Teología e hipertensión Escucha este artículo Héctor Abad, ateo probado en tierra, aire, mar y Ucrania, le dijo un día a la revista Arcadia que él respetaba a los creyentes porque su mamá creía en Dios. No, Héctor, la mamá se respeta por ser la mamá, no porque ella escuche voces o vea cosas. Con esa tierna declaración, Héctor demostró que, como pensador, es buen hijo. Yo finjo que respeto a los creyentes pero en realidad les temo. Cuando me quedo en sus casas duermo con un ojo abierto: ¡algunos se creen Abraham y de pronto me ven cara de Isaac! Les envidio su Bach, sus vitrales, su teoterapia, bálsamo divino, pero hasta ahí. Los compadezco porque son de malas para pensar: es imposible creer en Dios y razonar bien. Creer y pensar son operaciones excluyentes porque el pensamiento se nutre de la duda, antónimo del dogma... pero entonces, ¿cómo han resuelto el nudo los genios piadosos? Fácil: en cuanto salen de la iglesia se ponen en modo “esquizoide”, se olvidan de Las Escrituras, activan su personalidad atea, observan las cosas con ojos atentos y paganos, urden conjeturas y las ponen a prueba. Los creyentes pueden ser brillantes pese a sus creencias. El creyente primitivo, digamos un pentecostal entusiasta, es fastidioso porque quiere zanjar todas las discusiones a punta de versículos. Los católicos, en cambio, son simpáticos: van a misa el domingo, dan una propina estítica y no vuelven a hablar del Señor en toda la semana. Los amo. Los ateos tampoco son la mata del talento, hay que decirlo. Solo se distinguen del creyente en que profesan otro credo, el de la ciencia y el progreso. Niegan el Génesis por ser demasiado mágico, pero les parece realista una “singularidad desnuda”, el Génesis laico, el Big Bang, un estremecimiento de la nada en ninguna parte y quizá en t = 0 (!!!) Que me perdonen los físicos y la partícula divina pero el Big Bang es asquerosamente mágico. Los ateos se emocionan cuando creen descubrir algún desliz del espíritu, como en Josué 10: 12: “Dios dijo, sol, detente en Gabaón, Luna, párate sobre el valle de Ayalón, y el sol se detuvo y la luna se paró hasta que Israel acabó con sus enemigos”. Los ateos olvidan que Dios es Dios justamente porque puede violar las leyes naturales y obrar milagros. La lógica de los mortales no rige en el mundo mitológico. Es ingenuo pedirles rigor a las religiones o al arte, esferas que giran bajo otras leyes. Cuando leen literatura, los ateos aceptan sin chistar la desmesura de las hipérboles, normalizan las licencias, leen de corrido las metáforas y aplauden los oximorones, pero cuando leen textos sagrados son puerilmente literales. Yo, lo confieso, no soy ni siquiera agnóstico. Ni siquiera buen hijo. Mi credo es la confusión, una Babel termodinámica (precisaré esto el próximo sábado). Recelo de las religiones, tan levíticas, tan bárbaras y patriarcales, y mi fe en la ciencia se tambalea los días impares. Soy discontinuo, como la energía, como la realidad, como todos, ateos y creyentes. ¿Como el tiempo? Pertenezco a una secta precaria y sin futuro, Los Hipertensos de los Últimos Días, un grupúsculo de sujetos errantes que no creemos en Dios porque no hemos recibido la gracia de la fe, esa virtud teologal que te permite creer en lo que no crees. Pero no llegamos al extremo de creer que podemos refutar las escrituras esgrimiendo cuatro ecuaciones paganas y plagadas de restricciones. Temo que Los Hipertensos no tengamos cabida en ninguna parte, ni siquiera en el Infierno. Solo nos queda esperar que al final Dios sí exista y que nos absuelva su divina injusticia.