Página|1 DESIDIA ORTOGRÁFICA Fernando Lázaro Carreter El descuido en la corrección ortográfica a que nos referíamos en el artículo anterior1, no afecta solo a los escolares en sus privados y nerviosos ejercicios de examen, sino que se manifiesta de modo arrogante en los medios de difusión. Hace algunos meses, la televisión lanzó a las pantallas un aprobechamiento sin el menor rubor. Y los periódicos nos afligen constantemente con errores graves, hasta en los titulares. Un alumno me preguntó hace unos días: "¿Por qué escribe usted objeción con dos ces?". Lo había visto en un trabajo mío publicado en un semanario, y la pregunta era casi una venganza contra mi exigencia en ese punto. Le expliqué que era cosa del linotipista, pero ¿se creyó mi justificación? Hay que buscar el motivo real de la vigente desidia en el difundido convencimiento de que la corrección ortográfica no sirve para nada. O, según formulaciones más extremas, en que exigir tal corrección es antidemocrático –siempre saldrán favorecidos quienes hayan disfrutado de una instrucción más larga y cara-, y por lo cual, la ortografía en cuanto a prejuicio burgués que es, debe saltar con los restantes prejuicios. De estos argumentos, el que más fuerza me hace es el de que, efectivamente, el buen o mal uso de las letras establece una rápida diferencia entre los ciudadanos, los califica inmediatamente en una escala cultural, sin tener en cuenta que aquello tal vez no acuse nada más que una penuria económica que les privó de educación suficiente. Pero ya no me resulta posible aceptar el remedio: acabar con las normas ortográficas. Como tampoco parece lógico que, para arrasar las diferencias de clases, se imponga un socialismo de la pobreza. La participación simultánea en la cultura y en el bienestar parece objetivo más deseable. ¿No sirve para nada, efectivamente, la ortografía actual, y habría que amoldarla con exactitud a la prosodia? Antes, tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué prosodia adoptar, la de soldado, soldao o sordao, la de llover o yover, la de rezar o resar, la de huele o güele, y me temo que ese acuerdo tardaría mucho en llegar, porque, claro es, en la discusión tendría que llevar una voz muy cantante la mayoría de los hispanohablantes, que no está precisamente en España, y que haría prevalecer sus peculiaridades prosódicas. Esa propuesta simplificadora, que ha tenido ilustres defensores desde Gonzalo Correas hasta Juan Ramón Jiménez, es sostenida hoy por muchos con una fe que raya en el arbitrismo. No suelen llegar, en sus propósitos reformistas, a las últimas consecuencias, ya que parten de una norma ideal –la suya- sin caer en cuenta de que existen otras muchas normas repartidas por el ámbito del español. Pero hay, además un obstáculo que se alza como insalvable a la hora de pensar en una norma ortográfica paralela a una presunta norma fonética, y es el hecho de que contaríamos con toda nuestra cultura escrita, aún la más próxima a nosotros, la cual adquiriría repentinamente un aire remoto y ajeno. Ya oigo al arbitrista argumentar: bastaría con ir imprimiendo las obras del pasado con la ortografía nueva. ¿Podría hacerse con todas? Infinidad de libros que no se han reimpreso nunca, ¿hallarían ahora editor? Pasar de la grafía fonética a la lectura de obras impresas con la tradicional implicaría dar un salto casi tan largo como el que se precisa para enfrentarse con la edición diplomática de un texto medieval. Un salto que las nuevas generaciones "mono-gráficas" no darían, produciéndose así la ruptura a que aludía antes. Para las actuales solo representaría un susto leer a Machado, por ejemplo, así: La embidia de la virtud izo a Kaín kriminal. Página|2 ¡Glória a Kaín! Oy el bizio es lo ke se embidia más; y a Unamuno, de este modo: ¡Bibír únos días en el silénzio i del silénzio nosótros, los ke de ordinário bibímos en el barúllo (¿o barúyo?) i del barúllo! Parezía ke oíamos tódo lo ke la tiérra kálla (¿o káya?) miéntras nosotros, sus íjos, dámos bóces para aturdírnos kon éllas (¿o éyas?) i no oír la boz del silenzio divino. No pasaríamos del sobresalto, no podríamos proseguir la lectura, pero ¿ocurriría lo mismo con quienes, conocedores de este solo sistema, pasaran a envidia, virtud, vicio, etc? Tendrían la impresión de penetrar en un período arcano, y lo probable es que la continuidad cultural, ya amenazada por otros motivos, recibiera por este la última puntilla. Además, insisto, ¿no seguirían en este proyecto todos los pueblos que son tan dueños como nosotros del idioma castellano? Vista desde otra perspectiva, la convención ortográfica es un gran bien, pues constituye uno de los principales factores de unidad de la inmensa masa humana hispanohablante. Mientras fonética, léxico y hasta gramática separan a unos países de otros, a unas clases sociales de otras, la norma escrita es el gran aglutinador del idioma, el que le proporciona su cohesión más firme. Las innumerables diferencias locales que hacen del español un puzzle dentro de su relativa unidad, se reducen, yo diría que gustosa y casi unánimemente, ante las convenciones de vocabulario, morfología, sintaxis y ortografía de la lengua escrita. Ella, mucho más que la oral, es la que nos permite sentirnos miembros de la misma comunidad. No es, pues, bueno el sistema de arruinar la convención ortográfica que nos une, y menos por desidia o ignorancia. Mil veces preferible es el de elevar la instrucción general para que esa sencilla convención sea conocida por todos. Y el de volver a rodearla de su antiguo prestigio. Si el castellano fuera solo nuestro, de nada y ante nadie tendríamos que responder. Pero erosionar su unidad en cualquier punto, nos atribularía con una culpa histórica irreparable. Concedo al tema tanta importancia, que aún abre de volver sobre él. Lázaro Carreter, Fernando (1999). El dardo en la palabra. 4ª edición. Barcelona: Galaxia Gutenberg Círculo de Lectores.