que utilicé
hace muchos años con Stuart Barnes y Jonathan Webb, cuando los hacía patear
la pelota de rugby contra la red de un arco de fútbol la mañana antes de un
partido; en la actualidad hago que los jugadores pateen contra redes especiales
ubicadas a unos tres metros delante de ellos. Esto suprime el resultado y asegura
que todos los pensamientos se concentren en el proceso –la única devolución que
tienen los jugadores es el sonido y la sensación–. Con Stuart y Jonathan,
jugadores experimentados que sabían cómo se sentía una buena patada, lo último
que queríamos era poner en marcha su cerebro crítico con pensamientos sobre
los resultados de la mañana antes de un partido, necesitaban solamente sentirse
confiados y listos para jugar.
El jugador que aprende a patear con su pie menos hábil progresará más rápido si
lo hace con la red. Podrá concentrarse en adoptar la postura correcta –los
pateadores diestros suelen asumir naturalmente una postura de diestro incluso
cuando patean con la izquierda, lo que es algo que necesita ajuste– y realizar
bien otros procesos antes de preocuparse por atravesar los postes con sus
disparos.
Quitarle la vista al resultado es una herramienta útil no solo cuando se aprende a
patear con la pierna menos hábil. Cuando un jugador tiene poca confianza o
necesita trabajar sobre una parte específica de su patada, también es útil usar la
red. Los jugadores faltos de confianza a menudo se han concentrado por
completo en sus resultados (negativos) y han perdido el compromiso con el
proceso. Cuando hay presión y ansiedad respecto del resultado (la pelota que
entra entre los postes), suele ser difícil comprometerse con el proceso (patear a
través de la pelota). Introducir la red y remover el resultado le permite al jugador
recuperar la sensación sonora y táctil que caracteriza a un buen disparo y
restablecer la confianza en su proceso.
Recuerdo una sesión particular con Jonny Wilkinson en Twickenham la semana
previa a un partido internacional. Jonny no estaba contento con su patada y
luchaba con el sentimiento de inevitabilidad del resultado; me preocupaba que
sus pensamientos sobre el resultado lo distrajeran del proceso. Dispuse la pelota
para un kick de cuarenta y cinco yardas y le puse delante la red, a tres metros del
tee. Luego de algunas patadas el sonido del contacto cambió a uno más sordo y
profundo y más de una vez el disparo impactó en la red junto al marco superior y
la volteó –algo nada fácil de hacer.
Al usar las redes, Jonny se enfocaba por completo en patear a través de la pelota
y en absorber los pequeños ajustes en la postura que yo le sugería, así que
cuando retiré la red, lo miré a los ojos (uno estaba negro desde el partido
anterior) y le dije: “No me importa a donde vaya el tiro, quiero que te concentres
en patear a través de la pelota”, disparó derecho entre los postes y bastante más
allá. Su compromiso total con el proceso aseguró que el resultado –y también su
sonrisa de oreja a oreja– llegara solo.
Las redes de práctica en los clubes de cricket y golf son un instrumento perfecto
para este tipo de prácticas que evitan pensar en el resultado. Uno se aleja del
curso, donde el resultado será demasiado evidente, y utiliza estas redes donde la
única devolución será la sensación del tiro. El golf es un deporte de mucha
exigencia mental, especialmente para el amateur. Hay un impulso a comenzar a
dirigir los golpes y a manipular el swing tan pronto como se fallan un par de
tiros, y trabajar en las redes permite concentrarse enteramente en el proceso, sin
tener que ver que la pelota se vaya desalentadoramente a los pastizales.
Muchas veces los niños reciben ayuda para evitar un resultado inoportuno.
Cuando aprenden a nadar, utilizan distintas clases de flotadores para evitar
hundirse, así como los que aprenden a andar en bicicleta utilizan estabilizadores
para evitar golpear directamente el suelo. Esta clase de dispositivos nos permiten
practicar los componentes individuales necesarios de una actividad, de manera
que cuando retiramos los flotadores y estabilizadores, están mejor equipados
para enfrentar el resultado, ya sea nadar suavemente a lo largo de la piscina o
rodar con fluidez por la calle, o hundirse como una piedra o rasparse contra la
grava.
Despreocuparse de los resultados de una acción suena contraintuitivo. Pero en el
piano no tocarías una pieza musical entera, con el riesgo de desmoralizarte en el
proceso, si no estuvieses listo, de la misma manera en que no intentarías dominar
un nuevo software en el primer intento. Y cuando trabajas en un swing de golf o
aprendes a nadar o andar en bicicleta, o cualquier otra cosa en que el resultado
esté delante de tu vista, siempre será importante intentar esconder el resultado de
tu mente. Todo debe concentrarse en el proceso.
Concordar con la intención
Día de golf. Tu pelota aterrizó a 120 metros del green. El pin está a cuatro pasos
del borde izquierdo, protegido por un bunker junto a un gran árbol. Decides
apuntar a un par de metros a la derecha del pin. Visualizas el tiro, lo ves
aterrizando en el green cerca de la bandera. Te preparas, retrocedes el palo y
lanzas el swing con fluidez: el sonido sólido cuando golpea la pelota, que vuela
por el aire y cae a menos de un metro de donde habías apuntado. ¡Buen tiro!
Pero lamentablemente no habías calculado la pendiente. La pelota comienza a
rodar hacia la derecha, aumenta la velocidad y rueda unos veinte metros antes
detenerse en el pastizal.
Es fácil describir algo así como un intento fallido y elaborar alguna invectiva
con la que castigarte a ti mismo, pero no olvides que hiciste un tiro de 120
metros que aterrizó a menos de un metro de donde habías apuntado. Concordaste
con tu intención, aunque en la intención haya habido un error.
Supongamos que en vez de eso le pegaste demasiado fuerte, la pelota se desvió
horriblemente a la izquierda pero, de alguna manera, golpeó contra el árbol,
rebotó airosa en el pasto y se detuvo a unos pocos pasos del pin. ¿Habría sido
mejor?
Muchas veces simplemente vemos el resultado de algo sin considerar si está de
acuerdo con nuestra intención. Es muy útil darse crédito y grabarlo en el cerebro
cuando hacemos algo bien y queremos repetirlo. Cuanto más coincidamos con
nuestra intención, más control tendremos sobre lo que hacemos, y si, como en la
sección anterior, no nos sentimos desmoralizados por un resultado pobre, sobre
todo si está fuera de nuestro control. La vida nos pone delante tantos obstáculos
y problemas imprevistos que a veces resulta beneficioso considerar el resultado
de la acción y si estuvo de acuerdo con la intención. La precisión no recibe una
recompensa inmediata, así como la torpeza no siempre recibe castigo, pero
siempre deberíamos intentar que las acciones concuerden con las intenciones.
En cricket, en la medida en que lanzas a buena velocidad y a la distancia que te
propones, concuerdas con tu intención. El hecho de que un bateador golpee la
bola y la saque del terreno no significa que sea una bola mala, y es vital que el
lanzador así lo reconozca.
Shane Warne, el legendario lanzador de spins australiano, tenía entre su arsenal
psicológico y de lanzamientos, la capacidad de coincidir con su intención y
reconocerlo, más allá de la respuesta del bateador. Tal era su audacia que Warne
daba la impresión de que hasta una bola mala era intencional, parte de un astuto
plan; sin embargo, para un lanzador de esas características, es probable que cada
tanto algunos lanzamientos sean bateados fuera del terreno. Warne no permitía
que esto lo distrajera, seguía probando y lanzando mientras continuaba probando
al bateador.
Aquí, por supuesto, es cuando las cosas se ponen interesantes en un partido de
cricket. Si un lanzador concuerda con su intención lanzando bien y el bateador la
equipara, es hora de tomar una decisión acerca de un cambio de táctica. La
presión influye sobre nuestra toma de decisiones y se necesita mucha resolución
mental para poder juzgar objetivamente si la intención concuerda y luego separar
esto del resultado. Los lanzadores cambian de táctica todo el tiempo cuando
intentan eliminar al bateador, pero es importante reconocer cuando haces las
cosas bien bajo presión y darte cuenta de que a veces vale la pena persistir en la
misma táctica sin que importe lo que hace el bateador. Si cambias de táctica será
importante que todavía puedas concordar con tu intención cuando abordas el
tema de manera diferente.
Es difícil aceptar que a veces hacer lo correcto produce un mal resultado, lo sé,
pero cuando adoptas una mentalidad sin límites estás solo en competencia
contigo mismo, para aprender y mejorar. Es verdad que no hay lugar para la
vergüenza cuando entregas todo y terminas vencido por un adversario superior.
La vergüenza, en realidad, se produce cuando no te desempeñas de acuerdo con
tu mejor nivel.
Empatía
Aquellos que se atreven a enseñar nunca deben dejar de aprender. Esta
inscripción grabada en una placa de madera se posa sobre el escritorio de Mark
“Gibbo” Gibson, un maestro australiano de golf –prefiere que lo llamen así
antes que “instructor”– y, tal como dice su lema, un estudiante confeso.
Aprender, la capacidad de meterse reiteradamente en la zona desagradable y
desarrollar maestría en algo, es en sí mismo una habilidad, como también lo es,
para cualquier docente, gerente o coach, supervisar ese aprendizaje. Aunque
obviamente se requieren determinados conocimientos técnicos en el campo de
elección para ser instructor, la mayor parte de la literatura sobre enseñanza
también enfatiza la importancia de la empatía con la persona que recibe la
instrucción. ¿Y qué mejor forma de empatía existe que aprender algo nuevo?
Empatía con la persona que aprende significa comprender lo que cuesta entrar en
la zona desagradable y dominar una nueva habilidad. Significa experimentar
toda la angustia y la frustración e intentar y fallar e intentar de nuevo. ¿De qué
otra manera un coach, gerente o docente podría tener empatía? Resulta sencillo
olvidar esto, de hecho, es algo que yo recién descubrí en 2007.
Ese año me preguntaba por qué algunos jugadores de rugby de primer nivel no
podían ejecutar destrezas básicas con el pie. ¡A mí me parecía tan fácil! Tuve esa
experiencia durante la temporada 2005-06 con la selección de Inglaterra, cuando
se produjo un gran recambio de jugadores en el equipo. Comenzaba una sesión
de entrenamiento convencido de que iba a ser una mañana sin complicaciones y
entonces, cuando se complicaba, me ponía muy impaciente. ¿Qué les pasaba a
esos así llamados internacionales?
No había nada malo con ellos, eran los mejores del país. El problema lo tenía yo:
había perdido mi empatía con el proceso de aprendizaje.
Entonces acudí a Gibbo. Siempre me interesó el golf, tanto por su singular
entorno de presión en el ambiente profesional y porque yo también lo juego;
durante una gira de rugby, cada vez que se presentaba la oportunidad de jugar un
poco de golf, la aprovechaba, y así me fui convirtiendo en un jugador bastante
efectivo. De todos modos, solía pensar que me gustaría aprender a jugar ese
hermoso deporte como se debe.
Bajo la tutela de Gibbo comencé a redescubrir mi empatía con el proceso de
aprendizaje y a ver las obvias similitudes que el golf compartía con patear en
rugby y patear un penal en fútbol. Pero lo más importante es que me reencontré
con la angustia real y la frustración, el tormento de creer que ya dominaba una
técnica en particular para darme cuenta de que en la siguiente oportunidad se me
había escapado de entre los dedos, es decir, meterme en la zona desagradable. ¡Y
sí que fue desagradable!
Mi experiencia con el golf me convirtió en un coach infinitamente más efectivo
en todos los deportes. Lamentablemente la perspectiva empática no está
demasiado extendida entre aquellos cuyo trabajo es desarrollar a otros. Hace
unos años hice una presentación titulada “Sin límites” ante cerca de cuarenta
altos funcionarios académicos de un importante organismo gubernamental de
regulación de los deportes. Cuando les pregunté si alguno estaba aprendiendo
algo nuevo, la respuesta fue el silencio. “¿Cómo pueden sentir empatía con la
persona que aprende si no tienen ninguna experiencia reciente de aprender algo
ustedes?”, les pregunté, solo para encontrarme con más silencio.
Recuerda, nunca es tarde para elegir algo nuevo y empezar a progresar.
La trampa del silo
De acuerdo con mi experiencia, la organización del rugby de élite es excelente
en cuanto a la comunicación de información a los jugadores, pero a menudo falla
en prepararlos apropiadamente para el juego. Una de las razones puede sonarle
familiar a cualquiera que trabaje en una empresa o en educación: la falta de una
planificación conjunta, con departamentos individuales que están demasiado
ocupados compitiendo por su tiempo en vez de trabajar juntos.
La semana previa a un partido internacional de rugby puede ser un período
tenso. Los entrenadores especializados compiten por el tiempo del jugador y
todos juntos compiten con los preparadores físicos. Cuanto más tiempo dedique
el jugador a la preparación física, menos tiempo tiene para trabajar aspectos del
juego. Durante la campaña de la Copa del Mundo 2011, especialmente en la
ronda final, sentí que se dedicaba demasiado tiempo a la preparación física y
poco tiempo en trabajar destrezas bajo presión. Cuando llegó la hora de jugar
contra Francia en cuartos de final, el juego de Inglaterra estuvo plagado de
errores atípicos, que le costaron al equipo un lugar en la semifinal.
Quizás hayas experimentado un conflicto de intereses similar entre diversos
departamentos. Es como asignar recursos en una escuela secundaria. Cada
profesor quiere lo mejor para sus alumnos en su propia materia, que no es
necesariamente lo mismo que lo mejor para los alumnos en general.
Antes de convertirme en un entrenador de tiempo completo, fui profesor de una
escuela secundaria donde enseñaba economía. Los estudiantes no se sentían tan
motivados como me hubiese gustado –una queja común de muchos docentes– y
mostraban muchos de los factores que impiden que alguien se introduzca en la
zona desagradable y que ya hemos tratado, entre ellos la autoestima y la
influencia de los pares.
Uno de los proyectos que diseñé para los estudiantes como parte de su trabajo en
la materia consistía en armar un plan de negocios para obtener un préstamo
bancario. Debían explicar cómo manejarían el negocio, estimar ganancias
futuras y justificar su pronóstico –típicas cuestiones de un plan de negocios–.
Muchos de los informes que los estudiantes elaboraron tenían un buen
fundamento económico, pero su lenguaje y presentación dejaban mucho que
desear. Cuando les pregunté sobre esto, los estudiantes respondieron con una
frase que a muchos docentes les resultará conocida: “Esto es economía, no
lengua, ¿qué importancia tiene?”. Podían tener razón en términos de su
calificación en la materia de economía para el GCSE (inglés para Certificado
General de Educación Secundaria), pero como preparación para la vida después
de la escuela, no la tenían; en el mundo real un gerente de banco suele sentir
rechazo por los errores de ortografía, gramática y puntuación.
La calificación de lengua para el GCSE se basa en las tareas designadas para el
curso principal, donde una de las piezas es un informe de proyecto con
fundamentos razonables. Por lo tanto, me acerqué a un profesor de lengua
inglesa y juntos elaboramos un proyecto que cumpliera con los criterios tanto de
lengua como de economía. Este esfuerzo conjunto produjo trabajos mucho más
relevantes para la vida después de la escuela y, como resultado, un uso mucho
más eficiente del tiempo de los estudiantes, que se sintieron más motivados al
hacer algo que abarcaba dos materias. Sin embargo, aunque las notas fueron
considerablemente más altas de lo que preveíamos, la junta de evaluación nos
advirtió, al profesor de inglés y a mí, que no volviéramos hacer algo así en el
futuro. Querían que las materias se mantuvieran separadas, cada una confinada
en su propio silo.
Adelanto unos años a mi carrera en los deportes y esta mentalidad de silo
aparece con toda claridad. Debido al influjo de especialistas, especialmente en
preparación y acondicionamiento físico, hay tensión entre entrenadores y
especialistas. Por cierto, no estoy en contra de los nuevos conocimientos
especializados que ayudan a mejorar, pero me preocupa que muchos elementos
nuevos fomentan e incrementan la presión sobre cada componente y, en
consecuencia, la mentalidad de silo se fortalece. La solución no es sencilla, pero
seguramente la planificación y ejecución integradas –en las materias de la
escuela o en el personal del club de rugby– deben ser parte de ella. Pero ya
podrán imaginarse los puntos de fricción: ¿quien está a cargo? ¿A quién echamos
la culpa si las cosas salen mal? La ironía es que mientras entrenamos para un
juego de equipo en el que intentamos promover una cultura de responsabilidad
compartida, como grupo de docentes y coaches somos incapaces de hacer lo
mismo.
No veo razones por las que la preparación y acondicionamiento físico no puedan
integrarse con la preparación para otros aspectos del juego. ¿Por qué cuando los
jugadores corren colina arriba diez veces para adquirir resistencia y potencia, no
pueden hacerlo llevando una pelota? ¿Por qué cada vez que corren colina abajo,
cada vez más fatigados, no pueden hacerlo mientras se pasan la pelota en línea y
así practican una habilidad del juego mientras mejoran su resistencia?
En un club intenté que los jugadores patearan contra una colchoneta contra la
pared entre sesiones de pesas en el gimnasio para mejorar sus habilidades. Creo
que no duró una semana antes de que el equipo de preparadores físicos
descartara la idea. A pesar de mis protestas acerca de que un entorno en el que
los jugadores pudiesen practicar destrezas bajo la presión de la fatiga extrema,
como en un partido, sería de gran beneficio, no estuvieron de acuerdo. Jonny
Wilkinson, en cambio, comprendió el beneficio mientras estaba en Cardiff el 24
de mayo de 2014. Pasó la mañana pateando pelotas contra una colchoneta para
percibir la sensación y concentrarse en el proceso. Luego, durante la tarde, llevó
a Toulon a obtener una resonante victoria en la final de la Copa Europea ante
Saracens en el Millennium Stadium frente a 68.000 personas, sin errar un solo
tiro (dos penales, dos conversiones y un drop).
En los deportes, cuanto más podamos integrar nuestro abordaje del
entrenamiento de destrezas y la preparación física, mejor podremos reproducir
las condiciones de un partido. De la misma manera, creo que un abordaje más
integral de la educación, como amalgamar algunos aspectos de un curso de
Inglés y uno de Comercio, prepara a los jóvenes para las condiciones después de
la escuela –la vida real–. Como coaches y docentes, tenemos la responsabilidad
de ver las necesidades de nuestra disciplina dentro de un paisaje mucho mayor –
y dejar el ego de lado– para que las personas que entrenamos y los niños a
quienes enseñamos puedan desempeñarse de la mejor manera cuando enfrenten
la presión el día del partido o luego de terminar la escuela.
Nada que temer excepto
el temor (al fracaso) mismo
Como sección final de este capítulo sobre administrar el aprendizaje, me parece
correcto regresar a la infancia. La primera vez que experimentamos un
aprendizaje es con nuestros padres y la manera en que apoyan nuestro
desempeño es crucial. La forma en que vemos la desilusión o el fracaso es la
prueba de fuego del “entorno mental” en que nos desarrollamos, cuando la
cultura del aprendizaje se instala. Los padres naturalmente quieren que sus hijos
tengan éxito y sean felices. Cuando como niños comenzamos a jugar, estamos
aprendiendo. Y los padres quieren que nuestro aprendizaje continúe con
entusiasmo y emoción.
Si un grupo de niños juega con una pelota en el parque, tal vez haya padres que
se unan. Para los padres, esto será jugar con sus hijos, para los pequeños es
aprendizaje: imitan y exploran. Tal vez a medida que su juego crece y se
desarrolla opten por hacerlo de manera competitiva y se inscriban en un club de
fútbol juvenil. Pero lo más importante es la cultura que se fomentó en el hogar.
Por ejemplo, ¿qué consideramos importante en el fútbol? ¿El aspecto social, el
disfrute, el crecimiento, la actividad física o que el niño sea seleccionado para
integrar un equipo? Si les va bien en este último, ¿cuál es la reacción?
¿“Felicitaciones por entrar al equipo” o “qué bueno que tengas la oportunidad de
jugar en el equipo” o “estás mejorando y nos gusta saber que lo disfrutas”? ¿Y
cuál es la reacción si el niño no llega a ser convocado para integrar el equipo? Si
llegar a formar parte del equipo no es la aspiración excluyente de los padres y
estos se interesan por que el niño disfrute y se entusiasme con mejorar, cualquier
desilusión se hará mucho más llevadera. Pero si el niño cree que sus padres se
sentirán decepcionados, la experiencia podría generar una actitud vulnerable a la
presión por los resultados.
En la mayoría de los equipos de fútbol infantil, en las primeras etapas se trata de
cuidar que todos los niños jueguen y disfruten y se hacen esfuerzos por incluir a
cada uno. La expectativa, más tarde o más temprano –y en muchos casos
demasiado temprano– es que los que mejor jueguen entrarán al equipo y el resto
no, lo cual se convierte en un factor de presión. No solo esto, sino que la
naturaleza del juego –aprender nuevas habilidades, jugar sin buscar un resultado
definitivo– muy pronto queda ahogada por el entorno competitivo que rodea al
juego adulto. Para niños que aún están desarrollando sus habilidades, la
diversión de jugar da paso a una pesada carga de expectativas: entrar al equipo y
ganar.
Esta forma de encarar el fútbol juvenil en Inglaterra sale perdiendo cuando se la
compara con la de otros países. En Holanda, por ejemplo, las divisiones
infantiles se entrenan con énfasis en la diversión y el desarrollo de habilidades
en canchas más pequeñas, mucho antes de empezar a jugar once contra once en
campos de juego con dimensiones reglamentarias a medida que crecen. De todos
modos se han hecho algunos progresos. El departamento de fútbol juvenil de la
Asociación de Fútbol de Inglaterra introdujo cambios que, de acuerdo con su
sitio web, consisten en “un abordaje moderno y amigable hacia el fútbol juvenil,
desafiando la mentalidad de ganar a toda costa que sofoca el desarrollo y disfrute
para los jóvenes. Trabajando en conjunto con una actitud proactiva, los adultos
pueden ayudar a desarrollar un mejor ambiente de aprendizaje para los jóvenes,
que pone sus necesidades en el centro del proceso”. Pero lo cierto es que muchos
jugadores jóvenes son expulsados de la participación deportiva por una cultura
competitiva y centrada en los resultados que se instala demasiado temprano.
Los niños crecen y se desarrollan con distintos ritmos. Un equipo de menores de
once años incluirá una gran variedad de tipos físicos, habilidades, tamaños y
niveles de madurez, y el mismo grupo de jugadores a los diecisiete años será
físicamente muy diferente. Todos se habrán desarrollado y madurado en
diferentes proporciones y sus habilidades habrán progresado a ritmos distintos.
He visto demasiados casos de niños que se especializan muy temprano en algún
deporte y como resultado renuncian a toda clase de oportunidades diferentes. He
visto a un niño de diez años de edad que ya había firmado, por intermedio de sus
padres, para un club profesional. Cuando jugaba con los menores de diez era
goleador y frecuente figura del partido, pero cuando llegó a los quince años
luchaba por tener aquella influencia. No le estaba permitido jugar al rugby,
cricket o practicar atletismo por presión de sus padres y del club –la clase de
presión que a un adolescente le resulta extremadamente difícil manejar–. A los
diecisiete años el club prescindió de él, justo cuando había abandonado la
escuela a los dieciséis, y se quedó sin nada.
El desafío, entonces, es que los jóvenes puedan acceder a una variedad de
actividades y disfruten de cualquiera que les interese. No importa cuán
prometedores resulten en un determinado deporte o materia, deberíamos
mantener una aproximación general a todos los deportes y actividades
disponibles. Las personas se desarrollan a distintos ritmos y, mientras que unos
pocos estamos destinados a convertirnos en campeones, lo que podemos apoyar
es el entusiasmo por el aprendizaje continuo, la exploración y la superación de sí
mismo, ya sea en un deporte o en historia natural o en astronomía. ¿Recuerdas la
exuberancia con que te acercaste a estos temas la primera vez?
Depende de nosotros que las personas jóvenes mantengan su actitud de niños
ante el aprendizaje. Es una actitud que todos necesitamos recuperar si queremos
mejorarnos, y mejorar nuestro desempeño bajo presión.
4. EQUILIBRIO IMPLÍCITO-EXPLÍCITO
La punta del iceberg
Estás en la cancha de squash. El sudor corre por tu rostro, respiras agitada y las
luces parecen más brillantes que otras veces, como si te perforaran los ojos e
hirvieran tu cerebro a fuego lento. Allí se va formando un sordo dolor de cabeza.
Vas perdiendo el partido y tu rival, una compañera de trabajo con la que
habitualmente te llevas bien, va asumiendo las características de enemiga
declarada mientras se prepara para el saque. El tiempo parece detenerse… hasta
que golpea la pelota, que sale como un latigazo y tú fallas el tiro y pierdes otro
punto más.
Te dices cosas: concéntrate en la pelota y gana el próximo peloteo. Pero cuanto
más lo intentas, peor te va: corres de un lado al otro de la cancha detrás de una
sombra, desesperada por mantener aunque sea la pelota viva, con la esperanza de
forzar un error. Pierdes punto tras punto y en el proceso, intentas aún con más
empecinamiento.
Pero ahora, con el partido que parece más allá de tu alcance y tu cuerpo
inusualmente dolorido por el esfuerzo, la mente se dispara. Te ahogas en un
diluvio de pensamientos destructivos que interfieren hasta que ya no puedes
hacer nada por intuición. Sabes que necesitas pegarle más limpiamente a la
pelota, ponerte en buena posición para el tiro y hacer bien tu trabajo de base con
los pies, pero no solo tienes que luchar con esta cantidad de detalles técnicos, tu
frustración, enojo, dudas y humillación también amenazan con arrastrarte. No
puedes dejar de pensar en la última ronda, en qué ocurrirá si pierdes este partido,
incluso empiezas a preguntarte si alguna vez podrás volver a trabajar con tu
adversaria, pues tan furiosa estás con ella.
La presión se hace sentir. Mientras te preparas para recibir otro servicio, perdida
en tu niebla roja, te preguntas: ¿Cómo puedo sacarme de encima este enjambre
de pensamientos y emociones negativas para empezar a jugar tan bien como sé
que puedo hacerlo?
O más probable: ¿Cómo diablos hago para ganar el próximo maldito punto?
Ese pensamiento único y simple
En octubre de 2014, en un amplio gimnasio de St. George’s Park, sede de
entrenamiento de la Asociación de Fútbol en Stoke, junto con Kevin Shine,
principal entrenador de lanzamientos rápidos de la England and Wales Cricket
Board (ECB), hicimos una presentación frente a un grupo de entrenadores de
cricket de élite. La idea era ilustrar un estilo más “implícito” de coaching.
Lo ilustraría ayudando a Chris Taylor –entrenador de campo de la ECB y
dedicado golfista amateur– a aprender el golpe bajo en golf, algo que trataba de
lograr desde hacía un tiempo, incluso tomando lecciones de coaches de la PGA.
Colocamos un palo de cricket sobre el suelo con una red colgando de uno de sus
extremos. A diez pasos de la red pusimos una estera de golf, como las que
pueden verse en cualquier sitio de entrenamiento, y detrás de ella un sistema de
radar TrackMan, una herramienta obligatoria para cualquier golfista profesional.
La gran cantidad de datos técnicos del radar –como la velocidad de la cabeza del
palo, dinámica de lanzamiento y cosas por el estilo– se proyectaban en una
amplia pantalla detrás de Chris, ubicada donde todos los delegados pudiesen
verla; frente a Chris había un iPad que solo mostraba dos conjuntos de datos del
TrackMan: la altura proyectada y la distancia proyectada del tiro. Chris solo
podría ver la información que tenía delante de él y acordamos que, si espiaba los
datos que estaban detrás, ¡tendría que pagarme la sesión!
Chris comenzó haciendo unos tiros a la red con un hierro del nueve y le pedí que
notara el peso de la pelota cada vez. La altura arrancó a unos veintisiete metros y
le di a Chris una indicación: que debía empujar sus manos levemente más
adelante cuando hiciese contacto con la pelota para producir un vuelo más bajo.
Sin embargo, tanto el público como Chris pudieron apreciar que en los tiros
siguientes todavía le pegaba demasiado alto.
He visto esto en muchas personas talentosas: pensaba que tenía las manos un
poco más adelante como le había pedido, pero en la fracción de segundo del
swing volvía a la posición original. Las instrucciones verbales suelen tener este
impacto.
Entonces coloqué un par de palos de cricket a modo de “portal” a unos cinco
pasos de la pelota y le pedí que empezara a tirar a través de ese portal. El primer
tiro fue alto, pero el segundo lo atravesó como también lo hicieron los
siguientes. Chris había adaptado su swing al objetivo. Luego moví el portal un
paso más atrás y Chris reaccionó inclinándose un poco más adelante durante el
tiro, lo que redujo la dinámica y también la altura de la trayectoria de la pelota. Y
tras adelantar el portal un poco más, Chris ya lanzaba tiros que solo se elevaban
unos quince metros, algunos menos aún. Con la introducción de una
intervención externa, en vez de solo una instrucción verbal, Chris pudo
reorganizar sus pensamientos en un pensamiento único y explícito: pasar la
pelota por el portal. En vez de pensar en una sucesión de cambios técnicos
menores en el swing y el grip, pudo permitir que su proceso inconsciente se
hiciera cargo mientras él ejecutaba esa única tarea específica. Tener el objetivo
delante de él le permitió ver el proceso con claridad y le dejó una clave mental
para ejecutar su tiro bajo. El golf puede ser un juego muy simple cuando se lo
permitimos.
Puedes experimentar algo muy similar sin necesidad de aprender golf. Si un
amigo que está a unos pocos pasos te pide que le arrojes una pelota, lo más
probable es que se la arrojes sin siquiera pensar en ello. Si luego alarga la
distancia a, digamos, diez pasos, seguramente haces lo mismo –con un ajuste de
potencia, movimiento del brazo y momento del lanzamiento, todos hechos de
manera inconsciente–. Si entonces te pidiera que arrojes la pelota más alto,
volverías a adaptarte; no te detendrías a pensar conscientemente sobre cómo
cambiar el swing y el momento del lanzamiento –todo esto es implícito–. La
clave para los cambios, el pensamiento explícito, es simplemente la distancia al
objetivo y la altura, del mismo modo en que el palo de cricket fue el estímulo
para que Chris adaptaran su golpe de golf.
La razón por la que podemos hacer esto, y por la que Chris pudo ajustar
inconscientemente su swing, es porque tenemos mucha práctica acumulada.
Mientras crecíamos, jugamos juegos simples de “atrapar” y luego tal vez juegos
que implicaban golpear y seguro hubo incontables ocasiones en que alguien nos
pidió que le “arrojemos” algo, desde una manzana de la frutera a una goma de
borrar en el aula. Toda esa práctica produjo una habilidad muy integrada a
nuestra zona de comodidad y cuya mecánica se ha vuelto inconsciente, de
procedimiento. Estas son las habilidades motoras en las que podemos confiar sin
siquiera pensar en ellas.
El golfista estadounidense Ben Crenshaw se refirió con mucho afecto a su coach
Harvey Penick, en su Little Red Video, recordando cómo Harvey quería que los
jugadores apuntaran al blanco más pequeño posible, ya sea un punto del green
para un chip o un punto preciso de la calle para un drive desde el tee. Ben le
preguntó: “¿Por qué cuando damos un gran golpe en golf tratamos de recordar
los pensamientos que teníamos en la cabeza en ese momento para tratar de
repetirlo?”.
La realidad es que, para la mayoría de nosotros, no hay pensamientos explícitos
involucrados en esas acciones. Simplemente elegimos el objetivo y dejamos que
el swing o lanzamiento o patada ocurran. ¿Y por qué cuando nuestra cabeza está
llena de interferencias y pensamientos sobre la técnica no jugamos bien? Porque
olvidamos apuntar con exactitud. De hecho, el mismo proceso de apuntar con
precisión –es decir, ver el objetivo pequeño con todos sus detalles– ayuda a
desplazar las posibles interferencias y le permite al inconsciente hacerse cargo de
los detalles finos de la técnica. El peso de los pensamientos se inclina hacia el
lado implícito, con una sola idea explícita.
Llamamos a esto el equilibrio entre lo implícito y lo explícito y una buena
manera de entenderlo es pensar en un iceberg. La punta del iceberg –la parte
visible sobre la superficie del agua– representa el pensamiento consciente y
explícito. Pero la mayor proporción del iceberg se encuentra bajo el agua: la
mente inconsciente, implícita. Es aquí donde guardamos todo el tiempo dedicado
a aprender cómo ejecutar un swing, lanzamiento o lo que fuere –todo el trabajo
sobre la técnica y su práctica–. Lo llamamos “reparar” y será tema del próximo
capítulo. Por ahora, digamos que se trata de trabajar específicamente sobre cada
parte de la técnica para crear un fundamento fuerte y estable capaz de soportar
cualquier presión a la que se vea sometido. Utilizar un pensamiento explícito
único –pasar la pelota a través del portal– nos permite conectarnos con ese
iceberg sólido e implícito –la mecánica del swing, la secuencia– que yace en el
inconsciente.
La carrera del carrito
Conduces hasta el pequeño supermercado local y estacionas justo sobre la línea
amarilla. A un par de cuadras calle abajo alcanzas a ver a un inspector de
tránsito. Tu tarea, si es que la aceptas, es entrar rápidamente, comprar un litro de
leche, un racimo de uvas y una caja de cereales. Tu tiempo comienza… ¡ya!
Sin dudas eres capaz de completar esta tarea con facilidad y, siempre y cuando
no haya mucha cola en la caja, pagar, regresar al automóvil e irte antes de que el
inspector de tránsito llegue. Felicitaciones, pudiste desempeñarte bien bajo
presión.
¿Y si cambiamos el escenario? Estacionas junto a la línea amarilla y el inspector
de tránsito está a 200 metros, pero esta vez tienes que recoger un paquete de
azúcar negra, cuatro pechugas de pollo, un paquete de jabón en polvo, una
botella de jugo de naranja, manteca sin sal, una bolsa de bagels, un paquete de
espinaca, una docena de huevos, una bandeja de tomates cherry y dos latas de
atún en aceite, además de los artículos que mencionamos antes. ¿Aún te sientes
confiada?
Es probable que o te olvides de algo o te hagan una multa o ambas cosas. Cuanto
menos tengas que recordar, más fácil te resultará desempeñarte bajo presión.
Si alguna vez has tenido la mala suerte de tener que ensamblar uno de esos
muebles que vienen para armar en casa, conocerás el folleto que detalla los
componentes en las instrucciones paso a paso. Nadie lee las instrucciones desde
el principio hasta el final, intenta absorber toda esa información de una sola vez
y luego se pone a armar el mueble. Lo que hacemos es tomar cada paso de las
instrucciones y concentrarnos en la que nos resulta relevante para la tarea que
tenemos delante. Cuando completamos un paso seguimos con el siguiente,
utilizando la información en fragmentos manejables. Como siempre, faltará
algún tornillo u otra pieza vital, en cuyo caso, tienes mi permiso para manejar
esta situación de presión tan mal como tengas ganas.
Volvamos al carrito: si se te dieran al principio tres artículos para encontrar y
luego recibieras actualizaciones regulares de tu lista de compras por los
altavoces del supermercado cuando te acercas a la sección relevante –“sus
próximos tres artículos son…”–, podrías absorber la información y actuar de
acuerdo con ella de manera mucho más eficiente. No habría momentos de duda o
parálisis mientras tratas desesperadamente de recordar si el atún era en aceite o
salmuera. Lo mismo vale para cualquier otra situación de presión: mantén la
cantidad de detalles para recordar en un mínimo absolutamente esencial, porque
no será sencillo recordarlas cuando las cosas se pongan estresantes. Por la misma
razón, cuando preparas un examen resulta esencial concentrarte en aquello sobre
lo cual te preguntarán, en vez de intentar memorizar todos los detalles de la
materia.
Si fueses propietario de un emprendimiento pequeño y solicitas un préstamo al
banco, nadie esperaría que recuerdes cada transacción en el historial de tu
actividad sin recurrir a un papel, pero sí se esperaría que recuerdes las
importantes: volúmenes de ventas recientes, utilidades y otros datos por el estilo.
Todos conocemos los efectos que puede tener la presión sobre tareas que por lo
general realizamos con facilidad, como la imagen de algún empresario novato
que se esfuerza por recordar las ventas o ganancias del año pasado frente a la
amenaza de escarnio en el reality show Dragons’ Den. Puede ser que no les haya
prestado demasiada atención a las cifras, pero lo más probable es que se haya
preparado en exceso y que estos números importantes estén perdidos entre la
plétora de datos que intentó memorizar, por los que nadie le preguntará. Junto
con la multitud de otras cosas que debe recordar como parte de su presentación,
simplemente le ha dado a su cabeza demasiadas cosas para hacer. Fuera de
cámara sin duda puede recordar inmediatamente todas esas cifras, pero cuando
las luces se encienden y se desata la presión, la historia cambia.
Demasiada información
Vivimos en la era de la información. Tenemos toda clase de datos, cifras y
estadísticas a disposición en la punta de los dedos. ¿Queremos saber si hoy hará
falta llevar un paraguas al trabajo? La aplicación sobre el clima del teléfono nos
dirá cuántas probabilidades de lluvia hay, además de la temperatura
pronosticada, la velocidad del viento y la humedad. ¿Quieres saber cuál es la
mejor forma de volver rápido al hotel? La aplicación de mapas nos suministrará
varias rutas y opciones de transporte: caminar, tren, bicicleta, taxi o bus.
Los deportes cuentan ahora con una abundancia creciente de información
estadística, que antes solo hacía las delicias de los “dateros”. Ahora abruma. El
lenguaje de las conversaciones sobre fútbol ha cambiado notablemente en los
últimos años y ahora las charlas de café incluyen porcentajes de pases bien
ejecutados, posesión y distancia recorrida por los jugadores. Pareciera como si la
finalidad principal del juego –convertir más goles que el adversario– hubiese
cambiado. Personajes como Arsène Wenger de Arsenal y Pep Guardiola, cuya
obsesión con la posesión primero en Barcelona y luego en Bayern Munich ha
cumplido un rol importante en poner de moda las estadísticas, encarnan la
imagen de los entrenadores de fútbol de hoy, que utilizan toda esta abundancia
de datos a su disposición para darle algún tipo de ventaja a su equipo.
Con toda esta información a mano, ¿no sería mejor prepararse con tanta como
nos resulte posible? ¿Es verdad que cuanto mayor es la información, mejor es el
rendimiento? La respuesta depende del individuo.
No hace tanto tiempo trabajé con tres golfistas profesionales, personas muy
diferentes entre sí y de distintas edades. Sus capacidades para asimilar
información y reaccionar productivamente variaban mucho. El jugador A
necesitaba muy poca información para jugar bien –lo que algunas personas
prefieren llamar “natural”, en vez de fruto de su ambiente–, pero su capacidad
para absorber información utilizable era limitada y demasiada información tenía
un alarmante impacto negativo en su rendimiento bajo presión. El jugador B
podía asimilar más información, pero él también debía cuidarse de no sufrir de
“parálisis por análisis”, particularmente con su swing. El jugador C conocía más
en profundidad su técnica y podía utilizar más información, pero esto no
significaba necesariamente que rindiera mejor que los otros dos.
No hay una forma indiscutiblemente “mejor” de usar las estadísticas. Para rendir
bien, algunas personas necesitan más detalles, otras prefieren simpleza y otras
algo intermedio. Por lo general, con los jugadores de élite muy talentosos,
cuanto menos explícito sea el aprendizaje (menos datos e intervenciones), más
efectivo tiende a ser. En otras palabras, tener menos información pero más
relevante.
Incluso los jugadores como el C, que pueden absorber y utilizar mucha
información, tienen un límite para la cantidad que pueden usar con eficiencia. A
este jugador en particular se le ofreció la oportunidad de contar con un
sofisticado análisis de video durante la preparación para un torneo importante.
Por su deseo de conocer y mejorar, aceptó enseguida el ofrecimiento. Pero
cuando recibió el análisis, más allá de que el operador identificó una o dos áreas
que podían ayudarlo en su swing, el jugador –que tenía una idea muy clara de
cómo sería su swing ideal– observó algunas áreas más que podía cambiar. Así
fue como en la semana del torneo tenía tantas cosas en la cabeza que en las
primeras dos rondas jugó muy por debajo de su capacidad y quedó eliminado.
Fue un claro caso de parálisis por exceso de análisis.
Si volvemos al ejemplo de Chris y su aprendizaje del golpe bajo, vemos que
recibió solo dos piezas de información, mientras que el resto de los presentes
disponía de todo el arsenal de referencia. En el momento de mejorar su tiro,
necesitó solo un elemento en la devolución –la altura– para saber que lo había
logrado.
El golf es un ejemplo de deporte donde, gracias a la tecnología, se puede obtener
un enorme caudal de información sobre una acción aparentemente tan simple
como la de golpear una pelota con un palo. Existe a disposición una gran
cantidad de sistemas de análisis increíblemente sofisticados que pueden producir
enorme cantidad de datos, pero esta información no sirve para nada si no se la
maneja bien. Yo uso el ya mencionado radar TrackMan, que produce abundantes
datos técnicos, todos los cuales tienen su lugar y su momento –pero ese lugar y
ese momento no son, por cierto, los pensamientos conscientes del jugador
cuando golpea la pelota.
La clave reside en proporcionar información relevante para la tarea que tenemos
a mano. El TrackMan puede ajustarse para que provea solo determinada
información, específica para la práctica que se ejecuta, de modo que el jugador
se puede concentrar en esa parte del proceso sin distracciones. En este sentido,
es similar a colocar la red tres metros delante del pateador de rugby o
estabilizadores en la bicicleta del niño: al suprimir el resultado, no puede
interferir con los pensamientos.
Yo, mis yoes y yo
Este equilibrio entre lo implícito y lo explicito que resulta tan vital para el
desempeño bajo presión puede compararse con lo que plantea Timothy Gallwey
en The Inner Game of Tennis, donde describe las dos partes de nuestro
pensamiento: nuestros dos “yoes”. Los describe así:
Observo que el yo 1 –el que verbaliza y produce pensamientos– es un mal jefe
cuando se trata de controlar el sistema muscular del cuerpo. Cuando el yo 2 –el
cuerpo mismo– puede tener el control, la calidad del rendimiento, el nivel de
disfrute y el ritmo de aprendizaje, todos mejoran.
Si regresamos al trajín en la cancha de squash del principio del capítulo, con los
pensamientos destructivos y críticos desencadenados, te preguntaste: ¿Cómo
puedo sacarme de encima este enjambre de pensamientos y emociones negativas
para jugar como sé?
La clave consiste en encontrar algo simple pero al mismo tiempo cautivador
como para mantener ocupado al yo 1, de manera que el yo 2 pueda hacerse
cargo. Para la cancha de squash, sugiero el “pica, pega” de Gallwey, que implica
que te dices a ti mismo “pica” en el preciso momento en que la pelota rebota en
el suelo y luego te dices “pega” cuando golpeas la pelota con la raqueta. Con
estos pensamientos conscientes simples y exactos, la atención debería fijarse en
observar la pelota y ajustar el ritmo, para que la mente inconsciente se haga
cargo de la técnica implicada en golpear la pelota.
No abras la carpeta
En cualquier tarea que intentas la técnica es importante, pero no debería ocupar
tus pensamientos conscientes cuando te desempeñas bajo presión. Los
pensamientos sobre la técnica son necesarios cuando aprendes y practicas pero
no cuando la ejecutas de verdad. A la mitad de tu partido de squash no es
momento ni lugar para ponerte a pensar en la posición del codo o cómo sostienes
la raqueta.
Una manera de hacer esto es comparar la mente con una computadora.
Imaginemos que el ordenador es la conciencia y dentro de él tenemos carpetas
que corresponden a lo inconsciente con documentos titulados “grip”, “posturas”
y otros por el estilo, todos con elementos de la técnica que utiliza. Para un juego
como el squash, una carpeta puede llamarse “Sensación” –cómo se siente un
golpe perfecto–, seguida de instrucciones clave para el proceso. En este caso,
podríamos usar el “pica, pega” de Gallwey.
Cuando te desempeñas bajo presión, las cosas deberían ser de la siguiente
manera: la carpeta está a la vista en el escritorio, etiquetada correctamente con
tus pensamientos conscientes –“Sensación” o “Pica, pega”– y contiene todos los
documentos necesarios para tu desempeño. Tu preparación ya está hecha y serás
evaluado en todos los contenidos de la carpeta.
Sin embargo, bajo las circunstancias de un partido, deberíamos pensar en la
carpeta como una caja de Pandora: no debemos abrirla. Hacerlo sería algo así
como editar un informe luego de que ya lo hayas entregado como completo, o
cambiar tu discurso de ventas en la mitad de una presentación. En la cancha de
squash, con las cosas saliendo mal y la mente desbocada, abres documentos
como “grip” y “postura” y comienzas a repasarlos, pero tus pensamientos
negativos y críticos inundan la pantalla como pop-ups indeseados. Todo esto
inhibe tu desempeño –vuelve lento el procesador– y te distrae de la tarea que
tienes por delante. Si abres demasiados documentos al mismo tiempo, el sistema
puede detenerse por completo. Te habrás “atascado” (choked).
Bloqueo del sistema
Las expresiones “atascado”, “congelarse”, “colgarse”, “tildarse”, “frizarse” y
otras por el estilo han ingresado en el uso cotidiano. Todas describen más o
menos lo mismo: una incapacidad para desempeñarse en un momento crucial de
una competencia debido a la ansiedad.
Los ejemplos más célebres en el mundo de los deportes tienden a involucrar a
algún profesional de élite con la victoria al alcance de su mano en el mayor de
los escenarios y que de repente pierde su capacidad para ejecutar destrezas que
hasta ese entonces utilizaba sin inconvenientes.
Pensemos en Greg Norman, el Gran Tiburón Blanco, que llevaba una ventaja de
seis golpes en la ronda final del Masters de Augusta en 1996 pero terminó
perdiendo con Nick Faldo. Pensemos en Jimmy “Whirlwind” White, uno de los
mejores jugadores de snooker de todos los tiempos, seis veces finalista del
campeonato mundial pero nunca campeón mundial, cuya derrota de 1994 se
produjo tras fallar un tiro sencillo en la última y decisiva ronda. Pensemos en
Jana Novotna, que en el lapso de diez minutos pasó de estar a punto de ser la
campeona de Wimbledon en 1993 a perder la final con Steffi Graf. Pensemos no
tal vez en los futbolistas de Inglaterra pateando penales –ya nos referiremos a
ellos– sino en el italiano Roberto Baggio, uno de los mejores futbolistas de todos
los tiempos y goleador regular tanto para su club como para su país, enviando su
penal decisivo por encima del travesaño en la definición de la final de la Copa
del Mundo de 1994, luego de haber llevado casi él solo a su equipo hasta ese
lugar.
De todos estos deportistas, con mayor o menor injusticia, se llegó a comentar
que carecían de la necesaria “fortaleza mental” para ganar los premios más
elevados en sus disciplinas. Pero no solo le ocurre a aquellos etiquetados como
mentalmente frágiles. ¿Pueden pensar en un deportista psicológicamente más
concentrado que John McEnroe? Sin embargo él tampoco fue inmune a
atascarse, como lo demuestra la final del Abierto de Francia de 1984 contra Ivan
Lendl: McEnroe, que se mantuvo invicto durante todo ese año, luego de uno de
sus célebres berrinches, esta vez contra un cameraman ruidoso, dejó escapar una
ventaja de dos sets y Lendl pudo remontar hasta quedarse con el título.
No me gusta el término “atascarse” cuando hace referencia a esta presunta
fragilidad. Tiene connotaciones negativas, como si se tratara de cobardía.
Muchos deportistas excelentes, heroicos, han sido injustamente etiquetados
como débiles bajo presión, por lo general por quienes ni siquiera pueden
empezar a entender la clase de estrés que involucra desempeñarse en el nivel
más alto de un deporte. Como señala el golfista Tom Watson: “Muchos de los
que nunca se atascaron jamás estuvieron en posición de hacerlo”. Y en realidad,
no se trata de fragilidad mental sino más bien de una falta de disciplina mental, o
de la imposibilidad de organizar los pensamientos cuando la presión se hace
sentir.
Este atascamiento ocurre cuando la ansiedad de la situación provoca que un
jugador se vuelva consciente y desmonte cosas que hasta entonces eran
automáticas –una habilidad motriz bien practicada, como un swing de golf o una
técnica de patada–. Los pensamientos inconscientes comienzan a entrometerse, a
agolparse en la mente consciente, por lo que yo prefiero pensar en ese
atascamiento no como una incapacidad súbita en un momento crucial, sino como
una sobrecarga de información que bloquea el sistema sensorial, a semejanza de
la computadora que mencionamos antes. Prefiero, entonces, reemplazar
expresiones como “atascamiento” por “bloqueo del sistema”.
Una vez que empiezas a juguetear con cosas que eran automáticas en la memoria
de los procedimientos con el propósito de recuperar tu juego, te encontrarás en
un verdadero berenjenal, pues tendrás que lidiar no solo con todas las cosas que
se hacen presentes en la mente consciente en los momentos de presión, sino
también con las cosas que sueles ejecutar sin pensarlas –las acciones
inconscientes que has realizado implícitamente mil veces–, y de un momento
para el otro dejas de ejecutar automáticamente tus destrezas.
Los bloqueos del sistema no afectan solo a los deportistas de élite. Una persona
con mucha experiencia en hablar en público ante sus pares en la oficina podría
terminar farfullando ante una audiencia de miles en una conferencia
internacional. Un niño que sobresale en educación física en la escuela puede
quedarse congelado cuando tiene que actuar por primera vez en público ante la
vista de padres y compañeros.
En su raíz, el bloqueo del sistema proviene del temor al fracaso. Y en ninguna
situación se manifiesta más que cuando alguien que no es favorito alcanza una
posición potencialmente ganadora. Después de haber ejecutado con eficiencia
sus habilidades a lo largo de todo un partido o torneo, de repente se encuentra en
un lugar donde nunca había estado antes y para el que no se ha preparado. Y una
vez que aparece la expectativa de que puede o incluso debe ganar, el temor al
fracaso asoma tras el horizonte y lo lleva a preocuparse por lo que debería ser
automático –el swing de Greg Norman, el tiro de Jimmy White, la técnica para
ejecutar penales de Roberto Baggio–.
En el próximo capítulo hablaremos más de los documentos guardados en la
carpeta de la computadora y la “reparación” que corresponde al inconsciente
cuando se ejecuta una destreza. Pero en cuanto a los pensamientos conscientes
que etiquetan la carpeta, ¿cómo sabemos qué “sensación” es la correcta? ¿De
qué manera podemos usar este pensamiento para que nos ayude a
desempeñarnos bajo presión?
Top Pocket
Una fría noche de invierno en Edimburgo, el salón de iglesia reciclado vibraba
con el sonido de judokas que caían sobre las colchonetas por la fuerza de una
toma adversaria. Luego de cada toma, el jugador responsable miraba hacia
donde estaba el head coach Billy Cusack –que estuvo a cargo del equipo de
entrenadores de judo de los Juegos Olímpicos 2008– y gritaban dos números que
parecían aleatorios.
“Menos uno y más un medio”, gritó uno. “Dos y menos uno”, el siguiente.
Euan Burton –medalla de oro en los juegos de la Commonwealth 2014– arrojó
sin esfuerzo a un contrincante por encima del hombro y, luego de pensar un
instante, gritó: “¡Cero, cero, doble top pocket!”.
Billy Cusack asintió, luego se volvió hacia Sarah Clark, campeona europea
2006, que acababa de despachar a su oponente a la colchoneta. “Cero, cero… me
parece”, dijo Sarah.
“¿Estás segura?”, preguntó Billy. “¿Cómo la sentiste?”.
“No sentí nada”, respondió Sarah. “Fue como si ella no pesara nada”.
“Entonces está bien”, sonrió Billy. “Cero, cero, gran toma”.
Un observador casual se preguntará por qué los atletas gritaban números
aparentemente al azar y quedaría más intrigado aún al descubrir a qué se referían
los números: los judokas estaban trabajando en cómo se sentía cada toma, y más
raro aún, le otorgaban puntuación a las suyas.
El sistema Top Pocket es, a semejanza del concepto C-J, una de las herramientas
que elaboré entre mis recursos de coaching y puede ser adaptada a muchas
disciplinas: la utilizo para patadas en el rugby, fútbol, cricket y golf, y también
en judo. En realidad, cualquier deporte que involucre golpe o contacto. E igual
que C a J, mientras que su raíz y aplicación pertenece al mundo deportivo, la
filosofía detrás de ella puede aplicarse a cualquier circunstancia de la vida.
En Top Pocket, el deportista atribuye a cada patada, lanzamiento o tiro un valor
numérico. La puntuación se basa por completo en cómo se siente la acción. En
fútbol no es tan blanco o negro, como que un buen tiro es fantástico y un mal
tiro, un desastre; un mal tiro puede tener varios grados. El valor numérico
describe el gasto de energía, por lo que cero representa un disparo o toma
perfecta, sin pérdida de energía, y un más o un menos describe la cantidad de
energía. Cuanto mayor sea el número, mayor el gasto de energía. El sistema es
una herramienta para la autosuperación: es imposible comparar a un deportista
con otros cuando se está midiendo algo tan subjetivo que solo la persona que lo
experimenta sabe cómo se siente.
Imagina que te pido que patees una pelota y luego me digas cómo estuvo.
“Bien”, respondes, “aunque no tanto”. Luego te pido que vuelvas a patear y me
dices que sentiste que este disparo estuvo mejor. Entonces te pido que me
expliques cuál es la diferencia con el anterior: ¿la empujaste un poco (tal vez
envolviendo la pelota con el pie y enviándola cruzada) o la cortaste (le pegaste
sobre el lado izquierdo de la pelota y le enviase hacia la derecha)? Si fue lo
primero podemos decir que envolviste la energía, por lo que el valor aumenta. Si
fue lo segundo, cuando la pelota sale hacia la derecha pierde un poco de energía,
por lo que tendrá un valor negativo. Cero sería la sensación de un tiro recto y sin
esfuerzo. Lo importante es tu comparación, que a través de la sensación seas
cada vez más consciente de lo que haces. En algunas ocasiones y para algunas
destrezas –como la de un futbolista que envía un cruce combado–, una tenue
energía envolvente es una acción deliberada que le agrega giro, por lo que una
puntuación positiva es deseable.
En judo los practicantes armaron su propio mapa kinestésico sobre la base del
equilibrio y la aplicación de energía. Cuanto más fácil la llave, menor el número
gritado por el atleta. Billy Cusack estaba entusiasmado con el sistema. Me decía
que aunque lo usaban desde hacía poco, el impacto era notable ya que motivaba
al individuo a hacerse mucho más responsable de su técnica.
En esencia, este es el mayor beneficio de Top Pocket. Nos hace responsables del
desarrollo de nuestras propias técnicas, lo que nos alienta a entender más sobre
qué hacemos exactamente. Una vez que empezamos, queremos entender más –
cómo se sintió esa llave y qué podemos hacer para mejorarla– y luego alienta a
que nuestra mente, que tiende a lo negativo, vea lo positivo de perseverar sin
ninguna garantía de éxito. Y si somos capaces de hacer esto, estaremos más
dispuestos a ingresar en la zona desagradable (ver capítulo 3).
Como señala Euan Burton: “Hace que las sesiones sean mucho más exigentes en
el aspecto mental. En vez de hacer simplemente diez o veinte repeticiones de una
toma en particular, tienes que pensar cada una, ajustarla cuando no te da cero y
descubrir cómo hacer el ajuste –quizás acercándote más o manteniendo la
distancia para que el oponente pase por encima del hombro en vez de por la base
del cuello–. Es más difícil pero te hace pensar”. No estamos acostumbrados a
cuantificar lo que sentimos, a pesar de que el tacto es uno de nuestros cinco
sentidos. No estamos tan dispuestos a confiar en algo que no podemos
objetivamente ver u oír. Usar Top Pocket me permite conectarme con este
elemento en un lenguaje que tanto el deportista como yo podemos entender.
Como entrenador, para poder empatizar con el atleta debo trabajar a partir de su
mapa de la realidad, y como el deportista deberá hacer gran parte del trabajo
solo, resulta una herramienta muy útil para que pueda medir su trabajo y
comprometerse con él. En una competencia, las cosas no siempre salen de
acuerdo con el plan; una comprensión mejorada le brindará al atleta más chances
de saber exactamente qué sucedió y qué puede hacer al respecto. Esta es también
la gran herramienta para el aprendizaje implícito, ya que cuando te concentres
simplemente en cómo se siente el impacto, todo lo demás –la mecánica y los
aspectos técnicos que la rodean– queda relegado al inconsciente.
La crítica inevitable que el sistema ha recibido dice que el coach debe delegar la
evaluación en el atleta. “¿Cómo saben ellos realmente que es un menos uno?”,
pueden preguntar. Pero en realidad, requiere confiar en el deportista; para un
coach significa soltar un poco el control y hacer a un lado el ego. Tomar parte
más activa en el propio desarrollo puede resultar extraordinariamente
potenciador para cualquiera y la autoevaluación se usa en toda clase de
actividades fuera de lo deportivo, donde la presión también se hace sentir con
fuerza.
No resistas el sentimiento
Para quienes trabajan en salud mental –es decir, acompañando a personas que
padecen depresión, ansiedad y otros trastornos– la autoevaluación es una
herramienta poderosa para los pacientes. A fin de cuentas, esta parte de la salud
mental se construye sobre la base de cómo la persona se siente.
Cuando alguien es derivado por un médico a un especialista en salud mental, lo
es, en principio, tras un proceso que implica, entre otras cosas, una
autoevaluación, como preguntas sobre el estado de ánimo, si tiene tendencias o
pensamientos autodestructivos y otras consideraciones que darán una idea de la
seriedad del trastorno, si el paciente corre peligro, y cuál es el mejor curso de
acción para el tratamiento. Para los trastornos graves se utiliza medicación y
diversas formas de tratamiento, pero para casos donde no está en riesgo la vida,
como una depresión, el paciente puede visitar a su terapeuta una vez por semana.
Es aquí donde la autoevaluación se convierte en una herramienta vital, pues el
paciente suele responder un cuestionario cada vez. Por lo general, los
cuestionarios comprenden afirmaciones como “Me he sentido tenso, ansioso o
nervioso durante la última semana”, acompañadas de una escala ascendente de
respuestas que van del 1 (nunca) al 5 (siempre). Esta puntuación se utiliza para
evaluar la situación del paciente y medir su progreso. Alguien que siempre
marca 5 al comienzo del tratamiento y con el correr de las sesiones va señalando
un número menor, sin dudas irá mejorando.
De todos modos, la autoevaluación no se utiliza de manera aislada. Los
profesionales en salud mental también hablan con sus pacientes y hacen su
propia evaluación. Aunque existen evidencias de que las personas bajo
tratamiento suelen “exagerar” su bienestar para complacer a quienes las tratan,
las evaluaciones no dejan de ser una ayuda invalorable para que los pacientes
dediquen un momento a asignar un valor numérico, tangible a cómo se sienten
en varios aspectos de sus vidas. La depresión y la ansiedad clínica constituyen
trastornos bastante más serios que la habitual ansiedad previa a una presentación
o un evento deportivo y yo jamás compararía mi trabajo con el entorno difícil y
de mucha presión en que operan médicos, psicólogos y psiquiatras, pero si el
Sistema Nacional de Salud de Gran Bretaña puede ver los beneficios de utilizar
la autoevaluación de los sentimientos como herramienta, también nosotros
podemos usarla para diferentes aspectos de nuestra vida.
En el mundo de los negocios ya se utiliza, particularmente en la valoración del
personal: “¿Cómo sientes que fueron estos últimos seis meses?”. Algunas
empresas piden a sus empleados que califiquen su propio desempeño en una
escala de 1 a 10, de muy mala a excelente. La queja más común es que estos
números son reduccionistas, pero los beneficios de usarlos son que de alguna
manera la persona reflexiona sobre su desempeño y comunica cómo se siente
con él.
Cuando estamos bajo presión, nuestra mente puede sufrir el asalto de
pensamientos que no ayudan y, mientras la ansiedad nos carcome, nos resultará
difícil medir resultados con precisión. Con el juicio subjetivo a la deriva, a veces
sentimos que algo fue un desastre cuando en realidad estuvo muy bien. Es el
“efecto dentista” otra vez y unos pequeños ajustes –si se sienten significativos–
pueden hacer una gran diferencia.
De todos modos, vale la pena hacer un inventario de cómo te sientes cuando te
propones hacer algo bajo presión, tal vez solo puntuándolo de 1 a 10 y luego ver
cómo te va la próxima vez y la vez siguiente, para poder comparar y observar si
progresas. Quizás comenzaste un nuevo trabajo en un pub, detrás de la barra.
Tuviste varios turnos tranquilos pero nunca un viernes o un sábado, y ahora se te
asignó atender todos los viernes a la noche, cuando el pub está repleto. ¿Cómo
sientes que te fue la primera vez, cuando las órdenes volaban y luchabas por
recordar las bebidas y apenas podías oír algo porque el ruido era tanto y los
parroquianos bebidos no son demasiado coherentes? ¿Cuando tus pensamientos
conscientes estaban abrumados por “cómo hago ese trago” y “estoy para esto”?
¿Y cómo fue la segunda vez, y la tercera? ¿Cómo se sentiría un turno perfecto?
Lo cierto es que a medida que vamos mejorando, habilidades como servir una
pinta perfecta, manejar la caja registradora y esquivar a un cliente borracho van
quedando relegadas a nuestra memoria implícita y cuanto más aprendemos,
mediante los métodos que ofrecemos en este libro, a dispersar nuestros
pensamientos negativos y dubitativos, en mejores condiciones estaremos para
evaluar nuestro desempeño. Por este motivo es que confío en que los deportistas,
con sus largas horas de práctica deliberada, me sabrán decir cómo sienten un tiro
perfecto,1 de la misma manera en que el Servicio Nacional de Salud confía en
que sus pacientes le digan cómo se sienten. Después de todo, ¿quién tiene más
práctica en ser tú que tú mismo?
Nada que temer, ni siquiera el temor
Como lo demuestra nuestro intento de carrera con el carrito del supermercado,
cuando la mente tiene que absorber demasiada información explícita y el
equilibrio entre lo implícito y lo explícito se inclina demasiado hacia el lado
incorrecto, el desempeño decae. Sin embargo, cuando tenemos que tomar una
decisión o hacer frente a un desafío, muchos preferiríamos contar con la mayor
cantidad posible de información, pensando que nos protege de la posibilidad de
fallar. Si regresamos a un ejemplo anterior, cuando estamos retrasados y
perdidos en una ciudad que no conocemos, ¿servirá el mapa del smartphone con
sus tres diferentes rutas a pie y varias formas alternativas de transporte, cada una
con sus propias opciones (¿taxi o Uber?, ¿este tren o aquel otro?), para
ayudarnos a tomar una decisión más rápida o más efectiva que, digamos, tomar
un taxi a la pasada? Quizás, con un poco más de tiempo, podríamos elegir la
manera más efectiva de llegar, pero recuerda, se nos hace tarde, estamos bajo
presión. La decisión más efectiva es la que se toma rápido.
Ahora bien, esta es una pregunta que debería responderse rápido. ¿Cuál te parece
que sería más difícil dominar: skateboarding o jugar al golf? O, para decirlo de
otro modo, ¿qué es más complicado, golpear una pelota de golf o mantener el
equilibrio sobre una pieza de madera con rueditas mientras salimos disparados
sobre rampas y barras? Una forma de medir esto sería considerar cuántos
manuales y libros de instrucciones se han escrito en los últimos diez años sobre
cada una de estas dos actividades. No nos sorprenda que las publicaciones de
golf superan a las de skateboard. Es más, “superan” ni siquiera da una idea de la
enorme disparidad.
Si quisiéramos ser simplistas sobre la física, diremos que el golf es básicamente
un juego en el que se golpea una pelota con un palo y tras el impacto la pelota
sale disparada hacia un objetivo. Si fuésemos a escribir un libro sobre skateboard
de la misma manera en que se escribe un manual de golf, sería tan grueso como
una guía telefónica. Tendremos que hablar de distribución del peso, inercia,
fuerza centrífuga, fricción, rango y tipos de suspensión, ancho de las ruedas,
centro de gravedad, círculos de giro… Sería monstruoso. Sin embargo, hay
personas que aprenden skateboard y algunas son muy competentes, como nos
confirma una búsqueda rápida en YouTube o un paseo por un parque local.
Entonces, sin tantos volúmenes de información disponibles, ¿cómo es que lo
logran?
Al comienzo del capítulo anterior mencioné las lecciones de golf de mi amigo.
Dedicó varias sesiones a aprender sobre la teoría detrás del juego –bastante
aprendizaje explícito– pero todavía no había golpeado una pelota. Este abordaje
del golf no es infrecuente. En torno al juego hay una cultura de enseñar una gran
cantidad de conocimiento teórico, a menudo revestido de un lenguaje confuso,
por lo menos para el principiante, sobre caras abiertas y cerradas de los palos y
mucho acerca de qué cosas no hacer. Toda la empresa está impregnada de
fracaso potencial. Este modo de comprender el aprendizaje, con la expectativa
de absorber una gran cantidad de información explícita complicada hace que el
golf parezca difícil. ¿Qué tal si solo le pegamos a la pelota?
En el skateboard no hay fracaso. Sus practicantes celebran cuando se caen. No
necesitan una biblioteca con manuales de instrucciones ni lecciones caras con un
profesional, como tampoco entender la matemática y la ciencia detrás de la
velocidad de la tabla ni de su ángulo de salto, porque realizan su aprendizaje de
manera implícita. Prueban algo y, si no funciona, no corren en busca de un coach
o un manual, prueban de nuevo, haciendo los ajustes necesarios según qué cosa
haya ido mal y qué piensan que necesitan hacer de manera diferente hasta que
les sale bien. Trabajan por intermedio de la sensación. El feedback es inmediato
y visceral: si se caen, duele. No pasan horas diseccionando la posición del pie y
preguntándose si ese fue el problema. Se levantan e intentan de nuevo.
Es verdad que la mayoría de los practicantes de skateboard empiezan muy
jóvenes, así que tienen de su lado el abordaje infantil del aprendizaje que les
permite entrar con entusiasmo a la zona desagradable. Pero toda la cultura del
skateboard es un ejemplo de aprendizaje implícito. No puedes tener temor al
fracaso si no hay fracaso al que temer en primer lugar. Los skateboarders, con
sus jeans rajados en la rodilla, asumen sus caídas, celebran cuando les salió mal.
¿Te imaginarías a un golfista actuando del mismo modo?
“Estaba en el hoyo dieciocho, a unos ochenta metros. Tomé un pitching wedge,
el swing fue bastante bueno, pero debo haberlo apretado mucho, porque la pelota
se disparó más allá de la bandera y se metió derecho por la ventana del
clubhouse, más allá del green. Aparentemente la pelota rebotó en la barra,
rompió varias bebidas en el proceso y el barman se resbaló en el alcohol
derramado, chocó a la secretaria del club y ambos cayeron al suelo hechos un
nudo. Ya están hablando de prohibirme la entrada al curso, ¿pero saben qué es lo
que realmente me perturba? La pelota se detuvo sobre el escritorio del presidente
del club. Fue un gran lie –con la ventana abierta había solo unos 20 pasos hasta
el hoyo–, ¡pero no me dejaban tirar!” Suena algo retorcido.
El skateboarder aprende más rápido y con menos información que el golfista, a
pesar de que practicar skateboard es más complicado que jugar al golf. Lo hace
porque ha resignificado el fracaso como una simple cuestión de causa y efecto y
no ha sobrecargado su cerebro con demasiada información teórica explícita: su
aprendizaje es implícito. Una cultura –escuela, organización, equipo deportivo–
capaz de reencuadrar el fracaso como una faceta necesaria del desarrollo permite
que las personas crezcan con más libertad y usar el ensayo y error como medio
de progreso. El temor al fracaso puede reducir drásticamente el nivel de
desempeño potencial de una persona, incrementando su ansiedad y forzándola a
jugar sobre seguro cuando toma decisiones en vez de tener la confianza como
para probar algo nuevo –o algo de nuevo, si se falló antes.
El golfista cree que tener más información lo llevará a mejorar su desempeño, o
por lo menos a fallar menos, como diría un individuo motivado por la evitación.
Y esta actitud prevalece no solo en el golf. La llevamos al trabajo, donde
imaginamos que, en términos de información, la preparación nunca es suficiente;
cuando se nos hace tarde y estamos perdidos en una ciudad desconocida y
consultamos el smartphone; o cuando estamos preocupados por la salud y
decidimos buscar los síntomas en Google y armarnos de una enorme cantidad de
información preocupante.
Pero como lo demuestran los skateboarders, el abordaje implícito –probar algo,
fallar y volver a probar haciendo los ajustes necesarios– nos permite cosechar
muchísimos beneficios. Leer un manual sobre las complejidades del skateboard
o tomar lecciones teóricas nos parece absurdo, pero hacer lo mismo con el golf
nos parece normal. De todos modos, armarnos con toda la información del
mundo no nos protege del fracaso. El “fracaso” es una parte natural del proceso
de aprender o practicar una destreza y solo cuando lo aceptamos, en lugar de
tenerle miedo, podemos asumir riesgos y mejorar. Esta es la zona desagradable,
donde tienen lugar los grandes progresos.
La clave, entonces, consiste en desarrollar un equilibrio correcto entre lo
implícito y lo explícito. La información tiene su lugar, por supuesto, y la
cantidad apropiada de información relevante es un requisito para mejorar. Pero si
cargamos nuestra mente con demasiadas instrucciones explícitas, nos sentiremos
inhibidos al aprender y abrumados cuando llega el momento de rendir bajo
presión. El sistema entonces se fuerza y, a medida que la presión crece, puede
llegar a atascarse, con una mente consciente sobrecargada con demasiada
información.
Por lo tanto, cuando llega el momento de desempeñarnos bajo presión,
necesitamos tener la información relevante –nuestra sensación, nuestro “pica,
pega”, nuestro objetivo– para involucrar a la mente consciente y la amplia
expansión de nuestras habilidades implícitas y bien practicadas, almacenadas
bajo la superficie, para fortalecer el iceberg.
5. CONDUCTA
Mentalidad de gran evento
Hora de la cena en la casa de los Williams. La señora Williams despliega toda la
capacidad de organización de un controlador aéreo de Heathrow para dirigir a
sus tres niños durante la más caótica de las comidas. Jimmy, de doce años, acaba
de regresar de su entrenamiento de fútbol luego de la escuela y Gillian, de ocho,
está ansiosa por volver a sus dibujos animados, al tiempo que Tom, el bebé de la
familia con solo trece meses de edad, hace lo mejor que puede para llamar la
atención de su madre mientras agita temerario su cuchara llena de comida. En
esta etapa de su aprendizaje, mamá se contenta con cualquier cosa que le aterrice
por debajo de la nariz.
Jimmy y Gillian hablan al mismo tiempo, cada uno contando distintas cosas
acerca de su día, y mamá ejecuta el difícil truco de aparentar que le da a cada
uno su atención completa mientras acompaña el aprendizaje de Tom guiando
suavemente la cuchara hacia su boca cuando hace falta. Una magnífica
exhibición de intenso multitasking bajo presión. Cada vez que Tom le acierta a
su boca sin ayuda, ella pronuncia un entusiasta “¡muy bien!”, y el niño le
responde con emoción.
Si quisiéramos describirlo en lenguaje de management o coaching, Tom está en
un “programa de desarrollo de microhabilidades para el manejo del cubierto”.
Aquí es donde todo empieza, en la silla alta con el babero. Mamá provee el
refuerzo positivo y no deja lugar a dudas cada vez que el bebé lo hace bien. A
medida que pasa el tiempo, Tom se vuelve más competente, la comida
desparramada por su cara es cosa del pasado y progresa hacia un tenedor y una
cuchara. Ya es capaz de pinchar trozos de comida y trazar un camino directo a la
boca con mucha más frecuencia. Se está abriendo una senda en la jungla, un
camino por donde andar.
Tom no solo recibe instrucciones físicas deliberadas de su madre, también cuenta
con el aporte de quienes lo rodean, particularmente su hermano y su hermana,
cuyas habilidades de manejo de la comida ya están bastante avanzadas –con cada
bocado que recogen los alimentos desaparecen en su boca sin dejar rastro.
En esencia Tom recibe un entrenamiento en destreza manual, igual que un
dentista o cirujano que se capacitan para un procedimiento delicado. Como
resultado de la práctica deliberada y repetida y de su mejora del control, Tom
recibe trozos de carne y, con el tiempo, un cuchillo para cortarla él mismo. El
babero de plástico es reemplazado por uno común de tela y más adelante por una
simple servilleta. A su tiempo bajará de la silla alta y se sentará a la mesa junto a
los adultos y sus implementos –cuchara, tenedor y cuchillo– serán meros
instrumentos en manos de sus crecientes habilidades. La intervención de mamá
va disminuyendo; la expectativa de que será competente crece.
Trece años después, Tom se encuentra en un gran almuerzo familiar, con tíos,
tías, primos y abuelos en un restaurante adecuado y elegante. Todos los adultos
visten sus mejores ropas de domingo y los niños, algunos de ellos que ya se
consideran adultos, lucen inmaculados. La presión por comportarse
correctamente, mostrar excelentes modales en la mesa y hacer que la familia se
sienta orgullosa, se nota en el ambiente.
La primera parte transcurre sin sobresaltos entre la conversación amable y una
entrada con la que resulta sencillo lidiar, a pesar de que la ocasión amerita que
Tom sea un poco más consciente de sus modales trayendo a la conciencia
algunas de sus acciones implícitas, no conscientes. Llega el plato principal. Tom
pidió un bife –después de todo, ya es casi un hombre–. Mientras la conversación
fluye, con Jimmy entreteniendo a los abuelos con historias de su nuevo trabajo y
Gillian que busca atención con sus anécdotas de la vida universitaria, Tom
observa en su plato el grueso corte de carne rodeado por una mezcla de verduras.
Hasta tienen un cuchillo especial para esto, piensa. Y quizás esta no haya sido
una buena idea.
Armado con los instrumentos para la tarea, hunde el tenedor en el bife y
comienza a cortar, sin éxito. Entonces comienza a serruchar, pero cuando esto
tampoco es efectivo, empieza a aplicar más presión. El progreso todavía es lento,
por lo que Tom, atrapado en el momento y con su percepción de la ocasión, la
necesidad de comportarse bien estrechándose casi hasta la extinción, se levanta
de la silla para aplicar más fuerza y cambiar el ángulo del filo sobre el tozudo
bife.
Mientras la lucha sobre el plato se vuelve ríspida, quienes lo rodean continúan
hablando, ajenos al programa que se desarrolla. Y entonces, de repente…
¡Desastre! Tom resbala hacia adelante enviando la carne y el cuchillo a través de
la mesa, desparramando arvejas, zanahorias, brócoli, y volteando la botella de
vino tinto, que corre por la mesa y mancha el vestido prístino de mamá. En
medio de gritos ahogados y murmullos y una sonrisa burlona que empieza a
asomar en los labios de su hermano, la mamá lo mira y señala: “¡Esta no es
manera de comportarse en la mesa!”.
Mi pregunta es: ¿en qué momento la habilidad de Tom de usar un cuchillo y un
tenedor se convierten en un comportamiento adquirido? Comenzó como un
programa de aprendizaje de destrezas, pero en la mesa y bajo presión se volvió
mucho menos implícito y es justo reconocer que mamá lo explique como mala
conducta. Quizás la respuesta del coach hubiese sido: “Muy buen trabajo de grip
con el tenedor, pero ten cuidado con apretar demasiado el cuchillo, puedes
provocar un accidente”.
Una zambullida
Un chaparrón ligero trajo un poco de alivio al caluroso día en la Gold Coast de
Queensland, Australia. Tenía la jornada libre así que pensé que podría nadar con
los tiburones en Sea World. Lamentablemente otros cientos de personas
pensaron lo mismo y, tras ver la cola interminable, me dirigí hacia el espectáculo
de delfines.
Los delfines son muy impresionantes, nadaban a gran velocidad y luego saltaban
fuera del agua para hacer dos o tres giros antes de volver a zambullirse. Dos
delfines nadaban juntos como un par de esquís de agua orgánicos sobre los que
se paraba el entrenador. Buscaban una pelota, la mantenían en equilibrio sobre
sus narices y se la devolvían al entrenador que esperaba en un costado. Luego
aparecían otros dos delfines, cada uno con un entrenador sobre la cabeza, y los
catapultaban fuera del agua a unos cinco metros de altura, antes de que la
gravedad los devolviera al agua. El espectáculo fue increíble, pero me dejó
pensando: ¿cómo aprendieron los delfines estas habilidades? ¿Y cómo llegaron a
ser tan buenos? Le pregunté a la guardia de seguridad que ordenaba al público
que entraba al siguiente espectáculo si me podía quedar a verlo otra vez. Sin
demasiadas ganas, asintió. La segunda vez fue tan impresionante como la
primera, con todo el repertorio de saltos y giros, esquí acuático, buscar pelotas y
catapultar entrenadores por el aire, pero noté que no era exactamente igual. Los
delfines saltaban hasta alturas increíbles, pero no eran constantes: a veces
realizaban dos giros y a veces, tres. Parecía algo azaroso. Me sentía intrigado,
hasta que el espectáculo finalizó y tímidamente le pregunté a la guardia si podía
quedarme en el siguiente, me dedicó una mirada curiosa y me dijo que podía,
pero que sería el último espectáculo del día.
El tercer espectáculo fue igual de bueno y el público lo acompañaba con “oohs”
y “aahs” y aplausos cerrados, pero otra vez noté diferencias. A esta altura
necesitaba respuestas: si los delfines a veces actuaban en forma aleatoria, ¿qué
evita que simplemente salgan nadando y hagan lo suyo?
Cuando la guardia arribó para mostrarme la salida, le pregunté si podía conocer a
la persona a cargo de entrenar a los delfines. Su rostro decía: “¿qué le pasa a este
tipo?”, pero su boca pronunció: “veré qué puedo hacer, pero no le prometo
nada”. Se retiró y luego de unos minutos volvió con un hombre que me presentó
como Chris Macintyre.
Chris dirigía el entrenamiento de delfines y conocerlo tuvo un impacto muy
fuerte en mi filosofía del coaching. Me llevó a recorrer las instalaciones detrás
de escena y me presentó a los demás entrenadores, mientras me explicaba los
desafíos que enfrentaban para entrenar a los delfines. Para mi sorpresa –al menos
para alguien como yo, acostumbrado a imaginar los mamíferos amistosos de los
documentales sobre la vida silvestre– me informó que muchas veces se pelean
entre ellos. Algunos delfines tenían marcas de mordiscos provenientes de esas
confrontaciones. Pasamos un buen par de horas conversando sobre nuestras
respectivas profesiones y pronto encontramos similitudes en lo que hacíamos
para ganarnos la vida. Me hizo una oferta que no pude rechazar: ir a la mañana
siguiente a ver cómo trabajaban los entrenadores con los delfines.
Cada entrenador tenía asignados sus propios delfines para trabajar y los
entrenamientos se llevaban a cabo en los mismos estanques donde se realizaban
los espectáculos para el público. Las sesiones de entrenamiento terminaban
cuando los delfines recibían la señal de nadar a través de una puerta y dirigirse a
los rediles. Todo estaba muy bien organizado y fue muy enriquecedor observar
de primera mano tanta paciencia y consistencia.
A diferencia de enseñarle a un bebé a usar el tenedor, por ejemplo, esto era lo
máximo en entrenamiento de comportamiento. No puedes hacer que un delfín
imite tus acciones ni puedes manipular su cuerpo para que perciba el
movimiento correcto, como lo harías con la mano de Tom mientras se lleva una
cucharada de yogur a la boca. De hecho, cuando les daban una señal –que podía
ser un gesto con una mano o un sonido corto con un silbato–, los entrenadores
usaban la palabra “conducta” para describir la respuesta de los mamíferos, que
podía ser salir nadando y dar un par de saltos o recoger una pelota y traerla de
regreso. Si la conducta se correspondía con la señal, el entrenador recompensaba
al delfín para no dejar dudas, ya sea mediante el tono de voz, una caricia en la
cabeza o un pequeño pescado tomado de una bolsa de alimentos.
Si la conducta no es la correcta, entonces el entrenador “ignora” al delfín
adoptando una posición específica: se para erguido, manos en las caderas (para
dejar claro que no hay movimiento hacia la bolsa de comida), con un pie atrás y
otro adelante con la suela apenas asomando por el borde del estanque. Tras un
breve rato, el delfín, que espera una recompensa por su conducta, comienza a
agitarse, a emitir sonidos y a empujar el pie del entrenador. Este es un momento
crucial en el aprendizaje del delfín. El entrenador no se mueve y luego, tras un
lapso conveniente, vuelve a hacer la señal para ver cuál es la respuesta del delfín.
Si se equivoca, lo vuelve a ignorar. El proceso se repite con el mismo resultado
hasta que el delfín hace las cosas bien, en cuyo caso todo cambia: el entrenador
se anima y celebra con alboroto y, tal vez, le da un pescado de la bolsa.
En lo esencial, el entrenamiento de delfines implica absoluta coherencia,
increíble paciencia, aprendizaje en etapas (una cosa por vez), ignorar el fracaso,
disfrutar y una gran celebración cuando las cosas salen bien. Pero sobre todo,
requiere una gran disciplina por parte del entrenador. ¿Suena conocido? Las
semejanzas con la docencia, el coaching y el management y con prepararnos
para rendir bajo presión están ahí. Por este motivo, cuando Chris me mostró la
“biblia” del entrenamiento de animales, señaló específicamente las leyes del
aprendizaje de Karen Pryor, experta en comportamiento animal cuyo trabajo con
delfines en la década de 1960 fue pionero en la introducción de nuevos métodos
de refuerzo positivo. En la sección que sigue redacté una lista de las diez leyes
que ella propone, junto con mis comentarios acerca de cómo cada una de ellas es
ampliamente aplicable a nuestra propia especie bípeda.
Las diez leyes de Pryor
Eleva los criterios en cantidades pequeñas. Mediante aproximaciones sucesivas
preparas al animal para el éxito.
Esta es la base de la mentalidad “sin límites” que se concentra en producir
mejoras en los márgenes de los componentes de nuestro desempeño. El énfasis
recae en mejorar sobre la base de nuestra propia condición previa. A menudo
caemos en la trampa de querer basar nuestras mejoras en los niveles de
desempeño de otras personas –algo que no podemos controlar.
Entrena un criterio por vez. Mantén tus metas claras y recuerda el concepto de
blanco y negro. Cuando administramos a un delfín para que nos dé su cola para
extraerle una muestra de sangre los criterios son múltiples. El delfín debe
permitirnos tocar su cola, luego sostenerla; debe permanecer en calma, permitir
el contacto prolongado, aceptar la presión en la cola y, en algún momento,
aceptar la inserción de una aguja. Estos son solo algunos casos, cada uno con su
criterio. Debemos tener cuidado de no abrumar al animal con demasiadas cosas
al mismo tiempo.
Para ser más eficaces deberíamos basar nuestro coaching, docencia y
management en el nivel de desempeño del individuo y trabajar específicamente
sobre su margen. Esto requiere planificación y una exacta comprensión de
dónde está esa persona en ese momento preciso.
Varía el reforzamiento antes de pasar a la siguiente etapa. Aunque no
recomendamos a los entrenadores nóveles que utilicen un completo cronograma
variado de reforzamiento hasta que adquieran más experiencia, la regla es
importante. El reforzamiento puede variarse de muchas maneras, incluso
variando la magnitud, el tipo de reforzamiento o requerir una duración o
repetición mayor de la conducta entrenada.
Cuando alguien tiene éxito asegúrate de que no tenga dudas de que ha tenido
éxito. Pero trata de que tu recompensa concuerde con el desafío. Si era algo en
lo que se esperaba el éxito, con base en el nivel de dificultad y la experiencia y
habilidad que requería, aun debes reforzar ese éxito. En coaching y en la
enseñanza tendemos a dar por sentado que las personas saben cuándo se han
desempeñado bien. Si continuamos esta actitud corremos peligro de llamar la
atención solo sobre los errores e inadvertidamente estaremos reforzando las
partes del desempeño que queremos evitar.
Relaja los antiguos criterios cuando introduces uno nuevo. Cuando le presentas
algo nuevo a un animal, no es infrecuente que el animal falle en cumplir todos
los criterios que había aprendido antes. Al principio esto es aceptable.
Seamos conscientes de que aprender algo nuevo puede tener, al principio, un
impacto perjudicial sobre una habilidad que antes se dominaba. Si estamos
tratando de desarrollar un punto de impacto diferente en un swing de golf y
teníamos una buena postura antes de emprender el cambio, puede ocurrir que al
principio la postura sea peor debido a que la atención estará totalmente
absorbida por la nueva posición de impacto.
Planifica de antemano. Ten en mente un plan de entrenamiento sabiendo las
metas eventuales.
Es vital si queremos la máxima eficacia en la administración del aprendizaje.
Esto requiere un conocimiento profundo de la persona que entrenamos;
deberíamos tomarnos tiempo para preguntar y escuchar, en vez de ir directo a
las instrucciones.
No cambies de entrenador a mitad de camino. Si buscamos coherencia, no es
inteligente tener diferentes personas entrenando la misma conducta.
Considera la docencia dentro de un sistema de educación occidental. Al
principio, los niños suelen tener la misma docente para todas las materias. A
medida que crecen y adquieren más habilidades académicas, se introducen otras
docentes para diferentes materias. En un nivel superior, probablemente tengan
especialistas para cada área.
Si un plan no funciona, cambia el plan. El adiestramiento es un proceso
dinámico; por lo tanto, no tengas miedo de cambiar el plan si resulta necesario.
Quienes les dicen a las personas QUÉ hacer serán menos eficaces que quienes
administran el aprendizaje descubriendo CÓMO una persona puede hacer algo,
además de que esa persona que aprende puede sentirse confundida y frustrada y
abandonar. O, en un ambiente profesional, convertirse en “experta” en ocultar
la deficiencia.
No detengas una sesión gratuitamente. Mantente enfocado, no te distraigas y no
termines la sesión sin una buena razón.
Los entrenadores y docentes más efectivos siempre tienen una conciencia del
estado de la persona que aprende y está en su criterio (con base en la
experiencia y en la inteligencia emocional) saber cuándo y cómo dar por
terminada una sesión. Siempre tuve como marca saber cuáles quiero que sean
sus expectativas para la próxima sesión, y desde allí trabajo.
Vuelve atrás cuando la conducta se deteriora. Los animales pueden olvidar o
confundirse. Volver atrás unos pasos puede refrescarles la memoria y ponerlos
nuevamente en camino.
No debemos dar nada por supuesto respecto del aprendizaje anterior. A menudo
regresar unos pasos refuerza la comprensión y la habilidad, al mismo tiempo
que brilla una gran oportunidad para concentrarse en detalles específicos del
proceso para reforzar el logro.
Termina en un tono positivo. El entrenamiento debe ser un momento divertido.
No termines una sesión si el animal está frustrado; termina con un éxito.
Cuando estés terminando una sesión, finaliza con gran éxito. Cuando trabajo
con pateadores de rugby trato de terminar con un gran tiro con el que irse a
dormir –una patada con la que puedas soñar y visualizar para el próximo
partido–. Puedes hacer lo mismo en las reuniones: finaliza con algo positivo
para que todos tengan por lo menos la oportunidad de irse de la sala sintiéndose
bien, y tal vez extraigan esa energía al comienzo de la próxima reunión.
En lo fundamental, las leyes del aprendizaje de Pryor requieren que el coach o
entrenador sea coherente en sus respuestas al comportamiento de su sujeto –en
este caso un delfín–. La única acción que el entrenador puede iniciar es aceptar o
rechazar ese comportamiento, lo cual refuerza lo que queremos repetir y descarta
lo que no. En un nivel básico, cuando enseñamos o nos manejamos con personas
eso es exactamente lo que hacemos. Deberíamos enfatizar cuando las cosas salen
bien, no mal.
Tras mi jornada en Sea World, Chris me preguntó si me gustaría involucrarme
unos días y trabajar con uno de los delfines. Como ya he dicho, si voy a
dedicarme a enseñar, para mí es vital seguir aprendiendo cosas nuevas, así que
¿cómo podía negarme?
Hasta donde recuerdo, Gemma la delfín y yo nos llevamos bien. Chris me guió
por todo el repertorio de señales –no muy distinto de cuando una madre guía la
cuchara hacia la boca de su hijo– y Gemma respondió impecablemente. Buscaba
la pelota y la traía de regreso sobre la cabeza; nadaba rápido alrededor del
estanque, ejecutaba dos saltos con giros y regresaba; y mi preferido era cuando
yo daba un paso hacia atrás, levantaba la mano y la bajaba hasta el piso,
entonces ella saltaba del agua y se deslizaba sobre su panza hasta mis pies.
Lo interesante fue qué fácil me resultaba imaginar que desarrollaba una relación
con la delfín. Cuando le hablaba, buscaba una respuesta empática en sus
acciones, aunque fuera una sutil inclinación de la cabeza. Cuando trabajamos
con alguien, somos mucho más eficaces cuando sabemos que han entendido la
comunicación.
Me recordó la vez en que trabajé con el equipo de polo de Inglaterra. Luego de
mucha práctica sobre una pelota de ejercicios, los jugadores debían transferir esa
sensación a sus acciones sobre la montura. Mientras les hablaba a los seis
jugadores que tenía frente a mí, me di cuenta de que sentía algo del Dr. Dolittle,
pues en realidad me dirigía a doce pares de ojos y buscaba comprensión en
todos, incluyendo los de los caballos.
Trabajar con Gemma la delfín reforzó algunas de las ideas que ya he
mencionado, de forma más notable la del reforzamiento positivo. La serie de
libros The One Minute Manager del gurú del liderazgo Ken Blanchard sugiere
que para tener el mayor impacto sobre la capacidad de alguien para alcanzar
pleno potencial es necesario atraparlo haciendo algo bien, y la señora Williams
demostró con su aliento por Tom cada vez que embocaba la cuchara donde
debía, que el reforzamiento positivo alienta y produce la conducta correcta. Cada
vez que veo que un jugador comete un error en un entrenamiento y escucho que
su entrenador le grita palabras abusivas desde el costado, pienso en el modelo de
conducta que refuerza lo que quieres repetir e ignora lo que no quieres y me
pregunto cuáles son las chances de que ese jugador alcance su potencial.
Práctica de presión
Quienes entrenan delfines dirían que están “modelando” la conducta del animal,
mientras que el bebé Tom al comienzo del capítulo estaba sujeto a un régimen de
coaching tanto técnico como de conducta. Pero “conducta” tiene implicaciones
mucho más amplias que solo un modelo de entrenamiento y aprendizaje, y con
los años me interesé en cómo la preparación y adquisición de habilidades se
relacionan con las condiciones de ejecución. Para los deportistas, esto significa
el día del partido o del evento, ese entorno de presión intensa para el cual se
preparan, pero también es aplicable a todos: para Tom fue el gran almuerzo
familiar. Para otros puede ser desde una entrevista de trabajo a una competencia
de cocina local. He visto una gran desconexión entre la forma en que las
personas practican o se preparan para un evento y lo que necesitan hacer cuando
actúan en el evento mismo.
Si comparamos el comportamiento de alguien en una situación de partido
[cotejo] con cuántas veces intentan reproducir ese comportamiento cuando
practican, la desconexión es muy clara. Los delfines practican con el mismo
entrenador y en el mismo estanque donde harán la exhibición frente al público.
Hacen lo mismo cuando entrenan y cuando ejecutan lo entregado. Comparemos
esto con un jugador de snooker que practica un tiro específico una y otra vez.
Más tarde o más temprano le saldrá bien todas las veces. Pero un partido
comprende una serie de tiros individuales, todos distintos, a menudo con una
larga pausa entre ellos. Tienen una sola oportunidad para ejecutar cada tiro.
Es lo mismo para un pianista que se prepara para un concierto. Puede tocar la
pieza una y otra vez cuando practica, pero cuando llega el momento de la verdad
no tendrá una segunda oportunidad.
La práctica, se dice, hace la perfección, y es verdad que la repetición ayuda a
adquirir una habilidad específica. Pero tener esta habilidad importa poco si no
podemos ejecutarla cuando importa. La clave de una práctica efectiva, entonces,
es hacerla con propósito. La repetición, por supuesto, tiene su lugar, pero para
ser efectiva, la práctica también debería involucrar alguna forma de reproducir lo
mejor posible las condiciones de ejecución, o de partido.
Luego de lidiar con este desafío durante años, puede crear un sistema de
administración de práctica con propósito, que comprende tres elementos. Los
llamo reparar, entrenar y cotejar.2
Reparar
Vamos a adelantarnos veinte años desde aquel desastroso almuerzo de Tom para
encontrarnos con él a los treinta y tres. Ni la debacle del restaurante ni su
drástica lección de utilización de cubiertos parecen haber dejado secuelas
psicológicas duraderas, pues se ha convertido en algo así como un cocinero
amateur. Le gusta experimentar y probar nuevas ideas y su cocina con frecuencia
se parece a un sitio donde hubo una explosión, con recetas de YouTube en su
tablet y utensilios y alimentos por todas partes, a veces acompañados por un
fuerte olor a quemado. Se acaba de mudar con su novia Alice, con la que suele
organizar cenas para los amigos, en las que Tom disfruta de exhibir sus
habilidades culinarias. Los padres de Alice viven y trabajan en Dubai, Tom no
los conoce pero acaban de llegar de visita al país y, antes de que se enterara,
Alice los invitó a cenar a su nuevo departamento con Tom, naturalmente, como
el chef estrella encargado de producir una comida gourmet de tres platos.
El hecho de conocer a los suegros por primera vez significa, en sí mismo, una
presión. La importancia de causar una buena impresión combinada con la
presión de cocinar una comida como para una exhibición es algo a lo que muy
pocos daríamos la bienvenida. Tom está comprensiblemente ansioso, pero si
observamos su preparación para el evento, podremos distinguir en acción al
primero de los tres aspectos de mi sistema de administración de la práctica.
En aquellas ocasiones en que Tom tiene algún tiempo libre y decide probar una
receta o ver si puede mejorar algún aspecto de su técnica, lo que hace es reparar.
Tiene un video de Jamie Oliver, un libro de cocina con instrucciones explícitas y,
si hace un pastel, trabaja sobre sus habilidades de repostería. El resultado todavía
no es importante en esta etapa: no lo hace para nadie sino para sí mismo, no hay
invitados por quienes preocuparse y si se le quema el pastel o la masa sale mal,
simplemente lo corregirá e intentará de nuevo.
Reparar es, fundamentalmente, trabajar sobre la técnica. En el capítulo anterior
hablamos sobre la carpeta “sensación” y un procedimiento clave para ocupar los
pensamientos conscientes. Dijimos que no deberíamos abrir la carpeta técnica
cuando estamos bajo presión, ya que hacerlo producirá una sobrecarga de
información cuando menos la necesitamos. De todas maneras, en los períodos
que transcurren entre momentos donde tenemos que desempeñarnos bajo
presión, siempre es buena idea abrir la carpeta técnica y revisar sus contenidos,
para asegurarnos de que todos los documentos estén presentes y sean los
correctos. Sin duda que cada tanto los editarás aquí y allá, para reforzar los
contenidos de algunos y actualizar otros a la luz de las experiencias más
recientes, antes de guardarlos y cerrarlos hasta la próxima vez que utilices esa
carpeta.
Resulta vital mantener los documentos actualizados, de lo contrario tendremos
información inadecuada para la tarea que emprendemos. (Para aprovechar una
metáfora anterior, la base del iceberg comenzará a debilitarse y a ser menos
estable).
En el capítulo 3 nos referimos a evitar el resultado. Cuando alguien queda
demasiado fijo en el resultado, tiende a comprometer su dedicación al
aprendizaje de una técnica. Si al practicar, Tom estuviese preocupado por armar
la comida perfecta de tres platos, ¿estaría dándole el todo a los componentes
específicos?
Lo mejor para él sería practicar cada plato por separado y en forma individual,
con los libros de recetas a mano, como parte de su tarea de reparar, antes de
hacerlo todo junto y ocuparse del resultado final. Se comprende que remover el
resultado no es posible para Tom en este momento, ya que de todos modos
tendrá un plato terminado aun cuando practique uno por vez. Sin embargo,
debería por lo menos darse la libertad de fallar mientras mejora su técnica. El
soufflé puede quedarle aplastado y tendrá que comenzar de nuevo, pero este es el
momento de hacerlo, no en la gran ocasión.
Muchas veces reparar no guarda semejanza con la forma en que las técnicas
serán eventualmente utilizadas. Hemos mencionado a los jugadores de rugby que
patean contra una red, algo que obviamente nunca sucederá en un partido, y he
obtenido miradas extrañas de parte de algunos de mis colegas cuando hice que
Jonny Wilkinson trabajara en algún aspecto de su técnica pateando
deliberadamente por debajo del travesaño desde una distancia corta.
Lo mismo ocurre cuando trabajamos en la reparación en la vida diaria. Puedes
prepararte para dar un discurso frente a un espejo en tu casa, pero obviamente no
será lo mismo cuando estés en una situación real, de la misma manera que
cuando Tom invita a cenar a los amigos, no tiene videos de YouTube ni libros de
recetas por todas partes. Pero estos métodos son esenciales para aprender la
habilidad.
Entrenar
Una vez que Tom ha alcanzado cierto grado de competencia y puede hacer su
tarta u hornear su torta sin YouTube ni un libro de recetas, puede empezar a
producirlas como parte de su repertorio. Puede preparar la cena los días de
semana, después de alguna jornada dura en el trabajo, para él y Alice, para
repetir las técnicas en las que ha trabajado durante la reparación repitiendo
regularmente los mismos platos, sin invitados ni etiqueta por qué preocuparse,
lejos de un ambiente de presión, solo como parte de sus comidas en casa.
Entrenar es básicamente repetición. Si imaginamos que reparar es el punto de
inicio, en el que trabajamos en partes de la técnica, y cotejar es el desempeño en
el otro extremo del continuum, entrenar está en algún lugar en el medio. Ya no
estamos aprendiendo o trabajando una técnica sino repitiendo lo aprendido. En
este momento estamos más pendientes del resultado –luego de un día arduo en el
trabajo, sin dudas es importante que la cocina de Tom produzca algo
comestible–, y el coaching explícito tendrá menos relevancia. Unos pequeños
ajustes aquí o allá –mirando rápidamente la receta para estar seguro– o unos
breves consejos estarán bien, pero entrenar debería ser la repetición de algo que
ya hacemos de manera correcta y obtener el resultado deseado.
Cuando se trabaja con deportistas profesionales, lograr un buen entrenamiento
puede requerir un delicado equilibrio. Por la propia naturaleza de la repetición,
aun con el mayor de los compromisos por la práctica, el nivel de concentración
de la mayoría de las personas oscila cuando se repite continuamente el mismo
ejercicio. Es muy difícil mantener un nivel alto de concentración durante todas
las repeticiones.
Cuando está en modo entrenamiento, un jugador se preparará con toda
conciencia para su primer tiro; el comportamiento es casi como en el partido –
una oportunidad para hacerlo bien– por lo que amerita su atención plena. Luego
se ejecuta el segundo tiro con la experiencia recogida en el primer esfuerzo
apenas un rato antes. A pesar de nuestras buenas intenciones, para el cerebro
resulta natural comenzar a hacer conjeturas basadas en la experiencia anterior y
no prepararse con tanto esmero como cuando empezamos fríos. Ya para el tercer
tiro, la tentación aumenta porque la experiencia se ha duplicado. Si el primer tiro
viró un poco a la izquierda, harán los ajustes para traerlo a la derecha. Si
volvemos al tiro con el bollo de papel del comienzo del libro, ¿cuanta más
confianza tendrías para acertarle al cesto si tuvieses tres tiros en vez de uno?
Aunque la situación rara vez ocurre en condiciones de cotejo, la repetición es
importante. Solo mediante la repetición de una acción es que podemos tener la
esperanza de relegarla al inconsciente. Así que buscamos una solución
intermedia. Observo que rara vez los jugadores pueden mantener algo que se
parezca a la concentración por más de cinco o seis tiros. Tienden a ejecutar bien
varios tiros consecutivos y luego, sin ninguna razón aparente, fallan. Cuando les
pregunto por qué, por lo general admiten que no estaban plenamente
concentrados sino que daban cosas por sentadas sobre la base de los tiros
anteriores. Se habían vuelto complacientes.
Por eso recomiendo que el entrenamiento repetitivo se haga en series de cinco o
seis como máximo, con una pausa en el medio para reacomodarse antes de
comenzar el siguiente. El proceso de reiniciar cada serie mejora la profundidad
del aprendizaje pues da tiempo para registrar y reflexionar. Además, aproxima la
situación a la de un cotejo –un tiro, una oportunidad–. Alguien que practica una
pieza musical también puede usar este abordaje: unos pocos ensayos, una pausa,
y luego comenzar una nueva serie de ensayos como si fuese la primera vez. Lo
mismo si se ensaya para una obra de teatro local o, por qué no, para acertar un
bollo de papel en un cesto.
En vez de usarse solamente para recuperar el aliento, las pausas pueden usarse
para practicar otra actividad relevante: un golfista puede practicar algunos putts,
de modo que cuando vuelven al drive realmente deberán reiniciar; el futbolista
puede alternar penales con tiros libres a la distancia; el pianista podría trabajar
en su postura de mando frente a un espejo mientras no toca.
Este entrenamiento también comprende la idea de llevar las cuentas. Pido la
puntuación de Top Pocket y registro la precisión de cada uno de los intentos. ¿A
dónde fue la pelota? ¿El resultado se correspondió con la intención? No registrar
los resultados convierte la práctica deliberada en una práctica sin propósito. ¿De
qué otra manera podríamos celebrar el progreso? La pausa para anotar el
resultado también funciona como pausa entre intentos, de manera que la próxima
vez se siente más cercana a ser la primera.
Llevar registro del entrenamiento es esencial si queremos progresar hacia las
metas, ya sea perder peso, alcanzar mejor estado o desarrollar musculatura. Cabe
anotar todos los detalles: el aparato que usamos, el nivel de dificultad, la
cantidad de repeticiones o la distancia recorrida, el tiempo que nos llevó o
cualquier otra información pertinente. Solo si registramos esta información
podremos medir con precisión el progreso. Muchas personas llevan sus
smartphones al gimnasio para escuchar música, por lo que podrían aprovecharlos
para registrar en ellos la información, o bien podrían llevar una hoja de papel y
un lápiz.
Esto nos permite crear hechos. Digamos que hace dos semanas corrías cinco
kilómetros en la cinta y ahora puedes correr seis, es un hecho indiscutible que
ahora estás un kilómetro mejor. Si en las pesas puedes levantar cinco kilos más
que la semana pasada, es un hecho que ahora estás más fuerte. Registrar estas
cosas produce datos objetivos que muestran que progresas, por lo que será un
hecho que estás mejor.
Comprendo que en la agitada vida de hoy es difícil hallar el tiempo suficiente
como para ir al gimnasio dos o tres veces por semana, ni hablar de registrar toda
la información, que tal vez se sienta como “hacer la tarea”, pero es la mejor
manera de hacer un uso efectivo de nuestro valioso tiempo. Demasiadas
personas van al gimnasio y hacen las mismas series de cardio y pesas cada vez y
luego se preguntan por qué no están más cerca de sus metas. Nuestros cuerpos
son muy buenos para adaptarse a los esfuerzos que les proponemos con
regularidad y luego de la primera ola de beneficios de nuestro régimen de
ejercicios –estamos un poquito más en forma o más fuertes– el cuerpo
rápidamente se adapta y los efectos de esos mismos ejercicios ingresan en una
meseta, que no es suficiente para llevarnos al siguiente nivel.
Para mejorar necesitamos adoptar una mentalidad que no reconoce límites y
ampliar continuamente los márgenes de nuestro desempeño, lo que significa que
una vez que hemos cumplido una semana o dos con la misma rutina,
necesitamos incrementar las repeticiones o el peso o la distancia, velocidad o
nivel de dificultad con que trabajamos en el equipamiento. Guardar un registro
preciso de información nos permitirá ver nuestro crecimiento semana tras
semana y mes tras mes, mientras la rutina sin propósito se convierte en práctica
deliberada –un entrenamiento valioso que maximiza el uso del tiempo en el
gimnasio y contribuye a alcanzar las metas mucho más rápido–. Debo enfatizar
también que anotamos el progreso para celebrar, entusiasmarnos y sentirnos bien
con nosotros mismos. Después de todo, con la cantidad de presiones a las que
estamos sujetos en el trabajo y en la vida social y familiar, deberíamos tratar
nuestro tiempo con el respeto que merece. Eso significa que si pasas tiempo en
el gimnasio, deberías aprovecharlo al máximo, y disfrutarlo también.
Cotejar (match)
A esta altura Tom prepara regularmente los platos que aprendió durante su
período de reparar y perfeccionó a través del entrenamiento. Ahora, a medida
que se aproxima la fecha de su cena de tres platos con sus suegros, se va
aproximando a un comportamiento de cotejo preparando esos platos para las
cenas con sus amigos. En estas puede experimentar condiciones más cercanas a
las que puede esperar cuando sus suegros lo visiten: la comida tiene que tener un
buen nivel para complacer a los invitados, necesita mantener presentables la
cocina y el comedor y volverse ducho en mantener el correcto equilibrio entre
ser un buen chef y un buen anfitrión –multitasking bajo presión–. De todos
modos, esta no será exactamente la misma clase de presión que experimentará en
el gran día, ya que él se siente cómodo con los amigos y estos están mejor
predispuestos a perdonar deslices, pero es un avance en su entrenamiento, pues
podrían haber terminado él y Alice engullendo su comida delante del televisor
luego de una larga jornada de trabajo. En estas ocasiones, los otros factores
importantes que entrarán en juego –el aspecto social, ir limpiando y ordenando a
medida que avanza, la presión por producir la gran comida– entran nítidamente
en escena.
Todo esto es una práctica excelente y es precisamente la que se necesita para
afrontar el gran día, pero este aspecto final de la práctica conlleva un mayor
desafío. “Cotejar” es simplemente adoptar un comportamiento de cotejo o de
partido. ¿Pero cómo podremos reproducir las dificultades que alguien tendrá que
enfrentar ese día?
En el caso de Tom, pudo reproducir un comportamiento de cotejo invitando a
cenas antes del evento. Tal vez ni siquiera era consciente de lo que hacía, más
allá de su entusiasmo por probar y refinar el menú, pero los otros factores,
cocinar y hacer de anfitrión al mismo tiempo, terminarían siendo para él una
práctica muy valiosa. Cada deportista tiene sus propios desafíos que enfrentar y
preparar para un día de partido, pero la fuerza que guíe y oriente este tipo de
prácticas debería ser “un tiro, una oportunidad”. El golfista puede haberse
preparado con mucha dedicación a lo largo de la fase de reparar y luego entrenar,
¿pero tiene previstos otros factores que pueden afectar su comportamiento: un
clima cambiante, los diferentes horarios de salida? Un pateador de rugby sabe
que deberá patear la pelota durante todo el partido, pero en un cotejo caótico e
impredecible no tendrá idea del lugar de la cancha donde le tocará cada disparo.
En síntesis, ¿cómo nos preparamos para la intensidad del partido?
Tal vez el punto más simple para abordar primero sería: ¿qué es exactamente un
comportamiento de cotejo? Como resultado de muchos años de trabajo en el
deporte, elaboré una matriz de comportamiento de cotejo (tabla 4). Cualquiera
sea la actividad, puede trazarse sobre ella. Está bien, el contacto físico no es algo
por lo que Tom deba preocuparse en la cena con sus suegros –aunque debería
asegurarse de que el apretón de manos con el suegro esté bien y si es un beso en
una mejilla o en las dos a la madre–. De todos modos, cosas como la ansiedad, el
conocimiento de los aspectos controlables pueden marcarse en la matriz para ver
cómo se pueden reproducir mejor esas condiciones de cotejo en la práctica.
Si tomamos los deportes, digamos fútbol y golf, y los comparamos en la matriz,
podemos ver los diferentes comportamientos que necesitamos producir para la
actividad relevante. El golf sería más programado y el fútbol más intuitivo, con
poco tiempo para pensar. El golf, con sus largas pausas entre golpes, sería
intermitente, mientras que la constante carrera de un partido de fútbol sería más
continua. El golfista puede controlar más –ninguno puede controlar el clima,
pero el golfista puede tener un desempeño más controlable ya que todo depende
de sí mismo, mientras que el futbolista tendrá un rival incontrolable del que
ocuparse–. El golf se inclina naturalmente por lo individual –con todo respeto
por los caddies y coaches– mientras que el fútbol recae sobre el lado “equipo” de
la matriz.
Comparemos dos actividades que requieren mucho ensayo: actuar en una
producción de teatro local y dar un recital de piano. Los actores se inclinan hacia
el lado reactivo, pues necesitan ser capaces de responder al elemento humano, es
decir, los otros miembros del elenco; ambos se inclinarían hacia el lado
programado del espectro, el pianista un poco más, ya que una interpretación
perfecta no debería comprender ad libs espontáneos, mientras que el
conocimiento requerido sería similar: cada uno debería recordar sus parlamentos
y notas, aunque un actor, que debe reaccionar rápido, tendría más margen para el
error en este aspecto. Ambas actividades pueden inducir ansiedad: el miedo
escénico es un riesgo real, tal vez más para un pianista que se desempeña en
soledad; la actuación puede involucrar el contacto físico y el actor estaría más
cerca del elemento equipo de la matriz en tanto sea parte de un elenco, mientras
que el solista de piano estaría del lado individual.
Ambos, pianista y actores, tienen métodos probados de recrear un
comportamiento de cotejo: los ensayos. El actor sin dudas pasará mucho tiempo
solo aprendiendo sus textos (reparar) y tendrá varios ensayos leídos para
acostumbrarse a su lugar en el espacio y a sus pies en la escena (entrenamiento),
pero su práctica de comportamiento de cotejo será el ensayo general. De manera
similar, los miembros de una orquesta pueden practicar sus partes por separado
pero ensayarán juntos y tocarán la totalidad de la obra bajo la batuta de un
conductor antes de la primera presentación en público. Para el solista de piano
esto puede ser diferente, pero una buena práctica de cotejo sería ejecutar la
totalidad del repertorio en el mismo escenario donde dará su recital con público,
con una auténtica mentalidad de “un tiro, una oportunidad”.
Observa tu vida y busca cómo puedes aplicar esta matriz de comportamiento de
cotejo a tus propias situaciones de presión. Si tienes que hacer una presentación
frente a una audiencia numerosa, ¿en qué lugar de la matriz se colocan sus
diversos aspectos? ¿Cómo puedes usar esto para crear una práctica de cotejo
antes del gran evento? Si dentro de un par de meses irás a hacer ciclismo a una
región montañosa de Francia con un grupo de ciclistas que están uno o dos pasos
por encima de tu actual nivel de habilidad y estado físico, ¿cómo trazarías este
evento en la matriz? Tal vez tienes poco tiempo libre para practicar en la
bicicleta, entonces ¿cómo harías para que tu práctica realmente cuente, para
hacerla una práctica de cotejo?
Tu cotejo (match) perfecto
Tratar de reproducir el comportamiento de cotejo en la práctica puede ser un
asunto complicado, porque se requieren diversos comportamientos diferentes
durante la actividad. Tomemos, por ejemplo, una disciplina como el cricket, el
lanzador tiene sus seis bolas antes de convertirse en un jugador de campo
durante por lo menos las seis bolas siguientes. Desempeñarse como jugador de
campo requiere un tipo de comportamiento diferente (o mejor dicho, varios: un
jugador ubicado cerca del perímetro tendrá una actitud diferente a la del que se
ubica cerca del bateador; este último tendrá la autopreservación más arriba en su
lista de prioridades, como también necesitará reflejos más rápidos, mientras que
el mayor desafío del que se ubica en el perímetro será mantener la
concentración). En cuanto a los bateadores, el que recibe el lanzamiento tendrá
un conjunto diferente de prioridades respecto del que ocupa el otro extremo. El
guarda wickets también necesitará un comportamiento diferente, pues enfrentará
cada bola lanzada durante el inning. El bateador siguiente, que espera su turno
en el pabellón, debe estar siempre preparado para entrar.
Tom también enfrentará un desafío diversificado. Necesitará sus habilidades de
cocinero, por supuesto, pero también será necesario un conjunto diferente de
prioridades cuando se siente a la mesa a comer –conversación amable, mostrarse
como un compañero atento y solícito para Alice, modales de mesa y cosas por el
estilo–. Todos estos diferentes aspectos se beneficiarían con la práctica de
comportamiento de cotejo, en la que también será vital asumir la actitud
apropiada.
Cuando recién me involucraba con la Cricket Board me invitaron a observar una
sesión de entrenamiento. Fue fascinante ver las destrezas de los lanzadores y
bateadores mientras practicaban en las redes de interior. Al final de la sesión
todos los entrenadores se reunieron para repasar el día.
Cuando me pidieron mi opinión me sentí al principio un poco incómodo –
después de todo, por entonces yo era mayormente un entrenador de rugby–, así
que empecé elogiando las destrezas de los jugadores y la eficacia de las
prácticas… hasta que fue muy evidente que Kevin Shine y sus colegas Gordon
Lord, director de entrenamiento de élite, y Peter Moores, el entonces head coach
de Inglaterra, se daban cuenta de mi intención. “Vamos”, me dijeron, “es para
nuestro beneficio, ¿qué piensas realmente?”.
Les dije la verdad: no pude distinguir en qué momento comenzó la sesión. La
respuesta fue el silencio, así que continué diciendo que si el propósito de las
sesiones era reproducir la intensidad de un partido, donde los jugadores tienen
que estar listos para rendir ante lo que venga –un tiro, una oportunidad– yo no
llegaba a verlo. Los jugadores llegaron relajadamente a la sesión, los lanzadores
comenzaron a girar los brazos mientras hacían su calentamiento y los bateadores
mostraron una actitud similar mientras bateaban algunas bolas fáciles como para
afinar la vista antes de aumentar el ritmo.
Esta vez el silencio fue ensordecedor. Quería ser claro, no criticaba el
compromiso ni las destrezas de los jugadores y entrenadores, todos los cuales
merecen mi más alta consideración, pero esta difícilmente podía llamarse una
práctica de partido. Continúe: “Un partido internacional empieza con un ¡bang!,
el primer lanzador entra a la carga para dominar y destruir al primer bateador
adversario. Pero primera bola hay una sola, así que ¿cuándo tienen los jugadores
la oportunidad de ensayar un comportamiento de Test match?”.
Era muy diferente a los entrenamientos de rugby donde, en un deporte de
contacto y hostil, los jugadores llevan a cabo su calentamiento físico y mental en
otra parte, de modo que cuando cruzan la línea blanca del campo de
entrenamiento es intensidad del partido a pleno –aunque es verdad que la
mayoría de las veces los jugadores trabajan con escudos de choque acolchados o
máquinas para no lesionarse–. Sugerí que los jugadores de cricket también
podrían hacer su calentamiento y preparación en redes de práctica aparte antes
de entrar al entrenamiento en el que no habría contemplaciones: el lanzador
debía producir su mejor bola de inmediato, igual que en el Test match.
Luego de conversarla en profundidad, se adoptó la idea y hasta el día de hoy
todavía se usa en el entrenamiento del primer equipo. La separación de
precalentamiento y entrenamiento ayudó a producir una experiencia más realista
al poner a bateadores y lanzadores bajo presión.
Game, set y match
La práctica de cotejo es sin dudas la más difícil de integrar a la preparación. En
los deportes de contacto como el rugby, fútbol americano y fútbol australiano, se
debe buscar un equilibrio entre reproducir la intensidad de un escenario de cotejo
y evitar que los jugadores se lesionen. Mediante el uso de la matriz de
comportamiento de cotejo es posible identificar los aspectos del escenario de
partido que necesitas reproducir en la práctica. ¿Cuáles son los aspectos que
puedes identificar que te aportarán esa sensación de “un tiro, una oportunidad”
antes del gran evento?
Para el actor que mencionamos antes, las demandas de su matriz de
comportamiento de cotejo estaban bien cubiertas por las distintas etapas del
ensayo, que culminaban en el ensayo general donde se reproducían las
condiciones más cercanas posibles al comportamiento de cotejo. Para Tom, se
parecía más a los múltiples roles que un jugador de cricket asume durante un
partido, conjuntos de diferentes comportamientos requeridos en diferentes
momentos –y a veces todos al mismo tiempo: cocinar, recibir, mantenerse
presentable él y presentable su casa–. Se inclinó por lo programado e intuitivo,
continuo e intermitente, y la mejor forma de reproducir ese comportamiento fue
mediante una serie de cenas más informales. Esa fue su práctica de cotejo.
Si tienes una entrevista difícil para un trabajo potencial, acercar tu preparación al
cotejo podría comprender juegos de roles con algún colega, amigo o miembro de
la familia y luego pedirles que te pongan a prueba con preguntas delicadas. Si
tienes que pronunciar un discurso, ya sea en el trabajo o como parte de un
compromiso social, el hacerlo solamente con algunos apuntes frente a una
audiencia –aunque sea de una sola persona– es acercarlo al momento del cotejo.
Cuando se hace así, no resulta difícil sentirse un poco ridículo, pero es increíble
la diferencia que produce hacer algo aunque sea “un poquito” más cerca de la
situación real. Te sorprenderán las cosas que no habías notado antes y las
valiosas devoluciones que recibirás. No importa si te sientes incómodo al
hacerlo, te sentirás mucho peor el gran día si las cosas no salen como las
planeabas.
Mejorar el desempeño en cualquier cosa que hagamos conlleva una combinación
de los tres aspectos de la preparación: reparar, entrenar y cotejar. En la
reparación trabajamos sobre partes del proceso y en el entrenamiento repetimos
esas partes, para fijar las técnicas aprendidas y relegar partes de ellas al
inconsciente cuando sea necesario. Las tres partes de la preparación son
importantes, ninguna es buena sin la otra, así como realizar solamente la
reparación y el entrenamiento no nos proveerán de todo el espectro de
experiencia necesario para estar totalmente listos para el gran evento. El
verdadero desafío de todo nuestro trabajo en reparar y entrenar es ver si
podremos sostenerlo bajo la presión de las condiciones de cotejo,antes de
exponernos al evento en sí.
6. ENTORNO
Esperar lo inesperado
Eran las 0800 horas de un espléndido día de verano en el campo de
entrenamiento de los Royal Marines, en las afueras de Exeter. Los hombres en
uniformes de combate treparon a los camiones que los esperaban fuera de la
cantina de oficiales. Sin embargo, algo no encajaba. Se los veía sanos y en buen
estado, pero había de todas formas y tamaños: algunos medían alrededor de 1,90
m y lucían como un muro de piedras, mientras que otros eran más pequeños y
enjutos; había algo discordante en ese contraste.
Una vez arriba el contingente, los camiones emprendieron la marcha, primero
por la carretera principal que bordea las instalaciones hasta doblar por un camino
rural y más tarde una huella de tierra. Luego de algunos sinuosos kilómetros por
esa vía, los camiones se detuvieron junto a una cantera en desuso. Allí los
hombres se apearon en medio de bromas sobre la dureza de los asientos y cuánto
mejor era volar en business.
Se trataba del equipo de rugby de Inglaterra que se preparaba para la Copa del
Mundo de 1999, y nos encontrábamos bastante lejos de nuestro hotel de cinco
estrellas en Surrey. Los oficiales se dirigieron a nosotros para explicarnos que
estábamos por atravesar una serie de desafíos diseñados para poner a prueba
nuestro liderazgo, nuestra capacidad de trabajo en equipo y nuestra iniciativa en
entornos física y mentalmente exigentes. Un sargento mayor ladró nuestros
nombres y nos dividió en ocho grupos de siete u ocho hombres cada uno. Luego
cada grupo marchó a su propio sector de la cantera.
Mi grupo pasó la mañana inmerso en una serie de pruebas agotadoras. Primero,
debimos cargar cuatro morteros con sus municiones hasta la parte más alta de la
cantera, ensamblarlos y dejarlos listos para disparar. El equipamiento era muy
pesado y tuvimos que trabajar en equipo para coordinar la mejor manera de
llevarlo cuesta arriba. Luego nos tocó deslizarnos por unos cien metros de
cuerda tendida a quince metros por encima de los árboles, hasta aterrizar en un
claro con el corazón a los saltos y fantasías de héroe de película de acción, pero
enseguida nos enfrentamos a una pila de cubiertas de vehículo que debíamos
ordenar por tamaño y colocar en diferentes postes. ¿Cual era la dificultad? No se
nos permitía tocar el suelo, por lo que necesitábamos caminar sobre las cubiertas
mismas y luego pasarlas a mano hasta los postes.
Tras un arduo regreso por un sendero pedregoso hasta la cima de la cantera,
nuestra siguiente tarea consistía en descender por un barranco, uno por uno,
aferrados a una cuerda, en una caída de unos buenos cincuenta metros, según
mis cálculos. Mi turno llegó bastante rápido y, enganchado a una de las cuerdas,
me asomé por el borde de espaldas y con los pies separados… y lentamente me
dejé ir. Al principio vacilaba, pero pronto gané confianza y empecé a empujar la
pared de roca con los pies en veloz rápel hasta el fondo. ¡Qué adrenalina!
Cuando llegué al pie del barranco me esperaba un marine, que como un
mayordomo sostenía una bandeja cubierta por una tela. “Tiene diez segundos
para recordar estos objetos”, me dijo mientras retiraba la tela y empezaba a
contar. Con el corazón todavía desbocado y la adrenalina en las venas, hice lo
mejor que pude para absorber el contenido de la bandeja. El marine volvió a
cubrirla con la tela, me sujetó a otra cuerda y señaló barranco arriba. “¡Un, dos,
tres, YA!”, gritó.
Si pensaba que descender había sido emocionante, todavía no había visto nada.
A la señal del marine, tres de mis compañeros que estaban arriba tomaron la
misma cuerda que me sujetaba a mí y salieron corriendo cuesta abajo por un
sendero, con lo que me jalaron hacia arriba a buena velocidad. Subí
prácticamente rebotando por la pared del barranco. Arriba, otro marine me
alcanzó un anotador y un lápiz y me dijo, “Tiene veinte segundos para anotar
todo lo que vio en la bandeja allá abajo”. Sin presiones, entonces.
Así continuó la mañana, con más desafíos mientras la combinación de fatiga
mental y física y la presión de tomar decisiones rápidas en un entorno nada
familiar hacía sentir su peso. Cuando hicimos una pausa para almorzar, con
raciones y equipo militar común, la cantera se animó con el resplandor de las
cocinas Primus y el murmullo de las charlas en las que todos comparábamos
“anécdotas de guerra”. De pronto sonó un silbato y toda la atmósfera cambió.
“Tienen que despejar la cantera. Los helicópteros pasarán a recogerlos en un
terreno hacia el norte de aquí en diez minutos. Señores, los helicópteros no
esperan”. Un leve pánico se instaló en el grupo –¿para qué lado está el norte?–
mientras juntábamos nuestro almuerzo inconcluso y tumultuosamente nos
poníamos en marcha entre pastizales y arbustos. Unos helicópteros Sea King
rugieron sobre nuestras cabezas y los árboles se doblaron a su paso. Cuando por
fin llegamos al terreno, los helicópteros ya habían aterrizado y con las aspas aún
girando, estaban listos para partir. Corrimos agachados hacia ellos y los
abordamos. ¿Y ahora qué?
La respuesta era un destacamento de la Royal Navy, RNAS Yeovilton.
Aterrizamos, salimos en fila del helicóptero y nos metimos en un amplio hangar.
Cambiamos nuestra ropa de combate por un overol y tomamos asiento en una
especie de aula. “Ahora”, anunció el instructor, “vamos a explicarles cuál es el
procedimiento cuando un helicóptero cae al mar”.
Convencidos de que se trataba de una sesión teórica, después de la mañana que
habíamos tenido, el nivel de atención era, a lo sumo, cortés. El punto principal
que nos remarcaron es que cuando un helicóptero debe hacer un aterrizaje
forzoso en el mar, los que se ahogan son los que intentan salir demasiado pronto.
La presión del agua en el exterior es mucho mayor que la del bolsillo de aire del
interior del helicóptero, por lo que cuando se intenta forzar una ventanilla o
puerta, la presión del agua que irrumpe vuelve a arrastrar a las personas hacia el
interior de la cabina que se hunde. La forma de escapar requiere una increíble
autodisciplina frente a la peor presión de todas: el riesgo de muerte. Es necesario
aguardar en la cabina hasta que se llena de agua, voltear la cabeza hacia atrás y
tomar largas inhalaciones de aire, dejar que el nivel de agua suba, contar por lo
menos hasta treinta –¡sí, treinta!– y luego salir nadando a través de las aberturas
donde estaban las ventanillas.
Nos tomó por sorpresa enterarnos de que íbamos a practicarlo en un entorno lo
más cercano posible a la realidad. Nos llevaron a una enorme y profunda laguna
sobre la cual, suspendida de unos cables, había una cabina de helicóptero Lynx.
“Atención”, dijo el instructor. “Cuando el piloto grita ‘al agua’, busquen la
ventanilla más cercana y apoyen el brazo sobre el riel apuntando a esa ventanilla,
así, cuando estén bajo el agua, sabrán en qué dirección está”.
A los costados de la laguna había cuatro buzos completamente equipados que
además llevaban antorchas. Nos dividieron en grupos de seis y al mío le tocó
entrar primero a la cabina. Enseguida tomé nota mental de los rieles y de cuál era
la ventanilla más cercana. Una grúa elevó la cabina y los buzos saltaron al agua.
Mi corazón empezó a latir con fuerza ante la expectativa de lo que vendría.
Mientras colgábamos sobre la laguna, los muchachos del equipo que no sabían
nadar se pusieron extremadamente nerviosos. El instructor nos gritó una última
vez por el altavoz: “Recuerden agarrarse y aguantar. Esperen que el agua suba y
respiren hondo, cuenten hasta treinta, saquen primero el brazo por la ventanilla y
síganlo”.
“¡Al agua!”. La cabina cayó con un golpe seco sobre el agua. A todos se nos
escapó un involuntario grito entrecortado cuando comenzamos a hundirnos. El
agua entraba a la cabina y se elevaba. Cada uno estaba concentrado en su propia
supervivencia. Cuando el nivel del agua subió aún más, incliné mi cabeza hacia
atrás, tomé una última gran bocanada de aire y la retuve mientras el agua nos
tapaba la cabeza. Abrí los ojos y miré hacia la ventanilla por donde debíamos
pasar… 17, 18, 19… el impulso de escapar era casi abrumador, pero nos
mantuvimos… 26, 27, 28… el que estaba al lado mío todavía no se movía y de
repente me dio temor de que no pudiera contar hasta treinta… 31, 32, 33… pero
entonces giró y nadó por la ventanilla, yo lo seguí muy cerca. Cuando salimos a
la superficie los otros grupos nos recibieron con aplausos, pero más fuerte fue la
sensación de alivio por haber podido emerger.
Luego de que todos los demás grupos tuvieran su turno, se nos dijo que, en
realidad, cuando un helicóptero cae al agua por lo general da una vuelta de
campana debido al peso de la hélice en el techo. Todavía mojados y sacudidos
por la experiencia, nos tocaba ir de nuevo. Todos ocupamos los mismos asientos
en la cabina, porque por lo menos nos daban la confianza de saber dónde estaba
la ventanilla más cercana. Sin embargo, vino la orden: “¡Cambien de asiento!”.
Esta vez me tocó justo frente a la ventanilla y me sentía seguro de que por lo
menos sabría contar hasta treinta.
Golpeamos el agua, nos bamboleamos un par de segundos y nos dimos vuelta.
Quedamos, en efecto, sentados sobre el techo, cabeza abajo en el agua y
contando hasta treinta. Mi mano aferrada al riel cerca de la ventanilla era mi
única salida. Cuando llegó el momento, giré y me contorsioné un poco y logré
pasar, seguido por un par de compañeros de equipo. Esta vez cuando salimos a la
superficie los gritos de aliento fueron más intensos, habíamos tardado bastante
más. En uno de los otros grupos, un hombre rana tuvo que rescatar a un
compañero de dentro de la cabina.
Por último, empapados y conmovidos como estábamos, recibimos una última
sorpresa: “Muchas operaciones se hacen de noche. Es imperativo entonces que
estemos preparados para esas condiciones”. Ahora las antorchas de los buzos
empezaban a tener sentido. En la cabina volvimos a cambiar de asientos –quedé
separado de la ventanilla por uno– y las luces se apagaron. Mis ojos apenas se
empezaban a acostumbrar a la oscuridad cuando escuché la orden: “¡Prepárense!
¡Al agua!”. Y volvimos a caer.
¡Plaff! Una vez más la vuelta de campana y quedamos cabeza abajo en la
oscuridad tratando de contar hasta treinta. En esa oscuridad la desorientación era
increíble: ¿dónde es arriba? No tenía idea de donde estaba, pero seguía aferrado
al riel. De alguna manera me había retorcido durante la caída y el hombro
parecía que me iba a estallar. Seguía contando –28, 29, 30–; me las arreglé para
enderezarme y dirigirme a la ventanilla. A pesar de un par de sólidas patadas en
la cabeza que recibí del tipo que iba delante, logré llegar a la superficie. Las
luces se encendieron y también los gritos de aliento. Cuando salí de la laguna
estaba temblando. Esto no era lo que esperaba mientras desayunaba sentado en
la cantina de oficiales aquella mañana.
Expectativas trastocadas
Nuestro día con los marines no terminaba ahí. Subimos a los camiones
esperando volver para una taza de té y una noche descansada, pero en cambio
nos hicieron bajar en medio del campo a cinco millas de las barracas y nos
ordenaron encontrar el camino de regreso a pie sin dejarnos ver desde las rutas
principales. Ya empezaban las quejas: “¿Qué tiene que ver esto con el rugby?”.
Pero pronto nos dimos cuenta de que con la oscuridad ya sobre nosotros, la
prioridad debía ser regresar. Muchas personas se han perdido en Dartmoor y han
sufrido la intemperie.
Éramos un grupo de hombres exhaustos los que marchábamos de regreso al
campamento esa noche. La moral todavía era buena, con algunas bromas y
cánticos para sobrellevar la caminata, pero todos mostrábamos los signos de
quienes han visto frustradas sus expectativas demasiadas veces: el almuerzo sin
terminar cuando nos arrastraron a los helicópteros; una marcha de cinco millas
en vez de ir a casa luego de sentir que habíamos arriesgado la vida en el
simulador de caída de helicóptero.
Pero ese era, en definitiva, el propósito del ejercicio: un entrenamiento basado en
trastocar las expectativas. A pesar de las quejas del jugador, las expectativas
trastocadas tienen mucho que ver con el rugby –y con cualquier ambiente de
presión al que ingresamos–. Aunque podemos prepararnos al máximo de
nuestras posibilidades para anticipar el comportamiento que se requiere de
nosotros y podemos también prepararnos para el entorno que habremos de
enfrentar, siempre habrá cosas que no hemos previsto. ¿Cómo se supone,
entonces, que nos preparemos para ellas? Las fuerzas armadas son uno de los
mejores lugares donde buscar inspiración.
Toda la filosofía de entrenamiento de los Royal Marines se basa en las
expectativas trastocadas. Pueden disponer de la mejor inteligencia, pero en una
zona de combate nunca pueden estar seguros de con qué se enfrentarán. Si un
pelotón trepa una colina y lo que a la distancia veían como un pajar resulta ser
un tanque, los soldados tendrán que lidiar con él y tomar nuevas decisiones sobre
la base de un conjunto de expectativas enteramente diferentes, trastocadas.
Para poder tener esta capacidad de improvisación, es decir, de tomar decisiones
efectivas sobre la base de un entorno siempre cambiante e impredecible, los
soldados reciben constantemente un entrenamiento en condiciones similares,
impredecibles. Nuestro día con los marines nos dio un atisbo de ello: en ningún
momento supimos qué vendría después ni tuvimos tiempo de calcular cuál sería
la mejor manera de hacer frente al desafío que teníamos delante. Durante
algunas charlas a lo largo del día, los marines nos contaron historias de soldados
que eran despertados a las dos de la madrugada para realizar maniobras sorpresa,
a menudo en circunstancias que los ponían a prueba.
Tuve una reveladora conversación con uno de los hombres rana, miembro del
Special Boat Service (SBS) –el equivalente naval del SAS–. Me contó acerca del
“acelere” en que algunos entran al llevar a cabo una operación y la dificultad de
“bajar” después de una incursión. Lo que más me impresionó es que muchas
operaciones encubiertas quedan al borde de su ejecución pero son canceladas a
último momento –muchas más que las que efectivamente se ejecutan.
Pensemos un momento en esto: toda la preparación, mental y física, para entrar
en una zona de combate donde tendrás que tomar decisiones de vida o muerte en
algún lugar desconocido del mundo, la carga de adrenalina, mantener a raya el
temor, aceptar que tú puedes ser el que aprieta el gatillo… y luego recibir la
orden de cancelar en el último minuto. Debe ser difícil prepararse sabiendo que
tal vez ni siquiera tengas que llevar a cabo la misión, pero que cualquier fracción
de displicencia en tu preparación podría costarte la vida si la operación se
concreta.
Algo equivalente podría ser que la novia pase por todo el nerviosismo del día de
la boda, se vista con sus amigas y su madre, se dirija a la Iglesia, se detenga en la
puerta, baje del vehículo, respire hondo y comience a caminar hacia la puerta
con las damas de compañía llevándole la cola del vestido… solo para recibir un
llamado que le dice que la boda se cancela hoy. Que puede hacerse al día
siguiente, o el siguiente, y que necesita estar preparada.
El entrenamiento de los marines está orientado a prepararlos para esperar lo
inesperado, para producir en ellos una actitud de “cualquiera sea la operación, no
importa cuán inciertas sean las circunstancias, podemos sacarla adelante”. Esto
era lo que queríamos fomentar en los jugadores y el cuerpo técnico. Un partido
de rugby internacional comprende también un entorno hostil e impredecible.
Podemos estudiar a los rivales, ver videos de partidos anteriores y tener, en
términos de inteligencia, la mejor preparación para enfrentar a los rivales del
modo en que nos gustaría, pero nunca sabremos con exactitud qué sucederá en el
campo de juego.
Lo mismo sucede en la vida. La entrevista o examen que preparas es un entorno
hostil, en el que se te exigirá y pondrá a prueba para que produzcas lo mejor.
Puedes tener toda la información del mundo, pero no puedes saber exactamente
qué preguntas te harán. Supongamos que vamos conduciendo un automóvil por
primera vez en Roma. Puedes obtener toda la inteligencia que desees, desde por
cuál lado de la calle circular hasta cómo están diseñadas las señales; incluso
puedes hacer un viaje virtual mediante Street View, pero no puedes planificar
todo. No podrás planificar las acciones de otros conductores ni las de los
peatones. Y si al seguir tu GPS desembocas en lo que parece un atolladero sin
salida, con una larga fila de conductores irritados que hacen sonar sus bocinas,
de ti dependerá si eres capaz de adaptarte a las expectativas trastocadas o tienes
una rabieta detrás del volante bajo un tórrido sol romano.
Para nosotros el desafío consiste en buscar reproducir el enfoque que le dan los
marines a su preparación, para poder tomar decisiones efectivas bajo presión
cuando el entorno en que nos desempeñamos nos pone delante circunstancias
que no habíamos previsto –y que tampoco podríamos haber previsto–. Como los
marines, queríamos producir jugadores que pudiesen tomar con frialdad este
trastrocamiento de las expectativas.
No es solo en los marines donde se requiere estar permanentemente preparado y
ser capaces de afrontar expectativas trastocadas en forma controlada y efectiva
en un entorno que podría ser de caos y violencia. Es también un requisito para
las almas valientes y comprometidas que trabajan en servicios de emergencia –
policía, bomberos, médicos, enfermeras, paramédicos o choferes de ambulancia
que súbitamente deben atender un terrible accidente, un incidente violento o
incluso un ataque terrorista–. Una enfermera de emergencia puede estar tratando
una torcedura de tobillo y al minuto siguiente, una herida de bala.
Todos podemos intentar anticiparnos al trastocamiento como un ejercicio para
mantener a raya la autocomplacencia: si podemos imitar el constante estado de
disposición de los marines, podemos prepararnos mejor para los momentos y
desafíos imprevistos que la vida pone en nuestro camino. La vida misma es
impredecible y si bien podemos hacer lo mejor para estar preparados para
entornos de presión específicos, a veces las situaciones de presión pueden surgir
de la nada: un llamado telefónico desde un hospital, una convocatoria impensada
a la oficina del gerente, una carta inesperada de un acreedor. Podemos aprender
mucho de los marines y de los servicios de emergencia con su toma de
decisiones calmas, metódicas y racionales en momentos exigentes.
Al momento de hacer el campamento, nosotros, el equipo de entrenadores,
veníamos trabajando con la mayoría de los jugadores desde hacía dos años y
creíamos conocerlos bastante bien. Cuando luego les preguntamos a los marines
quiénes, de entre los jugadores, pensaban ellos que rendirían cuando se los
necesitara y quiénes no lo harían, los nombres que nos dieron, como lo probaron
los siguientes meses, fueron 100% acertados.
Al momento de su experiencia con los marines, algunos jugadores y los
entrenadores teníamos la sensación de que había integrantes del equipo que se
habían vuelto demasiado preciosistas, que se preocupaban demasiado por cosas
que no eran relevantes para ganar un partido internacional. Los detalles habían
empezado a dictar la estructura, en vez de ser un aspecto más del objetivo
principal. Luego de esa experiencia comenzamos a ver las cosas de manera
diferente, utilizando una pregunta simple y abarcadora: “¿Podría esto costarnos
el partido?”.
Aunque este campamento se realizó como parte de la preparación para la Copa
del Mundo de 1999, sentí que tuvo un impacto duradero en la cultura del equipo
y que contribuyó a ganar la competencia en 2003. Por entonces la organización
del equipo estaba mucho más orientada al rendimiento y una de las mayores
fortalezas del head coach Clive Woodward era su gran habilidad para manejar él
mismo el lado político de las cosas, para que el resto de los entrenadores nos
dedicásemos solamente a entrenar. La actitud dentro del grupo cambió de “¿qué
podemos hacer?” a “haremos todo lo que haga falta para mejorar”.
Lo que realmente deseábamos que los jugadores tomen de los marines era la
capacidad de lidiar con las sorpresas y desafíos que cualquier situación
impredecible puede presentar. Esta es en sí misma una destreza, la habilidad de
manejar efectivamente el entorno cuando no concuerda con las expectativas.
Estábamos desesperados por fomentar esa destreza en los jugadores, pues
habíamos aprendido una dura lección cuatro años antes, en la Copa del Mundo
de rugby de 1995.
El factor Jonah
Junio de 1995 en Sudáfrica. Acabábamos de vencer a Australia en un tenso
partido de cuartos de final de la Copa del Mundo. Ahora vendría Nueva Zelanda.
Por entonces el rugby union todavía era un deporte amateur, así que yo estaba
presente, pero no como parte del equipo oficial porque, como la mayoría de los
especialistas que acompañaban al equipo, se me consideraba profesional. En la
era amateur, el rol del head coach –en ese momento Jack Rowell– era “dirigir
por consenso” y secundar al capitán, que era el verdadero hombre “a cargo”.
Comenzamos la semana con dos días de descanso en Sun City para permitirles a
los jugadores un poco de tiempo de recuperación física y mental después del
esfuerzo ante Australia, así que volamos de Ciudad del Cabo a Johannesburgo,
luego fuimos por tierra hasta Sun City, regresamos para un par de sesiones de
entrenamiento cortas el miércoles y el jueves, antes de viajar nuevamente por
avión a Ciudad del Cabo el viernes para jugar el partido del sábado. (Todo esto
sería impensable hoy, con los estándares de profesionalismo y la preparación
detallada que prevalecen en la actualidad.)
Cuando llegó el viernes, nos dirigimos al Newlands Stadium de Ciudad del
Cabo, el escenario del partido, para el tradicional Captain’s run del equipo. Los
jugadores se dividieron en grupos y empezaron una serie de rutinas de pases que
demostraron su timing inmaculado –una rutina conocida como Auckland Grid,
adecuada por la nacionalidad de los adversarios–. Era increíble de ver –
recordaba los días de la formación de motociclistas de los Royal Signals o un
partido de exhibición de los Harlem Globetrotters– y la vibración que emanaba
de los jugadores era pura energía para guardar en botella. Pero algo no encajaba.
Recuerdo mirar a Jack y murmurarle: “esto es impresionante, pero ¿es realmente
relevante?”. Como respuesta Jack me mostró una sonrisa resignada y una
expresión que parecía decir “estoy de acuerdo contigo, pero esto es lo que les
gusta hacer”.
Luego de un rato los jugadores estaban tan impresionados con la calidad de su
trabajo que el capitán, Will Carling, avisó: “Ya estamos, Jack”. La mayoría del
equipo se alejó trotando del campo de juego. Yo me quedé con Rob Andrew
trabajando en sus patadas y luego también nos retiramos, justo cuando llegaba el
equipo neozelandés para su entrenamiento en el estadio. Me hubiese encantado
ser una mosca en la pared para ver su preparación.
Siempre me pregunté si habría una correlación entre el grado de pasión con que
los jugadores cantan su himno nacional y los resultados favorables en el partido.
Si la hubiera, Inglaterra habría ganado fácil ese día. En cambio, el que se hizo oír
esa tarde fue el wing de Nueva Zelanda Jonah Lomu, de tan solo 20 años de
edad –1,96 m de estatura y 120 kg de peso–, que destruyó a Inglaterra, por
momentos casi con una sola mano. Los jugadores ingleses, como conejos
paralizados frente a la luz, se encontraron jugando en un entorno que no se
parecía en nada a lo que conocían.
Hay veces en que un protagonista hace algo tan increíble que trasciende su
disciplina. Y las hazañas de Lomu en ese partido pertenecen a esta categoría.
Aunque no seas aficionado al rugby, si te pones a ver sus momentos destacados
en YouTube no le podrás quitar los ojos de encima. En su primer try, Lomu se
sacudió de encima dos tackles antes de pisotear, casi literalmente, al infortunado
Mike Catt. La carnicería recién empezaba: Lomu apoyaría cuatro tries en el
partido y Nueva Zelanda se alzaría con una cómoda victoria, 45-29, con el
partido prácticamente liquidado en el primer tiempo.
Luego el capitán inglés Will Carling tuvo que disculparse por sus declaraciones
tras el partido en las que calificó a Lomu como un “anormal” –aunque la
intención era más un elogio de sus habilidades que un comentario negativo–.
Para agregarle vergüenza, el wing de Inglaterra Tony Underwood participó en
una campaña publicitaria de Pizza Hut en la que aparecían deportistas que
habían fallado bajo presión: el futbolista Gareth Southgate –que falló un penal
crucial en la semifinal de la Euro 96 contra Alemania– y otros como Stuart
Pearce y Chris Waddle, que también habían fallado penales cruciales.
Durante el partido, los jugadores de Inglaterra parecían traumados. Un jugador
del tamaño de Lomu no debería correr tan rápido, ¿no es cierto? Además, no
debería jugar de wing –un puesto para jugadores rápidos y livianos–, ¿no es así?
¿Cómo se supone que deberían tacklearlo cuando sus piernas eran del tamaño de
una persona?
Pero veámoslo también de otro modo, no solo a través del prisma de la
incapacidad de Inglaterra para reaccionar ante sus expectativas trastocadas, sino
también de su incapacidad para prepararse plenamente para el entorno. Durante
toda la semana hubo en la sala un elefante de más de 100 kilos y veloz como un
rayo. Más allá de una mención durante una reunión de equipo, el neozelandés no
mereció ningún comentario. No hubo estrategia para contener a un jugador con
semejante talento ni práctica pensada para ayudar a tipos como el pobre Tony
Underwood a enfrentarlo –y por cierto él no era el único que necesitaba esta
práctica–. Underwood no pudo proponer nada que siquiera se asemejara al
entorno con que se las vería el día del partido.
Es verdad que Jonah Lomu era un fenómeno que estaba en lo más alto de su
potencia, ¿pero podría Inglaterra haber hecho algo diferente? Lomu no era un
secreto reservado. No cayó del cielo para devorarse a Inglaterra; ya había jugado
para el equipo de seven-a-side de Nueva Zelanda antes de la Copa del Mundo y
había sobresalido durante todo el torneo, especialmente contra Irlanda y luego,
en cuartos de final, contra Escocia, apoyando tries que dejaban a las claras su
potencia y velocidad. En pocas palabras, la inteligencia estaba, pero Inglaterra
decidió no tenerla en cuenta. En cambio, prefirió aferrarse al cliché de
“concentrarse en su propio juego en vez de preocuparse por el rival”. Si el
control lo hubiese tenido Jack Rowell en vez de los jugadores, ¿la situación
habría sido distinta? Yo pienso que sí.
Desde una perspectiva de entrenador, podríamos haber hecho que los jugadores
que tendrían a Lomu enfrente –Underwood y los backs– practiquen con los
jugadores de mayor tamaño del equipo corriendo hacia ellos. Las piernas de
Lomu eran de tal porte que el método tradicional de apuntar abajo en el tackle no
era efectivo: por su potencia simplemente se desprendía de los brazos de los
tackleadores. Pero estudiar sus partidos anteriores nos habría mostrado que
usaba siempre un “hand off”: estiraba el brazo que no portaba la pelota para
rechazar a un lado a los adversarios. ¿No habría sido válido, entonces, tomarle el
brazo –una táctica que después usó el comparativamente diminuto y liviano
australiano George Gregan– para frenar su carrera y así facilitar que otros
jugadores pudieran sumarse a voltear al gigante? Ese partido contra Inglaterra tal
vez haya sido el mejor partido de Lomu.
Tanto en la final que siguió después como el subsiguiente Tri Nations, Lomu no
tuvo el mismo impacto decisivo. ¿La razón? Otros equipos notaron sus fortalezas
y se prepararon para enfrentarlas. No había oportunidad de que sus expectativas
se trastocaran.
El caso es lo opuesto a los peligros de usar demasiada información que
describimos en el capítulo 4. Aquí, ignorar la información relevante se convirtió
en una receta para el desastre y en un error difícil de imaginar en los Royal
Marines. Los marines combinan la capacidad de responder a las expectativas
trastocadas, con una minuciosa preparación para su entorno de cotejo. Si
supieran de antemano que aquello que parece un pajar es en realidad un tanque,
¿esperarían a que comience a dispararles antes de actuar? ¿O utilizarían la
inteligencia para su ventaja?
Si observamos a otro, y quizás aún más famoso, Jonah (Jonás), el personaje que
aparece en la Biblia, vemos otra vez un ejemplo de un hombre que no se preparó
para el oponente que estaba por enfrentar: en su caso, Dios. Al Jonás bíblico se
lo tragó una ballena; para Inglaterra, la ballena fue el Jonah (Jonás) de Nueva
Zelanda: enorme, peligroso y escondido a simple vista porque no nos
preparamos como debíamos.
La entrevista
Emily es una joven periodista que va a tener una entrevista para su segundo
trabajo. Acumuló buena experiencia trabajando en una pequeña publicación
independiente antes de sentir que tocaba techo. Tiene talento y ambición y el
empleo que busca es en una revista de primera línea cuya directora tiene fama de
genia inconformista y, como suele ocurrir en estos casos, también de tirana.
Antes de la primera entrevista le aclararon que vería a dos editoras de sección de
la revista y que debía estar preparada –investigar la historia de la empresa y sus
publicaciones más recientes, los antecedentes de las personas que habrían de
entrevistarla, visualizar el entorno de entrevista y prepararse para cualquier bola
curva que le lanzaran–. Le fue bien y alcanzó su objetivo, una segunda
entrevista.
Ahora está sentada en el área de recepción, esperando a las mismas personas que
la entrevistaron la primera vez. Está nerviosa pero emocionada –con las
mariposas revoloteando– y se siente confiada. Para esta entrevista investigó un
poco más, revisó sus notas de la primera y se siente preparada. Se acercan las
editoras y la saludan, un poco exhaustas porque está próxima la fecha de cierre
del próximo número. Se dirigen a la misma sala que la vez anterior… solo para
descubrir que está ocupada.
“Disculpe, deberíamos haber reservado una sala; intentemos por aquí”, dice una
de ellas. Emily sonríe imperturbable. Caminan por un pasillo, intentan varias
salas más sin resultado y comienzan a preocuparse. “Eeem, disculpe…”,
comienza a decir su interlocutora cuando por el pasillo irrumpe la célebre
directora, pregunta cuál es el problema y, en un instante, lo soluciona..
“Hagámosla en mi oficina”, dice. “Me gustaría escucharlas”.
El entorno ahora ha cambiado, del formato tradicional de estar sentadas a ambos
lados de una mesa, como fue la primera entrevista, a un nuevo lugar con una
participante adicional. Emily es invitada a tomar asiento en un moderno sillón
bajo, tan bajo que queda prácticamente sobre el suelo; las editoras se sientan en
un sillón similar frente a ella y la directora, en su silla giratoria, varios
centímetros más alta, por lo que se cierne sobre toda la escena. Emily no puede
respaldarse en el sillón porque quedaría casi horizontal, pero sentarse erguida
tampoco es cómodo: sin respaldo y con su cola a pocos centímetros del piso,
parece una sentadilla.
Lo que muy pronto queda claro es que la directora no va a “escuchar”, sino que
dirige toda la escena. Comienza a bombardear a Emily con preguntas, muchas
iguales a las de la primera entrevista, pero como ella ya se las ha respondido a
las editoras, se siente cohibida y cambia las respuestas originales, que estaban
perfectas, para tranquilizarlas. La dinámica también ha cambiado en forma
marcada: en la primera entrevista tenía la atención plena de las dos editoras de
sección, que ahora parecen más preocupadas por complacer a la directora que
por entrevistarla a ella.
Emily trata de adaptarse. Desde su posición elevada la directora, una figura
imponente, parece crecer en estatura a cada instante, como si tomara
proporciones de cómic. Emily comienza a sentir que la entrevista se le escapa de
las manos. Pero luego empeora.
La directora comienza hablar de su propia historia en la publicación de revistas,
historias de lo que hizo hace diez o veinte años. Le pregunta a Emily su
opinión… y Emily la mira sin saber qué decir. No se había preparado para esto:
no había hecho una investigación sobre la directora. Tenía conocimientos del
rubro, mayormente información general que manejaba en sus revistas, pero nada
específico, nada como lo que le preguntan ahora. Emily comienza a sentirse
acalorada, incómoda y al borde del pánico, las cosas no van bien y lo único que
quiere es salir de allí con la poca dignidad que le queda. Finalmente recoge sus
cosas y se va. No obtiene el trabajo.
Emily, como la selección de rugby de Inglaterra, no estaba preparada para el
trastocamiento de expectativas que enfrentó. Se encontró con su propio Jonah
Lomu en la forma de una directora imponente y no pudo capear la situación.
¿Qué podría haber hecho diferente? Asistir a una entrevista, aun si sabes que
será con dos lugartenientes, sin hacer un poco de investigación sobre el jefe, es
lo que algunos llamarían un error de principiante. También podría haber
expresado que prefería cambiar de asiento. Esto requiere confianza y, al mismo
tiempo, la capacidad de reaccionar rápido ante expectativas trastocadas. Si los
marines no estuviesen cómodos con su posición en una zona de combate, harían
lo posible por cambiarla. También Emily permitió que la dinámica alterada entre
las tres personas que la entrevistaban la alterara a ella y la cohibiera, cuando
debería haber confiado en sus respuestas originales.
En situaciones de presión, cuando nuestra percepción se estrecha y la adrenalina
corre, siempre es mejor abordar la amenaza mayor y más inmediata del entorno.
En el caso de Emily, esa amenaza era la directora, y dado que ella sería la que en
última instancia decidiría sobre su contrato, Emily debería haberse concentrado
en impresionarla y no tener reparos en repetir información delante de las otras
dos subordinadas.
Tal vez sea demasiado duro criticar a Emily. Después de todo, ella es joven y
relativamente falta de experiencia, del mismo modo en que el equipo de rugby
de Inglaterra era amateur cuando enfrentó a su propio némesis. Lo que puede
hacer es aprender de la experiencia: en el futuro usar con mayor eficacia la
inteligencia que tiene a su disposición, estar preparada para esperar lo
inesperado. ¿Pero cómo puede hacerlo? ¿Cómo lo haríamos nosotros?
Entorno de cotejo (match)
Inspirado por el enfoque con que los marines abordan su preparación –revisar
continuamente sus procesos de entrenamiento y selección, usar inteligencia para
orientar sus preparaciones, y entrenar la disponibilidad y capacidad de
desempeñarse cuando el entorno no concuerda con sus expectativas–, elaboré
una matriz de entorno de cotejo en una línea similar a la matriz de
comportamiento de cotejo de la página 171.
Algunas de las entradas también figuran en la matriz de comportamiento de
cotejo. Por supuesto, hay coincidencias entre entorno y comportamiento, pues el
primero tiene un fuerte impacto sobre el segundo. Para decirlo de manera simple,
comportamiento es cómo alguien responde en un determinado entorno. Y ambos,
por cierto, coinciden cuando se trata de prepararse para un evento de presión.
Por este motivo, a menudo la mejor forma de prepararse para un
comportamiento de cotejo es recrear, con la mayor proximidad posible, el
entorno del cotejo
En algunos casos el entorno puede recrearse de manera casi literal. El Captain’s
run en el campo de juego el día antes del gran partido es una tradición sagrada en
el rugby. Es su preparación en el entorno del partido, para que los jugadores se
acostumbren al medio en que se desempeñarán. Y es un aspecto muy valioso de
la preparación: las orquestas tienen un ensayo general en el mismo entorno antes
del gran concierto y los actores también. Lo que no está presente, por supuesto,
es el público y la presión extra que suele imponer.
Qué haces en este entorno cuenta tanto como dónde lo haces. Las artes
escénicas tienen alguna ventaja en este sentido: los músicos pueden ejecutar sus
partes desde el principio hasta el final; los actores pueden interpretar sus
papeles como si la ocasión fuese real, con la mentalidad de “un tiro, una
oportunidad”. En comparación, un cotejo deportivo debe planearse más hacia
el lado dinámico, caótico e impredecible de la matriz. No hay guión ni partitura
que seguir, solo habilidades que perfeccionar. Pero una ajustada rutina de pases
como la Auckland Grid difícilmente sea una preparación relevante para detener
a un gigante lanzado en velocidad como Lomu.
También resulta vital contar con una oposición efectiva. Consideremos la mayor
operación pública llevada a cabo por las SAS: la toma de la embajada iraní en
1980, que terminó con las SAS irrumpiendo en la embajada, matando a cinco de
los seis terroristas y rescatando a 23 rehenes. Buena parte de la acción externa
fue transmitida en vivo por equipos de noticias de la TV. Mientras que los
deportistas saben que estarán actuando delante de un público, para las SAS fue
un factor único que debieron tener en cuenta.
Las SAS se prepararon, igual que una orquesta o los actores o un equipo
deportivo, tratando de recrear el entorno en que debían desempeñarse.
Estudiaron planos, consultaron a personas que conocían de primera mano el
edificio, obtuvieron detalles sobre las personas que estaban dentro y
construyeron una réplica del entorno donde practicaron rescatar rehenes de
habitaciones llenas de humo. La diferencia entre las SAS y la selección de rugby
fue que recrearon el entorno en que trabajarían incluyendo en él una oposición
hostil, mientras que el equipo de rugby, aunque lo hicieron en el escenario
mismo del partido, apenas tuvieron en cuenta las condiciones que enfrentarían
durante el cotejo. Y esa no fue la única diferencia. A pesar de la minuciosa
planificación, hubo cosas que no salieron bien durante la operación de las SAS –
un soldado rompió accidentalmente una ventana, lo que alertó a los terroristas;
se desató un fuego en el edificio–, pero aun así se impusieron, ya que estaban
mentalmente preparados para reaccionar en consecuencia. En este particular
entorno operativo, no se permitieron ser rehenes de su propio plan.
Si regresamos a Emily y su entrevista, ¿cómo podría ayudarla la matriz?
Podríamos decir que en circunstancias ordinarias, no sería irracional si esperara
sentirse por lo menos físicamente cómoda, pero como vimos, estaba en una
posición incómoda –prácticamente en cuclillas en un sillón bajo con la directora
cerniéndose sobre ella–, lo cual tuvo repercusiones mentales significativas.
Podemos esperar que una entrevista sea mentalmente exigente; puede ser una
experiencia estresante y la presión no será menor. Mientras la preparaban, la
actitud mental de Emily se inclinaría hacia el lado de la ansiedad en el espectro.
Pero son las últimas entradas de la matriz las que podrían haberla ayudado,
particularmente el “conocimiento de la situación del oponente”, donde también
falló el equipo de rugby. Emily podría haber averiguado sobre la directora en vez
de simplemente repasar sus notas originales y esperar que la segunda entrevista
sea semejante a la primera. Estar atenta y preparada es un prerrequisito para
cualquier experiencia de entrevista, puesto que puede convertirse en un evento
caótico: la persona entrevistada tiene muy poco control, si es que lo tiene, sobre
el guión y por lo tanto, como en un partido de rugby, no hay textos específicos
para ensayar. La entrevista es más bien reactiva, pero las personas entrevistadas
también pueden tener un papel proactivo si comienzan a realizar preguntas
demostrando interés por la empresa.
Emily tiene mucho que aprender de su experiencia y, a medida que su carrera
avance, cada entrevista que tenga conllevará una práctica de cotejo que más
tarde o más temprano resultará exitosa. Pero incluso si hubiese hecho una
investigación más efectiva, lejos de asaltar las oficinas de la revista en una
especie de misión de reconocimiento de las fuerzas especiales, difícilmente
hubiese estado preparada para cualquier eventualidad.
La matriz es eficaz en referencia a las condiciones que podemos planificar, pero
no podemos predecir cada aspecto de cada entorno. A veces incluso el plan más
perfecto puede derrumbarse ante algo inesperado, pero estar preparado para esta
clase de trastocamiento es una habilidad en sí misma, una que por lo general solo
proviene de la experiencia. En pocas palabras, la única forma de acostumbrarse a
las expectativas trastocadas es pasar por muchos trastocamientos. La buena
noticia –quizás no tan buena– es que la vida nos proveerá bastantes
oportunidades de obtener esta experiencia.
Importar conocimiento
Hasta aquí hemos hablado de prepararnos para el entorno en el que habremos de
desempeñarnos bajo presión, pero una cosa que debería haber quedado clara en
este capítulo –y en los aspectos del Principio de la Presión hasta aquí tratados–
es que en nuestros esfuerzos por rendir mejor bajo presión podemos aprender
mucho mediante la observación de los entornos en que otras personas se
desempeñan. Hablamos de cómo las fuerzas armadas enfocan los entornos de
presión y antes vimos ejemplos que abarcaban desde skateboarders hasta
entrenadores de delfines, como también mis propias especialidades deportivas.
Esperamos que hayas podido trasladar todo esto a tu propio entorno de cotejo.
Del mismo modo en que tratamos la preparación para expectativas trastocadas
como una habilidad que se aprende, también deberíamos aprender del
conocimiento y las técnicas que otras personas usan en sus entornos –es decir,
“importar” conocimiento de otros campos.
Henry Ford alcanzó celebridad por fabricar el “automóvil para la multitud”,
gracias en gran medida a la línea de montaje móvil de la que fue pionero. Pero
Ford se inspiró en otro entorno –las líneas de producción de los frigoríficos de
Chicago–, y la historia está repleta de industrias que toman ideas de otras.
Muchas compañías lo hacen hoy, importando regularmente personal de
diferentes áreas para que les den una visión desde afuera. A veces funciona, a
veces no.
Esto no quiere decir que debamos tomar las “grandes” ideas de una industria
para aplicarlas en nuestra vida; más bien me refiero a observar a los amigos,
familia y colegas y tener una mente lo suficientemente abierta como para ver si
podemos “importar” algún conocimiento de los entornos de presión en los que se
desempeñan. ¿Tienes algún amigo que deba trabajar con plazos, o que equilibre
carrera y paternidad, o que tenga dos trabajos y además encuentre tiempo cada
mañana para acomodar una hora de bicicleta? ¿Cómo manejan sus
compromisos? Si miras a tu alrededor y mantienes la mente abierta, sin dudas
hay mucho que aprender de quienes te rodean.
Quizás encuentres un pequeño consejo o te enteres de alguna técnica. “Nada de
pantallas una hora antes de ir a dormir”, dice tu amigo sobre desconectarse a la
noche. Y quizás hacer lo mismo te facilite un sueño más reparador que te
permita estar mejor cuando enfrentas tus propias presiones.
Muchas veces miro deportes distintos de los que entreno para mejorar mi
conocimiento y ver si puedo ofrecerles a mis clientes una ventaja. Cierta vez
entrené a un joven wing de Northampton (rugby union) que tenía problemas para
atrapar la pelota cuando los rivales la pateaban alto hacia su posición. Yo había
estado un tiempo en Australia estudiando el entrenamiento del fútbol australiano,
así que convoqué al muchacho y a sus compañeros backs para mostrarles un
video de atrapadas increíbles en ese juego.
La reacción inmediata de los jugadores fue de incredulidad al ver cómo los
australianos se lanzaban en busca de una pelota alta apoyando la canilla en el
hombro de otro jugador. De todos modos, era como hacerles ver una
compilación de “goles del mes” del fútbol y que terminen creyendo que todos
los goles deben ser una obra de arte. Así que luego les mostré un video de
algunas sesiones de práctica, con todas las pelotas que se les caían y los saltos
fallidos mientras los jugadores trabajaban en su fase de reparación. Una vez que
comprendieron que no era necesario que les saliera perfecto la primera vez,
estuvieron más dispuestos a intentarlo.
Un miembro del equipo de entrenadores se colocó un gran escudo de
gomaespuma en la espalda, como un caparazón de tortuga, y los jugadores
saltaban y se balanceaban por una fracción de segundo con la rodilla apoyada en
el escudo para atrapar la pelota. Los resultados fueron, inevitablemente, muy
graciosos al principio. Los jugadores se caían, calculaban mal los saltos y a
veces le erraban por completo a la pelota –un buen trabajo de reparar–, y nadie
se reía más que los jugadores mismos. De repente, dentro de ese cómico caos,
uno de los jugadores logra bien el salto y tiene una atrapada perfecta; y pasado el
gran aplauso, poco a poco los otros pudieron hacerlo también. Fue el comienzo
de un proceso: cuando llegó la Copa del Mundo de 2003, gracias a su
compromiso por mejorar continuamente, este wing de Northampton se había
convertido en uno de los mejores receptores de pelotas altas del rugby.
Con el apoyo del head coach Clive Woodward, pude introducir un proceso del
fútbol australiano para ayudar a convertir una debilidad en una fortaleza. Es
sensato mantener siempre una mente abierta y explorar en otros entornos qué
podemos aprender nosotros para ayudarnos a crecer.
Entorno amigable
Lo que hizo todo esto posible fue el entorno más general, más allá del entorno
específico de cotejo. Trabajamos en una cultura donde, bajo la dirección de
Woodward, todo lo que pudiéramos introducir para mejorar el rendimiento en el
campo de juego era bienvenido. Era una cultura que, a diferencia de muchas
organizaciones atrapadas en el círculo vicioso de repetir sin cuestionamientos lo
que siempre hicieron, alentaba el cambio y nuevas formas de hacer las cosas. No
teníamos miedo de fallar, si algo no funcionaba con los jugadores simplemente
probábamos otra cosa. Como demostraba su buen humor cuando rebotaban en
los escudos de gomaespuma mientras intentaban y fallaban e intentaban de
nuevo, los jugadores se sentían libres para abordar su aprendizaje con espíritu de
niños.
También redactamos un conjunto de “reglas de compañerismo” que se referían a
cosas como qué tipo de trato preferiría alguien cuando le digan si va a ser
seleccionado para el equipo o no, cómo deberían reaccionar cuando se les
informe –particularmente en cuanto al comportamiento hacia sus competidores
para el puesto– y otras reglas de cortesía común, como responder a los mensajes
de texto o correos electrónicos dentro de las veinticuatro horas.
La selección es un área donde el entorno es particularmente importante y hay
multitud de historias de futbolistas que se enteran de que se han quedado fuera
de la lista por un mensaje de texto o de técnicos que descubren en las redes
sociales que han sido despedidos antes de recibir siquiera un llamado telefónico.
Cualquier persona que haya trabajado en una empresa que decide reducir
personal sabe de qué se trata. Enterarse de su destino nunca es placentero, pero
puede hacerse en un estilo sensible y considerado en un entorno correcto.
Tal vez tengas la suerte de trabajar en una cultura donde se alienta la iniciativa
de importar nuevas ideas. O tienes la suerte de tener un entorno hogareño que te
permite abordar las presiones crecientes. Como hemos visto antes, el aprendizaje
es más efectivo en un entorno de estímulo y aliento, de celebración del éxito sin
miedo o estigma vinculado a la idea de fracaso. Este apoyo moral resulta vital si
queremos producir lo mejor en un entorno de partido y es algo que la mayoría de
nosotros tratamos instintivamente de brindarles a nuestros hijos para que ellos
puedan dar lo mejor de sí y enfrentar con eficacia la presión cuando se
conviertan en adultos.
Resulta útil hacer esta distinción porque rodeando un evento existen varios
entornos diferentes que a menudo necesitamos navegar para producir lo mejor.
Los marines tienen su entorno de práctica y su entorno de combate, como
también los tenía el equipo de rugby. Incluso Emily podría tener su entorno de
práctica, ya sea revisando sus notas, repasando la entrevista en su cabeza o
haciendo un poco de juego de roles para prepararse para el entorno de cotejo que
es la entrevista en sí misma.
Para mayor eficacia, los entornos de práctica deberían imitar el cotejo de la
manera más cercana posible. Para lograr algo así, los marines usaron inteligencia
y preparación para un trastocamiento de las expectativas, pero tanto Emily como
la selección de rugby de Inglaterra de 1995 no utilizaron con sabiduría la
inteligencia de la que disponían. No estaban preparadas para el caso de que sus
expectativas se trastocaran y sufrieron por ello.
7. APAGÓN SENSORIAL
Volar tu avión
Un cálido día de la primavera de 2006 crucé caminando la pista de Yeovilton.
Condiciones perfectas, pensé mientras trepaba por la escalerilla hasta la cabina
del caza de combate Hawk. Un técnico me ajustó las correas, insertó los cables
de radio de mi casco en los correspondientes enchufes y, por último, conectó la
manguera de aire a la boquilla de mi derecha.
El piloto, Craig Complain, neocelandés, estaba sentado delante de mí. Lo único
que veía de él era la parte superior de su casco un poco más allá de mi panel de
instrumentos. En un momento levantó su mano con el dedo pulgar hacia arriba.
Cuando me preguntó por el intercomunicador: “¿Todo bien allá atrás?”, me
ajusté el micrófono y respondí: “Sip, todo bien”. Y los motores comenzaron a
silbar como una turbina gigante.
Había pasado los días previos como huésped en la Fleet Air Arm –la rama de la
Royal Navy responsable de su aviación–, donde usé simuladores de vuelo, subí a
un helicóptero Lynx y observé en un simulador un ejercicio de entrenamiento en
el que piloto y navegante debían investigar un pesquero sospechoso en el Mar
del Norte. El día anterior a mi vuelo pasé por una revisación médica y luego me
adjudicaron un traje de vuelo, casco, camiseta antiflama, calzas y guantes. Todo
listo para mi momento Top Gun.
Ahora, con los motores rugiendo y una sensación creciente de que ningún
simulador puede prepararte realmente para esto, comenzamos a carretear por la
pista. Craig volvió a hablarme de los controles. A pesar de que el día anterior
había repasado todo en el simulador, agradecí porque esta vez era real. Luego me
impactó con una sorpresa para la que el simulador no me había preparado: “A tu
derecha, junto a tu muslo, hay un botón con rayas amarillas y negras”.
“Sí, lo encontré”, respondí. El botón decía “eyectar”.
“Bien”, continuó Craig. “Hay una traba en una cadena justo debajo del botón.
Retírala y guárdala en el agujero que está al lado del botón. No volveré a usar la
palabra “eyectar” salvo que quiera que pulses el botón. ¿Entendido?”.
Entendí muy bien. El avión se sacudió suavemente e hizo una breve pausa,
entonces desde la torre de control nos avisaron que estábamos autorizados para
despegar. El silbido del motor aumentó, duplicando el ruido que había hecho
antes, y comenzamos a rodar por la pista, sintiendo el paso de las uniones del
concreto, hasta que hubo un súbito estallido de aceleración y el aire nos levantó.
Entonces… fjuuuuush.
Salimos disparados con una velocidad que nunca había sentido antes, mis puños
se cerraron, los nudillos se pusieron blancos. Parecía como si nos hubiesen
lanzado al cielo azul desde un cañón. Una vez que alcanzamos el nivel y Craig
comprobó que yo todavía respiraba, me dijo que iba a mostrarme algunas
maniobras.
La primera fue un rizo. Cuando ascendíamos podía sentir cómo mi traje anti-G
lentamente me comprimía las piernas, y cuando el giro se hizo más abrupto, la
compresión también se volvía más ajustada, subía por los muslos y me apretaba
el estómago. Parecía como si me estuviesen reacomodando las entrañas por
completo. Eso era 5G.
Craig dijo que me iba hacer una pequeña demostración de fuerza de gravedad
(yo pensaba que ya lo había hecho). Comenzó un viraje brusco y me pidió sacar
las manos de los controles y apoyarlas en los muslos, cosa que hice. Luego
viramos bruscamente una vez más y me dijo que vuelva a poner las manos en los
controles. Yo no podía creer lo que sentía: apenas era capaz de levantar mi brazo
del muslo –pesaba una tonelada. Al mismo tiempo, era como si el traje anti-G
me aplastara el estómago contra las costillas.
Cuando otra vez nos nivelamos me ofreció la oportunidad de mi vida: tomar los
controles. Acepté con entusiasmo ese irresistible cocktail de potencia, velocidad,
control y excitación. Era como manejar un karting ultrarrápido con el agregado
de las dimensiones arriba y abajo y se sacudía tanto como los autitos chocadores
del parque de diversiones. Era una emocionante experiencia de libertad, aunque
me cortaron las alas demasiado rápido, cuando Craig volvió a tomar el control.
Craig entonces descendió al nivel del mar, lo suficientemente bajo como para
evitar los radares. Viramos a tierra mientras constantemente ajustábamos la
altitud con la palma de la mano. Craig puso el Hawk de lado y ahí me di cuenta
de lo rápido que íbamos: arbustos, senderos y ovejas pasaban en un borrón que
apenas alcanzaba a registrar.
Cuando finalmente emprendimos el regreso, tuve tiempo de pensar en lo
sucedido. Craig casi no había parado de hablar durante todo el vuelo,
comentando lo que estábamos por hacer aun en medio de algunas de las
maniobras más acrobáticas. Pero eso no era lo que más me impresionó, sino su
tono directo y despojado. Estaba bajo las mismas presiones de la fuerza de
gravedad que yo, pero mientras que yo estaba convencido de que mis entrañas
habían caído en una coctelera, la voz de Craig parecía sugerir que manteníamos
una simple charla de café.
Cuando tocamos tierra y carreteábamos suavemente hacia la zona de
estacionamiento, a pedido de Craig volví a colocar con alivio la traba en el
eyector. Los técnicos de tierra me liberaron de mis varios cordones umbilicales a
la cabina y puse pie en tierra firme una vez más. Mis piernas apenas parecían
saber dónde quedaba el suelo, mis abdominales estaban fatigados como si
hubiese hecho mil ejercicios, me dolían los hombros y el estómago, de adentro
hacia afuera.
Apagarse
¿Cómo hacen personas como Craig, que comienzan igual que el resto de
nosotros, para llegar a ser capaces de desempeñarse bajo presión en un entorno
donde un error podría significar la muerte? La respuesta está en su capacidad
para retardar el impacto del apagón sensorial.
Cuando aumenta la presión a la que estamos sometidos es natural que nuestra
conciencia disminuya. Este cambio puede ser casi imperceptible al principio,
pero a medida que la presión aumenta, la visión periférica se reduce y también la
audición. Como resultado, también disminuyen los pensamientos. Cuando la
presión realmente se acumula, virtualmente nos apagamos y nuestra conciencia
se estrecha a una pequeña ventana. Esto es de gran ayuda cuando estamos ante
un peligro inminente y nuestro cuerpo necesita emplear todos sus recursos para
afrontar ese problema –correr por tu vida, salir de la trayectoria de ese vehículo
que viene–, pero nos inhibe cuando nos desempeñamos en las instancias en que
percibimos una amenaza.
Para los pilotos, el entrenamiento implica mucho trabajo en retardar el impacto
del apagón sensorial, para que puedan actuar con mayor eficiencia en sus
entornos de alto estrés. Como lo demostró Craig en la cabina, un piloto de
combate entrenado puede mantener, bajo presión, un nivel de conciencia más
alto que el de un civil. (No quiere decir que no disminuya hasta cierto punto,
pero no tanto como en tipos como yo.) Hay tres elementos clave que se
requieren para lograr algo así: conciencia del entorno; habilidad para tomar
decisiones, a menudo en una situación hostil e impredecible acompañada de un
trastocamiento de las expectativas; y las destrezas funcionales de volar y pilotear
el avión.
Luego de trabajar con los oficiales de entrenamiento, elaboré un modelo de
Apagón Sensorial de Piloto (figura 3), con base en la secuencia que los
entrenadores me explicaron. Cada piloto recorre una secuencia: volar, navegar,
comunicarse, administrar. Es decir: volar el avión; navegar utilizando el
horizonte y los instrumentos como referencias; comunicarse con el centro de
control y con otras aeronaves; y administrar chequeando en los instrumentos la
situación de la nave. Durante el vuelo noté que Craig movía constantemente la
cabeza y eso se debía a que repetía permanentemente la secuencia.
Cuando un piloto en entrenamiento trabaja en los simuladores y la presión
aumenta, lo primero de la secuencia que abandona es la administración. Es el
elemento menos inmediatamente vital y a medida que comenzamos a sentir los
efectos de la presión estamos programados para concentrarnos en los aspectos
del proceso más relevantes para la tarea. Cuando la presión aumenta más, lo
siguiente que sufre es la comunicación, luego la navegación, de modo que, por
último, de lo único que debe ocuparse el piloto en entrenamiento es de hacer
volar el avión. Y en una etapa última es el avión el que hace volar al piloto.
¿De qué manera el piloto en entrenamiento mejora su conciencia y eficiencia
bajo presión? En primer lugar, es una cuestión de familiaridad con la presión,
por eso pasan tanto tiempo en los simuladores trastocando expectativas. La única
manera de acostumbrarse a la presión de las expectativas trastocadas consiste en
estar de manera continua en entornos impredecibles.
Estuve en una de esas operaciones de entrenamiento, en la que poco después del
despegue, la localización de un pesquero que debíamos investigar cambió de
golpe, lo que significa tener que descartar los planes y rutas de vuelo originales.
Luego cambió el clima en el simulador, de un pronosticado cielo despejado a
nubes bajas con lluvia, por lo que los pilotos debían volar mucho más bajo.
Estos cambios en las expectativas no son aleatorios. Su finalidad es incrementar
la presión y poner a prueba la conciencia. Otros trastocamientos pueden incluir
el mal funcionamiento de un motor, lo cual debería notarse enseguida si la parte
“administrar” de la secuencia se lleva a cabo de manera correcta.
Los oficiales de entrenamiento crearon situaciones mucho más exigentes que las
que podrían encontrarse en una operación real, por lo menos en lo referido a la
presión para tomar decisiones y el grado de trastocamiento. Esto nos recuerda al
capítulo 1, donde vimos que ir un poco más allá de lo necesario –más allá de
donde nos sentimos cómodos– nos ayuda a acercarnos al lado J del continuo C a
J, de modo que cuando llega el momento de desempeñarse en el terreno de lo
real, estamos preparados y nos sentimos cómodos con los ajustes que se
requieran. Es una práctica de cotejo que va más allá de la intensidad del cotejo
en sí.
El concepto de apagón sensorial no se limita a los pilotos. También podemos
observar sus efectos cuando las estrellas del deporte actúan en grandes eventos y
sentirla en nuestra vida cuando estamos bajo presión. Si en el trabajo recibes
repentinamente un proyecto importante con un plazo exigente –un
trastocamiento de tus expectativas cuando empezaste el día–, ¿qué es lo primero
que sufre en tu secuencia? Probablemente sea tu administración, igual que el
piloto, pues la haces a un lado para concentrarte en lo más importante de tu
entorno. Es posible que también tu comunicación sufra, con menos
oportunidades para revisar tu correo electrónico o responder mensajes, y tal vez
faltes a alguna reunión –todo parte de tu secuencia personal–. Lo último que
abandonarías sería tu navegación, la coordinación de tu rutina, si te hubieras
forzado a cancelar compromisos sociales, saltearte ejercicios y dejar a la deriva
tareas cotidianas para dedicarte al trabajo importante. En ese momento
solamente volarás el avión, es decir, el proyecto –o más bien el avión te estará
volando a ti.
Regresaremos a esta idea un poco más adelante, mientras tanto veamos un
aspecto del apagón sensorial que todos debemos afrontar cuando nos
desempeñamos en una situación de presión: tomar una decisión cuando la
adrenalina corre y las palpitaciones se aceleran.
La zona de combate
La experiencia con Craig me mostró que uno debe tener un muy buen estado
físico para volar un caza: mi cuerpo se sentía como si hubiese hecho una intensa
sesión de ejercicios. Craig me contó que trabajaba bastante en su estado físico y
su estabilidad y yo sabía que era un entusiasta jugador de rugby. Admitió que,
aun en su excelente condición física, tres vuelos al día le resultaban muy
cansadores para su cuerpo, a pesar de que era un trabajo que se hacía sentado.
Los conductores de Fórmula 1 tienen el mismo desafío. Es fácil pensar: Dan
vueltas por un circuito, ¿para qué necesitan mantener un buen estado? En
realidad, el automovilismo en ese nivel es muy demandante en lo físico, pues el
cuerpo del conductor está expuesto a fuerzas extremas similares a las de un
piloto. Para rendir bien en cualquiera de esas funciones es necesario un alto nivel
de capacidad física.
La figura 4 muestra de qué manera la capacidad para tomar decisiones y la
habilidad para ejecutar destrezas con efectividad se reducen a medida que
aumenta la frecuencia cardíaca (FC) en pulsaciones por minuto (ppm).
Fuente: Steve Drzewiecki, “Survival Stress in Law Enforcement”, Traverse City
Police Department School of Police Staff and Command Program, 2002.
La frecuencia cardíaca de una persona sana es un buen indicador de su estado
físico general, pues cuanto mejor el estado, más baja es su frecuencia en reposo
y más tiempo tarda en llegar a su frecuencia máxima. Como se puede ver en la
figura 4, esto es crucial cuando hay que tomar decisiones y desempeñarse bajo
presión. La frecuencia cardíaca de un piloto necesita permanecer lo más cerca
posible de la zona óptima, porque cuanto más alta sea, peor será su capacidad
para tomar decisiones.
Cuando la frecuencia cardíaca llega a los tres dígitos, las habilidades motrices
finas –coordinación mano-ojo, etc.– comienzan a deteriorarse. Pensemos en lo
que esto significaría para un cirujano cuando maneja el instrumental durante una
operación delicada o para un marine con el dedo en un gatillo sensible. Los
beneficios de tener una frecuencia cardíaca en reposo baja, lograda mediante un
buen estado físico, son obvios en estos casos.
Existen maneras de controlar la frecuencia cardíaca. Antes que pensar en algún
truco raro, volver más lenta la respiración para asimilar oxígeno y reducir las
pulsaciones ayuda a ejecutar mejor una habilidad. Es un recurso que recomiendo
a toda persona, ya sea que esté por pegar una bola difícil en la mesa de pool de
un café local o preparándose para entrar a una sala llena de personas extrañas en
el primer día de trabajo: enlentece tu mundo con algunas respiraciones profundas
y exhalaciones largas.
Una frecuencia cardíaca de entre 115 y 145 ppm te coloca en la zona de
combate. Aquí es donde operan la mayor parte del tiempo los jugadores de
fútbol y rugby. Si bien las habilidades motrices finas sufren, las habilidades
motrices complejas –la coordinación de un conjunto de grupos musculares para
realizar una serie de movimientos en el momento justo– están aquí en su punto
máximo. Para un futbolista esto puede significar hacer una finta, patear o dar
pases mientras corre; para un jugador de rugby puede implicar hacer un hand off
o pasar la pelota mientras corre esquivando tackles. El cuerpo está en las
condiciones más eficientes para este tipo de habilidades y el tiempo de reacción
visual y cognitiva es bueno, de manera que el jugador puede habilitar a un
compañero con un pase, eludir a un rival y tener un buen sentido de la geografía
relativa del campo de juego –dónde está el arco y donde las bandas laterales–. Su
alto nivel físico les permite operar en esta zona durante períodos prolongados,
mientras que para la mayoría de nosotros nuestra frecuencia cardíaca se elevaría
por las nubes tras unos pocos minutos frenéticos de deporte de alto nivel.
Pero una vez que la frecuencia cardíaca sube por encima de 155, estas
habilidades complejas comienzan a deteriorarse. Si alguna vez viste a un
futbolista que corre media cancha con la pelota a sus pies, deja atrás rivales y
cuenta con compañeros de equipo que corren sin marca a ambos lados, en
posiciones inmejorables para recibir un pase, pero en cambio el futbolista intenta
un remate al arco que envía a las tribunas, habrás pensado: “¿Qué quiso hacer
este tipo?”.
La respuesta bien puede ser el apagón sensorial. A medida que el jugador avanza
a toda velocidad, el esfuerzo físico eleva su frecuencia cardíaca, que a su vez
provoca una merma en sus habilidades motrices complejas, lo cual sería una de
las explicaciones de su pobre remate final. Cuando las pulsaciones llegan a 175
el impacto del apagón sensorial afecta la conciencia y la visión periférica y la
audición se reducen. Es probable que el jugador que llevaba la pelota ni siquiera
se haya percatado de sus compañeros de equipo: en ese estado no podía verlos ni
oírlos como lo hubiese hecho con una frecuencia cardíaca menor.
En condiciones extremas de estrés mental y físico, cuando las pulsaciones
superan la marca de 175, el modo luchar o huir se mete en la ecuación. Esta zona
es buena si necesitamos correr a toda marcha para protegernos. Es una región de
intensidad casi ciega en la que estamos al borde de perder el control. Aquí es
donde muchos sienten la “niebla roja”, que en tanto y en cuanto nos
mantengamos en sus orillas, puede ser útil en un deporte particularmente
agresivo como el boxeo. Pero puede ser un espectáculo muy poco edificante en
una cancha de fútbol o rugby cuando empiezan a volar los golpes. Suele ocurrir
tras un tackle a destiempo, cuando el jugador se levanta y tiene una reacción
irracional y violenta. Esto rara vez ayuda al equipo: la mayoría de las veces
termina con el jugador expulsado.
Seguro debes haber experimentado tu propia “niebla roja”. Cuando estamos bajo
presión y absorbidos debatiéndonos contra la fuente del problema, cuando las
pulsaciones se elevan y la conciencia se estrecha, es fácil responder en mal tono
a colegas, amigos, pareja e incluso niños que nos interrumpen. Una vez que
hemos alcanzado ese estado, nuestra capacidad para tomar decisiones nos
abandona, pues la mayoría nos damos cuenta de que, igual que el futbolista que
se va a las duchas temprano, no tiene sentido enojarse con otras personas –en
especial cuando están de nuestro lado–. El enojo no aliviará la presión; por el
contrario, puede empeorar las cosas.
Condición para el cotejo
No podemos, entonces, subestimar la importancia de la buena condición física.
Las personas en buena forma, con frecuencias cardíacas en reposo más bajas,
tardan más en llegar a la zona que afecta de manera adversa la tarea que
emprenden. Son capaces de tomar mejores decisiones bajo fatiga y presión, una
habilidad vital en profesiones como las fuerzas armadas y los servicios de
emergencia.
Pensemos en dos policías armados que persiguen a un sospechoso, uno de ellos
en buen estado y el otro no. Finalmente arrinconan al sujeto y desenfundan sus
armas. El corazón del policía en mejor estado físico no latirá tan rápido, estará
más lejos del apagón sensorial, de modo que su motricidad fina podrá operar con
mayor efectividad. Este policía estará en mejores condiciones de tomar una
decisión correcta sobre abrir fuego que su compañero con menos estado físico,
cuya frecuencia cardíaca ya puede haber cruzado la barrera de 175 e ingresado
en una zona donde una decisión impulsiva podría resultar en pérdida de vidas o
vidas arruinadas.
Tal vez nunca nos toque tomar decisiones de vida o muerte, pero el buen estado
físico sigue siendo importante. Los médicos insisten en la importancia del
ejercicio como modo de reducir el estrés y todos conocemos el concepto de usar
el esfuerzo físico como desahogo, se trate de una caminata vigorosa alrededor de
la manzana o descargar puñetazos contra una bolsa de arena en el gimnasio. Pero
disminuir la frecuencia cardiaca en reposo mediante una rutina regular y
estructurada de ejercicios no solo ayuda en los momentos individuales de estrés,
sino que también nos mantiene en un constante estado de disposición, como los
marines, por si hay que lidiar con situaciones de alta presión.
El ejercicio, según se dice, también es bueno para mejorar el ánimo e
incrementar la autoestima, cosa que no debería sorprendernos si tenemos en
cuenta lo ya dicho sobre la capacidad del cuerpo para influir sobre la mente y
viceversa. Sentirse bien con uno mismo es una invalorable ayuda para combatir
el estrés.
Postura de mando (otra vez)
Mientras hablamos de la influencia del cuerpo sobre la mente, vale reiterar la
importancia de la postura. Cuando estamos bajo presión tendemos a encogernos
–recordemos a las personas en un atascamiento de tránsito, inclinadas sobre el
volante, haciendo sonar las bocinas–. El apagón sensorial nos vuelve menos
conscientes de lo que hacemos. Por lo tanto, cuando estamos estresados con una
postura encogida y un lenguaje corporal pobre, probablemente ni siquiera nos
damos cuenta de ello.
Adoptar una postura de mando, expandirnos, nos traerá muchos beneficios. En
primer lugar, cuando adoptamos conscientemente la postura, ampliamos la
percepción de lo que hacemos y, en consecuencia, combatimos los efectos del
apagón sensorial. Esta postura, bien erguida, con los pies arraigados en el suelo,
nos brindará una sensación más fuerte de control sobre el entorno, en vez de
percibir que el entorno nos controla, y de esta manera sentiremos mayor
confianza frente al desafío que nos toca. No es casualidad que Craig y yo
hayamos estado sujetos al Hawk en una postura de mando, la mejor posición
para agudizar la conciencia y percibir el entorno. Una persona encogida o
inclinada hacia adelante por la presión está invitando a un problema. La persona
que se yergue en postura de mando suele mirar por encima del problema.
Comentario del cotejo
Los pilotos en entrenamiento que practican en el simulador repiten la secuencia
“volar, navegar, comunicarse, administrar” en voz alta una y otra vez hasta que
la incorporan. Esta es su clave consciente para ingresar al proceso, su pie para
concentrarse en los procesos que necesitan implementar. En este sentido es
similar al “espejo, señal, maniobra” que se utiliza cuando se aprende a conducir.
Al principio podemos repetirlo en voz alta, luego será algo que repetiremos solo
en nuestras cabezas y con el tiempo se convertirá en algo que hacemos de
manera implícita. Lo mismo para los pilotos: cuando ya tienen experiencia y
vuelan de verdad, no necesitan decírselo; simplemente lo hacen. Volar, navegar,
comunicarse, administrar se tornan comportamiento adquirido.
Hablarse a uno mismo puede ser una ayuda extraordinaria para el desarrollo. Las
voces de los pilotos que se entrenan quedan grabadas en los simuladores y luego
son analizadas no solo por lo que dicen sino por cómo lo dicen. Los entrenadores
pueden medir el estrés vocal, en especial cualquier cambio en respuesta a
situaciones inesperadas –expectativas trastocadas–. Además, el saber que están
siendo grabados provoca una especie de conciencia de sí mismos muy útil en
quienes se entrenan, pues deben mostrar que mantienen el control. El hecho de
sentirse obligados a mostrar control en la voz –muy parecido a mostrarse
confiado en el lenguaje corporal– los hace sentir más en control, como una
expectativa autocumplida.
Estos comentarios en tiempo real aumentan la concentración y crean la
sensación de que el tiempo se ralentiza, lo cual a su vez permite adelantarse al
próximo evento en vez de solamente reaccionar ante él. Es aconsejable también
en una actividad como conducir, donde resulta fácil ser condescendiente
mientras se practica una habilidad implícita. Comentar lo que hacemos en el
mismo momento que ocurre puede brindarnos una concentración que de otra
manera no se produciría, siempre y cuando no agreguemos demasiados detalles
innecesarios. Describir en forma verbal lo que vamos haciendo conscientemente
–“acá doblo a la izquierda… el tráfico se detiene más adelante”– puede anclar
los pensamientos en nuestras acciones deliberadas y mantiene la concentración.
En los servicios de emergencia se estila hacer comentarios mientras se conduce,
tanto en el entrenamiento como cuando las sirenas se encienden para dar
respuesta a un incidente a toda velocidad.
Regresemos a “volar, navegar, comunicar, administrar”. A un piloto que sufre los
efectos del apagón sensorial, en especial cuando tiene relativamente poca
experiencia, este comentario le proporciona una bienvenida manera de anclar sus
pensamientos y de recordar lo que necesita hacer, del mismo modo que un
conductor novato que padece estrés cuando maneja por primera vez en una ruta
atestada puede usar “espejo, señal, maniobra” para volver a enfocarse.
Secuencia de escaneo
Cuando estamos en una situación de presión que eleva la frecuencia cardíaca y
libera adrenalina, la visión periférica comienza a estrecharse. Cuanto más
ascendemos en la escala de pulsaciones, más se estrecha la visión periférica.
Aquí es vital la secuencia de escaneo del piloto. Recuerden que la cabeza de
Craig se movía constantemente durante el vuelo; en momentos en que los ojos
ven menos, el movimiento continuo de la cabeza le permitía mantener un buen
nivel de conciencia mientras repetía para sus adentros su secuencia “volar,
navegar, comunicarse, administrar”.
Recordemos en el capítulo 2 la secuencia “travesaño, touch, travesaño” que le
daba al jugador de rugby una mayor conciencia de las dimensiones y los
espacios del campo de juego. Secuencia de escaneo como estas son como
apuntes fáciles de recordar que ayudan a contrarrestar los efectos del apagón
sensorial y a ejecutar cosas que en circunstancias con menos presión haríamos en
forma natural.
Al hablar en público, por ejemplo, una secuencia “notas, audiencia, hablar”
describe lo que suele ocurrir de manera implícita, pero cuando sufrimos un
apagón sensorial, cuando parece que no podemos reconocer ni un solo rostro de
la multitud y la visión viaja como por un túnel solo hacia las notas, puede ser útil
tomarse un momento para recordar la secuencia: levantar la vista luego de ver
las notas, hacer contacto visual con alguien del fondo de la sala y entonces
hablar.
Estos apuntes mentales pueden utilizarse para afrontar cualquier período de
presión. Más arriba recurrimos al ejemplo del oficinista que sufría un apagón
sensorial progresivo luego de aceptar un proyecto importante, primero
abandonaba su administración y luego, cuando la presión aumentaba, dejaba de
lado las reuniones y correos electrónicos (comunicación) y más tarde aspectos
personales como el ejercicio y la vida familiar (navegación). Al crear
“secuencias” personales para anclar nuestra rutina (“gimnasio al mediodía,
limpiar bandeja de entrada y escribir informe a las seis, volver a casa a las siete
para estar un rato con los niños”) podemos prevenir el estrechamiento del foco
que produce que nuestros aviones nos vuelen a nosotros.
Una vez que la situación de presión comienza a afectar la vida personal, el
ejercicio suele ser una de las primeras bajas. Pero el ejercicio es vital si tenemos
que atravesar el estrés y desempeñarnos mejor bajo presión. Abandonarlo
equivale a debilitarnos cuando más necesitamos estar bien: al enfrentar nuestros
mayores desafíos.
Trata el ejercicio del mismo modo en que tratarías una reunión importante.
Aunque tengas una montaña de trabajo por terminar o estés involucrado en un
gran proyecto, dedicar tiempo a mantenerse en forma debería verse como una
cita que no puedes posponer. Planifica retirarte del trabajo a determinada hora
para acudir a la cita. Trabajar con horarios te permite planificar tu día con mayor
eficiencia y no terminar, casi sin darte cuenta, trabajando después de hora.
Este abordaje tiene el beneficio adicional de que dispondrás de tiempo para pasar
con tu familia, salir y ver amigos o simplemente tener tiempo para ti delante del
televisor, escuchar música, leer un libro o lo que sea que hagas para relajarte.
Igual que el ejercicio, dedicar un tiempo para tu familia y para ti fuera del
trabajo será beneficioso en períodos de estrés. Será tu navegación; te permitirá
reiniciar, desconectarte del trabajo y recargar, para poder volver con plena
atención al trabajo el día siguiente.
Es muy común que las personas que enfrentan un gran desafío en el trabajo
atraviesen un apagón sensorial y reacomoden sus vidas para lidiar con la
situación de presión. Pero por lo general terminan simplemente dedicándole más
tiempo –jornadas de diez o doce horas– en vez de tiempo más efectivo. Una
jornada de ocho horas eficientes producirá más y mejores resultados que un
esfuerzo desenfocado de once horas y mantener nuestros horarios personales nos
permite conservar el marco de nuestra rutina –nuestra secuencia diaria– de
manera que no tiramos por la borda nuestra vida por la presión del trabajo. En
cambio, a semejanza del piloto, estaremos mejor equipados para lidiar con
nuestra propia clase de apagón sensorial.
Por supuesto, no todo el mundo puede darse el lujo de establecer horarios
personales. Los médicos jóvenes no tienen muchas más opciones que trabajar
muchas horas en horarios que no son de su elección, como tampoco pueden
hacerlo las personas que trabajan en turnos o ante un llamado de urgencia. De
todos modos, resulta vital apegarse a por lo menos alguna forma de secuencia
personal, para hacer tiempo para la familia y las prioridades personales.
Incluso quienes tienen mayor libertad en sus trabajos a veces tendrán que
negociar cuando están bajo presión –tal vez salir a andar en bicicleta dos veces
por semana en vez de las habituales cinco–. Pero eso es mejor que nada –todavía
el avión no te vuela a ti– y mientras la situación sea temporaria y permanezca
bajo tu control, está bien dadas las circunstancias. Del mismo modo en que el
piloto no puede navegar o comunicarse al cien por ciento en una situación que lo
pone a prueba, tampoco tú deberías esperar hacerlo.
Más allá del cotejo
En su libro The Gift of Fear, el especialista en seguridad Gavin de Becker se
refiere a la importancia de entrenar bajo estrés una y otra vez –para ir incluso
más allá de las condiciones de entrada en acción–. Cuando entrena a guardias de
seguridad para figuras públicas, los somete a un proceso que él llama
“vacunación contra el estrés”. Uno de los ejercicios consiste en enfrentar al
guardia de seguridad con un perro feroz. La frecuencia cardíaca se eleva tanto
cuando esto ocurre por primera vez –por encima de 175– que según De Becker
ni siquiera pueden ver bien. Pero luego de varias veces de enfrentarse al perro, la
frecuencia cardíaca comienza a ser más controlable, de modo que cuando baja a
110-20, se está en mucho mejor estado para manejar la motricidad fina. En este
caso, probablemente para aplicarla al uso de un arma.
Esta inoculación de estrés es similar a la que atraviesa un piloto de combate
cuando se entrena. Su entrenamiento lo lleva más allá de lo que efectivamente
necesitará cuando participe en una operación real, bastante parecido a lo que
dijimos en el capítulo 1 acerca de ir más allá de lo que sentimos correcto cuando
practicamos, así estaremos mejor preparados para la cosa real. En ese sentido
vamos más allá del entorno de cotejo.
Para el piloto, esto significa no solo un incremento del trastocamiento de sus
expectativas –hacer entrar en juego aspectos nuevos e impredecibles de la
operación– sino también una reducción en la cantidad de tiempo de que dispone.
Si el tiempo inicial de la operación es de diez segundos, se recorta a ocho.
Luego, cuando se ajusta, se recorta un poco más. Esto al principio lo llevará
directamente a su zona desagradable, pero le servirá para adaptarse a
condiciones más variables y a mayores presiones de tiempo, aún más que las que
razonablemente cabría esperar en una operación real.
Tomemos el ejemplo que vimos del jugador de cricket que aprende a enfrentar
una bola de 90 millas por hora usando una máquina de lanzamiento. A veces he
aumentado gradualmente la velocidad de la máquina sin revelar con exactitud
cuál era la cifra. Por lo general, cuando llega cerca de las 90 millas por hora, el
bateador al principio lucha pero luego comienza a realizar los ajustes de manera
implícita y responde mejor. Hacia el final de la sesión la bola es lanzada a más
de 90 millas –más de lo que cabe esperar razonablemente en un partido– y el
bateador responde bastante bien. Pero la mejor reacción llega cuando les digo la
velocidad de las bolas que enfrentaban –apenas lo pueden creer.
El principio es el mismo que propone De Becker: inocular determinada cantidad
de estrés a modo de vacuna para que esté preparado cuando deba enfrentar
lanzamientos rápidos de verdad, de modo que el jugador no sufra un apagón
sensorial en el entorno de cotejo.
Ganar tiempo
En última instancia, cuando buscamos retrasar el momento del apagón sensorial,
lo que en efecto hacemos es ganar un poco de tiempo –o por lo menos la
sensación de que tenemos tiempo–. Tiempo para tomar una decisión efectiva,
para responder a una amenaza o desafío inminente, para levantar la vista y
dirigirnos a la audiencia o para habilitar con un pase a un compañero de equipo.
En el primer capítulo hablamos de los deportistas que parecen tener todo el
tiempo del mundo para tomar la decisión correcta. Esta, por supuesto, es una
habilidad que adquirieron mediante la práctica, pero parte de esa habilidad es su
capacidad para lidiar con el apagón sensorial. Si miramos a un futbolista con la
pelota en sus pies, podremos trazar un diagrama de apagón sensorial tal como lo
hicimos con el piloto de combate (figura 5).
El centro de las prioridades del futbolista bajo presión es tener la pelota a sus
pies: es el avión que debe volar. Un poco por fuera de esto está la necesidad de
alejarse de los jugadores rivales –su amenaza más inminente en este entorno–. Si
retiene la pelota por demasiado tiempo, el otro equipo buscará rodearlo y
quitársela. Su reacción podría ser proteger la pelota o probar eludirlos con
habilidad, o dar un pase, lo que involucra la parte siguiente de su conciencia, ver
a sus compañeros de equipo y percibir el espacio circundante. Por último viene
la administración, la situación del juego: cuál es el resultado parcial y cuánto
tiempo queda por jugar.
Los mejores jugadores pueden manejar todas estas preocupaciones con
comodidad, a menudo sabiendo exactamente dónde están sus compañeros de
equipo y qué pueden llegar a hacer los rivales cuando la pelota va hacia ellos.
Sobre la base de esto son capaces de tomar la mejor decisión, ya sea
conservando la pelota o dando un primer pase. Su percepción entrenada hace que
parezcan tener todo el día para decidir –su habilidad les permite ganar tiempo–
pero, como hemos visto, incluso ellos pueden fallar bajo presión extrema.
Solo los mejores entre los mejores, los Messi y los Ronaldo, parecen nunca
sucumbir: no importa cuánta presión soporten, permanecen inmunes al apagón
sensorial y continúan tomando buenas decisiones de manera casi instantánea.
Podemos construir un diagrama similar para el vendedor de autos que mencioné
en el capítulo 2, para examinar de esta manera cómo le afectaría el apagón
sensorial (figura 6). El punto de partida del vendedor es hacer su trabajo, el acto
central de hacer ventas a las personas que ingresan al negocio. El siguiente
aspecto para cualquier vendedor es buscar la próxima venta, haciendo el trabajo
preliminar entre sus contactos o un seguimiento o llamadas telefónicas. Después
de esto está comunicarse con sus colegas para trabajar como un equipo unido y
cohesionado. Por último, la administración. Naturalmente, cuando llega la
presión, esta es la primera que se abandona, lo que nos lleva a entender por qué
en los equipos de venta la queja más común es que cuando alguien está bajo
presión extrema por alcanzar su meta, se enfoca solo en su propio trabajo y deja
que los demás recojan los pedazos –inevitablemente, la administración.
Una vez que el apagón sensorial lo afecta hasta el punto de que ya no se
comunica con sus colegas, es probable que la percepción que tenga el cliente de
la empresa sea que “la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha”. El caos,
no la coordinación, estará a la orden del día. Y cuando el vendedor descuide el
trabajo preparatorio para futuras ventas –se vuelva menos consciente de la
navegación básica que necesita su tarea–, estará solamente volando su avión. Si
pudiese manejar mejor el trabajo preliminar y comunicarse con sus colegas para
coordinar más esfuerzo del equipo, se daría cuenta de que pierde menos tiempo y
no repetiría los esfuerzos que otros quizás ya han hecho. Dispondría también de
más tiempo para preparar ventas futuras, por lo que sus objetivos de ventas
serían más alcanzables en el largo plazo.
Craig parecía tener todo el tiempo del mundo en el avión y eso se debe a que el
entrenamiento le dio la habilidad de ganar tiempo. Por lo tanto, cuando nos
esforzamos por evitar la clase de apagón sensorial causado por un día estresante
en el trabajo, nuestros esfuerzos serán para ganar más tiempo. Asegurarse de
asistir a una sesión de gimnasio y dedicar un tiempo a la familia después, no solo
nos permite aliviar el estrés inmediato sino que también impone plazos y nos
brinda marcadores para planificar el día, dándonos la sensación de que nosotros
también hemos ganado tiempo y de que estamos en mejores condiciones para
manejar los aspectos de nuestra secuencia.
Volar tu avión
Cuando estamos bajo presión existe una tensión continua entre el inicio del
apagón sensorial y un desempeño eficiente que involucra toma de decisiones. La
tabla 6 reúne los “cómo” de retardar el impacto.
Algunos son más relevantes para un piloto de combate que para, digamos, un
golfista, mientras que otros pueden ser más útiles cuando se conduce un
automóvil que cuando se juega un partido de fútbol. Pero la mayoría son
universales.
Nuestro desafío consiste en implementar estos factores para ayudarnos a retardar
el apagón sensorial, que nos puede debilitar cuando necesitamos más que nunca
nuestro sano juicio. Cuanto mayor sea la conciencia, más capaces seremos de
retardar sus efectos, mediante la adopción de una postura de mando para manejar
el impacto físico de la ansiedad; mediante el habla con uno mismo –en la mente
o en voz alta– para ayudar a mantener la concentración; mediante la elaboración
de una secuencia de los estratos menos decisivos del desempeño pero que
necesitamos tener en cuenta incluso bajo coerción; haciendo lo mejor para
mantener una frecuencia cardíaca baja, aunque implique ir más allá durante la
preparación, mantenerse en forma mediante ejercicios regulares o simplemente
realizar respiraciones profundas y controladas para tomar más oxígeno y
calmarnos antes de llegar al entorno de partido.
De esta manera podemos mejorar nuestro control en el entorno de presión que se
nos presente, en vez de que el entorno nos controle. Si manejamos estas dos
facetas y las practicamos, navegaremos, nos comunicaremos y administraremos
de manera eficiente cuando volemos nuestro propio avión.
8. PENSAR CORRECTAMENTE BAJO PRESIÓN
Dar el salto
Parado en la cornisa de un edificio, a cincuenta pisos de altura, el viento aúlla a
tu alrededor. Miras hacia abajo –abajo, abajo, abajo– a la gente que como
hormigas camina por las calles, a los autos que circulan y parecen de juguete.
Luego levantas la vista y miras la brecha de metro y medio que te separa del
edificio de enfrente: tu sitio de aterrizaje. Te preparas, te alistas para tu salto en
largo hasta el otro edificio. ¿Cómo es que terminaste aquí arriba?
Practicaste mucho al nivel del suelo, unos 120 metros más abajo, en un pequeño
charco de poco más de medio metro. Lograste la técnica a la perfección, girando
los brazos para crear impulso, flexionando las rodillas, inclinándote hacia
adelante y luego propulsándote en el salto. Todas las veces alcanzaste el punto
sin retorno, pero el riesgo era poco: solo pies mojados.
Luego probaste un charco mayor, de un metro y medio, que te demandaba más
esfuerzo, pero pudiste dominarlo y empezar a intentar charcos más largos,
incluso de hasta dos metros. Cuando te quedabas corto terminabas con los
tobillos mojados, pero habías ido mucho más allá del mero metro y medio que
necesitabas allá arriba. Descubriste que cuando hay un compromiso total con el
proceso, el resultado es el éxito. Estás listo para dar el último salto de fe.
Ahora, en la punta de este rascacielos, te expandes y adoptas la postura de
mando en un esfuerzo por convertir la ansiedad en entusiasmo –por movilizar tus
mariposas–. Comienzas a girar los brazos, sabiendo que debes inclinarte hacia
adelante, hasta el punto sin retorno, antes de saltar: deberás comprometerte
plenamente con el proceso. Es un proceso que has ejecutado con éxito
incontables veces en el nivel del suelo, cuando el resultado era menos crucial,
pero ahora que los únicos resultados posibles son la vida o la muerte segura, tus
pensamientos se vuelven hacia las consecuencias de fallar. El corazón late fuerte,
cierras los ojos e inhalas profundo, exhalas lentamente mientras imaginas el
mejor resultado. Te concentras en tu secuencia, tu clave del proceso: “mira el
lugar de aterrizaje, inclínate y dispara las piernas”.
Abres los ojos: llegó el momento. Te inclinas hacia adelante y te lanzas, tratando
todo el tiempo de suprimir ese grito interior y de no mirar abajo. Quedas como
suspendido en el aire por lo que parece una eternidad antes de tocar suelo del
otro lado, a buen medio metro del borde de la cornisa. Tus piernas, ahora que la
adrenalina cede, se sienten débiles de golpe y con alivio caes sobre tus rodillas.
Felicitaciones. Te comprometiste con el proceso y el resultado llegó solo.
Proceso vs. resultado
Concentrarse en el proceso en vez del resultado es la esencia del rendimiento
bajo presión. La tensión entre proceso y resultado parece aumentar en
proporción a la cantidad de presión por el resultado, o por decirlo de otro modo,
el peso de no tener éxito. Cuanto más hay en juego, más posibilidades hay de
que los pensamientos sobre el resultado interfieran con los pensamientos sobre el
proceso. Cuando saltabas charcos, con poca presión, era mucho más fácil
comprometerse plenamente con el proceso. Pero a cincuenta pisos de altura todo
eso cambió y los temores por las consecuencias de un fracaso inundaron tu
mente. ¿De qué otra manera podría ser?
Pero esto no solo se aplica a cuestiones de vida o muerte. Es el conflicto que
atraviesa todo actor cuando está bajo presión: ¿cómo me comprometo con el
proceso de tal manera que ningún pensamiento sobre el resultado contamine mi
mente? En este capítulo ampliaremos algunas ideas que tocamos en el capítulo 4
(equilibrio entre lo implícito y lo explícito) y en el capítulo 5 (comportamiento),
para proponer un método de pensar correctamente bajo presión, o PC-BP.
Para ser claros cuando hablamos de concentrarnos en el proceso, no nos
referimos a todos los aspectos del proceso. No hablamos de cada aspecto de la
secuencia de salto arriba del edificio ni de todos los componentes de un swing de
golf. Nos referimos a las claves conscientes del proceso que habrán de ocupar
tus pensamientos. Y es quitando el resultado –colocar la red un metro delante del
pateador de rugby cuando practica– que podemos dedicarle toda nuestra atención
al proceso. Esto es verdad cuando practicamos y también lo es cuando
ejecutamos una habilidad en una situación real: si confiamos en el proceso, el
resultado se encargará de sí mismo. Aquí es donde necesitamos revisar el poder
de la práctica efectiva. Es a través de practicar continuamente con consecuencias
–la práctica de cotejo– que podemos construir la confianza en el proceso, de
modo que puedas comprometerte con él cuando la ocasión y las consecuencias
amenacen con distraerte bajo presión.
El principio fundamental cuando practicamos una habilidad cualquiera consiste
en crear un proceso con base en uno o dos pensamientos conscientes que nos
permita ejecutar varias otras acciones de manera inconsciente. Los pensamientos
deben ser simples, fáciles de comprender, pero también lo suficientemente
comprometedores como para que la concentración que les dedicas deje poco
lugar mental para pensar en otra cosa, como por ejemplo el resultado o las
acciones que le corresponden al inconsciente.
En la Copa del Mundo de rugby de 1995, Inglaterra jugó contra Australia en los
cuartos de final. El equipo del hemisferio sur ganaba 22-19 cuando faltaban
cinco minutos para el final. Se produjo un penal a favor de Inglaterra, una patada
de Rob Andrew, el apertura, para mantener a su equipo, su país, en partido.
Andrew esperó pacientemente a que le alcanzaran el tee, luego alineó la pelota y
su carrera. Se adelantó, le pegó a la pelota con su pie derecho y esta pasó recta
entre los postes. ¿Cuáles fueron sus pensamientos conscientes bajo toda esa
presión? Simplemente “pie duro y gajo preciso”.
Esta fue la manera que Rob encontró de enfocarse totalmente en el proceso, en
vez de consentir cualquier pensamiento sobre el resultado. Guarda semejanza
con el consejo de Harvey Penick acerca de apuntarle al blanco más pequeño
posible. Para un golfista, este pensamiento consciente podría ser golpear un
hoyuelo específico de la pelota. Si el jugador es capaz de “verlo” (al blanco) con
el ojo de la mente, entonces debería ser capaz de comprometerse por completo
con sus propios y únicos pensamientos conscientes. También le sería útil a Tom
en el capítulo 5 mientras prepara la cena para sus suegros, y a ti cuando te
preparas para saltar a cincuenta pisos de altura. Una vez que nos involucramos
plenamente en el proceso, podemos desterrar los pensamientos sobre las fuentes
de ansiedad –la preocupación por el resultado– y rendir a nuestro máximo
potencial. Todos podemos hacerlo. Más aún, puede ser tan fácil como conducir
un automóvil una vez que ya sabes cómo hacerlo.
Conducir el auto
Si observamos las tres categorías de conductores –aprendiz, novato,
experimentado– podemos notar grandes diferencias en sus procesos de
pensamiento cuando están bajo presión (figura 7).
Para el aprendiz, al principio cada aspecto del proceso requiere un pensamiento
consciente deliberado: el acelerador, el freno, embrague, la palanca de cambios,
todo. Dominar estos componentes individuales para que trabajen al unísono, por
no mencionar conducir en la dirección correcta, requiere una importante
cantidad de tiempo de práctica y sin escatimar angustias en la zona desagradable.
Es por este motivo que muchos principiantes comienzan en una playa de
estacionamiento vacía o en una calle con muy poco tránsito.
A medida que el principiante mejora y practica reiteradamente las habilidades
principales, estas se abren camino por el bosque con la frecuencia suficiente
como para llegar a la zona de comodidad, donde el principiante comienza a
absorber esos aspectos en su inconsciente –lo que algunos llaman su memoria
procedimental– de manera que puede ejecutarlos en forma implícita. Aprueba el
examen y el aprendiz se convierte en conductor autorizado, aunque aún novato.
El novato puede coordinar el embrague y la palanca de cambios de manera
instintiva, aunque todavía utilice la fórmula “espejo, señal, maniobra” en su
cabeza y las acciones de frenar y acelerar continúen siendo conscientes y
deliberadas hasta obtener más experiencia.
El conductor experimentado ya ha absorbido casi todas las habilidades en su
memoria procedimental a lo largo de muchas horas de práctica. El único
pensamiento consciente que necesita es simplemente “manejar el auto”. Además
de esto, por supuesto, está la navegación (conducción), la comunicación (notar
los signos y señales) y la administración (el indicador de combustible, el
velocímetro). Cuando un conductor experimentado necesita mejorar algún
aspecto de su desempeño, quizás porque se ha mudado del campo a la ciudad y
debe estacionar en lugares más estrechos que lo acostumbrado hasta entonces,
atraviesa un proceso de reparación en el que trabaja conscientemente sobre
aspectos que solían yacer en el inconsciente, hasta que regresan a la zona de
comodidad y la capacidad de estacionar con precisión se convierte en un
procedimiento inconsciente.
Si regresamos al salto entre edificios, podemos construir un diagrama similar
utilizando las ya conocidas etiquetas de reparar, entrenar y cotejar (figura 8). En
la etapa de reparar, cuando trabajabas regularmente los componentes
individuales saltando charcos pequeños, todo era pensamiento consciente.
Luego, a medida que lo repetías y continuaste saltando reiteradamente charcos
más largos, muchos de los componentes se incorporaron a tu inconsciente, de
manera que cuando llegó el momento de realizar el salto de verdad, de cotejar,
pudiste poner a prueba la efectividad de los pensamientos conscientes que hacen
que el todo funcione bien bajo presión. Arriba del edificio, tus pensamientos
conscientes fueron: mira el lugar de aterrizaje, inclínate y dispara las piernas.
Si observamos las figuras 7 y 8, las columnas de la derecha representan el
balance correcto que va del pensamiento consciente al inconsciente cuando
piensas correctamente bajo presión. No todo cuadro se verá igual, por supuesto.
Cada uno se forjará en un lenguaje y contenido que será propio para cada
situación. Pero el principio es el mismo cuando se progresa de novato a experto.
Tus pensamientos conscientes son tu fórmula para el éxito.
Pensar correctamente bajo presión (PC-BP)
Era una tarde calurosa de 1999 en el Ballymore Stadium de Brisbane, Australia,
y las cosas no estaban bien. A veces, cuando intentamos ejecutar una destreza
que manejamos sin esfuerzo, simplemente no nos sale: un golfista puede
“perder” su swing; tardas todo un día para escribir un informe que por lo general
te ocupa una hora, como mucho; y en esta ocasión Jonny Wilkinson se debatía
con su secuencia y sensación. Sufríamos una especie de bloqueo bajo el
enceguecedor sol australiano, una parálisis por análisis, cuando decidí cambiar
de táctica.
Caminé hasta las gradas detrás de los postes y coloqué una camiseta de rugby en
el respaldo de uno de los asientos. Le expliqué a Jonny que esa era Doris. No le
gustaba mucho el rugby pero su marido solía llevarla a los partidos. Doris
ignoraba el juego, en cambio estaba absorbida en una revista y desafié a Jonny a
que pateara la pelota para quitarle la revista de las manos pero que no la golpeara
a ella. Jonny acomodó la pelota en el suelo y enfocó toda su atención en ese
pequeñísimo blanco.
El primer tiro aterrizó a un par de metros de Doris, pero una vez que entró en
ritmo, empezó el bombardeo. “Acabo de quitarle la revista de un pelotazo”, me
anunció.
“Bien, ahora apúntale a la lata de gaseosa que está en el apoyabrazos”, le dije. La
lluvia de pelotazos continuó. “Ahora está tomando un helado. Voltea el helado
pero no toques el vaso”.
Y así seguimos. La sesión duró unas dos horas mientras Jonny redescubría la
fórmula mágica de sus patadas, gracias a Doris. El énfasis en el blanco devolvió
al inconsciente todos los pensamientos sobre la técnica, que es donde deberían
estar. En esencia, se convirtió en una práctica perfecta de la fórmula PC-BP. Si
su patada le apuntaba a Doris, el resultado se cuidaría a sí mismo.
Tu PC-BP es como un apunte taquigráfico que guardas a mano, el pensamiento
consciente que te mete en tu proceso. Si regresamos al momento en que luchabas
en la cancha de squash, tu fórmula PC-BP sería “pica, pega”. Si volvemos a Tom
y su cena con los suegros, tendría una serie de fórmulas PC-BP, tales como:
“Vigila la comida en el horno, llena los vasos”, “conversa con los invitados” y
luego “controla la sartén mientras preparas la ensalada”, cada una con diferentes
acciones y procesos de pensamiento con un nivel de detalles que él podía
ejecutar de manera inconsciente. En la etapa de reparación, se habría saturado
con muchos más pensamientos conscientes acerca de cosas en las que ya no
necesita pensar.
Esta es la cuestión con la fórmula PC-BP: no dice siempre lo mismo. El “pie
duro y gajo preciso” de Rob Andrew no fue la primera que produjimos juntos.
Las horas de práctica –reparar, entrenar y cotejar– invertidas posibilitaron que la
fórmula se redujera a esta frase corta y precisa que disparaba muchos otros
movimientos inconscientes.
La razón por la que es una fórmula es porque la ponemos a prueba en nuestra
preparación para ver si es efectiva. Si no lo es, la pulimos hasta que lo sea. Igual
que las afirmaciones del capítulo 2, siempre se adaptan y hasta pueden
cambiarse por completo para facilitar que los procedimientos inconscientes se
ejecuten de la mejor manera bajo presión. Una vez más no podemos dejar de
enfatizar el poder del lenguaje efectivo, personalizado, en la elaboración de estas
fórmulas.
A medida que mejoras en algo, tu fórmula PC-BP naturalmente cambiará. Al
igual que tú, estará continuamente adaptándose. Un pensamiento específico que
puede haber sido consciente hace uno o dos meses estará ahora envuelto en otra
palabra o frase referida a una parte diferente de tu proceso. Un buen ejemplo de
esto es la postura. Al comienzo de este libro nos extendimos sobre la necesidad
de reorganizar la postura en los eventos que implican presión, ya sea una
recepción en el trabajo, antes de conocer a los suegros o en la línea de largada de
la carrera en la que te anotaste. Pero cuando te acostumbras a hacerlo y a
reorganizar deliberadamente tu postura cada vez, descubrirás que en el proceso
de reparar, entrenar y cotejar ya lo haces de manera inconsciente y no necesitas
incluirlo en la fórmula. Tu PC-BP evolucionará junto contigo.
Cuanto más cautivante sea tu fórmula PC-BP para tu mente consciente, más
podrás evitar los pensamientos destructivos sobre el resultado que surgen
inevitablemente bajo presión. Pues en definitiva, la preocupación por el
resultado –el miedo al fracaso– es la mayor fuente de ansiedad escénica.
Ganar la lotería
En 1998 la selección de fútbol de Inglaterra, bajo la dirección técnica de Glenn
Hoddle, llegó a Francia con muchas esperanzas. Llegaron hasta cuartos de final
contra un viejo rival, Argentina, donde a pesar de la famosa expulsión de David
Beckham, pudieron sostener un empate 2-2 para ir a la llamada “lotería” de la
definición por disparos desde el punto de penal. Inglaterra ya tenía experiencia,
luego de quedar fuera de la Copa del Mundo de 1990 y de la Copa Europea de
1996, ambas en semifinales, por los penales. Y el libreto se repitió cuando los
mediocampistas Paul Ince y David Batty, quien se hizo cargo del penal decisivo
para mantener a Inglaterra en competencia, fallaron sus disparos. Inglaterra
quedó eliminada.
Ningún libro sobre presión estaría completo si no tratara la definición por
penales en fútbol. Se la ha llamado “lotería” y una forma impropia de resolver
un partido donde hay mucho en juego –echar suertes después de dos horas de
competencia–. Pero en golf circula un dicho: “cuanto más practico, más suerte
tengo”.
La razón por la que elegimos la eliminación de Inglaterra en 1998 es, en parte,
porque David Batty nunca había pateado un penal en un partido de mayores, lo
que lo convierte en una opción rara, aunque, para ser justos, no había muchas
más opciones en el campo de juego –pero el motivo principal es que el equipo
no practicaba penales–. Glenn Hoddle declaró que la idea de que “necesitamos
practicar más penales para evitar otra eliminación” es ridícula. Menciona la larga
caminata hasta el punto de penal, rodeada de un particular conjunto de
circunstancias de presión que no pueden reproducirse en un entrenamiento,
donde la duda se apodera de la cabeza de los jugadores, como el factor más
importante en las derrotas de Inglaterra (en definiciones por disparos desde el
punto de penal en 1990, 1996, 1998, 2004, 2006 y 2012).
Si hay una cosa de este libro que a esta altura debería haber quedado clara es el
poder de la práctica efectiva para facilitarnos un mejor desempeño bajo presión.
Si bien es verdad que el entorno de un partido de estas características no puede
recrearse en un entrenamiento, ¿acaso no es mejor dedicar un tiempo a practicar
antes que no hacer nada? Además, con imaginación se puede hacer mucho para
acercarse a la cosa real. Cuando trabajo con equipos de rugby o con golfistas, no
tenemos miles de espectadores o las condiciones exactas del día del partido o
torneo para practicar, pero aun así se pueden obtener enormes beneficios en el
terreno de reparar y entrenar –patear penales una y otra vez para integrar
aspectos de ellos a la mente inconsciente–, y con un poco de creatividad se
pueden dar pasos para que la práctica sea un poco más realista. Si la caminata
desde la línea central es un factor tan importante, ¿acaso los penales no podrían
practicarse de esta manera, con todos los jugadores en el círculo central y el
pateador que emprende su solitaria marcha hasta el punto de penal?
Y en algunos aspectos se puede hacer que la práctica sea aún más exigente que
las condiciones del partido. En rugby dedico mucho tiempo a jugadores
internacionales, pidiéndoles que pateen desde ángulos muy estrechos, lo que
reduce el objetivo a una décima parte del tamaño que tendría en el partido. Otro
método es darles a los jugadores una serie de patadas desde distintas posiciones
dentro del campo de juego. Si malogran una de la secuencia, deben empezar de
nuevo. En fútbol, tener blancos en partes específicas de la red puede pulir la
habilidad y exponer cualquier falla en la técnica del jugador. Esto permitiría un
trabajo de reparación (técnica) muy relevante para la ejecución de penales,
donde los criterios son la precisión y la velocidad para superar al guardameta.
Como ilustramos en el concepto C a J, el impacto físico de la presión tiene
tendencia a mover al jugador hacia una trayectoria con forma de C más ajustada,
con rotación de la columna. Cuando esto ocurre durante la ejecución de un
penal, el jugador corre el riesgo de envolver la pelota con el lado interior del
balanceo de su pierna, lo que le otorga al guardameta más chances de atajar. O
quizás de manera más destructiva, una forma de C aún más ajustada llevará a
que la pelota salga hacia la derecha (si el jugador es diestro). El pateador de
forma J obtiene la potencia del movimiento de su cuerpo hacia el objetivo y en
una situación de presión utiliza el mayor grupo muscular posible para realizar el
disparo. Si a eso le sumamos una postura de mando (que genera una mentalidad
productiva), estará en mejores condiciones de dirigir la pelota con precisión. Lo
único a tener en cuenta es que eso solo ocurre como resultado de una práctica
consistente y medida.
También está la importancia del entusiasmo y la vibración dentro de las sesiones
de práctica para crear una actitud positiva y lograr que los jugadores se
comprometan regularmente con su zona desagradable. Si buscásemos patear a un
punto específico del ángulo de una red, ¿cuántos jugadores se sentirían
motivados para practicar en forma regular, poco y seguido, y celebrar
genuinamente sus progresos y logros?
Si David Batty nunca había pateado un penal en un partido de mayores, no tenía
experiencia en la que apoyarse. La práctica habría sido su único soporte –la
única cosa que podía siquiera comenzar a prepararlo para la experiencia que
estaba por atravesar–. Es difícil imaginar cómo es que, de los 11 jugadores de
Inglaterra que estaban en el campo de juego, no había suficientes como para
patear cinco penales con efectividad. El fútbol es un entorno caótico e
impredecible y que no hayan estado preparados sugiere que la selección de
fútbol cometió el mismo error que la de rugby en la Copa del Mundo de 1995,
cuando Jonah Lomu irrumpió en la escena, al no prepararse para la posibilidad
de expectativas trastocadas.
Nada menos que un experto como el goleador inglés, y pateador regular de
penales, Gary Lineker se refirió a la necesidad de practicar los disparos: “es
como decir que un golfista no practique nunca un putt de dos metros. Entiendo
que es diferente cuando se trata de un Campeonato Abierto, pero sería de muy
poca ayuda si has golpeado solo unos pocos”.
La figura 9 representa la fórmula PC-BP. Esta tabla supone un cierto grado de
expertise. Las dos columnas del centro muestran los procesos de pensamiento de
un pateador de penales en el rugby. En la columna de la izquierda hay solo dos
pensamientos conscientes, la fórmula PC-BP: mira el blanco preciso y
concéntrate en un solo gajo, de un jugador que está lleno de pensamientos
productivos y positivos antes de prepararse a disparar; en cambio la columna de
la derecha describe a un jugador con pensamientos destructivos y negativos. Es
decir, un jugador que no está en buen estado mental para rendir bajo presión.
Los pateadores deberían aspirar a la columna de la izquierda y esto solo puede
lograrse por el tipo de práctica que brinda confianza en el proceso, de modo que
el resultado se encargue de sí mismo. La clase de confianza que Jonny Wilkinson
y Rob Andrew podrían evocar. Más aún, cuando observamos los penales errados
en las definiciones por la selección de fútbol de Inglaterra, queda claro que, a
diferencia de Wilkinson y Andrew, tienen una rutina previa bastante azarosa.
Aparenta ser “pon la pelota contra el piso y terminemos con esto lo antes
posible”, antes que colocar la pelota deliberadamente, observar el blanco preciso
y pegarle fuerte más allá del guardameta. Compárese con la de un jugador de
rugby, que respira hondo, enlentece las cosas, se prepara cuidadosamente para el
tiro y lo ejecuta con agresividad.
Con un proceso similar, un futbolista tendría mejores chances de manejar el
impacto de la ansiedad y retrasar el apagón sensorial. También desplazaría los
pensamientos que interfieren y los devolvería al inconsciente, donde deben estar.
Si hacen todo esto la próxima vez que tengan una definición por penales, ¿quién
sabe lo que ocurriría?
Entrenar el desplazamiento
La larga caminata desde el círculo central hasta el punto de penal en una
definición les brinda a los jugadores la oportunidad de hacer algo que no
necesitan: pensar de más. En esa caminata tienen tiempo de pensar a dónde
patearán la pelota, pero también bastante tiempo para pensar en el resultado, en
las consecuencias de fallar. El golf no es diferente, en especial cuando
sobreviene la presión. Los jugadores disponen de una larga pausa entre golpes
mientras caminan hacia su pelota, bastante tiempo para pensamientos igualmente
negativos. Quizás haya sido este pensar de más el que inspiró a Mark Twain
cuando dijo: “el golf es una buena caminata arruinada”. Tal vez Twain solo
estaba luchando por manejar su ansiedad entre golpes.
Si observamos las situaciones de presión en nuestra propia vida, a menudo
nosotros también tenemos bastante tiempo para pensar de más anticipadamente.
Cuando a la noche estás en la cama y piensas en el trabajo o en el encuentro con
los suegros o correr los 5 km el día siguiente, es fácil llenar la cabeza de
preocupaciones mientras caminas hacia el “punto de penal”. Además puede ser
tan perjudicial para nuestro desempeño como puede serlo para un deportista que
comienza a reexaminar y desarmar su técnica forzando que las cosas que yacen
en el inconsciente crucen la línea para volver a convertirse en pensamiento
consciente. Podemos desvelarnos preocupándonos de antemano y cuando llega
la ocasión, de golpe nos volvemos extremadamente conscientes de cosas que
hacemos implícitamente –la charla trivial con los suegros, el contacto visual en
el momento oportuno durante una entrevista o presentación–. Podemos
volvernos torpes, tropezar con las palabras, quedarnos mirando el suelo.
No creo que sea posible entrenar a las personas para que no piensen en algo.
¿Recuerdan el elefante rosado sobre el que les pedí que no pensaran? En lugar de
eso, necesitamos encontrar algo que desplace los pensamientos potencialmente
destructivos. Para Jonny Wilkinson mientras practicaba en el campo de rugby,
fue Doris. Concentrarse en la revista, en el cono de helado, contribuyó a
desplazar los pensamientos sobre la técnica con los que luchaba y así poder
funcionar dentro del nivel efectivo del pensamiento consciente.
Podemos hacer esto en nuestra propia vida. Cuando escuchas hablar de personas
que se sumergen en el trabajo en períodos de estrés personal, se trata de lo
mismo: desplazan los pensamientos estresantes con pensamientos inmediatos
sobre el trabajo. Y podemos hacerlo con menos dramatismo en algunas
situaciones de presión que debemos enfrentar. Las presiones de tiempo suelen
hacerlo más difícil, pero si somos capaces de prepararnos para la entrevista o
presentación por anticipado, de manera de no tener que trabajar en ello hasta
irnos a la cama la noche anterior, podemos en cambio hacer algo como mirar una
película, leer un libro o ver a los amigos o la familia, y esto puede funcionar
como un ejercicio de desplazamiento, que enfoca nuestros pensamientos en otras
cosas durante las horas previas al evento.
En Twelve Yards de Ben Lyttleton, el futbolista alemán Stefan Kuntz describe un
método más agresivo de desplazar los pensamientos que él utilizó mientras se
preparaba para patear su penal, el quinto, en la semifinal de la Euro 96 contra
Inglaterra:
“Durante esa caminata estás muy solo y asustado. Tenía que encontrar la forma
de conquistar mis nervios. Así que me enojé. Y de esta manera me olvidé de los
nervios”. Kuntz pensó en sus hijos, de cinco y siete años, y en cómo los
compañeros de clase se burlarían de ellos si él erraba el penal. “Me enojé
mucho al pensar en esos payasos molestando a mi hijo, entonces pensé, “no le
hagas esto a tu familia”.
No hace falta decir que Kuntz clavó agresivamente su penal e Inglaterra pronto
quedó fuera del torneo cuando Gareth Southgate, que no había practicado
penales, falló el suyo. El método de Kuntz puede sonar inusual, pero fue una
forma efectiva de desplazar sus pensamientos: no pensó en su técnica, en
cambio, se concentró en su enojo. Podríamos decir que en vez de convertir su
ansiedad en entusiasmo, la convirtió en enojo, lo cual produjo una agresión
focalizada. De eso se trata la fórmula PC-BP en nuestros esfuerzos por desplazar
los pensamientos que no ayudan: necesita ser personal para cada uno. Para
Kuntz, fue su familia.
Necesitarás encontrar tu propio método a medida para desplazar los
pensamientos perjudiciales y pensar correctamente bajo presión. Llevará un poco
de ensayo y error, como fue para Jonny Wilkinson y Rob Andrew, pero para esto
sirve la práctica de cotejo. Cuando encuentres la fórmula correcta puede ser que
al principio ni siquiera te des cuenta, porque no solemos ser conscientes de lo
que no pensamos. Pero notarás la mejora en tu rendimiento y comenzarás a
confiar en ti mismo.
¡Pelotas nuevas, por favor!
Los deportistas de élite, hombres y mujeres, dedican años a trabajar sobre sus
destrezas para poder realizarlas en el mayor de los escenarios. Cuando ya han
pulido sus procesos y piensan correctamente bajo presión, entonces debería
suceder que si realizan bien sus procesos y se desempeñan al máximo de su
capacidad, logren el resultado buscado. Por supuesto que pueden perder ante un
rival mejor, pero en ese caso no hay nada de qué avergonzarse. De todos modos,
lo que resulta difícil aceptar es cuando el equipamiento juega una mala pasada.
Un deportista de primer nivel necesita poder confiar implícitamente en su
equipamiento. Los golfistas pasan horas buscando palos y pelotas que les den
resultados congruentes; los tenistas hacen lo mismo con sus raquetas; incluso los
futbolistas necesitan que las pelotas cumplan con los estándares reglamentarios y
de calidad para poder ejecutar sus habilidades frente a las miles de personas que
han pagado buen dinero para verlos. Por esta razón me sentí bastante
decepcionado en la Copa del Mundo de rugby de Nueva Zelanda 2011.
Como todos los demás equipos, nos entregaron pelotas oficiales del torneo para
usar en los entrenamientos. Noté desde el principio que en algunas pelotas algo
no andaba bien: el golpe –la sensación que acusaban los jugadores– no se sentía
genuino, aunque esto pareció mejorar con el uso.
Inglaterra ganó su primer partido de la fase de grupos por un estrecho 13-9
contra un muy aguerrido equipo de Argentina, pero las patadas a los palos, de
ambos lados, estuvieron por debajo de su nivel. Jonny Wilkinson falló cinco
tiros, mientras que Argentina, que utilizó dos pateadores, marró seis en total. El
partido se jugó en un estadio cerrado, por lo que el viento no influyó, y si bien es
entendible que un pateador pueda tener una mala tarde, que les haya ocurrido a
los tres en un entorno no afectado por el clima era muy inusual.
¿Qué sucedió? El hecho simple es que las pelotas del partido no eran
consistentes. Para cada partido se proveen ocho pelotas (cuando una se va a las
tribunas se utiliza otra para mantener la continuidad del juego) y cuando las
usamos el día anterior en el entrenamiento dentro del estadio, no todas se
comportaban de la misma manera en el aire. A un pateador esto le trae confusión
al aspecto mental de su juego. En vez de pensar “si hago esto (proceso), obtendré
aquello (resultado)”, comienza a pensar “si hago esto, tal vez consiga aquello”.
Pierde la confianza implícita en el equipamiento y por lo tanto compromete su
capacidad de pensar correctamente bajo presión.
El día anterior al partido tomé una bolsa de pelotas nuevas y me pasé varias
horas pateando. Me resultó claro que algunas se comportaban diferente, a pesar
de que acababa de sacarlas del paquete. Necesitaban varios días de patadas antes
de estar aptas para un partido, lo cual no iba a ocurrir. Le informé de mis
observaciones al head coach, Martin Johnson, y a Rob Andrew, por entonces
director de rugby de la RFU, y les hice sugerencias sobre qué podríamos hacer
para manejar esta situación –para trabajar con nuestras expectativas trastocadas.
Sabiendo que siempre jugaríamos los partidos con pelotas nuevas, hicimos lo
mismo en el entrenamiento para nuestro siguiente partido, contra Georgia.
Durante el entrenamiento en el estadio, cuando ya trabajamos con pelotas
nuevas, las probamos usando el sistema Top Pocket. Como las pelotas estaban
numeradas del 1 al 8, pudimos anotar las características de cada una –y así
identificar las que preferíamos evitar–. Confirmaríamos nuestros hallazgos
durante el calentamiento previo y durante el partido, cada vez que fuese posible,
trataríamos de mantener en cancha las mejores pelotas.
Contra Georgia nos fue mejor, tuvimos una victoria relativamente cómoda en la
que Toby Flood falló solo dos patadas de siete posibles. Para el siguiente partido,
contra Rumania, hicimos lo mismo y los jugadores identificaron a la pelota
número 5 como una “verdadera perra”. Para nuestra frustración, esa pelota
estuvo en juego durante la mayor parte del partido y Toby Flood falló un tiro con
ella en el segundo tiempo. Después de eso, retiramos la pelota del juego
escondiéndola detrás del banco de suplentes, para que ninguno de los dos
equipos la volviera a usar. No lo sabíamos entonces, pero uno de los árbitros nos
reportó, a mí y a Bobby Stridgeon, el preparador físico del equipo, que había
pateado lejos la número 5 y entregado a Jonny una pelota diferente en el primer
tiempo, por violar las reglas del juego. Bobby simplemente hizo lo que le pedí y,
en mi opinión, no debería haber estado implicado.
En los días previos al partido contra Escocia se nos vino encima una tormenta
disciplinaria. La organización de la Copa del Mundo investigaba el incidente
para ver si Bobby y yo éramos culpables de inconducta, ya que no está permitido
cambiar de pelota sin autorización del árbitro cuando un jugador patea una
conversión. La RFU mantuvo largas discusiones sobre el problema, de las que
casi ni me enteré. Me dieron una opción: o aceptaba una suspensión de un
partido o asistía a una audiencia el sábado (el día del partido), lo que significaba
que Wilkinson y Flood también deberían comparecer. Una preparación para el
partido lejos de la ideal. Sentí que no tenía en realidad opción, así que acepté la
suspensión.
La prensa, naturalmente, tuvo su comidilla: Ballgate! Yo todavía sostengo que
no hice nada malo: los jugadores de tenis cambian de pelota a cada rato y en un
partido de rugby hay otras instancias en las que se permite el cambio de pelota,
por ejemplo cuando el hooker quiere una pelota seca para arrojar en el lineout.
Las bolas de cricket, ni bien comienzan a deformarse apenas, son rutinariamente
reemplazadas. Desde entonces me enteré que también Escocia y Sudáfrica se
quejaron de las pelotas.
¿Por qué este detalle me importaba tanto? A este nivel, la consistencia del
equipamiento no es solo importante, es crucial. El deportista ya tiene bastante
que pensar cuando la presión aprieta como para tener que sobrellevar la
interferencia adicional de pensamientos sobre el equipamiento. Es mucho más
difícil comprometerse plenamente con un proceso que solo tal vez podría
producir el resultado buscado. Si regresamos al salto entre edificios a cincuenta
pisos de altura, ¿cómo te afectaría si la cornisa fuese inestable? Un pequeño
pedazo se desprende y cae hacia el suelo allá abajo: ¿cuánto estarías dispuesto a
comprometerte con el proceso ahora?
La inconsistencia del equipamiento provoca que el jugador comience a
desmontar sus pensamientos inconscientes. Cuando los resultados se tornan
inconsistentes comienza a culparse a sí mismo pero, en realidad, la causa es la
inconsistencia del equipamiento. Los jugadores y el público merecen lo mejor.3
Si se te pidiera rendir tu examen de conducción en un auto sin frenos, ¿sería esa
una buena plataforma desde donde evaluar tu capacidad?
Si bien podemos hacer planes para anticiparnos al trastocamiento de las
expectativas, deberíamos poder confiar en lo básico cuando nos desempeñamos
bajo presión, y por cierto en el equipamiento. Si trabajas en una oficina, sería
razonable esperar que tu computadora no se bloquee seis veces al día. Si trabajas
en la salud, esperas que tu instrumental haga lecturas precisas. Si eres un soldado
que va al combate, esperarías que tu arma dispare cuando jalas el gatillo.
Cuando vamos a desempeñar una tarea bajo presión, necesitamos saber que si
hacemos esto (el proceso), obtendremos aquello (resultado). Y si no es así,
entonces necesitamos tener la certeza de que se debe a nosotros y no al
equipamiento, para poder dar los pasos para corregirlo. Yo espero que este libro
sea una verdadera ayuda para ti, pero no podrá arreglar los frenos ni tu
computadora –o reparar la cornisa antes de que des el salto.
Solo pegarle
Pensar correctamente bajo presión es un método para desplazar los pensamientos
perjudiciales y ocupar la mente con claves productivas y que nos involucren –
aquí el lenguaje es vital– para rendir de la mejor manera. Es una forma de
comprometernos plenamente con un proceso que ya hemos practicado y dejar a
un lado los pensamientos sobre el resultado, que son la mayor fuente de ansiedad
escénica. El resultado, entonces, se cuidará a sí mismo. Cuando podemos
entregarnos genuinamente al proceso, llegamos a apreciar lo que otras personas
quieren decir cuando expresan que están “en la zona”. Nos sumergimos en el
proceso y actuamos implícitamente, sin demasiada conciencia de mucho más, y
eso es lo que todos buscamos cuando nos desempeñamos bajo presión.
Tu PC-BP será una fórmula siempre cambiante que debería ayudarte a lograr ese
momento. A medida que ganas en experiencia, tu fórmula para cada una de las
tareas que intentas también se desarrollará; crecerá contigo. Toda persona puede
usar una fórmula PC-BP, en cualquier etapa de su evolución, siempre y cuando
esté dispuesta a practicar. Cuando volvemos la mirada hacia John, el niño que
probaba el golf en el capítulo 3, vemos que no albergaba ningún pensamiento
sobre fracaso. Aprendemos a tenerle miedo al fracaso cuando crecemos. John no
necesitaba una fórmula para organizar su mente en el jardín del fondo mientras
jugaba con la bola y el palo: solo le pegaba y se emocionaba con el resultado.
En lo esencial, todos estamos tratando de “solo pegarle” –de perdernos por
completo en ese maravilloso momento, sin pensamientos perjudiciales sobre las
consecuencias, sin posibilidades de “fracaso” que nublen la mente–.
Necesitamos ser capaces de pararnos en la cornisa y, con entusiasmo,
entregarnos de todo corazón al salto.
CONCLUSIÓN
El Principio de la Presión
El Principio de la Presión comienza con la ansiedad porque esa es la fuente de la
mayoría de nuestros problemas con la presión. Es por intermedio de la
percepción de una amenaza, por lo general en circunstancias objetivamente no
amenazadoras, que nuestros niveles de estrés y de preocupación por el
desempeño comienzan a aumentar. Nuestros nervios producen los efectos físicos
de la ansiedad –las mariposas en el estómago, la rigidez en el pecho– que sin
embargo pueden movilizarse y usarse para nuestro provecho. Al entender y ser
más conscientes del efecto de la ansiedad sobre nosotros, mediante el lenguaje
corporal y la postura podemos convertirla en entusiasmo.
Es nuestro uso del lenguaje el que nos permite reformular cómo nos sentimos en
torno a la presión; el lenguaje nos permite efectuar el cambio de la ansiedad al
entusiasmo, para comenzar a percibir esos sentimientos como un combustible de
alto octanaje para un gran rendimiento. El lenguaje puede aumentar nuestra
autoestima y elevar la confianza –la sangre vital de cualquier actor, ya sea un
futbolista de Premier League o un recién graduado que comienza su primer
trabajo–. Pero también el lenguaje, aplicado de manera negligente y
desconsiderada, puede inhibir y destruir ambas cosas. Por lo tanto, a través del
uso de un lenguaje poderoso y productivo, de reconocer lo que hacemos bien y
prepararnos para cómo hacerlo mediante afirmaciones, podemos establecer una
plataforma para beneficiar todos los demás aspectos.
Administrar el aprendizaje es simplemente desarrollar el compromiso de
mejorar según nuestras propias posibilidades y desde nuestro propio punto de
partida personal. Necesitamos darnos la oportunidad de ingresar en la zona
desagradable, el lugar donde se forjan las verdaderas mejoras, y abrirnos
camino repetidamente por el bosque para despejar nuestros senderos. La zona
desagradable puede ser un lugar difícil y no volveremos a visitarla si no
inyectamos cierto disfrute en los procedimientos, recordando mantenerlos
“poco y seguido” para no desgastarnos antes de tiempo. Para quienes enseñan
a otras personas, se aplica el mantra “en la respuesta que obtenemos está el
significado del mensaje”. Siempre deberíamos trabajar partiendo del mapa de
realidad que habita el aprendiz, para poder comunicarnos efectivamente y
generar una empatía acorde. Todos hemos oído la frase “¡ya se los dije cien
veces!”. Está bien, ¿pero has pensado alguna vez en modificar el mensaje?
La balanza de la mente es el Equilibrio entre lo implícito y lo explícito, la
importancia de aprender con la mínima cantidad de información y
desempeñarnos con el mínimo de pensamiento explícito esencial. Muchos
pretendemos comenzar a mejorar sobrecargándonos primero de teoría y detalles
para construir desde allí la ejecución de la tarea, en vez de intentar primero y
trabajar en los detalles y la teoría sobre la marcha. Es como cuando
ensamblamos un mueble para armar utilizando la información del manual en
pequeñas porciones manejables. Lo mismo vale cuando nos desempeñamos bajo
presión: pensar demasiado sobre los aspectos del proceso que deberíamos
ejecutar de manera implícita solo nos traerá problemas –y puede desembocar en
un bloqueo del sistema.
La forma más productiva de mejorar cualquier destreza es verla como un cambio
de comportamiento. Tomemos una hoja del libro de los delfines y aprendamos a
aceptar el comportamiento que deseamos repetir y a ignorar el que no queremos.
Una vez que aprendemos un nuevo comportamiento, recordemos que el anterior
está apenas bajo la superficie. No es difícil retroceder a antiguos hábitos,
reingresar a la zona de comodidad, pero si podemos comprometernos con el
proceso de reparar, entrenar y cotejar, de modo que los comportamientos que
producimos al practicar sean más cercanos a los que necesitamos al ejecutar en
la situación real, entonces estaremos preparados de la mejor manera posible.
Nunca subestimes el poder de una práctica efectiva y deliberada.
Tampoco se puede soslayar la importancia del entorno en que nos
desempeñamos. Es tan positivo para un niño hacer un ensayo general de una
obra de teatro escolar en el escenario principal donde actuará, como para un
jugador de rugby tener su Captain’s run final en el estadio donde habrá de jugar.
Familiarizarse con el entorno ayuda a disminuir las posibilidades del
trastocamiento de las expectativas, como para que haya menos sorpresas
desagradables cuando la presión realmente aprieta. Pero no solamente el entorno
del partido es importante: también lo es el entorno más general –la cultura– en la
que nos desempeñamos. Si la cultura de la empresa en que trabajamos inspira la
iniciativa sin temor a repercusiones innecesarias, se convierte entonces en una
base mucho más estable para tomar riesgos mesurados y sentir menos presión
sobre las consecuencias. Si el entorno en el hogar es de comprensión, apoyo y
aliento, más allá de cuánta presión debamos enfrentar, siempre tendremos un
refugio seguro donde aliviar el estrés y disponer de las herramientas para crecer.
El apagón sensorial es la inevitable merma en la conciencia a medida que la
presión aumenta. El apagón sensorial afecta a todos; la frecuencia cardiaca
aumenta con el estrés, pero eso no significa que seamos sus esclavos. Podemos
retrasar su impacto mediante la adopción de una rutina que nos mantenga en el
presente y nos permita atender aquellos aspectos que podrían perderse a medida
que la presión aumenta y la conciencia se estrecha. Cuando encontramos nuestro
propio “volar, navegar, comunicarse, administrar” podemos retrasar el impacto
del apagón sensorial, lo cual nos permitirá manejar el estrés con mayor
efectividad.
Por último, pensar correctamente bajo presión es nuestra fórmula para qué
pensar y cómo pensarlo cuando la presión se hace sentir. Tu fórmula PC-BP es
algo aparte de tu preparación –tu “rutina previa al tiro”– y es el método por el
cual puedes involucrar por completo tus pensamientos conscientes con un
proceso preciso y específico y desplazar los pensamientos destructivos y de poca
ayuda sobre el resultado. Tu fórmula PC-BP se desarrolla junto contigo, y cuanto
más efectivamente trabajas otros aspectos del Principio de la Presión, más breve
será la fórmula. Pero pensar correctamente bajo presión no es solo una fórmula:
es una manera holística de abordar la presión. Si no salimos al cruce con los
procesos de pensamiento correctos, no podremos albergar esperanzas de
desempeñarnos como nos gustaría.
Puedes hacerlo
Ahí está entonces, tu receta para desempeñarte bajo presión. Se necesita también
sazonarla generosamente con una mentalidad que no reconozca límites, pues esta
es la mentalidad que subyace a cada aspecto del Principio de la Presión. Es la
convicción de que, cualquiera sea tu nivel, no importa dónde estás ahora,
siempre puedes mejorar. Y se trata de empezar con lo que puedes hacer, no con
lo que no puedes.
Cuando niños no teníamos miedo al fracaso ni ansiedades por rendir bajo
presión. En realidad, tampoco comprendíamos lo que era la presión –
simplemente probábamos algo y si no nos salía, probábamos de nuevo–. Nos
entregábamos al aprendizaje sin pensar en el resultado. En este sentido
estábamos cerca de la perfección: siempre en el momento, siempre en
crecimiento y desarrollo. Luego, cuando nos fuimos convirtiendo en adultos,
aprendimos sobre la presión. Aprendimos sobre fallar y sus consecuencias.
Muchos le tomamos miedo y empezamos a hacer todo lo posible por evitarlo.
No tiene por qué ser así. Tal vez no podamos volver a la infancia, pero el
Principio de la Presión nos puede ayudar a hacer lo mejor para recrear ese
sentimiento –a conquistar nuestro miedo al fracaso y la obsesión por el
resultado.
El Principio de la Presión es una filosofía. A través de organizar nuestros
pensamientos y de abrirnos a la relación recíproca entre cuerpo y mente
podemos conquistar el impacto negativo de la presión en nosotros. Nuestro
desempeño en momentos de presión puede llegar a definir nuestra vida, pero
podemos usar el Principio de la Presión para mejorar nuestra respuesta en esos
momentos.
Mi mayor esperanza es que, con la lectura de este libro, puedas comprender que
lidiar con la presión no es un don que algunos traen de nacimiento mientras que
otros deben luchar. El desempeño bajo presión es una habilidad, como cualquier
otra. Una habilidad que se puede trabajar y practicar para mejorarla. No tienes
que llegar a casa al final del día pensando ojalá no me hubiese dejado llevar por
los nervios.
Esto puede convertirse en cosa del pasado. Si implementas el Principio de la
Presión, mientras disfrutas y celebras tu éxito, descubrirás que realmente no hay
límites en los márgenes de todo lo que haces. Puedes reavivar aquel vigor
juvenil, el abordaje curioso e intrépido ante los desafíos –y si estás dispuesto a
comprometerte, los recuperarás–. Todos podemos mejorar continuamente y
disfrutar de la emoción de estar cada vez mejor.
Tú puedes hacerlo. Ya lo verás.
Bajo presión ahora
El rumor desciende. Todas las miradas se clavan en ti. A tiro de la gloria.
Plantas los pies firmemente en el suelo y te expandes. Alargas tu cuello y
acomodas los hombros en la ahora conocida postura de mando. Tus mariposas
revolotean pero ya puedes sentir que comienzan a volar en formación. Tu
frecuencia cardíaca se eleva por la expectativa; ante los ojos atentos de todos tus
compañeros, inhalas una profunda bocanada de aire, exhalas con lentitud.
Tomas el bollo de papel en tus manos –lo sientes tranquilizadoramente familiar
entre las palmas– y lo aprietas más. Todo es parte de tu rutina previa al tiro. Lo
sostienes ahora con la mano que vas a usar y sientes que su peso y tamaño están
muy bien –lo has hecho cientos de veces antes, durante el proceso de reparar,
entrenar y cotejar–. Pero no estás consciente de eso ahora. Cierras los ojos y
visualizas cómo la bola aterriza perfectamente dentro del cesto. Es inevitable.
Ahora abres los ojos y hasta ese pensamiento queda fuera de tu mente mientras
la ocupas con tu fórmula PC-BP: codo arriba, índice y pulgar siguen el vuelo. Te
concentras en el proceso, el resultado cuidará de sí mismo.
Apuntas fijo al punto más pequeño en medio del cesto. Elevas el codo con el
brazo flexionado hacia atrás y luego lo llevas hacia adelante para liberar el bollo
de papel. Este abandona tu mano y toda la habitación contiene la respiración
mientras el bollo describe un arco por el aire…
… y cae a plomo dentro del cesto, con un satisfactorio ¡bong! que suena como
un apagado gong para llamar a comer rompiendo el silencio. Un susurro que
dura una fracción de segundo se convierte en un rugido cuando das un salto
sobre tus pies, con los puños en alto y una sonrisa de oreja a oreja. Tus colegas
gritan, silban y aplauden. ¡Lo hiciste! Tu hoyo de la victoria en la Ryder Cup, el
penal de último minuto en la final de la Copa del Mundo. Tu oportunidad de
hacer historia en la oficina.
Te sientes como un niño el día de Navidad y absorbes la adulación con orgullo,
celebrando lo que has logrado, reforzando que lo has hecho bien. Es como
volver a tener cinco años. Estás radiante de emoción –por no mencionar que
estás 1000 libras mejor.
RECONOCIMIENTOS
Siempre me sentiré en deuda con mis colegas docentes de Hartcliffe School,
Whitefield Fishponds School y Withywood School por su ayuda y aliento en los
primeros años, y con todas aquellas personas que apoyaron activamente mi
iniciativa de crear la South Bristol Federation. La docencia es una profesión muy
subvalorada y no supe apreciar cuánto había aprendido de tantos hasta que me
fui.
La visión de Robert Louis-Dreyfus, ex CEO de Adidas International, y Robin
Money, de Adidas UK, me permitieron emprender este viaje en el coaching.
Gracias por apoyarme estos últimos veinte años. Stuart Biddle estuvo a mi lado y
me supervisó durante mi PhD en la Universidad de Loughborough –no me
habría ido bien sin él.
Gracias a Brian Smith, que me dio mi primer trabajo como coach full time en St.
George, Sidney, Australia, y a Brian “Box” O’Shea, director de alto rendimiento
de la Australian Rugby Union. Gracias también a Fran Cotton, manager de los
British Lions durante la gira por Sudáfrica de 1997, que me brindó un enorme
apoyo práctico no solo durante esa gira, sino también cuando me incorporé como
coach asistente de Inglaterra, y a Clive Woodward, quien creó una cultura del
rendimiento única y me permitió ser innovador con el seleccionado de rugby de
Inglaterra.
Siempre estaré agradecido a todos aquellos jugadores de rugby que creyeron en
hacer las cosas de manera diferente y desafiar las convenciones para mejorar,
particularmente, en mis primeros años: Stuart Barnes, Jonathan Webb y Rob
Andrew. Gracias a Jonny Wilkinson por aferrarse al modelo en las buenas y en
las malas cerca de dieciocho años. Golfistas como Melissa Reid, Padraig
Harrington, Brad Kennedy y Francesco Molinari han sido grandes jugadores
tanto para trabajar con ellos como para aprender de ellos.
El alentador entusiasmo de Gordon Lord, director de coaching de élite de la
ECB, y Kevin Shine, me animaron a desafiar las convenciones en cricket. Le
agradezco a Billy Cusack, de British Judo, el haberme aceptado y permitido estar
en el tatami me dio la libertad de ser creativo con los deportistas antes de los
Juegos Olímpicos de Beijing.
Quiero agradecer a Dave Weadon, quien me allanó el camino para explorar el
alto rendimiento en el fútbol australiano, y a John Worsfold, el equipo técnico y
los jugadores de West Coast Eagles por aceptar un “pom” (un inglés) entre ellos.
También a Kate Brayley por compartir su abordaje único del golf, y a Mark
“Gibbo” Gibson, presidente de la Australian PGA, que vive y respira entusiasmo
por el coaching y por el aprendizaje permanente. A lo largo de los años Mark
siempre me brindó su apoyo para ser diferente e innovador.
Gracias a Joel Rickett de Penguin por creer en mis ocho principios, de los que
surge El principio de la Presión. La constante ayuda, paciencia y orientación de
Steve Burdett me permitieron dar forma a este libro para que los lectores puedan
comprenderlo en todo sentido. Por último, gracias a Sarah Wooldridge de IMG
por su apoyo incansable y por guiarme a través del complejo laberinto de
escribir un libro por primera vez.
BIBLIOGRAFÍA
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Than Good”, Review of General Psychology 5 (2001): 323-70.
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Productivity, Profits and Your Own Prosperity (HarperCollins, 2011).
Ellis Cashmore, Sport and Exercise Psychology: The Key Concepts, 2a. ed.
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Violence (Little, Brown, 1997).
Steve Drzewiecki (Traverse City Police Department), “Survival Stress in Law
Enforcement”, proyecto de investigación aplicada presentado ante el
Departamento de Tecnología Interdisciplinaria de la Escuela de Policía y
Comandos, septiembre 20, 2002.
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Deliberate Practice in the Acquisition of Expert Performance”, Psychological
Review 100(3) (1993): 363-406.
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Side of Peak Performance, nueva edición (Pan, 2015).
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Christian Jarrett (ed.), 30-Second Psychology: The 50 Most Thought-Provoking
Psychology Theories, Each Explained in Half a Minute (Icon Books, 2011).
Ben Lyttleton, Twelve Yards: The Art and Psychology of the Perfect Penalty
Kick (Penguin, 2015).
Karen Pryor, Don”t Shoot the Dog! The New Art of Teaching and Training, 3a.
edición revisada (Ringpress Books, 2002).
NOTAS
1.
En 2007, como parte de un proyecto piloto de la British Olympic Association,
trabajé con la golfista Melissa Reid, quien ahora compite en el circuito europeo
femenino. Melissa se estaba adaptando a un nuevo juego de palos de golf, por lo
que usaba un TrackMan para registrar los puntajes del factor “smash” –la
relación matemática entre la velocidad de la cabeza del palo y la resultante
velocidad de la pelota– aunque no veía los números y necesitábamos un golpe
perfecto para establecerlo como base de lectura. Melissa comenzó a golpear la
pelota y a obtener puntajes muy altos para el factor smash. Pero cada vez que
golpeaba, no sentía que estaba lo suficientemente bien y me daba puntuaciones
negativas para el Top Pocket. Finalmente ejecutó un golpe y giró hacia mí con el
rostro iluminado, “Ese fue: un cero”. Observé el factor smash y era la marca más
alta que había obtenido hasta el momento: su sensación subjetiva concordaba
exactamente con la lectura objetiva de la máquina.
2.
Match en inglés. Puede traducirse como “partido” o “cotejo”.
3.
Había una solución. El hecho era que algunas de las pelotas nuevas continuaban
mostrando trayectorias desparejas en el aire luego de unos pocos kicks durante
dos días (el partido se jugaba al segundo día), pero después de una semana todas
las pelotas se comportaban de manera consistente. La solución habría sido
entregarles las pelotas a los equipos durante toda la semana previa al partido. El
viernes se las devolverían a los organizadores listas para hacerlas entrar en
juego. Lamentablemente se me negó cualquier oportunidad de sugerir esa
solución.
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